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Domingo F. Sarmiento

El baqueano

Las palmas

Los huarpes

Los albarracines

EL BAQUEANO

 D

espués del rastreador, viene el baqueano, personaje eminente y que tiene en sus manos la suerte de los particulares y de las provincias. El baqueano es un gaucho grave y reservado, que conoce a palmos veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña. El baqueano va siempre a su lado. Modesto y reservado como una tapia, está en todos los secretos de la campaña; la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él.

      El baqueano es casi siempre fiel a su deber; pero no siempre el general tiene en él plena confianza. Imaginaos la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos indispensables para triunfar. Un baqueano encuentra una sendita que hace cruz con el camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce; si encuentra mil, y esto sucede en un espacio de cien leguas, él las conoce todas, sabe de dónde vienen y adónde van. Él sabe el vado oculto que tiene un río, más arriba o más abajo del paso ordinario y esto en cien ríos o arroyos; él conoce en los ciénagos, extensos, un sendero por donde pueden ser atravesados sin inconvenientes, y esto en cien ciénagos distintos.

      En lo más oscuro de la noche en medio de los bosques o en las llanuras sin limites, perdidos sus compañeros, extraviados, da una vuelta en circulo de ellos, observa los árboles; si no los hay se desmonta, se inclina a tierra, examina algunos matorrales y se orienta de la altura en que se halla, monta en seguida y les dice para asegurarlos: "Estamos en dereceras de tal lugar, a tantas leguas de las habitaciones; el camino ha de ir al Sur" y se dirige hacia el rumbo que señala, tranquilo, sin prisa de encontrarlo y sin responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los otros.

     Si aun esto no basta, o si se encuentra en la pampa y la oscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos huele la raíz y la tierra, las masca y, después de repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de la proximidad de algún lago, o arroyo salado, o de agua dulce, y sale en su busca para orientarse fijamente. El general Rosas, dicen, conoce, por el gusto, el pasto de cada estancia del sur de Buenos Aires.

      Si el baqueano lo es de la pampa, donde no hay caminos para atravesarla, y un pasajero le pide que lo lleve directamente a un paraje distante cincuenta leguas, el baqueano se para un momento, reconoce el horizonte, examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a galopar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia de rumbo por motivos que sólo él sabe, y, galopando día y noche, llega al lugar designado.

      El baqueano anuncia también la proximidad del enemigo, esto es, diez leguas, y el rumbo por donde se acerca, por medio del movimiento de los avestruces, de los gamos y guanacos que huyen en cierta dirección. Cuando se aproxima observa los polvos y por su espesor cuenta la fuerza: "Son dos mil hombres" -dice-, "quinientos", "doscientos", y el jefe obra bajo este dato, que casi siempre es infalible Si los cóndores y cuervos revolotean en un círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida, o es un campamento recién abandonado, o un simple animal muerto. 

      El baqueano conoce la distancia que hay de un lugar a otro; los días y las horas necesarias para llegar a él, y a más, una senda extraviada e ignorada, por donde se puede llegar de sorpresa y en la mitad del tiempo así es que las partidas de montoneras emprenden sorpresas sobre pueblos que están a cincuenta leguas de distancia que casi siempre las aciertan. ¿Creeráse exagerado? ¡No! El general Rivera, de la Banda Oriental, es un simple baqueano que conoce cada árbol que hay en toda la extensión de la República del Uruguay. 

      No la hubieran ocupado los brasileros sin su auxilio; no la hubieran libertado, sin él, los argentinos. Oribe, apoyado por Rosas, sucumbió después de tres años de lucha con el general baqueano, y todo el poder de Buenos Aires hoy, con sus numerosos ejércitos que cubren toda la campaña del Uruguay, puede desaparecer, destruido a pedazos, por una sorpresa hoy, por una fuerza cortada mañana, por una victoria que él sabrá convertir en su provecho, por el conocimiento de algún caminito que cae a retaguardia del enemigo, o por otro accidente inapercibido o insignificante.

      El general Rivera principió sus estudios del terreno el año de 1804: y haciendo la guerra a las autoridades, entonces, como contrabandista; a los contrabandistas, después, como empleado; al rey, en seguida, como patriota; a los patriotas, más tarde, como montonero; a los argentinos, como jefe brasilero; a éstos, como general argentino; a Lavalleja, como Presidente; al Presidente Oribe, como jefe proscripto; a Rosas, en fin, aliado de Oribe, como general oriental, ha tenido sobrado tiempo para aprender un poco de la ciencia del baqueano.

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LAS PALMAS

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 pocas cuadras de la plaza de Armas de la ciudad de San Juan, hacia el norte, elevábanse no ha mucho tres palmeros solitarios, de los que quedan dos aún, dibujando sus plumeros de hojas blanquizcas en el azul del cielo, al descollar por sobre las copas de verdinegros naranjales a guisa de aquellos plumajes con que nos representan adornada la cabeza de los indígenas americanos. Es el palmero planta exótica en aquella parte de las faldas orientales de los Andes, como toda la frondosa vegetación que, entremezclándose con los edificios dispersos de la ciudad y alrededores, atempera los rigores del estío, y alegra el ánimo del viajero cuando, atravesando los circunvecinos secadales, ve diseñarse a lo lejos las blancas torres de la ciudad sobre la línea verde de la vegetación.

