Wenceslao Fernandez Flórez

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La fraga de Cecebre

El padre

La fría mano del misterio

 La fraga de Cecebre

    Un día llegaron unos hombres a la fraga de Cecebre, abrieron un agujero, clavaron un poste y lo aseguraron apisonando guijarros y tierra a su alrededor. Subieron luego por él, prendiéronle varios hilos metálicos y se marcharon para continuar el tendido de la línea.
    Las plantas que había en torno del reciente huésped de la fraga permanecieron durante varios días cohibidas con su presencia, porque ya se ha dicho que su timidez es muy grande. Al fin, la que estaba más cerca de él, que era un pino alto, alto, recio y recto, dijo:
    _Han plantado un nuevo árbol en la fraga.
    Y la noticia, propagada por las hojas del eucalipto que rozaban al pino, y por las del castaño que rozaban al eucalipto, y por las del roble que tocaban las del castaño, y las del abedul que se mezclaban con las del roble, se extendió por toda la espesura. Los troncos más elevados miraban por encima de las copas de los demás, y cuando el viento separaba la fronda, los más apartados se asomaban para mirar.
    _¿Cómo es? ¿Cómo es?
    _Pues es _dijo el pino_ de una especie muy rara. Tiene el tronco negro hasta más de una vara sobre la tierra, y después parece de un blanco grisáceo. Resulta muy elegante.
    _¡Es muy elegante, muy elegante! _transmitieron unas hojas a otras.
    _Sus frutos _continuó el pino fijándose en los aisladores_ son blancos como las piedras de cuarzo y más lisos y más brillantes que las hojas del acebo.
    Dejó que la noticia llegase a los confines de la fraga y siguió:
    _Sus ramas son delgadísimas y tan largas que no puedo ver dónde terminan. Ocho se extienden hacia donde el sol nace y ocho hacia donde el sol muere. Ni se tuercen ni se desmayan, y es imposible distinguir en ellas un nudo, ni una hoja ni un brote. Pienso que quizá no sea ésta su época de retoñar, pero no lo sé. Nunca vi un árbol parecido.
    Todas las plantas del bosque comentaron al nuevo vecino y convinieron en que debía de tratarse de un ejemplar muy importante. Una zarza que se apresuró a enroscarse en él declaró que en su interior se escuchaban vibraciones, algo así como un timbre que sonase a gran distancia, como un temblor metálico del que no era capaz de dar una descripción más precisa porque no había oído nada semejante en los demás troncos a los que se había arrimado. Y esto aumentó el respeto en los otros árboles y el orgullo de tenerlo entre ellos.
    Ninguno se atrevía a dirigirse a él, y él, tieso, rígido, no parecía haber notado las presencias ajenas. Pero una tarde de mayo el pino alto, recio y recto se decidió... sin saber cómo. Su tronco era magnífico y valía muy bien veinte duros, aunque él ni siquiera lo sospechaba y acaso, de saberlo, tampoco cambiase su carácter humilde y sencillo. El caso es que aquella tarde fue la más hermosa de la primavera; las hojas, de un verde nuevo, eran grandes ya y cumplían sus funciones con el vigor de órganos juveniles; la savia recogía del suelo húmedo sustancias embriagadoras; todo el campo estaba lleno de flores silvestres y unas nubecillas se iban aproximando con lentitud al Poniente, preparándose para organizar una fiesta de colores al marcharse el sol. Quiso la suerte que una leve brisa acudiese a meter sus dedos suaves entre la cabellera de la fronda, tupida y olorosa como la de una novia, y bajo aquella caricia la fraga ronroneó un poquito, igual que un gato al que rascasen la cabeza, y luego se puso a cantar.
    Como estaba contenta y en la plenitud de su vigor, prefirió de su repertorio una canción burlesca: la que copia el atenuado fragor del tren cuando avanza, todavía muy lejos, entre los pinares de Guísamo. Es la que más divierte a los árboles, porque lo imitan tan bien que muchos aldeanos que pasan por las veredas se dan a correr al escucharla, creyendo que el convoy está próximo y que les será difícil alcanzarlo. Con esto los árboles gozan como niños traviesos.
   El pino, cantando en sordina entre los largos dientes de sus hojas, tenía un papel principal en el coro del bosque y merecía la fama de dominar la onomatopeya. Su propia felicidad, el alborozo pueril de aquella diablura, le movió a decirle al poste:
    _¿No quiere usted cantar con nosotros?
    El poste no contestó.
    _Seguramente _insistió el pino, inclinando su copa en una cortesía_ su voz es delicada y armoniosa, y a todos nos agradará que se una a las nuestras.
    El poste silbó malhumorado.
    _¿Y a qué viene eso? ¿Qué cantan ustedes?
    _Imitamos a un tren remoto.
    _¿Y para qué? ¿Son ustedes el tren?
    _No _reconoció el pino, avergonzado.
    _Entonces, ¿qué pretenden con esa mixtificación? Ya que usted me interpela, le diré que no encuentro seria su conducta.
    _¿Quizá le agrada más la canción de la lluvia?
    _No.
    _¿Acaso la canción del mar?
    _Ninguna de ellas. Este es un bosque sin formalidad. ¿Quién podría creer que árboles tan talludos pasasen el tiempo cantando como ranas? Yo no canto nunca, susurro apenas. Si ustedes acercasen a mí sus oídos, escucharían el murmullo de una conversación, porque a través de mí pasan las conversaciones de los hombres. Eso sí que es maravilloso. Sepan que vivo consagrado a la ciencia y que yo mismo soy ciencia y que todo lo que ustedes hacen a mi alrededor lo reputo como bagatela y sensiblería, si alguna vez me digno abandonar mis abstracciones y reparar en ello.
    La opinión del poste pronto fue conocida en toda la fraga y ya no se atrevieron a entregarse a aquel entretenimiento que el árbol extraño y solemne, de ramas de alambre, acusaba de frivolidad. Llegó el verano y los pájaros se hicieron entre la fronda tan numerosos como las mismas hojas. El eucalipto, que era más alto que el pino y que los más viejos árboles, daba albergue a una pareja de cuervos y estaba orgulloso de haber sido elegido, porque esas aves buscan siempre los cúlmenes muy elevados y de acceso difícil. Un día en que su esencia se evaporaba al fuerte sol con tanta abundancia que todo el bosque olía a eucalipto, se decidió a conversar con el poste y le dijo:
    _He notado que no adoptó usted ningún nido, señor. Quizá porque no conoce aún a los pájaros que aquí viven y no ha hecho su elección. Me gustaría orientarle, pues supongo que usted sostendría un nido con agrado. Nos convierten en algo así como un regazo maternal. Yo alojo a unos cuervos. No molestan, pero confieso que son poco decorativos. Quisiera recomendarle a usted las oropéndolas. Ya habrá visto que hay oropéndolas en Cecebre. Pues bien, cuelgan sus nidos con tanta belleza y originalidad que no desmerecerían de las que a usted le ennoblecen.
    El poste crujió:
    _¿Para qué quiero yo sostener nidos de pájaros y soportar sus arrullos y aguantar su prole? ¿Me ha tomado usted por una nodriza? ¿Cree que soy capaz de alcahuetear amoríos? Puesto que usted me habla de ello, le diré que repruebo esa debilidad que induce a los árboles de este bosque a servir de hospederos a tantas avecillas inútiles que no alcanzan más que a gorjear. Sepa de una vez para siempre que no se atreverán a faltarme al respeto amasando sobre mí briznas de barro. Los pájaros que yo soporto son de vidrio o de porcelana, y no les hace falta plumaje de colorines, ni lanzarán un trino por nada del mundo. ¿Cómo podría yo servir a la civilización y al progreso si perdiese el tiempo con la cría de pajaritos?
    Estas palabras circularon en seguida por la fraga, y los árboles hicieron lo posible para desprenderse de los nidos y para ahogar entre sus hojas el charloteo de los huéspedes alados que iban a posarse en las ramas.
    Sobre el tronco del pino resbalaron una vez diáfanas gotas de resina que quedaron allí, inmovilizadas, como una larga sarta de brillantes. De ellas arrancaba el sol destellos de los siete colores, y el pino estaba satisfecho de ser _tan esbelto, tan oloroso y tan enjoyado_ una maravilla viviente.
    _¿Se ha fijado usted en mis collares? _se atrevió a preguntar al vecino.
    _Sí _aprobó esta vez el poste_; claro que usted llama collares a lo que no son más que gotas de resina. Pero la resina es buena: es aisladora (el pino ignoraba de qué), y es más digno producirla que dedicarse a dar castañas, como ese árbol gordo que está detrás de usted. Cierto es que, por muchos esfuerzos que usted haga, no conseguirá crear un aislador tan bueno como los míos, pero algo es algo. Le aconsejo que se deje dar unos cortes en el tronco, a un metro del suelo, y así segregará más resina.
    _¿No será muy debilitante? _temió, estremeciéndose el pino.
    _Naturalmente, debilita mucho, pero resulta más serio. No crea usted que eso se opone a hacer una buena carrera.
    _¡Ah! _exclamó el árbol, que seguía sin entender.
    _Hasta le favorece, si se me apura. Conocí varios pinos que fueron sangrados abundantemente, que trabajaron desde su edad adulta para la Resinera Española. Y ahí los tiene usted ahora con muy buenos puestos en la línea telegráfica del Norte, dedicados también a la ciencia.
    Aquel año los vendavales de invierno fueron prolongados y duros. Durante varios días seguidos los árboles no conocieron el reposo. Incesantemente encorvados, cabeceando y retorciéndose, llenaban el bosque del ruido siniestro de sus crujidos y del batir de sus ramas. Les era imposible descansar de tan violento ejercicio y sus hojas secas, arrebatadas por el huracán, parecían llevar demandas de socorro. Temblaban desde las raíces hasta las más débiles ramas, y el viento no se compadecía. A la tercera noche, un cedro no pudo más y se desplomó roto. Las ramas de algunos compañeros próximos intentaron sostenerlo, pero estaban cansadas también y se quebraron y dejaron resbalar hasta el suelo al bello gigante, con un golpe que resonó más allá de la fraga. Todo fue duelo. El hueco que deja en un bosque un árbol añoso es tan entristecedor y tan visible como el que deja un muerto en su hogar. Únicamente el poste pareció alegrarse.
    _Al fin se decidió a cumplir su destino _declaró_. Ahora podrán hacerse de él muy hermosas puertas, que es para lo que había nacido; no para esconder gorriones y para tararear tonterías. Y ustedes aprendan de él. ¿Qué hace ahí ese nogal? Otros muchos más jóvenes he tratado yo cuando se estaban convirtiendo en mesas de comedor y en tresillos para gabinete. ¿Y aquel castaño gordo, tan pomposo y tan inútil? ¿A qué espera para dar de sí varios aparadores? ¡Pues me parece a mí que ya es tiempo de que tenga juicio y piense en trabajar gravemente! ¡Vaya una fraga ésta! ¡No hay quien la resista! Si yo no estuviese absorto en mis labores técnicas, no podría vivir aquí.
    Los pareceres de aquel vecino tan raro y solemne influyeron profundamente en los árboles. Las mimbreras se jactaban de tener parentesco con él porque sus finas y rectas varillas semejábanse algo a los alambres; el castaño dejó secar sus hojas porque se avergonzaba de ser tan frondoso; distintos árboles consintieron en morir para comenzar a ser serios y útiles, y todo el bosque, grave y entristecido, parecía enfermo, hasta el punto de que los pájaros no lo preferían ya como morada.
    Pasado cierto tiempo, volvieron al lugar unos hombres muy semejantes a los que habían traído el poste; lo examinaron, lo golpearon con unas herramientas, comprobando, la fofez de madera carcomida por larvas de insectos, y lo derribaron. Tan minado estaba, que al caer se rompió.
    El bosque hallábase conmovido por aquel tremendo acontecimiento. La curiosidad era tan intensa que la savia corría con mayor prisa. Quizá ahora pudieran conocer, por los dibujos del leño, la especie a que pertenecía aquel ser respetable, austero y caviloso.
    _¡Mira e infórmanos! _rogaron los árboles al pino.
    Y el pino miró.
    _¿Qué tenía dentro?
    Y el pino dijo:
    _Polilla.
    _¿Qué más?
    Y el pino miró de nuevo:
    _Polvo.
    _¿Qué más?
    Y el pino anunció, dejando de mirar:
    _Muerte. Ya estaba muerto. Siempre estuvo muerto.
    Aquel día el bosque, decepcionado, calló. Al siguiente entonó la alegre canción en que imita a la presa del molino. Los pájaros volvieron. Ningún árbol tornó a pensar en convertirse en sillas y en trincheros. La fraga recuperó de golpe su alma ingenua, en la que toda la ciencia consiste en saber que de cuanto se puede ver, hacer o pensar, sobre la tierra, lo más prodigioso, lo más profundo, lo más grave es esto: vivir.

