Claudio Ferrari

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El mar se apresuró la tarde en que te fuiste...

La calle de la infancia

Sus ojos

Jazmín

El mar se apresuró la tarde en que te fuiste;

debió esperar prudentemente a que en la orilla

secos nuestros pies hurgaran hasta dónde

habría sido posible esforzar el entierro.

Pero el mar no tuvo piedad ni fue pródigo:

prodigar no es el acto brutal de derramarse

sobre la indefensión de tus temblores y los míos

agobiados por el frío en el alma, y condenados.

¿Nos lamían el aire las gaviotas esa tarde

o es tan sólo mi deseo de testigos mudos:

sombras que cruzaron en silencio

de modo que la inmovilidad fuese aún más quieta?

El instante es la única medida, única prueba

de todas las sospechas, la evidencia fatal

y yo sé ahora que las sombras cruzando por tu cara

fueron la certeza que no tuve antes ni tendré después.

Por eso es imprescindible que hayan estado las gaviotas

o al menos nubes breves o demonios o lunas

cruzando entre el sol y tu cara como una seda leve

porque yo no soy capaz de soportar que no haya sido cierto.

¿A quién le importa la saliva en la boca

el filo de un puñal o la amnesia de un muerto

si no hay cómo limpiar la herida con la lengua

ni cómo suponer un recuerdo o inventarlo?

La noche es la amenaza más perfecta

porque cumple cada día y ennegrece

y donde estabas vos ya no se ve más que la oscura

mancha de nada a donde se ha ido todo.

¡Ay, el instante exacto y el haberlo perdido

ay, el maldito que soy por no haberlo aferrado

ay, de mi amor mezquino, pobre de fe, mendigo

ay, de mí, ay, de mí, por no haberte matado!

El mar, hacha sin pena, ajeno a mi desdicha

mojó tus pies, mojó mis pies, nos regresó a la historia

que olvidábamos el instante en que la sombras te cruzaban

y partiste de mí como se quiebra un tallo.

 

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LA CALLE DE LA INFANCIA

Esta noche no acabará nunca…

Esta noche la lluvia no acabará nunca
y el recuerdo no será de nadie
porque no seré yo el recordado.

Esta noche la distancia me arrojará
hacia un hogar ajeno
donde todos han muerto.

Esta noche no habrá cifra infinita
ni se atenderán
los rezos de los condenados.

Esta noche las maneras de las flores
y las palabras
se volverán inconsolables.

Esta noche será sola y última
agonizando eternamente
sin calma ni ilusión.

Esta noche los espejos se romperán inútiles
y no se verá el mar desde ninguna orilla
y no beberán los sedientos.

Esta noche se acabarán las fuerzas
y no crecerán los olivares
ni los pájaros volarán bellos.

Esta noche se torcerán los caminos
que antes fueron guía
para llegar a Dios.

Esta noche será siempre un ruego en vano
y un refugio roto
en el que no hay algo que esperar.

Esta noche el universo perderá su sentido
y en el pozo de los misterios no quedará nada más
que las cosas sin ti.

 

