Clara Obligado

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Adiós, amor

Fuera de norma

El cincuenta y cinco

 

Adios, amor

N

o te creas, que Alberto tenía muchas cosas a su favor, eso también es cierto. No cualquiera es tan varonil y seguro, hoy en día. No cualquiera es capaz de mantener un ritual de vida con tanta elegancia. Fijáte que incluso en pijama, esa ropa un poco absurda y desaliñada que hace que los hombres parezcan chicos, incluso en pijama, no llegaba a despertarte ese sentimiento de ternura maternal medio estúpido y tan típico de las mujeres. Y él mismo decoró la casa, y mira que es inmensa, claro que una casa antigua como esta te da mil posibilidades, cualquier cosa le va bien. Pero hay que tener mucho ojo para animarse a combinar la simplicidad del Bauhaus, los almohadones y las maderas claras y pulidas, la extrema funcionalidad, con los muebles antiguos. ¿Que si me gusta? Qué querés que te diga. A esta altura, después de diez años juntos, resulta muy difícil separar sus opiniones y las mías. Está todo como mezclado, ¿me entendés? Al principio, me ponía un poco nerviosa tanto orden. Los colores de las revistas que están sobre la mesita ratona, por ejemplo, tenían que ser oscuros para que no chocaran con los pisapapeles de colores. Todo es armónico, ¿viste? Las flores de ahí abajo, claro, tienen que ser amarillas o blancas. En fin. Ahora ya estoy acostumbrada, y elijo las cosas que a él le entusiasman casi sin darme cuenta. Como programada. Y esa capacidad para simplificar los trabajos de la casa. Mira qué cantidad de electrodomésticos. Sí, hay de todo. Hasta algunas cosas que trajo de Alemania, fijáte vos, qué lío de embalajes y de aduanas. Aquí estamos muy atrasados con lo de los electrodomésticos. Nos encajan toda la chatarra de los países desarrollados, eso dice Alberto. Fijáte en el retrotransmisor. Ni se conoce en nuestro país. Va grabando las cosas que tenés en tu memoria. Es bárbaro. Imagináte que pones, por ejemplo, el canal 832, y sale esa noche absolutamente fantástica que pasamos en México en las últimas vacaciones. Vos lo recordás, concentrándote mucho, así, y te pones estos aparatitos pegados a las sienes. El retrotransmisor acumula energías, o no sé qué, porque nadie consigue hacerme entender cómo funcionan las máquinas, para mí que es pura magia, y va grabando las imágenes que tenés en tu cerebro. Es muy útil. Pongamos por caso el tema de los aniversarios. Uno no recuerda muy bien una fecha íntima, y el retrotransmisor lo tiene todo, todo acumulado. Marcás la tecla adecuada –el funcionamiento viene anotado en este folleto, es facilísimo–, y sale el día, la hora, el regalo, el vestido y el maquillaje, cómo hiciste el amor esa noche, en fin, todos los detalles que después te permiten ser esa persona que nunca se repite, algo siempre diferente. Porque a los hombres parece que no, pero les importa muchísimo eso, que seas siempre original, que no se aburran de vos, porque sos a la vez todos los amores del mundo. Claro, como decían antes, y vos perdoná la grosería: una señora en la casa, y una cualquiera en la cama. Pero variadito.

