Espido Freire

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Herencia

Sirenita

El tiempo huye

Herencia.

   Las lámparas, con uvas verdes y rosadas, de cristal austríaco, habían sido un regalo de la madre de Wolfgang. Del espejo, art decó, con líneas tan puras que la mirada bizqueaba, se había encaprichado Elena durante el viaje de novios: trasladarlo hasta la casa costó una fortuna. La cómoda, herencia de Elena, la había traído una tía abuela soltera de Cuba, y los cajoncitos aún conservaban forro de fieltro y raso amarillo y azul, un poco picados por la humedad y el tiempo. Sus amigas, sentadas con precaución en el borde de las sillas, tomaban el café y admiraban los muebles y su historia, el buen gusto de la dueña; envidiaban la vida de Elena, la foto de su marido, alto, rubio, bien plantado, y después marchaban a sus casas. Elena recogía las tazas, apagaba las luces (las uvas verdes y carnosas se estremecían por un momento, agitadas por alguna corriente invisible) y suspiraba. Pensaba unos minutos en Wolfgang, siempre el trabajo, estaba cansado, ¿se acordaría de ella...? Los días pasarían pronto, aquello no era vida para unos recién casados. Después preparaba unos panecillos con confitura, los colocaba en un platito, los distribuía armónicamente, con un tomate cherry en el centro, y los engullía sentada a la cabecera de la mesa. Durante los tres primeros meses, la casa había agotado sus fuerzas y le había impedido pensar. Cuando Wolfgang paraba unos días por la casa había demasiadas cosas por acordar, demasiadas decisiones que tomar, colores que elegir, muebles con los que completar las habitaciones destartaladas. La casa, aquel ser orgánico que demandaba tiempo, dinero, atenciones, se había alimentado de ella, y ella había cedido de buen grado su sangre. Después, el silencio. El parquet, bien pulido, brillaba bajo las esteras. Los muebles habían encontrado su lugar natural, el espejo, en el salón, la cómoda en el lugar preferente, y ella caminaba de puntillas de un lugar a otro, temerosa de perturbar la paz de lo que había sido por tantos años su sueño inalcanzable: una casa bonita, un marido cariñoso: la vida.

      Una tarde, cuando sacaba el polvo, encontró un papelito en uno de los cajones de la cómoda. Elena no recordaba que la cómoda contuviera nada cuando la heredó. El papel, amarillento y rugoso, ocultaba cuatro palabras: Armando se ha ido. Y la frase, envuelta en la letra picuda e inconfundible de la tía, terminaba ahí. Elena, sentada en el suelo, recordó el rostro arrugado, el acento contaminado irreparablemente por el tono del Caribe de la tía, la pobre solterona, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Armando se había ido, primero poco a poco; faltaba a las meriendas de los martes, ya no le dejaban notas amorosas en la ventana. Después, no le mantenía la mirada. Finalmente, había dejado de visitarla, y al final su prima Irene le trajo la noticia: Armando regresaba a España. Posiblemente fuera allí a casarse. Elena lloraba, veía de pronto las rejas de las ventanas, la pereza estival de La Habana, el cuarto con visillos lánguidos y una cómoda recién comprada, con sus cajoncitos forrados de raso celeste, y sintió lo que eran los días de soledad, conoció el miedo a quedarse soltera de por vida, a la pobreza, a la vejez implacable. Quiso levantar la cabeza y alejarse de aquella idea, pero algo fallaba: la casa se desdibujaba y sus piernas parecían muy pesadas. Se despertó. Había soñado de nuevo con lindas casas, y maridos ausentes, y amigas que la envidiaban. Pero ella estaba allí y ya no esperaba a su hombre, como antes había esperado, desde que Armando se fue, quién sabe si a casarse, a España. Y su imaginación, que a veces le hacía estar casada con un rubio extranjero llamado Wolfgang, y otras con un porteño de ojos negros, fallaba cada vez más a menudo, como su memoria. Se llamaba Elena, tenía ochenta y seis años, y de su pasada grandeza no le quedaba sino un espejito de tocador, una lámpara con dibujos de uvas en la tulipa y una cómoda con cajones donde guardaba las cartas de Armando, amarillentas y caducas. Y su felicidad, como el sueño, se había esfumado con la madrugada.