      Pero los palmeros no han venido de Europa como el naranjo y el nogal: fueron emigrados que traspasaron los Andes con los conquistadores de Chile, o fueron poco después entre los bagajes de algunas familias chilenas. Si el que plantó alguno de ellos a la puerta de su domicilio, en los primeros tiempos, cuando la ciudad era aún aldea, y las calles caminos, y las casas chozas improvisadas, echaba de menos la patria de donde había venido, podía decirle, como Adberramán, el rey árabe de Córdoba:


"Tú también, insigne palma, eres aquí forastera;
de Algarbe las dulces auras, y tu pompa, halagan y besan;
en fecundo suelo arraigas, y al cielo tu cima elevas,
tristes lágrimas lloraras, si cual yo sentir pudieras."


      Aquellos palmeros habían llamado desde temprano mi atención. Crecen ciertos árboles con lentitud secular y, a falta de historia escrita, no pocas veces sirven de recuerdo y monumento de acontecimientos memorables. Me he sentado en Boston a la sombra de la encina bajo cuya copa deliberaron los Peregrinos sobre las leyes que darían en el Nuevo Mundo que venían a poblar. De allí salieron los Estados Unidos. Las palmeras de San Juan marcan los puntos de la nueva colonia que fueron cultivados primero por la mano del hombre europeo.

      Los edificios de la vecindad de aquellos palmeros están amenazando ruina, muchos de ellos habiéndose ya destruido, y pocos sido edificados. Por los apellidos de las familias que los habitaron, cáese en cuenta que aquél debió ser el primer barrio poblado de la ciudad naciente; en las tres manzanas en que están aquellas plantas solariegas, está la casa de los Godoyes, Rosas, Oros, Albarracines, Carriles, Maradonas, Rufinos, familias antiguas que compusieron la vieja aristocracia colonial. Una de aquellas casas, y la que sirve de asilo al más joven de los palmeros, tiene una puerta de calle antiquísima y desbaratada, con los cuencos en el umbral superior, donde estuvieron incrustadas letras de plomo, y en el centro el signo de la Compañía de Jesús. En la misma manzana, y dando frente a otra calle, está la casa de los Godoyes, donde se conserva un retrato romano de un jesuita Godoy, y entre papeles viejos encontróse, al hacer inventario de los bienes de la familia, una carpeta que envolvía manuscritos con este rótulo: "Este legajo contiene la Historia de Cuyo por el abate Morales, una carta topográfica y descriptiva de Cuyo, y las probanzas de Mallea". Hubo de caer alguna vez bajo mis miradas esta leyenda, y yo quise ver aquella suspirada historia de mi provincia. Pero, ¡ay!, no contenía sino un solo manuscrito, el de Mallea, con fecha del año 1570, diez años después de la fundación de San Juan. Más tarde leía en la Historia Natural de Chile, del abate Molina, describiendo unas raras piedras que se encuentran en los Andes amasadas en arcilla, que el abate don Manuel de Morales, "inteligente observador de la provincia de Cuyo, su patria", las había estudiado con esmero en su obra titulada "Observaciones de la cordillera y llanura de Cuyo".

      He aquí, pues, el leve y desmedrado caudal histórico que pude por muchos años reunir sobre los primeros tiempos de San Juan: aquellas palmas antiguas, la inscripción jesuítica y la carpeta casi vacía. Pero una de las palmas está en casa de los Morales, la inscripción de plomo señala la morada del jesuita, y la leyenda quedaba para mí explicada. Practícanse diligencias en Roma y Bolonia en busca de los manuscritos abolengos, y no pierdo la esperanza de darlos a la luz pública un día.

 

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LOS HUARPES

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rande y numerosa era, sin duda, la nación de los huarpes que habitó los valles de Tulún, Mogna, Jachal y las llanuras de Huanacache. La tierra estaba en el momento de la conquista "muy poblada de naturales", dice la probanza.

El historiador Ovalle, que visitó a Cuyo sesenta años después, habla de una gramática y de un libro de oraciones cristianas en el idioma huarpe, de que no quedan entre nosotros más vestigios que los nombres citados, y Puyuta, nombre de un barrio, y Angaco, Vicuña, Villicún, Huanacache, y otros pocos. ¡Ay de los pueblos que no marchan! ¡Si sólo se quedaran atrás! Tres siglos han bastado para que sean borrados del catálogo de las naciones los huarpes. ¡Ay de vosotros, colonos, españoles rezagados! Menos tiempo se necesita para que hayáis descendido de provincia confederada a aldea, de aldea a pago, de pago a bosque inhabitado. Teníais ricos antes, como don Pedro Carril, que poseía tierras desde la Calle Honda hasta el Pie-de-Palo. ¡Ahora son pobres todos! Sabios como el abate don Manuel Morales, que escribió la historia de su patria y las Observaciones sobre la cordillera y las llanuras de Cuyo; teólogos como fray Miguel Albarracín; políticos como Laprida, presidente del congreso de Tucumán; gobernantes como Ignacio de la Rosa y Salvador M. del Carril; hoy no tenéis ya ni escuelas siquiera, y el nivel de la barbarie lo pasean a su altura los mismos que os gobiernan. De la ignorancia general hay otro paso, la pobreza de todos, y ya lo habéis dado. ¡El paso que sigue es la obscuridad, y desaparecen en seguida los pueblos, sin que se sepa adónde ni cuándo se fueron! Los huarpes tenían ciudades. Consérvanse sus ruinas en los valles de la cordillera. Cerca de Calingasta, en una llanura espaciosa, subsisten más de quinientas casas de forma circular, con atrios hacia el Oriente, todas diseminadas en desorden, y figurando en su planta trompas de aquellas que nuestros campesinos tocan haciendo vibrar con el dedo una lengüeta de acero. En Zonda, en el cerro Blanco, vense las piedras pintadas, vestigios rudos de ensayos en las bellas artes, perfiles de guanacos y otros animales, plantas humanas talladas en la piedra, cual si se hubiese estampado el rastro sobre arcilla blanda. Los médanos y promontorios de tierra suelen dejar escapar de sus flancos pintadas cántaras de barro llenas de maíz carbonizado, que las viejas sirvientas creen que es oro encantado para burlar la codicia de los blancos. Esto no estorba que en la ciudad huarpe de Calingasta, se encontrasen dos platos toscos de oro macizo que sirvieron largo tiempo de pasar fuego por los bonitos, hasta que un pasajero dio un peso por cada uno de ellos, y los vendió después en Santiago a don Diego Barros, al fiel de la balanza.