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 El padre

     Don Pedro se detuvo junto a la galería, ensimismado, con las manos cruzadas sobre la espalda. A la calle no llegaba ya el sol; se veía tan sólo su reflejo sobre las fachadas de enfrente. Delineábanse allí en sombra las casas opuestas y, más tenuemente, el humo que salía por las chimeneas. La vendedora de frutas comentaba a gritos un suceso trivial con una vecina invisble para don Pedro. De cuando en cuando, abanicaba los cestos rebosantes de cerezas con una hoja de col, para espantar las moscas que zumbaban en torno a la roja mercancía. Un carro pasó, haciendo retumbar la calle; una mujeruca se asomó entonces a un ventanillo, clamando asustada por sus arrapiezos, que corrían por el arroyo:

   _¡Maruja! ... ¡Juanín!

    Celia gimió allá dentro. Don Pedro volvió a penetrar en  la sala:

   _¿Qué tienes? ¿Estás peor?

    No; no estaba peor. Don Pedro la miró largamente. La jovencita, pálida, envuelta en un largo chal aquel chal blanco de la madre difunta_, estaba semitendida  en la butaca, con un cansancio enorme en la voz, en los ojos. Sobre la frente, una venda blanca aumentaba la palidez. Marina, la criada, había empapado el paño, hasta chorrear, en agua sedativa, y los cabellos, a raíz de la frente, parecían estaar mojados en sudor de fiebre. Celia se quejaba alguna vez; entonces don Pedro inquiría:

i    _Pero, ¿qué es? ¿Qué tienes?

Y ella respondía vagamente, con desgano, como molesta por aquella solicitud. No era nada: un poco dolor de cabeza: no estaba bien. ¿Querrían dejarla en paz? .. Lo que ella necesitaba era que no la molestasen.

Y volvía a reclinar la cabeza en el respaldo de la butaca y a cerrar los ojos con un gesto de enfado. Don Pedro, entonces, la miraba tristemente y daba un paseíto por la habitación o se marchaba a la galería, murmurando:

   _ ¡Pues señorl. .. ¡Estamos bien! ...

 Cerca de una semana llevaban así. El médico había hablado vagamente de un desarreglo nervioso; quizá, a la vez, algo de anemia. ¿Grave? .. ¡Pchs!. .. Había que esperar unos días para diagnosticar. Todas las muchachas están anémicas _dijo_. Recetó un menjunje ... Celia seguía igual. Su padre tenía a veces arrebatos de ira, que exteriorizaba, lejos de la joven, alzando los puños al techo y barbotando:

   _ ¡Por culpa de ese imbécil!. ..

 "Ese imbécil" era Rafael. Don Pedro no sabía aún cómo, pero Celia y Rafael habían reñido. Inopinadamente, después de dos años de noviazgo, he aquí que Rafael desaparece caprichosamente, "porque sí". Don Pedro, al menos, no conocía los motivos. Quizá alguna calaveradilla ... o el amor propio lastimado ... ¡Cosas de jóvenes, al fin! ... No era para ponerse enferma y agonizar de melancolía, ¡qué diablo! ... Él había intentado hacer estas meditaciones en alta voz delante de Celia; pero Celia había interrumpido a las primeras palabras:

 _ No hablemos de eso. Te suplico que no hablemos de eso ...

