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Libre te quiero

Mi amiga

Que no se despierte

Aunque pese la noche un siglo

Don Juan del Monte

 

Agustín García Calvo

 

    Libre te quiero,

como arroyo que brinca

    de peña en peña.

          Pero no mía.

     Grande te quiero,

como monte preñado

    de primavera.

          Pero no mía.

     Buena te quiero,

como pan que no sabe

    su masa buena.

          Pero no mía.

 

    Alta te quiero,

como chopo que al cielo

    se despereza.

          Pero no mía.

     Blanca te quiero,

como flor de azahares

    sobre la tierra.

          Pero no mía.

     Pero no mía

ni de Dios ni de nadie

  ni tuya siquiera.

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           Mi amiga,

las nubes van al mar.

        Pero ellas

no saben dónde van.

 Bajo el bosque dos niños

  besándose están

y entre los ramos verdes

de tus ojos, amiga,

  y entre los espinos

  de tu piel albar.

 Los hombros, el cuello,

  como un lobito

te devora el rapaz;

  y la niña toda

  se ríe, y después,

  como lluvia con sol,

  se echaba a llorar:

   «Y yo ¿qué diré,

  si tú no estás cerca?

  ¿Qué dirá mi madre?

     cuando lo sepa?

  Y yo ¿qué diré?»

 Ay, al bosque perdido

  quién pudiera volver,

bosque perdido, amiga,

  donde te encontré;

  donde el mirlo trina,

  y el rapaz aquel

a la niña a la oreja

  le canta también:

   «Amor, cállate:

arriba entre los chopos

  míralas correr.

Las nubes, amor,

van al mar a beber.

      Pero ellas

  no saben a qué.»

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 Que no se despierte.

La niña que duerme a la sombra

      que no se despierte;

que duerme a la sombra de¡ árbol:

      que no se despierte;

a la sombra del árbol granado

      que no se despierte;

granado de ciencia del bien,

      que no se despierte;

de la ciencia del bien y del mal

      que no se despierte.

Que no se despierte, que siga

       dormida la muerte;

que siga a la brisa del ala

       la muerte dormida;

a la brisa del ala del ángel

       dormida la muerte;

del ala del ángel besada

       la muerte dormida;

del ángel besada en la frente

       dormida la muerte;

besada en la frente de lino

       la muerte dormida;

en la frente de lino a la sombra

       dormida la muerte

que no se despierte, que siga

       dormida la niña,

que no se despierte, no.

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Aunque pese la noche un siglo,

      lucharé contigo,

          cuerpo a cuerpo,

          hora a hora,

        oh tú, mi otro,

        mi amor, mi tú.

 Cuando el alba con fatigados

      ojos de violetas

          cae sudando

          su rocío

        un ángel era

        mi contra mí.

 Aunque tú me derrengues, aunque

      tú el ijar me quiebres,

          hora a hora,

          cuerpo a cuerpo,

        contigo solo,

        tú y yo, yo y tú.

 No me grites tu nombre: eres

      hijo de la lucha,

          mi Mesías,

          mi esperanza:

        he visto, al verte,

        mi cara en ti.

 Me salí de mí mismo, a fuerza

      de luchar conmigo,

          año y año,

          cuerpo a cuerpo;

        y al alba, el otro

        soy yo: soy tú.

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Don Juan del Monte

(de la Escuela de Verano de Sexología)

 

_Pues es el caso que una noche de por Abril se metió el jabalí en la pocilga (cinco cerdas tenía yo allí entonces, dos de una parida y tres nuevas, más dos gurriatos de a media cría y el verraco atado por una pata en el rincón), conque entró, como os lo cuento, el montés, que hubo de romper a colmillazos la talanquera (el olor de las marranas, digo yo, lo habría traído del jaral a rondar por las corralizas), el caso es que se metió allí dentro, y se jodió a todas las cerdas una por una a las cinco, y salió escapao a los montes antes que amaneciera.

Así contaba el señor Elicio de Malvide, «Pero usté ¿lo vió?» que le preguntábamos en corro los chicos y las chicas del campamento, y él «Verlo, no: que en un entresueño sentí como alboroto en las pocilgas, pero pensé que sería el gato, como otras veces, que las había asustado a las marranas; pero a la mañana, de que fui a echarles el escaldao, estaban las señas tan patentes, cerdas de montés restregadas por todos los cuerpos de las cochinas, y el tufo que de recién escapao había dejado todavía, y el estar de ellas tan a modos, y el gruñir de los gurriatos con llagas de colmillos en los costaos que les sangraban, y el verraco arrecostao allí todo mohíno, y las marcas en la talanquera, y las huellas corral alante (y a mayores, otra cosa, que luego os la diré, que, en fin, no había mucho que leer para saber la historia». '

Así contaba pues el señor Elicio, y al terminar y dejarnos a todo el corro en un silencio meditabundo, la profesoresa Maria_ Teresa, que nunca pierde comba, carraspeó breve­mente y dijo:

_La narración que habéis oído, y que aquí tenéis en el magnetófono grabada, se merece un comentario de texto detenido. Así que os la voy a repartir por frases, y cada uno comentáis ahora mismo por escrito la que le toque.