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     Sirenita

   Durante siglos, inmóvil y silenciosa, ha habitado en las aguas enlodadas y calmas del lago. Le acompaña una fama inquietante, de culebra movediza y traidora que una vez devoró a un caballero que trató de darle muerte. Ella misma no recuerda el suceso con claridad: el caballero, un señor lejano, se había acercado hasta la orilla del lago, y allí se había dirigido a ella. Intercambiaron palabras de amor, miradas tiernas, y un par de anillos de cobre que les dejaron los dedos verdosos. Entonces, resuelta, decidió renunciar a todo por el hombre suave y cortés que acudía a visitarla. A cambio de su voz perdió la cola irisada y se convirtió en humana. Esa noche el caballero no la halló. En su lugar, encontró junto a los juncos, una enorme cola de pez ensangrentada. Cuando se abrió la garganta con su espada, ella se encontraba muy cerca de su castillo. Se ocultó entre unos matojos ante el paso de la guardia, que se llevaba el cadáver del príncipe envuelto en una capa, un bulto anónimo. Ella esperó a la puerta del castillo muchas horas, en vano, convencida de haber sido traicionada. Regresó al lago, abatida y lloroso, y desde entonces aguarda, cubierta de barro y liquen, la llegada de otro caballero en quien vengar su abandono

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El tiempo huye

    Realizaba el viaje, en autobús, una o dos veces al mes: nunca más de dos, pero una vez al menos. Trescientos kilómetros separaban las dos ciudades, una distancia poco gravosa en los fines de semana. Gloria se sentaba, cerraba los ojos, de modo que cuando los abriera las montañas verdes dieran paso a llanuras siempre polvorientas, y, con el ánimo agitado, se preparaba para encontrarse con su amante.

    Eso no era lo que su marido creía: desde hacía ya más de cinco años, Gloria acudía a cursos de fin de semana; su profesión lo exigía, la cosmética avanzaba rápidamente, y si a su edad se perdía el ritmo, ya nunca más se recuperaba. En los últimos siete meses, la frecuencia de los cursos se había incrementado.

   Bruno no se había opuesto, tal y como era previsible; y, dado que el centro de belleza marchaba bien con los métodos de Gloria, se resignaba a acompañar algunos sábados y domingos a su madre; aprovechaba, de paso, para estrechar la relación con la familia.

   Calmoso, sonriente, esperaba a Gloria en la estación y luego, de la mano, recorrían algunos bares con unos amigos; eran un matrimonio bien avenido, próspero, sin hijos que interfirieran en el entendimiento que se adivinaba. Se sentían envidiados, gastaban cuanto querían, Gloria mantenía la cintura estrecha y el cabello impecable, y todos apreciaban a Bruno.

   Por su parte, Paco esperaba también su llegada impaciente, agotado muchas veces por haber viajado de noche al encuentro de Gloria. Se abrazaban, Gloria aún con hilachas de sueño en los párpados, y partían hacia el hotel. Allí, después de ducharse, cuando Paco dormía, o veían la tele en silencio, Gloria decidía por enésima vez que debía terminar con aquella relación.

   Había conocido a Paco en un curso, eso era cierto: su empresa suministraba colágeno entonces, y otros productos después. Ella inició el coqueteo sin tener idea de a dónde le llevaría; nunca le había sido infiel a Bruno, salvo por algunos flirteos sin consecuencias; y ahora, se decía con fingida indiferencia, después de quince años de matrimonio, tenía un amante.