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Sus ojos

E

s difícil distinguir si es buen jazz el que suena en la casa de al lado, se dice y los mira, aturdido por el humo y el mal vino. El piano parece meterse a tiempo detrás del saxo alto pero eso puede pasar hasta en un disco para la sala de espera de los dentistas. De chico apenas le hicieron el examen bucodental porque era gratis y todavía recuerda que cuando el dentista le aconsejó aparatos la madre contestó que era imposible dado que no tenían dinero. Una vez Arturo, sabe que se llamaba Arturo porque la enfermera que debía ser la esposa no le decía doctor sino que lo nombraba, le sacó una muela equivocada. Mal odontólogo Arturo que le creyó sin advertir que el dolor podía doler ahí y la muela mala ser otra. De todos modos la culpa es suya, acepta y los mira, porque a sus dientes fue él el que no los cuidó. Ya a los treinta años tenía la dentadura de un anciano y eso de alguna manera lo reconfortaba al compararse con Charlie Parker que se murió a los treinta y seis años y el médico que hizo el certificado de defunción, a simple vista, anotó que por lo menos el occiso tenía sesenta. No, seguro que no es Charlie Parker el que suena, piensa y los mira, deduciendo que el fraseo es demasiado melódico. Iba al dentista sólo cuando no quedaba más remedio que extirpar la pieza dentaria, lo cual hasta le producía cierto placer. El rito comenzaba desde que sentía la inyección de anestesia y luego poco a poco el deslizar suave del dolor hacia la nada, una especie de ausencia de si mismo, aunque solamente fuera en la boca. Pero el momento de mayor exaltación era cuando le sacaban la muela. Siempre le produjeron un raro placer las expulsiones. Un placer, no puede explicarlo mientras los mira, malsano, que lo remite a disfrutar de algo sucio, cierto palpitar frente a la escatología del pus arrancado de un grano como si estuviera destripando a un asesino grande y feo, sacándole las vísceras a alguien odiado y execrable, pongamos por ejemplo a cualquiera ante su imposibilidad de darle nombre o rostro a enemigos que no tiene, que no ha sabido tener, se confiesa. No parece el Dave Brabeck Quartet y mucho menos Oscar Peterson, razona y los mira y tal vez, se dice sin dejar de mirarlos, el buen jazz sólo suena en noches de invierno porteñas o de verano bochornoso en Tenesee y fuera de eso el jazz sea malo.

