Javier de Viana

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Teru-tero

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Puesta de sol

La mejor historia

Teru-tero

    Don Ciríaco Palma, hacendado rico, poseía dos estancias en el departamento de Cerro Largo: una sobre el Aceguá y otra sobre el río Negro: separadas entre sí por una extensión de quince kilómetros, más o menos. Su residencia del Aceguá, la constituía una maciza y pesada construcción de piedra, especie de fortaleza a prueba de matreros. Allí pasaba las tres cuartas partes del año, en compañía de su hija Camila, único fruto de su matrimonio con Rudecinda Puentes, buena paisana que murió de tisis, según el médico, y de mal echado por su marido, según las gentes. Decíase en la comarca, que Rudecinda era extremadamente celosa, y muy enamorado don Ciríaco, al punto de tener un par de hijos en cada rancho de cada agregado, los que no bajaban de diez. Aseguraban también las gentes que no respetaba "pelo ni marca": que caían por igual blancas y negras, y que cuando recorría el campo y llegaba a un puesto, solían caer de rodillas, juntar las manos y pronunciar un "¿Santito?", rapazuelos de tez cobriza, nariz chata, ojos azules y cabellos rubios amolados. En vida de su mujer, don Ciríaco hizo un viaje a la estancia del río Negro para dirigir la esquila, y estuvo allí varios días. Concluida la faena, hubo fiestas: pasteles y tortas fritas, asado con cuero y vino a discreción. Por la noche se jugó al truco, hasta muy tarde: y doña Paula, mujer ya entrada en años, y que en sus mocedades había gozado fama de alegre y amiga de empinar el codo, acarreaba el mate amargo desde la cocina, e iba, de rato en rato, a llenar en la despensa la botella de caña que los jugadores vaciaban con rapidez increíble. Como la despensa –una troja– estaba a oscuras, doña Paula llenaba demasiado la botella, y por no llevarla chorreando, apuraba unos tragos en cada ocasión. No andaría muy bien cuando don Ciriaco, al recibir la calabaza, le dijo, con entonación entre reprensiva y cariñosa:
    –Su mate está lavao, bieja.
    –¿Y d'iai?– contestó ella, lanzando un regüeldo de caña. ¿Cómo quiere que esté güeno si hace dos horas que estoy trajinando de acá paya y ya se han tomado una sinfinidad de cafeteras de agua? Si no tienen las tripas verdes...
    –Güeno, bieja, no se enoje: baya a trair otra boteya de caña y no sebe más mate.
    La mujer salió tambalenado y la partida de truco continuó encarnizada, gritando y embrollándose mutuamente, porque todos estaban borrachos.
    Como la botella no volvía, don Ciriaco, impaciente, se levantó y salió al patio. Gritó y no le respondieron. Entonces, dando traspiés, se dirigió a la despensa. Llamó y no obtuvo respuesta. Encedió un fósforo y vio a doña Paula tirada en el suelo, boca arriba, con la botella de caña en la mano. La pollera de percal, levantada, dejaba ver las piernas bien hechas y todavía incitantes.
    Don Ciriaco la contempló hasta que el fósforo, quemándole los dedos, se le escapó y se apagó. Entonces, sin saber lo que hacía, se dejó caer, él también, sobre el pavimento de tierra de la troja.
    Siete meses más tarde, Rudecinda daba a luz una hermosa y rolliza niña, y tres días después doña Paula moría de parto, dejando, como fruto del placer momentáneo saboreado en instantes de afrentosa borrachera, un niño débil, raquítico y con enorme cabeza alargada. Mientras la niña crecía lozana y mimada en la estancia de Aceguá, el pobre sietemesino criado guacho en la del río Negro, se agrandaba poco a poco y sin vigor, como los molles en las infecundas hendiduras de la sierra. No tuvo otros juguetes que las "tabas" y "caracuces" que los perros abandonaban en el patio, ni otras caricias que los manotones de dos cuzcos canelos, únicos seres que jugaban con él, arañándole algunas veces, mordiéndole otras. A los dos años no caminaba y a los tres no articulaba sino una que otra palabra. Un día, el padre, que jamás le dio un beso, ni siquiera le tomó en sus brazos, decidió bautizarlo, aprovechando la visita del cura de la parroquia. Concluida la ceremonia, los concurrentes –don Ciriaco el primero– estuvieron de fiesta y holgorio, sin acordarse para nada del pequeño miserable que dormitaba tirado dentro de un cajón con un cuero de oveja por colchón, sin una pequeña almohada en que reposar su enorme cabeza de idiota.