 Y él, temeroso, había callado. Pero, monologando, en la intimidad de su espíritu, se ahincó en que todo aquello era una chiquillada sin sentido común.

 Aquella tarde, mirando el rostro lívido de Celia, adoptó una decisión. Se vistió, tomó su sombrero y salió a la calle.

 _A ver _dijo, enigmático, al besar a su hija_ si te traigo un regalito que te satisfaga.

 Fue andando lentamente por las calles. Quería coordinar sus ideas, hilvanar la serie de razones que había vislumbrado para hacer triunfar sus propósitos; pero la imaginación huía por caminos distintos. Marchaba el viejo un poco inclinado, con las manos atrás, en su actitud favorita, sobre la espalda del chaqué un poco raído ya, con la cabeza doblada ... Movía los labios para acompañar con palabras el pensamiento:

   _ ¡Si Celia muriese!. ..

 Rechazó la fúnebre idea. ¿Por qué morir? .. Todo aquello era una pequeñez; no se muere de amor más que en las novelas. ¡Oh, conocía él tantos casos de dolores que parecían inconsolables y que después curó piadosamente el olvido!. .. ¡Morir! ... ¡Qué disparate!. .. Él hablaría dentro de algunos minutos con Rafael. Le diría, sonriendo, sin dar importancia aparente a sus palabras:

   _ Vamos a ver: ¿qué ha pasado entre ustedes? .. ¿Estamos de monos?

   Esto no era inconveniente; lo diría con un aire de frivolidad. Entonces Rafael, acogiéndose a aquella ocasión de resolver el enfado, respondería apresuradamente:

   _Pues mire usted, don Pedro, la verdad ... La culpa ...

 Y aquí vendría el relato de lo ocurrido: una pequeñez; cualquiera de esas pequeñeces que hay entre novios. Don Pedro, sonriendo siempre; al final, sentenciaría:                                  

 _Pero hombre ... , parece mentira que ... ¡Si eso es una tontería, nada más!. .. Yo, en estas cosas, no entro ni salgo; allá ustedes; pero eso es una tontería, que no vale la pena de un disgusto.

 Y Rafael, aquella noche, iría a hablar, más enamorado, más sumiso, con su novia. Celia reviviría.

 Así había de ser. Don Pedro entró en el Casino confortado por la imaginación optimista. Algo le brincaba el corazón, no obstante. Atisbó en el salón de lectura, dio una vuelta por el de billar. En el de tresillo encontró a Rafael. Fingió entonces una indiferencia distraída; se acercó a otra mesa; poco a poco, se colocó al lado de la en que el joven jugaba. Preguntó, sin dirigirse concretamente a nadie, con aire joviaL:

   _¿Cómo va eso?

   SaludáronIe todos.

   _Buenas tardes, don Pedro.

 Y siguieron jugando. Rafael perdía. Extrajo de su cartera un billete, y mientras buscaba el menor de ellos, don Pedro pudo ver los bordes de un fajo. La visión llevó una sutil amargura a su espíritu. Rafael era, cierta­mente, muy rico...Y Celia, él...; cincuenta duros al mes...;una pobreza honrada ... Se descorazonó. Tuvo la revelación instantánea de que el joven no había pensado jamás en unos amores serios con su hija. La misma sospecha cruel le animó a perseverar en su decisión. Sabría de una vez, categóricamente, explorando con habilidad las intenciones de aquel hombre. Esperó. Al fin terminó la partida. Se diseminaron los jugadores. Don Pedro tuvo el temor de que Rafael se marchase: no se atrevería a retenerlo. Pero Rafael se tumbó en un diván. El anciano se le acercó inquiriendo:

   _¿Perdió?

   _Quince duros; no tuve cartas buenas en toda la tarde.

   Llamó a un mozo:

 _Trae un cock_tail. ¿Quiere usted un cock_tail, don Pedro?

   _No; gracias.

 Mientras sorbía el líquido por la pajita dorada, hubo un silencio embarazoso. Don Pedro miró el cock_tai1; después miró a los espejos fronteras. En los espejos se vio él, menudito, seco de rostro, con la rala barba amarillenta ... y a su lado el joven, fuerte, arrogante; el pelo, alisado, tenía un reflejo de metal; en el pecho lucía una chispa de luz, que fulguró también en el espejo. Don Pedro curioseó: era un brillante. Iba sintiendo el anciano cómo su decisión se desvanecía y cómo crecía en él una mansa pena y un renunciamiento sutil. Ya no acertaría con aquel tono frívolo que a él le había parecido insustituible. Su amargura no le dejaría aparentar jovialidad. Grave, digno, con aquella honda tristeza que aumentaba las arrugas del rostro senecto, diría:

  _Rafael, Celia está enferma ... Si usted quiere a Celía, no debe hacerla sufrir.

   Añadiría:

 _Yo no tengo más riquezas que mi honradez y mi hija. Si mi hija se muriese ...

 Se ahogó en amargura, como si ya hubiese pronuncia­do las tristes palabras; sintió húmedos los ojos cansados. Rafael preguntó bruscamente:

   _¿No jugó usted hoy sus carambolas?

   _No; he llegado muy tarde.

   Hubo un silencio. El anciano pensó:

 _Ahora he podido decir: "He llegado tarde porque Celia está enferma".

 Sintió la llamarada de la decisión; iba a decirlo; carraspeó. Pero Rafael comentó entonces:

 _En verdad, ya hace mucho calor para jugar a carambolas.

   _Sí. ..