   Gloria llegaba a las citas sin anillo. Jugaba a ser soltera, a seducir y a escaparse del tiempo. Durante los primeros meses se disfrazaba, inventaba juegos durante los días de labor, y se sentía de nuevo una adolescente. Duró poco: hacía ya tiempo que la aburría su relación secreta; Paco se mostraba siempre dispuesto a complacerla pero Gloria adivinaba, bajo esa sumisión, un afán por agradar, por convertirse en el amante ideal, que lo alejaba de ella. Gloria parecía importarle poco, hasta que recordaba su papel en la historia, y la cubría de besitos y abrazos que ya no arreglaban nada; pero pese a todo, Paco deseaba que pasaran más tiempo juntos, y a ella le aterraba la idea de que se convirtiera en un marido convencional, atento y cuidadoso con su personaje, como lo era con el de amante. Y cuando se aproximara el momento de rechazarlo, ella había planeado, con tanto cuidado como las citas, su desaparición.

   Aquella tarde no había sido distinta de las demás. Se había extinguido un domingo caluroso en la perezosa ciudad de interior,un café largo tiempo removido, en un intento de fingir complicidad y cariño. Callaban cada vez más a menudo. Gloria libró sus manos de la caricia de Paco y sugirió que abandonaran la cafetería y pasearan un ratito, antes de marchar para el autobús. Ella misma, a trechos, debía llevar su propia maleta, y la furia la invadía, más intensa que durante el fin de semana anterior, porque Paco no se negaba a dejársela cuando ella se lo pedía.

   En una de las plazas actuaba un mimo con la cara pintada. Se envolvía en un paño blanco, una sábana posiblemente, y eso le daba un vago aspecto de máscara veneciana, un fantasma de pelo rojizo. Gloria se detuvo ante él; el mimo no cambió de posición. Sin duda veía lo que ocurría a su alrededor, al menos lo suficiente como para no dejarse robar el dinero, pero sus pupilas inmóviles resultaban más inquietantes que el ropaje o la rebuscada postura. Ella abrió el monedero y dejó caer un poco de dinero en el sombrero. El mimo, con los gestos de un muñeco con resortes, cerró el puño bajo la túnica y le tendió una flor de papel violeta.

   _No seas tonta _dijo Paco_, cógela.

   Gloria sonrió al mimo, que regresó a su posición envarada, y a continuaron caminando. Rodearon la manzana, y se dirigieron a la estación de autobuses. Él la besó, la lengua algo más gruesa, o quizás más grande que la de Bruno. Ella hizo un gesto de despedida desde el autobús, y reparó entonces en que podía leer en la flor del mimo, en su papel desdoblado, una frase: La vida es breve. Peleó luego por componer de nuevo la flor violeta, y eso la mantuvo entretenida parte del viaje, hasta que llegó a la estación y a Bruno, y se dijo, una vez más, que debía terminar con ese juego.

   No obstante, quedó una vez más con Paco, y discutió con él. Era en una tarde sofocante y ella, que se había resfriado con el aire acondicionado, hubiera deseado quedarse en la habitación, amodorrada, pero Paco insistió en que cenaran fuera, y en salir luego a bailar. Regresó a su ciudad con fiebre y muy mareada. Allí también hacía calor.

   Bruno se asustó con sus estornudos, e insistió en abrigarla y en que tomara un café muy caliente en el bar de la estación. Gloria se dejó mimar, y su malestar remitió. Muy abrazados, dieron un paseo hasta casa.

    Entonces vio de nuevo al mimo. No estuvo segura de que era el mismo hasta que se encontró muy cerca, y recordó las mismas raíces de pelo rojizo. Giraba muy despacio hacia uno lado y el otro. Gloria tardó en sentir una vergüenza fuera de lugar, una inquietud que se agravó al comprobar que el mimo no apartaba sus ojos de los suyos.

   La había reconocido. Con la misma mirada vacía, petrificada, el hombre bajo la sábana blanca ocultó su mano por un momento, y le tendió una flor violeta. La florecita de papel permaneció en precario equilibrio sobre la palma por un momento, y pareció llenarlo todo de su color, la sábana, los guantes, la cara bajo la máscara de maquillaje. Gloria tomó la flor y la desplegó. El tiempo huye, leyó, y su marido no tuvo tiempo ni siquiera de echar una ojeada antes de que ella la estrujara y se clavara las uñas en la palma de la mano. Luego, tras una pausa aturdida, buscó algo suelto a toda prisa en el bolsillo de su abrigo.