    Le habían puesto por nombre Cirilo: pero los peones lo llamaban siempre Teru-tero y así siguieron llamándolo. Don Ciriaco –después de muerta su mujer– llevó a Aceguá, en calidad de concubina, a una de sus agregadas: y casi todos los veranos iba, con ella y su hija Camila, a pasar un par de meses en la estancia del río Negro, que era muy alegre, y tenía, a seiscientos metros, un bañadero espléndido. Durante estas cortas estadías, la diversión favorita de Camila era Teru-tero. Se servía de él como de un muñeco, mimándolo, acariciándolo, o pegándole y riéndose de su desgracia.
    Así pasaron varios años. La última vez que Camila fue con su familia a la residencia veraniega contaba veinte años y era una moza alegre, robusta y juguetona. Teru-Tero había crecido también, pero era siempre el mismo ser disforme, de largas piernas escuálidas, brazos de chimpancé y enorme cabeza hundida entre los hombros, que se elevaban a manera de dos montículos. Su cara era larga, flaca y de color terroso; el cabello largo, lacio y mugriento, caía sobre la espalda y sobre la frente estrecha: la boca, muy grande, con un labio inferior grueso y caído, dejaba ver cuatro incisivos superiores, largos, separados, irregulares y negros; los ojos, de un azul claro, tenían la mirada de los idiotas, pálida y sin vida.
    Hablaba poco y con grandes esfuerzos, y haciendo mil muecas ridículas. En la estancia era menos que un perro; comía lo que sobraba, y más de una vez, hambriento, disputó a los perros un pedazo de carne flaco o los tendones de una rótula. Su traje eran harapos que recogía del basurero, o que algún peón le daba en pago de alguna tortura que le infligía; su habitación era un ángulo del galpón, donde dormía sobre una piel de carnero, entre pilas de cueros y bolsas de lana y cerda. Todos los hombres eran iguales para él: todos lo mandaban con modos groseros, todos lo pifiaban, a todos servía de estropajo casi siempre, y de risa y burla siempre. La burla grosera del gaucho, que consistía en darle golpes, en martirizarlo físicamente, ya que la idiotez de Cirilo le impedía comprender y por lo tanto enfadarse por los dicharachos.
    Su padre jamás se preocupó de aquella sangre suya, y no tenía para él ni odio ni cariño: le era completamente indiferente: lo miraba más como una cosa que como un ser humano. Él, por su parte, veía con terror a aquel hombre grande, barbudo, altanero, que mandaba con soberbia y llenaba la estancia con sus gritos cuando montaba en cólera, lo que era frecuente.
    Una vez, mientras don Ciriaco ensillaba en la enramada, Teru-tero, con los brazos caídos y la boca abierta, lo contemplaba embelesado. El ganadero no había notado su presencia: pero el recoger la sobrecincha, vio que el muchacho pisaba la punta de la correa. Entonces dio un tirón, levantó la prenda y descargó tan fuerte golpe sobre las piernas del desgraciado que éste huyó dando gritos como perro castigado. Desde esa vez, Teru-tero huía del hombre barbudo como de un demonio.