 Rafael golpeó displicente con su bastón la suela de sus zapatos bermejos.

 _Tanto calor, que yo no espero más. Mañana comienzo el veraneo.

   _¿Se va usted?

   Batía en las paredes del pecho el corazón del anciano.

   _Sí; me voy a la costa. Aquí se aburre uno. Está San Sebastián lleno de gente, de mujeres bonitas. ¿Qué se hace aquí ya?

   _Es cierto.

 Hubo otra pausa. El anciano miraba al espejo, sin ver. Era como si tuviese bruma en el alma, como si fuese anegándose en una vaga melancolía. El brillante volvió a lucir sus resplandores de color allá en el fondo del cristal azogado. Y don Pedro clavó sus ojos allí, ensimismado, abstraído, con el alma remota ...

   Rafael miró el reloj.

    _¡Las nueve!

   Arrojó una moneda junto a su vaso; se levantó.

   _¿Quiere usted algo, don Pedro? .. Hasta el otoño. Don Pedro estrechó su mano.

   _Hasta el otoño. Buen viaje.

 Y no se atrevió a hablar. Le vio salir. Quedó hundido en el diván con los brazos caídos, con el mentón entre las puntas dobladas del cuello. En el espejo vio su mise­rable figura. Pensó, poseído de una íntima condolencia hacia sí propio:

   _¡Qué viejo soy! ...

 Recogió su sombrero: se alzó; cruzó sus manos a la espalda: marchó hacia su hogar, fatigado, débil, con una gran flojera en el alma, en el cuerpo ... Iba mirando las losas absorto ...

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La fría mano del misterio

(Historia de pesadilla)

    Después del casamiento, mi mujer me arrastró rápidamente hasta el coche. A la puerta de la iglesia, en pie sobre las losas que cubrían las tumbas de los feligreses, los padres de Osvina lloraban. Mi suegro era alto, delgadísimo, de corva nariz, y tenía los ojos redondos; su mujer era enjuta también, enlutada, triste. No hablaron; sacudían sus manos como manojos de raíces. Apenas había amanecido y la lámpara del altar se veía en la oscuridad de la iglesia como un ojo de fuego parpadeante. Llovía. Cuando arrancaron los caballos, mi mujer alzó las ventanillas y se acercó a mí temblando, con una inquieta mirada de temor.

     Puedo jurar que soy un buen creyente. El cura de San Eleuterio puede decir cómo todas las tardes, al toque del Ángelus, entraba yo a rezar largamente en la iglesia. Pero yo tengo el espíritu enfermo, muy enfermo.. . Yo he querido alejarme de supersticiones y de brujerías, y ellas me han cercado y perseguido siempre: alguna puertecilla estaba abierta en mi alma, por la que ellas venían. Creo estar en pecado mortal. Rezaba y rezaba, y el Espíritu Malo reía tras de mí. Una vez, en la iglesia de San Eleuterío, he visto alzarse la losa del sepulcro del conde de Gincio y, por la abertura, curiosear unas cuencas vacías. Otra vez, también después del Ángelus, cuando todo el templo estaba solitario y tranquilo, vi con mis tristes ojos al difunto abad de Racemil atravesar la nave y entrar en el confesionario donde en vida se sentaba para oír los pecados de las devotas.

     Cuando me casé, Osvina me quiso explicar estos misterios. Ella sabía hablar con los espíritus; la había enseñado padre. En la sala grande y pobre de su caserón, alguna noche había visto yo a mi suegro alzarse de pronto, con los ojos redondos, brillantes y agrandados, y extender sus manos sarmentosas hacia las tinieblas. Entonces pasaban unas tenues sombras por el círculo de luz que el quinqué proyectaba  en el techo, y yo huía, amedrentado.

   Y Osvina me lo había dicho todo. Habían evocado una vez el espíritu de su primer novio, aquel que murió una noche de tempestad, en las aguas alborotadas de la ría, cuando se obstinó en cruzar él solo de margen a margen para ver a la amada. Los marineros no quisieron partir, y marchó él en la dorna, jurando por Dios que habría de llegar junto a Osvina. Murió. Dos días después, la corriente arrastró a flor de agua su cadáver. Sobre el vientre hinchado y deforme se había posado un cuervo, triste y quieto, con el corvo pico oculto entre las negras plumas.

Desde la evocación, Osvina temblaba al recuerdo del novio muerto. A veces, en nuestra charla de enamorados, se interrumpía ella bruscamente y miraba hacia atrás con sus ojos también redondos y grandes, como si hubiese oído pasos a su espalda. En más de una ocasión intentó refe­rirme el trance extraño de aquella entrevista de ultratumba, y siempre calló, angustiada por un temor agudo... Yo bien sé que no debí casarme con ella; pero aquellos ojos verdes y enormes me atraían como una tentación. En sueños los veía, solos, separados del rostro, brillando sobre un fondo negro... Acaso fuesen, sin embargo, los ojos del padre.

 Era de noche ya cuando llegamos al pueblo. El coche se detuvo en una calle estrecha, de antiguas casas cuyos muros había ennegrecido la lluvia. La dueña de la fonda nos recibió alzando sus cortos brazos. Era anciana ya, diminuta, de lento y sordo hablar. Cuando joven, había sido criada en casa de Osvina. Nos precedió hasta una habitación; hizo acomodar nuestras maletas. Luego, inmóvil en el umbral, con las manos cruzadas sobre el vientre, observó:

 _¡Qué guapa está mi joven señora ... ! ¡Tantos años pasados sin verla!