        Qué querés que te diga. En el fondo, me parece mal que se lo quisiera llevar. Al fin y al cabo, me lo había regalado, y por ahí ahora que él ya no está me hubiera servido, no para recordar, que yo siempre he tenido una memoria de elefante, sino para prenderlo cuando termina la tele. De noche duermo poco, ¿sabes?, y me siento bastante sola. Yo recuerdo muy bien todas las cosas. Imagináte, hasta de cuando las madres hacían trenzas, de los vestidos de encaje colgados en la araña del dormitorio, recién planchados, o de los trajes de primera comunión con alforcitas. No cualquiera. Alberto decía que por eso tengo los ojos tan fijos, de tanto mirar hacia atrás. Pero, ¿qué otra cosa querés que haga, todo el día metida en casa? Sí, los ojos los tengo un poco duros, pero si me maquillo suavecito, con tonos rosados, no se me nota. A él le parecían demasiado oscuros. Aunque eso es de nacimiento, y no se puede cambiar. Creo que Alberto se ponía nervioso cuando lo miraba así, sin pestañear, mientras él leía el diario. Qué querés que le haga. Tampoco tenía demasiadas cosas para contarle. Si le hablaba de mis salidas o de mis amigas, empezaba con eso de vos siempre con lo mismo, que no es para seducir a nadie... Enseguida se me iban las ganas de charlar. ¿Que si no hacía algo durante el día? Mira, la casa te deja apenas tiempo. Y vos sabes, otras inquietudes no tengo. Yo soy como las chicas que no pudieron terminar el bachillerato porque se casaron jóvenes, y hasta creo que a Alberto le entusiasmaba encontrarme a la vuelta del trabajo bien arreglada, todo ordenadito, perfecta. Al principio, por lo menos, lo estimulaba mucho. Nunca me dijo nada, pero yo sé que no le hubiera gustado que me pusiese a estudiar. Es como lo de los muebles. Sin necesidad de hablarnos, con un gesto apenas, yo ya entendía, y trataba de complacerlo. Al final, para eso estamos. Como con lo de las flores, que ya me salía solito comprarlas blancas o amarillas, aunque a mí lo que me gusta son las flores rosadas, pero ya sabía que desentonaban con la casa y que a él le parecían un poco cursis. Y además, si empezás a tener horarios diferentes, todo se complica, mira lo de Claudia. Así le fue por no poder dedicarse de lleno a su matrimonio. Y pensá que está también mi problema con las uñas. Yo tengo que hacer venir cada mañana a la manicura para que me las lime un poco. Son demasiado duras y me crecen mucho. Y no se pueden combinar tantas cosas juntas.

        De todas formas, lo del retrotransmisor lo puedo llegar a entender. Era el único aquí, y tal vez hasta fuera un detalle un poco sentimental de Alberto, al principio, el querer tenerme presente, no dejarme ir del todo. Claro que por ahí lo hizo para vengarse, para que no me quede con nada suyo, para borrarme hasta de los recuerdos. Pero no contó con mi buena memoria. Lo que no veo demasiado normal es lo de las ventanas. ¿Qué necesidad tenía de cambiarlas de lugar? Quedan ridiculas en la mitad del salón. Él, siempre tan cuidadoso con la casa, siempre identificándose a fondo con los objetos, la verdad es que no lo entiendo. Una ventana adentro no sirve para nada. Siempre han sido para mirar hacia afuera, hacia la calle, sobre todo por las tardes, cuando ya no te queda nada que hacer en la casa, y te divertís solita viendo a la gente que pasa. Por ejemplo, la señora de enfrente es casi como un reloj. Todos los días a las seis en punto sale y vuelve a las siete y media. A las ocho ves cómo cierran los negocios, a las ocho y media, cómo se encienden las luces del bar de la esquina. Es divertidísimo. Pero las metió con balcones y todo. Así que, ahora que las plantas estaban tan lindas, crecen como despistadas. Fijáte en los geranios: tienen flores en las raíces y las hojas vueltas hacia la tierra. Será la falta de luz, digo yo. Además, la tierra se cae de las macetas y mancha la moquette que, para colmo, es de color clarito. Sí, los tonos de beige me encantan. También los eligió Alberto. Le gustaba que todo fuera armónico, que nada resaltara demasiado. Un poquitín neutro, te diré. Me pregunto, si era así, ¿para qué demonios se casó conmigo? Ya sé que no soy una belleza, pero eso sí, resaltar, resalto mucho. Todo el mundo me mira. Es como lo de las flores rosadas contra el cuadro naranja. Nada que ver.

