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Jacinto de Salas y Quiroga

La luna

El emigrado

A una gata transformada en mujer

El marqués de Jabalquinto

LA LUNA

Leur ciel est nébuleux et leur soleil est froid.

NAPOLÉON EN EGYPTE.

No me interrumpas, que contemplo ansioso 

el astro bello que en el cielo brilla,

no cual le he visto, triste y nebuloso,

del Támesi a la orilla.

Hoy hace un año el astro así vagaba,

y sobre el césped húmedo sentado, 

cual hoy le contemplaba,

el rostro mío en lágrimas bañado.

Envuelto estaba en mi pesado manto,

y mi vista a lo lejos descubría,

para placer y encanto,

nieve más bella que la luz del día.

No así la luna, con su faz hermosa,

las canas plateaba del anciano,

ni del rostro lozano

yo distinguía la color de rosa.

La luna de Albión, entre vapores,

no alumbra, cual alumbra la de Iberia,

que la nuestra es de amores,

la suya de miseria.

Hoy mismo hace dos años que en los mares

guiaba mi bajel el astro mismo;

al verlo yo olvidaba mis pesares,

al verlo no temblaba ante el abismo.

Hoy, astro de inocencia y de consuelo,

te miro de mi patria y sin anhelo,

suspirando tal vez... ¡Si soy poeta!

Pero tal vez dichoso

si recuerdo aquel tiempo tenebroso

en que cantara a Pirra la coqueta.

Allá arriba otros ojos en la luna

se encontrarán acaso con los míos... 

«Su luz te es importuna.»

 «Los años son tardíos.»

No, déjame mirar, ya que no pueda

ver lo que quiero si la vista inclino;

¡Qué consuelo me queda

si no sueño más próspero destino!

Mira, ¿no puedes descubrir conmigo

sus ojos retratados

en el astro testigo

de sus amores lánguidos pasados?

Bajo la vista, que me brota el llanto,

y harto lloré en mi vida;

cúbrete, oh luna, con tu triste manto,

que tu belleza al lloro me convida.

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EL EMIGRADO

A vergognarti vien della tua fama.

DANTE.

¡Oh patria, patria, a Dios por largos años,  

y quizás por la vida! Patria amada,  

te devoran los pérfidos engaños,  

y la víctima pura es inmolada.  

 Yo que, anegado en lágrimas, camino 

sobre el suelo adorado en que naciera,  

no soy el infeliz que contamino,  

cual dicen, con mi acento tu ribera.  

 Yo mísero en mis sueños solamente  

la dicha de mi patria recordaba, 

y en el ardor del día, acá en mi mente  

tan solo en su ventura me ocupaba.

 Erré tal vez _mortal y desgraciado  

¡podría yo no errar!_ ¡Ah! Lo confieso,  

nunca mi corazón fuera malvado.  

¡De la maldad cuán bárbaro es el peso!  

 Yo lo vi, yo lo vi, porque, mi mano  

de un pérfido los lloros enjugara;  

yo los sequé, que al fin era un humano,  

y el dolor sus entrañas desgarrara.

 ¡Oh cuál sus propios brazos retorcía!  

¡Cuál recordaba el tiempo ya perdido!  

¡Qué blasfemias su acento profería!  

¡Y cuál mordía el labio enfurecido!  

 Yo nunca palpité más que de pena,

yo de arrepentimiento; bajo el cielo  

con dolor arrastrara la cadena,  

y al fin ya me ha postrado por el suelo.  

 Apréstame el bajel, oh marinero,  

y pide al dios del mar amor y ayuda;

si el adiós que profiero es el postrero,  

adiós, oh patria, ¡adiós!...mi pena es muda.  