    Después se dolió de su vejez, se dolió de su suerte:

    _No hay en la casa más que don Amaro, el médico, y su esposa. ¡Son malos tiempos, son muy malos tiempos, mi joven señoral!...

Avanzó para ayudarla a cambiar sus ropas; nos guió después al comedor. Don Amaro y su mujer aguardaban  ante la mesa. Él tenía abundante pelo gris, y una frente enorme, y unos ojos pequeños, de agudo mirar, amparados  por unas gafas gigantescas .. Su mujer era joven, casi una niña aún, hermosa como un bien de Dios; en todo su rostro había una enorme serenidad inconmovible, una quietud total, la absoluta ausencia de gestos; sus ojos eran como  los ojos de una muñeca, que miran sin ver. No la he visto jamás reír, ni llorar, ni emocionarse. El velón de tres brazos que alumbraba la mesa hacía lucir sus rubios cabellos con el mismo tono suave de la miel. Comía con movimientos reposados e iguales, como obedeciendo a un oculto aparato de relojería que la rigiese. Sentada frente a mí, sentí durante la cena el peso constante de su mirada, tan insistente, tan tenaz, que pudo turbarme, El médico parecía no advertirlo. Al terminar, se alzó, cogió del brazo a su mujer y salieron. La vi marchar, erguida, muda, solemne; con cierta rigidez en sus movimientos... El doctor hablaba a su oído algunas palabras confusas.

     Aún le oímos charlar después, ya en nuestra habitación, contigua a la de ellos. A través del tabique la voz del doctor llegaba sordamente; parecía. al principio cariñosa, después asemejaba rogar. Se oyó sólo la voz de don Amaro. Se hizo el silencio, al fin. Entonces, de todos los rincones de la casa vetusta pareció brotar la melancolía. Nuestra lámpara alumbraba débilmente; el pabellón del lecho arrojaba a la pared su sombra como la sombra de una negra estadea. Callábamos, presa de una vaga inquietud. Se sentía un leve zumbar: quizá el de la. sangre en los oídos; quizá el de los espíritus que vuelan en la noche; quizá era, tan solo, la vida misteriosa de la casa. Las casas tienen. también su vida. Algo de la sustancia espiritual de los que en ellas moran va quedando en los rincones oscuros, en las paredes, entre las vigas del techo, hasta en los ocultos agujeros que abre la polilla. Es una vida formada de muchas partículas de vida. En las casas antiguas, por las que han desfilado venturas y las tristezas de muchas generaciones, esa vida es tan fuerte que influye en la nuestra. Nosotros no la podemos ver, en la aparente quietud de las cosas, pero existe; los espíritus de los niños, sensibles a todo influjo, cercanos a lo sobrenatural, de donde vienen, la advierten con mayor claridad: así sienten en las habitaciones oscuras vago terror. Y a veces, nosotros, al quedar solos en una en silencio, hemos sentido como la presencia de otro misterioso que nos acechase; y entonces hemos sufrido un impulso vehemente de huir. ¡Oh, sí: podéis creer en el espíritu de las casas, que a veces es trágico, que a veces es sonriente y protector ... ! El que supiese leer en esos ligeros rumores de que se llenan los edificios durante la . noche conocería muchos secretos tenebrosos.

 Y nosotros sentimos despertar la vida del caserón: pasos imperceptibles, que se advierten porque cruje la madera del suelo; un suave rumor como de charlas contenidas; una risa ahogada que se confunde con el trotecillo de un ratón ... Desde el fondo de un espejo nos atisbaba algo invisible. Osvina, pálida, fría, miraba hacia los rincones oscuros. ¿Qué adivinaba su alma, hecha al horror? .. Yo miré sus grandes ojos redondos, dilatados de espanto. Y en los verdes iris vi claramente el rostro enjuto y el puntiagudo mentón y la corva nariz de su padre, inclinada hacia el pecho, como el pico del cuervo que se posó una vez sobre el cadáver del novio muerto en la ría lejana.

 Si las palabras llegasen a expresar toda la fuerza de lo sobrenatural, yo podría enloqueceros con el relato de aquellos días angustiosos pasados en el caserón, mientras fuera caía implacablemente la lluvia. El cielo era oscuro como la alcoba de un enfermo; frente a nuestras ventanas se alzaban los muros de la catedral, y los monstruos de las gárgolas vomitaban incesantemente el agua turbia de los tejados, como en una náusea continua. Mi mujer, enovillada en el diván, más pálida que nunca, más transparente su piel, callaba, y callaba, en un silencio desesperante y tenaz. Había sentido vagar por la estancia el espíritu del novio muerto, hosco y vengativo, y se advertía sobrecogida por un pasmo de horror. Una noche, al saltar al lecho, asombrado por el pabellón carmesí, gimieron las tablas con un largo lamento. Entonces Osvina huyó, acongojada:

    _En esta cama alguien murió sin confesión _me dijo. y no quiso volver a ella. Todas las horas de la noche las pasó en el diván.

