Alfonso Hernández Catá

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Si por arte maléfico...

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El Pisapapeles

Crimen pasional

Los ojos

La quinina

Los brillantes

Filología

La mar, el mar...
no es igual.
 

Espaldas poderosas para cargar navíos,
aliento sano de titán,
brazos de verdes bíceps intranquilos
para juntar o para separar.
Alternativamente,
actividad,
serenidad,
profundidad...
Encendedor de sueños y apagador de rayos:
El Mar.

Falso encaje de espumas hecho y deshecho en playas,
bajos fondos donde encallar;
entre sutiles sábanas de esmeralda y zafiro
lento desperezarse de carne sensual.
Simultáneamente
debilidad,
perversidad,
oblicuidad...
Arrecifes y sirtes y cenagosas algas:
La mar.

El mar, la mar...
no, no es igual.

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EROTICOS

En el etrusco vaso cincelado

el Século y el Chipre y el Falerno,

a Marco Antonio el luchador eterno,

impúdica Cleopatra, le ha brindado.

Y él contra sus hechizos preparado,

al sentir en sus venas un infierno,

mira absorto sus formas, con interno

afán de no admirar lo ya admirado.

Besar las crenchas de la reina impura,

su espalda escultural, y su hermosura

es una oferta de placer sin nombre,

y ante aquella lujúrica escultura

admirable de vicio y de locura

muere el emperador y surge el hombre.

 

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Ven a mis brazos, y que yo no vea

por la moral tu carne atarazada,

que prefiero a belleza inmaculada

la tuya de triunfante Citerea.

Ya Venus amorosa, parpadea

allá en la inmensa bóveda azulada,

ven que bese tu frente nacarada,

ven, que toda mi carne te desea.

Darte todos mis nervios yo querría,

en una eterna conjunción viciosa.

...Más cerca, más, que fundas con la mía

tu blanca imagen de placer radiosa.

¡Así es como mi cuerpo apetecía

gozar tu cuerpo de pagana diosa!

 

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Si por arte, maléfico, encarnado

en tu ser Mefistófeles viviera,

y de mi alma en cambio me ofreciera

gozar de los encantos que te ha dado,

te juro que le diera alborozado

no una ni dos, mil almas que tuviera,

sintiéndome orgulloso de que fuera

en el cambio Satán el engañado.

Prefiero a la otra vida venturosa

el néctar que en tu boca purpúrea,

quiero gozar tu carne prodigiosa,

estrechar tu cintura de Medea,

aunque muera después cual mariposa

en el nimbo de luz que te rodea.

 

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                                                                   Los chinos

     No me pregunte usted cómo me encontré allí, ni por qué caídas fui a parar, desde la cuna rica y desde la posición de muchacho, a aquella cuadrilla de trabajadores. Entonces el cuento sería interminable. Estaba allí, y era uno más… Sólo uno más.    Oiga usted lo que ocurrió con los chinos, sin preocuparse de otra cosa.
      El mulato llegó del oeste, el segundo día, y sus palabras inflamaron a todos, cortando los últimos lazos de aveniencia que quedaron tendidos entre el ingeniero y nosotros, en la entrevista de la noche antes. Subido sobre una pipa de ron, sin cuidarse del sol terrible, habló más de una hora. El tono exaltado de sus palabras incendiaba la sangre, y sus razonamientos, repetidos una y otra vez, penetraban en las inteligencias más torpes a modo de tornillos que nadie hubiera podido sacar ya sin romperlos.
      _¡A los obreros de Bahía Brava, les han estado pagando a tres pesos y a vosotros a dos…! ¿Es eso justo? Y aquí el trabajo es más duro, porque hay cobertizos, sin tiendas de lona, y por el pantano… Si resistís, no sólo os tendrán que subir el jornal, sino que os pagarán los pesos robados, y unos podrán mandar un buen puñado a sus casas y otros ir a pasar unos días de diversión a la ciudad… Tres meses a peso por día, son ciento viente… Pero hay que resistir: cada día sin trabajo es para ellos peor que para nosotros, porque la obra es por contrata, y tienen que dar indemnización si no se acaba a tiempo. ¡Hay que resistir para chincharlos!
      Bajo la luz reberberante, el grupo seguía ansioso aquellas palabras que multiplicaban la ira recóndita. Eramos casi cien, y había de muchas partes; negros jamaiquinos de abultadas musculaturas, de sudor acre y de ojos de concha de mar; negros de país más enjutos, de color mielado y dientes que parecían luces dentro de las bocas; alemanes de rubio sucio, siempre jadeantes; españoles sobrios y camorristas, de esos que dejan sus tierras sin cultivo para ir a fertilizar el mundo; criollos donde se veía la turbia confluencia de las razas, igual que en la desembocadura de los ríos se ve el agua salada y la dulce; haitianos, italianos, hombres que nadie sabía de dónde eran… Escorias de raza, si usted quiere. En todo caso, fatiga, exasperación, hambre, pasiones y un trabajo terrible, como un castigo.
      El mulato interpolaba en su arenga interjerciones de lenguas distintas, y a cada chasquido, una parte del auditorio vibraba. Cuando el agitador se fue, no dejó tras sí hervidero de gritos, sino ese silencio sañudo, hermano mayor de las decisiones colectivas. Puesto que el gobierno necesitaba resolver el conflicto pronto, por la proximidad de las elecciones, y puesto que el comité de la capital estaba dispuesto a socorrernos, resistiríamos. Resistiríamos sin comer, o comiendo frutas verdes de los maniguales. ¡Todo antes que seguir matándose por una miseria, bajo un sol que hacía crujir igual la pobre carne y la pobre tierra, sin otro alivio que la llegada de la tarde, en que hombres y pasiajes quedaban extenuados de haber ardido todo el día, absortos en beata quietud henchida de ensueños de patria y de ensueños de brisa, sobre la cual iban apareciendo, poco a poco, las estrellas!
      Tres veces vino la vagoneta con emisarios a proponernos concesiones parciales, y tres nos negamos a escucharles. La última, nos recogieron las herramientas de trabajo y nos quitaron las tiendas de lona.
      _Es para meternos miedo _dijo uno.
      _¡Tener miedo ellos de dejar hierros en manos de hombres¡ _rugió un negro, mostrando con risa satisfecha sus dientes ingenuos y feroces.
     Aun después de rotas las relaciones, vinieron a advertirnos que el mulato no pertenecía al sindicato obrero, sino a una agrupación política bastardamente interesada en crear desórdenes. No les hicimos caso. Poco a poco, a medida que los ahorros se agotaban, fueron desapareciendo, hasta desaparecer, los vendedores ambulantes. Ni ron ni vituallas, ni siquiera esperanzas de tenerlas. Los primeros días unas nube de tormenta, que cubrieron el el sol y el reposo, dieron al hambre aspecto casi dulce. Luego se despachó a la ciudad a un delegado de quien no volvimos a saber nunca. Los alemanes, una tarde, se fueron en busca de otro lugar en donde hallar trabajo; varios españoles los siguieron dos días después, y, a lo último, sólo quedamos unos cuarenta, arraigados allí por una especie de pereza furiosa.
     Cuando la necesidad empezaba a rendirnos, llegó un misterioso socorro de la ciudad, y la comida y la esperanza de nuevo apoyo nos volvieron a enardecer. Pero el entusiamo fue brevísimo: a los pocos días, sólo teníamos para clamar el hambre frutas terriblemente astringentes, sin jugo, y para cogerlas, era menester caminatas más penosas aun que el hambre misma. Los primeros casos de disentería no tardaron en sobrevenir, y la fiebre me tumbó bajo la sombra seca de un árbol. Dos días después llegaron los chinos.
      Tres vagonetas los trajeron. Debían de ser unos noventa. Varias veces quise contarlos y no pude, porque se mezclaban y confundían unos con otros, igual que en el cielo las estrellas. Sus movimientos vivos, su pequeñez, su lividez y su flaquencia, hacíanlos parecer muñecos. “¿Eran aquellos los que iban a sustituirnos? ¡Bah, imposible.” Al vernos, nuestras vicisitudes se calmaron de pronto para dejar paso a palabras de sarcamos: “!Pobre macacos amarillos! ¡Qué iban a resistir el trabajo tremendo! Si no tenía la compañia otros hombres, ya podía ir preparando nuestros tres pesos de jornal. El triunfo estaba cerca.” En nuestro grupo menudearon los comentarios y las risas: “Buenos eran los chinos para vender en sus tiendecitas de la ciudad, abanicos, zapatillas, cajitas de laca y jugueticos de papel risado; excelentes para guisar en sus fonduchos, o para lavar y planchar con primor.. ¡Oficios de mujeres, bien! Pero para aguantar el sol sobre las espaldas ocho horas, y agujerear el hierro, ¡hacían falta hombre muy hombres!” Con curiosidad burlona seguimos su primera jornada. Eran como hormigas amarillas, diligentes, nerviosas. La traviesa que solíamos alzar entre dos, levantábanla ellos entre cinco; pero la levantaban. Iban y venían incansables; y vistos en el trabajo, parecían aumentar en número… Luego, a la hora de comer, en vez de los guisos fuertes, y del vino, y del aguardiente de caña, arroz, nada más que arroz, y comido de prisa. “!Ah, no podrán soportar así mucho tiempo!” ¡Había que devorar allí, para defenderse del sol que devoraba todo! No eran menester los guardias armados para custodiar su faena; sin que nosotros los atacásemos, caerían rendidos, dejándonos la presa poco envidiable de un trabajo sobre el cual era menester sudar y maldecir, y que ellos predendían hacer con la piel seca y en silencio”.
      Pretendían hacerlo, y lo lograban. A los tres días, nuestras risas irónicas fueron trocándose en seriedad, en pesimismo. Se crisparon los puños, y sonó la primera amenaza. Yo estaba muy débil, y en cuanto caía el día, me abrazaba una fiebre delirante. Vi llegar al mulato otra vez, cuchichear, discutir. Conmigo no contaron para nada. Una negra vieja que, apiadada de mí, había venido varias veces en lo más fuerte del calor a echarme frescas hojas de plátano sobre la cabeza, me arrastró hacia su bohío y empezó a curarme. Desde allí, al través de una bruma que, sin borrar la realidad, la borraba y alejaba fantásticamente, paralizándome por completo para intervenir en nada, ví todo.
      _¡Puesto que son como bichos y no tienen en cuenta el derecho de los hombres, hay que matarlos como a bichos! –gritaba el mestizo.
      _Lo mejor es irnos a otra parte… Ya no debíamos estar aquí –murmuraba un blanco.
      Y un negro, arrugada la frente y casi el cráneo por la tenacidad de la idea, aseguraba:
      _¡Mí no importar guardias!… Mi tener un machete y matar todos de noche, igual que en matadero…Mi saber bien… Así…, así.
      Pero el mulato lo calmaba, prudente
     _No, sangre, no… Yo me marcho, y pasado mañana enviaré a uno de confianza con instrucciones mejores. Ya veréis como se arregla todo.
     Yo hubiese querido huir, pero no pude. Me pesaba el esqueleto _apenas me quedaba carne_, como si estuviera enterrado a medias en aquella tierra maldita. Además, sentía una curiosidad extraña merced a la cual, desde lejos, adivinaba el sentido de los movimientos y de los labios al moverse. Vi, dos días después, llegar a un anciano haraposo, hablar con varios y dejarles un paquete de hierbas; colegí primero el miedo, y luego la decisión pintados en los rostros, y con el alma hecha cómplice segura de la impunidad que la postración física le deparaba, en la sombra de la medianoche, presentí más que columbré al jamaiquino, ir a echar las hierbas en la gran paila donde se cocía el café de los asiáticos… Y por la mañana, cuando los miré acercarse con sus escudillas, percibí de antemano lo que los ojos habían de tardar unas horas en ver aún: cuerpos que se agarrotan, manos que van a oprimir los vientres en desesperados ademanes, pupilas que se abultan y salen de las cuencas cual si quisieran sujetarse a la vida, caras amarillas que se ponen mucho más amarillas y que caen crispadas contra la tierra, para no levantarse más.
      Veintidós cayeron así. Otros que habían bebido menos, murieron por la noche. ¡Ah, no olvidaré nunca el terror de los guardias, ni mi propio terror! Si un chino nos infunde siempre una invencible sensación de repugnancia y de lejanía donde hay algo de miedo, un chino muerto es algo pavoroso... Los cadáveres tendidos sobre el campo, bajo el trágico silencio del sol, galvanizaron a todos. Fue un día terrible. Mas al acercarse la noche y pasar sobre la sabana los primeros ecos de brisa, el grupo de culpables empezó a desbandarse para escapar, y suscitó la reacción de los guardías. La fuga duró poco: tras el primer movimiento del instinto, se entregaron sin resistencia. “No pensar, no trabajar, ir a la ciudad, y comer y dormir a la sombra, ¡qué dicha!”, debían pensar los desventurados, casi contentos de su infortunio. El testimonio de la negra me salvó: “Estaba desde hacía cinco días enfermos, y no había podido intervenir”. Atontado, sin lágrimas, los vi marchar en fila hacia el oeste, por donde el mulato había venido, bajas las cabezas, atados los brazos a la espaldas. Al día siguiente vinieron en la camioneta unos hombres, tiraron tiros a los cuervos, y se llevaron los cadáveres. Todo quedó solo, y yo pude dormir al fin.
      Una mañana, no sé cuántas después, me despertó ruido de gentes. Miré con avidez, y sentí el escalofrío de la alucinación penetrarme hasta el tuétano. De la vagoneta habían descendido treinta hombres amarillos –iguales, absurdamente iguales a los que yo ví caer muertos en tierra, cual si en vez de llevarlos a enterrar los hubiesen llevado a la ciudad para recomponerlos_, y con diligencia de hormigas, ante mis ojos enloquecidos, empezaron a trabajar.