 

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A UNA GATA TRANSFORMADA EN MUJER

Fábula
                                                  París, 1833

Dicen que enamorado de una gata  
 estaba allá en el Asia un europeo:  
 (Cuando de amor se trata  
 tanto cuanto me cuentan tanto creo.)  
 Y como suele siempre quien bien ama
 de su bella a los usos conformarse,  
 se cuenta del tal hombre que por Brama  
 de su dios y su ley quiso apartarse.  
 Hecho Brahmín, creía ciegamente  
 cuanto de Metempsícosis se ha escrito.
 Según él, era claro y evidente,  
 (y un bonzo lo aprobó muy erudito)  
 que la gata su amante
 una joven muy bella ser debía.  
 ¡Brama, o Brama! Exclamaba noche y día, 
 haz que vuelva a su ser en el instante  
 esa preciosa gata  
 por quien solo mi pecho ya te acata!  
 Todo lo obtiene aquel que mucho ruega;  
 y a su nuevo creyente
 esta gracia no niega  
 Brama, el Dios de bondad omnipotente.  
 Héteme ya a la gata transformada  
 en una joven linda y adorada;  
 dos cosas, por sí sola cada una,
 capaz de trastornar en un momento  
 las cabezas de viento  
 que tienen las mujeres por fortuna.  
 Adelante; de gozo enajenado  
 nuestro buen amador, sólo pensaba
 en su nuevo cuidado,  
 mientras que la belleza se ocupaba  
 en mirar al espejo  
 su cuerpo y su gracejo.  
 Cuando en estas estaban, de repente
 un ruido se oyó, y mi señora  
 sorpresa de placer, atentamente  
 mira, escucha, se baja, y sin demora  
 alza la pata, y tras, va a echar la mano,
 cuando al ruido del hombre que se acerca
 el ratón se escapó... «¡Ay inhumano!  
 (Dice la triste gata.) Yo perezca  
 si de ti no me vengo, y muy en breve;  
 ¡un ratón de mis uñas se ha escapado!...»  
 El hombre no se atreve
 ni a resollar siquiera; así ha quedado  
 al ver a su querida  
 que de su antiguo estado no se olvida.  
 Vuelto de su sorpresa, con buen modo  
 expone a la beldad que es diferente
 ser gata o ser mujer; mas ella a todo  
 da por respuesta oír si algo se siente,  
 correr, brincar, saltar por los tejados:  
 tales eran sus únicos cuidados.  
 Nuestro héroe arrepentido,
 cansado de aguantarla,  
 a Brama suplicó ya más rendido  
 segunda vez quisiera transformarla.  
 Brama le contentó, y así le dijo:  
 Sábete, amado hijo,
 que es difícil perder las malas mañas.  
 Y si estas pequeñeces tanto extrañas,  
 perversos ratos a pasar disponte.  
 Siempre, lector, la cabra tira al monte.

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El marqués de Javalquinto.

I

 D

icha y grande debe sin duda haber sido el vivir en la coronada villa de Madrid, durante el reinado extravagante del Señor D. Felipe IV, de feliz recordación para poetas y comediantes. Aquella vida de talento y contentamiento propio, aquel sistema de desprecio universal, de completa y admirable burla, de francachelas y truhanerías, por cierto, no poco se prestaban a los ingeniosos enredos de la comedia y a los chistes agudos del epigrama. Así es que, desde Calderón, el galán y caballeresco, hasta Quevedo, el mordaz

y socarrón, de todos tintes y matices ha habido ingenios en aquella corte privilegiada. El rey, inteligente y bondadoso, no era el protector de los poetas, como el glorioso tiranuelo de Francia, Luis XIV, sino su verdadero y

entusiasta amigo. El francés hacía dormir al grande, al eterno Racine a los pies de su cama, cual si fuese este un

sabueso; mientras que el español permitía que Quevedo le hablase con el sombrero puesto y el embozo echado, y le

dijese por disculpa burlonamente:

En estas mañanas frías,

los amigos verdaderos,

ni se dan los buenos días,

ni se quitan los sombreros.

    De trescientos pasaban los escritores de aquellos días, cuyos nombres y obras han llegado hasta nosotros; y a quien quiera enterarse más menudamente de esta verdad y sus detalles, remitiremos al Laurel de Apolo, del fénix Lope, y al Para todos del exacto, si no sublime, Montalván.

