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Concha Espina

Páginas de un viaje

El rabión

 

       

     Habíamos llegado al Estrecho de Magallanes y el Orcana se acunaba, lento, en las aguas pacíficas, a la sombra majestuosa de los Andes.                                            

       Maravilla del mundo es aquel paisaje soberbio, suma de bellezas; y absortos se abrían nuestros ojos sobre la cordillera gigante y el mar quieto.      

       Con pañuelo de nieve en las cimas y follaje verde en las faldas, los Handes, misteriosos, enormes, nos apresaban tendiendo en torno del barco su cadena de anillos monstruosos.

      Se espejaba en las aguas un bello cielo tranquilo, que ponía en nuestros horizontes una nota azul, luminosa y amable.

      Así, abismados en la fascinadora hondura del Estrecho, habíamos navegado todo un hermoso día decembrino, cuando, ya atardecido, anclamos en una ensenada cristalina, casi tocando la montaña colosal.

      La complacencia del capitán, adornado de esa cortesanía británica, toda corrección, nos permitió desembarcar a unos cuantos capríchosos, que pisamos con emoción aquel pedazo virgen de tierra patagona, de la mal llevamos a bordo raras piedras, gráciles flores y peludas arañas de color de rosa, inofensivas y mansas.

      ¡Inolvidable velada aquella en que la noche cayó augusta y solemne sobre nuestro barco en reposo, al abrigo de la costa andina!

      Amaneciendo apenas, un fuerte coro de extrañas voces  subió al buque desde el mar, y vimos, con sorpresa, cómo iban rodeándonos unas piraguas esbeltas tripuladas por indios fueguinos; habitantes de aquellos contornos, que algo pedían, sin duda, en su lengua dura y desconocida. Por la borda se les hizo un don voluminoso, despojos de las cocinas, probablemente, que ellos reci­bieron con efusivas aclamaciones. Eran hombres fuertes y tostados, hombres recios, no gigantes, sen la leyenda dice. Se alejaron, mecidos en sus livianas embarcaciones. Se alejaron y tomaron tierra, ¡la tierra

del tuego, brava y misteriosa!

      A media marcha, previsores contra los peligros de una varadura, nos pusimos a navegar con el alba, deslizándonos por las angosturas del Estrecho, con habilidad de peritos, fácil y blandamente, como un viaje de ensueño; sorteando islas, tocando arrecifes,  y siempre custodiados de cerca por la denticulada cordillera andina.

      Ibamos a buscar el Pacífico, para el cual, en un día glorioso para España, había encontrado Magallanes aquella ruta escabrosa y admirable.

***

      Yo tenía a bordo una protegida: una linda moza montañesa, que me estaba recomendada desde Santander, y que en estado de próxima maternidad, iba a Chile a reunirse con su esposo, residente en Concepción.

      Todos los días visitaba yo a Luisa en su departamento de tercera, y la obsequiaba muchas veces con helados y golosinas que no llegaban más que de contrabando hasta aquellos pasajeros pobres.

     Era mi paisanita una tímida y graciosa  muchacha, de belleza apacible, un poco triste. Una de esas mujeres melancólicas que a menudo suspiran y a menudo miran al a cielo. Todo su tipo era montañés, y aun era más montañesa aquella suave languidez de su persona.

    Solíamos hablar largos ratos, apoyadas en la borda, mirando la estela hirviente y espumosa de nuestro barco, o el horizonte lueñe, donde el mar y el cielo nos ofrecían la impresión de un casto beso infinito.

     Hablábamos de nuestro país lejano y her­moso, Luisa era inteligente y discreta, un poco ilustrada y de amable trato.

     Me contó su historia; una historia breve y tranquila, alterada únicamente por las aventuras de la emigración. Era hija de labradores acomodados, y se había casado muy joven con su único novio, un artista humilde, tan buen mozo como trabajador, que, seducido por halagadoras promesas de bienestar y porvenir, había emigrado unos meses antes, y entonces la llamaba a su lado en la certeza de una vida fácil para esperar juntos al hijo que iba a llegar.

     Acaso todas las inspiraciones del amor no hubieran decidídaa Luisa a emprender, sola y delicada, aquel viaje penoso. Pero la casualidad había favorecido oportunamente los planes del esposo, deparando a la joven una compañera de expedición, en su misma vecindad. Era una mujer que iba a reunirse con sus hijos, residentes también en la República de Chile.

