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Gustavo Masso

El albañilito Rodríguez

Aquí nomás de hablador

Peligro en las cavernas subterráneas

El último mexicano

 

EL ALBAÑILITO RODRÍGUEZ

                                                                                                            Artista invitado:   El Macuarro

 

G

uirnaldas, serpentinas y confeti. El campeón ha vuelto al barrio después de defender su corona en Los Ángeles ante un gringo valeverga que no le duró ni tres raunds. Los vecinos se organizaron para barrer toda la cuadra desde muy tempranito y sus cuates de la vecindad, que son los que lo conocen desde que era chico, limpiaron y regaron el patio, para que no se levante la tierra, pusieron farolitos de papel, desos que llevan un foco adentro, en las puertas de todas las viviendas, colgaron globos, arreglaron a la virgencita que está en el zaguán (le cambiaron las flores viejas y le pusieron veladoras y tiritas de papel de china tricolores), y en la mera entrada de la vecindad colgaron una manta que dice: "Bienbenido a Casa Campeon"

      Mustang convertible, lentes oscuros, traje sport. El fino estilista tepiteño, El Albañilito Rodríguez, terror de los minimoscas y héroe del Fórum, desciende del auto y recibe el homenaje: aplausos, besos y flores, de sus ex vecinos.

Carnitas, chicharrón y pulque. La coperacha había sido rigurosa y nadie se hizo del rogar. El que más y el que menos aflojaron de perdida sus cincuenta pesitos para recibir dignamente a su invencible representante ante los foros mundiales. En un rincón del patio, un chavito fue comisionado para espantar las moscas que intentaban posarse sobre las mesas llenas de suculentos platillos. Los vecinos aplauden entusiasmados cuando el campeón inicia el banquete masticando sabrosamente un buen pedazo de chicharrón. Nomás tus chicharrones truenan Juanito, le grita Simón el zapatero del dos, mientras se limpia discretamente una lágrima al recordar con ternura cómo nalgueaba, sin que sus padres se enteraran, al ahora orgullo del barrio cuando éste apenas era un escuincle latoso que al menor pretexto se peleaba con los chamacos más chicos.

      Arroz, mole poblano y frijoles refritos. La comadre Chentita distribuye generosamente los platos colmados, cómanle mijitos ora que hay modo, al mismo tiempo que recibe con gran modestia los elogios generales por sus sabrosos guisos.

Agua de horchata, de jamaica y también, ¿por qué no?, coca cola, para hacernos unas cubitas, ¿verdad compadre?, porque claro que también hay ron, mezcalito y brandy, ¡Presidente, que derroche! Usté chúpele compadrito, después discute, y además tequila, limón y sal, ¡salud!

      Guitarras, coros y emoción. El bravo peleador no se hace del rogar y demuestra que con su voz también las gasta, al entonar de su ronco pecho sentidas canciones que hablan por sí solas de la esencia de su pueblo, como diría un conocido comentarista. Bien plantado, con las piernas abiertas como retando a medio mundo cual gallito de pelea, abrazado de José Apolinar Sánchez, mejor conocido como el Macuarro, su querido amigo de la infancia, y sosteniendo con la mano en alto su sexta o séptima cuba libre, qué caray.

      Tocadiscos, alegría y salsa. Tan pronto como anochece se retiran mesas y sillas y se abre un buen espacio para que todos puedan demostrar sus dotes de danzantes. Al impulso de esa música tropical y bullanguera, la pequeña pista se llena de entusiastas bailarines entre los que destaca, como ya es de suponer, el invicto boxeador. Al terminar cada pieza, las muchachas lo rodean de inmediato, el precio de la fama, y él se ve forzado a elegir a alguna. Ya ha bailado con la guapa Carmela, la del catorce, con las gemelas Godínez y hasta con la gordita y frondosa Conchita que parece que trajera un niño entre sus brazos cuando estrecha al pequeño gladiador. Pero ahora él ha puesto los ojos en una muchacha muy especial: Gisela, la flaquita del dieciocho, que en toda la noche no se ha despegado del Macuarro.

      Con la agilidad de piernas que ha causado la admiración de propios y extraños, escapa graciosamente de las chicas que lo asedian, y dirigiéndose al rincón donde la parejita se hace arrumacos y ojitos, solicita amablemente a su amigo que, como cuates, le ceda a su acompañante durante la próxima pieza. Cómo no, manito, faltaba más.

