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EVARISTO CARRIEGO

Caperucita roja que se nos fue

Las manos

La muerte del cisne

En el patio

Has vuelto, organillo...

«Caperucita roja» que se nos fue
¡Ah, si volvieras!... ¡Cómo te extrañan mis hermanos!
La casa es un desquicio: ya no está la hacendosa
muchacha de otros tiempos. ¡Eras la habilidosa
que todo lo sabías hacer con esas manos...!
El menor de los chicos, ¡pobrecito!, te llama
recordándote siempre lo que le prometieras,
para que le des algo... Y a veces _¡si lo oyeras!_
para que como entonces le prepares la cama.
¡Como entonces! ¿Entiendes? ¡Ah, desde que te fuiste,
en la casita nuestra todo el mundo anda triste!
y temo que los viejos enfermen, ¡pobres viejos!
Mi madre disimula, pero a escondidas llora
con el supersticioso temor de verte lejos...
Caperucita roja, ¿dónde estarás ahora?

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Las manos
A todas las evoco. Pensativas,
cual si tuvieran alma, yo las veo
pasar, como teorías que viniesen
en las estancias líricas de un verso.
Las buenas, las cordiales, generosas
madrecitas de olvidos en los duelos,
las buenas, las cordiales, que ya nunca
las volvimos a ver, ni en el recuerdo.
Las manos enigmáticas, las manos
con vagos exotismos de misterio,
que ocultan, como en libros invisibles,
las fórmulas vedadas del secreto.
Las manos que coronan los designios,
las manos vencedoras del silencio,
en las que sueña, a veces, derrotado,
un tardío laurel de luz el genio.

Las pálidas, con sangre de azucenas,
violadas por los duendes de los besos,
que vi una vez, nerviosas, deslizarse
sobre la gama azul de un florilegio.
Las manos graves de las novias muertas,
rígidas desposadas de los féretros,
leves hostias de ritos amatorios
que ya nunca jamás comulgaremos;
Esas manos inmóviles y extrañas,
que se petrificaron en el pecho
como una interrogante dolorosa
de la inmensa ansiedad del postrer gesto.
Las crüeles que saben el encanto
del fugaz abandono de un momento.
Las exangües, las castas como vírgenes,
severas domadoras del deseo.
Las santas, inefables, las ungidas
con mirras de perdón y de consuelo:
amadas melancólicas y breves
de los poetas y de los enfermos.

Las románticas manos de las tísicas,
que, en la voz moribunda de un arpegio,
como conjuro agónico angustiado,
llamaron a Chopin, desfalleciendo...
Las manos que derraman por la noche
los filtros germinales en el lecho:
las que escriben las cláusulas fecundas
sobre las carnes que violó el invierno.
Las manos sin amor de las amadas,
más frías y más blancas que el pañuelo
que se esfuma en las largas despedidas
como paloma del adiós supremo.
¡Las únicas, las fieles, las anónimas,
las manos que en los ojos de algún muerto
pusieron, al cerrarlos, la postrera
temblorosa caricia de sus dedos!
Las manos de bellezas irreales,
las manos como lirios de recuerdos,
de aquellas que se fueron a la luna,
en la piedad del éxtasis eterno.

Las místicas, fervientes como exvotos,
inmaterializadas en el rezo,
las manos que humanizan las imágenes
de los blondos y tristes nazarenos.
Y las manos que triunfan del olvido,
¡esas, blancas como el remordimiento
de no haberlas besado, ni siquiera
con el beso intangible del ensueño!

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La muerte del cisne
En un largo alarido de tristeza
los heraldos, sombríos, la anunciaron,
y las faunas errantes se aprontaron
a dejar el amor de la aspereza.
Con el Genio del bosque a la cabeza,
una noche y un día galoparon,
y cual corceles épicos llegaron
en un tropel de bárbara grandeza.
Y ahí están. Ya salvajes emociones,
rugen coros de líricos leones
cuando allá en los remansos de lo Inerte,
como surgiendo de una pesadilla,
¡grazna un ganso alejado de la orilla
la bondad provechosa de la Muerte!

 

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En el patio
Me gusta verte así, bajo la parra,L
resguardada del sol del mediodía,
risueñamente audaz, gentil, bizarra,
como una evocación de Andalucía.
Con olor a salud en tu belleza,
que envuelves en exóticos vestidos,
roja de clavelones la cabeza
y leyendo novelas de bandidos.
_¡Un carmen andaluz, donde florecen,
en los viejos rincones solitarios,
los rosales que ocultan y ensombrecen
la jaula y el calor de tus canarios!
¡Cuántas veces no creo al acercarme,
todo como en un patio de Sevilla,
que tus más frescas flores vas a darme,
y a ofrecerme después miel con vainilla!
O me doy a pensar que he saboreado,
mientras se oye una alegre castañuela,
un rico arroz con leche, polvoreado
de una cálida gloria de canela.
¡Cómo me gusta verte así, graciosa,
llena de inquietos, caprichosos mimos,
rodeada de macetas, y, golosa,
desgranando pletóricos racimos!
Y mojarse tus manos delincuentes,
al reventar las uvas arrancadas,
como en sangre de vidas inocentes
a tu voracidad sacrificadas!...
Y ver vagar, cruelmente seductora,
en esos labios finos y burlones,
tu sonrisa de Esfinge, turbadora
de mis calladas interrogaciones.
Y desear para mí, las exquisitas
torturas de tus dedos sonrosados,
que oprimen las doradas cabecitas
de los dulces racimos degollados!

 

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Has vuelto, organillo. En la acera
hay risas. Has vuelto llorón y cansado
como antes.
                            El ciego te espera
las más de las noches sentado
a la puerta. Calla y escucha. Borrosas
memorias de cosas lejanas
evoca en silencio, de cosas
de cuando sus ojos tenían mañanas,
de cuando era joven... la novia... ¡quién sabe
Alegrías, penas,
vividas en horas distantes. ¡Qué suave
se le pone el rostro cada vez que suenas
algún aire antiguo! ¡Recuerda y suspiro!
Has vuelto, organillo. La gente
modesta te mira
pasar, melancólicamente.
Pianito que cruzas la calle cansado
moliendo el eterno
familiar motivo que el año pasado
gemía a la luna de invierno:
con tu voz gangosa dirás en la esquina
la canción ingenua, la de siempre, acaso
esa preferida de nuestra vecina
la costurerita que dio aquel mal paso.
Y luego de un valse te irás como una
tristeza que cruza la calle desierta,
y habrá quien se quede mirando la luna
desde alguna puerta.
¡Adiós, alma nuestra! parece
que dicen las gentes en cuanto te alejas.
¡Pianito del dulce motivo que mece
memorias queridas y viejas!
Anoche, después que te fuiste,
cuando todo el barrio volvía al sosiego
_qué triste_
lloraban los ojos del ciego.

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