      Este azar decidió la suerte de Luisa, que salió de casa de sus padres confiada a los cuidados de Nela, experta y hábil viajera, mañosa y enérgica, que había mirado por la joven con desvelo cariñoso durante toda la travesía.

      Duro había sido el viaje; diciembre iba muy crecido y habíamos encontrado airados los mares y desencadenados los vientos a nuestro paso.

      La pobre Luisa había sufrido mucho, por más que Nela de cerca y yo un poco más de lejos le habíamos tendido nuestra mano con vivo interés.

     Sólo las aguas mansas del Estrecho ha­bían tenido la virtud de calmar sus padecimientos y permitirle un descanso reparador.

Le había yo cobrado gran afecto y el lazo de jluestro paisanaje se había estrechado en el mar, mediante nuestra juventud y mi compasión.

***

     

Era la segunda tarde de nuestra blanda navegación por las aguas serenas que los a Andes limitan, y una vez más crucé el puente medianero entre ambas cámaras para visitar a Luisa en su departamento.

     La hallé sobre cubierta, mirando con fascinación la aparición milagrosa de unas islas diminutas, sobre las cuales. la fatalidad o el capricho habían sembrado una profusión de cruces, que eran, o parecían ser, protectoras de otras tantas sepulturas.

    Una fuerte sugestión nos poseyó con emoción temerosa delante de aquel original cementerio, que en forma de archipiélago se nos aparecía, surgiendo del lago con fantástico sigilo, como la evocación de una trgedia en que la piedad y el dolor hubieran querido florecer.

    Y una curiosidad intensa abría nuestros ojos encima de aquel vergel de cruces erguidas sobre el césped de mágico verdor y raras flores silvestres, cuya variedad hermosa hacía pensar en un cultivo sobrenatural de encantamiento.

     Todas las miradas de los pasajeros eran una interrogación ardiente hacia aquel misterio prodigioso, que, incitante y trágico, se deslizaba casi al alcance de nuestra mano.

     Muchas cruces tenían inscripciones, monogramas o leyendas en diferentes idiomas y trazados con distintos colores.

     Otras abrían sus brazos piadosos sobre rústico barandaje tendido en forma de lecho.

     En una leímos Carmen; en otra, María; dos bellos nombres de españolas.

     Cuando la visión sugestionante se iba alejando y quise comentarla, encontré a Luisa trémula, con el dulce rostro demudado, y en los ojos la expresión de un espanto loco.

     No supe qué decirle, porque su emoción extremada me dejó confusa.

     Traté de distraerla sin poder conseguirlo. y ya el plantel de cruces se esfumaba en pálida lejanía, cuando aún Luisa temblaba con un fadico terror ...

     Aquella noche salimos al mar Pacífico. Pero no es pacífico este mar de tan grato nombre, en aquellas corrientes donde sus aguas luchan con las aguas del Atlántico.

     Allí es bravo, es terrible este mar de cándido nombre, y allí nos combatió en una ruda borrasca, marco siniestro de un drama que en estas páginas rememoro ...

     En plena tempestad, aquella noche Luisa dió a luz, prematuramente, un hermoso niño.

     El anuncio de este acontecimiento inesperado llegó hasta mí trabajosamente, entre los horrores de la tormenta y seguido de una dolorosa noticia.

     Había nacido el niño, pero la madre estaba amenazada de muerte.

     Todo había sido rápido y funesto en el alumbramiento de la pobre muchacha, y un mal síntoma, alarmante en su estado, hacía temer por su vida.

     De temeridad grave reputaban una excursión por el barco a tales horas y con aquel tiempo.

     Me aseguraron que Luisa estaba asistida con todo el esmero posible, y yo sabía que bajo el pabellón inglés de nuestro barco tenía la caridad una lozana floración.

     Pero estuve ansiosa. La compasión me tenía embargada y la impaciencia me desveló, absorta en amargas reflexiones.

     Al amnecer amainó un poco el temporal y pude  a duras penas, llegar hasta el  humilde camarote de mi infeliz paisanita.

     Mirándola con dolido interés, vi que se moria la pobre. También Nela lo estaba viendo y sus ojos hablaron con los míos un mudo lenguaje compungido.

     A la triste agonizante le llameó en la mirada una fugaz alegría cuando yo me acerqué a acariciarla.

     Con gesto henchido de dolorosa expresión me señaló su niño, un suave mantoncito de carne tibia, que a los pies del camastro dormía en plácido sosiego.