    Uno de los poetas que por aquellos tiempos gozaban sin la menor contradicción de los favores del público era el

marqués de Javalquinto, discípulo y amigo del eternamente sublime Calderón, y amigo y un tanto maestro del galán poeta Coronado. La sensatez de su razón, la exactitud de su gusto, el elegante tono de sus modales, la delicadeza de su alma, todo contribuía a que fuese generalmente amado, si bien no siempre era estrepitosamente aplaudido. Sus obras dramáticas, de las cuales se conservaban algunas, eran correctas y nobles, pero carecían en general de esa sal

cómica, en verdad, en verdad algo extraña a aquella época.

    En cambio, excepto Calderón, nadie le excedía en conceptos altos y portentosos, y ninguno, incluso él, le igualaba en afectuosidad amorosa y galantería caballeresca. Así, ninguno lograba atraer la buena voluntad y amorosos sentimientos de las hermosas, cual este noble poeta, y ni el mismo galán y afortunado Villamediana se atrevía a disputarle la palma de la victoria en las justas y combates de amor. Y era lo más extraño en esto que el marqués, aunque satisfecho de su fortuna, no usaba de ella, ni mostrando vanagloria, ni oprimiendo o despreciando al sexo de la flaqueza.

      En el día a que nos referimos, el joven marqués reunía a su mesa al anciano Lope, cuya fecunda musa es y será el milagro de la naturaleza; al conde de Coruña, poeta también y hombre de gusto; al burlón y satírico conde de Simela; al calumniado Montalván; al marqués de Alcañices, cuyo voto en materias de gusto era sin apelación; y en suma a otros varios ingenios de la época. Sazonaba dulce y alegremente la comida una conversación chistosa y alegre, siendo el objeto de esta la comedia, hoy perdida para el mundo, de las letras que Calderón acababa de publicar con el título de D. Quijote de la Mancha. Si hemos de juzgar del mérito de esta producción por los entusiastas aplausos que mereció, por el agudo chiste del argumento, y por el mérito del autor, mucho ha perdido la corona literaria de España perdiendo este brillante florón. Pero el siglo contemporáneo, siempre escaso apreciador, no dejó al nuestro más que el título de aquella obra, y tal cual elogio en obras muy poco conocidas.

    Una cosa parecerá locamente extraña a nuestros lectores; y es, que tratándose de asunto tal, no hagamos mención del engendrador de tan portentoso argumento, de este Cervantes que su siglo dejó morir de hambre, como este siglo puede dejar perecer de pobreza a escritores tan insignes como él, porque el siglo en que vivimos nos juzga a nosotros, ve demasiado nuestros defectos personales, nuestro rango y amabilidad, y no bastante quizá el mérito de nuestras obras.

    Pues, si ni nombrado hemos a Cervantes, es de ello causa que en la mesa de Javalquinto a que nos referimos, nadie se acordó del ilustre estropeado de Lepanto, del buldero de Toledo, del protegido de un Señor de buen corazón.

    Los razonamientos agudos volaban de mesa; ya uno decía del marqués de Santa Cruz y con este el chusco Villamediana:

El marqués de Santa Cruz

nunca cometió desliz;

un día comió perdiz,

otro se acuesta sin luz.

    Ya otro igualmente socarrón, hablando del gran duque de Osuna, decía:

El duque bienes ajenos

fue tan humilde, que el rey

le dio oficio de virrey,

y aspiró a dos letras menos.

    Sarcasmo que fue bien recibido, a pesar de la amistad de todos hacia el grande hombre; pero era convenido que todo allí se podía decir, siempre que se dijese con gracia.

    Referir todos estos dulces coloquios fuera interminable, y así sólo haremos mención de lo que importa a nuestro cuento.

    Conviene saber que el marqués de Javalquinto que presidía la mesa, se hallaba de espaldas a una puerta, y como así estuviese, tomó el vaso lleno de Lacrima Cristi, única que allí había, y dijo:

Con la de Cristo brindemos

al rey que todos amamos,

ya que aquí no lo tenemos...

    Y al ir a continuar la redondilla, fue interrumpido el marqués por una voz que de detrás de él salía, concluyendo

así la improvisación:

Porque no le convidamos.

