Eugenio Noel

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Una tortilla durante la gran guerra

Crónica antitaurina

Una tortilla durante la Gran Guerra

O

So potch das Pfeifel and die Pforte

    No es posible imaginarse alemán más celoso de su mujer que Wilhem Frenlich. Al mismo tiempo era bastante difícil encontrar un hombre tan poseído del demonio de la gula como él lo estaba.

    Este último defecto que en él era refinamiento, y aquella cualidad de su espíritu, que todos sus amigos consideraban disculpable a causa de la extraordinaria hermosura y abundancia de su señora, la bellísima Luisa, tuvieron un trágico momento de prueba en las postrimerías del año mil novecientos diecisiete cuando la miseria en los pueblos cercanos al frente era mayor y enorme la acumulación de regimientos, prisioneros y fugitivos.

    Toda descripción de esa miseria sería pálida ante la siniestra realidad y sólo los que por necesidad de informar a los periódicos hubimos de sufrirla, sabemos lo que era encontrar un poco de pan negro y alguna de esas delicatessen que tan gratas son al paladar regadas con cerveza. Baste recordar que en el pueblo donde vivía el matrimonio Frenlich el dinero no tenía valor alguno.

    Pero si la descripción de aquella miseria inaudita es imposible, tampoco ella constituye el principal objeto de esta breve narración.

    El interés de toda ella está en la magnífica Luisa, una mujer deliciosa, de esa clase de mujeres, menos abundante de lo que generalmente se cree, que parecen nacidas para hacer traición no sólo a su marido sino a los deseos del femenismo contemporáneo de igualdad para los dos sexos.

    Luisa era en este doble sentido un horror. Mujer hasta los huesos, todo en su cuerpo, de una abundancia irresistible, hablaba de vida, pero de una vida en la esplendidez de la palabra y en su magia absoluta o disoluta.

    Por esto su marido Wilhem Frenlich vigilaba su tesoro con los celos pero sin el infantilismo del negro personaje de Shakespeare, entendiendo a su modo aquel magnífico verso del «Ars amandi», de Ovidio: Pon tus labios allí donde ella ponga sus ojos; es decir, poniendo sus cuatro ojos —olvidamos decir que Frenlich como buen alemán de cuento gastaba gafas—donde ella ponía los dos faros de los suyos y, sobre todo, no quitándolos de un joven colega herv professer—también hemos olvidado decir que Frenlich lo era y de una asignatura preciosa, la «Estética de la música»— llamado Heine, como el malaventurado e incomparable poeta alemán.

* * *

    Y que para ello tenía razón y aun razones el émulo de Hanslich, lo demuestra el que el joven profesor era todo lo contrario de él mismo. Alto, garboso, con ese relativo garbo, claro está, de la Raza a la que se le ha ocurrido —leed a Einstein— que todo es relatividad, de cara varonil y, como ella, como Luisa, un ser todo él hecho para vivir en el pleno sentido de la vida sin preocupaciones que arrugan el entrecejo, le fruncen y marchitan, sin esos mil inconvenientes filosóficos o sociales que los más de los hombres encuentran en la perra existencia para no hacer lo que les da la gana sin más miramientos, embelecos y azofaifas.

    Es verdad, y por lo grande una verdad enteramente alemana, que así como hay mujeres tales como Luisa creadas por la naturaleza para amar y sin otro objeto, hay también hombres como Heine hechos para el placer y satisfacción de los sentidos. Y si Luisa había, como esta clase de señoras ve eso, apreciado en Heine esto, Heine había considerado lo mismo en la mujer de su amigo. De todo lo cual se dedujo un idilio en re, majestuoso, que amenazaba con ser breve, al contrario de lo que pasa con todos los idilios; es, a saber, que marchan por sus pasos contados, gustándolos demasiado, apurando el deleite de esas sensaciones efímeras y saboreando el argumento de la comedieta con la fruición con que se saborea en la vida todo el daño de otro que nos hace un bien.

    Aquello amenazaba con la brevedad. Luisa no era mujer que supiera esperar ni mucho menos gastar el tiempo en dorar su deseo, ni Heine hombre que poetizara sus ansias; esto se queda para los que casi nunca terminan o satisfacen sus aspiraciones o para aquellos seres humanos que gozan más los detalles, incidentes y peripecias.

