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Ciro Bayo

El peregrino entretenido:

Lazarillo español:

El peregrino entretenido

(Viaje romancesco)

 

JORNADA PRIMERA

LA SALIDA

E

 

sta vez salgo a caballo por la famosa Puente Segoviana.

Visto traje de pana, de corte militar, y por todo equipo, un maletín a la grupa con ropa blanca, y un recio capote, entre poncho y manta.

A paso corto, enfilo la carretera de Extremadura en dirección al Campamento. El trayecto, entre calle y carretera, está salpicado de tejares y tabernas, y más que todo, de chozas y aduares, asilos de merodeadores y traperos que salen a la busca, como los aviones y gaviotas acuden a las playas de un puerto, donde desembocan las cloacas.

Me apeo en Carabanchel, y mientras el caballo pace y descansa, vuelvo la cara para despedirme de Madrid.

Está la mañana muy clara, y esto me deja ver la «Ciudad de las siete colinas»[1], dibujando su perfil en el horizonte. No obstante serme familiar la vista de Palacio, mis ojos se clavan en él. Blanco y adusto, se destaca aplomado, como enorme alcazaba, entre el confuso caserío. La alfombra de verdor que tiende a sus pies la ribera y la Casa de Campo, mitiga la severidad de la grandiosa fábrica. Sólo, cuando horas más tarde, el sol se refleja en su fachada occidental, aparece el Alcázar, albo y magnífico, como lo que realmente es: un himno de piedra a la Realeza y al Arte.

Del Campamento adelante, campos sin cultivo y dehesas sin pastos.

Al llegar a Móstoles, donde el camino se bifurca a Navalcarnero y a San Martín de Valdeiglesias, suelto las riendas al caballo dejándole en libertad de escoger la ruta. El animal, sugestionado por la vista del vecino Guadarrama, toma la derecha. Con esto, determino plan de mi viaje. Iré, por Valdeiglesias, a perderme en la sierra de Gredos. Hace una hermosa tarde de Junio.

Camino de Villaviciosa de Odón gallardean en la plana las mazorcas de oro y asoman por las bardas las támaras del guindo y las borlas del madroñero. Rapaces gorriones otean las huertas desde los hilos del telégrafo; y vencejos y golondrinas revuelan sobre los hospitalarios caseríos pregonando la resurrección del sol y de la vida.

Pero el idilio no es completo, no satisface del todo porque se nota la vecindad de la urbe. Los rabadanes tienen aire de chulo y los gañanes parecen obreros de fábrica. De sus gargantas salen tonadas de género chico y juramentos y dicharachos de la gentuza madrileña.

Peones camineros y guardas campestres hablan de política y comentan los sucesos del día. Es incesante el ir y venir de los automóviles apestando a gasolina y vanidad.

Al pasar un puente, se me interpone un guarda jurado.

—Caballero—me dice—, no se puede pasar.

—¿Puedo saber por qué ?

—Unos señores del pueblo se entretienen en tirar a las palomas en este vedado (señalando a la izquierda) y como va a empezar el tiroteo sería peligroso cruzar la carretera.

¡Ni que estuviéramos en tiempos del feudalismo!, pienso, pero no lo digo, porque el guarda no está para oír historias sino para complacer a los caciques.

En el puente nos juntamos hasta media docena, entre personas y animales, esperando que los señores y sus invitados hagan la primera tirada.

Ni protesto, ni me impaciento. Me apeo, tomo el caballo de la brida y lo bajo a abrevar al riachuelo.

A la sombra del puente veo acampada una familia de gitanos, pero de estos gitanos degenerados que prefieren a la bohemia de sus mayores las cuevas de las Peñuelas y Cambroneras.

La familia la componen dos hombres, tres mujeres, cinco chavales y cuatro asnos. Uno de los dos hombres está echado panza al sol, canturreando al son de una guitarra que rasca el otro. Dos mujeres jóvenes lavan la ropa en un remanso; otra, la más vieja, está cocinando el rancho. Los niños campan aparte al cuidado de las bestezuelas que pastan en las orillas.

Así que aparezco, todos se vuelven a mirarme y los rapaces me chillan pedigüeños. Comprendo que he caído en un avispero, pero no retrocedo. Abrevado el animal, lo ato a un árbol y saco la bolsa de tabaco. Al rato, como araña que avanza cautelosamente hacia la mosca, se acerca uno de los gachos.

—Buenas lardes, maestro — me dice —, ¿a dónde se va?

—A Villaviciosa—contesto por decir algo y por ser el pueblo más inmediato.

—Mala gente—replica el gitano—. Allí roban al caminante.

Ya lo sabe usted: Al ave de paso, cañazo. Nosotros vamos a la feria de La Adrada... ¡Ea! Deme usted de su tabaco que será mejor que el que yo gasto... ¡Vaya un animalito! (señalando a mi cuartago); pero que muy superior. Por uno así diera yo todo este ganado (apuntando a la tropilla de burros). ¿Conviene?

Yo me sonrío y doy a entender que nones.

—Acércate, Colas — prosigue dirigiéndose al otro compadre que por allí ronda, y alargándole mi petaca.— Este cabayero convida.

No bien acaba de arrollar un caróligo del calibre de un dedo, se oye el fuego graneado de las escopetas de arriba, armándose el gran revuelo en la familia gitana.

No me extraña: a río revuelto, ganancia de pescadores.

Los gitanos estarán a la espera de lo que por allí caiga.

Espantada por los perros, en el momento de soltarlas, viene una banda de palomas, que fusilan los cazadores así que las aves, poniéndose a tiro, están en arco o ciarre. Las pocas que llegaron a un árbol vuelven a volar a pares, y los tiradores les tiran a placer. Algunos perdigones caen del aire y aun van a dar en los matorrales del río, lo cual demuestra la alta previsión de aquellos señores, que, dispuestos a hacer tiros bajos, se acordaron de los pobres viandantes; de donde la interdicción del guarda.

Una que otra paloma mal herida o aturdida sale del campo de tiro y se asoma al ribazo. Los gitanillos que por allí merodean no curan de ellas. Es que están al acecho de otra caza mejor.

Hicieron un hoyo en la vereda de un hueco del tapial, y allí tenían oculta una trampa de coger perdices: unas tabletillas puestas en un marco de madera, agarrotadas con un cordel de cerda en tal guisa, que bicho que pone los pies en las tablillas cae en el hoyo y no vuelve a salir hasta que el cazador viene y lo saca. Lo que no lograron en muchas horas de espera, lo consiguen los gitanillos en un minuto. Dos perdices que en el vedado estarían comiendo verde, al ruido de las detonaciones se salieron por la vereda y fueron a caer en la traidora trampa.

En un santiamén los churumbeles las cogieron y las pasaron a los gitanos viejos. Entonces uno de éstos me propone las aves en venta.

Son dos malos perdigones, pero mi hombre pide por ellos un duro, plantándose al fin en una peseta. Convengo, hacemos el daca y toma y el gitano se va. En llegando al pueblo, me digo, daré a guisar estas perdices en la posada, y con ellas tendré merienda estirada y buena cena.

Apiolándolas estaba para mejor llevarlas, cuando se aparece el guarda.

—Caballero—me dice—, lo he visto todo. Diéronle el timo. Siento decírselo, pero el deber me lo ordena. Estas perdices fueron hurtadas. Las trampas de tablillas están comprendidas entre los artificios pajareros; además, durante la época de la veda, no es lícita la circulación de la caza viva o muerta. La ley de Caza es terminante; no valen excusas, ni menos evasivas, porque le veo con las manos en la masa.

—Tómelas usted — respondo, alargándole las perdices.

El guarda no las toma, sino que se limita a decirme, cambiando de tono:

—Le advierto que puede usted seguir adelante mientras se prepara el otro tiro.

Desato el caballo y sigo por la rampa al guarda. Los gitanos están a distancia, formando corro, cuchicheando y riéndose.

—¡Bandidos!—les grita el representante de la ley. Yo le vengaré a usted, caballero.

—Déjelos usted—contesto—, no vale la pena.

         Al llegar a la carretera se para el guarda.

—¿Tiene usted interés—me dice confidencialmente— en guardar estas perdices?

—Hombre, ni sí, ni no. Usted dirá...

—Pues si le convienen, puede quedarse con ellas; pero que no se entere nadie.

—Comprendido. Tome usted, amigo —, y me desprendo de otra pesetilla. Por donde las perdices no son ninguna ganga, y la cena venteril vendrá a costarme tanto o más que la de fonda madrileña. ¡No importa! Comeré las perdices, y aun rociaré los bocados con buen vino de la tierra, brindando por el guarda y los gitanos. ¡Ah, buena gente! Vosotros, como los pajarillos del aire y las alimañas del campo, os buscáis la vida y picáis el grano donde le encontráis. ¡Vosotros, como ellos, lo tomáis porque no os lo dan!

Pero el amor propio ofendido me dicta estas reflexiones: El gitano es hijo del interés y padre del robo; es vigilante en su negocio y perezoso en el ajeno; parece que regala y vende; siempre procura engañar y se juzga engañado; es tan enemigo de la verdad, que con la cara miente; a nadie quiere bien, y se trata mal a sí mismo; de todo recela, y aun de sí mismo desconfía; de nadie habla bien, menos de Dios, y es porque no le conoce. Cuando se le ruega, se estira; si se le manda, se finge cansado; come de lo suyo lo que basta para vivir, y de lo ajeno hasta reventar. No conoce ningún sacramento, y de todo hace sacramento.

Y el guarda, ¿dónde se queda? A éste ya le pone la ceniza en la frente la copla que uno de los gitanos está cantando:

Pasan por el puente

muchos matuteros,

y los dependientes

son muy embusteros...


[1] (i) La villa de Madrid, como la ciudad de Roma, empezó a edificarse sobre siete cerros o colinas, cuyos nombres aun conserva la tradición. Es particularidad que conviene consignar, en esta época reformadora de desmontes y de rasantes urbanas.

JORNADA TERCERA

 

EL ANARQUISTA DE VALDEIGLESIAS

 

P

or ser día de fiesta sonada, llegué a Valdeiglesias entre repique de campanas y salvas de morteretes. Pregunto  por una fonda, y un muchacho me lleva a la más próxima.

Estas fondas puebleras son legítimas sucesoras de las posadas de camino, con el mismo aspecto hosco y desaliñado, con la carencia total de cómodo alojamiento y de limpieza. Yo las prefiero, sin embargo, a los hoteles limpios y correctos que les van haciendo la competencia en las viejas ciudades castellanas, y las prefiero porque en ellas se siente más el contacto del espíritu nacional.