    Camila mostraba gran preferencia por un mocetón del pago, un gauchito aindiado, trigueño y jaranista, célebre por sus fuerzas y sus proezas como domador de afición. Con frecuencia iba a la estancia del río Negro y sus relaciones con Camila aumentaban rápidamente. Eran dos caracteres semejantes y se entendían a las mil maravillas. Muchas veces, paseando por el patio, él, –que ardía en deseos y con la boca seca y el espíritu embotado no encontraba frases que dirigir a su prenda– llamaba a Teru-tero y se ensañaba con éste, inventando diabólicas travesuras, que la china festejaba con grandes risotadas. Un día, fue a la cocina, asó un hermoso choclo y se lo dio a Camila, quien, cambiándolo de una a otra mano y soplándolo para no quemarse, se entretuvo luego en arrojar algunos granos a la distancia, exclamando al mismo tiempo alegremente:
    –¡Toma, Teru-tero, toma!
    Y Teru-tero, sumiso, humilde, recogía los granos, uno por uno, y los comía sonriendo, mientras Camila y su novio reían. Después tomaban piedras, un pañuelo, una "guasca", otros objetos por el estilo, y se los arrojaba para que fuera a traerlos.
    –¡Busca, Teru-tero, busca!
    El infeliz idiota corría presuroso y reía, sacudiendo su horrible cabeza deforme, contento con aquel juego, al cual debían seguir otros tan vejatorios y más crueles. El gauchito había regalado a Camila unas boleadoras con piolín en vez de trenza, y bolas de plomo en lugar de piedras; boleadoras a propósito para cazar ñandúes. Cierta tarde salieron los dos al campo, siguiéndolos, como un perro, Cirilo. Entre el gauchito y él espantaban los ñandúes y Camila tiraba. Pero como no lograra apresar ninguna de aquellas ligeras zancudas, llegó a enfadarse y se le ocurrió descargar su mal humor sobre el huérfano, a quien acusaba de torpe y de no haber espantado bien los bípedos. En un momento de rabia le tiró las boleadoras, y el infeliz, enredado, cayó en tierra. Camila rió largamente y utilizó su descubrimiento. Teru-tero supliría a los avestruces.
    –¡Corre, Teru-tero! –gritaba exilada– ¡corre, Teru-tero!
    Y sus piolines, con las extremidades terminadas en bolas de plomo, se enroscaban en las débiles piernas de Cirilo, machucándolo y haciéndolo caer, lo que motivaba una explosión de risa en Camila y su compañero. Este iba por las boleadoras y el juego continuaba. A poco el idiota no pudo más y se detuvo como bestia transida: pero el paisanito comenzó a darle golpes de arreador y el infeliz tuvo que seguir disparando, hasta que, maniatado de nuevo, caía en tierra y de nuevo veíase obligado a levantarse azuzado por las bromas y la trenza de arreador del gaucho.
    Como zorro perseguido por mastines enfurecidos, corrió, corrió, en dirección a la estancia, hasta que logró ganar el galpón, y fue a tirarse, rendido, y con las piernas ensangrentadas, sobre el cuero de carnero.
    Los dos jóvenes lo dejaron tranquilo, y él, hundido allí, a la manera de perro acosado, sin ánimo para moverse y con miedo de ir en busca de una piltrafa, se durmió profundamente, recogidas las flacas piernas laceradas y apoyada sobre los brazos escuálidos la enorme cabeza de idiota, cuyos cabellos desgreñados caían ocultando el resto.
    Hacia rato que dormía, cuando Camila, seguida de su novio, penetró en el galpón, llevando en una mano un candil de grasa de potro y un trozo de asado en otra. Golpeó con el pie al huerfanito, y cuando éste se despertó sobresaltado, abriendo enormemente los ojos:
    –¡Pobre Teru-tero! –dijo la china– naides se acuerda de vos. Mira, te traigo un churrasco.
    Y le dio el trozo de carne, gordo, bien asado, apetitoso.
    Teru-tero se incorporó y lo tomó con ambas manos. Tenía hambre, pero no se atrevía a comer. Su semblante, transfigurado, expresaba inmensa gratitud: sus ojos azules, sin luz, repentinamente humedecidos, no se apartaban del rostro de la muchacha, que lo miraba sonriendo, y que le dijo de pronto:
    –¡Come, bestia!
    El idiota clavó sus grandes dientes en el carne y arrancó un bocado que empezó a masticar con ansia. Pero enseguida lo soltó con rabia, se incorporó más, lanzó un gruñido sordo, mostrando la doble fila de incisivos largos y negros: y, rabioso, fuera de sí, tomó el trozo de carne y se lo arrojó a Camila, que reía hasta enfermarse, apoyada en el hombro de su novio, que también daba salida a estruendosa carcajada.