      Música, ritmo y alcohol. ¿Qué le pasa al campeón? Tal vez las copas ya le estén haciendo efecto después de tantos obligados brindis con cuates, parientes y vecinos (el gran deportista no fuma, como es de todos sabido, por aquello del aire en los combates largos). Mírenlo nomás. Abraza a la flaquita con demasiado ardor y se agarra a ella como si no pudiera sostenerse solo.

      El Macuarro los mira, prendiendo cigarro tras cigarro, desde la oscuridad de su rincón: pero como pasan cumbias, salsas y danzones y su novia no le es devuelta, decide ir en su rescate.

      Gritos, aventones y mentadas. El destacado deportista ha abusado demasiado, qué gandalla, ¿no?, y el joven pandillero así se lo dice, ¡ya, pos qué delicado! La opinión está dividida, pero en medio de los empujones y alegatas de uno y otro bando, se impone la cordura de don Simón el zapatero: que se echen un tiro.

      Una bola de madrazos lo decide todo. El fin de fiesta será memorable y la gente se anima ante la perspectiva de una exhibición de su ídolo, al fin y al cabo de eso es de lo que se trata. ¡Vengan a ver cómo el campeón le parte la madre al vago del catorce! Mientras tanto Gisela, la flaquita, desempeña su papel a la perfección, y parada frente a los contendientes, tomándose las manos, nerviosa, pequeña y modosita, promete con la mirada que será para el triunfador.

      Amagues, fintas y bailoteo. En el improvisado ring, donde los excitados vecinos delimitan el cuadrilátero, los ex amigos se preparan para la lucha. Veánlos ustedes. El campeón se pone en guardia en el clásico estilo que lo ha hecho famoso, esa guardia impenetrable que ha probado su invulnerabilidad ante los mejores exponentes del boxeo mundial, en la que la izquierda aguarda amartillada para asestar el golpe demoledor que le ha dado tantos éxitos. En cambio su furris adversario se limita a bailotear levantando mucho polvo con sus gruesos zapatones de suela de tractor y rehuyendo una pelea frontal. ¿Quién le dijo que se podía pelear con los brazos colgando a lo largo del cuerpo, dejando al descubierto las partes vulnerables y mentándole la madre a su oponente de esa manera? El as de los enlonados se dispone a darle una lección de lo que es el boxeo llevado hasta sus más altas posibilidades.

      Pero cuando el campeón considera que ha estudiado lo suficiente a su adversario y se lanza en pos de una victoria segura, un perro, probablemente excitado por la gritería, se mete al cuadrilátero interponiéndose entre los rijosos decidido a ser el réferi del combate. Salta y mueve la cola delante del Macuarro, juguetón el perrito de la portera, ¿verdad?, pero le ladra furioso, desconociéndolo, ¡sáquese pinche perro!, al famoso boxeador, que tiene que tirarle dos o tres patadas, entre las carcajadas de los vecinos, para que lo deje en paz.

      Bulla, relajo y desmadre. Así no se puede, dice el desconcertado peleador, ya ni la chingan. Este no es un pleito serio, porque cuando él se detiene un momento para tomar aire, buscando el refugio de las cuerdas en su rincón neutral, son las manos de los vecinos las que lo empujan riendo festivamente, los muy ignorantes, para que vuelva al ataque. No hay campana que marque el final del raund ni lo esperan los eficientes séconds para refrescarlo en algún cómodo banquillo. Los potentes reflectores ora sí que brillan por su ausencia, suplidos por estos absurdos farolitos, y además los pies no se apoyan como debieran en esta tierra suelta, y los zapatos, de piel de potrillo canadiense, regalo de una admiradora, se resbalan allí donde la tierra se hizo lodo por el vómito de un borracho. Definitivamente, así no se puede.

      El maestrito de los barrios voltea hacia los espectadores para reprocharles su actitud y exigir el final de la pelea, ai que muera, ¿no? Cómo va a poder seguir si cada vez que avanza hacia su rival éste tira patadas, lo escupe y hasta se quita el cinturón, con esa hebillota que tiene, para mantenerlo a raya. Mejor que siga la fiesta.