Pláceme ser recibido en el portalón por el mozo de mulas, que lleva mi animal al abrevadero; cruzar el patio, atestado de sacos y corambres, de aparejos y carromatos; subir la escalera del rincón, y, en la  balconada, ser recibido por el ama ceremoniosa o por la maritornes amable; entrar en un cuarto enjalbegado, que bastan a llenar una cama como un catafalco, tan aparatosa, que hay que ser ágil y tomar carrera para subir a ella; dos sillas de enea, un palanganero de metal y una mesa de pino; y meterme al fin entre sábanas a la luz: de un cabo de vela o de un candil, miran» lo las estampas de santos y de toreros pegadas a la pared, hasta que, acabándose la luz, me quedo a las buenas noches.

O bien entrar en el comedor, con vistas a la cocina, de azulejos polícromos, sin otros adornos que vasares empapelados y peroles y cacerolas de coruscante metal.

En vez de camareros tiesos y almidonados, las hijas del ama, cuál haciendo de cocinera, cuál de doncella de servicio, que me saludan y se aprestan a servirme, compitiendo una y otra en exquisiteces culinarias y en amable servicio. Desde mi asiento veo trébedes y llares, asadores y cazuelas lamidos por las lenguas de fuego de aromática leña; oigo chirriar el aceite en las sartenes y aspiro el vaho de guisos y fritadas. El aire y el sol que entra por las ventanas avivan mi apetito; las conversaciones del patio, los cantares de los arrieros y los gritos de los animales me saben a regalada música.

Mi fonda de Valdeiglesias es un punto menos que hotel y un punto más que posada; esto es, una fonda antipática. El ama es una oronda burguesa, y los criados, de chaqueta y mandil blanco, no se diferencian de los mozos de las casas de comidas madrileñas. Sin duda porque es día de mucha gente me reciben como por favor y me alojan aprisa y corriendo. Entre tantas caras, me fijo en la del mozo de cuadra, y a éste, dándole buenas esperanzas, confío mi caballo y los enseres de montar.

En seguida me echo a la calle, en dirección a la plaza. Así como las plazas ciudadanas son pulmones de la urbe, la plaza mayor es el corazón de un pueblo. Como esta víscera, tiene sus diástoles y sístoles correspondientes a la vida del vecindario. Triste y solitaria en días normales, bulle y se alborota en los feriados.

La plaza de Valdeiglesias está hoy muy concurrida.

La gente principal, los señores, la atraviesan camino de la iglesia; los proletarios, labradores, obreros y chalanes, se estacionan en los porches y, con preferencia, en las esquinas de las tabernas. Ante la casa del Ayuntamiento veo corros de gente que habla y gesticula de cara al edificio. Algo grave ocurre, porque el garbullo va en aumento. Acércome a un corrillo, y entreoigo al voleo estas palabras: Anarquista, Morral, bomba...

—¿Qué pasa?—pregunto a uno de los entretenidos, so pretexto de pedirle lumbre para mi cigarro.

—¡Ahí es nada! — me responde, cuitado.—Los civiles encontraron en el monte un extranjero sospechoso y lo han entrado en el Ayuntamiento para identificarle. Dicen que es un anarquista de los más peligrosos.

—Pero ¿qué tiene que hacer un anarquista en Valdeiglesias, y, sobre todo, en el monte?—aventuro a preguntar.

—Nada; pero como Madrid está a un paso y allí está el rey...

—¿Ha visto usted al preso?

—Sí, señor; le vi cuando lo traían los civiles. Me parece que éstos no se han equivocado. Es un hombre que, a la cuenta, debe de ser gabacho, porque es muy rubio y venía fumando una pipa muy larga. Uno de los guardias llevaba, como cuerpo del delito, una bolsa con frascos que huelen a demonios, y el otro una caja que no se sabe lo que contendrá. Ahora están el alcalde y el juez municipal con la pareja, averiguándolo todo.

Di las gracias al valdeiglesiano, y me separé de él, sin que me extrañaran sus manifestaciones, porque a todos consta que desde el atentado de Morral los sospechosos son muy vigilados a las puertas de Madrid.

Al pasar por delante de la iglesia, veo la puerta abierta y en el fondo el altar mayor hecho un ascua de oro. Había misa cantada y a toda orquesta por una capilla de música de Madrid. Arrimado a la pila del agua bendita asisto al oficio. La mayoría de los fieles está formada por señoras y señoritas del pueblo, algunas con sombreros modernistas. No pocos mozos entran y salen, o se plantan en la nave casi de espaldas al tabernáculo, mirando a las niñas o a los cantores, que asoman en el coro.

Al empezarse el sermón abandono el templo, y voy al café a tomar una cerveza. Aquí oigo música también. Un pianista le está dando al clavicordio, y unas cuantas personas le corean. El mozo que me sirve díceme que están ensayando la zarzuela anunciada para la noche en el teatro, y que los que ensayan son coristas desperdigados de los que se contratan en la calle de Sevilla.

Una señora de alguna edad, que está sentada a una mesa contigua a la mía, pero sin tomar nada, aprovecha la ocasión para preguntar al mozo:

—Diga usted: ¿tardará mucho en llegar el tren de Villa del Prado?

Villa del Prado es la estación de la vía férrea que une Valdeiglesias a Madrid.

—Señora—contesta el camarero mirando al reloj de pared, que señalaba las doce—, pues dos horas justas, porque hasta las catorce no llegan trenes de Madrid.

—¡Vaya por las catorce!—exclama mi vecina.—¡Qué fastidio! Y nosotras perdiendo el tiempo... ¿Es usted también de Madrid, caballero?—me pregunta, entablando conversación conmigo—. Lo pregunto porque yo soy también forastera. He venido acompañando a mi hija, la partiquina que está ensayando ahora.

—Y que, por cierto, canta muy bien—replico yo por galantería, fijándome en una señorita del coro que está cantando un solo.

—Gracias, caballero. Pues ahí, donde la ve usted, la pobre lleva más de una hora de plantón ensayando a solas y con el coro; y luego función por la noche. Todo por diez pesetas que le dan por el bolo, de las que la mitad, por lo menos, se llevará la fonda. En cambio, la tiple, que gana billetes, y a la que están esperando, no viene, por lo visto, hasta el último tren, para ahorrarse el almuerzo de la fonda. Aquí me tiene usted cargada con el fardo de ropa de mi hija, y sin desayunarme todavía.

—Pues que le traigan a usted un café con tostada. ¡Mozo!!

El momento de servírselo coincide con un descanso en el ensayo. Los coristas masculinos encienden un cigarrillo, y las chicas, por no ser menos, se sientan y pitan también, menos la partiquina que viene al lado de su madre.

Es una morena agraciada, casi bonita, y, desde luego, muy simpática.

—Carmen—dice la madre—, saluda a este caballero... Toma hija, que buena falta te hace.

Como la buena señora se dispone a repartir la colación, yo no lo consiento y hago traer otro café con media.

Carmen llama a voces a una compañera y la convida a su vez. Tentado estoy a pedir el tercer café, pero me salva la llegada de un personaje, que todos reciben con palmoteos y vivas. Es el tenor que vuelve de la iglesia de cantar el Cor Jesu y el Tántum ergo, y ahora se apresta a ensayar una cavatina amorosa; pero advertido del retraso de la tiple, se dispone a hacer mutis.

Antes que él, lo hago yo; y pagando el gasto me despido de la mamá, de Carmen y de su amiguita, no sin que antes la primera me dé una tarjeta de su hija para que la visite en Madrid.

Del café me traslado a la fonda, porque es hora de comer. Ya en el comedor, me encuentro con la mesa redonda ocupada por otros forasteros, y que los criados están alineando las mesas sueltas para formar una corrida.

—¿Dónde me siento?—pregunto desconcertado.

—Tiene usted que esperar—me responden—. No hay sitio. Aquí van a sentarse los músicos de la iglesia y después vienen los artistas del teatro. Ya se le avisará cuando se desocupe un puesto en la otra mesa.

Hay para rato, porque las personas que la ocupan comen sin prisa, charlan y el servicio va muy lento.

Algo me consuela ver que otros que van llegando han de esperar como yo. Pero yo me indigno de tanta imprevisión, y, no queriendo aguardar turno, me largo al café donde pido los platos obligados de tortilla y bife.

Por fortuna, el establecimiento estaba desierto y pude sentarme con libertad. De haber esperado un poco más Carmen y su mamá, se ganaban el almuerzo.

Empezaba a desplegar la servilleta, que oigo rumor en la calle y llega hasta la puerta del café una avalancha de gente.

A la cabeza de la columna se destaca un hombre que entra en el establecimiento y viene a sentarse a una mesa inmediata a la que yo estoy.

—¡Qué gente tan salvaje!—le oigo decir con acento extranjero, procurando que yo lo oyera.

El amo del café, atraído por el ruido de la calle, se asoma a la puerta, arenga a los grupos y, cerrando la cancela, viene a pedir recado al recién venido.

Es un joven rubio que viste traje alpino y, además, fuma una pipa larga. Verde y con asas... me digo; el  anarquista del Ayuntamiento. El extranjero pide de comer, y como no hay otra cosa, opta por lo mismo que yo, con la diferencia que en vez de vino quiere cerveza.

Se expresa en buen español, pero se adivina su nacionalidad.

—¿Es usted italiano?—le pregunto cuando quedamos solos.

         —Como si lo fuera—me responde—. Soy tirolés, italiano irredento.

Y desabrochándose el jubón, sacó la cartera y me ofreció una tarjeta en la que leí:

 

Jenaro Scherer

 

De la Universidad de Trieste

 

 

—Pero ¿qué le ha pasado a usted, Sr. Scherer?—pregunto sin más preámbulos.

—Por lo visto está usted enterado. Pues cosas imposibles, cosas de España. Soy naturalista, especialmente entomólogo. Cazando insectos he recorrido parte del Chaco argentino y de los Andes bolivianos. Esto le explicará a usted por qué hablo el español. Últimamente, la Universidad de Trieste me comisionó para la búsqueda de un insecto raro, de un tisanuro de los ventisqueros, que se supone habita también en los nevados de Guadarrama.

En esta tarea he pasado más de ocho días por la sierra, albergándome en cabañas y rediles, sin conseguir mi objeto. Al bajar a los Toros de Guisando, no lejos de este pueblo, se me antojó pararme en aquel sitio y descansar de mi caminata. Mi único equipaje consistía en manta, stock, una caja de aluminio para insectos y el botiquín de disecación y desinfección.

Yo no había reparado que en las inmediaciones de aquel paraje había una caseta. Cuando más distraído estaba, se destacó de ella una pareja de guardias civiles y vinieron a mí. —¿ Quién es usted? ¿Qué hace usted aquí?—me preguntó el cabo.

No le satisficieron mis explicaciones y menos mi pasaporte expedido en alemán, y cambiando una mirada de inteligencia con su compañero, me intimó que les siguiera. Lleváronme al puesto, y, armándose la pareja, me condujo a este pueblo a disposición de las autoridades.