    Partieron. La covacha quedó a oscuras, y el pobre huérfano, después de escupir repetidas veces para quitarse de la boca el gusto que le dejó la carne mezclada con una materia inmunda, inclinó su cabeza de bestia y tornó a dormirse sobre el cuero de carnero, entre las pilas de lana y cerda.
    En todo el día siguiente, nadie vio a Teru-tero, ni tampoco nadie se preocupó de él.
    Había hecho una tarde de sofocante calor. El galpón, con su techo de zinc y su piso lleno de bosta fermentada: con las emanaciones de orinas putrefactas y los olores acres de las lanas y los cueros apilados, no convidaba a permanecer en él. Sin embargo, a la tardecita, cuando ya estaba oscureciendo, penetraron allí Camila y el gauchito. Apenas entrados, este último abrazó a la china con tanta fuerza, que ella se quejó y murmuró entre cariñosa y agresiva.
    –¡Bruto!
    Hubo un momento de silencio, durante el cual él la fue empujando hacia el fondo, donde estaba más oscuro y donde el olor de la lana grasienta y de los cueros secos era más acre e incitante: y entonces, de golpe, brutalmente, ferozmente, en un impulso irresistible de bruto encelado, la cogió y la arrojó con fuerza sobre la bolsa de cerdas, blanco y cómodo lecho que la pareja conocía de tiempo.
    Camila hizo un débil esfuerzo por levantarse, por escapar de los brazos nervudos que la sujetaban, de los dedos lúbricos que la quemaban, del aliento de fiera que sentía en la boca y en el cuello. En la lucha apoyó una mano en el suelo y tocó una cosa fría que la horripiló.
    –¡Ah, que asco!– dijo, y se puso en pie.
    El gaucho quiso detenerla: pero ella huyó, perseguida por su novio. Sin preocuparse de nada corrió a la cocina, cogió el candil y volvió precipitadamente al galpón. El gauchito y otros peones la siguieron, y cuando llegaron al fondo, entre las pilas de lana y cerda y cueros vacunos, vieron a Teru-tero frío, rígido, con las piernas encogidas, el rostro terroso y los ojos cerrados.
    ¡Quién sabe cuántas horas hacía que había muerto! Muerto de fatiga, de inanición y de pesadumbre: solo en la oscuridad de aquel rincón infecto; sin recursos, sin una ayuda, sin un socorro, sin ver a su lado en los siempre terribles últimos instantes, no ya un amigo –que ninguna amistad le acarició jamás– pero siquiera un rostro humano que le lanzara una mirada de misericordia: la mirada de lástima que arranca el espectáculo de una bestia moribunda. Entre la lana, entre las cerdas, entre los cueros, ¡quién sabe qué horribles tormentos acosaron al miserable: ¡quién sabe qué espantosa agonía dio término a aquella vida siniestra! Solo, abandonado: así había vivido, así debía morir.
    Camila lo contempló un rato, asombrada, confusa, con más muestra de desagrado que de pena: y luego, de pronto, como si le viniera a la mente el recuerdo de un placer frustrado a causa de aquel miserable, la cólera le pintó en su rostro, avanzó un paso y dio con el pie en el rostro de Teru-tero, exclamando con rabia:
    –¡Bruto! ¡Idiota!
    Los hombres, que al principio se habían detenido impresionados por el respeto que siempre impone la muerte de un semejante, volvieron –ante la frase de Camila– a recordar a Teru-tero, la bestia, la cosa, la piltrafa: y se rieron de buena gana.
    Después salieron. El galpón volvió a quedar oscuro y silencioso. Uno de los cuzcos canelos que jugaban con Teru-tero cuando éste era pequeño, fue el último en abandonar el fúnebre recinto.
    El cadáver del idiota permaneció toda la noche sobre el cuero de carnero, y al día siguiente, como habla faena y no podía perderse tiempo, don Ciriaco ordenó al pardo Anastasio que llevase al finado al monte, en la rastra de acarrear el agua, y que lo pusiera sobre unos talas: agregando:
    –"Que juera pa abajó 'e la picada, pa que no yegara el jedor a las casas.