     Yo me incliné a rnírarle toda turbada, y ella me dijo con fatiga:

     _Ha nacido en la Nochebuena; que se llame Jesús; que le cuiden, por Dios, hasta que le recoja su padre, ¡ya ve usted que yo me muero!

     La quise consolar, pero advertí que ella notaba en mi confusión la confirmación de sus temores.

     Hizo un esfuerzo y me tomó las manos; lentamente, con palabra premiosa, me dijo que desde la víspera tenía un presentimiento funesto encima de su corazón, y que sentía a la muerte que la apresaba y la vencía de momento en momento.

     Su voz, opaca y anhelosa, habló de resignación, y musitó unas dulces frases conformes con la partida suprema; pero el dolor tembló en aquel acento sumiso. cuando me habló del esposo y del niño con encarecida súplica; y el espanto poseyó todo aquel espíritu martirizado cuandogne dijo:

    _¡Me tirarán al mar!                                .

    Nela me contó entonces que toda la noche había estado nuestra enferma con aquella aterradora pesadilla. Morir no era tanto para ella como saber que su cuerpo se iba a hundir en las olas de aquel mar furioso, mar extraño a su patria, mar inclemente que zarandeaba los barcos y los escupía y los tragaba. Luisa había soñado, en el delirio de aquella noche dramática, que el seno bravío de aquel mar estaba poblado de monstruos y de cadáveres; y que las rocas que de él surgían eran por eso un plantío de cruces misteriosas; y exaltada, anhelante, cruzaba sus manos descoloridas en súplica doliente:

     _¡Que no me tiren al mar!. ..

     Corrían mis lágrimas desbordadas de la angustia de mi corazón, y trataba, torpemente, de calmar aquella inquietud tremenda, cuando la puerta del camarote dio paso a un padre de la Compañía de Jesús, que viajaba con nosotros desde las costas españolas.

     El padre Díaz había velado parte de la noche al lado de la enferma, y la magia de esa piedad insinuante que los jesuitas poseen era, desde hacía algunas horas, como bálsamo de consuelo para la triste Luisa.                                                .

     Se acercó, bondadoso, al lecho, y Nela se replegó conmigo hacia la puerta.

     Coloquiábamos atristadas, haciendo un lastimoso recuento de las escenas penosas que habían de sucederse a la desaparición de nuestra protegida.

     ¿Qué diríamos al marido que en la costa cercana la estaba esperando? ¿Qué a los viejos padres montañeses, que aguardaban sus noticias como sol de primavera para el frío de sus años?

     Meditábamos, desgarrando en nuestro corazón una intensa añoranza de la dulce patria perdida.

      Estábamos asidas al barandaje del pasillo, y nos inclinábamos la una hacia la otra en cada violento cabeceo del buque.

     Dentro del camarote la voz serena y conqueridora del padre Díaz se elevaba, como un himno triunfante, sobre el vocerío trágico del mar y del viento.            

     Luisa lloraba deshaciendo su terror en una crisis de esperanza, y el niño dormía siempre, con una inefable expresión de paz en su carita roja .

***

Dura fue la cadena de aquellas horas. La tempestad, que de madrugada se había amansado un poco, volvió a enfurecerse al mediodía, y un turbio cielo, un siniestro fulgor de relámpagos alumbraron la estancia minúscula en que el padre Díaz alzó, sobre la frente de Luisa, la hostia divina y la bendición piadosa.

      Generosamente se nos dieron toda clase de facilidades para asistir a la enferma.

      Nuestro sacerdote católico tuvo libertad absoluta para la administración de nuestros Sacramentos, y el respeto, la condolencia y la simpatía nos acompañó, rendidamente, en torno al lecho de la desventurada compatriota. .

      Al crecer la tarde, cayó la enferma en desvarío medroso. Imaginaba que a cada balanceo del buque se iba a caer en las aguas tormentosas. Despavorida se agarraba a cuanto alcanzaban sus manos trémulas, y su voz quejosa, ya truncada por la agonía, dejaba notas temblequeantes como lágrimas en el estruendo rudo del temporal.

      La visión de las olas abiertas para tragarla era su obsesión terrible.

      Inventando un consuelo para su espanto, colocamos su colchón en el suelo, y como no fuese fácil sostenerse en pie con las recias sacudidas de la marejada, alrededor suyo nos sentamos en la tarima oscilante, a esperar la muerte, que no podía tardar, según pronóstico del médico que de rato en rato visitaba a la paciente.