      Tal vez sin whisky ni un bar, arriesga y los mira, sin un amigo o una mujer fatal y viva, el buen jazz no exista. Tal vez Miles Davis no suena en noches como esta, donde quedarse en el pequeño altillo de la vieja casa familiar y vacía es tan estúpido como inevitable. Podría salir a caminar, se propone en vano y los mira. Recuerda que se debe el trayecto que une el pasaje Murcia con Luis Viale, o las calles que anduvieron Adán Buensayres y Jacobo Fijman. Tampoco caminó a fondo Palermo y sabe que eso lo inhabilita para entender a Borges, piensa, y se ríe de su pensamiento disparatado y pretensioso. Será posible, piensa y los mira, que todo sea mala literatura, peor, una literatura que se le quedó afuera de las hojas, al margen de los márgenes, más arriba del renglón de arriba y más abajo que el de abajo. Solamente un pedacito de madera de la mesa le ofrece un espacio en blanco pero ni una frase corta y contundente le sale, ni se le ocurre cómo describir un cuchillo o músculos en un frasco con formol. Ruindad, escribe apenas con un dedo sin tinta y los mira. Una ruindad, se confiesa y los mira, es lo que hizo de su vida. No quiere imaginar las hazañas que siempre imaginó. No quiere volver a soñar despierto y confirmar así todo aquello que no pudo ni podrá hacer. Si por un instante se dejara convertir en un asesino en serie o en un hacedor de milagros se le haría demasiado dolorosa la eternidad de no serlo. Un reflejo involuntario y violento mueve los dedos de sus manos, tensándolos como tenazas, como cada vez que se le antoja la quimera de ser un músico alucinado, y cada vez la ausencia de trompeta fue un despertar siniestro, el regreso de un horror inútil, para reconocer su cotidiana realidad como un castigo mucho más siniestro que la pesadilla de no ser él igual al que se deseaba soñado. Tampoco es Ray Charles el que suena en la casa de al lado, se dice y los mira, mientras deduce que debe estar ya bastante borracho como para pensar siquiera en esa probabilidad. Ray Charles es ciego y cuando toca el piano baila como un títere sin hilos, gracioso y torpe, genial, reflexiona, y lo imita. Aceptar que él no era un genio, recuerda y vuelve a reír, le llevó treinta años de su vida. No fue tan desagradable aceptarlo; al fin y al cabo nada más que otra decepción. Lo verdaderamente espantoso fue reconocer que durante esos treinta años había creído algo que no era cierto. Ni el Vaticano ha hecho estafa semejante a la que él hizo consigo, ni ha jugado nadie con una buena fe como burló él la suya, engañándose sin piedad, con una convicción y esmero para traicionarse, a moneda por año, como un Judas de si mismo, como un Pilatos disfrazado de Cristo, como un mártir de la nada, héroe de pacotilla. Excepto esa breve agonía en la fe de sus hazañas, descubrir que no era un genio fue casi una solución, susurra y sonríe resignado y los mira. Quedó liberado de la permanente zozobra por dar respuestas, suelto y liviano de las viejas ansias por ser un testimonio inapelable y un ejemplo. Nunca más a nadie, entonces, debió explicación. No era mala cualidad, argumenta sereno y los mira, dejar que fueran otros los que produjeran los acontecimientos, los que viajaran a Calcuta o compusieran Take Five. De allí en más creyó que podía esperar que la vida simplemente le sucediese, casi sin su intervención o por lo menos con una intervención cadenciosa, de buen espectador, educado, sin euforias, siguiendo el ritmo a ritmo correcto desde la platea. Con esa feliz docilidad, en ese plácido abandono vivía cuando la conoció. Fue nada más que una cuestión con sus ojos, literalmente. Cuestión, question, juega con las palabras y los mira, sinónimo de pregunta, alguna vez pregunta sinónimo de tortura, tortura desde aquella tarde en que los vio, sinónimo de ella. Un problema irresoluble sus ojos, una paradoja verosímil, una trampa trágica de mujer fatal y viva. Ignore esta señal, parecían decirle cada vez: venga y no nos mire, mírenos y váyase, váyase y vuelva para mirarnos, enloquezca. Andando enloquecido anduvo sin poder escapar del mapa que él mismo trazaba siguiendo la mirada de ella, lleno de puertas y ninguna salida. En apariencia nada le impedía olvidarse para siempre de sus ojos, pero había sufrido un encantamiento glorioso o atroz, poseído por el mal o la suprema santidad. Es mentira la voluntad, grita y se ríe, ahora casi idéntico a Ray Charles, y los mira. La voluntad le sirve sólo a los cobardes para gestos tan vulgares como dejar de beber alcohol o recibirse de abogado, pero para los actos heroicos no alcanza, más aún, es molesta y moralista. Para realizar hechos verdaderamente trascendentes, para robar el cáliz de una parroquia pobre o intentar cruzar un desierto tratando de encontrar a una mujer y soportarlo todo y al fin lograrlo y llegar a ella y mirar sus ojos solo un instante y luego inmediatamente regresar padeciendo el doble y sabiendo que toda su vida volverá a cruzar ese desierto nada más que para verla solo un instante, es necesario tener el alma desquiciada, la razón oscura, la sangre mezclada en el aliento, grita ahora sin reírse y los mira, orgulloso, satisfecho de haber sido capaz de aquella hazaña. Ella fue la eucaristía en ese cáliz y el maná prometido en el desierto y por sus ojos perdió resignación y creyó otra vez que su vida y que las cosas podían pertenecerle, héroe resucitado. No se puede hablar de amor en estos casos, razona y los mira. Cuando es tan grande el amor ya no se trata de amor. Es otra cosa, un sentido de más y malformado, un gen extraño que se desata, un milagro del demonio. Puede ser que sea John Coltrane, analiza y los mira, aunque la melodía parece excesivamente clásica. No hay modo de saber en esta noche terrible. No hay modo de distinguir si se trata de buen jazz o no el que suena en la casa de al lado. En ese aspecto con el tango no pasa lo mismo. El tango es bueno siempre aunque sea malo y Troilo era gordo, de acuerdo, acepta y los mira, pero era negro, un negro gordo y blanco equivocado y genial que se confundió y agarró un bandoneón en vez de un saxo alto, y Charlie Parker debería haber compuesto La Yumba, y Gillespie ser parte de la orquesta de Pugliese, y Amstrong arreglar las melodías para que todos toquen con él, desespera y los mira, en una noche triste como esta. Sus ojos son perfectos, argumenta y los mira, sin miedo a acusarse de exagerado. No haber sabido ser un poeta no lo descalifica para sentenciar cuando sabe una verdad absoluta, y sabe que hay una única verdad absoluta, indiscutible, heredera de algún misterio Divino: los ojos de ella, perfectos, le pertenecían. Todo lo demás, la guerra o las montañas, el mar o los recién nacidos, el universo entero o el resto de su cuerpo de dama sin límite, formarían parte del olvido. Qué importaba su sonrisa ingenua o su risa cínica, o las primeras noches en que contarse las vidas parecía el mayor descubrimiento, o su olor a jazmín, o la vez que bailaron Extraños en la noche cantando mal a capella en el río, o el acuerdo entusiasmado para vivir juntos, o la alegría de ese tiempo en que creyó que la felicidad era un sitio a donde ir y había llegado. Nada de eso importó nada y tampoco haber descubierto que la felicidad era una mala escenografía, rápidamente desmontable, quedándose solo en escena, peor que desnudo, viendo como ella se alejaba dejándose ver exactamente en aquello intolerable, y tolerarlo, porque solamente importaban sus ojos, recuerda y los mira. No importaba ella, quién fuera realmente, lo que le pasara o lo que sintiera, no importaba él. Lo impostergable era aferrarse a su mirada como un niño al pecho de su madre, seguir teniendo fe en la perfección de sus ojos y en la ilusión de que le pertenecían. Ese fue su error, se confiesa y los mira, admitiendo que a ella no puede culparla. Cuando descubrió que se había engañado ya era tarde. En el mapa que él mismo había dibujado ninguna salida elegante era posible. No era posible, admite y los mira, decir adiós, ni hacer escándalos, ni plantear nada, ni desaparecer, ni volverse místico, ni pegarle, ni darle ordenes. La única posibilidad era seguir creyendo que sus ojos perfectos le pertenecían, incapaz de soportar el sufrimiento infinito de no verlos cuando ya no estuvieran frente a él. No era posible, acepta y los mira, otra solución, para poder dedicarse el resto de su vida a mirar esos ojos de mujer fatal y muerta, que le pertenecen, aplicado solo a eso, oculto en la vieja casa vacía, sin enterarse si el que suena es John Coltrane.