Como el tránsito por la población fue esta mañana, excuso decirle la gente que se agolpaba a mi paso.

—En efecto—le interrumpí—, yo no le he visto entrar, pero he oído los comentarios que acerca de usted hacían los grupos en la plaza.

—Sí; la gente me tomó por un anarquista y esto mismo creían los guardias. Ya en el Ayuntamiento, tardó más de una hora en llegar el alcalde, porque estaba presidiendo el cabildo en la iglesia. Llegó al fin y empezó mi interrogatorio. Tampoco le pude convencer, y ya iban a enviarme de Herodes a Pilatos, es decir, del alcalde al gobernador de la provincia, cuando se me ocurrió decir en mi abono que se llamase al boticario y al sacristán del pueblo, únicas personas que me conocían, por lo que oirá usted después.

Compareció el primero, pero el segundo no, alegando sus ocupaciones. Ya verá usted cómo esta negativa obedecía a otra causa. El bueno del farmacéutico declaró, en efecto, que a mi paso por Valdeiglesias le había comprado ingredientes de botica, y presentádole que fue mi botiquín, hizo ver al magistrado que aquellos olores sospechosos, en lugar de ser reactivos anárquicos, eran simplemente ácido fénico, benzol y otros desinfectantes.

Para más convencerse, hiciéronme abrir la caja metálica que el cabo había depositado sobre la mesa, como otra caja de Pandora, y con sorpresa y vergüenza de mis acusadores, vieron salir y desparramarse en todas direcciones, mi cosecha de coleópteros, ortópteros y neurópteros. A escobazos y con plumeros, los ordenanzas ahuyentaron los insectos, y a mí, con buenas palabras, me soltó el alcalde. Añádase a tantas emociones, el haberme tenido ayuno y boquiseco toda la mañana, y usted dirá si me viene bien este almuerzo.

—Ya lo creo—repuse entre sonriente y mohíno, oyendo la plancha de nuestras autoridades—. Y ¿qué piensa usted hacer ahora, señor Scherer?

—Lo primero, almorzar; luego tomar el primer tren de Madrid para reclamar a mi cónsul, y, por último, vengarme del sacristán por no haber querido servirme de testigo de descargo.

—No sé cómo...

—Ahora lo sabrá usted. No tomará usted a alabanza propia si le digo que a mis aficiones de naturalista añado las de arqueólogo. Buena prueba de esto es mi malhadada visita a los Toros de Guisando. Pues bien; a mi paso por Valdeiglesias hube de visitar lo único que supuse valdría la pena de verse: la iglesia. Como es natural, el sacristán me sirvió de cicerone. Como esta gente está acostumbrada a ventas y chalaneos de objetos artísticos religiosos con chamarileros extranjeros, lo menos que se creyó mi sacristán fue que yo sería uno de éstos, y, de buenas a primeras, me planteó el negocio.

—Antes de despedirnos—me dijo—, quiero ver si nos entendemos para algo que pueda interesarnos a los dos. En el almacén de la iglesia hay un San Cristóbal muy antiguo, con una leyenda que no acabo de descifrar, pero que me huele a misteriosa. Ya sabe usted las historias de tesoros ocultos en los cachivaches de antaño. Yo creo que este San Cristóbal encierra algo por el estilo. ¿Quiere usted sacarme de dudas? Bien entendido que, de haber negocio, iremos a medias.

—Vamos a verlo—respondí yo.

El sacristán abrió una puerta, y entramos en una sala colmada de bártulos y de objetos del culto. Allí, sillones, mesas, aras y retablos; allí, andas, peanas, ciriales y arañas de todos estilos; e imágenes de arcilla, de madera, vetustas y llenas de polvo. Llegamos ante un San Cristóbal de talla, de colores chillones y bastante bien conservado. El sacristán tomó una silla y, haciéndome subir, me dijo:

—Lea usted lo que está escrito en la bola del niño.

En efecto, en la bola que llevaba el niño Jesús en la mano había esta leyenda: Felice qui me levará.

—¿Entiende usted lo que significa?—me preguntó el sacristán.

—Mucho que sí—contesté—. «Dichoso quien me descargue».

—Ya ve usted que no andaba descaminado en mis sospechas—me respondió el chupacirios, encandilados los ojos de codicia.

Ni corto ni perezoso, corrió a por unos útiles de carpintero, y de consuno procedimos a desmontar el Niño de la bola. Con mucho tiento, y no poco trabajo, lo conseguimos; y hallamos, en el lugar de la espalda que quedó al descubierto, esta otra inscripción: Fatto béne a levarme, que le coste me dolevano. (Hiciste bien en descargarme, porque me dolían las espaldas.) Olí el chasco y bajé de la silla, soltando la carcajada. No así mi cómplice, que al enterarse de la traducción quedó mohíno y cariacontecido. Con esto, y con dejar a San Cristóbal aliviado de su carga, salimos a la iglesia, y yo tomé la puerta, no sin que antes el rapavelas me recomendase el secreto.

Ahí tiene usted explicado por qué este hombre no quiso encontrarse conmigo en el Ayuntamiento. El mentecato pensó que yo iba a contarlo todo, en demostración de mi visita a la iglesia.

—Y ¿qué venganza piensa usted tomar de este hombre?—pregunté yo a Scherer.

—Pues que el secreto, será el secreto a voces. En cuanto despache lo de Madrid, vuelvo aquí, veré al cura y se lo contaré todo. Como San Cristóbal siga como le dejamos, no me dejará mentir.

—Creo que no vale la pena de volver a Valdeiglesias para esto sólo, señor Scherer.

—Es que además quiero seguir mis pesquisas entomólogas en la vecina sierra. Me procuraré un salvoconducto y cuanto sea menester para que nadie me moleste. No he de parar hasta conseguir el dosario raro de los ventisqueros y aumentar el catálogo de la Historia natural.

—Sí, natural—respondí, recalcando la palabra— aunque no me parece tan natural en vista de los sustos y disgustos que, como a usted, ocasiona.

—No importa—repuso Scherer—; por ella estoy dispuesto á afrontar otros peores. No sabe usted, amigo, las delicias que proporciona su estudio, en particular el de los insectos. Insectos!!! Pronunciamos esta palabra con desprecio. Sin embargo, estos seres minúsculos están mejor organizados que nosotros; tienen más simetría de proporciones, más fuerza y más resistencia a la fatiga y a la muerte. Como organización social son todavía superiores a nosotros: forman imperios, reinos, repúblicas, falansterios inconmovibles, con un mínimum de cambios de gobierno que envidiarían algunos Estados.

—¿Alude usted a mi país, a España?

—No, señor, hablo en general; aunque a decir verdad, lo que más me extraña de su tierra es la abundancia de  hombres políticos y... de mujeres bonitas...

—¿De modo, señor Scherer, que le gustan a usted las españolas?

—Mucho, especialmente las madrileñas, menudas, gráciles, ligeras y nerviosas.

—Pues entonces, le voy a proporcionar ocasión para que conozca una de pura raza. Cuando vaya usted a Madrid, haga usted esta visita, diciendo que va de parte del caballero del café de Valdeiglesias.

Y pasé a Scherer la tarjeta que me diera la mamá de Carmen la partiquina.

 

JORNADA OCTAVA

EL HALCONERO DE PEDRO BERNARDO

H

e aquí un nombre de pueblo que suena a nombre de cruzado, por más que el Pedro Bernardo avilés no tenga nada que ver con Pedro el Ermitaño ni con el gran abad de Claraval. El pueblo da nombre a la sierra en que está enclavado.

El contraste del macizo sombrío de las montañas con el limpio verdor de las abras por las que se cuela el Lanzahíta; la visión de tanto pueblo y alquería; las aspas giratorias de los molinos; las mujeres, con trajes charros, lavando en las acequias del ejido, y el ondular de las recuas por escarpes y laderas, dan la sensación de un paisaje de Nacimiento en que cada palmo de terreno ofrece una nota variada y pintoresca.

Pedro Bernardo fue un tiempo famoso por sus sombreros de paño y por sus cazadores de rebecos; pero las fábricas vinieron a menos por la competencia de la gorra y del hongo barato, y los cazadores se acabaron con la veda de las cabras monteses, reservadas a las escopetas del rey y de algunos magnates.

Todo esto me lo cuenta en el casino don Braulio Corvalán, hidalgo del pueblo, capitán retirado de infantería, que se pasa el día adiestrando halcones, y la noche jugando al tresillo.

Es un tipo moreno, de complexión recia y de gran bigote negro borgoñón. Este don Braulio fue un tiempo, de los aficionados a correr gamuzas; pero al ocurrir la interdicción venatoria, colgó la escopeta de caza, jurando no volver a empuñarla en su vida. ¿Cómo había de resignarse a fusilar gazapos y perdigones un hombre avezado a la caza mayor ? —Esto, unido a los mordiscos de una picara gota que me atormentó hace tiempo—siguió diciéndome el señor Corvalán—me convirtió a la cetrería, haciendo que los halcones cazen por mí.

—Caza nobilísima es ésta, señor don Braulio —contesté—; ¿pero está permitida?

—Como si lo estuviera; porque la ley de Caza si no la autoriza, tampoco dispone nada en contrario. Aunque así no fuera, en los pueblos no se hila delgado en esta materia. Figúrese usted que hace pocos días, el bruto del secretario municipal fusiló a una cigüeña anidada en el campanario, porque sí, porque le dio la real gana; porque ni la autoridad ni nadie se había de meter con él. Además, aviado estaría yo si también me prohibieran la caza de altanería; como que tengo aves adiestradas que valen más de 500 pesetas.

—Y ¿de qué le sirven a usted?

—Para cazar y para venderlas. En Inglaterra, en Francia y en Alemania, donde se conserva todavía la tradición de la caza de altanería, hay aficionados con los que canjeo mis aves; fuera de que en España no faltan aristócratas que también vuelan el azor en sus posesiones. Por estos mismos días ha llegado a Madrid un embajador marroquí con tres halcones que envía el sultán al rey de España.

—¿Es remunerativo el negocio?—seguí preguntando.

—Una cría de halcones megos, o cogidos en el nido, vale unas veinticinco pesetas; si el halcón es mudado o cogido al paso, suele valer de ochenta a cien pesetas. Cuando está domesticado y adiestrado, su precio depende de la oferta y de la demanda. En general, un halcón perfecto vale de cuatrocientas a quinientas pesetas. El mejor ejemplar de la clase es el halcón peregrino o pasajero que anida en los cantiles de las playas; y no es cosa de poco mérito alcanzar un nido que se halla en plano vertical y a una altura de más de cien metros. Añádase a esto el tiempo y paciencia que se necesita para enseñarles a cazar, y comprenderá usted por qué se cotizan tan alto algunos halcones.

