Joaquim Ruyra

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Aniversario

la pavura

Noche de ánimas

Visión agorera

 

ANIVERSARIO

 E

 

l abuelo Guixer era un viejecito de piernas baldadas, antiguo pescador, que se pasaba las horas cantando a veces, otras renegando (este era un dejo del oficio), rezando otras, pero siempre conservándose bonachón y candoroso como un niño. Más pulido era que una azucena; y daba gozo verle, entrado el verano, en el patio de su casa, bajo el emparrado; sus cabellos blancos eran parecidos a la espuma del jabón, su caraza fresca y encendida, su camisa de hilo, basta, fulgurando de limpieza y esparciendo el olor doméstico de la colada, los brazos arremangados, las manos activas, entretejiendo juncos o aderezando cuerdas. No había hombre más experto en quisicosas de pescar. Labraba nasas, garbitanas, palangres, mangas… Y él con sus artes, y la mujer haciendo charlar de sol a sol los bolillos en la almohadilla de encajes, sin detenerse más que lo preciso para acudir en un santiamén a los menesteres de la casa, vivían con suficiente holgura.

       Yo, aficionado a la pesca, con la excusa de llevar a componer un volantín o la faz de una nasa, visitaba con frecuencia al buen hombre. Al cabo fuimos excelentes camaradas.

       Lo que es durante el verano, no dejaba yo de ir a pasar un ratito en su casa ningún día. Se estaba allí como en la gloria. Me sentaba en el poyo fresquísimo del patio, a la sombra de los pámpanos, y ora fumando un cigarrillo cedía al blando poder soporífero de las canciones del viejo, ora discurría con él de los negocios del mar, que yo contemplaba más allá del portal abierto a todas horas. ¡El mar! Yo me sentía enamorado de él. No así el viejo, y a pesar de todo, algo experimentaba hacia el mar, aunque fuese con el sentir de un marido hacia una mujer de malas entrañas que le ha ocasionado muchas desazones, pero que al fin y al cabo no deja de habérsele arraigado en el alma. Jamás decía del mar cosa buena. «¡El mar! ¡Fuego maldito le seque! ¡Maldiciones cayeran sobre el mar!» Y le sobraban motivos para odiarlo, porque le había robado un hijo, el único, que en la flor de la mocedad se ahogó con sus compañeros de embarcación. Alguna vez lo amenazaba con el puño cerrado:

       _¡Ladrón! _decía.

       Pero si no hubiese podido contemplarlo, se hubiera añorado. No cabía duda, porque apenas se permitía levantar la cabeza en breve asueto, ya estaba comiéndoselo con la mirada, y todas sus distracciones consistían en resolver a qué barca pertenecía una vela apenas se vislumbraba, y en descifrar los pronósticos de los tiempos según el juego de las neblinas inconsistentes.

       Un día en que, según costumbre, me encaminé a su casa, me asombró hallar la puerta cerrada. A pesar de oír pasos y andanzas en el interior, no quise llamar, por no sentar plaza de importuno, y di en pasear calle arriba y calle abajo. Caía un diluvio de sol, pero yo me erguía muy valiente. Me entretuve contemplando el paisaje luminoso; el cielo de un firmísimo azul, las casas blanquísimas en hileras al pie de una eminencia peñascosa de color moreno candeal, donde brillaban las retamas en flor como las joyas sobre el pecho áspero y tostado de un zíngaro; y luego el mar y las arenas rubias, y los laúdes con sus velas puestas a secar, y las cordilleras lejanas, azuladas, casi transparentes…

       ¡Maravilloso día! Y la quietud reinaba en el pueblo, que se diría aletargado. No se veía casi a nadie. En la playa candente unas mujeres, en cuclillas, con los pañuelos de la cabeza echados adelante como la vela de un carro, repasaban silenciosas los desgarros de unas redes. Más allá el maestro de ribera, junto a una embarcación volcada había puesto a hervir en un fueguezuelo su cazo de alquitrán. Un chico pescador había arrinconado su caña, y, tendido a su sabor en lo alto de una roca, dormía tranquilamente. Todo ello se percibía a través de la vaharada que exhalaba la tierra, un vapor comparable a la pequeña sombra movible que produce un vidrio pasado rápidamente por un rayo de luz. De las breñas bajaba un canto de cigarras, pertinaz, sin fin.

       Al principio me empapé de sol con cierto deleite; lo desafiaba a que me tostase:

       _Ea, achicharra cuanto te venga en gana; que al cabo, don de tus manos es el vigor.