Así que obedeciendo: allí mismo bajo la encina (el señor Elicio se fue a lo suyo) abrimos los cuadernos y produjimos los siguientes comentarios, que aquí pongo por su orden.

I. (ADELITA) «PUES ES EL CASO QUE UNA NOCHE DE

POR ABRIL SE METIÓ EL JABALÍ EN LA PO­CILGA»

 

Hay que pensar a ver la diferencia entre la noche fuera y la noche dentro, la noche de la que el jabalí venía y la noche en la que se metió.

Porque la noche de fuera, como de Abril que era y por esta montiña de cara al Norte, estaría transida todavía por ráfagas de frío del invierno retrasado, y áspero el lodo rojizo del barranco que hubo de atravesar el bicho, y negro el grollo de la laguna, bien henchida con las lluvias y toda ya florecida de flor de ovas; y apenas si allá por los jarales solitarios donde hiciera su guarida le habrían rozado los flancos las primeras mieles pegajosas de las jaras y algunas de sus flores blancas recién abiertas.

Pero, en cambio, la noche de dentro ... ¿hemos meditado alguna vez en lo que es una noche dentro de una zahúrda o de un establo?: una sombra caliente de cuerpos, a la vez doméstica y bestial, acogedora con el vaho de paja meada y estiércol apisonado con el piso terrero, de amasijo de salvao reseco en los comederos, de heno a medio roer en los pesebres; la noche toda, cuajada allí dentro entre grupas y barrigas, belfos babeando la rumia y jetas resoplando suavemente: unos ojos, abiertos algún momento en lo oscuro, pero insipientes como esmaltes o como botones, sin pregunta, sin intención, apenas ojos.

Ea, pues a ver quién es el guapo que se atreve a meterse, como el jabalí, de la noche clara y libre en esa intimidad cerrada: saltar, por fuerza de no sé qué resorte enrevesado, del campo abierto y las últimas orillas de Natura viva _permítasenos así decirlo_ al interior de la Cultura, a la animalidad doméstica, extraña y mágica por tanto para el forastero.

II. (JUAN_PABLO) «(CINCO CERDAS TENÍA YO ALLÍ ENTONCES, DOS DE UNA PARIDA Y TRES NUEVAS»

 

Esto es, que el señor Elicio las tenía allí, como suyas que ellas eran; y no sólo las tenía, y las tenía contadas, puesto que eran 5, y estaban así ensartadas en el número, de suerte que fuera cada una 1 cerda, para ser entre todas 5, sino que, además, tenía Él sabidas sus edades y tiempos de paridura o de virginidad, según los casos; de manera que los misterios del amor mismo, del amor puro y bruto, como se supone que en carne animal todavía tendrá que ser, estaban domesticados y reducidos a unas cuentas, donde 'ser nueva' o 'haber parido una vez' significan tales y cuales condiciones con repercusión en el Mercado y en la Hacienda.

Pero ellas, ellas mismas (y esto es lo emocionante del caso) no parece que supieran nada de eso, ni que recordaran sus partos ni sus relaciones con el verraco ni si alguno de los gurriatos era hijo de alguna ni si le habían matado para tostones tantos o cuáles otros de los ausentes, ni sabían siquiera que ellas fuesen 5 ni, por tanto, que fuesen cerdas.

Claro que igual de poco sabía el Dueño de lo que, por ejemplo, había sentido alguna de ellas cuando en las corralizas algún macho inexperto le hozara con la jeta entre las nalgas, ni lo que había sentido una u otra cuando le echaron el verraco un día, y él se puso a darle vueltas, y a ella se le aceleraba un poco el corazón y se le encrispaba sin querer el rabo. Y tantas mil cosas de las que nada podía saber el Dueño, puesto que no eran pertinentes para la cría y el Mercado.

Ni siquiera sabía Él probablemente mucho de la traza, color y pelo de cada una: tan sólo, dentro del ser todas de una raza sonrosada con manchas pizarrosas desvahídas, unos pocos rasgos distintivos que le bastaran para distinguir una de otra y así más fácilmente poder contadas.

Ellas para Él tenían que ser simplemente (y tanto mejor cuantas menos interferencias sentimentales) un conjunto de 5 cerdas, con 2 subconjuntos, uno de 2, las de una paridura, y otro de 3, las nuevas. Eso era todo; o Él se lo creía.

