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Emilio Carrère

El limpio honor de Florestán

Aquelarre

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El limpio honor de Florestán

    Yo era entonces un niño pálido y enlutado. Sentía el dolor humillante de la pobreza, y mis ojos, muy abiertos á la desgracia, veían, en la sombra de las grandes cámaras silenciosas, lo que nadie veía más que yo.

    —¡Este niño está hechizado! —exclamaba, con su voz fantasmal, mi anciana madrina, la condesa de Florestán.

    Era una dama alta y solemne, envuelta en el terciopelo litúrgico de su ropón de viuda. Andaba sin ruido, como una aparición, y sus manos, de marfil antiguo, lucían extrañas sortijas con esmeraldas inquietantes, como los ojos vivos de un gato. Tenían poder de amuleto, y la condesa, que era muy supersticiosa, no se las quitaba nunca de sus dedos, largos y amarillos, de difunta.

    Yo vivía aterrorizado en el enorme palacio solitario, donde los muebles tenían, de noche, largos crujidos, y había espejos antiguos en cuyo cristal amarillento veía rostros de niebla horriblemente burlones, como las gárgolas de la catedral.

    Todo era severo recogimiento, austeridad y superstición en la noble casa de Florestán, cargada de nobleza y roída de melancolía, cual si una araña invisible tejiera su telar sobre aquellos salones seculares.

    El salón de retratos me inspiraba un terror religioso. Allí había guerreros y monjes, damas muy blancas, con los párpados como pétalos de violeta, vestidas con trajes solemnes, y terribles caballeros de erguidos mostachos y ojos de fascinación. Yo estoy seguro de que alguien hablaba, de noche, en el solitario salón de la iconografía familiar.

    Mi madrina era sobria y seca de palabras, y muy altiva de sus ocho siglos de nobleza. Nunca me dijo una frase de cariño, ni tampoco a Blanca María, la heredera del condado de Florestán, una noble virgen vetusta que se extinguía, como un cirio, en una atormentada doncellez.

    Blanca María había entrado en los treinta años, y tenía los ojos llameantes, hundidos en las ojeras moradas como dos lirios. Se sentía abrasada por las diablesas del pecado mortal, que la maceraban de noche, como a mí las venerables sombras de los retratos que cruzaban en cohorte de alucinación por las tinieblas de mi alcoba.

    Rara era la noche que yo no rompía el silencio del palacio con un alarido de terror. ¡Oh, aquel silencio de la alta noche que parecía tener un peso de siglos! Se despertaban las criadas, y Asunción, la vieja nodriza, se sentaba a mi cabecera hasta que me volvía a dormir.

    —¡Este niño está embrujado! —exclamaba solemnemente mi madrina, con su voz que parecía sonar muy lejos.

    También Blanca María gritaba algunas veces. Cuando acudían sus doncellas la hallaban retorciéndose como una poseída, con los ojos estrábicos, las piernas contorcidas y los brazos en cruz, como dicen que yacían las monjas endemoniadas en aquel tiempo en que un diablo galante recorría los conventos para torturar á las místicas corderas.

    Yo creo que en el palacio pasaban cosas sobrenaturales durante la noche. Fabio, un criado zambo y maligno como un bufón, sonreía extrañamente mientras Blanca María crepitaba y retorcíase en la posesión satánica, como un sarmiento entre las llamas.

    Y por Fabio supo mi madrina, la implacable y noble condesa de Florestán, que un hombre saltaba algunas noches desde el viejo jardín, todo blanco de acacias, a la cámara virginal de Blanca María.

* * *

    Aunque viviera cien años no podría olvidar aquella noche terrible. Era sábado, y las campanas de la catedral habían cantado el alegre carillón de las Vísperas.

   Al anochecer llegó una vieja vestida de negro. Entró en el cuarto de Blanca María. La condesa de Florestán mandó á los criados que, con ningún pretexto, salieran en toda la velada de las cámaras interiores. A las nueve vinieron otras dos viejas, también enlutadas. Juntáronse, y todas hablaban en voz baja con largos bisbiseos, con ese rumor húmedo y tembloroso que yo oía cuando rezaban el Rosario, alargándose, como un crujir de sedas, por las naves de la catedral.