—Por cierto, que para mí sería una novedad ver un halcón cazando.

—Pues hoy lo verá usted. Cabalmente, en estos días de siega pululan bandadas de cuervos y cornejas que devastan los campos; y el juez, que sabe mis aficiones me ha requerido a que esta tarde dé una batida aérea a los avechuchos.

Por de pronto, don Braulio quiso llevarme a su morada; un edificio apartado, muy en consonancia con las aficiones de su dueño; un caserón con cubos salientes en los dos ángulos, cuya vetusta arquitectura daba a entender que otrora fue aquello un baluarte o alcazaba del pueblo. Encuadradas sobre el antiguo patio de armas, corrían las galerías del plano superior con unos arcos tapiados y otros resguardados por esterillas y persianas.

En uno de estos corredores, expuesta al aire y al sol, estaba aposentada la volatería en alcándaras y jaulones, entre un arsenal de trofeos de altanería; redes de malla, cuerdas, señuelos con alas de pichón, cascabeles, chaperones, guanteletes y demás.

De algunas jaulas colgaban cartelas con el nombre del huésped alado, seguido de su filiación. Así:

CAÍN. Halcón macho. Práctico en el vuelo de huida y en el vuelo a lance directo. Gran cazador de palomas.

LUZBEL. Azor. Adiestrado para el vuelo bajo. Cazador de liebres.

GOLIAT. Gerifalte gruero. Cazador de patos.

Y así sucesivamente, con Caifás, Tarik y Mambrú, nombres, como se ve, sonoros y significativos de los principales educandos del señor Corvalán.

A cuidado de estos avechuchos y, por ende, a servicio de su dueño, era una sola persona, el joven Melchorcán, halconero y ayuda de cámara juntamente.

A primera vista el tal Melchorcán causaba extrañeza. Era un doncel que escasamente tendría diez y ocho años, de cutis fresco y sonrosado, de ojos azules, pero con la cabeza enteramente blanca, que hacía más blanca el negro bozo que alfombraba el labio. Pensé si este albor capilar consistiría en tener el cabello embadurnado con polvos de arroz, como estilan los lacayos de algunas casas grandes, pero pronto averigüé la verdad.

—Este joven—me contó el señor Corvalán llevándome a su despacho, convertido en museo de arreos militares y cinegéticos—es hijo de un antiguo cazador de rebecos, criado en los picachos de la sierra. Una tarde, y de esto hará tres o cuatro años, estando juntos padre e hijo en su puesto, avizorando la presencia de alguna cabra montes, oyeron los graznidos de unos aguiluchos asomados en un mechinal del tajo cortado a pique al pie de los cazadores. Como éstos hacían igualmente a pelo que a pluma, se les ocurrió apoderarse del nido para negociar la cría; pero como la aguilera estaba en un precipicio, no había más remedio para llegar a ella que descolgarse por un cable. A este fin, el padre ató una cuerda al hijo por la cintura, lió el cabo a un árbol, a manera de torno, y fue arriando soga hasta llegar al nido. El muchacho, empuñando un cuchillo que le servía para cortar los espinos y zarzas de la muralla, iba cogido a la cuerda con la otra mano, y gateando entre las grietas del tajo pudo llegar al nidal y apoderarse de la cría implume. Dio una voz, y el padre procedió a izarle, cobrando soga y arrollándola al torno del árbol. Entretenidos en la faena, no vieron dos puntos negros que asomaban en el horizonte y que en un momento se convirtieron en dos águilas gigantescas. Eran los padres de los aguiluchos, que desde las alturas habían visto el robo de la nidada y venían en auxilio de su prole. Los cazadores, si bien cuitados por los aleteos y graznidos de las águilas, no por esto se intimidaron; el padre seguía izando al hijo, y éste ascendiendo con tiento y cuidado. Un metro escaso faltaría para llegar a la cima, cuando una de las águilas, una hermosa águila real, acometió tan de cerca al muchacho, que éste se vio en la necesidad de defenderse dando mandobles con el machete. En uno de los golpes ciegos que daba al aire, tocó la soga y la hizo un corte. ¡Qué terror! ¡Por arriba el águila que pugnaba por picotearle en los ojos; por abajo la sima abierta para tragarlo! Por fortuna se libró de uno y otro peligro, porque a los pocos minutos llegó a salvamento, con la serenidad bastante para no soltar la presa. Pero el susto fue de ordago. ¡Qué tal sería que en menos de cinco minutos se le puso al muchacho todo el pelo blanco!

«Como usted comprenderá, un chico de esta historia era el que yo necesitaba para halconero; y por esto le tomé a mi servicio. Su nombre propio es Melchor, por lo que, a raíz de su metamorfosis capilar, diéronle en llamar Melchor Cano; pero como el mancebo no tiene nada de teólogo, yo se lo acorté en Melchorcán, nombre más eufónico y que tiene cierto dejo escuderil».

No pude menos de celebrar el buen gusto del capitán en esto de poner nombres a personas y animales. A todo esto, las rapaces de la galería alborotaban la casa con sus chillidos desagradables.

—Algo revueltos están sus educandos, señor Corvalán —le dije, por no decir que estaban hechos unos alborotadores insufribles.

—Es que Melchorcán está con ellos, y como le conocen, háblanle a su manera. Además, como él les sirve la comida, quiérenle más que a mí que los educo. Los halcones se parecen en esto a los niños, pero aventajan a algunos hombres, en que tienen el estómago agradecido. Cabalmente, todo el secreto de la cetrería está basado en este principio.

—¿Cómo así, señor Corvalán?

—El arte de adiestrar a los halcones, empieza por domesticar el ave. Se le ciñe el chaperón para poderla

manejar más fácilmente; se le pone apiolada en la muñeca; se le acaricia con una pluma; se le acostumbra, en fin, a perder el miedo al hombre. Luego viene la lección del señuelo, que aprende pronto, porque el halcón llega a comprender que en el señuelo va la comida. El señuelo es un tablero en forma de herradura, en el que se fijan dos alas de paloma y donde se atan los pedazos de carne que se quiera dar al ave. Cuando está acostumbrada a comer en el señuelo, se le enseña a coger el animal para cuya caza se desee utilizar el halcón. Y aquí hago punto, porque usted juzgará de lo demás asistiendo a la cacería de cuervos anunciada.

La cual no se hizo esperar, porque a poco vimos venir al juez entre dos pardillos de cara afeitada y buen cogote, que por la pinta serían Camachos de pueblo o labradores ricos. Bajó Melchorcán a abrir; el capitán hizo las presentaciones de rigor, y en seguida nos echamos afuera, llevando apiolado y encapillado a Mambrú, que había de ser el héroe de la jornada. Bajando y subiendo callejas empinadas, algunas con escalinata, salimos al descampado. En el primer rastrojo vimos cernerse la bandada de cuervos, a los que se la tenía jurada el juez por el daño que hacían a sus labrantíos.

Hicimos alto todos; tomó el capitán a Mambrú de manos de Melchorcán, quitó el chaperón al ave y la preparó para el vuelo.

A una distancia de cien o ciento cincuenta metros donde posaba la bandada, soltó el halcón, dándole un capirotazo. El pájaro empezó por describir círculos alrededor de su dueño, subiendo en espiral a gran altura.

Tan pronto como los cuervos le vieron, iniciaron la desbandada; pero como el vuelo del halcón es mucho más rápido que el de aquéllos, en muy poco tiempo los alcanzó. Eligió por víctima uno de los que estaban más separados de la columna, lo agarró y rápidamente se remontó de nuevo, entre los fuertes graznidos de terror del prisionero.

Soltó luego la presa, y cayendo sobre ella, con las alas plegadas, la pasó con el espolón. Volvió a  remontarse, y segunda vez se abatió para rematar a su víctima, rompiéndola con el pico la columna vertebral.

Como Mambrú había cumplido con su obligación, Melchorcán se dispuso a darle el cebo de premio: los sesos, el corazón y el hígado del cuervo, que de derecho le correspondían. Y fue cosa curiosa por demás ver cómo el halcón, que estaba posado con las alas abiertas sobre el cadáver, volvió dócilmente a manos de su dueño a un pequeño silbido que éste dio.

Todos, y yo en particular, veíamos con interés este ejercicio de cetrería; y no hay que decir si el capitán se enorgullecería de su educando, por ser el primer vuelo que éste hacía en libertad.

Pero Mambrú se la tenía guardada. Hastiado, sin duda, de la carne de caballo muerto que le servían a diario, y hallando suculentos por demás los despojos palpitantes de la pieza cobrada, el halcón resolvió hacerse independiente y cazar por su cuenta; así que, esquivando las caricias del capitán, echó a volar en busca de los fugitivos cuervos, que estarían a cien varas de distancia.

Mambrú, como un colegial tímido, hacía su escapatoria volando de mata en mata y de árbol en árbol; pero alejándose cada vez más, mientras su amo probaba atraerlo con llamadas y silbidos, secundándole Melchor, quien, a su vez, pretendía atrapar al fugitivo, corriendo tras el halcón y llamándole por su nombre.

A los gritos del halconero acudió la muchachada de los labradores vecinos, gritando a coro con él: ¡Mambrú, Mambrú!!, hasta que el halcón, asustado de tal escandalera, voló y se perdió de vista. Entonces Melchorcán volvió sobre sus pasos, y vino a reunirse con nosotros, pero sin dejarle la chiquillada, que a grito pelado iba cantando

Mambrú se fue a la guerra,

mire usted, mire usted qué pena;

Mambrú se fue a la guerra

no sé cuando vendrá,

do re mí, do re fa,

no sé cuando vendrá.

—Vámonos, señores—dijo amostazado el capitán—que ya ello no tiene remedio. Perdí trescientas pesetas que me hubiera valido la venta del malandrín, pero ya me indemnizaré con solos y arrastres... Por cierto que queda tiempo sobrado para echar una partida hasta la hora de cenar.

Y vuelta al Casino, donde no tuve más remedio que hacer unas veces de apuntador y otras de mohíno en la partida de tresillo organizada por el señor Corvalán.

El capitán fue afortunado en el juego: llegó a ganar tantas pesetas como cifras tenía el guarismo de las que le birlara Mambrú, esto es, tres pesetas, con lo que las trescientas de pérdida quedaron rebajadas a doscientas noventa y siete.

—¡No decía yo!—exclamaba satisfecho don Braulio al guardarse las ganancias—. Principio quieren las cosas.

Volvimos a vernos por la noche, y a hora conveniente nos retiramos a nuestros alojamientos, porque habíamos convenido en salir de madrugada para Arenas de San Pedro, viaje que a todo trance había de hacer el capitán por tenerle citado a consejo de familia allí su hermana, viuda de un general y vecina de aquella localidad.