      Alta ya la noche, se acentuó la tragedia a nuestros ojos atónitos. En el barco, mecido con furor por las olas, crujían mástiles, vergas, cabos y garruchas con un lamentable rumor de exterminio.

      El mar asaltaba la cubierta con torrentes de rabiosas espumas, y la nave se dormía en las aguas, casi vencida por la tormenta.                                         .

      En uno de aquellos bruscos acunamíentos, la cabeza de Luisa rodó inerte en la almohada, y el niño se despertó llorando: tenía hambre, ¡hambre de los senos de su madre muerta!...

* * * 

      Nos faltaban tres días para llegar a Talcahuano, primer puerto de la costa chilena donde debíamos hacer escala, y no era posible conservar hasta entonces el cadáver de Luisa.

     Harto lo comprendimos los que nos interesábamos por cumplir su anheloso ruego. Pero la memoria de aquel ardiente afán nos inspiró a los españoles que viajábamos en el Orcana. el deseo de que Luisa tuviera un modesto ataúd donde esconder por

algún tiempo su cuerpo hermoso a las caricias de aquellos embravecidos mares.

     El «entierro» de nuestra amiga, fue a la siguiente noche de aquella en que expiró.

     La mar gruesa y el oleaje altivo seguían combatiendo al buque, pero la tormenta había cesado, y el padre Díaz nos dijo después que la noche estaba clara y el cielo lucía estrellas en el temido momento de sepultar a Luisa entre las ondas del Pacífico.

     El drama humilde, desgarrante y cruel, desarroIlado en negras horas desde el breve camarote de tercera hasta la borda del buque, había ensombrecido nuestro viaje.

     La vista del mar, que se nos ofreció encalmado apenas doblamos la altura del Cabo Pilar, nos causaba ahora una sensación de profunda tristeza. A menudo las ondulaciones graciosas de las aguas nos parecía que iban a dar paso a un flotante ataúd.

     La voz de las olas nos fingía en la noche quejas y suspiros, súplicas apremiantes y estremecedoras.

     Pálido el cielo y gris el mar, no reía en torno nuestro ni un rayo de sol alegre, ni  una placentera nota azul.

     La lejanía majestuosa de nuestro horizonte se había roto con franjas de costa roja y árida. Era la volcánica tierra de Chile que salía a recibirnos.

     Nadie, frente a esta costa ceñuda y monótona, arísca como un páramo, puede presentir que en el corazón de este país hay

un divino valle de Aconcagua, orgullo de América.

     El buque navegaba costanero en perfecta tranquilidad, aproximándose a su primera escala chilena, pero en la calma incolora de nuestra navegación parecía flotar una nube de tragedia, y la estela que íbamos dejando en las aguas turbias del Pacífico no tenía  rumores ni rizos: era una cinta lisa y  muda que hacía suspirar con desaliento.

 

***

      Nela habia recogido en su regazo carítativo al nene de Luisa,  que se aferraba a tomando todo cuanto con prudencia y esmero llegaba a su bequíta ansiosa.

      El chiquitín había despertado a bordo el más vivo interés. Todas las mujeres gustábamos de acaricíarle y mecerle; todos los españoles habíamos tenido para él atenciones y simpatías.

     Se acercaba el amargo momento de ponerle en los brazos de su padre.

     Ya Talcahuano estaba a la vista y habíamos convenido en que el padre Díaz daría al esposo de Luisa la noticia fatal.

     En un lánguido atardecer arribamos al puertecillo chileno, distante de Concepción dos horas de ferrocarril.

     Cuando las lanchas que esperaban nuestra llegada atracaron a los costados del buque, fuimos a despedimos del pobre niño montañés nacido en la llanura del Pacífico.

     Apoyado en la borda, el padre Díaz esperaba, turbado su corazón piadoso por lo aciago del instante.

     Nuestra ansiedad se hubo colmado cuando, subiendo en dos saltos la escala que daba ascenso al buque, un joven se precipitó en la cubierta, buscando afanoso con radiante mirada.

     Asustada y compasiva le acogió Nela.

     _¡Salvador! _ exclamó.

     Y volviéndose a nosotros dijo, angustiosa:

     _Este es ...

     El padre Díaz, exacto como la fatalidad, se adelantó hacia él para truncar en flor su impaciente alegría con el más fiero desengaño.