    Era el rey mismo que con el duque de Sesa, su anciano amigo, había llegado hasta aquel sitio sin ser sentido. Los

vítores y aplausos llovieron sobre la improvisación real, tan oportuna y cariñosa. Llenó el rey poeta la copa de

Jerez, y prestándose a apurarla, dijo:

Ya que pensásteis comer

sin haberme convidado,

mis amigos, he pensado

sólo esta copa beber.

    Bebió, en efecto, sólo por castigar a sus amigos, y cuando hubo concluido, tomó del brazo al marqués, señor de

aquella casa, y llevándolo a otra habitación, así le dijo:

    _ Vengo a vos, mi buen marqués, porque sois mi amigo, y quiero que me saquéis de un lance en que me encuentro.

    _ Señor, V. M....

    _ Marqués, interrumpió vivamente el rey. S. M. El rey de España y de sus Indias vive en el palacio del Buen

Retiro. El que viene a vos es un ingenio de esta corte.

    _ Pues bien, señor ingenio, al rey y al ingenio, a entrambos amo. Decía majestad, porque sé que a los grandes y

a los gatos es fuerza empezar siempre tratándolos con respeto, porque suelen sacar las uñas cuando uno menos piensa.

    _ También yo sé que a los amigos y a los perros es preciso tratarlos con cariño, porque aunque ladren, siempre

lamen los pies de aquel a quien aman. Ahora bien, marqués, ¿sabéis a qué vengo? Háme sucedido una extraña aventura. Antes de ayer en mi real palacio del Buen Retiro encontréme con la mujer más linda de la corona de Castilla; su traje de comendadora realzaba portentosamente su hermosura. Por cariño a mí me dejó ver el rostro más peregrino que haya jamás visto. Ella no me conocía; pero pareció interesarse por mí. Quedamos citados

para anoche, y anoche volvió. ¡Oh! Estoy loco de amor, mi buen marqués.

    _ Y tenéis necesidad de hablar de ello para ser feliz; propiedad de todo enamorado.

    _ No, mi buen amigo, vengo a ti por necesidad. Anoche a última hora me ofreció ella poner un lazo en su reja, y yo le di palabra de pasar y tomarlo, para que así me conociera.

    _ Y queréis que os acompañe.

    _ No, que vayáis solo.

    _ ¡Solo, Señor! Queréis engañarla más todavía... me pondré el antifaz.

    _ No, marqués, iréis sin él. Yo lo exijo de vuestra amistad.

    _ Señor, no os entiendo.

    _ Tened paciencia, y me entenderéis. Cuando Leonor, que este es el nombre de mi amada, me daba tan deliciosa cita, la reina estaba inmediata a ella. Oyólo casi todo. Cuando nos retiramos a mi estancia dióme quejas. ¿Sabéis cómo la disuadí? Diciéndole que erais vos el favorecido, y me lo habíais contado a mí. Ella es celosa, y querrá tal vez cerciorarse más y más. Sacadme, pues, de tan terrible compromiso. Perdonad que me haya servido de vuestro nombre.

    _ Pero es inútil, Señor, ir con antifaz; la reina os verá a la hora de la cita, y verá a otro tomar el lazo.

    _ Puede creer que es algún criado, y tiene de vos demasiada buena opinión para no creer que todas las mujeres

os den citas. Id, y si le habláis, decidle que la amo con delirio.

    _ Iré, pues, Señor; pero si el diablo se mezcla en este asunto, dadme desde luego vuestra absolución.

    _ La lleváis. Sois demasiado leal.

    _ Y vos sobrado mi amigo.

    _ Esto dicho, se separaron el rey y el marqués.

II

    Eran las seis de la tarde; el sol bajaba majestuoso a besar las aguas del Buen Retiro, y la estrella de Venus huía

ya con su acostumbrada hermosura. No lejos de la puerta de la Vega, en Madrid, una casa pintada de almazarrón miraba a Oriente como para recibir los rayos primeros de la mañana.