      Vivían aquellos pueblos de la pesca en las lagunas de Huanacache, en cuyas orillas permanecen aún reunidos y sin mezclarse sus descendientes, los laguneros; de la siembra del maíz, sin duda, en Tulún, hoy San Juan, según lo deja sospechar un canal borrado, pero discernible aún, que sale desde el Albardón, y puede llevar hasta Caucete las aguas del río. Últimamente, hacia las cordilleras se alimentaban de la caza de los guanacos que pacen en manadas la gramilla de los faldeos. Hasta hoy se conservan tradicionalmente las leyes y formalidades de la gran cacería nacional que practicaban los huarpes todos los años. Nada se ha alterado en las costumbres huarpes, sino la introducción del caballo. "Un corregidor y capitán general que fue de la provincia de Cuyo —dice el padre Ovalle— me contó que luego que los indios huarpes reconocen a los venados (guanacos), se les acercan, y van en su seguimiento a pie a un medio trote, llevándolos siempre a una vista, sin dejarles parar ni comer, hasta que dentro de uno o dos días, se vienen a cansar y rendir, de manera que con facilidad llegan y los cogen, y vuelven cargados con la presa, a su casa, donde hacen fiesta con sus familias... haciendo blandos y suaves pellones de los cueros, los cuales son muy calientes y regalados en el invierno" .

      En los primeros meses de primavera, cuando los guanacos se preparan a internarse en las cordilleras, humedecidas y fertilizadas por el agua de los deshielos, córrese la voz en Jachal, Huandacol, Calingasta y demás parajes habitados, señalando el día y el lugar donde ha de hacerse la reunión para las grandes cacerías. Los jóvenes y mocetones acuden presurosos, trayendo consigo sus mejores caballos, que han estado de antemano preparando para aquella fiesta en que han de lucirse, y quedar pagadas en reses muertas la destreza del jinete, lo certero del pulso para lanzar las bolas, y la seguridad y ligereza del caballo. El día designado vense llegar a una espaciosa llanura los grupos de jinetes, los cuales, reunidos a caballo, tienen consejo para nombrar el juez de la caza, que lo es el indio más experimentado, y trazar el plan de las operaciones. A su orden se divide su dócil y sumisa comitiva en los grupos que él dispone, los cuales se separan en direcciones diversas, cuales a cerrar el boquete de una quebrada, cuales a manguar las manadas de guanacos hacia la parte del llano donde ha de hacerse la correría. Dos días después, los polvos que levantan los fugitivos rebaños indican la aproximación del momento tan deseado. Los cazadores toman distancia, y cuatro pares de libes, ligeros, cuanto basta para bolear guanacos, empiezan con gracia y destreza infinita a voltejear a un tiempo en torno de las cabezas de los jinetes. Huyen los guanacos despavoridos, sueltan a escape los caballos, sin aflojarles la rienda, por temor de las rodadas, que son mortales a veces pero que el gaucho indio evita, aunque cuente de seguro salir parado, por temor de quedarse atrás y cuando los más bien montados han logrado ponerse a tiro, cuatro pares de bolas parten de una misma mano, ligando unas en pos de otras tantas reses de montería. Otros cuatro pares de bolas reemplazan a la carrera del caballo, las que ya fueron empleadas, y el cazador diestro puede asegurar así diez, quince y aún más guanacos en la correría. Si la provisión de bolas se ha agotado, salta listo a tierra, ultima su presa, desembaraza los libes, y saltando de nuevo sobre el enardecido redomón, se lanza tras la nube de polvo, los gritos de los cazadores y los relinchos de los caballos, hasta lograr, si puede, tomar posiciones. Suelen ocurrir una o dos desgracias por las caídas; vuelven los cazadores a reunir sus reses, que cada uno reconoce por las bolas que las amarran; y si acaece alguna disputa, lo que es raro, pues es inviolable la propiedad de cada uno, el juez de la caza la dirime sin apelación. Vuelven los grupos a dispersarse en dirección a sus pagos; las mujeres aguardan con ansia los cueros de guanacos, cuya lana sedosa están viendo ya en ponchos de listas matizadas, sin contar con la sabrosa carne que va a llenar la despensa, cuidado primordial de toda ama de casa. Los chicuelos hacen mil fiestas a un cervatillo de guanaco que cayó el primero en poder de los cazadores, y los alegres mocetones cuentan en interminable historia todos los accidentes de la caza y las rodas que dieron, y las paradas. Otra costumbre huarpe sobrevive, hija de la antigua y fatigosa caza a pie. Repetiré lo que observó el historiador Ovalle en su tiempo, y ahorrárame el lector entendido el trabajo de explicársela. "No dejaré de decir una singularísima gracia que Dios dio a estos indios, y es un particularísimo instinto para rastrear lo perdido o hurtado. Contaré un caso que pasó en la ciudad de Santiago (Chile) a vista de muchos. Habiendo faltado a cierta persona unos naranjos de su huerta, llamó a un huarpe, el cual se llevó de una parte a otra, por esta y la otra calle, torciendo esta esquina, y volviendo a pasar por aquélla hasta que últimamente dio con él en una casa, y hallando la puerta cerrada, le dijo: toca y entra, que ahí están tus naranjos. Hízolo así y halló sus naranjos. De estas cosas hacen todos los días muchas de grande admiración, siguiendo con gran seguridad el rastro, ora sea por piedras lisas, ora por hierbas o por agua" .