        A veces sí que se ponía pesado. Mirá que cuando estaba contenta y cantaba, aunque fuera bajito, ya estaba cerrando las puertas y pidiendo tan alto no, por favor, que estoy descansando. La voz la tengo un poco chillona, pero no es para tanto. Y al rato empezaba con eso de sos una histérica, que ya sé que es la cantinela típica de los hombres, pero que no resultaba demasiado estimulante que digamos. Al final, cada uno tiene la voz que Dios le dio, y no se puede estar disimulando todo el día. Sobre todo en mi caso. El quería una casa todavía más grande. Pero para perderme de vista, me parece. Por ahí fue por eso que cuando se quiso ir, añadió dos o tres habitaciones nuevas. No pegan ni con cola, y me confunden. Por ejemplo, si salgo al pasillo, la primera puerta no es más la del dormitorio, sino la de un cuarto de vestir lleno de espejos. Y no me imagino por nada del mundo a Alberto decorando las paredes con espejos. Él era de mirarse mucho, pero con disimulo. Algo narciso, pero discreto. Esto es casi obsceno. Y la salita de música se ha convertido en un cuarto con una sola cama, como el cuarto de una monja, más o menos. La verdad es que me cuesta ubicarme. A los roperos les sobran perchas y espacio, y voy a tener que descolgar su ropa, porque me deprime. Ando como perdida, ¿sabés? Durante todos estos años la casa se había mantenido más o menos igual. Un florero algo más grande en la esquina de un mueble, para que se viera el efecto desde la entrada, algún idolillo nuevo en la vitrina, nada de consideración. Y la cocina, eso sí que es un auténtico desastre. Todo patas arriba. Por suerte quedaron la percha y la latita.   Aunque también hay cosas rescatables. Ahora, por ejemplo, puedo comer la carne como a mí me gusta. Esa era otra de las manías de Alberto. ¿Por qué la comes así? –me decía–. ¿No podrías pasarla un poquito más por el grill? Y yo me pregunto qué pitos le importaba, si al final era mi menú, y la suya se la preparaba bien cocida y condimentada. Creo que es la maldita manía de los hombres de controlarlo todo. Hasta tu estómago. Al final, lo que nunca llegan a comprender es tu verdadera personalidad. Maquillarte los ojos, cortarte las uñas, comprar flores amarillas o blancas, comer la carne quemada, hablar bajito. Lo que no quieren es que una sea como es. Les gustás siempre que representes un papel, el de la mujer ideal. Y a mí qué cornos me importa ahora el ideal de Alberto. Mirá, al final, estoy contenta de que todo haya terminado. Me importan un pepino el retrotransmisor, los cambios en la casa, las manchas de tierra en las alfombras, las flores creciendo hacia abajo. Lo que no quieren los hombres es que tengas ningún tipo de vuelo personal. Porque también con las alas me tenía como loca. –¿No te las podrías disimular un poco?–. Y dale con que fuera a otra modista, con que me recortara un poco las plumas timoneras, al menos. Claro, como sabía que las plumas también eran importantes para mí, a él no se le podía ocurrir una idea mejor que la de hacérmelas cortar. Como las uñas, que me son indispensables cuando trepo. Además, por suerte, todavía tengo el pico bien fuerte. Eso sí que no me lo pudo quitar. Las alas y las uñas ya crecerán de nuevo.

        Y ahora, perdóname, me tengo que ir a almorzar. No, no necesito que me ayudes a treparme a la percha, puedo sola. Ahí lo tengo, esperándome. Bien crudo, tierno, palpitando casi, como a mí me gusta. Sangrando un poco. En mi latita de la comida. El último recuerdo de Alberto.

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Fuera de norma

 S

abíamos que no debimos pedirle a Norma –ahora que estaba muerta– que viniese con nosotros de viaje.

Desde muchos puntos de vista, era una idea idiota. Pero ella tampoco debió empecinarse en morir tan de prisa, antes de que llegara el verano.

Es difícil precisar cuándo pensamos en volver a reunimos todos para un nuevo viaje. Quizá la idea que ahora cuajaba la habíamos engendrado ya en el Perú, hace justo diez años. Nunca pudimos olvidar el clamor del Urubamba, la sombra de la selva, las nubes y la noche, pesando sobre nuestras cabezas.

        Entonces, algunos de nosotros no conocíamos la selva, y estábamos mareados por la altura, el verano pegajoso y una sensación bastante extraña de haber perdido toda posibilidad de razonar. Nos había seducido en especial el enterarnos de que Machu Pichu no era realmente la ciudad sagrada de los incas, sino que, de allí mismo, a tres días de lomo de mula, y partiendo de lo alto de las ruinas surgía un estrecho camino de tierra que nos llevaría hacia atrás, hacia otros palacios alejados de verdad de toda civilización. En realidad las ruinas conocidas eran tan sólo una antesala, a la vez que una buena forma de esconder la verdadera morada de sus reyes. Durante siglos los conquistadores, y luego los arqueólogos, detuvieron allí su búsqueda insaciable, deslumhrados por la grandeza de la piedra y pensando que era inconcebible aun suponer algo más suntuoso.

