índice

Ignacio Ferrando

Conductores temerarios

El límite del caos

Conductores temerarios
 

Para Santi, para Fernanda.

«El más mediocre libertino ha soñado alguna vez con sultanas, y no hay notario que no lleve dentro de sí los despojos de un poeta».
Gustave Flaubert, Madame Bovary.

 

—Menos mal que ya sale.

—Qué nervios, por Dios.

En la pantalla del cine Coliseum, Juan Montalbán besaba apasionadamente a Lucía Velarde. Interpretaban a Carmenchu y Ramón, una pareja de insólitos enamorados. Ella a una cándida costurera y él a un poeta incomprendido por sus contemporáneos. En la escena, el maltrecho galán acababa de conocer a su partener cinematográfica en el café Normandie, a orillas del Sena y, como quien no quiere la cosa, la había invitado a una copa de Chardonay. Señora, ¿me aceptaría una copita? Y ella, a estas horas, caballero, yo solo tomo chocolate con churros, había replicado la costurera. A pesar de las discrepancias iniciales, no tardaron en tomarse de las manos y entablar una conversación de extrañas afinidades. Qué feliz soy ahora que le conozco, decía ella. También yo soy extremadamente dichoso, respondía el galán limpiándose la pringosa bigotera. Quién nos lo hubiera dicho hace unas horas, Ramón, ¿es posible que te ame a cada segundo cuando hace un rato no te conocía?, ¿es eso posible?, Juan Montalbán, seguro de sí mismo, le respondía, si yo te contara.

Eran de nuevo Juan Montalbán y Lucía Velarde, interpretando a Carmenchu y Ramón, la pareja más cotizada del cine, en la última película del controvertido y afamado director Lorenzo Hidalgo. Los cineastas hispanoamericanos cuando rodaban en la Ciudad de la Luz se creían obligados a retratar el Sacré Coeur o Notre-Dame o, como mínimo, algún bohemio en extinción desorientado por el barrio Latino. Sin embargo Lorenzo Hidalgo era la excepción. Iba por libre. Los críticos (sorprendentemente, de un modo unánime) le tildaban de falto de rigor, de chapucero histórico. Era, decían, como Canaletto (salvando la infranqueable distancia) ya que, de algún modo, tergiversaba la realidad a su antojo. Cogía lo que más le gustaba de varios lugares y lo unía creando un inverosímil decorado de cartón piedra. De este modo, Juan Montalbán y Lucía Velarde, la feliz pareja de enamorados, podían tomar un café en el Majestic de Oporto y acto seguido, pasear a orillas del Sena con total impunidad. En abril de hace dos años, los recordarán, con motivo del estreno de «Aquella candorosa amapola», Hidalgo sufrió una severa crítica al situar la catedral de Dresde en el centro de Benidorm para, en la siguiente toma, lograr que Lucía Velarde, con toquilla de fallera, pero en pelota picada, rezara un padrenuestro en plena estepa rusa. Pero, en fin, cuando uno iba a ver una película de Hidalgo, debía ser, cuanto menos, indulgente con el rigor geográfico de sus guiones.

Pero Clara y yo, aquella noche, no habíamos ido a ver aquel insolente bodrio por la angustiosa interpretación de Juan Montalbán, ni por la desgarbada decadencia de Lucía Velarde, ni mucho menos, por el ínclito director Lorenzo Hidalgo y sus desconcertantes paisajes, sino que habíamos aguantado indolentes las colas de espectadores frente al cine Coliseum (con riesgo de ser reconocidos) para ver la interpretación de Umberto Casanueva.

—¿No dijo que salía nada más empezar la película?

—Creo que sí.