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Jazmín

J

 

azmín salió de su casa contenta aunque llovía mucho. Esa mañana su mamá había ido muy temprano al hospital y al volver le contó que el hermanito ya estaba mejor. Jazmín se daba cuenta de que a ese hermano lo quería más que a los otros seis, tal vez porque era el menor, o tal vez porque era el único que era menor que ella. Siempre le había gustado que los hermanos la protegiesen o le dijeran cosas lindas o le hicieran cosquillas alzándola por el aire, pero ellos no eran constantes y había días en que, sin explicación alguna, el que hasta hacía un rato la había tratado bien ahora le pegaba, o una hermana que el domingo a la tarde la había llevado a pasear al río, de pronto y porque sí, esa misma noche se enfurecía por cualquier cosa que dijese y le gritaba que era una idiota. Aunque a Jazmín no le gustase tenía que reconocer que esos hermanos eran como la mamá, que a veces estaba de buen humor y a veces no. Cuando la mamá está de mal humor parece que se volvió loca: indefectiblemente empieza a hablar mal del padre y a decir palabrotas; justamente ella, que cuando está bien no permite que nadie las diga. Podían ser muy pobres, pero iban a ser educados sí o sí, no como ella que es ignorante pero al menos no es grosera, dice siempre que está bien. Por eso Jazmín y sus hermanos mayores van al colegio a la mañana y la madre se encarga de revisar los cuadernos uno por uno y de ir seguido a hablar con las maestras y los profesores. Una vez uno de sus hermanos falsificó una nota en el boletín y la madre lo descubrió. Jazmín era muy chica y no se acuerda de cuál había sido. Ella siempre piensa que fue alguno de los varones pero también podría haber sido una de las hermanas. Lo poco que se acuerda Jazmín es del alboroto que se había armado en la casa, y de que ella no entendía muy bien qué estaba pasando. Se escuchaban gritos y llantos hasta que su madre gritó todavía más fuerte y entonces se hizo silencio. Desde ese día la madre cada tanto recuerda el incidente pero sin nombrar al hermano que fue, porque dice que nunca hay que humillar a nadie en público y menos andar contando como chismosos, y que lo verdaderamente importante del hecho es darse cuenta de cómo la mentira tiene las patas cortas. La madre dice que la mentira es como un globo que se empieza a inflar y que después no se puede parar y se sigue inflando hasta que al fin revienta, y aclara siempre, que si hay algo que es un secreto de uno o que no se puede decir, lo mejor es sencillamente no decirlo en vez de empezar a decirlo para terminar mintiendo. Todos tenemos nuestras cosas y eso está bien si no le hace mal a nadie, dice la madre cada vez que puede y Jazmín se queda observándola mientras piensa que su mamá debe tener secretos muy grandes, y que es mejor no preguntar. Jazmín no sabe quién es su papá, pero sí sabe que no es el mismo de sus hermanos mayores ni el mismo del más chiquito, que nació enfermo y ahora por suerte está mejor. Igual para ella no saber quién es el padre no significa demasiado porque en su mente su papá es el mismo para todos ellos, o sea, es el que siempre nombra su mamá cuando se pone mala, rabiosa, el primer papá, el que primero se había ido y la había abandonado con tres hijos, uno recién nacido. Después nacieron los otros y también ella, y después el hermanito y la diferencia a Jazmín no le importa: solamente todos ellos son hijos de la mamá, nada más.