 

JORNADA NOVENA

LA GENERALA DE ARENAS

I

DE CABALLO A  CABALLO

L

a generala, como por antonomasia llama todo Arenas a doña Petra, ha tiempo que vive desasosegada por causa de su hijo Paco, heredero de un nombre ilustre en los fastos de la milicia.

El caso no es para menos. Figuraos una madre que cifra todos sus amores y esperanzas en su único hijo; que lo crió a sus pechos; que le ha conducido de la mano por el camino de la vida; que le procuró educación civil y religiosa; que al verlo hecho un hombre le busca una compañera parigual a él, y que el hijo se la desprecia.

Paco hizo todavía peor que esto.

Acostumbrado a obedecer a una madre tan buena y previsora, al volver de Madrid de recibirse de abogado, aceptó en matrimonio la mano de una señorita del pueblo, rica y hermosa huérfana que doña Petra le tenía preparada para el caso; pero, consumado el matrimonio, el desaborido, pretextando un telegrama urgente, dejó madre y mujer y se largó a la capital. Pasaban días y días y Paco sin volver, y lo que es peor, sin dar noticias suyas.

Ya se comprenderá la indignación de la generala y la aflicción de la bella mal maridada; sentimientos que se exacerbaron con una noticia que llegó a oídos de las dos mujeres: que el viaje a Madrid había sido una farsa, v que Paco estaba oculto en las afueras bebiendo los vientos por una damisela del lugar. Para más escándalo, muchos le habían visto suelto, y la extraña conducta de Paco era la comidilla del vecindario.

Pero la generala no era una mujer vulgar. En vez de alborotarse y de armar cisco a su hijo, diose a pensar en el remedio; y cuando creyó encontrarlo llamó a su hermano, el capitán don Braulio, para que la ayudara a ponerlo en ejecución.

—Tal es el asunto de familia que me lleva a Arenas —me decía don Braulio en el camino—. No sé lo que habrá resuelto mi hermana, aunque supongo lo que querrá de mí. Que busque a Paco, y que, valiéndome del cariño que el chico me tiene, trate de reducirlo; pero lo veo tan difícil como que Mambrú vuelva a la jaula. Mi sobrino habrá catado otra carne fresca por ahí, y hace ascos a la vianda casera que su madre le tiene guardada. Los hombres nos dejamos atrapar tan fácilmente como los pájaros, pero como éstos somos difíciles de guardar.

—¿Habla el escarmentado o el avisado?—me permití preguntar.

—No sé qué diga—respondió Corvalán—; porque si bien me han gustado las mujeres, no me dejé atrapar de ellas, y al paso que vamos difícil será que ninguna me cace.

—¿No le halagaría a usted tener mujer hermosa?

—A los seis meses sería fea para mí y hermosa para los otros.

—En resumen, capitán, que es usted refractario al matrimonio.

—Completamente. ¿No ha visto usted alguna vez la manera como ciertas personas llevan la cuenta de los días que tiene un mes; que cierran el puño y empiezan a contar, a partir del primer cóndilo, Enero, Febrero...y los meses que corresponden a los nudos tienen treinta y uno, y los que corresponden a las honduras treinta? Por este estilo, cuantas veces pienso casarme, abro la mano, y con los cinco dedos me doy una lección de previsión matrimonial. Vea usted cómo—siguió diciendo Corvalán, levantando la diestra con los cinco dedos abiertos y tomándolos sucesivamente con el índice y el pulgar de la otra, a medida que decía—: El pulgar es la mujer; el índice, la ilusión; el medio, por ser el más gordo, el dote; el anular, la luna de miel; el meñique, el hijo. Ahora bien; la mujer queda. La ilusión se va en la primera noche de bodas —y aquí don Braulio doblaba el índice—. El dote se va también por una ú otra causa —aquí torcía el dedo medio—. La luna de miel tiene su menguante, su ocaso —cierre del anular—. El hijo queda también... ¿Qué dedos ve usted en pie?

—El pulgar y el meñique—respondí.

—Pues esto es lo que resta del matrimonio: la mujer y el hijo.

—El nido de la familia, señor don Braulio.

—Sí, pero de cría difícil y costosa, para la que se necesita verdadera abnegación, y como yo no la tengo, de ahí que me contente con la más fácil y menos azarosa cría de los halcones.

Entretanto, nos íbamos acercando a Arenas, cortando por dehesas y pinares que aquí se extienden leguas y leguas. Estos pinos meridionales aparecen en verano tales cuales eran en invierno cuando toda esta tierra yace bajo un sudario de nieve. Lo único que ha cambiado es la canción que el viento arranca de sus ramas —arpas les llama Arolas—y el vaho de la aromática resina quemada por el sol. Algunos de estos árboles son centenarios, porque la civilización no entró todavía aquí, con el fecundo y ruidoso cortejo de sus inventos, a aprovecharse de los dones forestales.

También son las mismas las dehesas de labor o de pasto, nombres con que en la agricultura española se designan aquellos campos que no se quieren o no se pueden cultivar. Todo respira la incuria del que por no necesitar de nada deja las cosas abandonadas, y esta consideración disminuye el encanto poético de unos montes casi vírgenes.

A la salida de uno de esos pinares, pasamos ante una enramada, con su banderita a modo de enseña, donde la mujer de un leñador está al acecho de caminantes ante una mesita con agua, aguardiente y otros licores infernales. Unos muleteros, sentados en los fardos, paladean unas copas, en tanto que las acémilas refrescan el lomo.

En el fondo de la enramada, o, como si dijéramos, en la trastienda del tenderete, se ve una estatua viva de San Roque: un hombre con hábito de estameña, sombrero de anchas alas, el bordón en la mano y un perro a los pies. El fraile, romero o lo que sea, está murmurando una oración, a la que atiende la cantinera desde el mostrador.

En estos altos de la sierra son frecuentes las tormentas, y la buena mujer se hacía rezar una de estas oraciones populares contra el rayo.

Así que el rezador acabó y recibió la limosna en aguardiente, que transvasó a la calabaza, los arrieros le toman por su cuenta, unos en serio, otros en broma, mientras él permanece inmóvil como un oráculo.

—Buen hombre—prorrumpe uno—, va usted a decirme la oración de Santa Polonia para que se me baje esta hinchazón de la cara que me tapa un ojo.

—Se va usted a desacreditar, maestro—replica otro— No se trata de dolor de muelas. Diose de puñadas y ha de guardar la cuarentena.

—No haga usted caso de herejías—añade un tercero, levantándose y yendo al hombre del hábito—¿Puede usted hacer que una mujer para varón?

Quien calla, otorga. El interpelado da la callada por respuesta, y el arriero añade:

—Ahí va lápiz y el papel donde asiento los encargos, para que me escriba la oración, que yo la aprenderé de memoria. Dice mi mujer que no valgo para hacer chicos, y ya estoy con aprensión, porque tres hijos tengo y los tres hembras.

En este punto, don Braulio y yo dejamos la asamblea y seguimos viaje.

—Este farsante—díjome el capitán por el tío del hábito—es un saludador. Ha visto usted que hace a todo, pero su especialidad es curar la mordedura de perro rabioso.

—¿Y un ciudadano tan útil a la república, le dejan vivir a salto de mata? Mal año para Pasteur y su descubrimiento.

—Y que lo diga usted—contestó don Braulio—; como que si viniera a estos pagos cualquiera de sus discípulos a jeringar suero, el jeringado sería él, en la fea acepción de la palabra, porque sobre no hacerle caso, encima le soltarían los perros. En cambio, es creencia popular que el séptimo hijo de una familia nace con una cruz en la lengua, por donde su aliento tiene la virtud de preservar de la rabia. Cierto, y yo lo he visto, que de higos a brevas, nace un niño con esta señal de sangre, como el famoso «Rasgo» o cruz en el hombro derecho de los antiguos reyes de Francia;  pero lo más cierto es que algunos pícaros se tatúan la lengua para engañar a los crédulos. Y están en lo firme; porque la gente del campo, entre la lanceta del médico y el aliento del saludador, opta por lo último. Igual pasa con la vacuna de Jenner; creen que vacunando a los niños de teta, éstos llegan a criar cuernecitos o a balar como terneros. En fin, amigo mío, que están así como los dejó el bendito San Pedro.

—¿Cuál? El de las llaves, Regalado, Celestino, Alcántara...

—Basta— dijo don Braulio, cortándome la palabra—Aquí no hay más Pedro que el de Alcántara. Los demás apenas se llaman Pedro. Mis  compueblanos, enmendando la plana al santoral, llámanle San Pedro de Arenas, porque dicen que si bien nació en Alcántara, también San Antonio nació en Lisboa, y, sin embargo, Padua se lleva la fama. Lo único que han conseguido es imponer el nombre geográfico de Arenas de San Pedro, lo cual es rebajar mucho la medida, porque no es lo mismo dar el pueblo al santo, que el santo al pueblo; pero ello les satisface, a trueque de quitar el saborete extremeño de Alcántara; que hasta en esto se conocen los celos regionales.

—¿Y va usted a comparar el Gran Alcantarino con un miserable santón o curandero?

—Líbreme Dios de este sacrilegio — contestó don Braulio santiguándose—. Quise dar a entender, cuando lo traje a cuento, que a la gente de por aquí aun le dura la miel en los labios de los prodigios que el santo operó, y sigue esperando de lo sobrenatural el remedio a sus enfermedades. ¡Cualquier día vuelve a nacer tan gran milagrero como él! Ya sabrá usted que la flora de Arenas le debe dos maravillas únicas en el reino vegetal: las zarzas sin espinas, del convento de las afueras, y la higuera milagrosa. De vuelta de Roma, el Reformador de los Descalzos vio que sus pobrecitos frailes no tenían brevas en la huerta, y, movido a lástima, plantó su bordón en tierra; el palo reverdeció y se convirtió en higuera, que aun las da maduras.

«En esta sierra, por la que ahora vamos, hubo en tiempos una ermita, cuya dedicación se debe a otro milagro suyo, de los más galanos y poéticos de la Leyenda áurea. Caminaban juntos San Pedro y su lego desde Mombeltrán a Arenas. Sintiéndose cansados, y viendo que la noche se les venía encima, hicieron alto en el camino. Era en invierno y amagaba una nevada. El lego se asiló en el hueco de una peña y el santo se quedó afuera rezando de rodillas. Empezaron a caer copos de nieve; pero él no lo notó, porque ya estaba en éxtasis. ¡Qué tal sería la nevada, que le cubrió enteramente, si bien haciendo como una capilla alrededor de su cuerpo, hasta que el sol del nuevo día clareó el techo, derritió las paredes y San Pedro se echó afuera.