        Abandonamos Cuzco por la mañana, en un trencito lleno de indígenas sonrientes y coloridos (gallinas y patos en el portaequipaje), y franceses ansiosos de experiencias tercermundistas. Niños algo raquíticos gritaban ofreciendo choclos hervidos con sal, tartas de queso de dudosa higiene, y cápuli –cerezas brillantísimas y lozanas– que fueron finalmente nuestro almuerzo. Coyas rubicundas, bruñidas como diosas de la tierra, colmaban los asientos con sus faldas chillonas y dialogaban, en un murmullo incomprensible para nosotros, con hombres más pequeños que ellas y que realzaban su condición de reinas antiguas. De tanto en tanto, volaba un coscorrón hacia alguno de los múltiples vastagos que se aprovechaban del levísimo coqueteo para sacar la cabeza por la ventanilla del tren, o para escapar de la protección de la madre. Frases en aymará o inglés, o quién sabe en qué idioma de los del norte (rubísimos y lánguidos turistas apoyados en sus mochilas), acompasaban el lento avanzar por la montaña. Norma, que siempre estaba atenta a las palabras, permanecía sin embargo distante, apoyada su frente clara en el cristal sucio de la ventanilla, fuera de la algarabía general. Su cara se repetía en el cristal y nosotros sólo veíamos la extraña expresión de sus ojos marrones y grandes en los que se dibujaría la selva, y que miraban, sin mirar, hacia afuera.

         El tren avanzaba lentísimo, marcando un anguloso zigzag en la ladera de la montaña, y la vegetación se hacía más y más tupida en cada repetición del paisaje –más alto, más alto–. El movimiento casi pendular nos hacía sentir como en un monstruoso columpio que terminaría por lanzarnos contra las nubes.

        Ajena al paisaje de cumbres enormes y redondas, al olor penetrante del vagón, Norma charlaba con un francés, gesticulando en el intento de establecer un código común: se habían quitado los zapatos, y sus pies se rozaban, apoyados como estaban en el otro asiento. Nos llamaron la atención sus ademanes lentos, tan extraños a su forma cotidiana. Tenía los vaqueros remangados hasta las rodillas, y el francés, entre nubes de humo de cigarrillo, le miraba discretamente las piernas.

Al llegar a Aguas Calientes, dejamos en el andén a un grupo de pálidos nórdicos bastante sucios, que irían a chapotear en las termas. Los indígenas, cargados y pequeños, tomaron el camino de la montaña. Luego de una breve vacilación, también descendió el francés de Norma, que hizo un saludo amistoso con la mano y fue a reunirse con el grupo de turistas del Norte. Norma le respondió con un gesto ausente, mientras preparaba su mochila para bajar en la próxima estación. Continuamos hasta Machu Pichu, en donde nos apeamos minutos después. Caía la tarde.

        La estación estaba vacía, y divisamos las ruinas en lo alto de la montaña, como un pequeño dominó de piedra volcado sobre el verde intenso. Las nubes en las que nos veíamos envueltos y la ausencia absoluta de otros seres humanos desataban nuestros sentidos, absortos ante el pasado y la selva. Nos era ignoto el sonido de lo oscuro, y en medio del clamor de la tarde que moría llegamos a reconocer la fuerza del agua del Urubamba. Impactada tal vez por la desmesura del paisaje, o dolida por el descenso del francés, Norma caminaba adelante, en silencio. Se iba desdibujando conforme avanzaba, el paso ligero, la cabeza hacia abajo: era una extraña visión en la bruma, y el ritmo de sus pasos parecía marcar la energía de su pensamiento.

        Antes de desplegar nuestras bolsas de dormir sobre los bancos de la estación desierta, decidimos acercarnos al río. Cuando pusimos el pie sobre el puente que lo atravesaba, un sentimiento de veneración casi física nos poseyó. Y olvidamos el cansancio del día, el calor, el pequeño tren que nos llevara hasta allí, olvidamos todo, quizá hasta nuestro propio pasado, tal era la emoción que se hizo dueña de nosotros, tal la frescura del cauce que bramaba bajo nuestros pies.