    Seis rejas bajas, divididas en dos lados, parecían centinela de una puerta de herradura grande y antigua. En una de ellas, la última al norte, estaba sentada Doña Leonor de Mendoza, entretenida en dulces coloquios con su madre

vigilante y anciana. En la reja más meridional un lazo verde hallábase ligeramente atado, y este era el objeto de toda la atención de la joven castellana. Los cabellos de ésta eran negros y suaves como la seda destrenzada; sus ojos salientes y oscuros lanzaban al ocaso unas miradas profundas, que sólo un águila podía sostener; su boca era la boca casta del placer, y todo su porte y elegancia parecían formados o para presidir el torneo más espléndido, o para servir de modelo a la más perfecta de las creaciones. Su rostro revelaba una impaciencia en la hora aquella, impaciencia cuya causa buscaba en vano la cariñosa madre, y que hubieran hallado fácilmente nuestros lectores. Es claro que la dulce y sabrosa broma del rey le prestaba recuerdos deliciosos, y el deseo de conocer quién fuese caballero tan galán y entendido la movía más y más a desear con ansia el momento próximo de la cita. A menudo creía que el máscara no acudía a por el lazo, y este pensamiento la angustiaba; creía otras que, aunque tan lleno de talento y gracia, podía ser aquel caballero algún hombre de aspecto inferior a su antifaz, o tal vez menos gallardo de lo que ella podía desear. Pero se encomendaba ardiente a su buena estrella para que aquel esperado caballero fuese tan apuesto y noble como ella lo había concebido.

    No tuvo mucho que esperar la doncella: a breve rato un gallardo joven con negros ojos y cabellera negra, con

miradas ardientes y paso noble se divisó a lo lejos. Llevaba con mucho desembarazo un abanico en la mano; soltó el lazo de la última ventana con acción imperceptible, y lleno de gracia se acercó a la bella Leonor. Hizo como que no reparaba en el rostro, escarlata de gozo y vergüenza de la doncella, y dirigiéndose a su amada, le dijo:

    _ Señora, perdonad se acerque a hablaros un desconocido. En el baile de palacio de ayer encontré por acaso este delicado abanico; a duras penas indagué que era vuestro, y vengo yo mismo a traerosle.

    _ Doy mil gracias a vuestra cortesanía, caballero. Es de Leonor, en efecto, que lo dejó extraviado. No sabéis el

placer que me dais, porque es un recuerdo de mi amada abuela. Si queréis entrar, os daremos las gracias con más

espacio.

    _ Perdonad, señora, si no os complazco. Mi deber me llama.

    _ ¿Al menos querréis dejarnos vuestro nombre?

    _ No tengo en ello reparo. Soy el marqués de Javalquinto.

    _ Poeta, murmuró Leonor.

    _ Sea por muchos años, contestó la anciana; conocí a vuestra madre, que en paz descanse. A vos conocí cuando niño; jugabais siempre con mi niña en casa de mi prima la de Malpica. Después las desgracias me han alejado del mundo.

    _ Lo celebro, señora, y volveré a daros las gracias.

    _ Cuando gustéis, hidalgo.

    Dicho lo cual, la joven, penetrada del dardo profundo de una voz metálica y deliciosa, y prendada de aquel porte

esbelto y majestuoso, quedó muda sin atender a las alabanzas que la buena madre daba a la marquesa de Javalquinto. El caballero, por su parte, apasionado de las miradas de Leonor, llevaba en el corazón el remordimiento de haber hecho ofensa a su rey y amigo. Y cuando a la mañana siguiente le dio cuenta de su comisión, añadióle: “Señor, yo esta noche no asistiré a las máscaras.”

    _ Sois un loco, marqués _le dijo el rey.

    _ Sí, señor, en llevar abanicos en nombre ajeno a la más bella de Madrid.

    Entró entonces la reina, y entre bromas y coloquios sabrosos pasó la hora de las visitas.

 

 

    Eran las altas horas de la noche; los extensos salones del Buen Retiro estaban llenos de graciosas y elegantes

máscaras. Una, entre todas, llevaba un disfraz extraño, y como puesto no para lucirse, sino para ser conocida. Un lazo verde llevaba prendido al lado izquierdo, y se conoce que lo llevaba con más orgullo que pudiera un hábito de Alcántara.

