Jacinto Octavio Picón

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Boda deshecha

Divorcio moral

 

 

Boda deshecha

I

     Cae la tarde. La marquesa de Valplata está en su gabinete, medio tumbada sobre una butaca larga y apoyando la cabeza contra un mantoncillo de pequeños cojines de raso. Desde la habitación, que pertenece a un trozo de plaza ajardinada, con céspedes húmedos, paseos estrechos, la arena convertida en barro seco por el tránsito y las escarchas, la casilla del guarda con una hoguera ante la puerta, y varios arbustos escuetos, de cuyas ramas cuelga todavía alguna hoja seca que no han logrado arrebatar los vientos.

      La marquesa, fija la vista en la vidriera del balcón, mira pasar indiferente las gentes que cruzan por la plaza.    .

      Su figura inmóvil, como inanimada, se dibuja encima de la butaca, destacando los ropajes blancos sobre el raso negro del mueble. Tiene una mano escondida entre los rizos despeinados y negros, caída la otra a lo largo del cuerpo, sosteniendo un abanico japonés, con que momentos antes evitaba el resplandor molesto de las llamas de la chimenea, y por su falda, vueltas las páginas contra la tela, va resbalando hacia el suelo una novela francesa que ya ha dejado de leer por faltarle la luz.

     La claridad del día mengua poco a poco; los rincones del gabinete son los primeros que se hunden  en la sombra. Ya han desaparecido el mueblecíto laqueado cubierto de porcelanas y juguetes, el piano abierto, con una tanda de valses sobre el atril, y los cuadros que cuelgan del muro y en cuyos cristales brillan, reflejadas, las llamas de la chimenea.

     La dama no separa los ojos del bacón; cada minuto pasan menos gentes, todas van de prisa, como empujadas por el frío, y  al cruzar ante los vidrios, sus sombras parecen deslizarse rápidamente por el  techo del gabinete.

                       

    De pronto, el aire transparente y diáfano empieza a jaspearse de millones de puntos blancos, movibles, que caen calladamente, deshaciéndose al tocar en tierra.

     De allí a poco nieva con más intensidad: los copos, hallando secas las piedras y la  arena, van sosteniéndose unos a otros como débiles que se ayudan, toman consistencia, y  al cabo de un rato, la plaza queda blanca, los árboles comienzan a cubrirse  de encajes, las líneas salientes de los edificios se dibujan con la nieve detenida, los ruidos lejanos van debilitándose insensiblemente,  y las huellas de los transeúntes quedan borradas apenas se levantan los pies del suelo. 

     Una pobre mendiga se para de repente  ante el balcón, ve a la marquesa, iluminada por los resplandores de la chimenea, y  alzando los ojos, tiende la mano hacia señora, que continúa inmóvil.

     Las miradas de ambas mujeres se cruzan,  se comprenden, y ambas insisten; la mendiga sigue con los ojos en alto y la mano extendida; la dama continúa como clavada en la butaca. Y, sin embargo, ha visto figura y el ademán de la pordiosera; ha reparado en su falda harapienta, en sus brazos mal cubiertos por  un mantón raído hasta transparentarse, en su cuello, desnudo, amoratado por el frío, y en sus pies decalzos, que parecen irse hundiendo en la nive, porque la infeliz no se aparta de alli y sigue pidiendo con la tenacidad del hambre.

       De pronto llega un sereno que enciende un farol situado frente al balcón; el gabinete recoge, avaro, un poco de aquella claridad amarillenta, y las dos mujeres contínúan mirándose; la mendiga tiritando de frío, la dama casi molestada por la viveza de las llamas de la chimenea, que se reflejan, temblando, en las superficies barnizadas de los muebles.

II

   Callada y cautamente se abre la puerta que hay al fondo del gabinete, y entra un hombre, que está perdidamente enamorado de la marquesa, con la cual va a casarse dentro de quince días.