Así nos lo había advertido Umberto la tarde anterior, en el café El Despertar. Hablaba sobrecogido por un entusiasmo prudente. Le oímos comentar que aquél era su primer trabajo «en condiciones» y luego, como retractándose de sus palabras aclararnos que con veinticinco años había rodado un importante anuncio de anticonceptivos (y aunque era cierto que a él apenas se le veía en el vaporoso tumulto del Simca mil, lo importante había sido «perder el miedo escénico») y más tarde, ya lo sabíamos, había protagonizado dos cortos (Taxidermia, de Pérez Gil y Dermatitis, de Julio Lucas, que con galante justicia fueron olvidados por público y crítica)... Ah, decía saliendo del pasmo..., y también he interpretado, hace tres años, a la polvorienta madre de Tennessee Williams. Yo me sentaba en una mecedora. En la esquina, oculto en las sombras y me pasaba la obra balanceándome, produciendo un ruido... Era como si Umberto, que nunca se cansaba de hablar de sí mismo, estuviera obligado a demostrar una extraña pasión curricular que le haría deslumbrante a nuestros ojos, como si aquella impostura que (los que le conocíamos) le veíamos interpretar, fuera el único modo de equipararse con la «normalidad social» que Clara y yo le significábamos.

—Cómprame palomitas...

—Ya ha empezado la película, yo no voy.

—Es que tengo antojo...

—¿Antojo?

—Shhhhh, ¿quieren callarse?

—Cállese usted.

Clara no había insistido.

Nuestro amigo Umberto hablaba con envidia de los actores consagrados que elegían a Ionesco o Arrabal para interpretar teatro absurdo en el Español o en el Lope de Vega; también parecían disgustarle aquellos que, en un ejercicio de lucimiento dramático y absolutista, interpretaban soliloquios kafkianos; pero a Umberto, lo que más le sobrecogía, era ese público inverosímil y funambulesco que pagaba la talegada por verlos... Son como muertos vivientes, vienen de todo el mundo y se dirigen hacia un arte que es sólo ilusionismo... A Umberto Casanueva le gustaba contar cuando Adela y los demás interpretaron Muertos sin Sepultura en la Sala Triángulo y tuvieron que anular las sesiones a los dos días porque allí sólo iban despistados, vagabundos atraídos por el calor de la sala y algunos críticos de «El País» para alabarles la interpretación y llamarles, sin mucha convicción, jóvenes promesas.

Para alguien atractivo como Umberto sobrepasar la treintena en el mundo interpretativo era un drama. Los mejores papeles se conseguían de semental o no se conseguían (ya lo dijo el filósofo). Por eso Umberto había visto pasar los años, no sin congoja, sumido en una progresiva apatía, como si no se explicase el porqué de su injusto anonimato. A su edad, Juan Montalbán y Lucía Velarde ya eran pareja en las costosas producciones de Lorenzo Hidalgo y se besaban en la plaza de Jemaa el Fna para, acto seguido, cenar cangrejos en la pirámide de Kheops. Juan Montalbán, por ejemplo, había sido una joven promesa que nadie anunció, que había llegado a Producciones Olimpo y se había instaurado en el puzzle del éxito para no abandonarlo hasta el día de hoy. Según Umberto Casanueva, al actor se le veía ajado como nunca y corrían rumores de que el exceso de alcohol y las demasiadas chicas que el crápula amparaba en su domicilio de la calle Luchana, acabarían con su incierta fortuna. Pero con todo lo que Umberto dijera, ahí estaba, interpretando a Ramón, maquillado, altanero y besando como nunca a Lucía Velarde, poniendo en ello, como siempre, el empeño y la desesperación de los suicidas y la desgana arrogante de un Don Juan provinciano. Umberto, emponzoñado de esos destinos que nos son inalcanzables, odiaba secretamente al galán y no se cansaba de confabular contra él y contra su sospechosa longevidad cinematográfica.

—¿Y Umberto? ¿Cuándo sale Umberto?

—Quieres dejarme ver la película.

—Es que tarda mucho.

