Felipe Trigo

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Mi primera conquista

Pruebas de amor

Por ahí

El oro inglés

 

 

 MI PRIMERA CONQUISTA

          Me había dado mi tía dos reales y compré con ellos todo lo siguiente:

             Cinco céntimos de pitillos

             Ocho céntimos de cacahuetes

             Diez céntimos de almendras

             Y mi buen real de  confetti porque era carnaval.

       Con todas estas cosas convenientemente repartidas, excepto un cigarro que echaba en mi boca más humo que una fábrica de luz, me dirigí a San Francisco, por la calle de Santa Catalina abajo, marchando tan arrogante y derecho que no pude menos que creer que un capitán que durante un rato fue detrás pensaría:

       _ ¿Será militar este muchacho?

       El paseo estaba animadísimo. Pronto hallé amigos y caras conocidas entre las nenas. Yo reservaba mis confetti (que entonces no se llamaban así) para Olimpia, la morenilla que iba a la escuela frente al Instituto. Pero Soledaíta, una rubia traviesa que al brazo de unas compañeras nos tropezó a la revuelta de un boj, se dirigió a mí resueltamente, mordió su cartucho de papeles y me lo regó por los hombros.

       Soledad era muy mona (y aún creo que lo es). Yo salí del lance lleno de vanidad; y haciendo una vuelta hábil por los jardines, volví a encontrarme frente a frente con ella. Llevaba en cada mano dos cartuchos, me adelanté hacia la rubilla traviesa y los sacudí con saña sobre su cabeza, que quedaba poco después, y los encajes de su vestido medio largo, como si les hubiera caído una nevada de copos de mil colores. Mis papeles eran finos, de lo más caro que se vendía, con mucho rojo, azul y dorado... Cuando Soledad pudo abrir los ojos, limpiándose entre carcajadas los papelillos de las pestañas, le ofrecí almendras. Ella me dio un caramelo de los Alpes.

       _¡Declárate, no seas tonto! _me dijeron mis amigos con envidia. Y sobre todo, con interés egoísta, Juan, que rondaba a otra muchacha, prima de Soledad. Así pasearíamos juntos la misma calle.

       Fui al aguaducho de enfrente, donde tenía mis ciertos conocimientos, porque allí nos convidábamos unos a otros a anís en tiempos de exámenes, y escribí en el mejor papel que pude:

       "Señorita: Hace mucho tiempo que mi corazón, impulsado por los resortes misteriosos del amor, se agita extraordinariamente en el Océano de incertidumbres. Sí, desde que vi la divina luz de sus ojos perdí el sosiego y, si le interesa a usted la felicidad de un pobre desesperado de la vida, désela usted con el anhelado sí de la bienandanza a quien por usted se muere a la vez que se ofrece su más rendido servidor, q.s.p.b..."

       Diez minutos después, sombrero en mano y con toda la finura posible, estaba delante de Soledad:

       -Señorita, ¿será usted tan amable que quiera aceptar esta carta?

       _¡Pronto, que nos va a ver mi criada! _dijo arrebatándola y guardándosela arrugada en el peto de la blusa.

       Uno de mis amigos, que vigilaba la escena escondido en los rosales, gritó en ese momento:

       _¡Cu, cu!

       Así lo hubiera partido un rayo.

       _Y diga usted, señorita, ¿cuándo me entregará usted la ansiada contestación?

       _Mañana.

       -¿Aquí?

       _Sí, hombre. No sea usted pesado.

       Y dio un revuelo y se unió a las otras.

       Yo me quedé como un tonto, sintiendo unos como calambres del corazón, admirado de mi osadía y encantado de mi fortuna. No hablé más en toda la tarde y hubiese dado todas las almendras y los cacahuetes que me quedaban porque llegase en seguida la mañana siguiente.

       Pero aquella noche fui con mi familia a ver  Don Juan Tenorio, que ponían en el teatro fuera de época, no sé por qué. Y a la salida pillé unas anginas como para mí solo. Ocho días de cama, con fiebre.

       Los autores no han podido averiguar si en los delirios de mis cuarenta grados puse el nombre de Soledad; pero lo que sí recuerdo bien es que al tercer día de convalecencia se me entregó una carta suya, con todos los signos en el sobre de haber sido abierta y con todas las señales en la cara de mis padres de haberse reído de mí.

       "Caballero _decía la carta_ , a la rendida pasión que me pinta usted en la suya, y que yo creo sinceramente, no puedo ofrecer otro premio que el de la amistad. Si usted puede ganarse mi corazón, sólo Dios puede decir el porvenir que nos reserva; s.s.s., Soledad"

       Y añadía por debajo:

       "No pase mucho por mi calle, porque mi papá pudiera berlo y hecharle a usted un jarro de agua fría, el domingo al anochecer puede hablarme en mi bentana".