      ¡Ilustre Calibar! ¡No has degenerado un ápice de tus abuelos! El célebre rastreador sanjuanino, después de haber hecho con su ciencia devolver a muchos lo hurtado, y dejado salir de las cárceles a los presos, como sucedió con mi primo M. Morales, sin acertar a cortarle el rastro que había prometido no hallar, se ha retirado a morir a Mogna, morada de su tribu, dejando a sus hijos la gloria de su nombre, gloria que ha llegado a Europa de folletín en Revista, copiando el párrafo del Rastreador de Civilización y Barbarie, dejando Calibar más duradero recuerdo en Europa que las barbaries de Facundo, el blanco perverso e indigno de memoria.

      ¿Habéis visto, por ventura, unas canastillas de formas variadas que contienen los útiles de costura de nuestras niñas, cerradas de boca a veces, a guisa de cabeza de cebolla; o bien abiertas, por el contrario, como campanas, con bordes, brillantes y curiosamente rematados, salpicadas de motas de lana de diversos colores? Estas canastillas son restos que aún quedan en las lagunas de la industria de los huarpes. Servíanse, en tiempo de Ovalle, de ellas como vasos para beber agua, tan tupido era el tejido de una paja lustrosa, amarilla y suave, que crece a orillas de las lagunas de Huanacache. ¡Pobres lagunas destinadas a servir, mejor que las de Venecia, a poner en contacto sus lejanas riberas, llevando y trayendo en barquillas o en goletas de vela latina los productos de la industria y los frutos de la tierra! El huarpe todavía hace flotar su balsa de totora para echar sus redes a las regaladas truchas; el blanco, embrutecido por el uso del caballo, desfila por el lado de los lagos con sus mulas, cargadas como las del contrabandista español, y si vais a hablarle de canales y de vapores como en los Estados Unidos, se os ríe, contento de sí mismo, y creyendo que vos sois el necio y el desacordado. Y, sin embargo, en Pie-de-Palo está el carbón de piedra, en Mendoza el hierro, y entre ambos extremos mécese la superficie tranquila de las sinuosas lagunas, que el zambullidor riza con sus patas por desaburrirse. Todo está allí, menos el genio del hombre, menos la inteligencia y la libertad. ¡Los blancos se vuelven huarpes, y es ya grande título para la consideración pública saber tirar las bolas, llevar chiripá, o rastrear una mula!

      La idea que el jesuita Ovalle echaba a rodar en los reinos españoles, sobre las bendiciones del suelo privilegiado de San Juan, es todavía, doscientos años después, un clamor sin ecos, un deseo estéril... "No hay duda que, si comienza a acudir gente de afuera , aquella tierra será una de las más ricas de las Indias, porque su grande fertilidad y grosedad no necesitan de otra cosa que de gente que la labre, y gaste la grande abundancia de sus frutos y cosechas" . ¡Pobre patria mía! ¡Estáis en guerra, por el contrario, para rechazar a las gentes de afuera que acudirán; y arrojáis, además, de tu seno a aquellos de tus hijos que os aconsejan bien!