    Mas los cuatro ojos de Frenlich vigilaban día y noche y la amenaza permanecía en ese estado novelesco que no deja de ser interesante y que consiste, como va viendo el lector, en un hombre con gafas que está seguro al menor descuido de que su señora legítima demostraría las excelencias de la poligamia.

* * *

    Vigilando y comiendo llegaron los malos días de la guerra y con la guerra el hambre, que es una de las admirables cosas que la guerra engendra, y nuestro buen profesor hubo de irse apretando cada día más y más el cinturón hasta que se acabaron los ojetes donde meter el rabillo de la hebilla.

    Luego vino lo de adelgazar y con ello una nueva fatalidad que añadir a las relaciones con su esposa, pues si Frenlich era feo cuando estaba gordo, orondo y rozagante, habrá que imaginarse lo que a su fealdad nativa añadiría el enflaquecimiento progresivo y constante.

    No así Luisa, que a pesar de la escasez y aun riéndose de ella no perdía átomo de su cuerpo ni pizca de sus ansias. Problema es ello y de órdago, pero no es este sitio propicio para dilucidar el porqué la mujer y sobre todo las mujeres como Luisa no sólo soportan más las estrecheces y tormentos de la vida sino que saben sacar de ella todo el fruto posible. El caso fue que a medida que desaparecieron del pueblo y cercanías las viandas más precisas, lo más elementales comestibles, Luisa era más arrogante y su aire retador, lascivo e insinuante crecía más.

    Y con el hambre llegaron los regimientos, centenares de miles de soldados que ocuparon los edificios y encarecieron las habitaciones hasta el absurdo, lo que también es otra de las muchas amables cosas que las guerras traen consigo. Y como los soldados tuvieron necesidad de sitio, el hermoso Heine hubo de ceder su casa situada en el Colegio y pedir al celoso Frenlich un rincón de la suya.

    ¿A Frenlich? ¿Y qué otro remedio? En primer lugar, porque lo más natural, tratándose de dos profesores con pabellón en un mismo Colegio invadido por la tropa, es acudir a la hospitalidad del compañero; y en segundo lugar, porque de no ser así, el asunto de este relato se vería muy comprometido.

    Comprendido así el caso por el enflaquecido y desesperado profesor Frenlich, acogió en su hogar al verdadero enemigo; y no fue sólo esto, sino que hubo de cederle casi en su propia habitación un sitio, pues los más de la casa estaban en poder de la soldadesca. Y he aquí como a la tragedia del pobre profesor se le comienza a ver la punta.

* * *

     Renunciamos, por lo fáciles que son de imaginar, a describir el sinnúmero de agobios y torturas que acecharon al músico, amén del hambre. A todas horas, sus cuatro ojos habían de vigilar su honra porque Luisa no tenía compasión cuando se trataba de realizar la obra para la que había nacido, y un minuto sí y otro también aquella ardentísima hembra procuraba atraerse al joven colega de Frenlich con todo el sabido repertorio de miradas, movimientos y envites que es propio de estos dramas íntimos.

    Mas para bien del profesor de las gafas el hambre que tantos estragos hacía en él no dejaba tampoco de hacerlos en la belleza de Heine y su acometividad, y poco a poco, entre estos dos hombres que se odiaban, se fue estableciendo esa solidaridad tan humana que se crea en el infortunio común.

    Juntos buscaban el pedazo de pan que habían de llevarse a la boca; los dos compartían con Luisa el yantar humilde, dificultosa y hasta milagrosamente conseguido.

    Y en la energía que derrochaban los dos profesores se le iba al uno la gana de engañar al otro y al feo el odio celoso del macho.

    Pero Luisa, como ya hemos descrito varias veces, no se daba por vencida y no la conmovía esta asociación forzosa. El tener cerca al deseado no hizo sino aumentar su profundo espíritu femenino de amor y drama.

    Y he aquí cómo el drama surgió entre aquellos seres.

    Un día el profesor de las gafas, el músico Frenlich, con el genio de reflexión que caracteriza a su Raza y la ha hecho merecidamente famosa, sorprendió el arte de buscar donde no hay de los soldados, y, espiándolos, cogió sus procedimientos.