       Pero no tardé en sentir molestia. Mi vestido ardía, y yo me dije:

       _Agora lo veredes; no echaré de menos sombrillas ni toldos.

       Efectivamente, los laúdes con sus velas extendidas me ofrecían refugios deliciosos, tentadores, principalmente un par de embarcaciones que salían al bou. Las enormes velas, se veían atadas a manera de toldo de una a otra barca. No consentían el paso a un ápice de sol; y en cambio por escaso que anduviera el vientecillo marino, había de deslizarse por allí con frescores de gotas diminutas, apenas cayere lánguidamente una ola sobre la playa. Me encamine hacia allí, y al llegar, ¡qué sorpresa!, veo al abuelo Guixer sentado sobre unas cuerdas arrolladas.

       Era él, sin duda… Aunque estaba de espaldas, se le reconocía infaliblemente. Su cabezota blanca, descubierta; sus dilatados hombros sin más impedimenta que la camisa y los tirantes… Iba a llamarle, cuando paré mientes en que estaba pasando el rosario.

       Entonces adiviné la solución de todo. Nos hallábamos en catorce de julio, aniversario de la catástrofe de su chico. El excelente abuelo cumplía con un piadoso deber. Muchas veces me había contado que en semejante día abandonaba sus tareas; y bien sabía yo que mientras pudo valerse de las piernas no había faltado ningún año a la iglesia, donde oía una misa de difuntos, él, que muchos domingos la descuidaba. ¡Pobre viejecito, mira qué idea se le ha ocurrido! Ante el mar, en presencia del poético cementerio de su hijo, viene a rezarle unas oracioncillas… ¡Ah!, si la candidez es amable a los divinos ojos…

       Instintivamente me quité la gorra y murmuré unos padrenuestros. ¡Me dominaba una emoción tan honda! El mundo se iba obscureciendo, obscureciendo ante mis ojos humedecidos. No veía más que el hervor de fuego que producía el sol al llover sobre el agua azul. Mas, para mí, en aquel instante no había sol ni realidad. Una ilusión me sojuzgaba. Todas aquellas lucecillas eran mil y mil llamas de las candelas que ardían para un oficio de difuntos, en un templo inmenso, cuyas lejanías se perdían en tinieblas vagarosas. Se oía el trémolo del órgano, solemne, grave, devotísimo, creciendo poco a poco, decreciendo después blandamente…        El éxtasis de algo santo se enseñoreaba del corazón.

       El viejo que me había sorprendido con el rabillo del ojo, al concluir el rosario dijo una salve en voz alta para que pudiera seguirla, y luego, volviéndose, me saludó afablemente:

       _Gracias, gracias, y goce mil años.

       Y yo no pude articular palabra porque la emoción me anudaba la garganta, pero le estreché fuertemente la mano.

       Puedo jurar que en mi vida me alejé de duelo alguno con el alma tan emocionada. Mas el viejo no se inmutó en lo más mínimo; permanecía tranquilo, sereno, no se daba cuenta de lo que a mí me sobreexcitaba. Así era aquel hombre; tenía rasgos de poeta sin darse cuenta, sin perder jamás aquella simpática ignorancia que le garantía incapaz de artificios.

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LA PAVURA

 D

 

e camino para una masía de la Selva, donde me aguardaban los míos, hube de retrasarme por motivos que no es preciso narrar. El sol caía bastante bajo cuando llegué al molino del Olmo, que distaba aún tres horas del término de mi viaje; mas a pesar de que no andaba sobrado de tiempo, hube de detenerme a beber, y me senté en una piedra, junto al río, a descansar un instante, fumando un cigarrillo.

       El molino del Olmo no trabaja desde hace muchos años. Es un caserón inhabitado, o mejor una ruina inhabitable, porque buena parte de las paredes se ha convertido en escombros, y los tejados y techos no se mantienen más que a pedazos. Crecen en el interior espontáneos arbustos, y la viña salvaje asoma sus pámpanos a la ventana. La presa, reblandecida y usada, deja escapar desdeñosamente las aguas murmuradoras. La ancha turbina se pudre inmóvil sobre la acequia enjuta; las arañas la cubren de telas sutiles, y los bardales de las márgenes la llenan de briznas y hojarasca. Cuando uno recuerda que en otros tiempos esta rueda movía una complicada maquinaria, e imagina el ronco son de las muelas, correas y engranajes, el tráfago de los molineros, las teorías de carros que henchían los patios, la música de los cascabeles, el chasquido de las zurriagas y los gritos de los carreteros que animaban todo el valle, no puede menos de lamentar la ruina y el silencio presentes. Ahora estos parajes permanecen desiertos y silvestres. Crece la hierba en los caminos; ha desaparecido el surco de los carros. Nadie transita de ordinario por estos senderos. El sol mira hacia acá días y días y meses sin descubrir figura humana, y desaparece al morir la tarde en medio de un silencio mortal.