El caso es que Umberto nos contó que había conocido a Lorenzo Hidalgo en el Leather, un antro, creo yo, de sadomasoquistas y «domadores de piel», como diría Clara, entre Chueca y Fuencarral. Cuando el director de «Desvanecida entre tus brazos» por fin se decidió a invitar al joven a una copa, este le contó que era actor. Lorenzo Hidalgo, algo contrariado por el alcohol y los faroles sensuales, pareció incómodo y se lamentó al instante de haberlo hecho. Con la misma pasión curricular que ya todos conocíamos, Umberto le habló de sus dos cortos, Taxidermia, de Pérez Gil y Dermatitis, de Julio Lucas, le contó lo bien que lo pasaron brincando sobre los amortiguadores del Simca mil, durante el rodaje de aquel anuncio publicitario de condones. Una oportuna discreción le hizo olvidar lo de la madre de Tennessee Williams. Lorenzo Hidalgo, el director de «Desafortunada en el juego...», y «Violada entre las rocas», no muy convencido del talento interpretativo del joven actor en ciernes le prometió una prueba para su próximo proyecto. Es de suponer que los motivos que le indujeron más tienen que ver con la carne y el desasosiego de las almas que con la razón. Ni más ni menos, le había dicho el director, que una película con Juan Montalbán y Lucía Velarde, la pareja del siglo. Por supuesto, Umberto y Lorenzo, director y actor en ciernes, acabaron follando en casa de él, en una buhardilla a cinco alturas sobre la plaza de Santa Ana, llegadas las primeras luces. Madrid amanecía enrojecido, al dictado de Charles Aznavour. Incluso para la seducción tenía aquel Lorenzo Hidalgo algo de descoordinado. Luego desayunaron, se cogieron las manos y hablaron sobre las vaguedades que preocupan a los desconocidos.

—Llevamos media hora y aún no ha salido Umberto.
        —Paciencia mujer.

El lunes, al mediodía, el director había acompañado a Umberto para que realizara el casting de la película. Hidalgo recordaba haber visto algo de Henry Miller en aquel escenario. Sería fácil impresionarles con algo de «Panorama desde el puente» o la «Muerte de un viajante». Ya se frotaba las manos cuando, Lorenzo Hidalgo, llegándose por detrás, le dio una palmada en el culo y le dijo que podía estar tranquilo, que el papel era suyo, que había hablado con el productor. Umberto se debió sentir como el opositor al que le aseguran la plaza y, aunque aquello hubiera debido satisfacerle —pues, de algún modo, había logrado el papel de su vida— nos confesó haber sentido una cierta sensación de malestar moral.

La verdad, la puta verdad, es que Umberto nos confesó ayer tarde en El Despertar que sólo recordaba de aquel casting el intenso escozor del ano y la confusa resaca de la noche anterior. De nada le valieron sus años de interpretación, sus notas sobresalientes en Arte Dramático, su desbordada creatividad, el respeto de sus compañeros, la interpretación de la madre de Tennesse Williams..., y todo eso. Sus limitados movimientos y el patetismo de sus diálogos (afectados por la falta de concentración que sucede a las noches fatigosas) le hicieron parecer una momia con alzheimer. Pero daba igual. Él ya tenía su papel. Observaba a Lorenzo Hidalgo con una portentosa sonrisa en los labios, aplaudiéndole, mientras los otros miembros se limitaban a anotar en sus cuadernos, aquejados por una indiferente apatía.

—Será posible…

—¿Qué?

—¿Cuándo sale Umberto?

—Y yo qué sé, aún no he visto la película.

—Es que llevamos cuarenta minutos y aún no ha salido.

—Shhhhhh..., nosotros también hemos pagado entrada...

—Cállate Clara, ¿no ves que estás molestando?

—A ti, ¿te pasa algo conmigo?

—Nada, cariño, nada.

—Es que no me quieres.

—Qué tendrá que ver.

—Se quieren callar.