     La mirada del mozo se había tornado inquieta, y ya se preparaba a interrogar a su paisana. Acaso el nombre amado de su mujer retozaba ya en sus labios con una pregunta, cuando el jesuíta le abordó resueltamente.

     Se descubrió el mozo con respeto, y a las primeras frases que escuchó, una sorpresa inquietante se pintó, intensa, en su cara expresiva.

     Salvador era un mocetón arrogante, de amable presencia y semblante abierto.

     Apenas el padre Díaz le habló, afable, algunas palabras, volvió la cabeza a todas partes, como inquiriendo y adivinando; y su sorpresa se trocó en honda ansiedad.

     Le puso el jesuita una mano en el hombro, con cariño, y le llevó con suavidad hacia la borda, alejándole un poco del grupo de pasajeros que comentariaban la escena entre curiosos y condolidos.

     No se alzaba sobre los rumores del barco la voz acaríciadora del padre. Hablaba bajo; primero lentamente, como con dificultad; después, contestando con resolución a las ardientes preguntas del mozo; luego, con ademán vivo, tomando entre sus manos las del desconocido joven, y por último, sirviéndole de sostén con sus brazos ampara­dores...

     Todas las alteraciones del dolor pusieron sus trazos desgarrantes en la franca físonomía de aquel hombre. Y cuando hubo tragado toda la amargura de la noticia funesta, cesó de escudriñar el buque con los asombrados ojos; paseó una mirada atónita por la superficie del mar, y una sensación de espanto sacudió su cuerpo vigoroso.

     Por algunos momentos, Salvador, apoyado en los brazos del jesuita, no se sabe si lloraba o se desvanecía.

      A una seña expresiva del padre, Nela se acercó sollozante con el niño abrazado,  y el padre murmuró al oído del atribulado mozo:

      Aquí tienes un don del cielo; Luisa te envía tu hijo.

      Vivamente, Salvador levantó la cabeza abatida y tendió los brazos para recibir el precioso legado de su mujer.

      Gimiente sobre los besos apasionados que daba a su hijo, parecía recoger en su corazón las palabras del padre Díaz, blando

rumor querelloso de las postreras palabras la esposa.

      Como si hubiera echado raíces sobre la cubierta del buque, allí estaba el mozo pálido y transido, inerte en su desventura.

      Fue preciso sacudirle con otro latigazo emocionante  para que se moviera.  

      Nela le alargó un paquete.

      _Toma _ le dijo; _ prenda suya te entrego, que en manda para ti me la fió...

      Y los dedos convulsos de Salvador, al herir el papel del envoltorio, dejaron descubiertos los rubios cabellos de la muerta.

      Un rugido de dolor salió del ancho pecho del montañés, que, ciñendo a su cuerpo con un brazo el niño y el paquete, se descubrió balbuciendo algunas frases rudas de gratitud, en alto grado expresivas por el duelo agudo de la voz y el ademán desconsolado de la despedida.

      Y rápido, ciego, corrió a la escala y ganó el bote que poco antes le condujera a bordo, cargado de esperanzas.

      Le vimos alejarse, hundido en la liviana embarcación como en un abismo de pesares. Iba besando frenético las trenzas doradas de Luisa y la roja carita de su hijo, que, en la paz de su inconsciencia, sonreía, gracioso.

(Tomado del nº 41 de la revista Lecturas de 1924)

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El rabión

    —¡Martín!

    —¡Ñoraa!...

    —¿Habrá crecida?

    —Habrála, que desnevó en la sierra y bajan las calceras triscando de agua, reventonas y desmelenadas como qué...

    —¿Pasarán las vacas al bosque?

    —Pasan tan «perenes».

    —Pero ten cuidado a la vuelta, hijo, que el río es muy traidor.

    —A mí no me la da el río, madre.

    El muchacho acabó de soltar las reses y las arreó, bizarro, por una cambera pedregosa que bajaba la ribera.

    Había madrugado el sol a encender su hoguera rutilante encima de la nieve densa de los montes y deslumbraba la blancura del paisaje, lueñe y fantástico, a la luz cegadora de la mañana. Ya la víspera quedó el valle limpio de nieve, que, sólo guarecida en oquedades del quebrado terreno, ponía algunas blancas pinceladas en los caminos.