       Poco tiempo concedí al reposo. Quería aprovechar en lo posible para mi ruta la luz del día que empezaba ya a tomar tonos purpúreos. Penetré, pues, en la selva, avanzando rápidamente, mas no tardé en comprender que me afanaba en vano; dentro de poco la noche me alcanzaría en pleno bosque. El sol se había puesto ya, de seguro. A pesar del altísimo alisar que me impedía la vista del poniente, las vislumbres que, filtrándose por los claros del follaje, manchaban el bosque, denotaban suficientemente con su débil color la decadencia de la hoguera de donde procedían. Habían perdido su esplendor dorado, se enrojecían, parpadeaban, no podían durar. Extendiose a lo mejor una racha de sombra y se apagaron doquiera.

       _Adiós, bondadosa mirada del crepúsculo; abandonome tu dulce compañía.

       Con todo, me equivocaba. La muriente llama diurna reavivose aún, y sus reflejos volvieron a esparramarse por la sierra; y pálidos, violáceos, ondulando como humaredas de luz vagaron de una parte a otra y se extinguieron, y reaparecieron, y volvieron a extinguirse una porción de veces, de tal suerte que no perdí la confianza de verlos de nuevo hasta que hubo transcurrido un largo espacio en que los aguardara vanamente. Comprendí al fin que no volverían y entonces se me oprimió el corazón.   Faltábanme todavía dos horas de marcha por unas tierras enteramente deshabitadas.

       Cuando atravesé el puente de la Comadreja, un puente estrechísimo y de un solo arco, tan simple que parece el hueso de una costilla gigantesca, había cerrado la noche. ¿A qué negarlo? Tuve miedo. Pero… ¿de qué? ¿De ladrones? Ni soñarlo. ¿De despeñarme? Sabía muy bien que no bordeaba mi ruta ningún abismo.

       _Bah, bah, pavura lisa y llana _murmuré_ un miedo inmotivado, propio de mujeres y chiquillos. Hay que despreciarlo. Filosofía, y adelante.

       Pero la filosofía que me impelía a avanzar, nada conseguía en orden a mi zozobra.

       Un acompasado flautear de sapos, que sonó allá a lo lejos, en una hondonada, me infundió más decisión que los mejores razonamientos. Concentré toda mi atención en aquella monótona cantinela, y al oírla me parecía que no estaba completamente solo. Tenía la percepción de unos seres que se movían y permanecían unidos conmigo para el cumplimiento de una obra vital, y conmigo se comunicaban por medio de la voz. No dejaban de acompañarme.

       Una lucecita que surgió más tarde en medio de la masa informe de una montaña, contribuyó también a consolarme. Allí había un hogar y una familia. En mi imaginación vi a la masovera cerniendo harina al fulgor de aquella lucecilla, a los chicos disponiendo la nocturna ración de los establos, y a los jornaleros apoyando los codos en la mesa, sobre los manteles, y aguardando la hora de cenar. La buena gente dejó la ventana abierta sin tener idea de la caridad que le hacían al caminante con sólo dejarle ver el punto donde moraban. No estaba todo desierto, no. Ya sentía la sociedad de aquella gente lejana; no me atrevía a dudar de su existencia.

       Esparciendo de esa suerte la imaginación, recorrí buen trecho de camino con cierto denuedo; pero al perder de vista la lucecilla, y cuando al entrar en una nueva accidentación del camino, dejé de oír el flautear de los sapos, y un silencio perceptible, que aterraba, vibró a mi alrededor en la inmensidad, me pareció que la noche se me arrojaba encima.

       Me detuve azorado, presa de un malestar semejante al que a veces experimentamos cuando alguien se nos acerca cautelosamente por detrás. Quería volverme y no me atrevía. Al cabo pude lograrlo, y pasó por mi piel una vaharada fría, espantosa. Pero nada vi… ante mis ojos no había más que la selva, las hondonadas, la oscuridad.