       Bueno, salvo la letra, que era de segunda, y la posdata, que era original, la epístola no estaba mal copiada.

       Era precisamente el modelo que continuaba a la mía en el  Epistolario de amor para damas y galanes.

       Desde entonces Juan y yo rondamos juntos a las primitas. Fueron nuestras novias muchos meses. Siempre que anocheciendo las encontrábamos reunidas en la verja, nos deteníamos. Cuando en la reja estaba una y pasábamos los dos, también; y hasta se dio el caso de que uno solo se parase en la ventana con ambas:

       Lo que no llegó a ocurrir jamás fue que uno solo se atreviera a acercarse cuando la novia estaba sola.

       Una vez me sucedió a mí, por excepción y por pura sorpresa, y pasé las de san Quintín.

       ¿Qué demonios iba yo a decirla?

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     Pruebas de amor

     Mi amigo César es un analista insoportable. Pudiera ser feliz, porque tiene talento y buena fortuna, y es el más desdichado de los hombres.

     Todo lo mide, lo pesa y lo descompone, el placer y el dolor, el llanto y la alegría, el amor y la amistad. Su corazón, sensible hasta lo infinito, se deja tocar por las más pequeñas cosas; pero el eco levantado en el corazón, plácido o triste, grande o fugaz, es entregado inmediatamente al pensamiento, que al profundizarlo por todas partes lo deja destrozado.

     Llorando ante el cadáver de su padre, pensaba si en su aflicción extrema no habría algo de hipocresía consigo mismo. Y cesó de llorar. Pero en seguida le pareció fanfarronada de fortaleza su dolor sin llanto. Y lloró, llamándose miserable.

     Estrenó una comedia. Y cuando el público le aclamaba, se encontró a sí propio desmedidamente fácil de halagar por los aplausos. Para evitarlos, se negó a salir a escena por segunda vez, se largó a su casa, se metió en la cama y no pudo dormir, reflexionando que la brusquedad de tal determinación tuvo mucho más de vanidosa que el haber seguido recibiendo los aplausos.

Cuando saluda a un personaje aléjase meditando si en el saludo no puso algún servilismo. Y, por si acaso, cuando le halla otro día, lo esquiva.

     Vive solo, huraño, perpetuamente dedicado a vacilar, a destruirse las ilusiones.

     Es un loco, sin duda.
 

     Recuerdo que hará tres años lo encontré una tarde en el Retiro, sentado de espaldas a la gente, con la silla recostada en un árbol y entretenido en mirar el desfile de los coches. Me senté con él y no hablamos. De pronto, al paso lento de los carruajes enfilados, porque estaba en el paseo el de la Reina, cruzó junto a nosotros una victoria, en cuyo interior iban dos mujeres, saludando a César,

Una lindísima, elegante, joven.

     — ¿Ves aquélla? — me dijo señalándola, cuando ya no pudo vernos —. La adoro. Estoy desesperado. La vi en la Comedia, en un palco. ¿Verdad que es divina…? Tiene alma de artista. Después de la presentación, no he vuelto más que dos días a su casa.     ¡Oh, si yo pudiera llevarla a la mía, hacerla mi mujer…! Créeme. El ideal es esa Aurora Rubí: pero es hija de un hombre muy rico.

      En seguida me contó que Aurora había estado con él atentísima, quizá más que con nadie; pero que, sin embargo, y a pesar de que la quena cada vez más, teniendo en cuenta la alta posición de aquella familia, no se atrevería a intentar nada. Yo hícele notar a mi amigo que teniendo él una carrera brillante y un nombre literario conocidísimo en Madrid, debían tenerle sin cuidado los miles de duros del suegro. Mucho menos cuando, a juzgar por el modo de saludar de Aurora, cuyos ojos se habían fijado en César con mimosería singular, la niña estaba de su parte. Continuamos hablando del asunto mucho rato a la vuelta del paseo, y ya de noche, en la Puerta del Sol, dejé a César con sus cavilaciones eternas y eternas dudas y desconfianzas.

     En Marzo volví a verle en una platea del Español, con Aurora y su familia. En toda la noche cesaron de hablar, cubierta ella la cara con el abanico de seda, sin importarles un pito la representación. Y después, durante todo el verano siguiente, le encontré siempre acompañándola en los teatros, en los paseos, enamoradísimos ambos, según las muestras. Tenía ganas de hablar con César para darle mi enhorabuena, y una tarde que yo estaba en la Moncloa, adonde fui de puro aburrimiento, le hallé sentado en un banco, la cara seria, entretenido en golpear las piedrecillas del suelo con la contera del bastón.