    El ganado, preso en la corte durante muchos días de recio temporal, andaba diligente hacia el vado conocido, instigado por la querencia del pasto tierno y fragante, mantillo lozano del «ansar» ribereño.

    Martín iba gozoso, ufanándose al lado de sus vacas, resnadas y lucias, las más aparentes de la aldea; una, moteada de blanco, con marchamo de raza extranjera, se retrasaba lenta, rezagada de las otras.   Llegando al pedriscal del río, unos pescadores comentaron ponderativos la arrogancia del animal, mientras el muchacho, palmoteándola cariñoso, repitió con orgullo:

    —¡Arre, Pinta!

    —¿Cuándo «geda», tú? —preguntaron ellos.

    —Pronto; en llenando esta luna, porque ya está cumplida...

    Las vacas se metieron en el vado, crecido y bullicioso, turbio por el deshielo, y los pescadores le dijeron a Martín lo mismo que su madre le había dicho:

    —Cuidado al retorno, que la nieve de allá arriba va por la posta.

    El niño sonrió jactancioso:

    —Ya lo sé, ya.

    Y trepó a un ribazo desde cuya punta se tendía un tablón sobre el río, comunicando con el «ansar» a guisa de puente. A la mitad del tablón oscilante, el muchacho se detuvo a dominar con una mirada avara de belleza la majestad del cuadro montañés; la corriente, hinchada y soberbia, rugía una trágica canción devastadora, y el bosque, verdegueante con los brotes gloriosos de la primavera, daba al paisaje una nota serena de confianza y de dulzura tendiendo su césped suave hacia las espumas bravas y meciendo sobre el rabión furioso los árboles floridos. Lejano, en la opuesta orilla del bosque, el río hacía brillar al sol otro de sus brazos que aprisionaba el vergel.

    Quiso Martín ocultarse a sí mismo el desvanecimiento que le causaba aquella visión maravillosa y terrible de la riada, y burlón, sonriente, murmuró cerrando los ojos ante las aguas mareantes:

    —¡Uf!... ¡cómo «rutien»!...

    Luego, de un salto, ganó la otra ribera, en uno de cuyos alisos estribaba el colgante puentecillo, conocido por «el puente del alisal». Entonces el niño, un poco trémulo, volvió la cara hacia el río, le escupió, retador, con aire de mofa, y aun le increpó:

    —«Rutie», «rutie», ¡fachendoso!...

    Después, internóse en el bosque, al encuentro de sus vacas.

    Era Martín un lindo zagal, ágil y firme, hacendoso y resuelto; pastoreaba con frecuencia los ganados que su padre llevaba en aparcería, que eran el ejemplo y la admiración de los ganaderos del contorno. Del monte y del llano, Martín conocía como nadie los fáciles caminos; los ricos pastos y las fuentes limpias para regalo de sus vacas. El pastor sabía que sobre la existencia próspera de aquellos animales constituía la familia su bienestar, y viviendo ya el niño con el desasosiego de la pobreza encima del tierno corazón, guardaba para sus bestias una vigilante solicitud, un interés profundo, en cuyo fondo apuntaban, acaso, el orgullo del ganadero en ciernes y la codicia del campesino. Pero inseguros estos sentimientos en los once años de Martín, aparecíanse en aquella almita sana cubiertos de simpática afición hacia los animales, muy propia de una buena índole y de una generosa voluntad.

* * *

    Aplicadas habían pastado las muy golosas, y en cada cabeceo codicioso mecieron las esquilas en la serenidad del bosque una nota musical, mientras Martín sonreía, halagado por aquel manso tintineo que era la marcha real de su realeza pastoril; sentado en un tronco muerto, iba entreteniendo la tarde en la menuda fabricación de unos pitos, que obtenía ahuecando, paciente, tallos nuevos de sauce, cortados sin nudos. Para conseguir el desprendimiento de la corteza jugosa, era necesario,—según código de infantiles juegos montañeses—acompañar el metódico golpeteo encima del pito, con la cantinela: Suda, suda, cáscara ruda; tira coces una mula; si más sudara, más chiflara...

    Martín había repetido infinitas veces este conjuro milagrero, y tenía ya en la alforjita que fue portadora de su frugal pitanza una buena colección de silbatos sonoros. Miró al sol y calculó que serían las cinco. Las vacas estaban llenas y refociladas; rumiaban tendidas en gustoso abandono, babeando soñolientas sobre las margaritas, gentiles heraldos de la primavera en los campos de la montaña.