       Caminé de nuevo, y hube de detenerme nuevamente a los pocos pasos. No podía sustraerme a la impresión de que alguien me seguía y me escrutaba. Palpitando de emoción volví a mirar, a escuchar… El silencio era absoluto. Sólo el ritmo de un menguado aliento se atrevía a profanarlo. La noche era augusta, diáfana; un abismo azulado, inmenso, salpicado de estrellas que indicaban confusas lejanías en el piélago interminable. Y abajo, la tierra desapoderada de luz, permanecía muda, en santo silencio, como recogiendo con místico respeto, las irradiaciones de lo infinito… Esto es lo que percibían ojos y oídos… Pero además… ¿Cómo explicaré aquella honda sensación estremecedora que me perseguía? No sabría comparar mi estado, lo repito, sino con el de una persona que se siente molestada hasta lo insufrible por la insistente mirada de otra que la espía en silencio con los ojos fijos. Sí, la tensión de mi espíritu llagaba a lo insostenible. No pude contenerme más. Con la sangre helada en las venas, caí de rodillas.

       _¡Oh, Infinito, oh Ignoto, oh Santo, yo te adoro! ¡Protégeme, ampárame! _exclamé con un grito involuntario que resonó espontáneamente en mi corazón. Y seguí rezando, aplastado contra el suelo, rezando con desvarío, encogido, tembloroso, hasta que obtuve la emoción, y el llanto y el consuelo.

       Por fin me levanté reconfortado, impregnado de una religiosa suavidad. La pavura no me había abandonado totalmente, pero me era soportable. Con aire modesto y párpados humillados continué mi marcha por senderos solitarios, murmurando plegarias a media voz; de esta suerte pude llegar a la masía.

       Allí me aguardaban la familia amante y el encendido hogar. Todo el mundo estaba ya inquieto por mi causa. Me dirigieron algunas palabras, a las que di la única respuesta. Y creí que nadie puso atención a cuanto respondía. Sería tal vez que cuanto dije era cosa de vago interés, y que los ojos de todos descubrían en mi rostro algo solemne e indescifrable que fijaba la atención más que mis palabras. ¿Qué suerte de honesta vergüenza o de poquedad espiritual me obligó a callar el lance más importante de mi jornada? Lo ignoro. Lo cierto es que rehuí conversaciones, me senté en el banco del hogar, alegando cansancio y me sumergí en la meditación.

       Jamás como aquella noche había conocido la pavura, ese miedo de lo infinito, de lo ignorado, ese inmenso padecimiento que todos han experimentado alguna vez y que nunca fue estudiado con la debida serenidad. ¿De qué depende la pavura? ¿Acaso la soledad, la inmensidad y la tiniebla ejercen por sí solas una influencia maligna sobre las facultades humanas, desordenándolas en un aura de locura? ¿O acaso en aquellas circunstancias se aviva en nosotros una facultad cegada casi en todo momento por groseras sensaciones, un sentido íntimo que nos capacita para recibir la sugestión de poderes suprasensibles que nos perturban y estremecen? Oh, Dios mío, ¿cómo dudar de este profundo sentido con que he llegado casi al tacto de vuestro ser, santamente aterrorizado en medio de la oquedad nocturna? Es un sentido balbuciente, oscuro; parece incipiente, y, sin otras luces que tengo recibidas, hubiera podido conducirme a algo detestable, como a tantos pueblos que quizás no tuvieron en religión más institutor que la pavura; pero, aunque balbuciente y oscuro todo lo que se quiera, es preciso reconocerlo: existe.

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NOCHE DE ANIMAS

 E

 

l eco de tu postrera danza, oh Fiesta de Todos los Santos, fenece.

La orquesta penetró en el mesón. En la vasta cocina, ante el hogar, sentados en el banco, o en sillas y escabeles, los músicos se calientan las piernas, y suavizan con unas sopas en vino las gargantas secas y agobiadas. Cada cual sostiene con la mano izquierda, sobre la rodilla, un plato de tierra muy hondo, en cuyo seno se hinchan y colorean los pedazos de pan que flotan en el líquido humeante. Los dedos pellizcan, sorben tenaces las bocas y los semblantes adquieren vida al influjo del saludable refrigerio.

       En tanto el abuelo echa un sueñecito en su rincón, casi rozando los purpúreos tizones. Ora levanta poco a poco la cabeza hasta poner en descubierto las piltracas marchitas de su papada, ora la deja caer pesadamente sobre el pecho.

       Media docena de jóvenes payeses bien trajeados y rasurados, con las barretinas encrestadas en la cabeza con esmero coquetón, y luciendo a guisa de joyas unos brotes de albahaca en las orejas, conversan de pie formando corro detrás de los músicos. Sus caras llamean todavía con el fuego que encendiera la danza; de vez en cuando enjugan con pañuelos multicolores el sudor que resplandece en caras y cogotes.

       La mesonera y las criadas van con presura del hogar a los hornillos, de los hornillos al armario.