III. (JEROMO) «MÁS DOS GUARRIATOS DE A MEDIA CRÍA

Y EL VERRACO ATADO POR UNA PATA EN EL RINCÓN) »

Como corresponde; vienen en la narración citados en segundo lugar los machos (entiéndase: los domésticos tan sólo), no ya por razones de cortesía, sino porque se está pensando que en la historia habrán de jugar un papel secundario: no, por cierto, como meros espectadores (¡qué más querría uno que el que le dejaran a uno ser sólo eso!), pero sí al margen y ajenos al nudo carnal que va a ser el centro de la trama.

No obstante lo cual, el papel de ellos es probablemente necesario para el drama, que en modo alguno podía, sin su presencia, haberse desarrollado tal como lo hizo. No lo digo en el sentido de que hayamos de suponer que el jabalí incursor necesitara, para su ímpetu amoroso, del aliciente suplementario de los celos de los otros y el gozo de hacerles la puñeta a los establecidos en la morada, sino sencillamente que la historia en sí misma, sin ellos, habría sido otra.

Recuérdese cómo, en su comentario adicional, hace constar el Señor Elicio que los dos gurriatos (de cuya condición de hijos posibles de las cerdas paridas o de pretendientes de macho nuevo de las unas o las otras no se nos proporcionan datos para especular) están a la mañana todavía gruñendo «con llagas de colmillos en los costaos que les sangraban»; lo cual revela que en algún momento, o bien antes del ayuntamiento del montés con la primera cerda, o bien entremedias de los actos sucesivos, hubieron de entrar con él en algún modo de refriega; en lo cual quizá podemos calcular (por lo que la observación externa de semejantes escenas animales, al unirse a una descarnada introspección de lo que queda acaso de animal en nuestros corazones, pueda revelamos), calcular _digo_ que se mezclaban allí inextricablemente, por un lado, unos ciertos celos y el viril impulso de defender contra el invasor la patria cochiquera (pues incluso en bestias tan sometidas a la cría y el comercio seguirá latiendo el sentimiento patrio, o quizá tanto más por eso mismo), y por el otro lado, la furiosa envidia y el ímpetu genésico resucitado por el ejemplo del montés en aquella violenta interrupción del sueño. Pero lo grueso de sugestiones de la cosa consiste en la espesa confusión de las dos pasiones.

En cuanto al verraco, no podemos tal vez tomarnos con demasiada credulidad la nota que el Señor Elicio le apone de haber aparecido por la mañana «arrescostao allí todo mohíno» en su rincón, y es más bien de sospechar que sólo por una proyección antropocéntrica le atribuye el Amo esa tristeza o reconcomio de lo pasado. Pues no podemos suponer semejante memoria en los animales, memoria que, como dice Aristóteles, sólo a los animales que saben el Tiempo (y de ésos parece que no hay más que uno) les corresponde; de tal manera que imaginar un animal que tuviera conciencia del Tiempo y pudiera estar recordando cómo una hora antes se las jodía el jabalí a sus hembras, y que al mismo tiempo siguiera siendo un animal, es algo, en verdad, que, de puro inconcebible, nos espeluzna cuando intentamos concebirlo.

Lo que sí podemos, y debemos, suponer por nuestra parte, es que el verraco, a quien el Amo tenía atado en su rincón de la zahúrda por una pata (para prevenir, sin duda, su incontinencia venérea, que pudiera perturbar la buena cría de las hembras y malgastar su propia economía de potencia en coyundas intempestivas) no pudo quedarse del todo inerte cuando sintió la entrada del selvático rival y olió lo que estaba haciendo con las cochinas, y que sin duda hubo de estar el viejo macho forcejeando contra la cuerda y argolla, con que lo había sujetado la Providencia del Señor Elicio, durante todo el rato que durasen los asaltos del jabalí sobre las cerdas.

Pero luego, huido el otro, un pronto olvido y sopor hubo de venir a borrar las huellas de lo que podía haber sido la llaga más honda y venenosa de su condición de patriarca de la piara. Aunque, en verdad, ¿era él propiamente el Padre? No: más bien, desde la sumisión de la piara entera a domicilio y a peculio, el verdadero Padre era el Señor Elicio.

IV. (PALOMA) «CONQUE ENTRÓ, COMO OS LO CUENTO, EL MONTÉS,

QUE HUBO DE ROMPER A COLMILLAZOS LA TALANQUERA»

  Insiste el narrador, después de su paréntesis, en la referencia al hecho principal, que aparece exaltado por los recursos retóricos habituales: uno, la propia suspensión creada al interrumpir el relato por dos veces y haber de volver a tomar el hilo en el punto decisivo; otro, el uso de la fórmula «como os lo cuento», con la cual, al volverse el cuento sobre sí mismo, hace el suceso tanto más increíble y maravilloso cuanto más insiste en el testimonio de su realidad.