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LOS ALBARRACINES

A

 

mediados del siglo XII, un jeque sarraceno, Al Ben Razin, conquistó y dio nombre a una ciudad y a una familia que después fue cristiana. M. Beauvais, el célebre sericultor francés, ignorando mi apellido materno, y sin haberme visto con Albornoz, me hacía notar que tenía la fisonomía completamente árabe; y como le observase que los Albarracines tenían, en despecho del apellido, los ojos verdes o azules, replicaba en abono de su idea que, en la larga serie de retratos de los Montmorency, aparecía cada cuatro o cinco generaciones el tipo normal de la familia. En Argel me ha sorprendido la semejanza de fisonomía del gaucho argentino y del árabe, y mi chauss me lisonjeaba diciéndome que, al verme, todos me tomarían por un creyente. Mentéle mi apellido materno, que sonó grato a sus oídos, por cuanto era común entre ellos este nombre de familia; y digo la verdad, que me halaga y sonríe esta genealogía que me hace presunto deudo de Mahoma. Sea de ello lo que fuere, los viejos Albarracines de San Juan tenían en tal alta estima su alcurnia, que para ellos el hijo del alba habría sido a su lado, cuando más, un cualquiera. Una tía mía, casi mendiga, solía llegar a casa desde sus tierras de Angaco, coronando, sobre un rocín mal entrazado y huesoso, unas grandes alforjas atestadas de legumbres y pollos, echando pestes contra don Fulano de Tal, que no la había saludado, porque ella era pobre. Y entonces se seguía la reseña de los cuatro abolengos del infeliz que no escapaba, a la segunda y tercera generación, de ser mulato por un lado y zambo por el otro, y además excomulgado. Yo he encontrado a los Albarracines, sin embargo, en el borde del osario común de la muchedumbre obscura y miserable. A más de aquella tía, había otro de sus hermanos, imbécil, que ella mantenía; mi tío Francisco ganaba su vida curando caballos, esto es, ejerciendo la veterinaria sin saberlo, como M. Jourdain escribía prosa sin haberlo sospechado. De los otros once, hermanos y hermanas de mi madre, varios de sus hijos andan ya de poncho con el pie en el suelo, ganando de peones real y medio al día.

      Y, sin embargo, esta familia ha ocupado un lugar distinguido durante la colonia española, y de su seno han salido altos y claros varones que han honrado las letras en los claustros, en la tribuna de los congresos, y llevado las borlas de doctor, o la mitra. Distínguense los Albarracines, aun entre la plebe, por los ojos verdes o celestes, como antes dije, y la nariz prominente, afilada y aguda, sin ser aquilina. Tienen la fama de transmitir de generación en generación aptitudes intelectuales que parecen orgánicas, y de que han dado muestras cuatro o cinco generaciones de frailes dominicos, padres presentados, y que terminan en fray Justo de Santa María, obispo de Cuyo. Los jefes de esta familia fundaron el convento de Santo Domingo en San Juan, y hasta hoy se conserva en ella el patronato y la fiesta del Santo, que todos hemos sido habituados a llamar Nuestro Padre. Hay un Domingo en cada una de las ramas en que se subdivide, como hubo siempre dos y aun tres frailes dominicos Albarracines a un tiempo. Fuéle un hermano de mi madre, secularizado teólogo y empecinado unitario; y hasta la clausura del convento en 1825, se halló entre sus coristas un representante de la familia patrona de la orden. Sábese que en aquella Edad Media de la colonización de la América, las letras estaban asiladas en los conventos, siendo una capucha de fraile signo reconocido de sapiencia, talismán que servía a preservar acaso el cerebro contra todo pensamiento herético. No celó de todo, no obstante, al del célebre fray Miguel Albarracín, cuya gloriosa memoria se ha conservado hasta hoy como la gala y alarde del convento.

      Hay raras manías que aquejan el espíritu humano en épocas dadas; curiosidades del pensamiento que vienen no se sabe por qué, como si en los hechos presentes estuviese indicada la necesidad de satisfacerlas. A la piedra filosofal que produjo en Europa la química, se sucedió en América la cuestión famosa del milenario, en que todo un San Vicente Ferrer había quedado chasqueado. Sobre el milenario han escrito varios, haciéndose notar Lacunza, chileno, cuya obra se publicó en Londres no ha mucho tiempo. Mucho antes que él, había ensayado su sagacidad en resolver tan arduo problema, el doctor fray Miguel, de quien es tradición conventual que tenía ciencia infusa, tanto era su saber. El infolio que escribió sobre la materia, fue examinado por la inquisición de Lima, el autor citado ante el santo oficio acusado de herejía; y con ansiedad de sus cofrades, fue a aquella remota corte a responder a tan temible cargo.

      Era la inquisición de Lima un fantasma de terror que había mandado la España a América para intimidar a los extranjeros, únicos herejes que temía; y a falta de judaizantes y heretizantes, la inquisición cebaba de cuando en cuando alguna vieja beata que se pretendía en santa comunicación con la Virgen María, por el intermedio de ángeles y serafines; o alguna otra menos delicada que prefería entenderse con el ángel caído. La inquisición se hacía la desentendida por largo tiempo, jugaba a la gata muerta, y cuando la fama de santidad o de endiablamiento estaba madura, caía sobre la infeliz ilusa, traíala al santo tribunal, y después de largo y erudito proceso, hacía de su flaco cuerpo agradable y vivaz pábulo de las llamas con grande contentamiento de las comunidades, empleados y alto clero, que por millares asistían a la ceremonia.