¿ Dormía? Entre las cortinas de la cama yo la vi con sus manos extendidas hacia el espejo, suelto el cabello, entreabierta la boca, hipnóticos los verdes ojos enloquecidos. En el cristal azogado brillan otros ojos también; cuando me incorporé para abarcar la escena, volvió a oírse el gemido del lecho. Entonces ella dejó caer sus manos y una sombra huyó de prisa por el espejo, con las mismas largas piernas del padre... A veces la oía hablar confusamente, como si soñase. En una ocasión me despertó una hora sonando en el reloj de la catedral, abrí los ojos. Volaba una mariposa sobre la llama del velón, y las alas fingían en el techo una sombra de garra. Bien vi acercarse la sombra hasta mi mujer, como unos dedos dispuestos a apresar fuertemente. Gimió ella en el diván, como bajo el influjo de una pesadilla. Entonces la mariposa ardió en la llama. Hubo una súbita claridad, y todo quedó nuevamente encalmado.

¿Quién reía así en el caserón? ... ¡Oh! Es seguro que jamás entre aquellas paredes hubiese sonado otra vez la risa.

Era una carcajada aguda que atravesaba los muros como un estilete de acero, fría, sutil, inquietante. Una vocecita atiplada gritó:

_¡Eh, buena ama, vieja ama, eh ... ! ¿Aún no os ha pedido posada el diablo?

 Y la hostelera replicaba con su tono habitual, doliente y mustio.

Aquella tarde conocimos al nuevo huésped. Era un hombre chiquito y gordo, ágil como una pelota que fuese de bote en bote, inquieto, charlatán. Tenía millares de arrugas junto a los ojos minúsculos, y su boca se abría, para reír, en toda la extensión de las mejillas. Saltaba, más que andar. Habíamos comenzado la cena cuando él salió con estrépito de su cuarto y llegó a ocupar su asiento, al otro lado de Elena, la mujer del doctor. Pero botó en la silla, apenas sentado, para gritar:

_¡Eh, vieja, vieja ... ! ¿Por qué habéis puesto hoy el velón de tres brazos...?

Y se precipito a incendiar su servilleta, arrollada como para formar una antorcha. La posadera acudió con otra luz más. Entonces él suspiró satisfecho y arrojó la quemada .servilleta.

_Es _dijo mirándonos__ que los velones de tres brazos atraen los espíritus.

Osvina le miró a su vez, calladamente. El hombrecillo gordo gritó:

    _A mi vecina no la molestan los espíritus.

Y rompió a reír escandalosamente, echándose hacia atrás en su asiento, mirando a Elena con sus ojillos llenos de malicia.

    Elena no contestó. Como siempre, tenía fijos en mí sus ojos serenos. Ni aun se movió un solo músculo de su rostro. Don Amaro, lívido, más encrespados los grises cabellos, arrojó el tenedor sobre la mesa, gruñendo:

_¡Cada cual vive la vida que tiene ... ! No puedo tolerarle a usted ...

Cogió a su mujer del brazo y se fueron. El hombrecillo se desmayaba de risa. Luego contiuó devorando, como si repentinamente se hubiese olvidado de todo. Cuando calmó su apetito, me miró fijamente:

    _¡Oh! _dijo, con un gesto de alegre sorpresa_. ¡Samuel, admirable Samuel! ¿No conoce usted a los amigos?

    _Señor _protesté_; no soy Samuel. Me llamo Héctor; no le he visto a usted en toda mi vida.

    Él rió:

    _¡Eh! ¿No me ha visto ... ? ¿Dice que no me ha visto ... ?

    El viejo judío Samuel, que tenía su tienda en Stettin, no me ha visto nunca. ¡Ji, ji...!

Tuvo otro largo acceso de risa, y tosió. Entonces asió la copa de agua y la acercó a sus labios; pero el agua se desparramó por el mantel totalmente, como si un émbolo la impeliese. El hombrecillo tornó a posar la copa vacía, con un gesto melancólico:

    _¡Siempre me ocurre así...!

 Y apuró el vino, con un ademán resignado. Después de cenar, nos siguió a nuestra alcoba y se sentó en el diván a mi lado.

 _Y bien _dijo__. ¿Para qué fingir? Cada cual vive la vida que tiene, como dijo el doctor. Yo estoy muy contento por haber hallado a un viejo amigo.

    Encendió su pipa.

    _Ya hace cien años, ¿ eh...?

    Fumó unos largos minutos.

_Yo hice un buen negocio con Julíano Swart. ¿Recuerda usted a Swart...? ¡Qué bien bebía la cerveza negra de Stettin...! Decidimos que el espíritu del que muriese primero avisase al otro los medios de la inmortalidad. Firmamos el pacto con agua bendita, en una hoja de pergamino. Desde entonces no puedo probar el agua; el agua huye de mí. El pobre Juliano murió un día en que había bebido más cerveza que nunca y durmió sobre la nieve. Después ino, obediente al pacto, a traerme el secreto. Pero  los espíritus se han indignado contra él. Ahora quieren matarme.

  Volvió a envolverse en humo y volvió a reír.

     _Pero yo los he hurlado bien. Mientras duermo, corren osamente por la estancia y derriban los muebles. Al principio, el estrépito me producía insomnios. Ahora me acostumbrado y puedo dormir.

    Bajó la voz para contarme:

    _Pongo una calavera en la puerta de mi alcoba, y los espíritus se precipitan en ella. ¿No conoce usted ese amor a su vieja cárcel, que los lleva a entrar en los cráneos muertos y vacíos...? En el fondo de una calavera hay siempre algunos espíritus detenidos. Por eso infunden a las gentes ese temor que ellas no saben explicarse. Con la calavera en la puerta, duermo confiado. ¡Es una ratonera _agre­gó_. Una huena ratonera...!

Y, feliz por hahérsele ocurrido la comparación, volvió reír con su risa aguda, que atravesaba todos los muros.