    Sentóse en un sillón como fastidiado de no haber hallado a quien buscaba; pero a breve rato una bella y elegante

máscara, ligeramente cubierta se le acercó, y tomándole modestamente por el brazo, le dijo al oído.

    _ No pude venir antes.

    _ Bendita _le fue contestado_. Os buscaba. Anoche he soñado con vos.

    _ Y yo con vos eternamente. Desde que anocheció no he hecho más que repetir vuestros versos divinos.

    _ Mis versos, ¿y quién os dijo?... ¿quién os los dio?

    _ ¡Lo bueno es tan popular en estos tiempos!

    _ ¡Y lo admirable tan raro!

    _ Como vuestra gracia, marqués.

    _ Como vuestra belleza, reina. ¿Por qué me llamáis marqués?

    _ Porque lo sois.

    _ Lo soy, es verdad; pero no acostumbro a oírmelo llamar. Llamadme Felipe fuera de aquí, y aquí D. Juan, D.

Pedro, como queráis mejor.

    _ ¿Es vuestro nombre Felipe?

    _ El mismo.

    _ ¡Cosa extraña! ¡Sois tocayo del rey!...

    _ ¡Del rey! Os burláis, Leonor.

_     Oh dejadme repetir vuestros versos.

Son las flores de la vida

los primeros sentimientos;

amarlos es mi delicia,

acariciarlos mi empleo.

Besar las trenzas de seda

de nuestro angélico dueño,

estrechar su blanca mano,

contemplar su rostro bello,

eso es vivir en la tierra.

como se vive en el cielo.

    _ Estos versos no son míos, Leonor.

    _ ¿No son vuestros? Yo los leí en vuestra comedia, Quien no sepa más que aprenda.

    _ Esa comedia no es mía, Leonor.

    _ Pues un amigo vuestro, Señor, me la dio por vuestra. ¿De quién es, pues?

    _ Del marqués de Javalquinto.

    _ ¿Del marqués de Javalquinto? ¿Y quién sois vos? _dijo asustada la engañada doncella.

    _ El máscara de las otras noches.

    _ Pero, ¿quién sois vos, quién sois vos? Pronto.

    _ ¿No me dijisteis que lo sabíais?

    _ Quién sois, por los ángeles.

    _ Soy el que más os ama en la tierra.

    _ Sí, ¿pero vuestro nombre?

    _ ¿Qué os importa?

    _ Decídmelo, o me voy para nunca volver.

    _ Pues os lo diré. Soy el rey.

    Al decir esto, la joven soltó el brazo de Felipe, y, llena de dignidad, le dijo:

    _ Señor, perdonad; os escuché dos noches sin conoceros; hoy creía que erais el marqués de Javalquinto; que a él es a quien di ese lazo.

    _ Pero a mí fue a quien le ofrecisteis.

    _ Pero él fue quien lo recogió. A él di yo el lazo.

    _ Y sin duda el corazón.

    _ Así es, Señor.

    _ Pues lindo papel he hecho en esta comedia.

    _ Consolaos, Señor; en otras lo haréis mejor. Os sobran galanteos.

    _ Pero no las hermosas como vos.

    _ Señor, yo no os amo a vos; amo al marqués de Javalquinto; aunque os amara, nunca lo sabríais: sois casado.

    _ El marqués de Javalquinto lo es también.

    _ ¡Infeliz de mí! dijo la joven aterrada... y desapareció.

 

IV

    Un mes después tomó el hábito en las comendadoras de Toledo Doña Leonor de Mendoza, la mujer más bella de su siglo, siendo padrino de la toma de hábito el rey Felipe de España, y hallándose presentes los caballeros todos de su corte, excepto el marqués de Javalquinto. Éste, durante un año, permaneció llorando en su casa, después de cuyo tiempo iba a menudo a orar a la iglesia de las Comendadoras: entraba a la iglesia antes que las religiosas del coro, y salía después que todas. Doña Leonor y él se volvieron a ver una vez más en la vida; pero jamás se volvieron a hablar.

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