     — Te felicito — le dije.

     — ¿Por qué? ¿Por quién…? ¿Por Aurora? No, no; todo lo contrario.

     — ¿No es tu novia?

     — Sí.

     — ¿No la quieres?

     — Como un insensato, y su familia me acepta, y ella es adorable sin par; y, por lo tanto, me tiene vuelto el juicio. Puedo casarme cuando se me antoje; pero…

     — Pero ¿qué?

     —Pero… ¡no me da la gana!

     Dijo esto con dureza extraña, como imposición hecha por su voluntad a su invencible deseo.

     — No quiero. No me da la gana de casarme — repitió enfadado.

     Yo me reí. Él se calmó luego.

     — Mira, tú — me dijo —, la quiero tanto que yo necesito a toda costa saber que ella me quiere con delirio; necesito saber que me adora y que me adora como una loca; que me adora por mí mismo, no por la vanidad de mi nombre, ni siquiera por la gratitud de mi amor. En una palabra: necesito que me sacrifique cuanto es y cuanto vale: su tranquilidad, su orgullo, su porvenir y su honra.

     — Estás chiflado.

     Chiflado o no, eso la he dicho: que quiero todos esos sacrificios, que si yo soy su dios, como ella repite a cada instante, su dios le pide el honor y la vida para hacer de ellos lo que guste: probablemente devolverlos; pero ¡quién sabe si entregarlos hechos jirones a la publicidad para ver si la adoración resiste a todo, hasta al martirio y la deshonra!

     — Pero ¿hablas formal? — no pude menos de preguntarle a mi amigo.

     — Tan formal, que hace cuatro días que no la veo. La he jurado que la amaré siempre, aunque probablemente nunca nos casaremos.

     — ¿Y ella?

     — Lucha, la infeliz. Mira, al fin esta tarde me llama. Sí, sí, empiezo a creer que me idolatra; que podremos casarnos…; después

     Al cabo de medio año, he vuelto ayer a tropezarme con César. Estaba en un café y leía completamente absorto una carta de renglones cruzados. Aurora está en Santander.

     — Oye — me dijo César tras de contarme muchas cosas —. Es horrible mi situación. Yo que tanto la adoro, no puedo acabar de convencerme de su amor, y ya menos que nunca. Yo leo esas cartas llenas de ternura, de confianzas dulcísimas, y pienso, a pesar mío, que aunque así deben ser las que dicta el corazón de una mujer enamorada, así pueden ser también las que dirige el miedo de una pobre niña a quien le guarda el tesoro de su honra.

     — Que entregó por amor.

     — ¡Y que puede obligarla a mentir en el olvido! ¡Oh, si así fuera, si ella me hubiese olvidado, cuánto me estaría ofendiendo al creer que yo no sería capaz de devolverle estas cartas, estos recuerdos de nuestra escondida felicidad, que no tienen valor para mí de prendas de venganza contra la ingratitud, sino de reliquias santas de la única mujer que he querido y querré con toda mi alma, aun ante la confesión de su olvido… Y si me ama — continuó César exaltado—, yo quiero saberlo. Pero cómo, Dios mío, si me ha dado todas, todas las pruebas de amor que puede dar una mujer… ¡y no son bastantes!
 

    Yo dejé a César por no decirle que es cruel, brutal, con la infeliz y enamorada niña que así se ha hecho la esclava de un loco.

     Porque no me cabe duda que César tiene una locura no estudiada en los libros todavía.

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Por ahí

     ¿Domingo?

     Caramba, día de divertirse.

    ¡Cuánta gentel Todos suben, se alejan del centro. Yo me acerco, al revés.

     Encontrarme desde mi casa en el Retiro, a los quince metros, no tiene lance de paseo.

     Sol hermoso; coches y tranvías atestados; Espartero dominando la calle desde su caballo de bronce.

     — ¡Adiós, general!

     Es muy amable este Espartero, con su sombrero en la mano, eternamente saludando a la acera derecha, desde donde nadie le responde. Líbreme Dios de pasar sin corresponder finamente al saludo, y los demás que hagan lo que gusten.

     Y vengamos a cuentas, para no andar en balde: ¿adonde iré? Hay que pensarlo sobre la marcha, entre pisotón y codazo.

     Dinero no falta, en buena hora lo diga, si no para comprar un reino, con el que quizás no sabría qué hacer, para comprar media docena de mujeres, que bien sabré qué hacer con ellas.