       _Tengo frío _dijo, sin mirar a Bruno, sin mirar al mimo_. Vámonos.

   Esa noche, tumbada en el sofá y con una manta a cuadros que nunca le había gustado sobre las rodillas, dio vueltas a la flor entre los dedos. La desdobló y volvió a formarla. El tiempo huye. Al contrario, ella tenía la sensación de que transcurría muy despacio, deformado. Tal vez el termómetro ya no marcara fiebre, pero ella se sentía agitada, calenturienta. Por primera vez la tensión controlada de mantener una aventura se derrumbaba bajo la certeza de que existía alguien, alguien en el mundo, que lo sabía.

   Eligió esa semana para desaparecer. Las últimas torpezas de Paco habían terminado por irritarla, y además, se sorprendió al notar que apenas podía mantenerse tranquila durante las horas de trabajo; le asaltaba la necesidad de ver a Bruno. Perdió mucho tiempo en compras y eligió lencería y un perfume nuevo. De pronto le parecía vivir una segunda luna de miel, y descubrió que le resultaba igual de satisfactorio dedicar el tiempo que empleaba en urdir planes para encontrarse con Paco a pensar en Bruno. No, el problema no era el hombre ni el amor, no residía en que se le ofreciera la posibilidad de un romance u otro. El auténtico dolor era el tiempo por llenar, las horas vacías que le quedaban entre el centro de belleza y la noche, en la que se presentaba ante Bruno como lo haría en una fiesta privada. Se miraba en el espejo y se encontraba mayor, con la piel en un mapa de arrugas. Creía ver cómo la nariz y las orejas habían crecido, y sabía que en su negocio vendía humo. Se le escapaba la juventud, sin hijos, sin objetivos pensó en qué haría cuando se aburriera de considerar a su marido como un amante recuperado. No tenía intereses, salvo el trabajo, ni amigas, salvo sus cuñadas.

   Bruno, mientras tanto, parecía a salvo de la vejez. Flaco, sereno, sin que se hubiera enfrentado nunca a un problema que no supiera manejar, era un hombre ni guapo ni feo, ni brillante ni estúpido. A veces, muy a su pesar, Gloria lo miraba con la superioridad inmensa que le inspiraba el saber disimular sus emociones. Bruno le resultaba transparente. Paco, en quien pensaba cada vez menos, y con menor ternura, tampoco le ofrecía secretos. Alguna vez, mientras iba de camino a su centro, esperaba en un paso de cebra a que pasara el autobús que la llevaba a la ciudad de provincias. Le parecía haber sido otra. Como una serpiente que mudara su piel, se había convertido en una Gloria nueva.

   El último domingo de noviembre Bruno quiso llevarla a comer a la sierra. Gloria odiaba los asadores, pero había descubierto que el odio y el asco eran sensaciones mucho más llevaderas que la monotonía y el aburrimiento. Enfilaron hacia la sierra, con la caravana de media mañana, y comprobó, como siempre, que había sido una buena decisión no tener hijos, y que su crecimiento le recordara su propia vejez. Dos niños chillaban en una mesa continua, con la boca llena de carne y una madre nerviosa y pálida.

    Regresaron en la caravana de la tarde, con el coche inmóvil durante minutos, y un paso de caracol que se extendía por kilómetros. Había habido un accidente. Una ambulancia silbaba, como viento

enfurecido, y había dos cuerpos cubiertos por una manta térmica.

   Bajo el extremo plateado de una de ellas asomaba un cráneo ensangrentado, y algo de pelo rojizo. Gloria asomó la cabeza por la ventanilla, con los ojos muy abiertos. Luego se recostó sobre el asiento, y calló por el resto de la noche.

   Cuando llegó a casa buscó la última flor violeta del mimo; aún seguía en un bolsillo de su bata, algo sucia. La rompió en pedazos muy pequeños. Luego, por fin, respiró tranquila.

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