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Fantasmas

     En el cuarto de la plancha, sobre el armario de pino donde se guarda la ropa limpia con una manzana que le da aroma, vense un zorro gris y dos cigüeñas disecaddas.

     El zorro corre inmóvil entre las dos aves decorativas rellenas de estopa, y éstas no se inquietan al ver su aire furtivo ni sus dientes agudos, porque están ya en una región, por encima de la vida, donde la perfecta concordia reina.

     Las criadas, atentas a sus bajas tareas, no miran a lo alto jamás; pero los niños, quizá por estar tan pegados al suelo, miran siempre. De rato en rato entran por el montante de la ventana ráfagas sutiles que no bajan al fondo de la habitación, y los pelos del zorro se erizan, se encrespan las plumas y oscilan los picos. Entonces los chiquillos corren despavoridos gritando que hay fantasmas.

      Ante la idea de que los espíritus de los animales se esfuercen por reintegrar las fundas de sus cuerpos, todos ríen. Pero el mayorcito, que ya estudia Lógica y es muy observador, hace notar que aquel es el único cuarto de la casa donde no hay cucarachas ni ratones.

 

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El pisapapeles

       Es de vidrio, está lleno de alcohol y tiene arrollada y con la boca abierta, cual si fuera a segregar su veneno, una viborilla.

     El dueño de la casa escribe una carta a un hermano, a propósito de una herencia. Del fondo del recuerdo surgen reproches, cargos... La pluma rasguea con tan colérico ritmo, que hiere a veces la superficie satinada del papel: «Será, como siempre, lo que tú quieras... Te remitiré el dinero puesto que no quieres dejármelo... Dentro de dos años te volverás a ver en la calle... En toda familia ha de haber siempre un carnero negro...».

     Está tan nervioso que, a veces, en vez de mojar la pluma en el tintero, toca con ella en el pisapapel. Y allá lejos, el «carnero negro» siente perfectamente la equivocación.

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Crimen pasional

Al terminar su alegato el defensor _un joven con cara de pez_, recorrieron la multitud apiñada en la sala agitaciones de asentimiento. Contra la requisitoria escueta del Fiscal opuso consideraciones apoyadas en sentencias de los más eximios criminalistas; habló de los efectos anuladores del alcoholismo, y exhortó a los señores jurados a ejercer el atributo divino de la piedad.

El Presidente del Tribunal de Derecho dijo, dirigiéndose al viejecito que, encogido en el banquillo, pareció más de una vez aburrirse con los debates:

_Si el acusado tiene algo que añadir en su favor, puede hacerlo.

A esta fórmula sucedió un instante de estupor. El anciano habíase erguido trabajosamente para responder con insospechada firmeza:

"_He de decir que lo que ha hablado aquí mi señor defensor no es verdad... Que yo, aquella noche, no había bebido ni una sola gota."

Con ademanes vehementes el abogado inclinose hacia él, pretendiendo hacerle comprender la trascendencia del aserto. Mas el Presidente puso la diestra sobre la campanilla y, con voz donde coexistían lo autoritario y lo glacial, ordenó:

_El Jurado apreciará, sin nuevas y ya inoportunas indicaciones del letrado, todas las circunstancias. Puesto que el reo parece deseoso de hablar y la ley a ello le autoriza, no puedo consentir que con ningún pretexto se le coarte... Si algo tiene que decir, acusado, dígalo brevemente. _De nuevo pudo percibir el público el esfuerzo del viejo.

   "_, señor Presidente, tengo que hablar ... No estaba borracho, y por eso pasó lo que pasó... Lo que mi abogado ha dicho podrá ser bueno para mí, pero no es la verdad. No bebí aquella noche ni una sola gota ... Todas las noches, en cuanto empezaba el otoño, bebíamos los dos porque allí el frío entumecía hasta los huesos; pero aquella noche bebió ella sola. ¡Ojalá hubiera bebido yo también!"

Un rebullir de curiosidad conmovió esta vez no solo al público, sino a los jurados y al Fiscal mismo. El Presidente esbozó para contenerlo un nuevo ademán hacia la campanilla, y el viejecillo, después de pasarse la sarmentosa mano por la frente cual si quisiera sujetar la memoria, prosiguió:

"_He firmado todas las declaraciones porque sí, porque me decían que de no mentir me llevarían al patíbulo, y morir a mano del verdugo me daba miedo. Pero ya que el señor Fiscal es tan bueno de pedirme solo treinta años, los cuales, gracias a Dios, no he de vivirlos, prefiero soltar mi secreto como se suelta a una fiera que araña a todas horas la jaula con uñas terribles...

Bebíamos siempre, porque cuando se es muy viejo beber da un poco de olvido de los achaques, y hasta, si la bebida es de primera, algo así como un ratito de juventud... Bueno, iré al grano, señor Presidente ...

La difunta y yo, en cuanto cala el sol, sacábamos la garrafa de anisete y echábamos unas cuantas copitas. Casi a la segunda nos hacía ya efecto, y si alguien hubiera podido quitárnoslo en seguida, tal vez ni lo hubiéramos notado y habríamos sido igualmente felices; pero como estábamos solos, seguíamos bebiendo, bebiendo...