Luego dio dos brincos sobre los muelles del diván y marchó a acostarse sin decir adiós.

   Yo no le detuve. En aquel instante, como un relámpago vivísimo, advertí la visión de una vida anterior. Me vi alto y flaco y amarillento, tras un mostrador, en una covacha sombría, en una calleja de Stettin... Recordé haber conocido a aquel hombre pequeño y grueso como un barril de cerveza. Quise precisar, sujetar, mi memoria; pero mi memoria huyó a saltitos, como el compañero de Julíano Swart.

     Mi mujer languidecía. Aquella tarde había hablado de que era precisa una separación. En las sombras de los rincones veía siempre el espectro del novio difunto. Cuando me acercaba a consolarla, me rechazaba poseída de un agudo terror. Yo la miraba tristemente, suspiraba y volvía callar.

     Llovía; llovía siempre. Junté mi frente a los cristales vi cómo los monstruos de las gárgolas vomitaban el agua ia de los tejados. Al final de la galería advertí de pronto blanca figura de Elena, que me miraba. Entonces tuve como un enternecimiento súbito, como una ansia de amparo cerca de aquella mujer reposada y sana, que no tenía en su espíritu ansias atormentadoras ni turbas de fantasmas igtadores. Saludé tristemente. Ella siguió mirando, sin contestar. ¡Qué serena paz la de sus ojos...! Me acerqué a ella con lentitud. Comencé a hablar:

    _¡ Usted es feliz, señora; usted es feliz!

No respondió.. Yo abrí mi corazón angustiado y narré todas mis cuitas:

    _Osvina no me quiere.

Me invadía la paz de su mirada; de pronto me asaltó un pensamiento, que fue la última llamada de la felicidad en las puertas de mi alma. ¿Me amaría Elena? ¡Aquellas sus largas miradas, aquella su quietud...! Y sentí el suave e isócrono susurro de su aliento. Era hermosa como una visión de cuentos de hadas. Mi ternura creció. Arrojéme a sus plantas y rompí en sollozos sobre sus manos blancas y tibias:

    _¡Oh Elena, Elena...! ¡Yo soy muy feliz...!

Ella se dejaba acariciar, inmóvil; quizá petrificada en compasión. Sobre mi cabeza abatida, sus ojos estaban clavados en un punto . lejano, con aquella su fijeza constante. Besé sus dedos afilados. Entonces sonó la risa del hombrecillo. El hombrecillo estaba detrás de mí, jubiloso:

_¡Ah, ah ... , el viejo Samuel, que enamora a la mujer de don Amaro! jAh, ah...!

    Me erguí entre azorado y colérico. Elena no se alteró.

    Murmuré con sana:

    _¿Quién le autoriza a usted para insultar a una dama...?

    Siguió riendo aún. Uní mis manos en torno a su cuello, en un impulso de ira.                                                                          .

_¡Eh! _gruñó desasiéndose_. ¡Eh, viejo Samuel...! Un poco de calma. Yo no he insultado a la dama de tus amores. Esta señora no se ofende jamás.

    Después se empinó para deeirme al oído:

    _Elena no tiene alma.

Vio mi gesto y rió otra vez. Elena, quieta, con su eterna expresión, parecía ajena al momento, como sumida en su distracción habitual.

_Elena no tiene alma, viejo Samuel. Era pupila del doctor e iba a morirse. El doctor logró salvar la materia, restaurar vísceras, ligar tendones, poner en marcha otra vez toda la maquinaria del organismo. Pero concluyó tarde su faena, y el alma se había escapado ya. ¡Je, je...! ¡Tiene un gran talento don Amaro, pero no podrá encontrar el alma de su Elena...!

      Oyéronse unos golpes secos sobre la madera del piso.       

    _Es la calavera, que salta _explicó_. Está llena de espíritus.

    Y continuó:

_El doctor se casó con su pupila, pero no pudo conseguir que le amase. Elena no siente más que el hambre, la sed, el sueño, la fatiga... ¡Es una hermosa muñeca mecánica ....

Los golpes volvieron a oírse en la estancia vecina. El hombrecillo suspiró:

_Está demasiado llena la calavera, Tendré que vaciarla, ¡Eh! ¿Por qué no da usted un abrazo a la bella Elena ... ? No habrá de contarlo nunca; nadie se habrá de enterar, ni aun ella misma.

Y le hizo gracia la idea y tornó a sus expresiones de alegría. Sonó entonces un golpe mayor y pasó un instante de silencio.

De mi alcoba vino el grito de espanto de Osvina. Nos miramos; el hombrecillo había palidecido también. Hizo girar sus pequeños ojos metálicos y se puso lívido.

    _¡Han escapado, voto a ... !

Salió. Yo le seguí. Sobre el diván, Osvina, pendiente la negra cabellera, estertoraba; todas las sombras del crepúsculo se habían reunido en una sola sombra inclinada hacia ella, como apresándola. Vi asomar un instante al espejo el rostro de su padre, invadido de desolación...Huí...En el pasillo tropecé con los trozos de la rota calavera; salí a la calle...Corría, corría...El hombrecillo gordo brincaba tras de mí, moviendo ágilmente sus corta. piernas.

Corría..., soplaba... A veces oía su voz angustiosa que suplicaba:

_jEh, viejo Samuel; espera por mí ... ¡No me abandones, viejo...!

Pero yo sabía que algo invisible avanzaba tras nosotros. Y corría sin contestar, seca la boca, erizado el cabello...

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