       Procurando ahogar en la alfombra el ruido de sus pasos, llega hasta ella sin ser sentido por la dama, y parándose un momento a contemplarla, se detiene y  vacila. ¿Qué hará? Cubrirle los ojos con las manos s para preguntarle: "¿quien soy?" ¿Sujetarle la cabeza contra los cojines de raso y darle media docena de besos?

      Ya va el hombre a inclinarse, cuando de pronto la claridad del hueco del balcón atrae su mirada; a través de los vidrios ve a la pordiosera; por la imagen reflejada en un espejo ve a su amada con la vista clavada en la mendi­ga, y con la rapidez del pensamiento comprende que allí, a dos pasos, está la miseria desfallecida, hambrienta, y allí, a dos palmos, la riqueza,   harta, perezosa, indolente, que no hace el bien por no moverse ...

      Levantarse, sacar de un cajón unas monedas, abrir el balcón y echarlas a la calle; no hace falta más para que aquel hombre sienta su corazón henchido de alegría; pero aquella mujer por quien él está  ciego, aquella dama, a quien va a entregar su porvenir, su albedrío, no se levanta ni hunde siquiera la mano en los bolsillos en busca de una moneda olvidada.

       Pasan unos instantes: el hombre devora con los ojos a su amada, espiándola con ansiedad horrible. Daría la mitad de su vida por verla levantarse; pero ella no se mueve, y en su rostro, disgustado por la terquedad de la mendiga, comienzan a dibujarse los gestos del hastío, que por fin se resuelven en un bostezo largo y callado...

     Entonces el caballero, con mayor cautela que al entrar, anda algunos pasos hacia atrás, sin separar los ojos .del espejo en que ve la imagen de su amada, y con las pupilas veladas por dos lágrimas, quizá las más amargas que ha vertido en su vida, desaparece tras la puerta, cruza el vestíbulo y sale a la calle, dejándose en aquella maldita casa un mundo de esperanzas desvanecidas y una realidad que le horroriza.

     Al cruzar la plaza tropieza con la mendiga, y sacando unas monedas de plata, las deja caer sobre su mano helada y sucia; luego, volviéndose, mira por última vez a balcón de la marquesa y traspone la esquina, llevando para siempre grabado en el alma, no el recuerdo  de un rostro hermoso y adorado, sino la imagen de aquella fisonomía indiferente, esquiva y fría que se reflejaba en el espejo, mientras la mendiga, con los pies descalzos entre la nieve, extendía la mano, sobre cuya palma, falta de calor, casi se paraban, sin derretirse, los copos que caían...

(Tomado de la revista Lecturas de enero de 1928)

 

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Divorcio moral

                    Las diez o doce personas reunidas aquella tarde en el lujoso saloncito de la marquesa, amigos íntimos y parientes que iban a felicitarla por ser su santo, habían permanecido largo rato formando grupitos separados, hasta que alguien dijo en voz alta:

     _Lo que usted oye; se han separado: él se queda en el cuarto donde hasta ahora han vivido juntos, y ella se está poniendo casa y se lleva al niño.

     _¿Y qué marido es ese que lo tolera?_preguntó una señora anciana. de aspecto venerable.

     _¡Vayan ustedes a saber quién tiene la culpa.... porque uno de ellos ha de tenerla _añadió otra señora joven que parecía lista y curiosa.

     _Yo creo _ dijo la marquesa _ que si alguno ha faltado no es él, porque hace muy pocos días estuvo aquí hablando de su mujer... y parecía enamoradísimo...

     _Eso no significa gran cosa _ interrumpla que tenía cara de lista _ porque cuando un hombre pretende engañar bien a su mujer, lo prímero que procura es despistar a las amigas de ella haciéndoles creer que la adora para que se lo cuenten a la interesada.

     _Dios me libre de murmurar _ añadió un caballerete, _ pero él anda demasiado absorbido por sus negocios y ella es muy guapa; además, sin ofenderla, me parece que se alegrará de tener ocasiones en que convencerse de hasta dónde llega el poder de su hermosura.

     _¿ Tan presumida es? _ preguntó una voz femenina.