Y de repente, mientras hablábamos en la semioscuridad de la sala, Umberto había hecho una majestuosa aparición en la escena. Umberto Casanueva, resplandeciente, irradiando éxito por los cuatro costados, manejando un Audi descapotable, conduciendo temerariamente. Estaba en la Gran Vía madrileña. Ahora pasaba un semáforo en rojo cerca de la cafetería Nebraska…, pero no, no era la cafetería Nebraska, sino el Folies Bergère… luego giraba temerariamente a la derecha, dejando atrás el arco de Brandemburgo y aceleraba hasta atravesar las murallas de Ávila y, ya de nuevo en Madrid, surgía por la calle Montera. Era entonces cuando, de entre las sombras, surgían las luces malvas de un coche de policía. Sin saber cómo ni por qué, al paso del auto, surgían espantadas una docena de putas de Montmatre, una oportuna anciana con su caniche y una cuadrilla de raperos adolescentes que escuchaban a Eminem. Umberto sonreía maliciosamente y el motor del Audi sonaba como un órgano de gasoil en combustión. De repente, cuando ya nadie podía sospecharlo, cuando la tensión de la película parecía no tener fin, cuando el vértigo impregnaba la retina de todos los espectadores, cuando lo inverosímil se volvía posible y ya todo se podía esperar, cuando todo eso pasaba, sonó un teléfono móvil. Umberto, en la pantalla, seguía conduciendo en pos de la muerte perseguido por los agentes. Llegados a este punto, el espectador medio empezaba a preguntarse qué pintaba un extravagante personaje como Umberto en la trama de la película. Era como si, de algún modo, aquella escena la hubiera añadido Hidalgo por extraños motivos que sólo Clara y yo podíamos entrever. Pero no nos hicieron esperar. Umberto, en la pantalla, frenó en seco el Audi. Las ruedas chirriaron contra el asfalto. De frente, un hombre inició un paso lento e inmutable por un paso de peatones. Cuando se quiso dar cuenta ya le tenía encima. Antes de atropellarle vimos el rostro descompuesto (algo inusual en sus interpretaciones) de Juan Montalbán. Un grito apagado, sobrecogedor, ¿qué deleite no habrá experimentado Umberto Casanueva al verse al volante de ese coche imprudente que atropella al galán? Ya al final, se produjo un fundido en negro y la sala quedó a oscuras. Escuchamos el potente latido de un corazón. ¿Sí? Dígame.

Pasamos el resto de la película pendientes de las dolencias de Juan Montalbán, de su mandíbula desencajada, de sus maltrechas costillas, de su próstata incontinente, de sus grotescos flirteos con las enfermeras, de las visitas diarias de una sumisa y sosegada Lucía Velarde, de sus crisis existenciales (¿volverían a operarle del menisco?, ¿le operarían, esta vez, de la ternilla de la oreja?, se preguntaba Montalbán no sin fastidio) y, cuando parecía que el incombustible seductor se reponía de sus dolencias, sus heridas y sus mermas emocionales, un imprevisto cáncer de colon terminó con la fatalidad y la fatalidad con la película. En el último cuadro, una enfermiza y descorazonada Lucía Velarde, pálida como la misma muerte, vertía las cenizas de su incombustible amante (valga la contradicción) sobre el Viaducto de la Calle Segovia. Luego, una marea lenta y progresiva, arrastró los títulos de crédito.

—¿Ya está?

—Eso parece.

Los espectadores, inquietos por extraños motivos, se levantaban de sus butacas como impulsados por una inercia ritual. Clara y yo, más pendientes de los créditos —pues buscábamos con ansia el nombre de nuestro amigo (como si de algún modo necesitáramos constatar su humilde fama)— éramos estorbos en aquella retirada gregaria. Poco a poco, el cine se fue quedando vacío y la sala cobró esa gótica soledad de las grandes catedrales. Sólo unas pocas personas, desperdigadas por la sala, permanecían atentas a los interminables títulos de crédito. Algunas eran parejas que, influenciadas por la dramática odisea de amor, se manoseaban sin prejuicio alguno; otros dormitaban mecidos por un sueño indiferente al término, ya consumado, de la película y, cuatro o cinco, como Clara o yo, mirábamos hipnóticamente la pantalla, como buscando entre los títulos alguna clave secreta que diera sentido a nuestra existencia.