    —¡Ay, Jesús! —sollozaba de vez en vez la voz fantasmal de mi madrina. Fabio, el maligno y patizambo doméstico, era el único exceptuado, como criado de confianza. Fumaba su pipa silenciosamente, y en sus ojillos verdes de felino había un brillo de perversidad satisfecha.

    Nunca tuve más miedo que aquella noche. Sólo había luces en la alcoba de la condesita de Florestán; el resto del palacio parecía hundido en tina obscuridad de sepulcro, en un silencio de ciudad deshabitada.

    Yo me sentía olvidado por todos, en el seno de aquella noche henchida de presagios, en los salones solemnes y viejos donde se oía el aletazo glacial de la tragedia.

    —¿Tienes susto, muchacho? —preguntó Fabio—. Más pasarías solo, por los caminos, como van muchos huérfanos como tú.

    El viejo monstruo me aborrecía con un odio de can.

    —Eres muy señorito para vivir de limosna —y se reía malignamente.

    Yo huí de su lado y, deslizándome tras de los cortinones, me puse á escuchar lo que pasaba en la estancia de Blanca María.

    —Cuando usted mande, señora condesa, podemos empezar.

    La voz de mi madrina temblaba al responder:

    —Y ¿usted me asegura que no hay peligro?

    La vieja soltó una risa seca, como un chocar de tabletas, como suenan las carracas en la tarde de las Tinieblas en la Semana de Pasión.

    —¡Así Dios me salve! Llevo más de treinta años y aún no he tenido una desgracia. ¡Es que ni Santo Patrón protege mi mano y la pureza de mis intenciones! Muchas nobles señoras pueden llevar la cabeza muy alta gracias a esta humilde servidora.

    —En la ciudad dicen que es bruja.

    —¡Que digan, que digan! Yo me siento muy honrada con que la señora condesa de Florestán haya acudido á mí, pobre gusano de la tierra.

    —¿Y usa usted una sonda, buena mujer?

    —¿Para qué? Me bastan las manos.

    La voz me sonó como un crujido en el cerebro, que comprendía confusamente. Alzando un poco el cortinón de terciopelo morado, con el escudo en oro, contemplé la zurda silueta retorcida de la saludadora, que extendía sus manos, largas y esqueléticas como dos reptiles repugnantes y blanquecinos, mientras sonreía con un orgullo macabro. En su lecho cándido de virgen estaba Blanca María, muy pálida, con los ojos abiertos, en un éxtasis de terror. Oía, en silencio, Dios sabe con qué desgarramientos en las entrañas, las palabras de abominación.

    —¡Bien sabe el buen Jesús cómo me pesa! —musitó mi madrina—. Voy a encender la lamparilla del bendito San Lisardo de Florestán, nuestro glorioso ascendiente, que murió en tierras de turcos en el siglo XIV. Yo sé que aprueba mi terrible decisión él, que vertió su preciosa sangre por la gloria de Dios y la limpieza de nuestro nombre.

    El monje guerrero Lisardo de Florestán era el retrato que más me atemorizaba, con su rostro flaco y amarillo y sus ojos hundidos, donde brillaba el iris azulado, con un medroso fulgor de fuego fatuo.  Habían traído la tremenda efigie á la cámara de la prócer doncellona.

    —Con razón teme la señora—arguyó otra voz de vieja—, que Mariana, la cerera, se nos fue en un decir Jesús...

    —Y la Juana, la lavandera de las monjas, que le entró una fiebre maligna. ¡Ay, Señor, que no somos nada!

    —¡Porque no las asistí yo! —clamó fieramente la saludadora.

    —¡Basta! —mi madrina se hincó de hinojos sobre su reclinatorio de ébano tallado y ordenó con imperio—. Rezad, mujeres.

    Se alzó un coro gangueante que se rompía en sollozos y, a intervalos, alargaba el bisbiseo de los jesuses o runruneaba al finar los dieces del rosario.

    Blanca María parecía una difunta. Era una yacente estatua de alabastro, como las que yo había visto en el templo, sobre los sepulcros de las nobles damas de la casa de Florestán.