Al pasar por el quiosco de la villa Jazmín se paró, como todos los días, a mirar las golosinas. El quiosquero la saludó, la miró sonriendo, le preguntó qué quería y ella le contestó que ahora nada, que a la nochecita, cuando volviera de pedir le iba a comprar uno de esos chupetines redondos gigantes de colores. La madre nunca le dejó comprar uno porque dice que arruinan los dientes y no alimentan y son carísimos. En eso de que son caros la madre tiene razón, pensó Jazmín, con fastidio, porque igual el chupetín la tentaba mucho y no era lo mismo que los alfajores con dulce de leche seco que la madre les compra a todos dejándoles comer solamente uno por semana. Ella está segura de que sus hermanos mayores, como son grandes y ya hacen más lo que se les antoje, se compran cosas a escondidas. El quiosquero al fin dejó salir la carcajada, le acarició la cabeza, la empujó suavemente, y le dijo que todos los días decía lo mismo y al final no compraba nada y que era mejor que se fuera yendo porque sino encima no iba a juntar nada de plata. Jazmín le hizo caso y empezó a correr. La tormenta era grande. Desde la villa a la estación de trenes hay, más o menos, veinte cuadras y Jazmín tenía que aprovechar el tiempo porque después de las siete de la tarde no va quedando nadie a quien pedir. A esa hora la gente se vuelve toda junta a sus casas, pensaba jazmín, mientras corría. Ella siempre se imaginaba que toda esa gente volvía a una sola casa, claro que no toda junta a la misma. Para Jazmín las casas de las personas de plata eran todas iguales, pero ella se hacía a la idea de que era una sola, igual de adentro y de afuera a la de Chiquititas, su programa de televisión favorito que contaba la vida de unas huérfanas adorables: de afuera toda grande, bien pintada, y con un gran patio con sillones hamacas para conversar tranquilamente con los vecinos o saltar al elástico o a la rayuela, y de adentro con el tobogán al lado de la escalera por donde se deben tirar todos los hijos de esas personas como se tiran los chicos del programa y que eso debía ser lindísimo, y además con una cocina inmensa y muchas habitaciones con juguetes y una gran sala para jugar a lo que se quisiera. Jazmín siempre se propone no mirar Chiquititas en los televisores del negocio que hay en la estación porque justo el programa lo dan de seis a siete que es la hora que más gente toma el tren, pero a veces, no muchas, se distrae y mira, y otras veces, las menos, no se distrae, pero las ganas son más fuertes que ella y se queda mirando a propósito mientras sabe que lo que corresponde es que vaya a pedir.