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Lo mesmo da

El rancho de don Tiburcio, mirado desde lejos, en una tarde de sol, parecía un bicho grande y negro, sesteando a la sombra de dos higueras frondosas. Un pampero –hacía añares– le torció los horcones y le ladeó el techo, que fue a quedar como chambergo de compadre: requintado y sobre la oreja.

    No había quien pudiese arreglarlo, porque don Tiburcio era un viejo de mucho uso, que agarrotado por los años, dobló el lomo y andaba ya arrastrando las tabas y mirando al suelo, como los chanchos. Y además, no había por qué arreglarlo desde que servía lo mismo: el pelo de la res no influye en el sabor de la carne.

    Lo mismo pensaba Casimira, su mujer, una viejecita seca, dura y áspera como rama de coronilla, para quien, pudiendo rezongar a gusto, lo demás le era de un todo indiferente.

   Y en cuanto a Maura, la chiquilina, encontraba más bello el rancho así, ladeado y sucio como un gaucho trova. Maura era linda, era fresca y era alegre al igual de una potranca que ofrece espejo a la luz en la aterciopelada piel del pelecheo.

    Sin embargo, en aquel domingo de otoño, blanco, diáfano, insípido como clara de huevo, la chiquilina agitábase en singular preocupación. El seno opulento batía con rabia dentro de la jaula de hierro del corsé; las piernas nerviosas hacían crujir la zaraza de la polera acartonada con el baño de almidón: el rostro, que tenía el color y la aspereza de los duraznos pintones, resultaba un tanto pálido, emergiendo del fuego de una golilla de seda roja; los renegridos cabellos, espesos como almácigo, rudos, indómitos, hacían esfuerzos de potro por libertarse de las horquillas, y las peinetas que los oprimían; las pupilas tenían el oscuro, misterioso y hondo, del agua dormida en la lejana entraña del pozo; y los labios, color de ladrillo viejo, apetitosos como "picana" de vaquillona, se estremecían de vez en cuando, con un estremecimiento semejante al de un pedazo de pulpa arrancado de la res recién muerta.

    Tan preocupada hallábase junto al fogón de la pequeña cocina, que la leche puesta a hervir en el caldero, subió, rebasó y cauyó en las brasas, chillando y hediendo, sin que ella lo advirtiese, hasta que doña Casimira sintiendo el tufo le gritó desde el patio:

    –¡Que se quema la leche, avestruza!...

    Maura atendió en seguida, porque su madre la llamaba a veces perra, baguala, yegua, anímala, pero cuando le decía avestruza, es que estaba furiosa, y casi siempre acompasaba el insulto con una bofetada o de un tirón de las mechas.

    En realidad, sobrábanle motivos a la chica para encontrarse preocupada, ese mismo domingo, apenas se instalara la noche, debía abandonar aquellos tres viejos queridos –su padre, su madre y el rancho– entre los cuales había nacido y crecido.

    –¡Y al menos fuese tal el único causante de su incertidumbre dolorosa!... Ella sabía bien que todos los pichones, una vez emplumados, alzan el vuelo y abandonan el nido en cumplimiento de la ley natural ... Pero había más: había una duda atroz taladrando su pequeño cerebro de bruto. ¿Amaba, realmente a Liborio?... Evocando su imagen, su sola imagen, le parecía que sí; pero ocurríale que, al evocarla, no tardaba en presentarse; sin ser llamada, la imagen de Nemesio, y ya entonces el juicio vacilaba, enturbiado.

    A cualquiera le pasaría lo mismo, porque Liborio la seducía con sus bucles azafranados, con su voz más dulce que miel de camoatí, con sus languideces de felino y con su fama de cuatrero guapo, peleador de policías; pero también Nemesio era bulto que daba sombra en el corral del alma.

    Nemesio era casi indio y feo de un todo. Era más duro que una piedra colorada y mejor era tocar una ortiga que tocarlo a él. Hablaba muy poco y casi no se le entendía lo que hablaba, porque las palabras, al salir de su boca, se enredaban en los enormes bigotes y se convertían en ruido. Tenía un cuerpo grandísimo y una cabecita chiquita y redonda, poblada de pelos rígidos, parecida a una tuna de esas que se crían en el campo, sobre las piedras.

    Empero, Nemesio era sargento de policía. La casaquilla militar, el Kepis, las jinetas y el sable –sobre todo el sable– le daban un prestigio acentuado por los dos hombres que siempre, en todas partes, dotaban respetuosamente a su retaguardia. Era un poco "gobierno", puesto que llevaba uniforme y espada y mandaba.

    Hacía tiempo que el sargento y el bandolero codiciaban con idéntico apetito a la pichona de don Tiburcio y ella no sabía por quién decidirse. Pero Liborio, más atrevido, sin duda le dijo el lunes que se aprontase porque el domingo la iba a "sacar". Y ella...¿qué iba a hacer?... Aceptó no más.

    Y llegó el domingo. Liborio lo había elegido, aprovechando la circunstancia de que Nemesio, con toda la policía, debía hallarse al servicio en las carreras grandes que se corrían en el negocio del gallego Pérez. Maura intentó resistir aplazando la "juida", pero el mozo le dijo brutalmente:

    –¿Para qué?... Lo que se ha de empeñar no carece fecha y el agua se saca cuando se tiene sé!...

    –Apronta tus trapos y espérame al oscurecer debajo de las higueras!...

    ¿Y ella qué iba a hacer?