        El fragor del agua nos atraía hacia el fondo, y vimos a Norma, que se había adelantado bastante, gritando algo con las manos ahuecadas en torno a su boca. Gritaba y gritaba, con un gesto de todo el cuerpo lanzado hacia adelante, con un gesto desmesurado, pero el estruendo envolvía sus palabras. La luna llena que aparecía ahora enorme era un brillo estriado sobre la corriente del río, y la boca de Norma era otra pequeña luna, hundida, oscura, en la densidad húmeda. Luego, su cuerpo, su gesto decidido fueron perdiendo contorno en la noche casi total.

        Tiempo después, todos coincidimos en que no la habíamos escuchado. Nadie se atrevió a confesárselo a Norma, aunque pasaran los años, aunque ella insistiera en que aquellas fueron las palabras más sinceras que hubo dicho jamás: Norma insistía –siempre tuvo una endemoniada confianza en las palabras–, y todos supimos que no la habíamos tomado en serio, abismados como estábamos por el pasmo de la noche, y oyendo al río sagrado.

        Pero ninguno de nosotros olvidó jamás esa noche singular de Norma, y el momento que no supimos compartir gravitó extrañamente, como una culpa indecible, sobre nuestros futuros encuentros, que se irían espaciando conforme avanzara el tiempo.

        Sobre esa noche se amontonaron otras, y pasaron los años, y vinieron días de éxitos profesionales, créditos a sola firma, niños y vida cotidiana agradable y libre, que nos permitía ahora volver a encontrarnos y organizar un nuevo viaje al Perú, que, lo reconocimos todos, no era ajeno a nuestro temor a envejecer.

         Norma tampoco siguió siendo la misma. Como era de esperar, se dedicó a la literatura. Desde aquel tiempo siempre subyació en ella la sensación de perder lo importante de las cosas, de captar tan sólo las palabras que se dicen, olvidando todo lo demás. Ignorábamos si en su vida privada era feliz, porque guardaba su intimidad, aparentemente plácida, con cierto recelo, pero era evidente que algo escapaba siempre de su mente demasiado lúcida, y a veces, en nuestros raros y cordiales encuentros, recordaba con nostalgia aquel grito en el puente que atraviesa el Urubamba.

        Ninguno de nosotros se atrevió a confesarlo. Ninguno de nosotros le dijo jamás que no la habíamos escuchado, nadie le dijo que permitimos que la noche y el agua se llevaran para siempre lo que ella consideraba su palabra más esencial. Y alguna vez hasta supusimos que sus viajes posteriores, urgentes y súbitos, tenían que ver con la búsqueda o recuperación de aquel momento, más que con el modesto deseo de ver catedrales, sentir el vértigo de la altura, o perderse en la enunciación abusiva del arte que expresan los museos de Europa.

        Sabíamos que ella se iba muriendo poco a poco. Pero no solíamos pensar en ello. Porque morir, moriríamos todos, y el que alguien pudiera hacer un cálculo más aproximado nos provocaba más curiosidad que espanto, y fuimos olvidando ese plazo oscuro que se estiraba como las fases de la luna, menguando y volviendo a crecer, repitiéndose más allá de las amenazas iniciales, y conscientes de que el tiempo de la vida nunca puede ser medido igual que el que marcan las agujas de un reloj. A pesar de todo, ella insistía en que, si "sucediera lo inevitable" (y Norma se burlaba de lo tópico de la frase), pusiésemos en la tumba las palabras de aquella noche.

        Pero, en general, evitábamos pensarlo. Porque a todos nos gustaba Norma. Sobre todo cuando bailaba: tenía un cuerpo denso y vibrante que nos arrebataba en el mareo de la música y el vino. Nos gustaba su intensidad inquieta, la melancolía de sus viajes, y disfrutábamos de su entusiasmo por Cortázar, y de sus dotes evidentes de anfitriona (nos encantaba reunirnos en su casa), y, por qué no decirlo, tambien envidiábamos la calma aparente de sus días contados, el embrujo estético de un final en plena juventud. Ese rostro amable y sonriente que no envejecería nunca jamás.

        Norma murió una semana antes de partir. La sorprendió la muerte en un revuelo de maletas, vacunas para la fiebre, ropa de verano y pélente para los mosquitos.