Y nunca reñíamos, no crea... No sé muy bien de lo que hablábamos; el caso es que pasábamos la velada. Nos acosbamos a eso de las doce, y muy temprano nos levantábamos a cuidar de nuestro corral sin que ni ella en sus menesteres ni yo en los míos nos resintiéramos lo más mínimo.

De las copitas de por la noche no se hablaba nunca: era cosa convenida sin palabras...Pero muchas tardes yo le adivinaba en los ojos el mismo deseo mío: que acabara de oscurecer pronto, que llegara la hora de descorchar nuestra garrafita ...

¿Que por qué esa noche no bebí? Yo mismo no lo sé aún. Cosa del diablo, si usted quiere... El caso es que no bebí, y que ella ni reparó en que mientras mi copa estaba aún llena, la suya se vaciaba dos o tres veces... Y se puso a hablar y a reír, y a mí me extrañaban mucho sus maneras, y me preguntaba: ¿Estaremos así todas las noches? Y cuando ella empezó a decir cosas de los años mozos, sentí de pronto una idea maldita, la de aprovecharme para sonsacarla sobre una cosa que siempre me había mortificado sin motivo aparente: una de esas sospechas que ni siquiera nos atrevemos a pensar del todo, un poco por vergüenza de nuestra ruindad de tenerlas y otro poco por temor de haber desoído un presentimiento...

¡Nos habíamos querido tanto! Treinta años juntos por la vida, señor. Desde una tarde de primavera en que ella llevaba sobre el corpiño un ramito de alhelíes, hasta aquella noche en que mis manos, que tanto la habían acariciado, se agarrotaron sobre su cuello."

A esta palabra siguió un suspiro; el Presidente volvió a echarle en cara su prolijidad, aunque sin la acritud de antes.

Sobre las paredes rojas del salón tenían todos los bustos inclinados hacia el anciano la misma expresión de interés.

Como si en la cordialidad de aquel silencio hallase el viejecito punto de apoyo, volvió a hablar. Sus ojos, casi cerrados, parecían mirar hacia el recuerdo la escena cuyo secreto iba a descubrirnos.

"_Para que se comprenda bien la cosa _continuó_, he de decir aún otra vez que nos habíamos querido con un cariño que hasta los cuarenta años tuvo esa intranquilidad propia del cariño de novios. Desde nuestra retirada al campo solo quedaba de ese amor el rescoldo; pero un rescoldo vivo, que hubiera sido llama sin la imposibilidad de nuestra vejez. No quiero cansarles diciendo cómo empezamos a beber. Tuvimos reveses de fortuna, alifafes que en vano nos quisimos ocultar uno a otro ... y aquella noche, cuando ella se me adelantó a tomar la primera copa y empezó a hablar con tono picaresco y voluble, se me metió en la cabeza la idea maldita que he dicho antes. Yo mismo le llenaba la copa, y cuando tuvo vaciadas muchas, haciéndome también el alegre le empecé a preguntar sobre el único punto oscuro de nuestra vida.

_¿Te acuerdas de aquel oficial que se alojó unos días en casa, hace mucho tiempo? Soñé anoche con él.

_¡Vaya si me acuerdo! _me respondió guiñando los ojos...

   _Era guapo, ¿verdad?

   _Sí, muy guapo; pero trapalón e informal.

   _ Bah, manías tuyas.

   _Cuando yo te lo digo...

   _¿Y cómo lo sabes tú?

   _Porque lo sé.

   _Será porque te galanteó los primeros días y se arrepintió luego, al conocerme mejor. Puedes decírmelo, que agua pasada... ya nuestros años... _Ella hizo, para callar, uno de esos esfuerzos que nosotros los hombres hacemos a veces para mantenernos derechos cuando la borrachera amenaza torcernos; pero no pudo, y siguió hablando ...

Cada palabra iba a clavárseme en el corazón... ¡Si la hubiesen ustedes oído!... La mujer más lerda puede engañar al hombre más listo, señores... Yo, en mi sospechar, jamás habría sospechado tanto ... Poco a poco me lo fue diciendo; casi no la tuve que instar, y solo al fin, por la impaciencia de saber antes, la interrumpí con exigencias... ¿Por qué tendremos esa impaciencia estúpida para conocer nuestras propias desdichas?.. Aún me parece escuchar su voz:

_Él bajaba de su cuarto todas las mañanas en cuanto tú te ibas _me dijo_, y empezaba a contarme cosas... A mí me divertía con su charla, y como nunca se tomaba la menor libertad, llegué a no desconfiar... Una vez me tocó ligeramente un brazo; pero debió ser sin querer, pues ni siquiera pestañeó al yo retirarlo vivamente. Y así pasaron varios días.

Yo me ponía impaciente en cuanto tú tardabas en irte, porque me quitabas un rato de hablar con él... Desde lo del brazo tenía unas ganas locas de saber si había sido a propósito... Y, además, dos noches seguidas soñé con él, y al verlo no podía apartar de la imaginación mi sueño, que me mortificaba y me complacía a la vez. La idea de llegar a ser mala me seguía pareciendo imposible... En los sueños no manda una _me decía_; pero de pensar y repensar en ello llegué a familiarizarme con la posibilidad, y hasta a sentir, sin darme bien cuenta, la curiosidad de conocer una sola vez en la vida el gusto del pecado. Y no creas que por eso te quería menos, no; pero no me hagas hablar... Déjame...

_Sigue, sigue... Si no me enfado, boba; ¿ves como me río? Toma aún otra copita. _Y ella siguió, sin reparar en que mi risa era una mueca y en que mis manos se iban crispando:

_Una tarde _estaba muy nublado y el aire pesaba mucho, dijo_ yo andaba nerviosa sin saber por qué, excitada; no podía estarme quieta... Tú te fuiste, y él, al bajar, no sé si me lo conoció; pero, sin casi hablarme, sonriendo, se acercó a y me besó en la boca: era mi mismo sueño de dos noches.

  _Sigue, acaba... No calles así... ¿Crees aún que me incomodo?.. No seas nena... ¡Quiero saber el fin!

Tal vez ni esto era necesario, pues no habría podido callar ya.

_Al sentir el beso, la voluntad de resistir, de recordarme, fue poco a poco empequeñeciéndose... Al oírselo decir, yo no veía su rostro arrugado ni sus ojuelos lacrimosos: veía el rostro lindo de aquella tarde maldita, de la cual también yo me acordaba; veía la cara que yo quise tanto, y sobre ella, en un gesto casi burlón, de triunfo, el rostro mofletudo del militar... y como si por verla así recobrase a mi vez el vigor "de la juventud, mis manos, que ya casi de nada me servían, se ciñeron a su garganta y apretaron violentamente, furiosamente, hasta que la sentí mustiarse y caer... Solo al verla tendida en el suelo la volví a ver vieja... ¡Estaba espantosa!"

Un silencio patético tembló durante un momento en la sala. Para sacudir tal emoción, poco digna de la Justicia según el Presidente, este preguntó al reo:

_Y si no bebió, ¿cómo lo hallaron borracho los primeros que entraron en la casa?

"_Porque bebí después, al encontrarme por primera vez solo con ella... ¡y ya sin ella!'" Bebí hasta la última gota de la garrafa, hasta perder casi el sentido... Como querría beber ahora y siempre, señores ... Ustedes no pueden figurarse lo horrible que es sentirse sereno cuando se bebe, y sentirse borracho, borracho de sangre, cuando no se ha bebido nada."

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Los ojos

   Ahora que ya está todo concluido   y a la carta; ahora que el fallo injusto del jurado ha puesto entre la sociedad y yo una barrera de treinta años que mi escasa salud no me consentirá saltar, quiero darte a ti, que aun en los días envenenados inmediatos al crimen tuviste palabras de piedad y me exhortaste a decir algo en mi defensa, la razón de aquel obstinado mutismo. Si me has visto seguir los debates con resignación; si oíste al defensor rogarme en vano que le diera un apoyo, siquiera débil, para añadirlo a mis buenos antecedentes y cimentar su alegato, no lo tomes por desvío o embrutecimiento. Precisamente cuando él insinuaba la posibilidad de algún disturbio cerebral, yo sentía encenderse mi cordura una luz y, después de alumbrar todas las posibilidades, decirme cuán estériles serían mi disculpa, mis motivos, que solo podrían ofrecer, sin mancharse de mentira, causas fugitivas e incorpóreas a quienes para disponer de mí tenían el argumento irrecusable de los hechos.

¿No asesiné? Sí. ¿No está manifiesta la alevosía del asesinato? Sí. Bajo el móvil oscuro del crimen, ¿no aparece claro que no recibí de ella ni ofensa ni siquiera excitación alguna?

También. Por eso, cuando habló el fiscal de sadismo y de otras sandeces, viste en mis labios aquella sonrisa de impotencia interpretada por todos como una confesión, y sin embargo...

Hoy que, después de un año de presidio, vencido por las privaciones, domado por las labores manuales, siento la indiferencia pública cerrarse como la puerta de otra cárcel espiritual sobre el recuerdo de "mi caso", me obsesiona la necesidad de explicar este "sin embargo". Y para no decirlo a ninguno de estos seres desventurados o perversos que conviven conmigo, pongo tu nombre al principio de este papel, y escribo esta carta que acaso no me decida a enviarte nunca.