      Ni madres. Imprudencia, descontón y fin de fiesta. El Macuarro ha encontrado su oportunidad. Con total determinación se lanza sobre el descuidado peleador. Cabezazo, patada en los güevos y suelo.

      El campeón está tirado y el Macuarro, con la generosidad del triunfador, se abstiene de seguirlo pateando. Pasa un brazo posesivo sobre los hombros de su novia y se retira con ella hacia el fondo del patio. Ah, qué buena onda.

      Los vecinos se dispersan comentando el resultado de la pelea, las mamás llaman a sus chamacos y los meten a empujones en sus casas, don Simón el zapatero invita a sus cuates a seguir la borrachera y se van en busca de sus botellas, la comadre Chentita recoge sus cazuelas y algunos farolitos empiezan a apagarse mientras las voces de los borrachos que van cantando se pierden a lo lejos.

      El Albañilito Rodríguez, el fino estilista tepiteño, se levanta del suelo con los ojos vidriosos y sale a tientas del oscuro patio. A su coche le han robado los tapones y el radio, pero llega a tiempo de espantar a un perro que se está meando en una llanta. Antes de arrancar, le echa una última mirada al letrero que está colgado en el zagúan. A ver cuándo me vuelven a invitar.

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AQUÍ NOMÁS DE HABLADOR

 ¿S

e imaginan lo que es estarse un domingo encerrado toda la tarde? Con el televisor descompuesto, el tocadiscos empeñado y sin tener siquiera un pinche quinto, ya de perdida para invitar a Conchita la del dos a ver la que pasan en el Mariscala. Porque claro, como de costumbre la quincena nada más me duró una semana y parecía que faltaban siglos para el día de pago. Pero ustedes ya han de haber pasado por todo esto, ¿verdad?, así que para qué les voy a amargar el rato.

      Pos ya saben, así andaba yo, como león enjaulado, parriba y pabajo y ya se me hacía chiquito el cuarto, pero lo que más me desesperaba era lo silencioso que estaba el edificio. Carajo, ni siquiera se oían gritar los escuincles de la portera que son bien chillones. Por eso mejor agarré mi chamarra y que me salgo para la calle.

      Y ai me tienen, caminé y caminé como pinche loco, parándome de repente a ver las carteleras de los cines que pasan puras películas de esas pornográficas, ¿así se dice?, o para mirar, con ganas de llegarles, a las chamacas que pasaban meneándolas mucho, aunque ya sabía que sin dinero nomás no hay de piña.

      Bueno, el caso es que me aventé, así a pata, desde las calles del Carmen, que ahí tienen su casa, hasta el Caballito que es donde empezó a llover. Uta madre eso sí fue el colmo. Ya era de noche y de pronto se quedaron las calles vacías. Y yo allí, en pleno Reforma, con el humorcito que me cargaba, chorreando agua como un imbécil y parado debajo de una cornisa que ni me tapaba nada, esperando que se quitara la lluvia o quién sabe qué cosa.

      Pero no se aburran que aquí viene lo bueno. En esas estaba cuando ai tienen que salió un coche derrapándose por la glorieta y zas pum ¡mocos!, que llega y se estrella contra un poste a un lado de donde estaba yo. Me escapé apenas por un pelito, y todavía no me reponía del susto cuando oí que alguien se quejaba. Me acerqué y vi a un hombre que salía arrastrándose de entre los restos del coche, que no había quedado ya ni pa chatarra.

      Estaba fregado el cuate este, todo lleno de sangre y con un fierro del coche enterrado en la barriga. Se quejaba muy quedito, pero cuando vio que me acercaba comenzó a dar tremendos gritotes el pinche maricón, quién sabe qué me notaría en la cara. Yo entonces voltié pa todos lados, para asegurarme de que no viniera nadie, y agarrando el fierro que traía clavado, se lo hundí más en la panza hasta que dejó de gritar y se quedó quieto. Luego fui corriendo a llamar una ambulancia y me estuve ahí bajo la lluvia hasta que llegaron a recoger el cadáver. "Ha de haber andado borracho", le dije a unos de los camilleros y me fui para mi casa en el momento en que dejaba de llover, evitando a las viejas que me salían al paso en todas las calles oscuras. Esa noche dormí muy a gusto.