Jazmín iba a la estación desde que era muy chica porque la llevaba una de las hermanas. Cuando creció empezó a ir sola y la hermana se fue a pedir a la puerta de un shopping. Jazmín se había dado cuenta muy rápido que si a la gente se le pedía con insistencia y lamentándose la gente reaccionaba mal. Ella no es molesta y lo que mejor resultado le da es pedir con una sonrisa y después callarse y mirar a los ojos y no dejar de sonreír. Jazmín elige una persona cuando todavía viene caminando desde muy lejos y entonces la empieza a mirar mucho y a sonreírle estirando las manitas. Muchas veces le pasa que algunas personas, seguramente por sentirse tan bien miradas, cuando caminan por al lado de ella y ya le están dando la espalda se sienten mal, porque retroceden y recién ahí le dan una moneda. Ella es linda, lo dicen todos, y tiene buen carácter todo el tiempo, no como los hermanos mayores o la madre. Jazmín quiere que su hermanito menor se ponga pronto bien así lo va a poder llevar a la estación y al estar mucho tiempo juntos el carácter de él va a ser igual que el de ella. O no, piensa a veces, porque ella se crió todo el tiempo con los hermanos y la madre pero igual salió distinta. Para Jazmín no importa que llueva o haga frío o mucho calor y aunque ella prefiere el calor siempre pide con alegría. Las personas la tratan muy bien, le dicen que es simpática, y también le dan más monedas que a otros chicos y muchas ya la conocen y le dan varias veces por semana. Jazmín está contenta de ser simpática y alegre porque piensa que debe ser horrible tener que fingirlo. Ella se imagina tener que pedir estando triste o de mal humor y no puede entender cómo tendría que hacer para parecer feliz. En cambio así todo es espontáneo y Jazmín no se ve forzada a nada y puede ser todo el tiempo natural. Con los otros chicos que piden se lleva bien y no se mete con el que tiene un mal día o con los que son prepotentes o le proponen hacer algo malo. La madre le dice siempre que nunca fume o respire de las bolsitas como hacen otros porque ella está muy bien alimentada y no necesita marearse para matar el hambre. Jazmín la quiere tanto a su mamá que a veces todo el amor que siente la hace poner triste. Esas son las únicas veces que Jazmín está triste, casi siempre después de cenar mientras la mira a la madre lavar los platos. Entonces Jazmín se levanta de la mesa despacio, y sin hacer ruido se va afuera, se esconde detrás de la casilla y se pone a llorar. Después de un rato se le va el llanto, vuelve a entrar, la ayuda a la madre y le pide si la deja dormir con ella y no abajo, en el colchoncito. La mamá la mayoría de las veces le dice que no, que ya es una nena grande que tiene que dormir sola, pero a veces la deja. Entonces Jazmín duerme toda la noche abrazada a su mamá y antes de dormir se queda pensando en que quizá haya un buen hombre que la podría querer a su mamá para siempre y sepa ser un padre nuevo para todos. Así Jazmín se va quedando dormida con ese pensamiento y en su cabeza le viene la cara de un señor viejo pero de pelo largo que conoció en la estación y que le da un peso cada vez que la encuentra. El señor una vez le había preguntado el nombre y desde ese momento la llamó Jazmín. A Jazmín le encantaba que el señor la nombrara y cuando lo veía empezaba a correr hasta él. Era el único con quien hacía eso pero ya sabía que él no la iba a rechazar y que la tomaría de los hombros y caminarían juntos mientras conversaban hasta que salía el tren y él le daba la moneda y ella corría atrás del tren saludándolo y el señor le decía que no corriera, que se podía caer. Jazmín siempre lo buscaba entre la gente. El señor una vez le había contado que iba al centro varias veces por mes y era cierto. También le había dicho que era doctor y que la veía muy sana y le había preguntado si se había dado todas las vacunas y ella le contestó que sí porque la madre con eso era muy estricta. El señor muchas veces jugaba a que no le creía cuando ella le decía que estudiaba mucho y que era una de las mejores alumnas de su grado, pero como ella estaba diciendo la verdad al final el señor se reía y le confesaba que le creía todo, pero que tenía que prometerle que después del primario iba a estudiar el secundario y después la universidad para ser doctora como él y ser su ayudante. Jazmín se lo juraba y no mentía porque había decidido que iba a ser doctora de chicos y ayudante del señor.