      Existen en Lima varios procesos de autos de fe , entre ellos uno muy notable contra Angela Carranza, natural de la ciudad de Córdoba del Tucumán, quien pasó a la ciudad de Lima por los años de 1665, y empezó a adquirir fama de santidad y de favorecida del Cielo. Diose a escribir sus revelaciones ocho años más tarde, diciéndose asistida e inspirada por los doctores de la Iglesia. Estos escritos llegaron a componer más de 7.500 hojas, en forma de diario, hasta el mes de diciembre de 1688, época en que cayeron en poder del santo oficio de Lima, el cual los calificó de heréticos y blasfemos. Encerrada en las cárceles de la inquisición el 21 de diciembre de 1688, entablaron contra ella un proceso que duró por espacio de seis años, resultando condenada a "salir en auto de fe público en forma de penitente, con la vela verde, soga a la garganta, y a estar encerrada en un monasterio por espacio de cuatro años". La ejecución de esta sentencia tuvo lugar el 20 de diciembre de 1693, como consta de una relación publicada en Lima por la Imprenta Real el año 1695. El nombre de esta mujer se conserva aún en todos los pueblos del Perú, y la dicha descripción del auto de fe en que se habla de ella, es uno de los libros más raros de cuantos se han impreso en Lima. El gran delito de esta beata fue prendarse de un amor místico muy subido de dos personajes pacíficos de nuestra historia cristiana: Santa Ana y San Joaquín, a quienes describe con todos sus pormenores. "Era nuestra señora Santa Ana, muy hermosa, algo metida en carnes, befa de labios, las manos muy blancas. Y San Joaquín, de facciones toscas y nariz grande; aunque viejo no inspiraba asco a su esposa, porque era aseado y se vestía bien. Del preñado de la señora Santa Ana nacieron Cristo y María, pero Cristo como cabeza de María; y cuando Cristo nació de la señora Santa Ana renacieron también Joaquín y Ana; y cuando Santa Ana alimentó con su leche a la Virgen Santísima, Jesucristo también la mamaba; y de los pechos de Santa Ana solamente mamaron Cristo y María, pero quien primero mamó fue Jesucristo".

      Después de las beatas venían los extranjeros , de los cuales, entre otros, hay un Juan Salado, francés, que fue quemado sin otra causa racional que la novedad de ser francés, rara avis entonces en las colonias y objeto de odio para los pueblos españoles. Pero, como sucede siempre con todos los poderes absolutos e inicuos, en Lima, entre las víctimas de la inquisición cayó una vez un deudo de San Ignacio de Loyola, quien, acusado de judío judaizante por sus criados que querían robarlo, murió en la prisión y el santo tribunal le hizo enterrar secretamente. Andando el tiempo, empero, hubo de morir uno de los criados, y declaró en artículo de muerte su villanía, y la inquisición se propuso reparar el daño con el cadáver que se hizo exhumar al efecto. De las costumbres, horriblemente pueriles de aquella época, podrá formarse idea por los extractos de la sentencia absolutoria que sigue: "Don Juan de Loyola Haro de Molina, natural de la ciudad de Ica, donde obtuvo los honrosos empleos de maestre de campo del batallón, y varias veces el de alcalde ordinario, siendo de primer voto en su ilustre cabildo y regimiento, de poco más de 60 años de edad, de estado soltero, que, preso por este santo oficio murió: salió el auto en estatua, y estando en forma de inocente con palma en las manos y vestido de blanco, se le leyó su sentencia absolutoria, dándole por libre de los delitos de herejía y judaísmo , que por maliciosa conspiración y falsa calumnia se le imputaron. Restituidos, pues, el buen nombre, opinión y fama que antes de su prisión gozaba, se mandó saliese en el acompañamiento entre dos sujetos distinguidos, que el santo tribunal señaló para que se apadrinasen en la procesión de reos, y que, al tiempo de alistarse la función en la iglesia, se colocase la estatua en medio de los más calificados del concurso; y levantándose cualesquiera secuestros y embargos hechos en sus fincas y bienes, se entregasen del todo según el inventario que de ellos se hizo cuando se secuestraron; y que, si sus hermanos, sobrinos y parientes, quisiesen pasear la estatua por las calles públicas y acostumbradas, en un caballo blanco hermosamente enjaezado, lo ejecutasen al día siguiente al auto, en que los ministros del santo tribunal habían de hacer cumplir la pena de azotes que se impuso a cada reo; y que en atención a haberse, de orden del santo tribunal, sepultado secretamente su cadáver en una capilla de la iglesia de Santa María Magdalena, recolección de Santo Domingo, pudiesen exhumarlo para hacerle públicas exequias, trasladándole al lugar que por última voluntad señaló para su entierro; y que a sus hermanos y parientes se despachen testimonios de este hecho, para que en ningún tiempo la padecida calumnia les sea embarazo a obtener los más sobresalientes empleos, así políticos, como cargos del santo oficio, honrándoles el tribunal con las gracias que juzgase proporcionadas para comprobar la inocencia del expresado don Juan de Loyola, difunto. Fueron sus padrinos don Fermín de Carvajal, conde del Castillejo, y don Diego de Hesles Campero, brigadier de los reales ejércitos de S. M. y secretarios de Cámara del Exmo. señor Conde de Super-Unda, virrey de Lima".