   ¡Cuán absurda debe parecer esta historia a esa infinidad de hombres vulgares y felices a quienes el Misterio no ha elegido para ahincar en ellos su garra! Para no añadir obstáculos a la casi imposibilidad de explicación, he de proceder con método y remontar el curso de mi vida hasta la niñez. Tú, que te sentaste conmigo en los bancos del Instituto, creerás conocerla tan bien como yo; mas siempre hay en las vidas rincones ocultos no revelados ni aun a los más próximos. Así, te extrañará saber que el día de nuestro examen de Retórica _¿te acuerdas?_, cuando me dio aquel desmayo que muchos compañeros juzgaron marrullería o ganas de apiadar a los profesores, vi por primera vez los ojos que habían de perderme.

Los vi claramente, no sé si dentro o fuera de mí, destacar del fondo de una cara de facciones indeterminadas las pupilas grises, los iris muy negros y la esclerótica de color pajizo.

Aquello duró solo un segundo; pero la mirada fue tan intensa, que durante muchos días quedó grabada en mi sensibilidad. Y las dos o tres veces que quise decir a mis padres y a algunos amigos, a ti mismo, algo de la alucinación, una voluntad más fuerte que mi ansia paralizó mi boca.

    El examen fue el 4 de junio del 82, a mediodía; me acordaré siempre. Y mi emoción, al resolverse en congoja, hizo posponer el último ejercicio para dos días después. Tuve notas brillantes, y mi pobre padre me compró en premio el reloj tan deseado desde hacía tiempo; pero ni el regalo ni las felicitaciones lograron adormecer la inquietud de volver a ver aquellos ojos. Y esa inquietud fue poco a poco transformándose en terror. Toda puerta, toda ventana, todo sitio por donde pudieran entrar, me causaba zozobra; y a veces, en medio de una conversación, mi interés se apartaba de las palabras para seguir en el aire algo invisible, algo deseoso de plasmarse, de tender hacia mí las curvas flechas de las pestañas, el círculo gris, el puntito negro chispeante y la pajiza almendra con su brillo de concha marina ...

Esta tortura duró muchos días, casi hasta el otoño. Mi vida era entonces de ejercicios al aire libre, de nutrición sana; y a pesar de eso languidecía. Los médicos, después de auscultarme y de hacerme preguntas difíciles, decían a mis padres: "No tiene nada ... tal vez crece mucho, y eso es todo... Que no le aprieten demasiado al empezar el curso", y como yo no podía decirles que aquello era obra de los ojos malditos, tomaba los reconstituyentes para no contrariar a mamá, y procuraba aturdirme con los hechos, interesarme por todas las cosas, esperando hallar en cada suceso la medicina única: el olvido.

Y casi olvidé ... ¿Qué no puede olvidarse a los catorce años? Pasaron diez, cursé en la Escuela de Arquitectura, y los estudios, las ilusiones y la pubertad fueron retoños tan fragantes que más de una vez pensé en la antigua alucinación, y un mohín de mofa separó mis labios.

    A pesar de eso, un día me sorprendí al recordar tan bien aquellos ojos, y otro hube de realizar dolorosos esfuerzos para no pintarlos en un dibujo cuyo modelo me parecía mucho menos vivo que mi visión interna. Entonces comprendí que debajo de las floraciones primaverales guardaba el tronco la carcoma; que los ojos terribles no estaban muertos, sino ausentes, y que un día u otro se me volverían a aparecer.

Esta sensación de terror se agudizó y duró varios días, durante los cuales las alternativas me daban la impresión de que los ojos estaban como indecisos entre mirar me o no ... Luego comenzaron a alejarse.

No es que desaparecieran de mi memoria, sino que al pensar en ellos los veía muy lejanos, igual que durante los diez años últimos, como a través de unos gemelos poderosos usados al revés. Esta anormalidad no modificaba ni mi vida de relación ni mis estudios. Salí de la escuela con el número cinco, me independicé, conocí a mi mujer, nos casamos ...

Mi existencia era activa y fructífera. Sano de cuerpo y de espíritu, triunfaba de las envidias profesionales, y a cada esfuerzo sucedía la recompensa. Hasta el no tener hijos, el carácter frívolo de mi mujer y la holgura económica contribuían a procurarme la paz necesaria a mis labores. Tú has conocido mi casa, mis obras, y comprenderás cuán poco quejoso debía estar yo de eso que llaman suerte. Sin tener nada de ogro, al contrario, gustábame ponerme a cubierto, siquiera un rato cada día, de la turbamulta social, y ahora te confieso que no era por empaque de hombre de estudio, sino por necesidad del recogimiento preciso para pensar en los ojos terribles...

Porque desde el temor de la segunda aparición ni un solo día pude pasar sin dedicarles un rato; rato tan desagradable, tan imperativo e imprescindible a mi espíritu como algunas funciones fisiológicas al cuerpo. ¿No recuerdas haberme visto muchas veces, al sonar las cuatro, despedirme con celeridad, pretextando una ocupación que jamás confesaba ni retrasaba? Acaso también tú me atribuiste alguna aventura, confiésalo.

Era que mi espíritu, habituado al método riguroso de las matemáticas, llegó a regular la irregularidad que lo minaba. A las cuatro, estuviera donde estuviera, recogía los puentes levadizos que me unían a la realidad, me aislaba en mí mismo, y me ponía a pensar en los ojos con toda mi alma. Este doloroso tributo, oculto para todos, no entorpecía en lo más mínimo mi inteligencia ni quebrantaba mi salud: ya sabes que hasta la misma mañana del crimen hice mi gimnasia y trabajé con perfecta lucidez, y que he combatido victoriosamente las insinuaciones piadosas del defensor, obstinado, igual que todos, en atribuir a falta de razón los actos cuya razón desconocen. Una existencia perfecta de equilibrio en cada día de la cual hubiera un instante de vesania y de horror: esa era la mía.

Los meses pasaban sin aportarme ningún consuelo. A veces preocupábame la idea de sufrir una manía pueril o el comienzo de la locura; mas la regularidad de mis trabajos, mi bienestar físico y la imposibilidad de hablar o insinuar siquiera algo de aquello me convencieron de que los ojos eran reales y de que estaban ligados a mi vida por un hilo invisible, elástico, fortísimo, que sólo la Muerte podría cortar con su segur...

Una tarde, de vuelta de reconocer un edificio ruinoso, volví a tener la impresión tremenda de que los ojos se acercaban. Habían pasado siete años desde la última sensación semejante, y, sin embargo, reconocí en seguida la misma clase de inquietud, de dolor. Los ojos se acercaron lentamente durante muchos días, hasta que un domingo tuve la certeza de tenerlos ya próximos y de poder de un momento a otro encontrármelos, verlos objetivamente, como los había visto tantas veces dentro de mí desde el día del examen de Retórica.

Y al fin los vi; los vi no solo un instante y en el aislamiento excitado favorable a las quimeras, sino largo rato y en medio de la calle.

Era de tarde, poco después de "su hora", cuando se me aparecieron. Y, como la primera vez, no percibí ni el cuerpo ni las facciones de la cara a que pertenecían.

Súbitamente sentí algo punzarme hasta el fondo de los huesos, y volví la cabeza seguro de ver los iris tenebrosos, las aceradas pupilas, los óvalos vítreos de blancura terrible... Lleno de valor, y para acabar de una vez, fui a su encuentro en lugar de huirle; y durante un rato anduvimos así por entre la gente, hasta que los vi meterse en una travesía solitaria y después en el tercer portal de la derecha. Yo estaba solo, y todo mi valor se volatilizó. Incapaz de volverme atrás, seguí andando, y al pasar frente al zaguán los vi fulgir en la sombra y hube de realizar un esfuerzo enorme para no entrar tras ellos...

El mismo miedo multiplicó mis energías: eché a correr, me mezclé jadeante a la muchedumbre, regresé a casa, y tuve la heroicidad de hablar de cosas pueriles para ocultar mejor mi secreto. Encontré a mi mujer en la cocina, pues acababa de despedir a la criada, y dos veces tuve intención de confesarle todo o al menos de decirle que me encontraba enfermo; mas tampoco pude, y devoré en silencio mi fiebre fria y lúcida. Y en el largo insomnio, asaeteando las tinieblas con la mirada, el mismo temor me hizo desear en vano que los ojos se me volvieran a mostrar... ¡Ah, qué larga noche!

¿Cómo iba a figurarme yo que los tenía tan cerca?.. ¡Tan cerca!

A la mañana siguiente fui a la oficina y estuve trabajando en unos proyectos, aunque sin lograr sacudir el malestar. Al mediodía llegué a casa, entré con mi llave y, ya en el comedor, me senté a leer los periódicos, según costumbre. Mi mujer no tardó en llegar, me dio el beso habitual y se sentó frente a mí. Yo leía algo de teatros y luego la fuga de un banquero; leía tan prodigiosa y absurdamente interesado, que no sentí cuándo sirvieron la sopa y mi mujer hubo de llamarrne la atención:

    _Vaya, vamos a comer... Aquí tienes a la criada nueva. Alcé la cabeza, y debí ponerme muy pálido, porque la vi sobresaltarse y acudir en mi ayuda.

   _¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal?