Jazmín ya estaba viendo la estación. Corría feliz porque estaba segura de que esa tarde iba a encontrar al señor y le iba a decir que su hermanito estaba mejor, que en una de esas muy pronto lo conocería porque cuando saliera del hospital ella se lo iba a presentar. Jazmín se puso a pensar que si llevaba al hermanito a la estación no iba a poder correr tan rápido cuando se le trabó la ojota izquierda entre dos vías de tren y se le rompió. Ella se detuvo de golpe y miró para atrás sin entender y vio la ojota y pensó que solamente se le habían desenganchado las tiras pero cuando la agarró se dio cuenta de que se habían cortado y la ojota ya no servía más. Al principio Jazmín casi se puso furiosa pero enseguida se dijo que ponerse furiosa no le iba a servir para nada. Se sentó sobre unos adoquines amontonados y se puso a pensar, sin importarle la lluvia. Las ojotas eran lo único que tenía para ponerse en los pies y no tenía la menor idea de cuánto costaban ni si su madre podría comprarle otras. Le dio miedo que su mamá se enojara cuando la viera y entonces no quiso seguir pensando. Se levantó y se puso a caminar rápido hasta la estación. Apenas empezó a caminar no supo qué hacer. Seguir con una sola ojota era muy molesto, no estaba acostumbrada y no le era fácil caminar así. Se sintió nerviosa rengueando y no quería llegar a la estación con nervios ni con mal humor. Si se sacaba la ojota podría caminar descalza pero seguramente alguna piedra o algún vidrio podrían lastimarla. Pensó que si tenía cuidado era preferible seguir descalza porque por lo menos estaba más preparada. En la villa, en verano, todos jugaban descalzos, así que se sacó la ojota derecha y tiró las dos. Al llegar a la estación ya estaba otra vez de buen ánimo y se puso a pedir. De pronto, mientras miraba Chiquititas de reojo y desde lejos en los televisores del negocio, se acordó de su mamá y le dio miedo haber tirado las ojotas porque tal vez su mamá de alguna manera habría podido arreglar la rota. Además su mamá es tan exigente y aplicada en todo que seguramente se iba a enojar mucho por su descuido. Jazmín también pensó qué pasaría si la madre no le creía. A veces su mamá se preocupaba tanto para que le dijeran la verdad que no les creía aunque fuese cierto. Se acordó de la vez que acompañó a un hermano a jugar a la pelota a una cancha que quedaba en otra villa y se retrasaron al volver y la madre les hizo un escándalo y les dijo que estaban mintiendo, que se habían ido a otro lugar y que si mentían era porque lo que habían hecho era algo muy malo. Tuvieron que traer a un chico vecino que también había ido para que les creyera y así y todo le costó creerles. En los televisores había propagandas cuando Jazmín distinguió al hombre viejo de pelo largo y empezó a correrlo. Ella siempre se reía y le gritaba antes de llegar, pero de pronto se detuvo. Jazmín vio que el señor venía caminando de la mano con una nena un poco más grande que ella. Era muy linda y estaba muy bien vestida. Jazmín al principio no supo qué hacer y después quiso esconderse pero el señor la vio antes y la llamó. Jazmín se quedó quieta y ellos se acercaron. El señor le presentó a la hija que se llamaba Jimena, y a la hija le presentó a Jazmín. Jimena le ofreció la mejilla y Jazmín, después de un instante, sin atreverse a no besarla, la besó. El señor le preguntó por qué estaba descalza y comenzó a caminar hacia el andén, pero Jazmín en vez de acompañarlo como siempre, se dio vuelta y caminó apurada para el otro lado. Enseguida escuchó que el señor la llamaba y se apuró más todavía. Cuando atravesaba el hall central Jazmín no quería darse vuelta ni para ver si el señor y su hija la estaban mirando ni para ver si ya se habían subido al tren. Cuando ya estaba saliendo a la calle Jazmín sintió que alguien le tocaba el hombro. Era Jimena que se había sacado sus zapatos y se los ofrecía. El señor estaba detrás, protegido de la lluvia, mirando y con un gesto de aprobación. Le dijo a Jazmín que los aceptara, que era un regalo de ellos. Jazmín siguió inmóvil. Entonces Jimena se agachó, dejó los zapatos al lado de los pies de Jazmín y volvió corriendo con el papá. Jazmín los miró ir hasta que subieron al tren.

Cuando Jazmín llegó a la villa ya no llovía. Tenía los zapatos en la mano y se paró frente al quiosco. El quiosquero le preguntó de dónde había sacado esos zapatos casi nuevos y tan lindos. Jazmín no le contestó. Solamente le preguntó si se los cambiaba por un chupetín gigante. El quiosquero le dijo que eran unos zapatos muy caros, que valían muchísimo más que el chupetín y que la madre se iba a enojar si se enteraba del cambio. Jazmín le dijo que se quedara tranquilo, que su mamá nunca se iba a enterar. Después le dio los zapatos, agarró un chupetín y se escondió detrás de la casilla.

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