Salió el reparto principal. Lucía Velarde en el papel de Carmenchu, Juan Montalbán como Ramón y la invitación estelar de tal y cual. Luego vino el director, el guionista, el productor, el peluquero, el conductor del camión de mudanzas, el constructor de decorados, el adiestrador de perros, el estilista, el laboratorio de revelado de negativos, la chica del catering, los agradecimientos al ayuntamiento de Archidona y la Cruz Roja, y por fin, en letras diminutas (casi ilegibles) agolpadas las unas contra las otras, el reparto de secundarios y extras. Cuando ya la lista llegaba a sus últimas líneas, cuando pensábamos que algún error fatal había omitido el nombre de nuestro amigo, lo vimos. Fue Clara la primera en darse cuenta.

—Ahí, ahí está —gritaba entusiasta—, míralo.

Y es que en la pantalla, en algún lugar, en algún punto, acabábamos de leer: Umberto Casanueva, conductor temerario.

ir al índice

El límite del caos

"Deberíamos ... considerar el presente estado del Universo como el efecto de su estado anterior, y la causa del que le seguirá. Supongamos ... una inteligencia que pudiera conocer todas las fuerzas que animan la naturaleza, y los estados, en un instante, de todos los objetos que la componen; ... para [esa inteligencia] nada podría ser incierto; y el futuro, como el pasado, sería presente a sus ojos".
"Una inteligencia que conociera en un momento dado todas las fuerzas que actúan en la Naturaleza y la situación de los seres de que se compone, que fuera suficientemente vasta para someter estos datos al análisis matemático, podría expresar en una sola fórmula los movimientos de los mayores astros y de los menores átomos. Nada sería incierto para ella, y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante su mirada".
P.S. Laplace "Essai Philosophique sur les Probabilites", 1819.

"Gott würfelt nicht!"
(¡Dios no juega a los dados!)
Albert Einstein

 

      Mateo Solar, el último determinista del siglo XX, se sentó en su estudio de la calle Mareu. Una luz débil y crepuscular profanaba la semioscuridad del ático. Abrió el buró. Se le representó cien, mil veces, la misma operación de sentarse a trabajar y abrir aquellas carpetas. Como si aquella caja de Pandora, contuviera secretos prohibidos que sólo el atino de los años y la laxitud en las formas pudieran revelar. Y, de alguna forma, Mateo tenía razón.

      Cien, mil veces, aquella descerrajada madera de caoba se había abierto con su cadencia atragantada, oxidada. Los papeles, en un caos ordenado se mostraban en repisas, cajoncillos y esquinazos; la vieja estilográfica y el ordenador portátil, que tan reticente como versátil se había mostrado en aquellos últimos años de investigación, compartían el mismo espacio. Sentía en su interior (como un compromiso del que sólo era responsable él) la necesidad de terminar aquello empezado hace dieciocho años, cuando descubrió aquel extraño manuscrito de Laplace en la Biblioteca Nacional.

      Escrito en francés, tachonado y recosido, el panfleto de no pocas hojas elaborado en la última madurez de su autor (entre la senectud y la muerte, escribiría Mateo) especulaba sobre su famosa ecuación vital (équation vital). En los factores de la équation vital se conjugaban los atractores del caos más conocidos mediante operaciones aritméticas. Mediante la resolución de los sistemas y tras desvelar las incógnitas, la équation vital permitía prever el instante futuro (más bien, inmediato) de ciencias tradicionalmente caóticas, como la meteorología, el comportamiento de las mareas o la esquizofrenia humana.

      Amanecía en la calle Mareu. En su jaula, Pichu, el viejo canario de Mateo Solar, empezaba a competir tímidamente con el zumbido del ordenador.

