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IGNACIO MANUEL ALTAMIRANO

Atoyac

Los naranjos

A Ofelia Plisse

ATOYAC
Abrase el sol de julio las playas arenosas
que azota con sus tumbos embravecido el mar;
y opongan en su lucha las aguas orgullosas
al encendido rayo su ronco rebramar.
Tú corres blandamente bajo la fresca sombra
que el mangle con sus ramas espesas te formó;
y duermen tus remansos en la mullida alfombra
que dulce Primavera de flores matizó.
Tú juegas en las grutas que forman tus riberas
de ceibas y parotas el bosque colosal;
y plácido murmuras al pie de las palmeras,
que esbeltas se retratan en tu onda de cristal.
En este Edén divino, que esconde aquí la costa,
el sol ya no penetra con rayo abrasador;
su luz, cayendo tibia, los árboles no agosta,
y en tu enramada espesa se tiñe de verdor.
Aquí sólo se escuchan murmullos mil suaves,
el blando son que forman tus linfas al correr,
lla planta cuando crece, y el canto de las aves,
y el aura que suspira, las ramas al mecer.
Osténtanse las flores que cuelgan de tu techo
en mil y mil guirnaldas para adornar tu sien;
y el gigantesco loto, que brota de tu lecho,
con frescos ramilletes inclínase también.
Se dobla en tus orillas, cimbrándose, el papayo,
el mango con sus pomas de oro y de carmín;
y en los ilamos saltan, gozoso el papagayo,
el ronco carpintero y el dulce colorín.
A veces tus cristales se apartan bulliciosos
de tus morenas ninfas jugando en derredor;
y amante les prodigas abrazos misteriosos,
y lánguido recibes sus ósculos de amor.
Y cuando el sol se oculta detrás de los palmares,
y en tu salvaje templo comienza a obscurecer,
del ave te saludan los últimos cantares
que lleva de los vientos el vuelo postrimer.
La noche viene tibia; se cuelga ya brillando
la blanca luna, en medio de un cielo de zafir,
y todo allá en los bosques se encoge y va callando,
y todo en tus riberas empieza ya a dormir.
Entonces en tu lecho de arena, aletargado,
cubriéndose las palmas con lúgubre capuz,
también te vas durmiendo, apenas alumbrado
del astro de la noche por la argentada luz.
Y así resbalas muelle; ni turban tu reposo
del remo de las barcas el tímido rumor,
ni el repentino brinco del pez que huye medroso
en busca de las peñas que esquiva el pescador.
Ni el silbo de los grillos que se alza en los esteros,
ni el ronco que a los aires los caracoles dan,
ni el hueco vigilante que en gritos lastimeros
inquieta entre los juncos el sueño del caimán.
En tanto los cocuyos en polvo refulgente
salpican los umbrosos yerbajes de huamil,
y las oscuras malvas de algodón naciente,
que crece de las cañas de maíz entre el carril.
Y en tanto en la cabaña, la joven que se mece
en la ligera hamaca y en lánguido vaivén.
arrúllase cantando la zamba que entristece
mezclado con las trovas el suspirar también.
Mas de repente, al aire resuenan los bordones
del arpa de la costa con incitante son;
y agítanse y preludian la flor de las canciones,
la dulce malagueña que alegra el corazón.
Entonces, de los Barrios la turba placentera
en pos del arpa el bosque comienza a recorrer,
y todo en breve es fiestas y danza en tu ribera,
y todo amor y cantos y risas y placer.
Así transcurren breves y sin sentir las horas;
y de tus blandos sueños en medio del sopor
escuchas a tus hijas, morenas seductoras,
que entonan a la luna sus cántigas de amor.
Las aves en sus nidos, de dicha se estremecen,
los floripondios se abren su esencia a derramar;
los céfiros despiertan, y suspirar parecen;
tus aguas en el álveo se sienten palpitar.
¡Ay! ¿Quién en estas horas en que el insomnio ardiente
aviva los recuerdos del eclipsado bien,
no busca el blando seno de la querida ausente
para posar los labios y reclinar la sien?
Las palmas se entrelazan, la luz en sus caricias
destierra de tu lecho la triste oscuridad:
las flores a las auras inundan de delicias...
Y sólo el alma siente su triste soledad.
Adiós, callado río: tus verdes y risueñas
orillas, no entristezcan las quejas del pesar;
que oírlas sólo deben las solitarias peñas
que azota, con sus tumbos, embravecido el mar.
Tú queda reflejando la luna en tus cristales,
que pasan en tus bordes tupidos a mecer
los verdes ahuejotes y azules carrizales,
que al sueño ya rendidos volviéronse a caer.
Tú corre blandamente bajo la fresca sombra
que el mangle con sus ramas espesas te formó;
y duermen tus remansos en la mullida alfombra
que alegre Primavera de flores matizó.