     Pero tal vez lo sé demasiado.

     La tarde es larga, la vida imposible. Reflexionando, principalmente. Algo, pues; necesito algo que me distraiga; y estoy en la corte, donde dicen que sobran las diversiones.

    En la plaza gran atracción. Un toro y un elefante. Iría, pero luego no resulta ninguna de las barbaridades prometidas. ¿Fieras contra fieras? ¿Tigres, toros, leones y elefantes? Bah, para atrocidades los hombres, y ya los veo por la calle… y ya me ven.

¡La Cibeles!

     Decididamente, me son simpáticos estos caballos de bronce y estas virtudes de mármol.

     Allá, por las baldosas de Recoletos, desfila un cordón de gente. Sombreros monumentales, flores, niñas en situación, tal cual levita…; los de a pie, dándoselas de aristócratas desmontados, los de a caballo mirando a los landós, y los landós al trote. El éxito de la tarde es un cab tirado por once perros de Terranova.

     ¿Hay concierto? Beethoven, Wagner, cien violines, dos arpas… Yo quisiera oirlo sin verlo. Desde una hamaca oscilante en la bóveda. En las butacas acabaría por preocuparme de la postura; en los paseos estaría de pie y molesto; en el paraíso… ¡nada de paraísos!

    Y nada de conciertos ni de músicas. La música miente, me diría dulzuras, llevaría mi pensamiento a lo que no puede existir. ¿Un mundo desavenido con la última nota? ¿Un ángel vuelto a caer al pisar la calle? Jamás. Prefiero seguir en la realidad.

    Adelante. Arriba, arriba calle de Alcalá. La realidad puede ser un teatro cualquiera, de telón afuera o de telón adentro. Sólo que en la sala seguramente no me importaría lo que pasara en la escena. El colmo. Buscar interés por un espejo a lo que en sí mismo no interesa nada. Desde una butaca no sabría esta tarde si el drama o la comedia estaba delante de mí o alrededor mío o… dentro de mi alma.

     Alma. ¿Habré dicho una barbaridad?

     — Una limosna al ciego.

     — Toma.

     — Dios se lo pague.

     — Bueno. Pero te advierto que son dos pesetas… por si eres ciego.

     No es limosna. Es que doy el dinero que me hubiese costado no divertirme en el teatro. Gano todavía y ese infeliz me da las gracias. ¡Estúpido!

    El sol, rasando sus rayos desde el tejado de la Equitativa, envuelve en polvo de luz la calle. Maldito si veo a nadie de tanta gente como tropiezo… Siempre es un favor. Señoras en silueta, amigos al traslumbre… y yo, sombrero a los ojos y hala, hala… Vuelvo la cabeza y veo a la señora de un amigo. Pero por la espalda. ¡Qué historia me recuerda! Ella lo quiso. Punzante, casi dulce, breve. Un epigrama. Una instantánea.

     Bien ¿y qué? Maisón Dorée. ¿Qué adelanto con entrar? Café. Mis terrones y mi sitio. Conocidos, todo mi círculo. Poetas y autores, políticos, novelistas, empleados y periodistas sin empleo, un pintor, celos, mentiras en circulación, la farsa, lo de siempre… Además, que sería una lástima callarlos si me están poniendo como un trapo. Volveré. Hay tiempo de cobrarse. Yo suelo quedarme de los últimos…

     Pero ¿este dinero?…

     ¡Ah, ya encontré mi diversión!

     — ¡Cochero!

     — Señor.

     — Al campo, al aire, al sol…

     — Se está poniendo.

     — No importa. Llévame adonde quieras, aunque no haya nadie, con tal que haya callos y vino. De prisa. Revienta el jaco, porque me da igual llegar en diez minutos o a media noche. Lo importante es ir de prisa.
 

     — Camarero, una ración de callos y otra de alegría.

     — ¿Eh?

    — Sí, hombre, sí. ¡Una botella!… ¡Parece mentira que no sepáis lo que estáis vendiendo.

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El oro inglés

Leía yo, acostado, tratando de dormirme, El Imparcial. De pronto, sobre el cielo raso sonoro como el parche de un tambor — ¡oh estas casas nuevas de ladrillo y de hierro! — sentí los pasos menuditos. Aquella noche me intrigaron más. Por la tarde había sostenido este diálogo con la camarera de la fonda:

     —¿Quién duerme arriba?

     — La inglesita.

     — ¿Qué inglesita?

     — Una joven que ocupa dos habitaciones. La contigua para su institutriz.

     — No la conozco.