     _En realidad _ contestó la marquesa, _es algo misteriosa esa desavenencia en un matrimonio del cual nadie sabe que el marido se vaya con otra ni que la mujer sea capaz de torcerse.

     Entonces un señor ya viejo, con restos de buen mozo, simpático, de mirada inteligente y que había permanecido callado, tomó parte en la conversación, diciendo:

    _Conque no se engañan, no se traicionan, tienen un hijo y se separan... Declaro que no lo entiendo. Pero'¿de quién se trata?

    _De la de Heriols. Rosita Castílla, la casada con Heriols.

    _¿Rosa?... ¿Separada Rosa? _ exclamó asombrado el señor viejo. _ Vaya, vaya, ustedes no saben lo que dicen o alguien les ha informado con mala intención. Rosa es incapaz de hacer nada que pueda ser causa de que su marido la deje con sombra de razón, y si él la engañara, a ella le sobran talento, virtud y recursos para traerle al buen camino... Y, en último caso, grandeza de alma para perdonarle. Sepan ustedes _ y esto lo dijo ya con entonación grave_ que mujeres como Rosa hay pocas, y cuando se habla de ellas conviene no pecar de ligero.

    Viéndole ponerse serio y oyéndole expresarse de aquel modo, callaron todos, menos la señora que parecía lista, la cual, sin andarse por las ramas, habló de este modo:

    _Todo eso está muy bien, don Luis, pero no echa por tierra nada de lo dicho. Si a él no se le conocen líos, ni ella es susceptible de... debilidades, y sin embargo, teniendo un hijo, se separan... Ayúdeme usted a sentir. Por otra parte, ella no es rica, pero él gana mucho; por falta de recursos no será el tirar cada uno por su lado; luego...

     _Rosa sabría resistir a la pobreza _añadió el caballero viejo con entusiasmo.

    _Vaya, vaya _ acabó diciendo la dama, algo picada: _ yo no calumnio a nadie. No quería soltarlo, pero lo sé, me consta: sucede algo, y gordo. Puedo asegurarle a usted que hace cinco días Rosa se ha marchado de casa de su marido con cuatro muebles y unos cuantos baúles de ropa y llevándose el chico, y que vive sola con la doncella, en la calle del Guadarrama, 92, no sé qué piso. Ahora diga usted qua esto es hablar por hablar.    

    _Lo que digo _ repuso, enojándose, el caballero _es que yo he llegado ayer mañana de París, que no he salido sino para venir a felicitar a la marquesa y que no sé nada de lo que pueda haber ocurrido; pero, sea lo que fuere, estoy seguro de que Rosa estará harta de razón. Es una de las mujeres más bonitas y elegantes de Madrid, ¿verdad? _ y esto no lo dijo con ánimo de complacer a su interlocutora; _nadie pone en duda su hermosura, ¿eh?: pues también son indiscutibles su talento y su virtud.  

    Pronunció don Luis estas palabras esforzándose por aparecer tranquilo, pero con tal energía, que ni caballeros ni señoras se atrevieron a replicarle, y la marquesa dió discretamente otro rumbo a la con versación. 

    De allí a poco, don Luis se despidió, y  al poner el pie en el estribo de su berlina, que le esperaba en la puerta, dijo al cochero:

    _Calle del Guadarrama, 92, y de prisa.

 

    _¿Se ha mudado aquí hace pocos días una señora que se llama doña Rosa? _preguntó a la portera.

    _Segundo con entresuelo.

    Grandes fueron las dudas que mortificaron a don Luis desde que salió del saloncito de la marquesa hasta llegar allí. Mientras subía la humilde escalera de aquella vulgarísima casa, iba diciendo para sus adentros:

    _¿Qué le habrá pasado? ¿Qué le habrán hecho a esta muchacha para que transija con semejante cambio?.. ¡Si esto es,  para ella, la pobreza! ¡ Qué barrio, qué  portal y qué escalera!..