      El único fallo de todo aquel legajo de ecuaciones y números que Solar había encontrado en la Biblioteca Nacional, era que se perdía en un mundo de conjeturas, vindicaciones y caminos sin retorno y sin final, de estancamientos. Por ejemplo, una conclusión de todo aquel estudio, era que la ecuación obtenida para determinar un instante "fronterizo" tenía sentido únicamente, en el momento preciso y concreto en que se elaboraba. Dicho de otra modo: una vez descubierta la ecuación, resultaba caduca porque, ya en ese instante, intervenían otros atractores del caos que desbarataban cualquier predicción libre de error.

      Así, por ejemplo, si un hombre camina por la calle y decide entrar en un bar (conclusión que Laplace determinaba con premisas como: "este hombre tiene sed", "este hombre necesita beber cada dos horas", "este hombre dispone de ese bar a diez metros" o "este hombre siente una inclinación por ese bar lúgubre" y otras parecidas) puede sufrir una variación en el mismo momento de su decisión (bien porque "recuerde que tiene prisa en llegar a otro lugar" o porque "vea una mujer cuyas curvas le provoquen más que su sed", etc...). Sin embargo y en cualquier caso, a ese instante en que la fórmula de Laplace se deshace por inservible y desfasada, pero que configura ese patíbulo del oráculo cotidiano, Mateo le llamó el "límite del caos", porque si el caos y todos sus agentes entrópicos se relajasen un diferencial de tiempo, Laplace podría haber predicho que "ese hombre no iba a entrar en el bar a pesar de su sed". Con lo cual, de algún modo, ese hombre habría atravesado no el umbral del bar, pero si el límite en que el caos se convierte en orden, en futuro predecible por la équation vital.

      Como todo empirista estricto, Mateo empezó por abarcar fenómenos sencillos como la apertura de las ventanas en el vecindario, anotando en su block las horas, minutos y segundos, que servirían como hipótesis para obtener el "límite del caos". La alineación de las ventanas, las costumbres domésticas de la vecina, el impúdico desnudo de Lolita a eso del mediodía, las "agitadas" conversaciones de los polacos..., así, calculó con bastante tino el volumen de litros que el contador de agua registraría cada mes, especuló sobre el aumento de la contribución del recibo de la comunidad y, de modo secreto, profetizó sobre la crisis de moralidad que, con los años, invadiría el barrio.

      Fenómenos éstos (importantes por su insignificancia) que pudo, sino predecir, si avistar de modo certero, aunque nunca absoluto, ya que siempre, algún atractor del desorden infería en sus predicciones: las inesperadas vacaciones de Lolita, cierta fuga en la piscina comunitaria... El límite del caos, el olor dispuesto del orden, estaba ahí, al alcance de la mano.

      Poco a poco (y de esto hacía cinco años y cuarenta y tres días) Mateo había ido acortando la distancia para alcanzar ese límite del caos y hoy, casi al terminar el milenio (miraba el calendario con los ojos entornados e incrédulos) creía haber sobrepasado, de nuevo, ese escurridizo límite. Pronto lo comprobaría.

      Últimamente el viejo canario se mostraba taciturno y cansado en sus serenatas matinales. Quizá ese alpiste vitamínico no era tan bueno como le había dicho la tendera de abajo. Instintivamente, miró el reloj: las once y veinte. Movió el cursor por la pantalla. La flecha fosforescente, le devolvió los últimos cálculos. La tarde anterior, el programa, con un éxito "relativo" (tras cinco horas y diez minutos de cálculos) había sentenciado, "Boris Kovif llamará al teléfono en los próximos: (pausa) dos minutos, treinta segundos, doce centésimas de segundo (pausa) para recordarle la reunión de esta tarde".

      Pasado ese tiempo, había sonado el teléfono. Era Boris Kovif. El rostro de Mateo se iluminó con una sonrisa complacida. Kovif, con su habitual voz apresurada, siempre atragantada por la carrera, le había recordado que aquella tarde le esperaban en el café Camus para hablar de los últimos descubrimientos (en definitiva, siempre los mismos) a fin de renovar la subvención que le financiaba. Sólo la ignorancia de sus interlocutores era capaz de suplir su falta de resultados.