Denegaba con el ademán y de mis labios no podía salir ni una frase... ¿Has comprendido lo que era? Los ojos terribles estaban allí, vivos, claros, más claros que nunca; pero no en la penumbra de un rostro como otras veces, sino en la cara de la nueva criada. Y, sin concordar con las facciones, con los ademanes, con la sonrisa humilde, me miraban con aquel mirar sólo visible para mí, y reducían, aniquilaban mi voluntad de estar sereno, lo mismo que la llama del soplete vence la resistencia del vidrio.

Yo habría gritado, huido: me fue imposible; dócil al consejo de mi mujer, obstinada en atribuir a debilidad y exceso de trabajo el accidente, empecé a comer clavada la vista en el plato, y ellas dos se pusieron a hablar, a hablar... Yo no oí con el oído, sino con el corazón, aquellas palabras a la vez sencillas y pavorosas.

   _Usted debe ser muy joven, ¿verdad?

   _Sí, señorita. Ya ve usted: nací el 4 de junio del 82.

   _¿A qué hora, a qué hora? _le pregunté, sin contenerme ya.

   _¡Qué cosas tienes! ¿Cómo va a saber eso?

   _A mediodía, señorito Lo sé porque mi madre me lo ha dicho muchas veces. En seguida de nacer me sacaron de aquí, y estuve entre la vida y la muerte. Luego nos fuimos a la Argentina, y hace diez años volvimos y casi estuvimos decididos a venir a vivir aquí; pero a mi padrastro le salió otra buena colocación allá y nos fuimos otra vez.

   _Allí han estado siete años. ¿No es eso?

   _¿Cómo lo sabe usted?

   _Pero ¿tú conoces a esta chica? ¿Por qué estás así?

Y una energía independiente de mi voluntad me hizo erguir, tomar un aspecto tranquilo y decir con acento smcero:

_Tengo idea de haber conocido a su padrastro... ¿Y hace mucho tiempo que llegaron ustedes?

_Ayer. Como estamos solas mamá y yo, y los parientes no tienen habitaciones bastantes y no nos recibieron como pensábamos, pues yo le dije: "Lo que ha de ser después, que sea en seguida". Y busqué casa.

¡Y mientras ella citaba hechos y fechas, yo las cotejaba con rapidez terrible, comprobando el porqué de aquellas alternativas de proximidad y alejamiento, de amenaza y de engañosas esperanzas de liberación, que habían marcado mi vida hasta entonces!

¿Cómo describirte ahora los hechos que se amontonan, que se atropellan? Sin duda, salvo los ojos, todo era bondadoso en la pobre muchacha. Mi mujer le tomó gran apego, y a cada uno de mis pretextos para despedirla supo argumentar, cual si recelase de que yo no podía decirle el verdadero motivo. Desde entonces llevé en mi propia casa una vida de persecución, de tortura. Al abrirme la puerta, al entrar en una habitación, al trasponer un pasillo, los ojos se fijaban en mí, y sus iris de ébano parecían decirme: "¿Creías que no vendríamos a buscarte? Ya estamos aquí; ya no nos iremos nunca más".

Al principio inventé ocupaciones, invitaciones, para escapar; pero al mismo tiempo la fuerza magnética de los ojos me atraía, y concluí, para no separarme de ellos, por hacer en casa hasta muchos trabajos que antes realizaba fuera. Te juro que en esa atracción para nada entraba su cuerpo; apenas recuerdo que era menuda, desgarbada, y que su rostro _como han notado los periódicos con su indelicadeza de siempre_ nada debió tener de seductor. Acaso hubiera en su sonrisa algo de bondad, pero bondad ajena a todo incentivo sensual.

''Yo bien quisiera libertarte y libertarme yo. ¡Tú no sabes cómo son estos ojos!", parecían repetir sin palabras los finos labios que luego vi gruesos y cárdenos... y si, al decir el Fiscal las petulantes insulseces que dijo acerca de las degeneraciones, yo hubiera podido explicar a los jurados la verdad o ponerles ante la vista los ojos funestos y hacer hablar a los propios labios de la muerta, que de seguro me darían las gracias por haberlos librado de la terrible vecindad de aquellas pupilas, ahora estaría libre...

¿Comprendes ya? ¿Debo aún contarte el resto? ¿Cómo describirte aquella vida, aquel constante, en la estrechez de la casa, de los ojos que era imposible dejar de mirar? Lo que pasó habría sucedido mucho antes si en cien ocasiones mi mujer no me hubiera prestado, con solo su presencia, ayuda inconsciente. Mas, al cabo, un día nos encontramos solos y ...

Yo la sentía rebullir en la cocina, y estaba alerta sobre mis planos, pidiendo en una oración de todo mi ser que se quedara allá, y al mismo tiempo con la convicción de que esa plegaria no sería atendida. La espera debió durar mucho rato; no sé ... Fue una de esas horas en que se siente el elemento de eternidad de cada minuto. ¿Por qué extremaban los funestos ojos su crueldad, martirizándome con aquella interminable espera? ¿Ellos mismos no habían dicho, sirviéndose de la boca bondadosa, que lo que había de suceder después era mejor precipitado?

Al fin sentí pasos. Me levanté de un golpe, y en la oscuridad del pasillo mis manos se tendieron con furor homicida hacia los puntos enemigos que fosforecían en la sombra y avanzaban hacia mí, armados también con las armas invencibles de su mirada. ¿Por qué había de ocurrir el encuentro en las tinieblas, donde yo no podía ver su cara, su cuerpo menudo, su cuello fino como un tallo, todo cuanto podía templar mi encono; donde solo los podía ver a ellos? Hubo en esto algo misterioso y fatal.

    Todavía hoy me agita el terrible equívoco de la escena ...

   Yo no sentía nada contra ella, te lo juro, sino solamente contra sus ojos. Si mis dedos atenazaron su garganta fue por un ademán torpe, instintivo. Si en vez de abrir los párpados desmesuradamente y mostrarme las pupilas, el iris estático y el blanco grande y viscoso, los hubiera cerrado, te juro que me habría conformado con esa victoria y que mis manos habrían aflojado generosamente... Pero estaba escrito que los ojos habían de ensañarse en ella y en mí. Ya el cuerpo se desmadejaba inerte, ya en la piel había rigidez y frialdad, y permanecían dilatados, retándome. Y no se cerraron hasta mucho después, cuando todo era inútil.

¡Ah, si en vez de cegarme la cólera yo hubiera envarado los dedos índices como dos lanzas y los hubiera clavado en ellos, solo en ellos!.. ¡Qué gratitud me hubiera guardado para siempre la ciegue cita!

Y eso es todo, amigo... No lo digas a nadie. ¿Para qué ya? Mi mujer ha muerto, dicen que de dolor. ¡La pobre! A su existencia vulgar alcanzó también el maleficio de los ojos diabólicos. Todo se me aparece ya remoto en este aislamiento; la ruda labor, el aire confinado, la media muerte con que la sociedad castiga, los sobrellevo sin irritaciones.

    Cada semana trazo una rayita en mi celda, y ya hay muchas..., aunque bien veo que la pared _imagen de mi vida_ es pequeña para contener las que faltan. Detrás de uno de los patios un naranjo asoma un poco de ramaje, que ya ha verdecido dos veces. Y ahora estoy aguardando con impaciencia sus flores, como si se iluminaran solo para mí... Alguna vez la nostalgia de mi vida rota me sube en marejada al corazón, y lloro, y me desespero, y me mustio; pero en seguida lo inevitable de mi culpa me consuela y, a manera de bálsamo, viene la certidumbre de que ya los ojos no podrán aparecérseme nunca más; de que ya no están ausentes, sino muertos.

Para apagarlos fueron precisas dos vidas y una libertad: tres vidas, en fin; pero se apagaron ...

Te escribo de noche, viendo a través de mi ventanuco un pedazo de cielo salpicado de plata ... Aún me faltan veintiocho años, seis meses, dos días y casi medio, porque deben ser cerca de las doce... ¡Ah, si al menos mañana empezara el naranjo a florecer!