» Pues el día de su entierro, que fue en Arenas, es tradición que las brujas de Gredos enviaron una manga de agua para deslucir la fiesta; pero la procesión siguió andando sin mojarse, viendo llover a una y otra parte. Hasta el viento, que hacía temblar los árboles, tenía precepto de Dios de no atravesar el camino por donde iba la comitiva, ni molestar la llama de los cirios; tanto, que ninguno se apagó, y lo que es más, iba la llama tan quieta como si estuviera ardiendo en un oratorio cerrado.

» Desde entonces el santo y las brujas se hacen guerra abierta; éstas, desde la Laguna de Gredos, mandan nublados de piedra y granizo para destruir las cosechas; quél las conjura y aparta el mal.

»En suma, que San Pedro tiene mucho partido en Arenas, que como usted ve está justificada la devoción de los areneses y no me extrañaría que la generala, como devota suya, tenga encargada una novena al Santo por el logro de su intención.»

Acertó en su pronóstico el capitán, porque, como se supo después, el mismo día que llegábamos a Arenas, se cumplía el pío novenario encargado por la generala al convento.

Los alrededores de la población dan mejor idea de la agricultura de la tierra, porque aquello es un edén: campos de cereales y de yerbas pratenses, huertas y viñedos en profusión y valles cuajados de olivos, moreras y naranjos. Y como ogro de estos vergeles, el Pico de Gredos al norte de la ciudad.

Llegamos cansados, pero ufanos y satisfechos de la jornada. El capitán fue a casa de su hermana y yo a la fonda; pero como habíamos hecho tan buenas migas en el camino, quedamos en vernos y hablarnos a todas horas.

Así fue; porque no habría dos cumplidas, que vino Corvalán a mi alojamiento.

—¿Ha visto usted a la generala?—le pregunté.

—De su casa vengo y de oírle hablar largo y tendido—me contestó—.¡Qué mujer mi hermana! Es todo una generala, una estratega consumada, y usted me dará la razón en oyéndome.

Y aquí don Braulio me contó con todos sus detalles el plan de operaciones que se le había ocurrido a su hermana para la reconquista de Paco.

        —De suerte—acabó por decirme Corvalán—, que necesitando el concurso de muchos, usted me hará el bien de cooperar a la empresa. Con esto, descansa usted y tiene argumento para sus memorias de viaje.

JORNADA DÉCIMA

EL ESPECIALISTA DE MADRIGAL

 

I

EL BÁLSAMO DE LA MECA

A

 

partir de Arenas, el puerto de Gredos sube y sube por espacio de dos leguas; el viajero costea un grupo de montañas, de aspecto feroz, las más áridas y empinadas de ambas Castillas; y salvando dos o tres pueblos más, baja a Madrigal de la Vera, pueblo cacerense.

De Ávila, tierra de santos, venimos a Extremadura, tierra de conquistadores.

Los extremeños, dando a un lado la etimología geográfica de su región, dicen que Extremadura deriva de extrema en todo. En parte tienen razón. a la trágica tristeza de las mesetas castellanas; a la visión alpina de las grandes moles graníticas con su cortina de nieve, corrida en invierno, de un tirón, desde el cenit hasta los valles profundos; sigue, a partir de estas gloriosas alturas, una sucesión de montes y vegas que van a empalmar con el regazo lejano de la Vera de Plasencia.

Al luminoso cielo de Castilla, que da a los campos resecos un reflejo gris plomizo, sucede este cielo de Extremadura, menos deslumbrador, pero de matices más variados. Suben de las vegas vapores acuosos que recorta el viento, y navega el sol por un archipiélago de “rocas aéreas”, como llama el salmista a los cúmulos o borreguillos, hasta el aire que se respira parece otro. Bate estas solanas una atmósfera animada, vital, chispeante; especie de champaña etéreo que embriaga los pulmones.

También los hombres están cambiados. Al castellano, pálido y cenceño, reflexivo y altanero, cuya tranquilidad muscular contrasta con la intensidad febril de su pupila, sucede el extremeño, membrudo y sanguíneo, con mucha dosis de amor propio, pero ágil de carácter, agradable y, a ratos, insinuante.

Esa diferencia de tipos y de poesía de ambas regiones, dan la sensación de dos mundos diversos en el espacio de pocas leguas.

A Madrigal de la Vera llegué una buena tarde, a retaguardia de una tropa arrieril, esperada en el pueblo como agua de Mayo, a causa de venir con cargas de pimentón, artículo indispensable a los extremeños por su afición a los picantes y a los embutidos de cerdo.

Algunos de esos arrieros son ordinarios de los pueblos, que van y vienen de las estaciones inmediatas; los más, son trajinantes riojanos y salmantinos que exploran estas tierras, vendiendo su pimentón como oro molido.

Como quiera que yo venía de Arenas con carta de

recomendación del insigne don Braulio para su primo el médico de Madrigal, preguntando a los arrieros topé con uno que iba con carga consignada a nombre del doctor. Al entrar en el pueblo, emparejé con mi guía, y sin sacudirnos el polvo del camino, paramos ante la casa.

Dio el arriero un aldabonazo; abrió la puerta una moza, y el hombre preguntó si estaba el doctor. Como

la respuesta fuera afirmativa, soltó el arriero el vozarrón y dijo con la mayor naturalidad:

—Pues dile que llegaron las cargas, juntamente con un tío forastero.

No tuvo que molestarse la otra con el recado, porque a este punto bajaba la escalera toda la familia: el médico, su mujer y cinco muchachos, entre niños y niñas.

Sombrero en mano, saludé a los esposos, y preguntando por don Blas Pimentel, que así se llamaba el doctor, le entregué la carta del señor Corvalán.

Don Blas rompió la nema, leyó el papel y, estrechándome la mano, me dijo:

—Trae usted el mejor de los pasaportes, puesto que lo refrenda mi primo Braulio. Sea usted bien venido a esta casa y entre usted a tomar posesión de ella. Antes me permitirá que despache a este hombre.

Referíase al arriero que en la calle estaba al cuidado de las muías cargadas y de mi caballo. En pocas palabras quedaron arreglados. Don Blas dio orden de que entraran los animales, y dejando a su mujer en el zaguán para recibir las cargas, me hizo subir a su despacho.

—¿Qué se hacía en Arenas el gran halconero de Pedro Bernardo?—me preguntó sonriente.

—Cazando, según acostumbra—le respondí—; pero esta vez por cuenta de su hermana la generala, que da quince y raya a don Braulio en la caza de altanería.

Y a continuación referí la caza del palomo Paco por el azor Corvalán, adiestrado por la castellana de Arenas.

—Sí; los dos hermanos son tal para cual—observó el doctor, cuando acabé mi relación—; dos tipos de castellanos viejos de los que quedan pocos, muy señores de su casa y enamoricados de rancias pragmáticas. La generala es un trasunto de esas ricas hembras castellanas que nos sonríen desde las páginas empolvadas de la Historia y desde los cuadros de nuestros grandes retratistas. Pero tampoco se queda atrás Braulio; por su figura y por sus aficiones es un hidalgo del tiempo viaje. «¿Sabe usted a qué debo mi crédito profesional, base de la pequeña fortuna que disfruto? A una antigualla, a una ranciedad quirúrgica con que me vino hace años, ofreciéndose a ser el «anima vilis» del experimento. ¿No se la refirió Braulio?

—No, señor—respondí—; pero tendré mucho gusto en oiría ahora. Diré, sin embargo, que me hizo grandes elogios de usted en todos conceptos.

—Ahí donde vio usted a mi primo—añadió el doctor satisfecho con el cumplido—, ahí donde le vio tan suelto y ágil de miembros, padeció en tiempos de ataques de gota en los pies, enfermedad más conocida con el nombre de podagra. Cansado de probar uno y otro medicamento, la casualidad puso en sus manos un manuscrito de Yuste que, como otros papeles del célebre monasterio, sirvieron para envolver granos y especias cuando el cierre de los conventos por Mendizábal. El tal manuscrito era nada menos que un Diario dé la vida de Carlos V en Yuste, redactado por uno de los padres Jerónimos que fueron compañeros del Emperador. Desgraciadamente, la obra que, a estar completa, hubiera valido un tesoro, tiempo hacía que fue descuartizada y andaba repartida por entregas para usos domésticos.

«Algunos de estos papeles sueltos fueron los que vio mi primo. En ellos, con esa letra itálica tan de moda en el siglo xvi, pródiga en abreviaturas y extremadamente ligada, el buen fraile consignaba al dedillo las efemérides del César en su retiro: los personajes que iban a visitarle, los correos que recibía, sus paseos a caballo o en silla de manos, sus conversaciones en el refectorio y en la huerta, etc.

»Una de las efemérides decía así: «Día 6 de Mayo (I557)- El César recibió a un comendador de Malta recién rescatado de los Baños de Argel. Tuvo con el caballero larga y entretenida plática, y cuando éste se partió, entretuvo el emperador a los frailes con la sabrosa relación de una receta con que curaron de la gota en Argel al comendador. Cuando llegó cautivo y viéronle hinchando y que para nada servía, seis turcazos le atirantaron, y desnudándole los pies se los pusieron en un cepo, dándole en las plantas 400 golpes con una caña muy liviana; lo que fue bastante para que los pies se deshinchasen más de cuatro dedos. En seguida entraba un cirujano, que le

escarificaba toda la parte deshinchada, haciéndole echar la materia y la sangre extravasada con los golpes. En diez veces de administrarle esta receta, el comendador curó de la enfermedad. Los turcos la juzgan infalible para la podagra, y llámanla El Bálsamo de la Meca

»Cuando esto leyó mi primo Braulio, dio un bote de alegría, y tomando el portante para este Madrigal, vínose a mí con la maravillosa receta. La leyó, me preguntó qué tal me parecía, pero yo no aventuré opinión alguna.

La tal receta era una verdadera cura de moro, un medicamento heroico que lo mismo podía sanar al paciente que matarlo. Pero Braulio, que venía resuelto a todo, exigió de mí que se la aplicara, y no hubo más remedio que complacerle haciendo yo de sayón y de cirujano a un tiempo.

El resultado fue maravilloso. En menos días que los turcos curaron al Comendador, curé yo a Braulio, si bien el pobre quedó renqueando unos días.»

—Y después—interrumpí—, ¿cómo no dio usted cuenta a la Academia de Medicina de un tratamiento tan eficaz contra la podagra ?

—¿ Para qué? ¿Para que los académicos se rieran de mí y me llamaran bruto y médico a palos? No, señor; dejé a mi primo que se hiciera vocero y propagandista del nuevo método. A su reclamo fueron acudiendo a mi clínica otros enfermos de podagra y a todos curé a cañazos e incisiones en las plantas de los pies. Resumen: que mi tratamiento empírico de la gota en los pies tiene tanta fama en estas tierras como la hidroterapia del abate Kneipp, y que este pueblo extremeño de Madrigal es la Meca de los gotosos, como el bávaro de Worishofen es la de otros enfermos.