    Estos eran sencillos, y precisamente en el día en que el hambre llegaba a preocuparles bastante más que de costumbre, Frenlich y Heine, monteando a contrapelo se hicieron con unas patatas y varios huevos.

    Y con los huevos y las patatas Luisa realizó el milagro de una resplandeciente y apetitosísima tortilla, que colocada en la mesa la noche de autos, esparció por el ámbito ese olor del que los sabios modernos han sacado tan profundas ideas psicofisiológicas.

    Sentáronse los tres, el marido en medio y, suspirando el pobre, cortó la tortilla en dos grandes pedazos, uno que siguiendo el método alemán inductivo, había de apagarles el hambre de mañana, y otro, que subdividido en tres porciones, resolviera el conflicto del hambre atrasada, aquella noche.

    Comieron silenciosamente los tres sus cortas raciones, mirando la hembra más al deseado Heine que a la tortilla apartada, contemplando Heine como Frenlich, lejos de todo odio y celos, aquel pedazo de huevo y papas que dejaban allí para el día siguiente.

    Se acostaron.

    Para tormento de los tres, sólo separaba sus lechos un tabique de panderete y es lo más sencillo del mundo figurarse lo que ocurriría, por causa de la maldita guerra y la otra que nos hacen a nosotros los sentidos, a aquellas tres almas.

    Se acostaron y todo quedó en paz.

    Mas como la realidad todo lo añasca, he aquí que a deshora se oyen recios aldabonazos dados en la puerta.

   Para llegar a ella había que descender por una escalera, atravesar varios pasadizos y realizar un viaje que el celoso Frenlich no podía ver con buenos ojos, así es que a pesar de continuar los golpes, Frenlich no se movió en el lecho del lado de Luisa.

    Los aldabonazos continuaron dados por enérgica mano, Por aquella mano que en el alma musical de Frenlich se le antojaba la que en el primer tiempo de la quinta sinfonía bethoweniana llama desesperadamente. So potch das Pfeifel and die Pforte...

    Así llama el Destino a nuestra puerta...

    No había otro remedio que levantarse a ver qué era aquello y el hombre de las gafas se levantó. Luisa, la divina, se hacía la dormida.

    Frenlich miró aquella cara con angustia y aquel tabique. Nunca se separaba de ella si no era llevándose a Heine, al enemigo.

    ¡Pero, dormía Luisa con tan angélica serenidad!...

    Los golpes arreciaban y Frenlich salió. Allí en el comedor estaba la tortilla reservada para el siguiente día. Frenlich miró la puerta del aposento de Heine y el sitio del aparador donde la codiciada vianda se ocultaba.

    Y, venciendo sus celos y su hambre, se fue camino de la puerta.

    No habría descendido los peldaños de la escalera fatal, cuando Luisa, ahogada de deseo, dio en el tabique un golpe tremendo que despertó a Heine.

    —Heine, Heine... —repetía su voz.

    —¿Qué quiere, Luisa?

    —¡Oh! ¿Qué quiero? Ha salido... Aprovéchate...

    —¿Qué?

    —Heine, Heine, ven; ha salido... Aprovéchate...

    Y la voz de Luisa era una caricia y un rugido

    Heine se levantó. Luisa le oyó y tirándose del lecho salió al encuentro del amado.

    Por fin iban a lograrse sus ansias.

    Mas al salir al comedor a estrechar en sus brazos el cuerpo del deseado, halló que éste devoraba con precipitación medrosa el resto de la tortilla.

    —Aprovéchate... Ha salido...

    Y Heine se había aprovechado.

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Crónica antitaurina, por Eugenio Noel

 