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La quinina 

                                            A José Manuel Carbonell 

     Habían cerrado las ventanas para que el paisaje externo no destruyese el ilusorio, y la familia, agrupada en torno a la mesa, disponíase a saborear el almuerzo hecho al modo de allá.  Los manjares servidos simultáneamente, permitían librarse de la presencia de la criada, que de seguro habría manchado con esa risa burlona propia de la gente ordinaria ante las costumbres ajenas, el hechizo de la fiesta. Y porque aquel día era 20 de mayo, la necesidad cotidiana iba a elevarse a comunión patriótica en uno de esos hogares aventados por el destino lejos de la tierra natural. 
     _!Yo quiero galleticas de plátano! 
     _!Yo, tasajo! 
     _ Echame a mí un tamal. 
     _No, primero el ajiaco. !Silencio! 
     La gula de los pequeños era alegre; pero el vaho de las viandas estimulaba en los mayores más la fantasía que el apetito. De tiempo en tiempo los tenedores quedaban indecisos sobre las frituras o sobre los pedazos de boniatos, cuyas venas azules hacían pensar en un mármol jugoso.  Casi todos los chicos habían nacido fuera de la patria y no habían podido conocerla aún, a causa de los obstáculos económicos.   Los padres procuraban recompensarlos con libros y conversaciones; más siempre quedaban zonas oscuras imposibles de penetrar.  Hacia el final de la comida, cuando la pasta de guayaba y el queso blanco bajaron del aparador al mantel, uno de los pequeños tuvo el recuerdo súbito, de una frase de sentido equívoco, leído en un periódico de la Habana, y preguntó: 
     _¿Qué quiere decir '"Ese mandó quinina", papá? 
     _Quiere decir...igual que tantas frases, casi lo contrario de lo que expresa.  Donde tú la leíste será, casi de seguro, un sarcasmo, un insulto.  Y, sin embargo...,yo conozco una historia de quinina, que nunca, por pudor, he de descubrir a nadie, a pesar de haber sido muchas veces tentado a ello por la jactancia de tantos usureros de la patria.  Voy a contarla a vosotros y así sabreís lo que "mandar quinina" quiere decir. 
     Empequeñecióse la mesa al inclinarse los bustos en un círculo de atención, y el padre habló así: 
     _Cuando en 1895 estalló la guerra liberadora, yo vivía en Santiago de Cuba y tendría poco más de once años.  Mi casa era una casa de confluencia, como hubo tantas; padre español, militar; madre cubana, nacida en Baracoa, y criada en Sagua de Tánamo, es decir, cubana reyoya.  El grito de Baire resonó de modo bien distinto no sólo para los dos grandes elementos opuestos en la isla, sino en el seno de muchos hogares.  En el mío fueron primero cuchicheos, sombras de preocupaciones,; pero, sin duda, la argamasa de cariño era muy recia, porque nada se resquebrajó en él.  Toda la famila de mi madre debía simpatizar con la causa separatista, y toda quería y respetaba a mi padre, cuyo sentido liberal de hombre de estudios y de viajes era doblemente raro en su posición de patriota y en su profesión de militar.  Yo no he sabido hasta mucho después por qué, en tono bondadoso, solían llamarle don Capdevila _Capdevila fue un oficial español de heroica honradez, que defendió a los estudiantes fusilados ignominiosamente en 1871: siempre que salíamos con mi padre y paseábamos por la calle de San Tadeo, cerca del Parque de Artillería, se detenía para enseñarnos la casa en donde él vivió_; pero el caso es que con una deferencia rara cuando fermentan las pasiones, ni una alusión a la guerra se hacía en su presencia.  Recuerdo que mi casa, una casita baja con su techa de viguetía donde anidaban pájaros, y su patio, donde un flamboyán inmenso ponía la sombra encendida de sus flores sobre una malanga de gigantescas hojas y savia picante, me parecía un oasis. 
     Todo rumor de la contienda me llegaba de fuera.  En esa edad en que hasta los acontecimientos adversos, si vienen a romper el paso monótono de los días, parecen sucesos venturosos, susurros, noticias, esperanzas, temores, exacerbaban casi a diario la curiosidad de los niños. Y en tanto que los mayores aplicaban trabajosa prudencia al disimulo, los muchachos, en plena calle, jugábamos a españoles y mambises, haciendo con piedra y palos simulación de lo que, con fuego y con sangre, hacían en la manigua.  Por nuestras bocas inocentes pasaban las noticias con temblor de pasión. 'En Ramón de las Yaguas ha habido un cambate!' '!Lo ganamos nosotros!' ; '!Mentira, tuvisteís que chaquetear y meteros en el cementerio!.." 'Sziwikoski huyó...'' Santolices es un valiente..' 'Más lo es Maceo." Y pescosones y chirlos sellaban las opiniones en aquellos desmontes del Pozo del Rey, donde las batallas conocidas por nosotros tenían minúscula copia.  Al llegar a mi casa, mi hermana mayor, mayor que yo cuatro años, me arreglaba las ropas o me curaba los golpes, diciéndome: "Dí que reñiste por un libro." Yo asentía sin darme cabal cuenta de aquella complicidad delicada.  Y en las amonestaciones paternales, los dos convenían en exhortarme a no reñir, y en no inquirir nunca los motivos de tan continuadas pendencias. 
     Una tarde, junto a la confitería La Nuriola, un muchacho llamado Satién, me dijo a gritos, con un gesto confidencial: 
     _Tu tío se ha ido al monte desde Gibara. 
     Ya se sabía lo que era "irse al monte". Ahora pienso que si los gobernantes españoles hubieran querido averiguar el misterio de muchas casas, mejor que dar oído a delaciones y sospechas, habrían hecho fijándose en los juegos de los muchachos.  La noticia fue para mí como un secreto pesado y doloroso.  Aquel tío tan delgado, tan pálido, de continuo vestido de negro, que usaba pañuelos de seda, barbita en punta y un absurdo sombrero de copa, !se había ido a la guerra!  Siempre me había parecido el tío Alvaro un ser misterioso.  Yo me lo imaginaba en la manigua con un gran machete y siempre con su chistera inverosímil.  ¿Lo sabían ya ellos?¿Qué diría mi padre? ¿Y mi madre, que hablaba de él como de un ser débil, indefenso, por quien ella tuviera obligación de velar? Fui a casa de unos parientes y, del mismo modo que Satién, solté la nueva: 
     _El tío Alvaro se ha ido con los mambises, tía Leonor. 
     _Usted lo que debe hacer es callarse, muchacito, y no meterse en cosas de grandes. 
     El sofión casi me advirtió que la noticia era conocida de todos, y no me atreví a renovar en mi casa la prueba.  No, no debían de saberlo.  Aquel día precisamente, mi padre y mi madre tenían sobre sus caras cierta serenidad dulce, que casi les daba un parecido.  Ahora pienso que debió ser antes, un día que me dijo con sigilo mi hermana: ' Vete a la calle y no vuelvas hasta la hora de la comida', cuando la noticia ahondase en ella las ojeras y tendiese en él, sobre el rostro blanquísimo, una sombra. 
     Pasaron los días, los meses. Alternativas diversas conmovieron la ciudad.  En mi casa esas peripecias apenas se marcaban en silencios y en sonrisas difícilmente perceptibles.  Una discreción, no de las palabras, sino de las almas, debía aliarse con el cariño para lubricar los pasos peligrosos.  Tengo hoy la certeza de que mi madre estaba por completo junto a los que en el campo combatían, y que mi padre, aún comprendiendo la justicia de la causa cubana, estaba junto a sus compatriotas por ese instinto superior a nuestra razón, que nos dicta tantas acciones.  Cierta noche _recuerdo hasta el color del cielo, hasta el olor del aire_ mi madre me llamó aparte y me dijo: 
     _Mira, ya pronto vas a ser un hombre y, como las circunstancias obligan, tengo que contar contigo para una cosa, para un secreto.  Se trata de tu tío Alvaro, que está enfermo en el campo y me ha escrito...Me pide quinina y un cubierto.  Hay que dejárselo en una tienda de Dos Caminos del Cobre, a nombre de un tal Miguel, que irá a recogerlo.  Allí saben...Por causa que cuando seas mayor sabrás, esta es la única cosa que voy a ocultarle a tu padre en mi vida...Es un deber mío no dejar morir a mi hermano, y también es un deber no comprometer a nadie por él...Si a ti te cogieran, dirías la verdad, yo la diría también y.. Como eres un niño, y al fin y al cabo no se trata de...Pero no creo que te cojan. Tú eres listo..¿Te atreverás? 
     Mis ojos chispeantes debieron respnder antes que mis labios.  A la mañana siguiente fui a la botica de un señor italiano llamado Dotta y me entregó cuatro frasquitos amarillos llenos de tableticas blancas.  De allí marché a la ferretería El Candado y compré un cubierto.  Recuerdo que me dieron a escoger, y que, sin duda, por destinarse a un guerrero, elegí uno de largo cuchillo puntiagudo.  Orgulloso de haber realizado la primera parte de la aventura, fui a mi casa y, entrando por el traspatio, entregué a mi madre el paquete.  La carta de mi tío debía marcar día fijo para la entrega, pues mi madre me hizo esperar, y hasta pasada casi una semana, no me dió las intrucciones finales.  Para preparar el paso, desde cuatro días antes, ya a pie y con otros amigos, ya en el caballo de un pariente oficial de la Gurdia civil, de apellido Alcolado, iba yo hasta cerca de Dos Caminos.  Había que cruzar junto al cementerio y esto era lo único grave para mí, hasta de día. Jamás ningún soldado me detuvo ni me preguntó nada; los muertos que dormían tras la puerta de piedra, me turbaban más que todos los ejércitos del mundo.  En el viaje de ida nada falló.  Al llegar a la tienda el hombre me hizo pasar a un colgadizo interior y abrir el paquete. 
     _Es para saber lo que hay y evitar luego reclamaciones_explicó. 
     El bulto, cuidadosamente comprimido, encerraba la quinina, sin frascos, y el cubierto, pero faltaba el cuchillo.  Yo mostré mi sorpresa y el guajiro masculló: "¿Ve usté, niño?" Y salimos de la trastienda porque una mulata solicitaba un real de luz brillante.  Creyendo que aún quería el hombre algo más, esperé y cuando él se dió cuenta y me dijo "puedes irte", empezaba uno de esos crepúsculos breves de nuestra zona, en que las tinieblas caen sobre el sol.  Monté a caballo y al instante me acordé del cementerio.  Yo no conocía otro camino; era, pues, preciso pasar junto a la puerta terrible.  Un rato antes de llegar canté para enardecerme y cuando entre la mezcla azulosa de día y de noche surgieron las blancas tumbas, el caballo, tal vez contagiado de mi terror, empezó a temblar y a encabritarse.  Fue un miedo loco, tan grande por lo menos como el que habrán tenido que dominar cien héroes.  Agarroté los pies debajo de la cincha, me abracé al cuello del bruto soltando las riendas y, en un galope frenético en el que nuestros sudores se juntaron, cerrados los ojos, cerrada el alma, salté barrancos y crucé breñales...Los muertos no pudieron cogerme, pero llegué a mi casa ensangrentado.  El susto de mi madre fue tal, que apenas prestó oído a mis explicaciones acerca del cumplimiento del encargo.  Dudo que ninguno de los sacrificios que, de ser hombre hubiese hecho por la independencia de mi tierra, me hubiera sido más penoso que aquel pavor.  
     Años después, en un viaje, mi madre, vieja ya, sacó de entre sus reliquias un envoltorio y me lo entregó. 
     _¿Reconoces esto?_me dijo. 
     Casi antes de abrirlo, sólo con el tacto, reconocí el cuchillo que en un azar misterioso se separó del paquete que yo llevé a la tiendecita de Dos Caminos del Cobre.  Junto a la empuñadura un papel mostraba aún varias líneas escritas con lápiz.  Era la letra primorosa y generosa de mi padre, pero con un temblor que nunca le había visto. Y esas líneas decían: 'He dejado que fuera lo demás por ser para tu hermano...Pero el cuchillo, no; es casi un arma...Perdóname.' Los rasgos trémulos de la escritura nos hablaban aún de su delicadeza infinita cuando la mano que los trazó hacía mucho tiempo ya que estaba agarrotada e inmóvil sobre el pecho, bajo la tierra. 
     Hoy durmen los dos, juntos, en aquel mismo cementerio, cerca del camino que yo pasé aterrorizado. !Ah, ahora no tendría miedo! Ahora _disculpadme, hijos míos_, en vez de huir, entraría por la puerta de piedra, buscaría la tumba, y me acostaría a descansar a su lado, para siempre." 