     — Come en su cuarto. Sin embargo, ha debido usted de verla en la playa todas las mañanas.

     — ¿Guapa?

     — La mar.

      Dejé caer el periódico, y me quedé fijo en el techo.

    ¡Si fuese de cristal! Las maniobras de siempre. Mi habitación tenía la cama en un ángulo del fondo. Igual estaría colocada la cama en la de encima, y allá se habían dirigido los pasos: la inglesita levantaría el embozo… Después sentí el dulce y picado taconeo hacia el rincón opuesto. ¿El tocador?… Ella, frente al espejo, se quitaría las peinetas, las sortijas, el leve abrigo de sedas con que habría vuelto acaso de oir en el bulevar los conciertos de orfeones… Se despojaba. Media hora. La niña se extasiaba con su imagen. Era, pues, cuando menos, lo menos coqueta que puede ser una joven cuando no es tonta, aunque sea inglesa.

Vagó en seguida por la alcoba. Mis ojos la seguían con toda precisión en el techo… ¡Ah, si fuese el techo de cristal! No muy alta, ni muy gruesa, sin duda, a juzgar por el peso leve de sus pasos; aunque sí nerviosa y vivaracha. Cruzaba de uno a otro lado con ese mariposeo de toda mujer bien vestida al desnudarse; por consecuencia, un dato más: elegante.

     Volvió al centro, y un roce indefinible me hizo adivinar su vestido y su enagua cayendo a sus pies. Habría jurado que la estaba viendo, toda recta aún en el ruedo de estas ropas por el suelo, desenlazarse el corsé: doblarse después a recogerlo todo y llevarlo a la percha taconeando más ligera… en camisa, no sin lanzar de vuelta una caricia de mimo a su escote, en el espejo… Y ¡qué estupidez!… he aquí una cosa que yo no veía bien: cómo tendría los senos una joven inglesita; ¿anchos, semiesféricos, de amplia base, como las españolas? ¿Separados y rebotantemente movibles, como las francesas? ¿De media toronja, como las indias de aquel Ceilán de mis ensueños de un día?…

     Tornaba, tornaba la inglesita a mi vertical; es decir, a su lecho, que chirrió al sentarse ella en el borde. Iba a descalzarse. Un golpe seco: una bota al suelo. Una bota pequeña, dulcísima, que habría dejado al aire un pie calentito, cubierto por una media de seda tensa como un guante, y azul Luzbel, de seguro. Una pierna sobre la otra… ¡Oh, cómo miraba yo de abajo arriba y cómo la virgínea miss no supondría que era el techo de cristal!

     La otra bota al suelo. Y la cama volvió a crujir inmediatamente, en gemidos amorosos del sommié al recibir el cuerpo. Mas ¿era entonces que se acostaba con medias?

    Nada… al poco. Ella que fantasearía supiese Venus qué cielos de juventud, y yo en mi solitario cuarto, con El Imparcial sobre la colcha, con los ojos fijos en aquel techo blanco que no tenía un escotillón por donde yo… ¡bah, qué idiotas hosteleros y qué techos tan estúpidos! Me quedaba la imaginación proponiéndome problemas. Recorría el desorden delicioso del cuarto aquel de mi extranjera vecina con el vestido en la butaca, con el corsé a medio colgar del niquelado clavo de la percha, dejando caer sus broches de las ligas sobre el blanquísimo pantalón orlado de encajes; con aquel aire oliente a perfumes de tocador y de chiquilla bonita, con aquella cama en que ella al fin dormiría derramando por la almohada su caballera de oro británico, y abandonando sobre la cubierta cielo sus desnudos brazos delgados y flexibles…

     ¡Dios! ¡Gran Dios! ¡El oro británico! ¡El oro famoso inglés que yo no conocía ni en libras esterlinas, ni en amorosos rincones!… Porque hay tremendos detalles en que la imaginación se pierde: por ejemplo, la mía, sobre las laxas y lisas y doradas cabelleras inglesas, no podía concebir los rizados breves… ¡sí, sí, lo que fuera horrible en una corta laxitud!… ¡Horrible!, ¡horrible!

La imaginación es una solemnísima embustera y una infeliz inocente.

     Aquella vez tan sólo no me había engañado en que la niña era preciosa y delgada y adorable. Pero ni el tocador estaba a la izquierda de la puerta, ni ella dormía nunca con los brazos fuera del embozo, ni se sentaba en la cama para descalzarse jamás, ni sus medias eran azul Luzbel… sino negras, caladas.

     ¡Ah! y además no debe uno aventurar temerarias deducciones sobre la laxa y lisa cabellera de las dulces inglesitas.

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