    En Diciembre de 1911, el que escribe estas líneas acabó de estudiar los problemas profundos de flamenquismo español. Convencido de que todos los problemas ibéricos el más grave era la propensión de la raza a vivir en continua emoción violenta, lo que le restaba serenidad de espíritu suficiente para abordar la inmensa cuestión de su incultura mental y material atraso, ese hombre humilde, pero enérgico de veras, acometió la labor él solo de llamar la atención de todos sobre estas materias que habían permanecido siempre en una forma brumosa, y como fuera de toda psicología nacional seria, como pintorescas, como poco poderosas para obrar en el carácter y temperamento históricos de nuestra estirpe.
    No creo, y los sostengo con orgullo, que jamás campaña periodística alguna fuera llevada con tantísima constancia, aportando a ella no sólo las energías espirituales de una fuerte juventud, sino cuanto dinero proporcionaban centenares de conferencias de arte y cultura, millares de artículos en la Prensa española, docenas de libros originales.
    Prometí, al principio de la campaña, emprender una formidable tarea. Suponed que no le ha acompañado el éxito, que no se ha logrado nada positivo; pero habéis de reconocer que esa tarea de ocho años ha ido verdaderamente formidable. Millares de conferencias , dos veces recorrida España entera, millares de artículos, libros y más libros, exposición perpetua de la vida, pérdida de autoridad mental por causa de la misma intensa popularidad que me proporcionaba mi postura ante el flamenquismo, fundación de periódicos que están en la memoria de todos, en fin, cuánto se puede pedir a un verdadero periodista moderno, a un hombre de nuestros días, que sabe que no basta estudiar un caso y tener razón, sino que es necesario buscar desapasionadamente la verdad de esas cosas donde ellas y tal como ellas se producen. Y es lógico que ello reste a las notas toda literatura, todo otro valor que el divino valor de la verdad. Si apenas tendrán otro mérito que el ser trazadas bajo la mirada de miles de almas y con una pena enorme en el corazón.
 

                                      Los lugares comunes de la ida a los toros

    La expectación por la corrida de toros de esta tarde es enorme, y no son los toros, sino yo la causa. ¿No es triste que tan grande popularidad tenga por causa la torería, los juegos circenses? ¿Qué clase de vicio es éste que otorga tan inaudita popularidad aun a los que a él se oponen? ¡Con lo que cuesta en arte puro, en la ciencia bendita conseguir llegar al pueblo!.. He ahí el argumento: si las salpicaduras de la popularidad son tan grandes para los que hablan mal o bien de toros, ¿que no será la popularidad, la aureola de los lidiadores? Se comprende el orgullo de los toreros, la afición enloquecedora. No hay en España nada que de lejos o de cerca tenga la repercusión en el alma del pueblo como la fiesta taurina; ella acapara todas las posibilidades de emoción de ese pobre pueblo. Me avisan de que esté con cuidado, pues preparan tijeras para pelarme. Siempre la misma tontería, la obsesión de estas melenas, a las que debían estar acostumbrados. También me avisan de que brindarán un toro y de que me preparan una silba formidable. ¡Oh, que satisfacción se ve en las caras de los que van a ir a los toros! Parece que esperan misteriosos efectos de esa fiesta, que por sólo ir a ella se sea más hombre.
    Es todo el prestigio secular de una diversión favorita de un pueblo la que se refleja innoblemente en esas caras... Cierto, cierto, el ir a los toros presta al alma no sé que enormemente macho. Es como una angustia que me conmueve el corazón preparándole a grandes cosas. Es como la ilusión de que los lidiadores no son otra cosa que uno mismo, que se necesita el mismo valor para actuar en esa fiesta que para verla. Venden el Programa de la Corrida. Le compramos, es un papel de color rosa en el que hay estampados en malísimos grabados en madera unos toros absurdos, entre los que hay uno que se llama Culebro... Los picadores tienen en este Programa nombres excelentes: se llaman Calero, Aceitero, Gorrión y Peseta. Entre los diestros hay uno cuyo apellido es Ventoldra. También nos advierten de que en eso de inutilizarse los siete piqueros no podrán exigirse otros; solo esto es ya un capítulo de Psicología de muchedumbres. Además, se nos dice que los novillos serán desechos de tienta y defectuosos; por seis pesetas que cuesta una barrera no se puede pedir más. Un toro de esos puede matar a un hombre de aquellos, ¡diablo! Ver esto bien vale seis pesetas.
    ¿Cómo nadie ha reparado en la silueta excéntrica de un picador marchando a la plaza? ¡Oh, esa mancha plata, esos refleros de oro, la zona roja de la faja, el amarillo de las manos, ese monosabio petulante de blusa garabaldina sobre un caballo escuálido víctima de toda una raza!
    Los tranvías rebosan de gente, esos execrables tranvías amarillentos cargados hasta los estribos, los coches más absurdos aprovechados, las aceras cuajadas de público heterogéneo, ansioso de divertirse con sangre... Todo vulgarismo, todo mediocre, todo falso y manido. En ese remalazo de ardiente sol que barre la calle típica de Madrid, esa gente y esos picadores, el estruendo de coches y tranvías. ¡Qué lejano está todo eso de lo antiguo, de lo que nos decían!