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ESOÉ_        Desde  muy joven tengo canas. Fueron de miedo: así como lo oye usted: de miedo. ¡El miedo no sólo puede acometerle a uno en la sombra y ante lo desconocido, sino a plena luz y en medio de gente! Puesto que me abre usted unos ojos que parecen dudar de que a mí, el hombre-cifra, hombre-método, pueda haberme ocurrido extraordinario, se lo contaré.

    Y sacando de la cartera dos papeles, los extendió sobre la mesa y los miró con las pupilas nubladas un instante, antes de proseguir:

    _No he perdido estos dos papeles ni creo que los perderé nunca. ¿Ve usted?: Este es el boletín de entrada al Club, y como este otro, que parece una hoja de carbón doblada junto con la hoja blanca por alguna mecanógrafa distraída, tenía yo el pelo entonces  negro, lustroso. Lea el boletín: primero, el número; luego, Diamant  Club van Aniwerpen, Naamlooze Maatschpij_Société Anonyme; después, el precio de entrada; antes eran tres francos; ahora es más: mire el cinco sobrepuesto con un sello de goma. Esta señal quiere decir que sólo es valedero por un día: el de la fecha, puesta al margen; y aquí, en líneas paralelas escritas una en flamenco y otra en francés, la advertencia de que es intransferible y de que la Dirección del Club puede retirarlo sin necesidad de justificaciones. Igual que éste hay otro en Amsterdam; y precisamente íbamos a salir de Amberes para Holanda cuando... Pero dispense; comprendo que me embrollo, y que sin un poco de orden, partiendo desde el principio, no podrá entenderme. Vamos a ver...

     Se pasó la ancha diestra por la frente para sofrenar los recuerdos; cerró el estuche donde, reproducidos en cristal los grandes brillantes del mundo, desde el multifacetado Gran Mongol y los dos Kok I Noors, hasta el azul y el plano del Sha, hacían pensar filosóficamente en la inutilidad de tantas ambiciones; puso una copa sobre el boletín que acababa de deletrearme y desplegó la hoja traslúcida dentro de la cual, en dobleces semejantes a los que hacen los farmacéuticos para envolver los polvos, el papel negro que yo creí al principio de calco brillaba con charolado tenue.

      Luego prosiguió:

   Yo había llegado dos días antes con Manuel, el hijo del dueño de la joyería. Era el primer viaje que iba a hacer _su padre estaba baldado por el reuma, _ y como no se atrevieron a dejarle solo, me enviaron a mí a acompañarle. Ya lo conoce usted hoy, ¿verdad? Criado en ese medio, un poco igual en todas partes, de cigarros egipcios, música rota por los negros del jazz y mujeres de caras lívidas y ojos y pelo casi artificiales, era el tipo perfecto del señorito. Yo, modesto empleado de confianza que entró de muchacho a barrer la tienda y había llegado sin una mala nota a primer dependiente, iba en calidad de perro de dos pies, con el único objeto de contenerlo un poco. Pero apenas dejamos a su familia en el andén, empezó a tratarme como a un mueble vivo y a divertirse a costa de mi mal disimulado estupor ante la diversidad que el mundo adquiría de pronto ante mi vista, hecha a contemplar siempre la misma ciudad, la misma calle, la misma alcoba de sotabanco, el mismo despacho bajo de techo situado en el piso alto de la joyería... Ahora creo que si no me dijo nada de mi traje de sastre de portal ni de mis escandalosos bigotes de mosquetero, fue por desprecio; mas apenas traspusimos la frontera, se me antojó que yo llevaba mi pasaporte de hortera exhibido a la vista de los menos observadores.

     Mi deseo de extasiarme ante todas las cosas y mi prudencia de contenerme debían darme una rigidez calamitosa. En París creí perder la cabeza. Me llevó a un restaurante de noche y pasé la vergüenza más grande de mi vida: el casto José hubiera parecido junto a mí un libertino. Al día siguiente salimos para Bruselas y para Amberes, a donde llegamos la misma tarde. No había nada que hacer y me llevó a ver el puerto.

    Por la noche, fumando su pipa de tabaco amarillo en el hall del Hotel Terminus, estábamos aburriéndonos juntos, cuando una mujercita, asomándose de pronto por entre un abrigo de pieles, le saludó. Debían de ser muy amigos, porque se dieron la mano, las manos, y empezaron en seguida a beber juntos. Como yo no logré contener un bostezo, él se apresuró a decirme:

     _Puede irse a acostar, si quiere.

   Me fui. Nuestras habitaciones estaban separadas por una puerta que se abría desde la suya. Al subir la escalera se cruzó conmigo una mujer que ya me había estado mirando, hasta azorarme, durante la comida. Era rubia, corpulenta, y tan pronto me parecía joven como anciana. Y al pasar dijo algo de lo que únicamente pude entender dos palabras: petit y espagnol. Dormí bien y a la mañana siguiente fuimos con un corredor amigo al Club...

     Era una sala vasta con grandes mesas bajo lucernas, por donde entraba una luz vivísima de día concentrado. Aquí y allá, grupos de hombres hablaban y gesticulaban en torno a papeles iguales a éste, sobre cuya negrura o cuya blancura centelleaban las piedras... Mis ojos y mis oídos se aclimataron en seguida; yo había visto brillantes desde niño, y cada nombre, cada indicación, suscitaba en mí un recuerdo concreto, sin dejar, empero, de aturdirme.

    _¡Ocho, ocho!... ¡Dos gramos!... ¡Roca del Brasil!... ¡Golconda!... ¡Tres facetas!...¡Rositas!... ¡Blanco-azul¡ ¡Veinte!.. ¡Morenos! ¡Primera mina!.. ¡Beers!... ¡Kimberley!..            .

     Cien voces solicitaban a la vez. Era igual que la Bolsa; pero en la Bolsa no se ven los valores, y allí sí. Bajo la sagacidad de los hombres, atentos a justipreciar, los innumerables destellos se cruzaban con las miradas. A las pupilas ictéricas respondían los reflejos amarillentos; a los ojos de nacarado añil, el centellear azulado. Había en aquel salón infinidad de millones

     Hombres casi tan mal vestidos como yo sacaban de todos los bolsillos carpetas de cuero sujetas con gomas, llenas de envoltorios igual a éste; y cada vez que se desdoblaban, sobre el pedacito de noche del papel estrellas de un fulgor transparente cintilaban en constelaciones maravillosas. Junto a nosotros desfilaban vendedores y compradores: los flamencos, rubios, grasientos; los judíos cetrinos, de pelo hirsuto; el mestizo de indio y de europeo que proponía retallar piedras defectuosas. A las ofertas de brillantes menudos, mi compañero denegaba: «Chispas, no». Todo cuanto fuera inferior a tres quilates era inútil... Quería piezas grandes...

    Llegó un viejo que traía sólo tres carpetas. Al abrirlas todos los brillantes cercanos empalidecieron. En una de ellas siete inmensas gotas de agua petrificada irradiaban esplendor de aurora. Eran magníficas. «¿A cuánto el quílate? » «A dos mil quiníentos; precio último...» «Bueno, siempre sería a mil doscientos, llevando el lote.. A ver la lupa ... No, ni un carn, ni una picadura, ni una mancha, ni una faceta rota: pertectos.» La más pequeña marcaba en el calibrador seis quilates. Las pesamos: cuarenta; sesenta y cinco mil florines entre todas; el florín es la moneda internacional de los diamantistas. Una fortuna. Y Manuel cerró el trato con displicencia.

      Salimos del Club, y al verle guardar sin precauciones especiales las dos carteras, no pude contenerme.

     _Tenga cuidado _ le dije. _ Abróchese siquiera el botón del bolsillo o préndase un imperdible. Aquí, en la solapa, tengo yo uno.

      _¡Bah! _ respondió.