    Al mediar el día, había saltado el Sur, ya iniciado desde el amanecer en hálitos tibios, que sólo el ábrego puede levantar en los días primerizos de Marzo; iba creciendo el temeroso vocear del río y llegaba al fondo del «ansar», apagado en un runruneo solemne. Martín pensó volverse a la aldea; al paso perezoso del ganado tardaría una hora lo menos; el tiempo justo para no llegar de noche.

    Se levantó el muchacho y su vocecilla aguda rompió el sosiego de la tarde, arrullada por el río.

    —¡Vamos... Princesa, Galana, arre...; arriba, Pinta...; Lora, vamos...!

    Hubo un rápido jadear de carne, con sendas sacudidas de collaradas y sonoro repique de campanillas; y los seis animales se pusieron en marcha delante del zagal.

    Al cuarto de hora de camino, Martín empezó a inquietarse; el río bramaba como una fiera, mucho más que por la mañana. Y cuando el muchacho se fue libertando de la espesura intrincada del «ansar», vió con terror que no quedaba en las altas cimas de la cordillera ni un solo cendal blanco de la reciente nevisca; la hoguera del sol y los revuelos del ábrego realizaron el prodigio.

    —Irá el río echando pestes —decíase Martín—; habrá llegado punto menos que al puentecillo, y tal vez el ganado tema vadear...

    Impaciente, arreó vivo y apretó el paso; y a poco, alcanzó a ver el desbordamiento de las aguas en los linderos del bosque. Dió una corrida para asegurarse de si estaba firme su puente salvador... ¡estaba!   Respiró tranquilo... Ahora todo consistía en que las reses vadearan tan campantes como de costumbre. Las incitó: estaban un poco indecisas; volvían hacia el muchacho sus cabezas nobles, en cuyos ojazos mortecinos parecía brillar una chispa de incertidumbre... Hubo unos mugidos interrogantes.

    Ansioso el niño, las excitó más y más, y de pronto, una entró resuelta, río adelante; las otras la siguieron, mansas y seguras, menos la Pinta que, rezagada siempre, no había dado un paso.

    Martín la arreó, acariciándola:

    —¡Anda, tonta, tontona!...

    La vaca no se movía.

    El zagal, imperioso, la empujó; pero ella mugía, obstinada y resistente, hasta que, sacudiendo su corpazo macizo, con brusco soniqueo de campanillas, dió media vuelta alrededor del muchacho y se lanzó a correr hacia el bosque.

    Quedóse Martín consternado y atónito. Pero no tuvo ni un momento de vacilación: su deber era salvar a la Pinta de la riada formidable que, sin tardar mucho, inundaría por completo el «ansar» mecido entre los dos brazos del coloso.

    Las otras cinco vacas, dóciles a la costumbre de aquella ruta, acababan de vadear el río con denuedo, y Martín, hostigándolas desde la orilla con gritos y ademanes, las vió andar lentamente camino de la aldea. Entonces corrió en busca de la compañera descarriada, la mejor de su rebaño, aquella en que la familia toda se miraba como en un espejo.

    Sonaba el tintineo melódico de la esquila, con placidez de égloga, en la espesura del bosque soñero; y, guiado por aquel son, el niño halló a la bestia jadeante y asombrada delante del segundo torrente que el río derramaba en el «ansar». Le amarró el pastor al collar una cuerda que desciñó de la cintura y, riñéndola, muy incomodado, la obligó a tornar a la senda conveniente.

    La Pinta no opuso resistencia: tal vez estaba arrepentida de su insubordinación, a juzgar por las miradas de mansedumbre con que respondía a las amonestaciones severas de Martín.

    —¿No ves, bruta —decíale, afligido y razonable—, que estamos, como quien dice, en una ínsula?.. ¿No ves que todo esto se va a volver un mar, mismamente, y que si te ahogas pierde mi padre lo menos cuarenta duros?.. ¡Pues tendría que ver que no quisieras pasar!... ¡Sería esa más gorda que otro tanto!...

    La charla afanosa del rapaz y el blando soniquete del esquilón daban una nota argentina a la orquesta grave de la riada. Habíase encalmado el viento; dormía, sin duda, en algún enorme repliegue de las montañas azules, sobre las cuales temblaba puro el lucero vespertino, arrebolado de nubes rojas.

    El bravo corazoncillo de Martín golpeaba fuerte cada vez que el niño pensaba en el puente liviano del alisal.