                                                                     Víctima primera

    Sale un toro bonitísimo, que corre como una cabra, sembrando el pánico. La gente silba y grita, histérica perdida. Le lancean. Mientras yo miro a los arcos voltaicos que sirven de techo a la plaza. Suenan aplausos. Un torero, que se llama Amuedo, da unos lances tan apretadas, que en poco le coge. La gente quiere divertirse, tiene ansia de ello, aplaudiendo sin ton ni son. Cae un pobre caballo entre la indiferencia universal; cuando yo le creo muerto, le levantan. Por cualquier cosa aplaude la gente o chilla.
    -No le rajáis la piel a un tomate -grita uno a los picadores-, que se retiran.
    Le torean, le ponen banderillas, y el toro, noble, bellísimo, acude, mira atento y codicioso, corretea, sangriento el morrillo, zarandeando los astiles de los rehiletes.
    Suenan unas chirimías. Todo a escape, muy a escape, como si quisieran acabar pronto. Unos toreadores preparan al bestiario el toro, y el jovenzuelo, pálido, procura ante el toro recordar lo que ha visto. No se arrima y es un choto, dicen detrás de mí. La gente ríe. Se perfila sin faena alguna, el toro, herido, muge horriblemente. Le trae cerca de mi barrera y oigo gruñir a los dos, al toro y al torero. Nada más chabacano, insulso y memo. Le aconsejan de todos los lados, porque quiere descabellarle, acabar siempre pronto. Silbidos estrepitosos; el toro muge.
    Dos peones le lancean cerca de la barrera y el pueblo protesta. Es decir, el pueblo protesta, ríe, aplaude, chilla y habla, todo a la vez. Seis chulos capeadores rodean, sin contar al matador, al toro. Miedo, mucho miedo. Todos tienen mucho miedo; el torero al toro, los espectadores a que le coja el toro al diestro. Cuando el toro cae, el pueblo goza lo indecible.
    Toca la música. Aparecen las mulillas. Se arrastra el toro. Suenan silbidos. De vez en vez todo calla. Y nada más. Aquí no sucede gran cosa alguna que deba anotarse.

                                                                Segundo mártir
    Cuando sale, cuatro toreros que hay cerca de la barrera huyen. El toro muge, escarba, recula, huye.
    Silba el gentío. El toro muge más cerca de los toriles, solo. De pronto, se arranca sobre un torero, que salta apurado la barrera; cornea horrorosamente a un caballo, cebándose en él. El picador cae al callejón, cerca de otro caballo con la asadura fuera, que lo monosabios sostienen en pie y aprovechan para que monte otra vez otro picador, el toro le acomete, el picador cae al callejón y los monosabios se llevan al caballo; pero tropieza con su asadura y muere. Silba el público a un picador moroso. Es horrendo este modo de picar, de matar caballos, de agruparse y esperar la mortal embestida. A veces, en el silencio que hacen los espectadores, surge el accidente: es un torero que hace cualquier cosa, el toro que se mueve; el público, porque sí, por dar rienda suelta á su histerismo, charla, gruñe, aplaude.
    Sobre todo aplaude los cambios de suerte; esperar, esperar siempre algo que sacuda sus nervios, que le excite. Muge el toro fuertemente, le hacen daños los harpones de los rehiletes. Su mugido en la gran marcha blanca del sol, el sol reflejándose en los trajes de los banderilleros, los vivísimos colores de los abanicos y los pascolines, ¡qué triste es todo ello, qué primitivo, qué estúpido! Sobre todo estúpido. El toro muge cada vez más, trota; el sol destaca sobre la piel negra el húmedo grosella de su sangre. A intervalos parece que nada sucede en la plaza.
    -¿Qué le haces?- dice un espectador a un torero.
    -¡Ay, que cruel!- dice el otro con toro amariconado.
    Nuevos toques de chirimías. Es el otro matador. Nada más vulgar que todo esto. Le preparan el novillejo, adopta posturas vulgares, pasa al toro con la muleta de un modo soso, y siempre, siempre, deseando acabar pronto. Silba el público. Unos le aconsejan que pase por la derecha. Se la echan encima porque el diestro quiere acabar pronto, y se perfila en cuánto el toro está quieto. Nuevas protestas.
    -Estate quieto, mamarracho- dicen.
    -Déjalo- gritan.
    El torero aprovecha, y adelantando mucho la izquierda, como dicen a mi lado, la espada una primera vez, y luego una segunda, y la gente aplaude.
    -Otro pase; ese ya lo sabemos- dicen.
    - No está -gruñe el gentío cuando el torero quiere acabar pronto y se perfila.
    Nuevo perfilarse. El toro le escupe la espada. Sin embargo, le aplauden.
    -El toro está suave -le dicen.
    Otro perfilarse.
    -Ahora -le dicen.
    Y le aplauden a rabiar. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho este hombre? Cerca de mi barrera el pobre mártir agoniza.
    -Dejalo ahí un rato -le gritan.
    Delante de la espada, de ese morrillo sangriento, las magras chichas, la figura insignificante del diestro parece cualquier cosa.
    Un descabello y al avío. El pobre mártir ha dejado de sufrir. Aplaude a rabiar el público. Pero ¿qué aplauden? Allí no hay arte, ni valor, hay un deseo enorme de ver algo, de acabar pronto.