        Nosotros habíamos confiado en que llegara a este nuevo viaje, y así volveríamos a oír lo que nos dijo, y por fin podríamos romper el secreto y superar la vergüenza de no haber sabido escucharla. Ahora, en la extraña ambigüedad del primer silencio, nos quedamos también callados, porque a todos nos molestaba mentir (nunca lo habíamos hecho entre nosotros), y preferimos cumplir con un duelo convencional antes que hacer evidente nuestra impotencia.

        Nuestros labios sellados fueron el ruego que ella, si es que estaba en alguna parte, sabría comprender. La convocamos, sí, cómo la convocamos, allí, en la extraña ambigüedad del primer silencio, con palabras mudas, con esas palabras que sólo se pueden decir a los que ya no están.

        Un sol fuerte caía sobre las piedras del cementerio, un sol tupido de mediodía, que hizo que nos disgregásemos pronto, porque no hay emociones profundas posibles en medio del calor. Nos fuimos alejando y, si alguien nos hubiera visto desde lejos, habría imaginado sin duda que nuestro silencio guardaba un lugar y un tiempo a los recuerdos, pero, en realidad, nosotros pensábamos en todo lo que nos quedaba por hacer: embarcar el equipaje, falsificar la firma del pasaporte, ocupar por ella el lugar en el avión, y llegar de prisa, al caer la noche de verano, en un trencito colorido y zigzagueante, al lugar exacto sobre el río, tras el crepúsculo de verano, a la cita del Urubamba. Al lugar en donde Norma tiene que estar esperándonos.

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El cincuenta y cinco

A Susana Marcó del Pont,
in memoriam

 

 E

n el cincuenta y cinco vivíamos en la calle Libertad. Todos, incluida Nani, que estaba muy vieja, y mi gato Fifí, y China y Hortensia, y alguna de las tías del campo.

Con tanta gente no me podía aburrir, aunque fuera la única niña. Además pasaba de todo: o había revolución y no se podía ir al colegio, o a mamá de pronto le daba miedo la noche y me llevaba a su cama y de tanto charlar y hacernos cosquillas nos despertábamos tarde, o si no, China se había peleado con el novio y venía a contárselo a mamá, con el ojo amoratado y la bandeja del desayuno y luego mamá decía bajito qué le verán a esta mujer, si hasta tiene labio leporino.

            Las tías del campo desayunaban todas juntas en el comedor para hablar mal de mamá. Eran el último recuerdo de su marido y no se las podía sacar de encima, y a veces me parecía que le gustaba verlas allí, porque atusaba las sábanas con ímpetu y, si había amanecido soleado o en las necrológicas de La Nación aparecía algún pariente de las tías, le brotaba un humor espléndido y me decía hoy no vas al colegio, nos vamos de compras y las tías bajaban el tono mientras China ayudaba a mamá a ponerse el tapado de piel, el sombrerito con el tul y ella murmura deja la puerta abierta así las oigo a las viejas brujas y cómo me alegro de haberme salvado del gil de tu padre, hija mía, nunca te cases.

            Las tías se quedaban mudas para escuchar y entonces mamá les gritaba cotorras, y ellas volvían a los murmullos, porque las habían pescado, pero ahora en inglés. Las tías eran tontas: mamá sabía muchos idiomas, pero a ellas les salía espontáneo enojarse en inglés, como a China en guaraní, y el francés lo dejaban para hablar mal de Nani, cosa que también era una tontería, porque la pobre hacía años que estaba sorda.

           También solían usar otro idioma, y ese era el de las miradas, cuando mamá se iba tan linda con su tailleur marcándole la cintura y las caderas diciendo llego tarde a Misa; esa era una de las mentiras de mamá, porque a Las Victorias la habían quemado. Además, ella no creía en Dios, aunque soportara flotando sobre la cabecera de su cama el Cristo de marfil, y susurraba que era una lástima que no hubieran ardido todas, y hasta China, que estaba con los peronistas, se santiguaba con cara de espanto.

           Aunque China con cara de espanto era feísima, yo la quería igual. Ella se ocupaba de mí si mamá no estaba, de la ropa, del colegio, de los cuentos por la noche, y me llevaba en colectivo al Ital Park. Ahí paseábamos los tres, con su novio, el que a veces le pegaba, y como estaban reconciliándose todo el tiempo aprovechaban el tren fantasma para besearse y si era temprano después lo acompañábamos hasta Constitución comiendo chipá por el camino y él me decía, acariciándome la cabeza mitakuñaí porä, yo me imaginaba que éramos una familia normal, de las que no compran masitas en el Petit Café.