       Un mozalbete, puesto en cuclillas dentro del cuévano de hierbas, lo espía todo con ojos despabilados.

       El candil que pende de la pequeña bóveda de los hornillos apenas deja ver su lucecita amarilla entre la humareda que surge de cazos y sartenes. En cambio los resplandores rojos y volubles del hogar vagarean por el ámbito sombrío. Todo danza en un caos de luz y de tinieblas.

       Al toque de oración algunos payeses empiezan a hablar de la noche de ánimas, de la noche que va a cerrar. Se cuentan casos de apariciones sobrenaturales. Cada cual trajo su historia, y procura interesar con ella todo lo posible. Un músico, hombrón de elevada estatura, flaco, de recias espaldas, de faz prolongada, frente calva y patillas blancas, luego de sorber las heces de su plato, mete baza en la conversación y dice:

      _No sé si habrán conocido a Refila de Navata… Yo sí. En todo el Ampurdán no había tenora como la suya; era un gran músico, un compositor de sardanas de los que entran pocos en libra. Sus sardanas… ¡ya lo creo!… se tocan aún y se danzan con devoción… Esta es la palabra… Se danzan con devoción porque su música tiene algo de religioso, de santo, de… no puede explicarse, ea. Fue mi maestro de tenora. En aquellos tiempos sería ya viejecito, pero estaba fresco y reluciente… era un hombre chiquitín… ¡si parece que lo estoy viendo!… carirredondo, el cogote prolijo… Vestía calzas y delantal, al uso añejo, y la chaqueta adornada con vistosa botonadura de hoja de lata. No vayan a creer que diera en pisaverde… nada de eso. No le importaba que cayese al azar su barretina morada, que le colgaba como un saco vacío por encima del hombro. Las medias lo arrastraban y él no se daba cuenta. Todo el día estaba soñando solfas. Ah, no recuerdo todas estas cosas para que se rían, no… que no es cosa de risa… las digo para que vean cuán presente tengo a mi hombre y para que entiendan que no es ningún cuento lo que voy a referirles.

       Aquí el narrador se detiene unos instantes. Reina el silencio. Las sartenes de los hornillos cesaron de chirriar. No se oye más rumor que el sordo ronquido de la enorme olla de hierro que pende de las caramilleras, y empieza su hervor. El mozalbete del cuévano no aparta su vista de los labios del músico como si espiase el surgir de las palabras. El músico prosigue su relato de esta suerte:

       _Hoy cumplen años de mi historia. Refila de Navata había ido a tocar en las danzas de la fiesta de hoy en un pueblo comarcano. Cuando hubo terminado, al cerrar la noche, emprendió solito el camino de su casa. Él mismo me lo contó más adelante. Con la tenora metida en la bolsa de cuero y sujeta a la espalda, tras, tras, descendía de la montaña, tomando cuantos atajos encontraba. Pero a no tardar, aunque las piernas de Refila seguían triscando por los senderuchos, sus pensamientos andaban lejos, lejos… se habían desprendido ya de la tierra. Lo había conmovido una inspiración, y componía allá en sus adentros. Nadie puede imaginar, si no lo ha experimentado alguna vez, de qué modo las inspiraciones arrebatan el alma de un artista.

       Aquí todos los músicos balancearon la cabeza en señal de aprobación, y el narrador continuó diciendo:

       _Pasaba el tiempo, y Refila, distraído, hechizado, no tenía la menor idea de que transcurriese. Y andando, andando, al fin tropezó con una cepa desarraigada. Entonces volvió en sí… esto es, salió de su preocupación… y como desvelándose empezó a mirar a una y otra parte. Mira acá, mira acullá… Señor, se había perdido en mitad del bosque, ante unos barrancos muy hondos que infundían pavor al hombre de más denuedo. La noche había cerrado totalmente. La luna era casi nueva. Apenas se divisaba en la diafanidad del cielo algo así como una pequeña sombra más clara y azulada que el fondo del cielo, ribeteada por un blanco hilillo de luz. Los senderos… ya lo imaginan… se borraban a cuatro pasos de distancia. Refila estaba desorientado por completo. Y he aquí, muchachos, que mientras él examinaba crestas y vertientes de montañas, buscando algún detalle conocido, llegó a su oído, en una racha suave, algo así como una música singular y embelesadora. Era una música que apenas se oía, fina, finísima, casi desmayada en el aura. Sonaba como un zumbido de abejas que acercándose ahora, alejándose presto, aumentaba o disminuía, aunque siempre débil, confusa… ¿Qué iba a ser aquello, qué iba a ser?… Al principio, Refila se creyó juguete de una ilusión; que le zumbaban las orejas… que una expansión de la sangre murmuraba las armonías soñadas durante la marcha. Pero ¡quiá!… no tardó en venir el desengaño. Aquella música no se parecía a nada que él hubiese nunca imaginado u oído. Era un nuevo aire de sardana apacible, melancólico… que se apoderaba del corazón despertando en él las más dulces ilusiones de la vida pasada. Llevaba al alma un recuerdo parecido al del placentero son de los primeros besos de amor, pero al mismo tiempo despertaba una tristeza honda, muy honda, ¡Jesús mío! Lástima que por la obscuridad no se pudiese escribir media palabra, de lo contrario, Refila hubiese apuntado las maravillas que llegaban a su oído. Sólo podía escuchar, eso sí… y para lograrlo mejor, poquito a poco echó a andar hacia el paraje de donde parecía llegar el zumbido armonioso.