                                                                  Mártir tercero
    Entre una polvareda sale un bicho precioso, para el que es poco la tierra; parece que no anda, sino que vuela. Un diestro le lancea, y no gusta su lidia. Salen en seguida, y cada uno hace lo que puede. (Aplaudos y silbidos, como siempre) Le llevan delante de un picador; el toro parece pensarlo bien. De pronto arremete, se oye el ruido de la cornada, pero el caballo no cae. Silban a un picador porque hace al toro una enorme herida. Picadores, toreros, monosabios forman un grupo antiestético delante del toro. De pronto suena una salva enorme de aplausos y comentarios atroces; es que allí ha podido suceder algo; nada, pues.
    Mientras ponen a este toro banderillas miro la plaza llena de bote en bote, y no encuentro, por más que lo busco, la belleza de que todos han hablado siempre. De esa masa horrenda salen voces estentóreas de cuando en cuando. Ni pasión, ni arte, ni tragedia. Un oficio como otro cualquiera, ese que distrae a estas pobres almas...
    Sale el matador. Pasa de muleta. La gente calla y comenta cuando no lo hace con audacia. Le aconsejan, lo avisan, alguna grande voz sale de pronto en la muchedumbre, y cuando menos lo esperan, el diestro mete a su espada. Sin lucimiento, sin arte, sin gracia, el toro muere. Le silban estrepitosamente. Suena una música muy mala. Y sus notas, en este ambiente, no dan idea alguna de tragedia, sino de una necia visión de cosas muy vistas, que parecen interesar muy poco.
 

                                                               Mártir cuarto

    De salida arremete contra un capitalista, que se salva arrojándose de cabeza al callejón.
    El torero lo lancea, procurando imitar los gestos belmontinos.
    -Este torea como Angelote -dicen.
    La gente gritan varios olés. Luego silba porque el diestro de tanda no le da emociones fuertes.
    En la suerte de pica el toro está mucho tiempo con el cuerno metido en el cuerpo del caballo: salen las tripas.
    Un escandalazo enorme. La gente vocifera enormemente contra un picador, que ha deshecho el toro con su puya. El toro humilla enormemente; le ha matado, sin duda, ya ese bruto. La gente le execra y le arroja la almohadillas. ¡Qué tristeza de este espectáculo! He visto a ese picador tan animal encorajinarse, y, cuando más era la indignación, achuchar al caballo contra el toro, sin importarle gran cosa sus barbaridades y las vociferaciones de la multitud. Lamentable, todo muy lamentable.
    Todo sucede horriblemente vulgar, dando la impresión de un espectáculo lelo, memo, repugnantemente absurdo.
    -¡Que se presente Noel! -grita uno.
    Todavía no se han percatado de que estoy aquí.
    Nuevas chirimías y el mataor delante del toro queriendo recordar lo que ha visto. No hay cuidado de que este hombre haga nada excepcional. Todo da la impresión aquí de que es fácil, necio, un oficio, algo que no necesita de valor extraordinario.
    El toro le achucha, él huye, la gente se ríe y grita ¡ay! Ni el toro ni el torero quieren nada uno del otro. Se cuadra sin más y el torero aprovecha. Uno del tendido le aconseja que no. Pero al momento le dicen que sí, que ya está el toro. De modo que apenas se ha puesto a lidiar el toro ya le ha metido una estocada. Río de veras. Pero ¿dónde está aquí la emoción, el arte, esa emoción y ese arte que legalicen tan enorme entrada como en la Plaza hay, el bárbaro dispendio de dinero?
    Hay un largo silencio. Otra vez se perfila y a matar. Silbidos, voces. Seis toreros que le cercan. Otra vez se perfila y hiere mal. Y todo a escape, todo de prisa. Hay que acabar, acabar pronto. Y se acaba. Silban, patean, toca la música y en paz.