           Claro que las tías volaban de rabia al verme llegar tan tarde, pero Hortensia me abría quedito la puerta y, si me iban a gritar, Nani salía de su cuarto para llevarme con ella y nos poníamos a ver la televisión. Las tías se morían de bronca cuando no las dejaba entrar, y le decían vieja sorda o vieja loca. Nosotras, adentro, habíamos cerrado con llave: entonces Nani me mostraba las fotos de mamá de chiquita en Europa, el candelabro que habían podido salvar, algunas postales y después comíamos caramelos y ella tomaba vasitos de anís uno tras otro mientras decía tu madre es mala, me tiene encerrada, tiene vergüenza de mí y hace como que no me conoce aunque vivamos juntas, aunque sea mi hija.

           Vaya uno a saber si era verdad o mentira, porque Nani y mamá mentían muchísimo; además, como estaba tan sorda por los bombardeos, se pasaba las horas hablando sola hasta que ya había bebido demasiado anís; entonces, de pronto, le salía un idioma extraño que no era inglés ni francés ni guaraní y se remangaba la robe de chambre para mostrarme el brazo con el número grabado –un brazo flaco y blando– y yo me tenía que escapar de su cuarto, porque se le transformaban los ojos en algo tan terrible que me daba miedo.

           Si entonces tampoco había vuelto mamá me iba con Hortensia a la cocina a hacer empanadas, a jugar con Fifí en el jardín, o me asomaba al balcón de la sala para mirar la vereda vacía. Se hacía tan grande la tarde, tan solo el crepúsculo que sentía ganas de huir.

           En la noche oscura de la calle, con el viento que incitaba a dejarse llevar (abajo cabeceaban los árboles) yo pensé que la vida de los grandes era extraña, como un libro escrito en otro idioma, llena de secretos imposibles de abarcar.

           Se me pasaba la tristeza cuando había suerte, y por la mañana había vuelto mamá. Entonces las tías –siempre alerta– se levantaban tempranísimo y yo diría que hasta felices, porque iban dándose ánimo las unas a las otras y murmurando en inglés, y se frotaban las manos sin preocuparse por el desayuno que China había servido en el comedor, y entraban por asalto en el cuarto de mamá; ese era el momento en que empezaban los gritos, y luego los silencios, que eran muchísimo peor. Las tías dale con la cantinela de que en nuestra familia nunca ha habido una mancha, no podemos permitir que el apellido de nuestro único hermano, y entonces China se ponía nerviosa y me llevaba corriendo al colegio y en Misa yo rezaba a ver si volvía la revolución y luego las Madres me colocaban en fila para vigilarme con esa mirada temible que aparece tras las tocas, y cuando me decían vous êtes le numéro trois cent vingt-neuf yo recordaba el brazo flaco de Nani y, como mamá, me daban ganas de quemarlo todo, pero no se lo decía a nadie, porque esas cosas, vaya uno a saber en qué idioma se podrían contar.

           Cuando los aviones sobrevolaron la calle Libertad mamá no había vuelto a casa. Detrás de las cortinas, escondida, yo escuché a la gente correr por las veredas, caer las persianas de los negocios, clausurarse los postigos. La semana antes habían incendiado el Jockey Club, y creo que por eso China ahora no me llevaba al colegio, y cuando vino el cura vestido de hombre me reí muchísimo: el pobre no sabía moverse sin sotana y se le notaba el disfraz.

           Las tías se metieron con él en la salita y yo escuché cómo hablaban de mamá y gritaban tanto que los periquitos se golpeaban contra los barrotes de la jaula como si quisieran escapar, y Nani, aunque estaba tan sorda, se asomó preguntando quien anda ahí y cuando vio al cura con los pantalones empezó a reírse con su risita de hormiga y luego a las carcajadas, como una loca, así que las tías tuvieron que encerrarla por afuera. Hortensia, que era casi tan vieja como Nani, le preparó un té de tilo y le dijo cálmese señora y luego se quedó charlando con ella y tomando vasitos de anís hasta que Nani se fue adormilando tomada de su mano, como si fuera una niña con miedo.