Pero más notable aún es que la insistencia se produzca acompañada de la consabida variación retórica: no sólo el nombre del bruto extraño se muda, al repetirse, de ‘el jabalí' en 'el montés', como quien prefiere mencionar al héroe del relato, no ya con su nombre común y propio, sino por medio de una especie de epíteto épico, 'el Montés', que exalta sus orígenes extranjeros, sino que también a la vez se ha mudado el Verbo, de «se metió» en «entró», como queriendo con ello imprimir bien lo esencial de la intromisión de lo selvático en lo doméstico.

Pues ello es que la irrupción del jabalí en lo oscuro de la pocilga está ya anunciando y prefigurando la inminente penetración del mismo en las entrañas de las hembras.

Al mismo tiempo, debe el Señor Elicio aprovechar para sus fines la rotura de la talanquera (que, a lo que sabemos de los usos de su pueblo, consistiría en un entramado de tablas en cruz sujeto por una lía o correa a un resalte o gancho de la jamba o poste de la entrada), atribuyendo la rotura a los colmillos que tan notoriamente distinguen al puerco montés de sus degenerados primos de cría humana, para de ese modo enaltecer, cuanto más indirecta más eficazmente, el poder del Amor que al invasor impulsaba o arrastraba a su arremetida.

Tanto es así que se nos fuerza casi a imaginar al heroico animal ya arrecho en el momento del asalto a la pocilga y, como dice el poeta, con las armas del amor sacudiéndosele bajo la barriga, y en esa furia debatiéndose a colmillazos contra las tablas, hasta quebrarlas o desencajarlas lo bastante para poder a duras penas arrojarse por entre ellas, llagado de astillas y clavos, espetado de escandas el áspero pellejo, pero sin sentir nada de todo ello, como bólido de amoroso fuego lanzado rápido y derecho hacia la presa en la que hundirse.                                

V. (MARI_JUANA) «(EL OLOR DE LAS MARRANAS, DIGO YO, LO HABRÍA TRAÍDO DEL JARAL

A RONDAR POR LAS CORRALIZAS) »

 Este paréntesis del Señor Elicio, con su modo hipotético, o su anotación metalógica y prudente de «_digo yo_» incluida, se nos presenta como momento de reflexión y razonamiento; pero he aquí que, paradójicamente, en el mismo acto por el que se procura la explicación científica o causal del acontecimiento, es donde se avanza más a fondo al punto de reconocer en el animal mecanismos, subjetivos _diríamos_ o sentimentales, que lo acercan al narrador mismo.

No se refiere, ciertamente, lo que digo a la parte que atañe al olor: pues de eso, ay, estamos tan perdidos, tan lejos ya de saber la relación profunda y viva que unía el amor con el olor, que hasta pueden, como si nada, vendernos desodorantes; y puede que, probablemente, cuanto más se aleja del olor el amor, más venga, ay, a consistir en la gracia de su puro nombre.

Pero, por lo demás, en cuanto que ahí se esfuerza el Amo por una vez en tratar de explicarse el movimiento de la bestia, que la arroja fuera de la rutina y lo mandado, y explicárselo por una atracción o impulso al fin y al cabo _se diría_ razonable, de tal modo que la misma ruptura del orden y la invasión del dominio humano encuentran en el corazón de la bestia su razón y causa, no está el Amo muy lejos de ponerse en el lugar del animal y aplicarle explicaciones que para explicarse su propia conducta erótica usaría seguramente.

Cierto que esa causa del movimiento que el narrador busca no puede presentarse funcionando más que en virtud de equivocación: pues ¿cómo puede suponerse que los largos milenios de domesticación y sumisión a pocilga de los puercos no las hayan privado del todo a sus hembras de emanaciones capaces de dilatar de ansia los ollares de una jeta de indómito jabalí? Y por otra parte, ¿cómo podría un hijo de Natura, engendro de los montes, equivocarse al oler lo que de las pocilgas le llegaba a sus jarales y tomarlo por vaho de amor de escurriduras de vulva de hembras de su raza? O si no, ¿es que tiene el Amor poder tamaño que se salte las lindes que separan Cultura y Naturaleza? Y si es así, ¿por qué y para qué?

Pero tanto más es por ello mismo caritativo de parte del Señor el ofrecemos como causa científica y natural la equivocación de los ollares y corazones de la bestia, como si fuera otro como Él mismo. ¿No llega acaso, en su democrática comprensión, al decir aquello de «rondar por las corralizas», a querer comunicarle a la bestia algo del estatuto humano de los mozos (y de Él mismo de mozo) que salen a rondar a las mozas una noche por las calles?