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LOS NARANJOS
Perdiéronse las neblinas
en los picos de la sierra,
y el sol derrama en la tierra
su torrente abrasador.
Y se derriten las perlas
del argentado rocío,
en las adelfas del río
y en los naranjos en flor.
Del mamey el duro tronco
picotea el carpintero,
y en el frondoso manguero
canta su amor el turpial;
y buscan miel las abejas
en las piñas olorosas,
y pueblan las mariposas
el florido cafetal.
Deja el baño, amada mía,
sal de la onda bullidora;
desde que alumbró la aurora
jugueteas loca allí.
¿Acaso el genio que habita
de ese río en los cristales,
te brinda delicias tales
que lo prefieres a mí?
¡Ingrata! ¿por qué riendo
te apartas de la ribera?
ven pronto, que ya te espera
palpitando el corazón.
¿No ves que todo se agita,
todo despierta y florece?
¿No ves que todo enardece
mi deseo y mi pasión?
En los verdes tamarindos
se requiebran las palomas,
y en el nardo los aromas
a beber las brisas van.
¿Tu corazón, por ventura,
esa sed de amor no siente,
que así se muestra inclemente
a mi dulce y tierno afán?
¡Ah, no! perdona, bien mío;
cedes al fin a mi ruego;
y de la pasión el fuego
miro en tus ojos lucir.
Ven, que tu amor, virgen bella,
néctar es para mi alma;
sin él, que mi pena calma,
¿cómo pudiera vivir?
Ven y estréchame, no apartes
ya tus brazos de mi cuello,
no ocultes el rostro bello
tímida huyendo de mí.
Oprímanse nuestros labios
en un beso eterno, ardiente,
y transcurran dulcemente
lentas las horas así.
En los verdes tamarindos
enmudecen las palomas;
en los nardos no hay aromas
para los ambientes ya.
Tú languideces; tus ojos
ha cerrado la fatiga
y tu seno, dulce amiga,
estremeciéndose está.
En la ribera del río,
todo se agosta y desmaya;
las adelfas de la playa
se adormecen de calor.
Voy el reposo a brindarte
de trébol en esta alfombra
de los naranjos en flor.

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A OFELIA PLISSE

Yo no te vi jamás; pero hubo un día
en que un patriota y joven peregrino
que de esa tierra donde existes, vino
hasta las playas de la patria mía,
conmovido me habló de tu hermosura
que de una diosa el don llamarse puede,
y que admirable y rara, sólo cede
a la santa virtud de tu alma pura.
Cruzaba yo, me dijo tristemente,
mi camino erial desfallecido
temiendo sucumbir, mas de repente
me encontré sorprendido
al levantar mi dolorida frente,
con un carmen florido;
que resguardan altivos cocoteros,
que embalsaman obscuros limoneros,
y que esmaltan jazmines y amapolas,
y que mecen pujantes
de dos océanos las inmensas olas.
Es Panamá la bella; la cintura
de la virgen América, allí donde
del mundo de Colón el cielo esconde
la grandeza futura.
Como símbolo santo, hermoso y puro
de esa edad venturosa y anhelada,
cuya luz ya descubre la mirada
del porvenir en el confín obscuro,
existe una beldad, joven, risueña,
inteligente, dulce y seductora
como un amante en sus afanes sueña,
como un creyente en su delirio adora.
Es Ofelia, la diosa de ese suelo,
la maga de ese carmen encantado,
de dicha imagen ideal deseado,
el astro fulgurante de aquel cielo.
La perfumada flor, la que descuella,
de corola gentil, fresca y lozana,
abriéndose a la luz de la mañana
en los jardines ístmicos, ¡es ella!
Allí la admiración le erigió altares,
incienso le da Amor, la Poesía
le consagra dulcísimos cantares;
y un himno inmenso Libertad le envía
entre el ronco suspiro de los mares.
Yo la vi, la adoré cual peregrino
a quien la mano del dolor dirige;
adorarla y pasar fue mi destino.
¡Ay! Yo me alejo, mi deber lo exige,
mas su recuerdo alumbra mi camino;
yo llevaré su imagen por do quiera,
y confundiendo en uno mis dolores
y en un objeto uniendo mis amores,
yo escribiré su nombre en mi bandera.
Tú a esa tierra lejana
en las dóciles alas de los vientos
envía de tu lira los acentos
a esa beldad que he visto, soberana.
Así me dijo el joven peregrino
y siguió con tristeza su camino.

 

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