      Describiendo un autor limeño esta rara rehabilitación, dice: "En la procesión del santo oficio desde su casa hasta Santo Domingo... dos lacayos vestidos de costosa librea cargaban una estatua que trayendo al pecho un rótulo grabado en una lámina de plata de delicado buril, expresaba el nombre y apellido del inocente don Juan de Loyola, que falsamente calumniado de los abominables delitos de hereje y judío judaizante , murió por los años 1745 preso por este santo tribunal, aunque poco antes de su fallecimiento, ya había empezado a descubrirse la inicua conspiración de los falsos calumniantes. Era el vestido que llevaba de lana blanca, color que simboliza su inocencia, guarnecido de finísimos sobrepuestos de oro de Milán , con botonaduras de diamantes, y salpicado de varias joyas de cuantioso precio que hermoseaban toda la tela. En la una mano traía la palma, insignia de su triunfo, y en la otra su bastón de puño de oro con riquísima pedrería por haber obtenido en la ciudad de Ica, de donde era nativo, siendo originario de la ilustrísimo casa de Loyola en el lugar de Azpeitía de la provincia de Guipúzcoa, los honores y distinguidos cargos de maestre de campo de la caballería y varias veces el de alcalde ordinario" .

      Así el verdugo de la pobre confederación, cuando ya no encuentra algún salvaje unitario que entregar al santo oficio de la mazorca, coge una Camilla O'Gorman, un niño de vientre, y un cura en pecado, para hacerlos matar como a perros, a fin de refrescar de cuando en cuando el terror adormecido por la abyecta sumisión de los pueblos envilecidos. El despotismo brutal nunca ha inventado nada de nuevo. Rosas es el discípulo del doctor Francia y de Artigas en sus atrocidades, y el heredero de la inquisición española en su persecución a los hombres de saber y a los extranjeros. Los tres han embrutecido el Paraguay, la España y la República Argentina, dejándoles en herencia la nulidad y la vergüenza para años y siglos. La Bruyère, el moralista francés, escribía ahora cerca de un siglo: "No se necesita ni arte ni ciencia para ejercer la tiranía, y la política que no consiste más que en derramar sangre, es por demás limitada y sin refinamiento; ella inspira matar a aquellos cuya vida es un obstáculo a nuestra ambición; y un hombre que ha nacido cruel, hace eso sin dificultad. Es ésta la manera más horrible y más grosera de sostenerse o de elevarse" .

      ¿Qué más podremos ahora decir de Rosas, pobre remendón de viejo, con algunas brutalidades de su propia invención? La cinta colorada mandóla usar Tiberio en su retrato, y ahora dos mil años, eran en Roma azotados los ciudadanos en las calles, cuando no llevaban en su pecho la efigie del emperador según nos lo refiere Tácito. La inquisición tenía sus frases de proscripción, herejes judaizantes, como el salvajes unitarios de ahora; y tan inenarrable es la filiación de estas ideas, que el coronel Ramírez me ha llamado judío para adular al inquisidor argentino. ¡Pobres españoles! Vuelvo a fray Miguel Albarracín. Ante aquel tribunal debía presentarse el doctor fray Miguel Albarracín, y justificar osadas doctrinas que sobre el milenario había emitido. Afortunadamente, era, dicen, elocuente el fraile como un Cicerón, cuyo idioma poseía sin rival; profundo como un Tomás, sutil como un Scott, y Dios mediando y a lo que yo creo, no entendiendo ni él ni la inquisición jota de todo aquel fárrago de conjeturas sobre una profecía que anuncia un cambio en los destinos del mundo, salió victorioso de la lucha maravillando a sus jueces, por institutos dominicos también, con aquellos tesoros de la escolástica argucia de que hizo ostentación y alarde. Lo que es digno de notarse es que, pocos años después de producidos los milenarios , apareció la revolución de la independencia de la América del Sur, como si aquella comezón teológica hubiese sido sólo barruntos de la próxima conmoción.

      Mi tío fray Pascual, viéndome niño entendido y ansioso de saber, me explicaba la obra de Lacunza, diciéndome con orgullo indignado: "Estudia este libro, que ésta es la obra del grande fray Miguel, mi tío, y no de Lacunza, que le robó el nombre, sacando el manuscrito de los archivos de la inquisición, donde quedó depositado". Y me mostraba entonces la alusión que Lacunza hace de una obra sobre el milenario, de autor americano que no osó citar. Después he creído que la vanidad de familia hacía injusto a mi tío con el pobre Lacunza.

      El maestre de campo don Bernardino Albarracín venía, dicen, de Esteco, la ciudad sumergida, en cuyos alrededores poseía la familia centenares de leguas de una donación real, y que heredó más tarde una señora Balmaceda, apellido extinto hoy que ha dejado el nombre de un puente, y dado por la línea materna un gobernador a San Juan. El hijo del maestre de campo, don Cornelio, casó con la hija de don José de la Cruz Irarrázabal, oriundo de Santiago de Chile, familia extinta allá también, que ha dejado el templo de Santa Lucía, fundado y rentado por la munificencia de doña Antonia Irarrázabal, y la fiesta del Dulce Nombre de María, cuyo patronato se conserva en una rama de nuestra familia. Las casas del Dulce Nombre, degradadas hoy a fuerza de servir de cuarteles a las tropas, a causa de su extensión, sirvieron de habitación suntuosa a la rica y poderosa doña Antonia, a quien, no teniendo hijos, iban sucesivamente a acompañar mi madre u otras de sus sobrinas.