   Yo, que llevaba asegurados con un alfiler los dos o tres únicos billetes de cien pesetas por recomendación de mi madre, recordé sus últimas palabras al besarrne: eran consejos también: «No hables con desconocidos; huye de las mujeres; reza todas las noches, hijo mío...Ignoro si Manuel rezaba al acostarse; no lo creo; pero, en cuanto a las otras dos indicaciones, no era posible apartarse más de ellas. Comimos en un restaurante aturdidor, frente a una de las grandes esclusas; pasamos la tarde en el jardín de aclimatación, y visitamos el acuárium. Cada coletazo de los peces al arrancar chispas del agua me recordaba los guardados brillantes. Al fin regresamos al hotel, ya de noche. En la entrada estaba la muchacha de la noche anterior, asomada a su abrigo de pieles, y en seguida se apoderó de Manuel. La mesa junto a la cual se sentaron no tardó en llenarse vasitos con restos de siropes ardientes y de sedosas colillas de «abdulhas».

     De repente, tras un cuchicheo entre los dos, él me preguntó:

     _¿Qué, cenamos? Lo mejor sería ir fuera.

     _Es que... No tengo ganas.

     _¿También está usted cansado hoy?

     _Sí, mucho.

     Me llamó aparte entonces y, dándome las envolturas de papel que contenían el tesoro, me ordenó con un tono mitad seco mitad frívolo, contra el que no me fue posible argüir:

    _Entonces tome esto y espere en el cuarto. Vengo pronto.

   Subí la escalera sintiendo que me zígzagueaban los huesos de los muslos. Al abrir la puerta de la habitación noté que se entreabría la de al lado y que una cara, la cara de la mujer corpulenta y no sé si joven o anciana, que la noche antes me dirigió palabras ininteligibles, me lanzaba por entre el betún de los ojos una mirada turbia. Cerré por dentro con doble vuelta de llave, encendí todas las luces, saqué las carpetas y tacteé las piedras sin atreverme a desenvolverlas, temeroso de que sus luces traspasaran los muros. Puerilmente las coloqué en lo más hondo de mi baúl, entre los acanalados pliegues de una camiseta, y para no dormirme, cogí del cuarto de Manuel un periódico, Le Neptune _ aún me acuerdo, _ y me puse a tartamudear cosas que no entendía. Hasta eso de la una todo fue bien; a partir de allí comencé a impacientarme... «¡A eso le llamaba Manuel venir temprano!...»

     De pronto, ¿fue ilusión?, unos golpecitos tenues, cautelosos, sonaron en la pared.  Me levanté de un salto, abrí trémulo la gaveta de la mesa de noche, saqué el revólver  y me puse en acecho. Mientras escuchaba con toda el alma puesta en los oídos, ideas  y recuerdos se golpeaban en mi imaginación: recuerdos de engaños, de robos, de  hombres narcotizados o asesinados, de joyas desaparecidas para siempre con sus  guardianes... Sin detenerme a considerar lo grotesco de mi figura, me senté sobre el baúl y, no satisfecho, cabalgué sobre él apretando las piernas con tal fuerza, que sentía grabárseme en la carne la obra de latón verdoso de que estaba forrado. La gran lente del miedo agrandaba los brillantes confiados a mi débil custodia, y cada uno adquiría, para tentar a los ladrones, los tres mil veinticuatro quilates del Culliman y las luces de la Estrella del Sur o del Orlaff.                                                     

   Como si el pobre baúl fuese un nuevo Clavileño que volase inmóvil y desbocado hacia las regiones del espanto, pavorosas imágenes sobreponíanse a mi voluntad de dominarme. Un resto de razón me aconsejaba llamar al camarero, bajar a depositar los brillantes en la caja del hotel; pero ¿cómo entenderse con aquellas gentes? Y además, ¿quién me aseguraba que aquel camarero de patillas azafranadas no fuera un cómplice? ¿Era la primera vez que un ladrón adoptaba disfraces? Precisamente entre el tumulto del Club me pareció ver a un hombre con patillas del mismo color ... «¡Ah¡ Aquel camarero debía de pertenecer a una banda!»... Otros golpecitos ya indudables vinieron a espolear mi obsesión. Después el silencio fue precipicio donde el alma cayó sin llegar siquiera a estrellarse contra un hecho real. El temor de que fueran a dejarme anestesiado o herido levemente y de que alguien pudiese sospechar que yo era coautor del robo me helaba de angustia.

    Las ideas más absurdas se encadenaban y adquirían forma de realidad. Sí, sin duda, la opinión pondríaseme en contra. Y el primero en acusarme sería el contable, que estaba celoso de mí por las consideraciones de los jefes... Aunque saliese absuelto, no volvería a encontrar nunca colocación, y mi madre, la pobre viejecita que me repetía a diario, en nombre de mi padre muerto, que lo primero era la honra, «lo único que él y yo te podremos dejar, hijo mío», moriría de pena. ¡Ah, no! ¡Yo defendería mi apellido con las manos y con los dientes! ¡Antes de que lograsen desmontarme del baúl, el falso camarero y cuatro de sus compinches, por lo menos. quedarían tendidos!

   A pesar del frío, un sudor tibio y viscoso me envolvía. El bordoneo de un teléfono me hizo oprimir convulsivamente los ijares de mi cabalgadura. Sí, era en el otro cuarto vecino, también separado del mío por una puerta condenada, donde se urdía la maquinación. Oí una voz, acaso la señal del asalto; al poco rato, pasos recios en el pasillo; luego, diálogo con sordina, _tal vez malvadas órdenes_;  después, eléctricos intervalos de silencio; más tarde, un ruido rítmico que tan pronto me parecía el de un aparato misterioso limando los pestillos y las cerraduras como el vaivén de un jergón de muelles; después, el jadeo que produce la ejecución de una obra difícil; por fin, una quietud muda, interminable...

   Perdí el gobierno de mí mismo y la noción del tiempo. Si la puerta se hubiese abierto de súbito, no sé si habría disparado a ciegas los cinco tiros de mi arma o si me habría quedado rígido, sin fuerza para mover el gatillo... Contra lo que he oído decir de otras situaciones de miedo, le aseguro que las horas no se me hicieron largas. Ni largas ni cortas... Fue una especie de pedazo de eternidad. ¿Me explico? No sé si mis facultades, petrificadas por el terror, sufrieron una especie de catalepsia, y si en medio de las luces y de la angustia de esperar unas manos que vinieran a arrebatarme los brillantes, dormí con los ojos abiertos. Tal vez sea distinto el miedo indeciso, al  miedo claro, concreto, que me hizo envejecer aquella noche.

    Lo cierto es que el azul del amanecer sobrevino en las rendijas sin yo esperarlo, y ya sin esperarlo también, sobrevino Manuel, abriendo la puerta del cuarto como si tal cosa. Entre las mil ideas a la vez absurdas y posibles, la de que pudieran robar la llave colgada abajo, en el casillero, y entrar sin necesidad de recursos de novela policíaca, no me acudió a la mente. Acaso fue piedad de la imaginación, pues mis nervios no habrían podido resistirla,

    Cuando Manuel llegó _él me lo ha dicho luego _ yo no sé en verdad lo que hice: parece que me eché en sus brazos en un espasmo de sollozos, que abrí el baúl, que saqué a pelotones la ropa y le alargué la camiseta de punto que por primera vez contenía algo de más valor que mi pobre cuerpo.

       Tuvo que venir un médico y administrarme calmantes. Deliré y me han asegurado que en el delirio realizóse varias veces el ataque a mi cuarto y la defensa heroica de los brillantes. Ni el camarero ni seis enmascarados lograron desarzonarme del baúl ni aplicarme un pañuelo embebido de cloroformo. Manuel y la muchacha de las pieles me cuidaron muy bien, bebiendo cteles cada vez que yo tomaba medicinas; y varias veces hube de fingirme dormido para no verlos besarse. Una mañana, antes de que ella llegara, él me dijo:                               

    _No tuvo usted suerte en ponerse malo.  Había en el hotel, precisamente en el cuarto de al lado, una mujer loca por usted, beau petit espagnol ....Me dijo que hasta estuvo haciendo señas y que, por fortuna, usted no la oyó o se hizo el sueco. Digo por fortuna, porque después le Ilegó su amigo, que es una especie de gigante celoso. Qué, ¿mañana salimos para Amsterdam?... He recibido un telegrama de Asscher...

    Me volví disimuladamente para que no me viese la cara, y pude contemplármela yo en el espejo del armario: estaba lívido de vergüenza. La luz  que se irisaba en los biseles de la luna era  tan dulce como la celestial música del carillón que vibraba por dentro; y poco a poco, en las esquinas de los párpados, dos gotas transparentes, luminosas, dos gotas que resplandecían igual que las de piedra resplandeciente sobre este papel negro, se cuajaron, rodaron y fueron a perderse en el embozo. Fue la ilusión de que los brillantes que hubiese querido guardar aquella noche dentro de mi ser salían dulcemente y  sin mancha. Y, sin embargo, no salieron del todo: cada vez que he vuelto a ver una de aquellas ocho piedras _ y he visto algunas inesperadamente _ he sentido que un vacío doloroso,  un vacío que no llenan por completo ni la alegría ni los años, se llena de pronto, cual si se ajustase en él el molde facetado y duro que ahondó el miedo para siempre en mi alma.

(TOMADO DE LA REVISTA LECTURAS DE MAYO DE 1928)

 

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