      Boris, además de amigo, catedrático de elementos finitos en la universidad Complutense y adicto a las nínfulas que invadían sus aulas, daba conferencias sobre "mareas y esquizofrenia". A su discurso (afectado de un cientifismo casi renacentista que generalmente escapaba a la perspicacia del alumnado) acudían, a lo sumo, diez o doce jóvenes, en los cuales, había sembrado el respeto. Frente a sus dudas sobre el sistema docente que creaba masas grises tan pasivas y faltas de curiosidad, estaba su autoestima como docente. Sin embargo, aquellas miradas aviesas, profundas, aquella precisión hecha por fulanito de tal, atrapada en el aire de la incomprensión, le gratificaban por encima del panorama desierto del aula. Eran tiempos modernos. Un día cualquiera de un tiempo moderno.

      No hacía falta que me llamaras, había dicho Mateo mirando el ordenador, ya sabía que la reunión sería mañana por la tarde. Pero Kovif, sin comprender el logro premonitorio de Mateo, había insistido en la debilidad de la memoria de su amigo y, de siempre, acostumbraba a ser una especie de interesado secretario. Quizá la concentración interior de Solar hacía escurridiza su memoria "de los días". Tan entregado estaba a sus cavilaciones que al despertar de aquel micromundo de parámetros e incógnitas, ya había anochecido y a todos sus compromisos había llegado tarde. No era la primera vez que le tildaban de negligencia en sus quehaceres sociales. Pero tantos años de investigación y becas le habían convertido en ese científico, aún idealista, en cuyas barbas blancas crecía la sabiduría, la soledad y aquella sana locura tan difícil de conquistar.

      Las doce en punto. Lolita abrió las ventanas y empezó a desnudarse.

      Ayer, el programa se había aproximado con mucho a la realidad. Y no era la primera vez.

      Una tarde el programa diseñado por Kovif y Mateo se puso a calcular de motu propio. A pesar de las indagaciones que luego Mateo hizo por las entrañas del código binario, no supo averiguar el porqué de aquel fenómeno de espontaneidad. Al rato de andar calculando y descifrando, el programa mostró:  "el libro escrito, como tal, desaparecerá en: (pausa) dos años y setenta y tres días (pausa) el porcentaje de filósofos se reducirá en un (pausa) noventa y tres por ciento, el de poetas en un (pausa) ochenta y cuatro por ciento y el de lectores en un (pausa) cincuenta y cuatro por ciento"

     Aunque difícilmente contrastables, estos cálculos asustaron a Mateo, en tanto, en cuanto los hechos de hoy determinaban el futuro de mañana (consecuencias lógicas de las injusticias, eran las guerras que asolan el planeta; del desamor, la misoginia; de la falta de meditación, el comportamiento irracional; de la globalización de la economía, "la muerte de la democracia"; de la rutina, la muerte del arte; de la ignorancia y el matriarcado, el machismo y la violencia doméstica; del desarraigo social, la delincuencia; de la subida de los tipos de intereses, la ruptura de la economía; del miedo, la lucha; y de la pasión, el asesinato).

      A estas alturas quién podía afirmar que el mundo no era puro determinismo.

      Éramos incógnitas contrastables. Incluso la censurada desnudez de Lolita en la ventana de enfrente, el canto apagado del canario o la amistad de Kovif a lo largo de aquellos años, no eran más que fruto de otros desenlaces y del instinto. Visto así, el mundo carecía de sentido. Para Mateo, el mundo era una esfera global y perfecta, donde ocurrían consecuencias de sucesos.

      Súbitamente, el ordenador se puso a calcular.

      Atónito, Mateo miraba las cifras correr a lo largo de interminables sistemas de determinantes. Al rato (sospechosamente breve) apareció el mensaje, "una pluma caerá sobre: (pausa) la quinta repisa del buró (pausa) coordenadas desde ángulo superior izquierdo: (pausa) diez centímetros horizontal, doce centímetros vertical;(pausa) tiempo: (pausa) un minuto, treinta y dos segundos, dos centésimas de segundo".