Seguro que a alguna de las que lean esto se le habrá ocurrido a estas alturas una explicación decente para el caso: a saber, que alguna plaga insensata de Natura o saña de la Humanidad había por aquellos contornos esquilmado hasta tal punto las bandas de jabalíes, que el macho se había quedado solitario y llevaba largo tiempo sin encontrarse con hembras propias y normales de su raza; y que sólo así, por fuerza de la Necesidad, que anula todo pecado y extrañeza, vino aquella noche a aceptar, como sustituto, lo que las corralizas humanas le ofrecían.

Pero no hay datos ni razones que sostengan esa hipótesis. Y, si a alguno de los que me lean se le ha ocurrido, como es probable, la hipótesis contraria, a saber, que la perversión, según doctrina del Marqués de Sade, es también (y acaso más) Naturaleza, y que, sacando su fuerza el amor de la perversión precisamente, lo que pasó aquella noche fue que el nuevo y desconocido olor de las domésticas marranas inflamó el corazón del salvaje amante con un fuego que el de sus hembras habituales no le suministraba, pues bien, tampoco para esa hipótesis causal hay datos ni razón alguna. No. De causas, nada.

VI. (CRUCITA) «EL CASO ES QUE SE METIÓ ALLÍ DENTRO»

 

Se me ha asignado el comentario del breve tramo de la narración en que, al mismo tiempo que se reitera lo que, por ello mismo, parece que debe ser el punto clave de la acción dramática, se prepara de manera inmediata la formulación del desenlace. Es pues esa doble función sintáctica lo que aquí nos compete considerar; aunque no pueda lo semántica separarse de lo sintáctico tan fácilmente como se cree a veces.

Por tercera vez presenta aquí en su narración el Señor Elicio el acto de penetrar el jabalí desde su exterioridad en la interioridad de la pocilga: recurre con ello a la técnica, bien conocida del drama teatral, como en la tragicomedia Feniz, y de la cinematografía, como en El año pasado en Marienbad, de presentar el mismo acto (es decir, que se supone que en la Realidad es el mismo y por tanto uno) por varias veces sucesivas; con lo cual ya, en la representación de la Realidad, no sería uno y el mismo.

Pero además, para que su mismidad resulte mejor puesta en entredicho, se presenta cada vez con ciertas variantes, lo bastante tenues para que, al menos en la Realidad, pueda tomarse como el mismo (por ejemplo, «se metió» / «entró», ¿son el mismo acto?, y ¿qué magia tiene ese acto del 'meter', que hasta en los carteles del Metro, «No introducir el pie entre coche y andén», obliga a rebozarlo con el cultismo?; o, por ejemplo, «en la pocilga» antes, ahora «allí dentro», cambiando la designación semántica por esta acumulación de índices, vacíos de significado, y que por ello tanto más fieramente apuntan al sitio y a la intromisión), pero que, por otra parte, bastan para que, en la repetición de lo mismo, la mismidad de lo repetido se vuelva elástica y dudosa.

Y entonces ¿qué?: ¿qué es más, la realidad de lo referido, o la realidad de su referencia?: ¿sólo una vez y de una vez por todas entró o se metió el jabalí en la pocilga o allí dentro o donde hubiera de meterse, o por el contrario, entraba o se metía una vez y otra vez, como una y otra vez se está metiendo según oigo las repeticiones en la cinta grabada con la narración del señor Elicio?

Eso es lo que, en este momento decisivo, me pregunto.

VII. «Y SE JODIÓ A TODAS LAS CERDAS UNA POR UNA A LAS CINCO»

(EMPIEZA REMONCHO = YO)

 

Sin duda, lo más impresionante en esta formulación de la catástrofe o punto de inflexión de la acción dramática se produce con la insistencia sobre el número.

Pues, en primer lugar, el jabalí, al parecer del señor Elicio, a las cerdas, a todas, se las jodió una por una.