       Calló el músico por breve espacio, suspirando. La mesonera y las sirvientas habían vuelto la espalda a los hornillos y atendían boquiabiertos, con ojos amilanados. No se oía a nadie ni respirar. Solamente se distinguía el sordo roncar de la olla enorme de hierro que hervía colgada de las caramilleras. Al cabo de escaso tiempo el narrador continuó su relato del modo siguiente:

       _Refila de Navata no se acordaba de su casa ni de su familia, ni del camino perdido. No le movía más anhelo que el de impregnarse de aquella finísima corriente de armonía, cuyo rastro andaba siguiendo. Refila era músico en cuerpo y alma. Al sortear un avance de la sierra divisó en una hondonada brumosa un lugarcillo lejano, que parecía dorado a la luz de la celistía. Se encaminó hacia allá… A medida que avanzaba, los sones seductores se oían más claros, menos inciertos… ¡Adelante!… Chocó de pronto con una pared revestida de hiedra, una pared muy baja… tras la cual se extendía una salceda compacta y frondosa. Surgía de allí una húmeda vaharada; así, como de tierra agitada o regada poco ha. ¡Pardiez!, allí se danzaba. Refila oía las pisadas de la gente, unas pisadas continuas, acompasadas… dóciles al aire musical. Era indudable; a la sombra de aquellos árboles, se danzaba la sardana sin más luz que la de las estrellas. Costaba algún esfuerzo reparar en los danzantes, pero a medida que la vista se enseñoreaba de las tinieblas, se notaba confusamente su vaivén, el rodar incesante y los saltos. Era gente angulosa y deplorable. Sus pies daban en el suelo con crujido áspero, seco. Algunos llevaban los pliegues de la ropa tachonados de una tierra que con el movimiento se iba desprendiendo y caía con rumores tenues de llovizna. Refila se estremeció de pies a cabeza, comprendiéndolo todo. El recinto era un cementerio. Los sauces, las plazuelas orilladas por rosales en flor, las cruces medio derruidas que en medio de ellas se divisaban, algunos hoyos que parecían cavados recientemente… todo explicaba la verdad del caso. Era noche de ánimas y los danzantes serían unos buenos difuntos ampurdaneses que, con permiso divino, se holgaban bailando la sardana, el baile de sus dulces recuerdos. Los músicos, encaramados sobre una antigua tumba, aterciopelada por el musgo, tocaban sus tenoras y caramillos con apagado aliento que no llegaba jamás a hinchar sus mejillas hundidas. ¡Y con qué finura y exquisitez seguían tocando! Su música era suave, embelesadora… se apoderaba del corazón, despertaba en él las ilusiones de la vida pasada, pero al mismo tiempo derramaba una congoja muy lastimera. ¡Jesús mío! Refila no se cansaba de escuchar. A pesar del miedo que sentía, el pobrecillo no hubiera sabido arrancarse a aquel deleite. Y entretanto la sardana se acercaba hacia el lugar en que se hallaba y los cuerpos glaciales de los bailarines exhalaban un cierzo sepulcral, un airecillo cortante que los rosales experimentaban desde muy lejos. ¡Vaya si hería a los rosales!… Se hubiera dicho que pasaba por sus ramillas algo parecido a una pavura, y las rosas súbitamente se dilataban, se desfloraban, dejando caer doquiera sus hojas diminutas. Refila sentía también aquel frío en la cabeza, en el pecho y en la médula de los huesos… y no tenía ya fuerzas para huir, y sus piernas se doblaban, y sus párpados cerrábanse con sueño invencible, despótico como el de la muerte. ¡Pobre Refila de Navata! Cayó, cayó sin sentido al pie de la cerca… y ¡líbrenos Dios de un sueño parecido al suyo!