    La saludadora estaba junto a ella, en el claroobscuro de la alcoba, con su perfil de esfinge y sus Planos largas, amarillas y esqueléticas, que avanzaban sobre las holandas del lecho como dos enormes arañas de pesadilla.

    Después... Tenía yo doce años y sentía una inefable turbación cuando me envolvía la fuerte fragancia nupcial de Blanca María. ¿Por qué huí aquella noche, al ver ante mis ojos, como un deslumbramiento, la rubia carnación luminosa de la condesita de Florestán?

    Tenía tanto miedo como si se me hubiese aparecido el Gran Cornudo en salón de retratos familiares. Apoyé la frente febril sobre el cristal y miré, sin ver, las gárgolas grotescas. Tal vez mi madrina tuvo razón para decir que yo estaba embrujado, porque las tarascas y los gnomos, los monstruos fabulosos y los perfiles milenarios que estaban esculpidos en el frontón del templo, tomaron, de súbito, una vida incomprensible y escalofriante, y comenzaron a danzar ante mis ojos. Me parecía que todas aquellas larvas de horrendos pecados giraban en torno al lecho de Blanca María, como si brotasen de los labios cárdenos de las tres viejas enlutadas, como algunos endemoniados que arrojaban sapos por la boca a la hora de los exorcismos. Todo esto lo veía muy diáfano, porque yo siempre he visto lo que nadie ve.

    Cayeron las horas del reloj de la catedral como lágrimas de bronce en el infinito abismo de la sombra. Sonaba la voz de mi madrina tras de los espesos cortinajes.

    —¡Pobre Blanca María! ¡Duerme! Y el aventurero, el trotatierras, hijo de un perro, tan ufano de su hazaña. ¡A veces, estamos locas las mujeres!

    Una voz gangueante musitó:

    —¿Está contenta la señora condesa de Florestán?

    Mi madrina exhaló un hondo suspiro:

    —¡He cumplido con mi deber! El preclaro nombre de la casa de Florestán está limpio de toda sombra de baldón. ¡Que el Señor sea loado!

* * *

    Ocho días después yo caminaba, sollozando, detrás de los restos mortales de Blanca María.

Una fiebre terrible y misteriosa se la llevó. Estaba divinamente pálida, con una belleza de aparición. Yo estuve mucho tiempo enamorado de aquella muerta.

    Llovía mucho, como si el cielo llorase, con una pena de siglos, los pecados de los hombres, y las gotas caían sobre el ataúd de Blanca María, que, como murió célibe, era todo blanco, y llevaba la palma simbólica.

    No volví al palacio de Florestán. Me inspiraba un miedo supersticioso, y hubiera visto en los grandes salones lo que acaso nadie vería más que yo.

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Aquelarre

Hay unos seres increíbles

que vagan en la noche honda;

cuerpos indefinibles,

carátulas horribles

que en torno nuestro andan de ronda.

Son los elementales

artificiales,

hijos de las malas pasiones,

pensamientos impuros

y deseos oscuros

que nos envuelven en turbiones.

Todo lo que pensamos

adquiere forms en el astral,

el traslúcido mundo adonde vamos

tras las larvas del mal.

Los que atizan ansiosos

los carbones del fuego

sexual; los que disponen, tenebrosos,

la ley fatal de las mesas de juego.

Los que acechan a las mujeres

adúlteras y tejen la asechanza

y vierten sangre de venganza

en el lecho de los placeres.

Los que inspiran en el nocturno

de sábado la idea sanguinaria

al dipsómano taciturno

que asesina a la golfa solitaria.

Musa de los asesinatos

sin causa y de las turbias tentaciones;

seres como esfumados garabatos

y rostros hechos con chafarrinones,

que alienta en el seno

febril de la angustiante pesadilla

con su faz amarilla,

el ojo turbio y continente obsceno.

Los trasgos del dinero,

Ministriles del Diablo,

que es el siniestro titiritero

que maneja los hilos del moderno retablo.

Sombra de sombras lo que se aburuja

y su capuz refleja en un espejo,

espíritu de bruja

que hace un escobón su caballejo,

y todas las cosas feas

y las turbias ideas

emanaciones de Satán.

Cuando en el solitario

campanario

las doce dan:

¡din, don! ¡din, dan!

Cruzan de ronda

y al aquelarre van.

 

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