—Muy oportuna es la cita—repuse—; como que a medida que usted hablaba se me acordaba de Kneipp, quien, por cierto, se inspiró también en un tratado del doctor Hahn que cayó en sus manos.

—Ni mi teoría ni la suya—añadió el doctor—están científicamente establecidas. Nos limitamos a ser empíricos con buen sentido. Eso de curarse uno andando descalzo en agua fría o sobre nieve recién caída y sin secarse luego los pies, parece tan disparatado como curar otro a fuerza de flagelaciones y escarificaciones. De ahí, que algunos cofrades vecinos me llamen el doctor Sangredo; pero les dejo que se rían de mi lanceta como yo me río de sus linimentos narcóticos y antigotosos.

En este punto de la conversación, llega a mi olfato un olor penetrante que casi me hace estornudar. Es que la señora médica entraba a dar cuenta del recibo y acomodo de la carga, y, como es natural, venía atufando a pimentón.

Arrimados a la cola, seguían dos arrapiezos, parecidos a dos diablillos rojos, según iban tiznados del polvo de las sacas. Tomó don Blas el recado, de un soplamocos ahuyentó a los mascarones y, abriendo una gaveta, sacó el dinero para pagar al ordinario.

—Ea—me dijo—; véngase conmigo, que verá la casa.

JORNADA ONCENA

EN CUACOS

PARALELO ENTRE CARLOS DE GANTE Y QUIJOTE DE LA MANCHA

T

odo este trayecto es incomparablemente hermoso. Una serie de lozanos valles y de extensas arboledas. Junto a los pinos del norte, el naranjo, el laurel y el granado, y ciñendo estos vergeles, un vasto anfiteatro de montañas con nieves casi eternas.

De pronto, desde un alto del camino, aparece la Vera, rica y pintoresca, cuajada de plantaciones y de caseríos.

Jarandilla es el centro de la Vera y allí está el castillo que habitó Carlos V, mientras acababan el palacete que se hizo fabricar junto a la casa de los frailes de Yuste.

A un tiro de fusil de Jarandilla se pasa un puente, y al poco trecho aparece Cuacos, en cuya jurisdicción está enclavado Yuste.

A Cuacos llegué víspera de San Juan, en la noche, y como es consiguiente, hallé al vecindario entretenido con los preparativos de la verbena, fiesta que celebran los aldeanos con tanta o más alegría que la Noche Buena. Brillaban en los balcones linternas y faroles; algunos portales se exornaban con arcos y guirnaldas de verdura, y erizábanse en las calles más anchas, barricadas de leña y de trastos viejos, cuyo incendio esperaba con impaciencia la gente menuda. Los más traviesos habían prendido fuego a algunas hogueras y hacían auto de fe en Judas, saltando y alborotando como diablillos. Al incendio de las piras se agregaba el estrépito de petardos y cohetes, algunos tan rabones, que serpenteaban a ras del suelo, y el estallido en la lumbre de algún leño verde, pletórico de savia.

Sorteando estos mongibelos, hice rumbo a la hostería, colmada de gente como santuario en día de jubileo.

Sin arredrarme, entré el animal, vi al mozangón de la cuadra, hícele mi escudero a favor de una propineja adelantada, y libre ya de impedimenta, me lancé a la conquista del yantar, porque en las posadas, y más en días de trajín, no basta con decir «aquí estoy yo»; hay que pedir, instar, implorar.

Hacía de comedor un estrado junto al zaguán, siguiendo a igual plano la cocina, cuya acampanada chimenea se destacaba en el fondo como dosel de un trono.

Estaba la hostelera de media anqueta en un taburete, con la espumadera a guisa de cetro, y a su lado, hundido en un sillón de brazos, con el cuerpo feamente doblegado por la cintura, un personaje de flaco rostro y de rugosas manos que sería su marido y señor. Su cara afeitada, su nariz corvina y unos ojillos grises que brillaban como los de un gato, daban al viejo tullido cierto parecido con Luis XI, tal como lo vemos en el teatro.

Para más semejanza, el cuitado suspiraba a cada momento: «¡Ay, Virgen de Guadalupe!», bien así como el de Valois tenía siempre en los labios a Nuestra Señora de Embrun.

Dudando estaba yo a cuál de los dos, si al castellano o a la castellana, diría la embajada de mi estómago, cuando rimbombó en la estancia un vigoroso rebuzno, como trompa de faraute. Yérguese el inválido y mirando

en dirección al zaguán, dice con voz alterada:

— «Vaya un par de pigres. ¡Ni que hubieran llevado a bendecir el agua!»

Eran los interpelados el asno aguador y la moza de cántaro que juntos fueran a por agua al río. Otro rebuzno del animal que olía las huéspedas de la cuadra, subrayó la imprecación del viejo, en tanto que la chica, con ayuda de un arriero galante descargaba los cántaros a pulso. La moza disculpó la tardanza con el gentío que llenaba las calles y con el miedo del burro a las fogatas y a las carretillas.

El viejo, por todo comentario, dijo a su mujer:

—Esta polla está ya en edad de poner huevos y quiere gallo.—Mujer; busca otra más nueva que esté menos picardeada.

Y no dijo más, porque diole un tirón la enfermedad y suspiró quejumbroso:— «¡Ay, Virgen de Guadalupe!

La muchacha se enjugó una lagrimilla con la punta del delantal y fue a sentarse junto al fogón. Entonces hablé a la mesonera y la expuse mis deseos, conviniendo en que se me serviría la cena en el soportal.

Volví a cruzar las antesalas: el comedor ocupado por mozos forasteros libando, y alegrándose con el albarillo de las guitarras, y el patio obstruido por un zaguanete de arrieros, cuál con la vara de avellano, cuál con la fusta de reata.

Afuera, sentados en el soportal, un coro de maestros cantores, con blusa de obrero, entretienen el hambre cantando. Deben de ser de lueñas tierras, porque su habla es exótica. En efecto, son corcheros ampurdaneses de los que bajan periódicamente a Extremadura y Portugal a la limpia de los alcornoques; cantan en la lengua de Ausías March, del divino Ausias, como llama Jorge de Montemayor al Petrarca lemosín. Junto a ellos, porque el porche no da más, otra rueda de bardos, de cuclillas en el solado, hace oír una cantiga en la lengua del Rey Sabio. Son segadores gallegos que, en espera del pote, sacuden la morriña cantando.

El soportal es una grillera; pero como la casa es horno y la calle quemadero, allí me quedo y me siento ante una mesa que está libre, mirando los fuegos artificiales que queman en la plaza. Noto cierto revuelo en mis vecinos, los trovadores provenzales y galaicos, e indago la causa. Era que la ventana que daba a la cocina se transformaba en aparador y en ella aparecía una bien oliente cazuela de arroz. Uno de los catalanes se levanta, la lleva a la mesa y los compañeros completan el servicio tomando platos y cubiertos. Aparece en seguida el pote de los gallegos, y a comer se ha dicho.

A poco rato me toca a mí, si bien para más distinción, es la maritornes la que viene a poner la mesa. Los corcheros mientras comen, parlotean y bromean con esa alegría tan característica de los hijos de Cataluña de que hace mención un canciller de Castilla en el siglo XIII[1]; los segadores mascan taciturnos y acansinados como bueyes rumiando. No estriba esta diferencia de carácter en que aquéllos sean catalanes y éstos sean gallegos, sino en que unos son obreros y otros jornaleros.

El jornalero y el obrero se distinguen desde luego en su aspecto exterior y en su trato: el primero es un hombre humilde y dócil, el segundo es un hombre altivo e independiente. De ahí la supuesta superioridad de los cráneos dolicocéfalos sobre los braquicéfalos, o al contrario, en nuestra Península.

Estas reflexiones me hacía en tanto que saboreaba una espléndida tortilla de jamón, cuando se acerca un hombre y me dice:

—Caballero, voy a comer y no hay otro sitio donde sentarse. ¿Tendría usted inconveniente en que me siente a su mesa?

—Ninguno, amigo—le respondí casi sin mirarle—En la guerra como en la guerra.

El hombre tomó un taburete donde lo encontró y sentose frente a mí. Mirele entonces y le conocí en seguida.

Era Pedro Mingote, el famoso Mingote del “Monte de las Ánimas” de la  de La Adrada, pero más moreno y con la ropa más raída. Iba, sin embargo, muy limpio, y aunque no le hubiera conocido, le juzgara por lo que realmente era: un artista bohemio. También él me conoció, por lo que levantándose y quitándose el sombrero, me estrechó la mano.

—Llega usted a tiempo, Mingote. Cenaremos juntos; yo le convido.

—Juntos cenaremos, sí señor—me respondió—, pero pagando yo el escote de los dos.

—¿Le ha ofendido a usted mi invitación?

— Por el contrarío,  la agradezco. Pero yo quiero corresponder a su agasajo de La Adrada.

—¿Quién se acuerda de aquello?—contesté —. Además, no fui yo el anfitrión, sino el señor Vicente.

—¿Y el rico café con que me brindó usted en aquella mañana? Nada, nada; hoy es mi desquite, ha de saber usted que estoy platudo—añadió placentero, llevándose la mano al bolsillo, del que sacó un puñado de pesetas.

Luego, con acento trágico, declamó:

¡El cielo quiso darme en este día

tras de tanto dolor, tanta alegría!

 

—¿Descubrió usted algún tapado por ahí?—le pregunté.

—No, señor; este dinero lo gané con mi industria, y ahora mismo acabo de cobrarlo. He servido de modelo a un pintor de este pueblo, y el hombre no se portó mal. Diome quince pesetas por dos lecciones... Pero ya se lo explicaré luego. Ahora, comamos.

Y asomándose a la ventana aparador, dio una voz a la criada para que trajera otro servicio. Lo que empezó en comida iba a concluir en banquete. Ante la expectativa del refuerzo culinario, repartí mi ración con Mingote para no estar yo comiendo y él mirando.

Tras esto, anudamos la conversación.

—Explique su aventura pictórica—le dije.

—Pues estuve en Yuste y allí me encontré con un hombre pintando al aire libre. Hablamos un poco; di a entender al pintor quién era yo, le pareció bien mi tipo y propúsome servirle de modelo. Me apresuré a aceptar.

Vinimos a Cuacos, llevome a su casa y el artista me vistió un casco, luego un gorro de corte, después un tabardo, en seguida una cota de armas; más tarde, me obligó a atacarme gregüescos y calzón de punto; sentarme, estirar las piernas como un tenor de ópera que representa Don Carlos o Raúl de los Hugonotes, etc., etc. Y yo, hecho un mascarón, aguantando vela. No me ha pesado; por dos lecciones, a hora por día, hame regalado con quince del ala, como antes dije.