       Aquí el narrador calla suspirando, inclinando sobre el pecho la cabeza meditabunda. Se oye, al mismo tiempo, el canto lejano de un gallo, cual una queja prolongada y misteriosa. Todos se estremecen. El mozalbete del cuévano vuelve el rostro, pálido y azorado; creyó sentir un aliento frío que le escarolaba los pelos del cogote. Tras una larga pausa, el músico suspira de nuevo, y dice:

       _¡Mundo, mundo, albergue de sandios! ¿Saben lo que la gente supuso cuando Refila contó lo que le había ocurrido? Pues nada… que el relente de otoño le había atacado el cerebro, y había deshojado las rosas. Y los médicos que lo visitaron… _porque desde entonces acá siempre estuvo enfermo, flaco, abatido, sin colores_ ¿saben lo que dijeron? Que sí, que había perdido el seso, y que sus relatos no eran más que engendros y fantasías.

       _Y a usted, ¿qué le parece? _pregunta el mozalbete del cuévano con voz ansiosa y apagada.

       _Yo creo que Refila es más sabio que nosotros y que todo el protomedicato _responde el músico sentenciosamente.

       Todo el mundo hace un gesto de aprobación. A aquellos ampurdaneses no les parece raro que los difuntos, por regaladas que estén sus almas en el cielo y por helados que deban de hallar sus cuerpos bajo la tierra, quieran, con el divino permiso, holgarse una vez al año danzando la sardana, el baile de sus dulces recuerdos, la danza sagrada de la tierra.

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VISIÓN AGORERA

 N

 

o puedo imaginar qué hora sería, ni asegurara encontrarme en noche o madrugada, pero se me antojaba que me había levantado poco tiempo ha. Una modorra singular, pesada, morbosa, entorpecía mi cerebro. Al mismo tiempo experimentaba yo algún disgusto muy hondo, alguna pena abrumadora, más érame imposible recordar sus causas. Nada, ni un mezquino detalle estaba presente en mi memoria. En vano me esforzaba en escudriñar las obscuridades de mi imaginación, buscando alguna remembranza aun no totalmente evaporada. Fue inútil. Sólo alcanzaba aumentar mi frenesí, mi honda amargura.

       El día estaba triste. Abovedaba el cielo un nubarrón gris obscuro, que transmitía avaramente una claridad mortecina.

       Me vino la sospecha de que estaría nevando y para cerciorarme salí a la ventana, y derramé al exterior la mirada de mis ojos turbios. Largo rato hube de parpadear antes de convencerme de que no había nieve por ninguna parte. Mis percepciones eran sordas y penosas. Permanecí allá, contemplando la negrura de las selvas que se extendían delante de mí, y dije a mis adentros: «Son los bosques de Montnegre... ¡Ah! ¡me encuentro en el más!» Y como si no estuviese muy seguro repetí en voz alta: «Sí, sí... me encuentro en el más Sábat».

       Imaginando que tal vez la soledad me impresionaba, anduve en busca de seres humanos. Entré en la cocina; una cocina espaciosa, negra, ahumada, de piso agreste y altísimo techo de cañas tiznadas. Allí, bajo el ancho vuelo acampanado del hogar, vi sentados en el banco al masovero y la masovera, con los brazos doblados sobre el pecho sin decir palabra, graves, cabizbajos y devorados por yerta amarillez. Por el movimiento casi imperceptible de sus labios comprendí que rezaban. ¿Sería huella de lágrimas la claridad que serpenteaba por las facciones de la masovera? Allí cundía un desusado quebranto, que yo sentía también aunque no recordase el motivo.

       Mientras examinaba aquella escena amilanado como no es decible, mis ojos dieron en el fondo de un pasadizo con la figura esbelta, grave y melancólica de mi madre. Etérea y blanquecina, la afable dama se me allegó, me abrazó y estampó en mi frente un dilatado beso. Sus labios eran finos como la morada lantanea mojada por el rocío de noviembre. Sus ojos grandes y serenos decían una tristeza incomprensible. Me eché a llorar en sus brazos... sin saber por qué.

       _Imposible detenernos más _dijo a media voz. Y ambos salimos de casa, y anduvimos, anduvimos... Recuerdo que el aire estaba completamente inmóvil. Las hojas secas de chopos y carolinas caían aplomadas como pájaros muertos. ¿A dónde nos encaminábamos por la ribera de aquellos torrentes solitarios?

