RAÚL

GUERRA

GARRIDO

Atrapado en el tiempo

      Mi pistola es una Colt Python. No sé quién es usted ni qué hace aquí leyendo, pero pase y acabemos de una puñetera vez, ya se ha retrasado bastante, ¿no? La pistola que ganó la guerra, se decía de la Python 45. Hace tanto tiempo que ya nadie se acuerda de  a qué guerra se refería la propaganda. Puede que sea un modelo de Colt un tanto anticuado, tampoco mi pulso es el que fue, pero le aseguro que la combinación de ambas antiguallas sigue siendo letal. La madre que le parió, ¿entra o no entra?

       _ En cuanto entre se lo carga y asunto concluido

       _¿Cómo voy a reconocerle?

       _ No se preocupe, en cuanto le vea sabrá que es él. Es inconfundible.

       Esta segunda cláusula del contrato es verdaderamente engorrosa, no por la dificultad que encierra sino porque el tipo se está retrasando en demasía y me está haciendo perder un tiempo impagable. No hay divisa convertible que pueda convertirse en tanto tiempo, pero no puedo abandonar la habitación; quien me está cubriendo en la calle, si no cumplo, me destrozará el cráneo de un solo disparo. Según dicen es tan bueno como yo. Llevo tanto tiempo aquí encerrado, esperando, que  me estoy volviendo loco. El hotel es magnífico y el servicio de habitaciones impecable, puedo pedir lo que se me antoje, un buen whisky, un buen puro, un buen masaje, pero se me están cayendo encima las paredes, es demasiado tiempo. Si no llega a ser por esta demora habría sido el mejor contrato de mi vida. Quizá lo sea, los demás fueron basura.

Sucedió en la esquina más siniestra de la ciudad, al abrigo de la Telefónica, a la incierta hora de la salida de los cines. Deambulaba por entre una multitud de personas de moral poco dudosa, camellos, yonquis, prostitutas, suicidas en general, cuando se me acercó el caballero. En vez de pedirme fuego me hizo la pregunta del siglo.

_¿Le apetece ser millonario?

Éramos los dos únicos de chaqueta y corbata. A él le supuse caballero porque se sujetaba la corbata con un pasador en donde relucía el escudo de un Real Club Náutico.

_¿Por qué me lo pregunta a mí? A toda esta gente le encantaría.

_No es una pregunta, es una oferta.

_Insisto, ¿por qué a mí?

_Porque necesito un desesperado, no un vencido.

Blanco y diana ante el blanco, pensé, el caballero sabe de lo que habla. Venía del entierro de  mi mejor amigo, todo me estaba saliendo rematadamente mal, había sufrido un ataque de apendicitis, me habían fallado tres palos consecutivos, el del banco, el del súper y el de la farmacia, debía una pasta gansa y hasta había tenido que empeñar los útiles. Tan mal, que de haber escrito una novela no habría ganado ningún premio. Y, para colmo, a Laura la había embarazado mi mejor amigo. De todas formas me hice el estrecho, no se fuera a creer que hablaba con un don nadie.

_¿Qué entiende usted por millonario?

_Un millón de dólares en billetes usados.

No hay tarjeta de crédito como un dólar bien manoseadito, así es que decidí ensancharme y entrar en materia.

_¿A quién hay que matar?

El plan era arriesgado pero sencillo, sólo requería serenidad, paciencia y un tiro por barba. Me lo explicó con precisión de entomólogo mientras tomábamos un dry martini en el bar del Palace. El primero me lo indicaría él, al segundo debería aguardarlo yo solo.

_Todo el tiempo que sea necesario, quizá se demore. Si se va sin cumplir con el segundo, no lo cuenta.

_¿Dónde y cuándo?

_Aquí y ahora. ¿Le gusta?

Por debajo de la mesa me deslizó el Colt Python 45. Una pistola de lujo, el último modelo automático de Colt. A su lado todos los útiles que habían pasado por mis manos eran pura arqueología. Me sentí eufórico. Anda que no iba a presumir con aquel útil en el barrio. Subimos al quinto piso. La alfombra delñ pasillo era tan blanda y acogedora que daba pena pisarla. Abrió la puerta de la habitación 512 y me invitó a entrar.

Ahí tiene a su primer hombre.

El hombre era un fulano mayor, cuarentón, barrigudo y, al parecer, bastante repugnante. En pelotas, galopaba sobre una niña desvalida. Los gemidos de la chica eran tan precisos y entusiastas como merecedores de un premio de interpretación. Mi vista era certera, mi pulso firme y mi sangre fría, apunté a la sien izquierda del gordo y no fallé.

_¡No me mates! ¡Sólo tengo catorce años!

La niña, la cama y el cuarto entero quedaron hechos un asco, sucios de sangre y masa encefálica; por lo visto a los proyectiles de 9 mm les habían dado su gota de mercurio: ningún otro artificio es tan rompedor. Que la cría me amenazase con su minoría de edad no dejaba de tener gracia habiendo oído sus maullidos. Por fortuna, estaba en el ajo. El patrón la despidió no sin antes meterle un puñado de billetes en las bragas.

_Coja ese maletín y sígame.

Salimos de nuevo al pasillo, el estruendo del disparo parecía haberse hundido en la alfombra sin llamar la atención de nadie. Sólo dimos un par de pasos. Abrió la puerta de la habitación 510 y se despidió de mí.

_Entre y aguarde a su segundo hombre. Ni se le ocurra salir de aquí sin  haberlo liquidado, ¿me entiende?