    Con mayor celeridad de la que al parecer permitían sus años llegó al piso segundo; llamó y salió a abrirle una doncella cuyo limpio y fino aspecto contrastaba con lo pobre de la casa. El pasillo de entrada, lleno de muebles, baúles y cajas, todo desordenado, indicaba lo reciente de la mudanza.

    _¿Dónde está? ¿Dónde está? _ preguntó don Luis.

    Antes de que la doncellita contestase se abrió la puerta de un pequeño gabinete, también lleno de trastos a medio colocar, y apareció una mujer como de veinticinco a treinta años, de singular gentileza, que arrojándose en brazos del anciano rompió a llorar amarga y doloridamente.

    Era alta, esbelta, el pelo rubio muy claro, los ojos grandes de un azul muy obscuro, de mirar inteligente, llenos de viveza, pero serenos, dulces, como incapaces de expresar sentimiento que no naciese de amor o de ternura.

    _¡Luis de mi alma! _ dijo entre sollozos.

    _¿Qué ha sido esto, mujer? ¿Qué te ha hecho?... Porque de ti, estoy seguro...

Ante la sospecha, aun tan tibiamente formulada, se irguió ella, sonriendo con plácida altivez.

    _Pero ¿ha podido usted suponer que yo hiciese algo feo?..  Venga usted, venga usted y lo sabrá todo.

    Llevole al gabinete, sentáronse en un pequeño sofá, y después de permanecer mirándole cariñosamente unos instantes, como recapacitando la manera de expresarse o el modo de empezar, dijo así:

    _Primero, contésteme a lo que vaya decirle. Si alguien le preguntase a usted quién era mi padre, cómo me educó, qué sentimientos inculcó y desarrolló en mi alma, cómo obedecí a lo que quiso que yo fuera, en fin, hasta dónde puedo yo ser capaz de bondad, honra y virtud.... ¿qué respondería usted?

    _Diría _ repuso con la mayor naturalidad don Luis _ que tu padre fue hombre tal, que pudiendo salvar su cuantiosa fortuna sin más que sostener un pleito, prefirió perderlo todo por cumplir fielmente sus compromisos, aun aquellos en que no mediaba documentación alguna, sino sólo su palabra; que luego rehizo parte de su riqueza entre el asombro y el respeto de todos, porque aquella conducta le dio inmenso crédito; diría que tu educación, obra exclusivamente suya, fue un prodigio de sensatez, de cordura; que te hizo buena... , no sé cómo expresarlo, sin que tuvieras nunca, que violentarte ni vencerte, inspirándote aversión a lo malo, y, sobre todo, diría que eres buena por naturaleza, como tienes los ojos azules y el pelo rubio... Pero ¿a qué viene esto?

    _De modo que usted cree que ni por liviandad, ni por conveniencia, ni por perversión, ni por nada puedo transigir con la deshonra...

    _Cabal. Si fueras hija mía, y como a hija te quiero desde que tu padre me encomendó tu porvenir, no me inspirarías mayor confianza. Siempre dije que si para ser feliz bastara tener, clara idea de lo que es bueno y voluntad de seguirla, tú serías dichosa.

    _Yo no digo que sea buena. ¡Cuántas veces es uno injusto y malo sin saberlo... Lo que digo es que nuestra virtud, la virtud de la mujer, no consiste sólo en... ,¿cómo se lo diré a usted?..., en dejar de hacer lo que deshonra y pone en ridículo a los hombres.

    _No te comprendo.

    _Pues escuche usted.

    Procuró serenarse, recogiéndose hacia las orejas los rizos que se le habían deshecho, y con voz que en sus débiles o enérgicas entonacíones reflejaba la índole de sus recuerdos e impresiones, dijo:

    _ ¡Tiene usted razón! ¡Pobre padre mío! ¡Qué hombre! ¿Se acuerda usted de la quiebra? ¿De la comida que hicimos el día de los pagos? Todos abatidos, todos apocados, ¡menos él! _Esto de arruinarse _decía papá _ tiene sus ventajas: ahora contaremos los amigos, ahora sabré si la Fortuna se me entregó por capricho o porque supe merecerla._ Volvimos a ser relativamente ricos. Seis meses antes de morir me sentó sobre sus rodillas y me dijo:      _Si te falto ahora, te quedará una renta de cinco o seis mil duros, poca cosa en comparacíón de lo que tenías antes; pero puedes gozarla tranquila ninguna de las alegrías que te procure ese dinero habrá nacido de un dolor ajeno; la limosna que des no será nunca restitución._ ¡Este fue mi  padre! ¡Así me educó!... Figúrese usted la impresión que, andando el tiempo, me causaría convencerme de que mi marido era todo lo contrario. Habrá quien diga que debí conocerle antes, pero ¿qué mujer joven puede conocer a un hombre, en uno o dos años de noviazgo, por sólo conversacíones de palco o de baile, en ese peodo en que ella no se cuida sino de parecer bonita, y él no piensa más que en ocultar defectos? Durante las primeras semanas de nuestro matrimonio fui feliz. No dejé, sin embargo, de comprender que Pepe era brusco, de carácter impetuoso, aunque procuraba contenerse o se arrepentía pronto de ciertos arranques para no enojarme. De vuelta del viaje de novios empezó a trabajar; hasta entonces había encargado del bufete a un amigo. Trabajaba mucho, mas pronto me enteré de que sentía poco entusiasmo por su carrera; al salir del despacho siempre estaba de mal humor; lo que le preocupaba e interesaba no era la índole de los pleitos, la ocasn de lucirse o la probabilidad de reparar una injusticia, sino la esperanza y la cuantía del pago: acostumbraba poner muy altos los honorarios, y en más de una ocasión le costó esto serios disgustos o recibió cartas desagradables. Por fin supe que tenía fama de interesado y codicioso. Con los clientes pobres incurría en faltas de consideración; casi de misericordia; en cambio, con los ricos no tenía dignidad: lo que le importaba era cobrar, cobrar... A veces toleraba lo que no debía. Cierto banquero, al mandarle el importe de una cuenta que le parecexcesiva, le escribió diciéndole, poco más o menos: «Le remito a usted lo que me pide y siento no poder seguir llamándome amigo de quien me trata con tan poca consideración». Dije a Pepe que esto me parecía humillante, y repuso: _Lo que hace falta es que pague. _Mejor sería _ repliqué _ que cobrases algo menos y conservaras la amistad de un hombre que podría regatearte de mal modo lo que te da._ Me miró de alto a bajo y contestó: _El mejor amigo... un duro._ Le cuento a usted estos detalles para que se haga cargo de cómo fui convenciéndome de lo que es: no conoce más Dios ni más ley que el dinero. Llegamos, en fin, al motivo de la separación, mejor dicho, de mi propósito irrevocable de no vivir con él.

 

     Un día se presentó en casa una mujer pobremente vestida, con aspecto de señora venida a menos. Había estado a buscarle varias veces y nunca quiso recibirla. Entró porque en lugar de abrir el criado lo hizo la doncella. Luego, desde mi gabinete, oí que Pepe y aquella mujer levantaban mucho la voz: me acerqué a una puerta y la oí llorar, llegando a mis oídos palabras que me helaron de espanto: «despojo..., compasión..., maldad...». Por fin salió, excitadísima, blanca de cólera, y desde la puerta de la escalera, tragándose las lágrimas, dijo: _ ¡Ojalá, si tiene usted hijos, paguen lo que hace con el mío! _ Me quedé aterrada, volví al gabinete, llamé a mi doncella Faustina, en quien sabe usted que tengo absoluta confianza, y mostrándole desde el baln a la mujer que en aquel instante salía del portal, le dije: _Coge el mantón, síguela y averigua quién es y dónde vive._ Pepe pasó la tarde de un humor intolerable y ordenó que bajo ningún pretexto se abriese la puerta a aquella desdichada. Le pregunté quién era, y me respondió que una trapisondista. Para abreviar: Faustina volvió diciéndome cómo se llamaba y nde vivía. A la mana siguiente fui a verla. Vacilé mucho antes de hacerlo, pero no me pude contener ni quise dominar el deseo de salir de dudas porque todo me inducía a sospechar que Pepe debía de haber cometido una maldad muy grande. Afortunadamente, aquélla mujer no me conocía; sabía que Pepe era casado y nada más. La portera de su casa me dijo que la infeliz había estado en buena posición, pero que se veía ya en la mayor miseria porque cosiendo no ganaba lo bastante para mantener a su hijo, niño de cinco años.