                                                       El mártir quinto

    Todo va a escape. No hay tiempo para reflexionar, para darse cuenta de otra cosa que de que esto no vale la pena. El toro huye de salida. Y ahora he aquí lo que pasa. Silbidos, silbidos y voces. El torito huye. La gente silba. Los toreros corren detrás del toro. Los picadores dan vueltos en torno de la barrera.
    - Anda al toro, granuja -le gritan.
    - A la cárcel -le dicen.
    Un torero se mete en un burladero de golpe, y el golpe, que se oye fuerte, hace reír a la gente.
    Unos lances de capa, insignificantes, provocan olés acompasados. Pero, ¿qué ha hecho ese hombre? Nada, absolutamente nada. Mas la gente ha de legalizarse a sí misma, que se divierte.
    ¡Pobre caballo! El toro se ceba con él. ¿Cómo verá esta gente esto sin conmoverse? Cae el caballo; el monosabio quiere a todo trance levantarle. Cuando creo que está muerto, el monosabio hace el milagro de resucitarle y se le lleva cojeando; por fin le da la puntilla. Entretanto, banderillean al toro a traición, a la media vuelta. Es bobo ese juego burdo, a nadie interesa, ni a los mismos que lo hacen.
    Sale el mataor. Nueva lucha para matarle en seguida para quitársele de en medio y a escape. Y sin casi faena, estoconazo. La gente se da por contenta y aplaude. En vano es querer buscar aquí la emoción, que vale tanto dinero y tanta gloria. El toro se arrodilla, la gente cree que ha muerto, y aplaude. Mas de pronto el toro se levanta y anda moribundo cercano a la barrera. Su agonía es siniestra; adelanta el hocico hacia su matador y muere entre aplausos tributados a su diestro, cuyo único mérito ha sido la prisa que se ha dado para despacharlo. El pálido muchacho da la vuelta al ruedo entre ovaciones y sombreros.

                                                                      Sexto mártir

    De salida arremete contra un picador y destroza poderoso e inconstable un pobre caballo que queda hecho trizas. La gente abuchea a los toreros que no se atreven a hacer nada con este toro fortísimo. Nueva arremetida contra otro picador y nuevo despanzurramiento.
    Otro caballo horriblemente corneado. Se llevan a un caballo con la asadura fuera. La gente no se fija, sino en los quites del matador, que es ovacionado. Cae un caballo cerca de otro. Más de doce personas hay al lado del toro. ¡Qué triste impresión causan los caballos muertos en el ocre sucio de la arena!
    Coge el matador unas banderillas cortas y las pone sin gracia; a la gente no le gusta. Durante esos instantes la visión de la lámina del toro embarga toda mi atención. ¡Cuán bello es este animal!
    - No bailes tanto -le dicen al mataor en los primeros pases.
    - Que te está mirando Noel -le gritan.
    Le aplauden. Pero parece ser que está muy movido. Después de aplaudirlo, le silban. Se ha descompuesto. Y millares de veces intenta matar, sin conseguirlo.
    En resumen: nada, absolutamente nada. Todo a escape, muy a escape; de prisa, muy de prisa. Deseando todos ir a escape, acabar pronto.
    Esa es la impresión. La de un oficio en el que todos desean acabar lo más pronto posible.

Nota-- El torerillo que me iba a brindar el toro, según el quería, fue cogido por el primer mártir, casi de salida. Lo siento por el pobre muchacho, víctima del toro y del público.

 

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