Todavía estoy en la 510. Ha pasado tanto tiempo que, además de viejo, me estoy volviendo loco. Hay quienes se hacen millonarios con un golpe de fortuna y quienes necesitan toda la vida para llegar a tan emblemática cifra, mi caso es único pues es uno y otro simultáneamente. El maletín estaba repleto de billetes de cinco, diez y cien dólares, usados y no correlativos, por un valor total de un millón. Justo, ni cinco más ni cinco menos. Ahora no sé cuántos habrá, ya no me molesto en contarlos. Con ese dinero y en la habitación de un hotel de cinco estrellas se puede vivir como un millonario, te sirven lo que pidas, champán francés, mujeres hermosas, lo que pidas, cualquier extravagancia, baste con decir que aquí mismo me operaron de apendicitis. Una de las mujeres hermosas resultó ser la niña del 512, me enseñó su carné de identidad y ya había cumplido los treinta, seguía gimiendo con cierta gracia. Cómo pasa el tiempo, empiezo a tener presbicia y terminaré viendo visiones. Lo que más echó en falta es la charla con los viejos amigos, también me gustaría tener una larga parrafada con quien me cubre en la calle, saber qué tal lo lleva, si también le han pagado un millón de dólares. Deberían pagarle más, por la intemperie. Presiento que es usted mi segundo hombre, no suelen fallarme las corazonadas. Venga, ya se ha retrasado bastante, ¿no?, deje esa lectura y abra la puerta, acabemos de una vez.

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al principio

El final del lobo estepario

 

      _Señor, ¿le importaría devolverme la cartera.

      _Perdone, pero creo que se equivoca, yo no tengo más cartera que la mía.

      La respuesta fue un reflejo inconsciente. Obdulio Fernández del Tapial. El rey del dos de oros, el Kevin Costner de pelo de ala de cuervo, apoyado en la barra del California, no había tenido tiempo de apurar su éxito ni el café con hielo; y ahora, de improviso, aquel hombre con las dimensiones de un jugador de baloncesto de la NBA le estaba cortando hasta la respiración. Contrariarle sería diagnosticado por un forense como eutanasia. Jamás le habían sometido a una mirada tan gélida, y esos que los iris del mastodonte eran marrones, así es que trató de suavizar la excusa. Dijo:

      _Quiero decir que, en cualquier caso, si no es mi cartera, tampoco es la suya.

      _Mucho peor, es la de mi jefe.

      Debería haberlo supuesto. De lo que se recrimina Obdulio es de haberse dejado llevar por la soberbia, por un orgullo profesional mal entendido, lo consideró un reto y quiso demostrarse a sí mismo que ningún levantamiento le era imposible. De hecho se lo había figurado gente de negro pero no resistió la tentación. Salió del hotel tan rodeado de parientes, socios, escoltas o lo que fueran. Deslizar el dos por entre aquel chaleco y en tan breve espacio, de la puerta giratoria del hotel a la puerta blindada del Mercedes, había sido su ópera máxima. Dejarse trincar como un pardillo era la consecuencia de tal melopea exhibicionista. El grandón hablaba con tenebrosa parsimonia, parecía estar contándole un cuento a su nietecito.

      _Mire, el boss es un tipo comprensivo pero impaciente, no cometa un segundo error. Ahora mismo tiene una cita para cenar en el Apocalipsis y le gustaría pagarla con el contenido de su cartera y, lo que son las cosas, he de acompañarle después hasta su casa y punto. O acompañarle hasta su casa, descuartizarle y archivar los despojos en el frigorífico. Depende de cómo se comporte en la cena, ¿me comprende? Su dilema es el mismo, elija, por favor, ¿punto o frigorífico?

      _¿Es ésta?

      Obdulio devuelve la cartera con un apagado suspiro de frustración, la suavidad de esa piel es un tacto sobrenatural, sabe que no volverá a percibirlo en ningún otro objeto y algo en su interior se quiebra en trizas de nostalgia. Sonríe el ogro al recibir la manufactura de Loewe y dice:

      _La misma. ¿Está enterita? Si le falta algún detalle tendría que arrancarle los ojos antes de lo del picadito y la nevera.

      _No falta nada, ni siquiera la he abierto.

      Se está reservando el placer, demorándolo en éxtasis casi sensual, para cuando terminara el café con hielo. Aunque ya había hecho un ejercicio de cálculo: de cien mil para arriba, seguro, y la Visa de platino iridiado.

      _Mejor así.

     Gira el pívot de los Angeles Lakers sobre sí mismo. Media vuelta como para encestar el gancho, pero no se va. Gira otra media vuelta en sentido contrario y vuelve a encararse con Obdulio en un uno contra uno.

      _Por cierto, por poco se me olvida. El boss quiere que le dé un teléfono de contacto. Admira a los buenos profesionales y a lo mejor requiere sus servicios. No le importa, ¿verdad?

      Obdulio ha sido siempre un free-lance, no le gusta el cardumen  y teme a le gente de negro, no digamos a alguien que gasta guardaespaldas de ese calibre. Trata de zafarse del compromiso y garrapatea los nueve dígitos de su móvil en un posavasos. Miente con un último resto de aplomo:

      _Aquí me localiza a cualquier hora.

      Los ojos del baloncestista, a pesar de ser marrones, son un berbiquí de hielo. Nada dice y Obdulio no puede resistir la doble tensión del helor y del silencio más allá de unos segundos. Recupera el posavasos y sobre el último cero dibuja un ocho. Acaba de suicidarse profesionalmente y encima debe sonreír. Ratifica:

      _Así esta bien. A cualquier hora del día o de la noche.

      _Gracias, colega.

      Que el gigante le apee el señor es ya lo de menos.

 

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