    Subí a su sotabanco, ni más ni menos que en las novelas, y para hablar con  ella inventé una  piadosa mentira: la esperanza de la limosna  hizo que no se parase a inquirir  si decía o no verdad. Poco me costó que hablase. Era parlanchina, locuaz, imprudente, de lengua demasiado suelta, culpas atenuadas por el afán de contar la caída desde una posición acomodada hasta la más dura pobreza: pero en el fondo de su palabrería y su exceso de charla latía y se mostraba en toda su hediondez algo terrible. ¡Mi marido había robado al suyo veintidós mil duros! La historia es sencillísima. Su esposo era procurador: en cierta ocasión se le formó causa para exigirle responsabilidad por irregularidades en un pleito en que intervino, decretándose contra él un embargo; entonces buscó a Pepe, que era íntimo amigo suyo, y sin recibo ni documento alguno, que por otra parte, dadas las circunstancias, hubiera sido inútil, le entregó, para que se los guardase, veintidós mil duros en títulos de la Deuda. ¿Va usted adivinando... Luego le prendieron, pasó en la cárcel año y medio, salió absuelto, y al reclamar el depósito, Pepe se lo negó... Es decir, no negó la devolución, sino lo que es más infame, la entrega. No existía, no podía existir prueba. El infeliz procurador murió al cabo de unos cuantos meses, y Pepe siguió negando a la viuda. Después he averiguado que con parte de esos veintidós mil duros hizo Pepe los gastos de nuestra boda..¡Qué base para nuestra felicidad!  De mi entrevista con aquella mujer saqué el convencimiento de que no mentía: la índole y el carácter de Pepe servían de acusadores contra él; por último, quise ponerle en el trance de que confesase, y lo conseguí.

Hice una cosa horrible, pero no tan horrible como su maldad. Dejé una noche que se acostase antes que yo, esperé a que se durmiese, y al cabo de dos horas, cuándo él estaba en el más profundo sueño, teniendo antes cuidado de poner la luz de modo que le iluminara de lleno el rostro, le llamé a grandes voces, gritando: _¡Pepe, Pepe!.. ¡El dinero de Gozálvez! ¡Gozálvez. GozáIvez!... ¡Su dinero!_ Despertó presa de un sobresalto indecible, y sin tiempo para reponerse, sorprendido como criminal por astucia del juez, preguntó, fuera de sí, enrojecido de rabia: _¿Dónde está Gozálvez? ¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha contado?_ Pero no eran menester tales palabras: su cara, su espanto, bastaron para persuadirme de que la viuda no me había engañado... ¡Qué pena la mía!... ¡Juro que hubiera preferido sorprenderle en brazos de una mujer! Entonces se levantó en mi corazón una tempestad de asco y de desprecio. ¡Yaquel era el hombre que me había poseído, el que saboreó mis primeros besos de amor!...

Cuanto he intentado para que prometa la restitución del depósito ha sido inútil; niega, insiste en negar, y cada negativa le aparta más de mí. No podemos divorciarnos, lo sé, me han leído el Código; pero yo me separo de él porque siento que el contacto de ese hombre me mancharía. Yo creo, don Luis, que ni el honor ni la conciencia tienen sexo. Me ha deshonrado con su delito, como yo hubiera podido deshonrarle con mi infidelidad. Seré legalmente suya, llevaré su nombre y, lo que es más doloroso, lo llevará mi hijo; pero no vol­verá a estrecharme entre sus brazos ni comeré su pan. Quien me comprenda que me juzgue.

(Tomado del nº 38 de la revista Lecturas de 1924)

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