           A la mañana las tías, que estaban pegadas a la radio oyendo los comunicados, le pidieron a Nani que les dejase la televisión, pero ella no quiso porque estaba ofendida y les dijo que se fueran a la mierda; luego se quedó toda la tarde mirando la señal del canal siete, sólo por molestar.

           Mamá llegó preciosa por la noche, con las mejillas coloradas y el pelo suelto cayéndole sobre los hombros. Había perdido su sombrerito con el tul y ya no tenía los guantes, y cuando el pelotón de las tías entró por la mañana ya no lloró, sino que les dijo viejas brujas, ese idiota me dejó atada de pies y manos y las tías le contestaron puta, judía, cocorita, te vamos a encerrar como a la loca de tu madre y yo ya no podía comprender lo que sucedía en ese cuarto, y si esas cosas que se gritaban eran tan malas como decir viva Perón, que en el colegio me habían dicho que era el peor de los pecados.

           Fue esa noche en la penumbra sola cuando mamá entró en mi cuarto creyendo que dormía y me besó en la frente antes de salir, con ese beso liviano de las madres por la noche, demasiado linda para ser de verdad, con su broche de brillantes, blanca, vestida de seda, tan fija en mi recuerdo que hoy anhelo esos días que ya se quedaron atrás. Cuando se fue abrí un poco los ojos y envuelta en su perfume pensé que mi madre no era real, que su imagen quedaría para siempre clavada en esa noche, flotando en mi memoria, como un hada, o como un sueño.

            Tal vez porque mamá ya no estaba nunca fue que llamaron a Mademoiselle para que se ocupara de mí y echaron a China diciendo que espiaba cuando las tías se reunían a charlar con el cura y yo solté a los periquitos por la pena que me daba ver cómo se golpeaban presos contra los barrotes en esas tardes en las que me aburría en casa sin Nani, a la que ya se habían llevado para morir y nadie quería jugar conmigo, solamente Fifí, pero aunque a él le contara todo lo que me estaba pasando no me podía contestar: al fin y al cabo era un gato.

             Todo cambiaba tan de prisa desde que había terminado la revolución que no me extrañó del todo lo que hizo mamá.

Entonces ya nunca bajábamos juntas a desayunar temprano en La París cuando ella no podía dormir, ni me llamaba a su cama, y como además había que ir todos los días al colegio me entró una tristeza tan honda que ni siquiera el comienzo del verano podría calmar. China no se olvidaba de mí, y me llamaba a veces por teléfono para invitarme a pasear, pero a Mademoiselle no le gustaba que viniera y a mamá le daba todo lo mismo y estaba tan triste que cuando se asomaba al balcón mirando la vereda yo deseaba que se pudiera escapar, que se pusiera otra vez los guantes, se ajustara la pollera y volara a la calle diciendo vamos de compras, hoy no vas al colegio, pero las tías ahora casi no la dejaban salir y la amenazaban mucho con los ojos y yo sabía bien, aunque era tan pequeña, que las cosas así no podían quedar, porque mamá era demasiado linda y las mujeres lindas no sirven para viudas, como había dicho Hortensia en la cocina.

           Y se tenía que escapar, tenía que abrir su jaula como los periquitos y ese día estaba preciosa con su blusa, con su cartera, como si fuese a un paseo largo, como si saliera al encuentro de algo que la hiciera tremendamente feliz, con sus guantes finos, su collar, y cuando abrió la ventana vimos cómo abajo las hojas del verano dibujaban sus perfiles densos, y entonces me dio un beso con los ojos brillantes antes de treparse a la barandilla para que yo le viera bien la raya derechísima de las medias de seda, sus tacos altos, y ella, ingrávida, empezó a volar mientras me decía adiós con la mano, saludando, alto, muy alto, dejándose ir, blanca la falda abierta en el cielo, danzando en el aire azul, y poco a poco se iría mezclando con las nubes, más allá de Santa Fe, por la calle Arenales, hacia el río, con el pelo suelto sobre los hombros, libre al fin, entregada a su propio vaivén, resplandeciente, tan bella, y sólo era un puntito minúsculo a lo lejos cuando abajo como las hormigas se arremolinó la gente y las sirenas se fueron quedando roncas de tanto llorar y las tías del campo gimoteaban en lo oscuro murmurando mientras rezaban: pobrecita.

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