    Había ensanchado el río atrozmente sus márgenes en el tiempo que el zagal perdiera con la fuga de la Pinta; ahora, el vado espumoso y borbollante no remansaba.

    Angustiado el niño, viendo crecer la noche en aquel asedio terrible del agua, amarró la vaca a un árbol y trepó a cerciorarse del estado del puente.

    Pero el puente... ¡había desaparecido!

    Martín, anonadado, estuvo unos minutos abriendo la boca, en el colmo del estupor, delante de aquella catástrofe irremediable y espantosa. Un velo de lágrimas cayó sobre sus ojos cándidos: ¿Qué hacer?.. Sintió una necesidad espantosa de pedir socorro a voces; de llorar a gritos; pero la soledad medrosa del paraje y el estruendo de las aguas, le dominaron en un pánico mudo, aniquilador. Alzó maquinalmente la mirada al cielo, y la súbita esperanza de un milagro acarició su alma con un roce suave, como de beso; ¡si viniera un ángel a colocar otra vez el puente en su sitio!... Y ensayó el pastor unas vagas oraciones, repartidas, confusamente, entre la Virgen del Carmen y San Antonio.

    Pero ¡el ángel no venía; el río seguía creciendo, y la noche cayó, impávida y serena, encima de aquella desventura!

    Asiéndose entonces a la única posibilidad de salvación, Martín se llegó hasta la Pinta, la desamarró y, acariciándola mucho, mucho, con las manitas temblorosas, la echó un delirante discurso, rogándola que vadease el río y que le salvara. Despacio, con grandes precauciones, según le hablaba, se subió a sus lomos, asiendo siempre la soga con que la había apresado.

    Martín empezó a creer en la realización del prodigio, porque la bestia, sumisa y complaciente, entró sin vacilar en el agua, llevándole encima. Y llegó a su apogeo el tremendo lance lleno de temeridad y de horror.

    Hundíase el animal en el río espumoso y rugiente, y resbalaba y mugía, en el paroxismo del espanto, mientras que el niño, abrazándose a la recia carnaza vacilante, la besaba sollozando, gimiendo unas trémulas palabras, que tan pronto iban dirigidas a Dios como a la Pinta.

    La tonante voz del río empapaba aquella humilde vocecilla de cristal, cuando el alma candorosa del pastor sintió otra vez el beso del milagro. Dominando el estrépito de la riada, unas voces le llamaban con insistencia: había gente, sin duda, en la otra orilla; le buscaban sus padres, sus vecinos...

    Martín se creyó salvado. Alzó la frente en las tinieblas con un movimiento de alegría loca, y al soltarse del brazo que daba a la Pinta, un golpe de agua le echó a rodar en las espumas del rabión.

    Todavía, por un instante, tuvo Martín asida una tenue esperanza de vivir: conservaba en su mano la cuerda que la vaca tenía atada al collar. La corriente, de una bárbara fuerza, tiraba del niño hacia abajo; hacia el abismo; hacia la muerte. La vacona, con la elocuencia brutal de esfuerzos y berridos, tiraba de él hacia la orilla... Pero, ¡podía más el rabión, que ya iba arrastrando al animal detrás del niño!

    Entonces él, bravo y generoso en aquel instante supremo, soltó la cuerda, y dijo con una voz ronca y extraña:

    —¡Arre, Pinta!

    Aún gritó: ¡madre! Abrió los brazos, abrió los ojos, abrió la boca, creyó que todo el río se le entraba por ella, turbio y amargo; sintió cómo el vocerío de la corriente, que todo el día le estuvo persiguiendo, le metía ahora por los oídos una estridente carcajada, fría y burlona, como una amenaza que se cumple; y vió, por fin, cómo temblaba en el cielo, entre nubes rojas, el lucero apacible de la tarde... El rabión se le tragó en seguida, inerme y vencido, pobre flor de sacrificio y humildad...

    La Pinta, dueña de la codiciada margen, miraba con ojos atónitos y mansos a un grupo de gente que la rodeaba, y a una triste mujer que, habiendo recibido en mitad del corazón la postrera palabra de Martín, en trágica respuesta, contestaba a grito herido:

    —¡Allá voy, allá voy!...

    Y corría la infeliz, ribera abajo, a la par del río, hundiéndose en los yerbazales inundados, perdida en las negruras de la noche, y en la sima de su dolor...

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