      Habituado a tales sobresaltos, Mateo dispuso el cronómetro y el escalímetro para determinar con exactitud el punto de amenizaje de la pluma. Lo marcó con un aspa. Luego entornó la vista y miró a su canario esperando que algo sucediera.

      Enfrente, Lolita se ponía unas medias oscuras. De no haber sido por el aire de maternal sensualidad que impregnaba el ambiente, Mateo la hubiera confundido con la noctámbula marginalidad de una estampa de Lautrec. De un modo preciso, ausente y apasionado, Mateo se había acostumbrado a amar a aquella mujer. Volvió al cronómetro: treinta segundos, dos milésimas. Pichu, desde el fondo de sus dos diminutos ojos negros, respondió a su mirada inquisitiva. Se atusó el plumaje tres veces y descendió de su barra a beber dos mililitros de agua. Luego revoloteó hasta su posición original. En el vuelo de ascenso, una pluma que había en el fondo de la jaula inició un vuelo llano, tranquilo. Mateo miró hacia la señal.

      El ordenador, de nuevo, empezó a funcionar por sí solo. Los mismos incompresibles determinantes, la misma expectación de Mateo, el continuo telón de incertidumbre, el límite del caos como una línea inasible pero cercana.

      Algo atrajo su atención hacia el inmueble de enfrente, donde un hombre acaba de sorprender a Lolita únicamente provista por las medias, exultante frente a la ventana. Pareció sobrecogida.

      Ningún viento extraño, imprevisto (la apertura de una puerta o ventana, el paso apresurado de alguien en el pasillo, nada) impediría el amenizaje de la pluma. Seguía con la vista el descenso. El canario, entre tanto, pareció incómodo en la jaula. Tropezó dos veces con la barra. Revoloteó en el interior y Mateo temió que el vientecillo levantado por sus alas desplazase la trayectoria. Pero no fue así. La pluma descendía tranquila, llana, ligeramente desviada. Si seguía así, no caería perfectamente en el aspa sino unos centímetros más allá.

      Al otro lado de la ventana, el hombre había empezado a discutir acaloradamente con Lolita, a la que insultaba sin comedimiento: pronto supo Mateo, por el forcejeo iniciado, que aquel debía ser su marido, inoportunamente regresado de sus ocupaciones. Entre tanto el ordenador seguía en sus cálculos y el canario, atragantado, sin fuerza y medio muerto, cayó al fondo de la jaula. El diminuto estruendo (en el equilibrio insólito de aquel sistema) provocó el balanceo de la jaula y con ello una corriente imperceptible que varió la trayectoria de la pluma lo suficiente para que aterrizase, justamente, milimetralmente, en el aspa que Mateo había dibujado hacía exactamente un minuto y treinta y dos segundos.

      Pero Mateo, ausente del triunfo que ello representaba, lloraba desconsolado porque su viejo compañero yacía exánime en el fondo de la jaula.

     Terminados los cálculos, el ordenador mostraba el mensaje siguiente, "su vecina del (pausa) cuarto derecha (pausa) morirá por: (pausa) fuerte traumatismo localizado en (pausa) parietal izquierdo en (pausa) cincuenta segundos, veintitrés centésimas de segundo."

      Mateo se llevó las manos a la cabeza. Miró por la ventana. Supo que Lolita iba a morir a manos de su marido que ahora la golpeaba con una inmisericorde brutalidad. Miró el cronómetro: cuarenta y dos segundos. La silla cayó al suelo. Tropezó con la alfombra en su camino. Escuchó la estridencia de un grito al otro lado del patio. Caminó con rapidez hacia la puerta, cronómetro en mano. Cuarenta y dos segundos. Sudaba. Pensó en Boris Kovif. En su reunión de la tarde. En su viejo canario. Su corazón golpeaba el pecho con una contundencia adolescente. Su último pensamiento: al fin, he atravesado el límite del caos.

ir al índice

 

IR AL ÍNDICE GENERAL