Y en efecto, es sumamente difícil o improbable imaginarlo de otro modo. La única escapatoria de ese recorrido individual de las cerdas en la jodienda (suponiendo que el término 'joder' lo entendamos en su sentido estricto, incluyendo una penetración completa del vergajo porcino cuerpo adentro de la hembra [que no sé, por cierto, si conocerán ustedes la técnica peculiar de jodienda de los puercos, pero ello es que da la impresión de como si la verga, no más larga de una cuarta y un poco como retuerta y puntiaguda, tuviera que meterse a modo de tornillo; lo cual literalmente no puede ser (pues ello implicaría que uno de los dos contrayentes, o ambos en sentidos contrarios, realizaran con todo el cuerpo una torsión o giro sobre su eje, acrobacia imposible incluso para los caprichos sexuales de Natura), pero ésa es la impresión que da; claro que eso puede ser propio de los domésticos, y acaso el puerco selvático entra más a flecha y por lo directo; pero es que además, en su anotación posterior, el señor Elicio nos habla de «cerdas de montés restregadas por todos los cuerpos de las cochinas»; lo cual sugiere que la cópula, por rápida que fuera, hubo de hacerse con su restriegue _¡y por todos los cuerpos, santo Cielo!]), pues lo único, como digo, que podría introducir incertidumbre en la jodiencia ordinal de una por una (supuesto también que no queramos imaginar al montés dotado de un aparato genésico de vergajos múltiples y dispersos, que pudiera ejercer su función al tiempo sobre diversas vulvas; lo cual, por otra parte, implicaría una escisión o dispersión de la propia unidad personal del montés entero; salvo que, claro, no siendo doméstico y culto, no tuviera por qué estar obligado a tener una personalidad tampoco), pero, en fin, lo único razonable que podemos, en todo caso, pensar contra la suposición singulativa del Señor Elicio sería que la jodienda de cada una quedara ocasionalmente interrumpida para dedicarse a la de otra u otras y sólo después volver a terminar la faena con aquélla: ello, ciertamente, rompería o enturbiaría la ley de los ordinales; pero sería a costa de suponer por parte del jabalí y sus cónyuges de una noche tal intervención de impulsos caprichosos y desviados de eficacia práctica para los fines de Natura, que ello amenazaría al cabo la integridad de la Ley Natural misma: ¿por qué o para qué (causa eficiente o causa final) tendría el bicho que andar saltando de una en otra, antes de dejar a cada una, ya que no satisfecha, concluida?

Así que parece que hemos de resignamos, con el Señor Elicio, al rigor de la ordinalidad, y a imaginar y repetir con Él «una por una».

Y luego todavía añade Él «a las cinco»: en rigor, innecesariamente, puesto que ya se nos había informado de que eran 5 las que había, y previamente, en esta misma frase, se nos ha dicho «a todas». Así que su introducción del cardinal '5' (que, por otra parte, sólo al Dueño pertenece: pues, según Juan_Pablo en su docto comentario ha reconocido, ni las cerdas ni el jabalí podían saber que ellas fueran cinco) es casi como un grito de asombro por parte del narrador y computador, que está, sin duda, inevitablemente comparando por lo bajo y con envidia con los números regentes en las propias coyundas de la raza humana (dicho sea lo de 'raza' con su debido regodeo: porque que esto sea una raza sólo podrían decirlo los miembros de las otras, que por definición constitutiva no pueden decir nada), olvidando Él, en la envidiosa cuenta, que una jodienda porcina es un acto incomparablemente menos costoso y desgastador de macho que la humana, no tanto por aquello de que sea más económico en flujo de esperma o en prolongación innecesaria (recuérdese, por el contrario, el caso de los perros, enlazados, tras el acto, por tan duradero matrimonio), sino por carecer, por definición, de cualesquiera connotaciones psicológicas, y sobre todo, de cualquier intervención de proyecto o de propósito, que son los que en verdad, al mismo tiempo que introducen la noción de 'potencia', anulan la potencia o la reducen hasta lo miserable.

Y aún habría, además, tal vez, que tener en cuenta que lo insólito y exótico de la jodienda en este caso, ejercida sobre un tipo de hembras que no eran precisamente las que la Ley tenía previstas para el caso, sino encontradas por un improbable azar o desconcierto, bien pudo aportarle un aliciente, incentivo y descubridor, por decirlo con nuestros términos, que reduplicara el ímpetu amoroso del salvaje.

(CONTINÚA ENCARNA = ELLA)

 Una vez       Una vez que hemos admitido como inevitable que el Amo subraye con el '5' lo completo y redondo de la operación, tal como en sus limitaciones puede imaginarla, lo malo es que esa admisión de «las cinco» y de «una por una» arrastra consigo otra insoslayable consecuencia: que es que entonces se hace forzoso suponer que una de las cinco fue la primera.

Y ¿cómo, estando todas las 5 juntas, igualmente a disposición, pudo el macho selvático hallar impulsos diferenciales o criterios que lo guiaran hasta una determinada de ellas para ser la 1ª que hubiera de joderse?

¿Es que hemos de optar por suponer entre los bultos de ellas, en aquella sombra íntima y espesa, diferencias singulares o alguna sutil distinción en el perfume del hedor venéreo de sus vulvas que pudiera guiar la rápida decisión del macho hacia una predilecta entre las cinco? ¿O pensar que, de las cinco, hubo una más sensible y rápida que las otras en apercibirse del suceso inopinado en la rotura de su sueño, y en poner inmediatamente su vulva la primera al alcance de lo inesperado?