    La noche era oscura, oscura y sin más guía que el instinto, Liborio avanzaba al trote, llevando a la grupa de su tordillo la carga preciosa de la morocha.

    No hablaban. Él iba soñando: ella iba haciendo cálculos, esos cálculos chiquitos que hacen los brutos en los momentos solemnes.

    De pronto, el gaucho sofrenó el caballo: había oído, hacia su derecha, ruido de gentes y de sables.

    –¡La polecía! –rugió–. Y me vienen ganando el paso!... ¡Sabandija!... Pero lo mesmo da' vandiaremos por la laguna!...

    –¡Por la laguna! –gritó Maura asustada.

    –No tengas miedo, china; p'algo es tordillo mi flete: boya mesmo que un bote!...

    Diez minutos después se detenían al borde de una laguna ancha y siniestra en la quietud de la noche.

    –¡Tengo miedo!... ¡tengo miedo!... –gimoteaba Maura. Y él:

    –No se asuste, prenda. Agárreseme del lomo y cierre los ojos.

    –¡Nosaugamos, Liborio!...

    –¿Ande has visto augarse una nutria?... Agárrate y tené confianza, ya que ande pasa un pescao, pasaremos mi tordillo y yo!...

    Cerca, cerquita, resonaban los cascos de los caballos de los perseguidores y se oía claro el repiqueteo de los sables. El matrero, abandonando el tono cariñoso, ordenó con acento brutal:

    –¡Vamos!... Y espoloneando el tordillo, se lanzó a las aguas. La china, con brusco ademán, tiróse al suelo y cuando Liborio salió a flote, volvió la cabeza y lanzó a las sombras el más sangriento de los apóstrofes gauchos.

    Casi en seguida atronó una descarga de fusilería... El matrero bramó como un puma herido, soltó las crines del tordillo y se hundió en las aguas muertas de la laguna...

    El sargento Nemesio al verlo desaparecer dijo:

    –Carniza pa las tarariras.

    Y luego, volviéndose hacia Maura, que permanecía en cuclillas, muerta de miedo, la castigó con una palabra fea y levantó el rebenque para pegarle.

    Ella se cubrió el rostro con el brazo, en actitud de gata miedosa. El se desbordó en groserías; pero poco a poco fue enterneciéndose por dentro, y como no sabía ser tierno con las palabras, le dio un beso.

    Maura lloró y él le dijo:

    –¿Querés venir conmigo?...

    –Ella calculó todas esas cositas chicas que permiten vivir; pero que muerto Liborio se simplificaba su problema y respondió lagrimeando:

    –Güeno.

    Y después, mirándolo a la cara, confesó ingenuamente:

    –¡Lo mesmo da

 

 

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Puesta de sol

    Sinforoso y Candelario eran los dos peones más viejos de la Estancia. Debían ser zonzos los dos, porque ya empezaban a envejecer, en una vejez que atesoraba trabajos sin cuentos, y seguían tan pobres como cuando, jóvenes ambos, entraron en el establecimiento para recoger la tropilla en las mañanas, encerrar en la tarde los terneros de lecheras y hacer mandados a toda hora.

    Eran viejos ya, Candelario y Sinforoso.

    Como sus existencias habían bostezado juntas, pegada una a la otra, se conocían de la cruz a la cola y no tenían nada que decirse. Sin embargo, todas las tardes, concluido el trabajo de aradores a que finalmente les habían destinado, se iban al galpón, avivando fuego, calentaban agua, verdeaban y charlaban.

    ¿Qué podían decirse aquellos dos hombres? Nada. Pero hablaban, hablaban, deciendo "nada", lo cual en ocasiones y para ciertas personas, resulta lo más difícil de decir. Ellos lo ejecutaban por hábito.

    El galpón, largo de veinticinco metros, tenía al frente una arcada mirando al campo. Puerta no tenía. En el fondo se amontonaban los cueros de oveja y los cueros de vacuno, juntos con herramientas de labranza. Allá por el medio, el fogón. Junto al fogón, mateando. Sinforoso y Candelario, charlaban.

    –Ta dura la tierra.

    –Asigún.. pal bajo no'stá mal.

    –Pal canadón va precisar tres fierros por qu'está plagao de abrojos.

    –¿Y en lo alto?... La chinchilla d'ascol ... ¿No está medio frión?...

    –No, tuavía está güeno... ¡Pucha! Los bichos coloraos m'están comiendo!...