      Hay pormenores tan curiosos de la vida colonial, que no puedo prescindir de referirlos. Servían a la familia bandadas de negros esclavos de ambos sexos. En la dorada alcoba de doña Antonia, dormían dos esclavas jóvenes para velarle el sueño. A la hora de comer, una orquesta de violines y arpas, compuesta de seis esclavos, tocaba sonatas para alegrar el festín de sus amos; y en la noche dos esclavas, después de haber entibiado la cama con calentadores de plata, y perfumado las habitaciones, procedían a desnudar al ama de los ricos faldellines de brocato, damasco o melania que usaba dentro de casa, calzando su cuco pie media de seda acuchillada de colores, que por canastadas enviaba a repasar a casa de sus parientes menos afortunados. En los grandes días las telas preciosas recamadas de oro, que hoy se conservan en casullas en Santa Lucía, daban realce a su persona, que, entre nubes de encaje de Holanda, abrillantaban, aún más, zarcillos enormes de topacios, gargantillas de coral y el rosario de venturinas, piedras preciosas de color café entremezcladas de oro, y que divididas de diez en diez por limones de oro torneados en espiral y grandes como huevos de gallina, iban a rematar cerca de las rodillas en una gran cruz de palo tocado en los Santos Lugares de Jerusalén y engastada en oro e incrustada de diamantes. Aún quedan en las antiguas testamentarías ricos vestidos y adornos de aquella época, que asombran a los pobres habitantes de hoy, y dejan sospechar a los entendidos que ha habido una degeneración. Montaba a caballo con frecuencia, precedida y seguida de esclavos, para dar una vista por sus viñas, cuyos viejos troncos vense aún en las capellanías de Santa Lucía.

      Una o dos veces al año tenía lugar en la casa una rara faena. Cerrábanse las gruesas puertas de la calle, claveteadas de enormes clavos de bronce, y poníanse en incomunicación ambos patios, para apartar a la familia menuda; entonces, cuéntame mi madre que la negra Rosa, ladina y curiosa como un mico, le decía en novedosos cuchicheos: ¡hoy hay asoleo! Aplicando con tiento en seguida una escalera de mano a una ventanilla que daba hacia el patio, la astuta esclava alzaba a mi madre, aún chicuela, cuidando que no asomase mucho la cabeza, para atisbar lo que en el gran patio pasaba. Cuan grande es, me cuenta mi madre, que es la veracidad encarnada, estaba cubierto de cueros que tendían al sol en gruesa capa pesos fuertes ennegrecidos, para despejarlos del moho; y dos negros viejos eran depositarios del tesoro, andaban de cuero en cuero removiendo con tiento el sonoro grano. ¡Costumbres patriarcales de aquellos tiempos en que la esclavitud no envilecía las buenas cualidades del fiel negro! Yo he conocido a tío Agustín, y a otro negro Antonio, maestro albañil, pertenecientes a la testamentaría de don Pedro del Carril, el último ricohombre de San Juan que guardaban hasta 1840 dos tejos de oro y algunas pocas talegas. Fue la manía de los colonos atesorar peso sobre peso, y envanecerse de ello. Aún se habla en San Juan de entierros de plata de los antiguos, tradición popular que recuerda la pasada riqueza, y no hace tres años que se ha excavado la bodega y patios de la viña de Rufino, en busca de los miles que ha debido dejar y no se encontraron a su muerte. ¿Qué se han hecho, ¡oh, colonos!, aquellas riquezas de vuestros abuelos? ¿Y vosotros, gobernadores federales, militares verdugos de pueblos, podríais reunir estrujando, torturando a toda una ciudad, la suma de pesos que ahora sesenta años no más encerraba el solo patio de doña Antonia Irarrazábal?

      Yo me he asombrado en los Estados Unidos al ver en cada aldea de mil almas uno o dos Bancos, y saber que existen por todas partes propietarios millonarios. En San Juan no ha quedado una fortuna en veinte años de federación. Carriles, Rosas, Rojos, Oros, Rufinos, Jofrés, Limas, y tantas otras familias poderosas, yacen en la miseria y descienden de día en día a la chusma desvalida. Las colonias españolas tenían su manera de ser, y lo pasaban bien bajo la blanda tutela del rey; pero vosotros habéis inventado reyes con largas espuelas nazarenas y apenas desmontados de los potros que domaban en las estancias, creyendo que el más negado es el que mejor gobierna. La riqueza de los pueblos modernos es hija sólo de la inteligencia cultivada. Foméntanla caminos de hierro, vapores, máquinas, fruto de la ciencia; dan la vida, la libertad de todos, el movimiento libre, los correos, los telégrafos, los diarios, la discusión, la libertad en fin. ¡Bárbaros! Os estáis suicidando; dentro de diez años, vuestros hijos serán mendigos o salteadores de caminos. ¡Ved la Inglaterra, la Francia, los Estados Unidos, donde no hay Restaurador de las leyes, ni estúpido Héroe del desierto, armado de un látigo, de un puñal, y de una banda de miserables para gritar y hacer efectivo el mueran los salvajes unitarios , es decir, los que ya no existen, y entre quienes se contaron tantos ilustres argentinos! ¿Habéis oído resonar en el mundo otros nombres que los de Cobden el sabio reformador inglés; Lamartine, el poeta; o los de Thiers y Guizot historiadores, y siempre por todas partes, en la tribuna, en los congresos, en el gobierno, sabios y no labriegos o pastores rudos, como los que vosotros habéis armado del poder absoluto para vuestro daño?

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