Ridículas parecen tales suposiciones. Pero, por otro lado, quien quiera contentarse con una apelación a una falsa matemática, a esa contradicción interna que es 'la ley del azar', y con pensar que, puesto que eran cinco y una por una había de jodérselas, una de ellas tenía que ser por fuerza la primera, ése no ha meditado ni en el valor ambiguo con que usa el término 'una' en esa formulación, ni ha hecho del sufrimiento de sus propias indecisiones materia de reflexión sobre el conflicto del Orden y la vida.

Y luego ... el Orden es así: el problema que al jabalí se le presentaba con respecto a la 1ª que joderse, el mismo se le volvía a presentar respecto a la 2ª, que ahora era la 1ª' de las no-jodidas; y así sucesivamente hasta el abismático problema de 'la última'.

Porque ¿qué es lo que pudo determinar que aquélla precisamente fuera la última y con ella diera el puerco por concluida su faena?: ¿es que, en tan breve tramo de conocimiento, pudo aprender a distinguirlas la una de la otra, de suerte que pudiera llevar cuenta o noticia de las que se había ya jodido y las que no, para encontrar en esa última un tope que le impidiera volver a joderse nuevamente a cualquiera de las otras como si fuera una 6ª cerda? Que, lo que es ellas, seguro que no iban a encontrar en sus entrañas mecanismo alguno que les impidiera ofrecerse tan abiertamente la 2ª.' o la 3ª  vez como la 1ª; y menos si sospechamos que algún regusto o brutal memoria de la experiencia les había quedado que más bien pudiera incitarles a repetirla.

Y todavía, a propósito de eso mismo, ¿qué es lo que tenemos que pensar de las actitudes y sentimientos de las propias cerdas a lo largo del recorrido de la jodienda del montés una por una? Pues no podemos, por principio, negarles una cierta sensación de solidaridad de una con otra, no tanto por parentesco de consanguinidad, sino por estrecha cohabitación en la común zahúrda; de manera que, por vagamente que fuera, tenía cada una de ellas que sentirse formando cuerpo con las otras, unidas entre sí por el olor y vaho del común destino de hembras de la piara.

Y entonces, ¿cómo evitar que se nos ocurra que, mientras el jabalí se estaba jodiendo a una, las otras, con las remociones y convulsiones bien reconocibles, en las que seguramente, dado lo estrecho del recinto, deberían participar por directos empujones y refriega (y oyendo también, más que los estertores del macho, los gruñidos femeniles, sin duda peculiares para el caso, por insólito que éste fuera, que estaba su compañera soltando mientras se encebollaba el jabalí con ella), cómo no va a ocurrírsenos _digo_ pensar que cada una de las otras estaba en el mismo trance sintiendo la conciencia de sus corazones, traspasada por los pinchudos roces del montés y los gruñidos de la amorosa víctima, algo traducible como «¿A mí también va a pasarme eso mismo ahora?».

¡Ah abismo del pensamiento ardiendo en el oscuro seno de la feminidad, al que apenas podemos sin mortales temblores asomarnos!

VIII. ADELITA BIS) «Y SALIÓ ESCAPAO

A LOS MONTES ANTES QUE AMANECIERA»

Con esta nota de epílogo y distensión cierra el Señor Elicio su narración de la tragedia (consistente, como todas, en la intervención intempestiva de algo del otro mundo en la cotidiana tiniebla de éste), de manera adecuada, ciertamente, desde el punto de vista de la ordenación dramática, pero que no por ello deja de aportar elementos que requieren anotación al caso.

Pues ¿cómo hemos de interpretar el «escapao» que el Amo le cuelga de paso al jabalí en este trance?: ¿debemos entenderlo en el sentido de que se tratase de una huida del abismo de la feminidad que, tras dar su violenta faena por terminada, se le abría y en el cual (como puede en principio sospecharse que sucede en todo corazón macho por razones muy profundas) sentía él la amenaza de su propia muerte? Pero ello parece que implicaría una conciencia de que su faena, en efecto, estaba terminada y, con ese 'FIN', el surgimiento de otro modo de conciencia, que trocara el movimiento centrípeto de la bestia por otro centrífugo y contrario. Demasiada interpretación parece de la dinámica y sensibilidad porcina.