    –Frieguesé con caña.

    –Se m'acabao. Pue que mañana vaya a la pulpería, ansina le doy tempranito un galope al pangaré pa bajarle la panza.

    –Ta medio pesao.

    –Dejuro, de ocioso... Tengo ganas üe firmarlo en la penca'e Palacios...

    –Dejuro.

    –¿Pero entonces es la marca vieja, la de pescao con raya abajo?

    –Sí, pues. La marca'e ña Rosaura, que jué quien me regaló el potrillo.

    –¿Vive entuavía na Rosaura?

    –No, murió hace como tres años... ¿Vamo arrimar los bancos, un poco p'ayá? S'está haciendo escuro.

    –Vamo.

    En el fondo del galpón, empezaban a instalarse las sombras. Las pilas de cueros lanares de un lado y las pilas de cueros vacunos de otro, parecían mirarse, echándose recíprocamente en cara sus rigideces de cosas muertas que habían sido ropajes de cosas vivas. En medio, junto a un muro sin revoque, blanqueado por las llamas, rojeaba débilmente el fogón, y al frente, a través del ojo vacío de la puerta, se divisaba el campo, infinito, en el infinito poder de la visual humana. Las últimas luces parecían escapar con premura, cual si hubieran tocado llamada en un punto dado del horizonte...

    –Si, yo creo que Tiburclo anda medio enriedao con Agapita.

    –El caso es qu'ella cabestree. Ño Luis, no mira bien el enriedo.

    –Esta mañana vide en el campo un novillo marca'e ño Luis.

    –¿Un ternero medio corneta?

    –El mesmo.

    –Yo también la vide antiyer... ¿Vamos arrimar los bancos más p'ayá?...

    –Arrimemos...

    –Pues... el novillo ese dentra puel portillo el bañao.

    –Yo se lo dije al patrón, que allí estaba caído... Pa mi qu'es Patricio que lo voltea pa dir a visitar a la china Nicolasa... ¿Vos no hayas qu'es fiera la china Nlcolasa?

    –Como asau de paleta.., ¿Vamo arrimando pal portón? Ya no se ve ni la boca'el mate.

    –Arrimemo.

    –Ta medio lavativa.

    –Dale guelta.

    –Es al nudo, esta yerba es flojaza. Casi noche.

    En lo más lejano del oriente, unos pedazos de sol chispeando entre nubes azules. Sobre la inmediata cuchilla, las lecheras, echadas, rumiaban. Silbando lastimeramente, las perdices hembras trotaban, apresuradas, en busca de la masiega, donde piaba la prole. A la puerta de las cuevas, las lechuzas abrían sus grandes ojos noctámbulos, golpeaban el pico y gritaban, quien sabe por qué, quien sabe a quién.

    –¡Chus, chus!... Chus. Chus!...

    El overo del piquete, atado a soga, cerca de las casas, pacía filosóficamente, sin imaginarse que en ese momento, su frente blanquecina, se habla maquillado, ofreciendo una coloración verdirroja. De cuando en cuando, en su atolondramiento de bohemio, gritaba un tero. A lo lejos relinchaba un caballo, y allí cerca, oíase el ruido de las gallinas acomodándose en los barrotes del gallinero. Desde el brete baló un ternero. Por delante de la puerta del galpón pasó un perro con la cabeza gacha, la cola caída, perezosos, cansada de no haber hecho nada en todo el día.

    Desde la cocina, un olor a asado llegaba hasta el galpón. Y en tanto la luz se iba zambullendo en la laguna del poniente.

 

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La mejor historia

    Cuando el temporal se instala es como visita de vieja chismosa que llega a una estancia y no se marcha hasta haber agotado el repertorio de las murmuraciones. Eso puede durar una semana, diez días, quince, quizá un mes, según las actividades y la facultad de inventiva de la cuentera. Cuando la dueña de casa comienza a desinteresarse de sus chismes, ha llegado el momento de marcharse, y se marcha en busca de otro auditorio, como hacen las compañías de cómicos que vagan por los escenarios lugariegos ajustando la duración de cada estada al termómetro de la taquilla.

    Los temporales obran de parecida manera. Rugen, castigan, devastan y mientras ven angustiados a los hombres y a las bestias, persisten en su obra perversa. Empero llega el día en que bestias y hombres se habitúan al azote y no hacen ya caso de él; entonces, imita a la vieja murmuradora y a los cómicos trashumantes: cierra sus grifos, lía sus odres y se marcha.