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PELIGRO EN LAS CAVERNAS SUBTERRÁNEAS

E

l metro avanzaba envuelto en su olor de hule quemado y sudor humano. La mujer en el incómodo asiento leía su revista femenina de rigor mientras, disimuladamente, miraba de reojo a los hombres del vagón y escogía uno. Con un gesto muy estudiado alzó la vista, miró al hombre que estaba frente a ella y sonrió. El hombre recibió el doble destello de mirada y sonrisa, y sonrió también, deslumbrado. Lo único que veía ahora era la vagina que se abría enorme ante él. Supo entonces que estaba perdido, pero no pudo resistir la tremenda atracción y se dirigió hacia ella. Las puntas de los senos lo guiaron con su señal roja y atracó en ese puerto con bandera franca, justo entre las piernas de la mujer. Y se debatió ahí sin ninguna esperanza, con un placer masoquista, mientras su cuerpo se perdía, se iba por ese vórtice erótico. Casi al final sintió miedo, y en un intento desesperado se agarró con fuerza de los senos y se sostuvo así un momento, pero fue inútil y, entre las convulsiones del orgasmo, desapareció.

      Del hombre aquel sólo quedó la figura encorvada que descendió en la siguiente estación.

      La mujer cruzó las piernas, sonrió satisfecha y empezó a elegir su próxima víctima.

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EL ÚLTIMO MEXICANO 

 P

apá, ¿qué es un mexicano?

      El padre mira el folleto distribuido ex profeso.

 

_Eran gentes extrañas –lee sin entender_, unidas por un destino incierto.

            Padre e hijo tratan de abrirse paso entre la multitud apiñada ante la inmensa jaula de cristal. Al fin, logran ubicarse en la primera línea, frente a los amplios ventanales.

           _Por lo valioso de este ejemplar –está diciendo el guía_ se ha procurado reproducir, lo más fielmente posible, su hábitat.

           Dentro de la jaula, un hombre bajito y bigotón, sentado indolentemente en una especie de diván, tañe con desgano una guitarra. A su alcance tiene una botella a la cual da esporádicos sorbitos.

          _Por la naturaleza reflejante de los cristales – sigue diciendo el guía_, el espécimen no puede vernos. Esto es para favorecer a su aislamiento. Aunque hemos notado, y ustedes se darán cuenta –el guía se permite una sonrisa maliciosa_, de que él sabe que estamos aquí.

          El hombre deja a un lado la guitarra y da un gran trago a su botella. Una lágrima desciende con naturalidad por su mejilla.

         _Lo que ven al fondo de su jaula – continúa el guía su perorata_ es un retablo en honor de Guadalupe, una deidad mayor a quien los mexicanos adoraban. Pero además se especula sobre una cierta abstracción llamada "El Peso", que también era muy venerada.

          El hombre se incorpora de repente y, acercándose al ventanal, hace extraños gestos y ademanes.

         _¡Hoy estamos de suerte! –exclama muy sonriente el guía_ Eso que acaban de admirar es un rito ofensivo. Según los estudiosos, el ademán con el brazo es una mentada y los gestos de la mano quieren decir: ¡mocos, gueyes! –El guía se encoge de hombros_ Conocemos su simbolismo, pero no su significado.

          En el interior, el hombre vuelve a tumbarse en el diván y ataca, sediento, su botella.

          _La bebida que consume –acota de inmediato el guía_ es un líquido espirituoso llamado tequila al que, para quitar sus efectos perniciosos, se le han adicionado, sin afectar su sabor, los nutrientes necesarios para la subsistencia del sujeto. Además, cotidianamente se le ofrecen diversos alimentos consistentes en maíz y chile que, como es sabido, constituían la dieta de su raza.

          Adentro, el hombre, al fin, permanece quieto con los ojos vidriosos y la mirada perdida.

          _Y eso es todo por esta presentación – concluye engolado el guía.

          La multitud comienza a dispersarse.

          _Papá –pregunta entonces el hijo_, ¿por qué todos los ejemplares están en parejas o grupos y a éste lo tienen solito?

El padre busca presuroso en su folleto.

         _No te preocupes, hijito –interviene diligente el guía_. A fin de cuentas los mexicanos siempre vivieron solos.

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