       Se aproximaban las selvas. Entramos en una falda de montaña tenebrosa y poblada de enormes alcornoques, decrépitos y harapientos. Aquel viejo alcornocal era el de Montigalá, un bosque improductivo que no se había destinado al carboneo porque los transportes superaban en coste a la mercadería. A los árboles gigantescos, abandonados, se les dejaba que fuesen muriendo por sus pasos contados, y acaso hacía más de un siglo que estaban enfermos. Yo conocía muy bien el añejo alcornocal de Montigalá, lugar pavoroso donde jamás había oído el gorjeo de un ave ni el canto de un leñador. Allí el aire estaba siempre húmedo, impregnado de tufos de atmósfera cerrada y olores de moho semejantes a los que se perciben en un albergue de miserables.

       Mi madre, distanciada algunos pasos de mí, caminaba silenciosa, bajando la vertiente de la montaña. Yo la seguía torpemente mirando con estremecimientos los arbolazos caducos que retorcían sobre mi cabeza sus ramas contrahechas, cubiertas de un musgo prolongado y blanco como el pelo de un viejo. Roídos muchos de ellos a nivel del suelo por los insectos, bocelados por la carcoma, heridos y descortezados a trechos; minados algunos por podredumbres que les convertían la médula en una masa amarilla y blanda, deshecha al menor roce en un serrín impalpable como el tabaco en polvo; abollados otros por tumores monstruosos que estallaban soltando hilillos acuosos que se extendían por el suelo a guisa de complicados riachuelos; éstos vaciados por cavidades espantosas; aquellos hendidos de arriba abajo y con la mitad de los pesados miembros abatida a sus pies; pero todos colosales, llagados, cubiertos de polvo y telarañas presentaban un grandioso aspecto, de desolación que aterraba. Diríase que Dios los había condenado a un espantoso sufrir, sin permitirles aliento ni gemido.

       ¡Qué extenso, qué interminable me resultaba el alcornocal! Nunca me lo había parecido tanto; y la luz del día amenguaba como si la tarde desmayase más allá de las nubes. ¿Anochecía acaso? Yo tuve intención de hablar, de preguntar algo a mi madre, pero mi voluntad arrecida y sin tino no hallaba el resorte secreto que la pone en comunicación con los sentidos, y a pesar de mis esfuerzos, no surgía la voz en mi garganta contraída. ¡Qué angustia, Dios mío!

       Mientras continuaba el descenso, vi allá a lo lejos, entre las malezas, a un hombre que bajaba con una maleta a cuestas. Esta visión me sugirió la idea de un viaje, de una ausencia penosa, de algo inevitable y desconsolador. ¡Pobre madrecita mía! ¿Sería ella quien partiese? ¿Y adónde?... ¿Aquella cabeza gris tan querida había de separarme del calor de mis besos? ¿Y por qué separarnos?... ¿Por qué?... Pesadamente, iba dando vueltas a estas preguntas en mi imaginación, y advertí a la sazón que nos acercábamos a la llanura brumosa y azulada; y mi madre apretó el paso, y yo también.

       No sé por cuáles senderos penetramos allá, pero lo cierto es que al cabo de algún tiempo nos hallábamos en mitad de la llanura y ante la estación de una vía de ferrocarril que se perdía en el infinito. En aquel mismo instante llegaba el tren haciendo trepidar el suelo. Entonces, mi madre me abrazó temblando, y de pronto, deslizándose de mis brazos, después de breve carrera se precipitó en un vagón. Yo quise entrar en pos de ella, pero ella miró con terror, y cerrando la portezuela de un golpe gritaba:

       _¡No, no!

       Quedé despavorido. El tren se puso en marcha, fueron desfilando los vagones delante de mí, y tras los cristales pasaron unas rígidas figuras, unas caras pálidas, unas narices azuladas, unos ojos vidriosos... Después, ¡soledad!, ¡soledad absoluta!... Sentí rodar una gota de escarcha a lo largo del espinazo, y me asaltó la idea de la muerte.

       Esta idea clara, horripilante, me despertó. Todo aquello no había sido más que un sueño, pero me impresionó de tal manera que me apresuré a marchar del más donde la pesadilla me había sorprendido. Volví, pues, a la costa, a mi casa solariega, y (muchos creerán que lo digo para producir un efecto artístico, mas no es así) encontré a mi madre enferma y la vi morir a los pocos días. ¿El sueño habría sido una sugestión, una advertencia misteriosa? No sé, pero estoy convencido de que hoy, como en tiempo de Hamlet, el cielo y la tierra ocultan muchas cosas a la miopía de los sabios.

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