    Más en tanto que los vientos braman y los aguaceros latiguean los campos e inflan los vientos de los arroyos, quedan paralizadas las faenas camperas.

    Picar leña y pisar mazamorra dentro del galpón no constituían entretenimiento verdadero; y componer o confeccionar "garras", era imposible, pues sólo un maturrango ignora que no se pueden cortar tientos ni trabajar en guascas en días de humedad.

    Fuerza es holgar, "pegarle al cimarrón" y contar cuentos, haciendo rabiar de despecho al temporal.

   Cierto invierno se desencadenó uno de estos –allá por el litoral uruguayo de Corrientes– tan singularmente obstinado, que la peonada numerosa de la estancia del Urunday, en Monte Caseros, había agotado el repertorio; y ya ahítos de agua verde, maíz asado y tortas fritas, se aburrían, bostezando hasta "descoyuntarse las quijadas", cuando don Ponciano propuso:

    –Que cada uno 'e nosotros cuente su propia historia.

    –¡Linda idea!, apoyó uno; y Juan José adhirió diciendo:

    –¡Me gusta!... y si permiten, punteo yo.

    –Dale guasca, no más.

    –Güeno –comenzó el narrador–; aunque no tengo más que veinticinco años...

    –Sin contar los que mamaste y anduviste a gatas –interrumpió Toribio, motivando una réplica violenta de Juan José.

    –¡Si quieren óir, oigan! y si no, que enfrene y largue otro, que ni el mejor parejero corre cuando se l'enrieda un cuzco en las manos...

    –Tenés razón: seguí viaje.

    –Va ser corto. Mi han contao que yo nací en una madrugada escura en que los rejucilos s'enredaban como pelota 'e gusanos, y era, pa mejor, un viernes santo, que cayó en 13...

    –¡La ocurrencia, también, de la finaíta tu mama!...

    –...y dejuramente eso me puso la marca 'e la desgracia, condenándome a dir trompezando en tuito el camino 'e la vida.

    –Flojo'e tablas...

    –No les v´ia contar tuitas las rodadas que he pegao...

    –Hacés bien.

    –...ni tuitas las disgracias que se me han ido clavando en el alma hasta dejármela de un todo tullida; pero la última jue la que me dio contra el suelo.

    –¡Dejuro!... siempre es la última copa la qu'emborracha.

    –Pal trabajo...

    –Oí contar que habías jurao matarlo al que lo inventó, ande quiera que lo encontrases...

    –...nunca tuve suerte, y pal juego menos entuavía. Pa l'único que jui afortunado jue pa las mujeres. En los bailes se me solían amontonar las novias como tropilla, y en más de una ocasión me vide negro pa desenredarme en el entrevero...

    –¡Vamos mintiendo!...

    –Pero de tuitas, a la única que quise de verde jue a Marculina Paz y se murió cinco días antes del señalao pal casorio...

    –¡Qui en paz descanse!...

    –Y dende ese día...

    El narrador continuó enhebrando lástimas, y cuando hubo terminado, otro entró en liza, y luego otro, hasta quedar solamente "Yacaré", un correntino taciturno –más que taciturno, impasible– capaz de pasarse dos días sin desplegar los labios, de los cuales nunca nadie oyó una expresión de alegría ni de pena, de contento ni de desagrado.

    Y como no diese indicios de tomar parte en el torneo, don Ponciano lo espoloneó:

    –A ver, "Yacaré", ¡contá vos tamién tu historia!...

    Tras varios minutos de silencio, el correntino, con la vista baja siguiendo las líneas de los arabescos que dibujaba en la ceniza el dedo gordo de su pie derecho, respondió:

    –¿Quiénes fueron tus padres?

    –Io no sé.

    –¿Dónde naciste?

    –Tampoco sé.

    –¿No has tenido novia?

    –Nunca novia no tuve, no.

    –Pero alguna cosa te ha de haber pasao en la vida!...

    –Nada nunca me pasó.

    –¿Y qué has hecho durante los años que has vivido?

    –¿Y qué hi di hacer?...Lo mismito qui haré hasta qui mi muera: –trabajar, pitar, comer, dormir... Nada más nunca no hice...

    Callaron todos; y tras prolongado silencio sentenció don Ponciano:

    –¡Esa si qu'es la mejor historia

 

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