Ni menos podemos (lo que sería ya descaradamente antropomórfico) atribuirle al jabalí la interpretación de su violenta fuga como huida de la amenaza de quedar, por sola su amorosa hazaña, atrapado en las redes del connubio y la relación establecida, condenado, en fin, a la domesticidad, en la que sólo por un arranque y violación de Leyes Naturales había entrado; que sentiría él la domesticidad tratando de atraparlo con sus tentáculos pegajosos, y de esa sensación sacaría las fuerzas para volver a salir por donde había entrado, con el mismo ímpetu en sentido inverso.

Así parece, desde luego, entenderlo el Señor Elicio cuando dice «salió escapao a los montes» (donde quiere simbolizar a su manera, con el Plural indefinido, el reino y la idea de 'libertad') «antes que amaneciera», esto es, como él está acostumbrado a saber por los cuentos de espíritus y brujas, antes de que la divisoria de noche y día trastocara el orden del mundo, que sólo bajo el reinado de su mitad, la sombra, había dado lugar a la invasión del mundo mágico en el doméstico y ganadero; si bien es cierto que, en tanto que para este mundo nuestro es mágico lo natural (cuyo misterio sólo a fuerza de saberlo como natural, es decir, científico, tratamos de conjurar), en cambio, como ya en nuestro primer comentario habíamos anotado, mágica fue la doméstica sombra para el hijo de Natura.

Pero ello es que, si rechazamos tales especulaciones, habiendo sido la huida evidentemente forzuda y violenta, teniendo a ciegas el macho que encontrar entre la caliente sombra los resquicios de la talanquera por donde había en ella penetrado, volviéndose sin duda a rasguñar y herir con las astillas y clavos los velludos lomos y la barriga enjuta, no tenemos tampoco para explicárnosla el fácil recurso de algún ruido proveniente de la vivienda humana, que hubiera dado al selvático animal señal de retirada: pues el Amo, por confesión propia, no se había en ese momento levantado ni nadie de la alquería, que seguían todos desconociendo en sus entresueños los avatares de la tragedia en las zahúrdas.

O sea que parece que tan inermes de explicación causal nos quedamos para entender la fuga repentina del invasor como inermes de la misma estábamos para entender su advenimiento de montes y jarales y su violenta entrada en el mundo de la Cultura; y las preguntas que al fugitivo pudiéramos dirigirle, «¿Por qué, cerdo montés, has huido y nos has dejado? ¿Por qué, ya que habías entrado, tuviste que salirte?», me temo que habrán de quedarse sin respuesta.

Ésta es, en fin, la narración con que el señor Elicio de Malvide nos refirió el acontecimiento, y en tales comentarios se desarrollaron las perplejidades y cavilaciones que ya nos acudían según íbamos oyéndola a los chicos y chicas que en corro le escuchábamos.

Y estábamos recogiendo los comentarios susodichos, con las oportunas correcciones que la profesoresa Maria­Teresa les había puesto (y que están incluidas, naturalmente, en esta copia), cuando héte aquí que vemos volviendo de la hondonada de la laguna al señor Elicio mismo con un caldero en una mano y un mañizo de abaleos en la otra; conque al punto lo asaltamos, le hicimos volverse a sentar en medio, y nos pusimos a asaetearlo de preguntas:

_Pero usted, señor Elicio, ¿cómo puede estar seguro de lo que cuenta?

_¿Por qué hubo de ser eso lo que pasara aquella noche?

_Venga, cuéntenos más pormenores del asunto, ¿no?

_¿No pudo ser un cazador furtivo con sus perros ...

_ ... que se metiera allí a dormir al calor, o tal?

_¿O un vagabundo, que tuviera una refriega con los cerdos                     .

   _ eso: disputándoles la paja para hacerse una yacija?

   _¿O cualquier otra cosa (¿no?), y que eso del jabalí se lo haya usted imaginado?

A todo lo cual, Él, meneando la cabeza entrecana y mordiéndose la barba en una sonrisilla,

_Las señas, muchachos, ya os lo he dicho, eran mortales.

Y aquí una del corro de repente,

_¡Ah!, pero usted nos dijo que había otra seña todavía.

_Pues sí _respondió_, a mayores, como ya os avisaba, otra cosa hubo que dejó de todo en todo confirmada la presupuesta.

_Y ¿qué cosa era ésa? _todos en corro le pedíamos boquiabiertos.

A lo que concluyó él pausadamente:

_Pues nada: que a los tres meses, tres semanas y tres días, las marranas, todas las cinco, parieron cada una una lechigada de gurriatillos medio peludos, que hubieron de dar una carnecita para churrascos de lo más fino que en vuestra vida habréis probado, con un husmo casi como de jara, y unos jamoncitos muy muy magros, con un tocinillo entreverado de hebrillas medio nazarenas, que no se había visto cosa, os aseguro, que a los que lo cataron no les cabían dudas de cómo había sido la verdad de aquella noche.

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