—Señor don Pedro Mingote, ¿qué vulgaridad es está del ala?

—Quise decir de adehala—repuso mordiéndose los labios.

—Muy bien... Y este pintor, ¿es vecino de Cuacos?

—Seguramente, porque aquí tiene casa abierta. Debe de ser una reencarnación del Ticiano, porque no sueña más que en pintar a Carlos V o asuntos con él relacionados. Yo, por ejemplo, le he servido de modelo de Hernán Cortés. Ya sabe usted la entrevista famosa del conquistador de Méjico con el emperador allá en Orán.

 —Bien, hombre—le dije, sin dejar de comer...—¿Qué tal le pareció a usted Yuste? Yo no le he visto aún.

—Pues será mejor que reserve mi opinión—contestó Mingote pinchando una aceituna—, porque así lo verá usted sin prejuicios. Todo espectáculo está dentro del espectador. A Yuste se va por Carlos V, y la impresión que allí se recibe depende de la opinión en que el visitante tenga al César. La habitación de Carlos V a unos se les antoja la celda vacía de un loco; a otros, el santuario de un héroe.

—¿Qué fue para usted el emperador?

—Un hombre entre loco y héroe, un Quijote imperial. Un hombre empeñado en establecer la monarquía universal, que todo lo veía a través de este prisma fantástico. Nació duque de Borgoña, fue rey de España, llegó a  emperador de Alemania, y ni fue valón, ni español, ni tudesco. En poco estuvo que volviera del revés el guante (Gante) en que nació; haciendo el paralelo entre las lenguas que conoció en su tiempo y que poseía, dijo que «el alemán era lengua para hablar con los caballos»[2]. Lo cierto es que cuando Lutero, en la Dieta de Worms, pronunció su discurso en alemán, se lo hicieron repetir en latín, porque al emperador le placía más esta lengua.

«Por lo que se refiere a España, la consideraba como su gallina de los huevos de oro de las Indias. Fue una desgracia que el patrimonio de Isabel la Católica pasara a manos de un nieto pródigo extranjero, que descuidando los propios recursos de España, vivió inflado con la abundancia y esplendor de los tesoros de América. Un ejemplo entre ciento: cuando por vez primera desembarcó en España, en Villaviciosa de Asturias, como le sirvieran, entre otros platos, sardinas fritas que nunca había probado y que le gustaron mucho, prohibió que se las presentaran en lo sucesivo, porque se enteró del poco precio en que se vendían. Cuéntase en cambio de Isabel de Inglaterra, que para estimular la pesca del arenque en su país, se aficionó a este pescado y llegó a prohibir a los ingleses el uso de la carne dos días por semana.

»Fue campeón del Catolicismo, y tuvo preso al Papa, disculpó que colgaran de la horca al obispo Acuña y, aquí en Yuste, llamaba hideputa al pobre fraile que desafinaba en el coro.

»Había en él cierta influencia atávica, cierto desequilibrio mental que fue y sigue siendo el buitre de los Austrias. Sin hablar de su madre, la infeliz doña Juana, a su abuelo paterno Maximiliano que se titulaba rey de Reyes, los italianos le cambiaron el nombre por el Sincuartos, a causa de su avaricia y pobreza; Federico III, padre de éste y bisabuelo de Carlos, murió de una indigestión, después de haberse pasado la vida organizando sociedades de templanza, de las que era presidente. El Emperador, por no ser menos, se empeñó aquí en poner muchos relojes a una misma hora, cuando no había podido arreglar el reloj de su imperio.»

—Esto no pasa de ser una leyenda, como la de los funerales en vida—argüí.

—Lo sé—retrucó Mingote, que aprovechó la interrupción para beberse un vaso de vino—; pero estas leyendas dan la medida del juicio que los contemporáneos del César hicieron de él, tomando a insigne chifladura su retiro a un convento después de pegar fuego a Europa por los cuatro costados. Por menos llamaron loco a Nerón, porque en el incendio de Roma subió a una colina a cantar versos de Homero.

—¿Es este todo el concepto que le merece Carlos V?

—Admiro en él sus deseos de inmortalidad y de gloria, aunque errara en creer que la voluntad consigue todo lo que desea. En lo demás, no fue el fénix de su tiempo, ni mucho menos. Bien es verdad que le tocó vivir en un siglo que daba a puñados los grandes hombres. Fue, sí, un águila que empolló los aguiluchos que habían de escalar el empíreo a más altura que él. Aun así desconoció a algunos de ellos y quiso aniquilarlos. Cuando Carlos V vio por primera vez al Reformador, en aquella Dieta de Worms, al hombre cuya palabra revolvía el imperio, hubo de volverse a uno de sus cortesanos, diciendo con desdén: « Por cierto no será este hombre el que me convierta en hereje.»Más tarde se arrepintió de no haberle quemado vivo. No llegó a comprender el emperador que el movimiento reformista estaba en la Iglesia, en el pueblo, en el siglo.

«Tampoco se enteró de la reconquista católica a que se lanzó la milicia de Loyola. Lea usted si no su conversación en Yuste con San Borja, tal como la refiere el cronista Sandoval.

»Note usted que ni siquiera el siglo en que floreció Carlos V lleva su nombre, sino el de los Médicis, y es porque, al revés de estos príncipes y del gran Papa León X, el emperador no supo adornar la realeza con la serenidad de las Gracias. En lo que también le llevó ventaja su rival Francisco I, el cual, en vísperas de una batalla, oía música, sonetos y cuentos de amor, en tanto que Carlos de Austria velaba repasando las cuentas del rosario.»

—Por último, Mingote, ¿tampoco le impresiona a usted el retiro del César a este rincón del mundo, este vencimiento de sí mismo, que tanto encomian sus panegiristas?

—Déjese, amigo, de vencimientos de sí mismo y de otras frases hechas adobadas por filósofos. La mayor parte de los titulados «héroes de sí mismos», son Diógenes soberbios que pisan la vanidad de los hombres con una vanidad mucho mayor. Carlos V se retiró porque se veía viejo y enfermo, y porque se consideró caballero andante vencido después de la cerdosa aventura de Magdeburgo. Pero se retiró con ostentación. «El que se retira con ostentación—escribe Séneca—convida a todos a que le visiten», convocat turbam. Esto hizo el emperador, y así convirtió Yuste en palacio y Cuacos en arrabal de cortesanos y soldados.

«So pretexto de hacerse eremita, hizo ni más ni menos que un mercader de Flandes que liquida sus negocios y se retira al campo. Al soltarse el regio manto, quedó el hombre al vivo: el flamenco aficionado a la buena mesa, a la cerveza y a las mujeres, aunque éstas no las catara en Yuste. No obstante, para su compaña y cohorte se trajo a este retiro una servidumbre compuesta de cuarenta y cinco personas, de las cuales: cuatro cocineros, un pastelero, dos salseros, dos panaderos, un frutero, un gallinero, un cazador, un tonelero, un cervecero, dos sirvientes de cava, etc., etc.

        »Trájose también la reliquia de uno de sus amoríos: el hijo natural de la Blomberg, que aposentó en Cuacos, haciéndole pasar por cosa del mayordomo Quejada. Por cierto que el tal rapaz—porque era un niño de diez años—, gustaba de merodear en cercado ajeno, lo que le valió una pedrea de los chicos de este pueblo. Fue entonces cuando la voz de la sangre pudo más en el emperador que la razón de Estado, y el niño Jerónimo resultó ser Don Juan de Austria. Aun les dura el susto a la gente de Cuacos, y esto que ha llovido desde entonces; como que el Emperador les amenazó con arrasar el pueblo si no daban cumplida satisfacción del agravio. Lo más chusco es que mientras el viejo león sacudía airado las melenas, el orbe católico le creía un manso cordero postrado al pie de la Cruz, hacienda ejercicios de cristiana paciencia.

»En fin, llegó el último del emperador; se murió. La parte principal voló al cielo, en expresión del Maestro León; quedó en tierra su cuerpo, al que no tuvo por qué pedir perdón del mal trato que le diera, como dicen que hizo el seráfico de Asís en su hora de muerte; y quedó, además, la fama de «héroe de sí mismo», como antes decía usted.

»A buen seguro que Cervantes le tenía presente cuando escribió el irónico epitafio de Don Quijote:

» Yace aquí el hidalgo fuerte,

que a tanto extremo llegó

de valiente, que se advierte

que la muerte no triunfó

de su vida con su muerte.

» Tuvo a todo el mundo en poco;

fue el espantajo y el coco

del mundo, en tal coyuntura

que acreditó su ventura

morir cuerdo, y vivir loco.»


[1] Diego de Campo en el prólogo de su Planeta, elogiando al arzobispo don Rodrigo. (Véase la cita en Milá y Fontanals: Historia de los trovadores.)

[2] «Y que el inglés era lengua para hablar con los pájaros; el francés, con los hombres; el italiano, con las damas, y el castellano, para hablar con Dios.»

JORNADA DUODÉCIMA

II

LA RAZA PARDA

M

i viaje ecuestre termina en Navalcarnero, a cinco leguas de Madrid, en el camino de Extremadura.

Cansado de la monotonía y del polvo de la carretera me detuve en aquel pueblo y al primer chalán que encontré le propuse en venta mi caballo. Ganoso de sacar siquiera lo que me había costado, hice al tratante el elogio del animal; ponderé su nobleza, su resistencia a la fatiga y aun creo que repetí la lección del gitano sobre la bondad de una mula; pero no valieron argumentos; hube de malvender el cuatrago, del que me despedí, como de un compañero, acariciándole y deseándole buena suerte.

Quien la tuvo buena fui yo, encontrándome en la casa de postas con el «Anarquista de Valdeiglesias », o sea el naturalista Scherer. Ambos, al vernos, nos reconocimos en seguida.

—¿ Usted por estos trigos, Scherer?—le dije—. ¿Encontró al fin el desorio de los ventisqueros? ¿Se vengó del sacristán? ¿Vio usted a la partiquina? Y de la reclamación ante el cónsul, ¿qué?

A este chaparrón de preguntas, el tirolés se tapó los oídos y luego fue dándome cumplida respuesta.

—Vamos por orden—contestó—. El endoso que usted me hizo de la Carmencita, fue un presente griego. Madre é hija me recibieron en palmas, pero en menos de tres días se me llevaron una mensualidad universitaria en cenas y regalos. Aligerados los bolsillos, me acordé que era naturalista y fui a ver al cónsul, al que pedí un adelanto sobre mi consignación y enteré del deguisado de los civiles. La reparación fue completa; no ya el gobernador, sino el ministro de Gobernación, diome mil excusas y me proveyó de un pasaporte especial, con instrucciones a los cabos de puesto para que me atendieran y auxiliaran en mis pesquisas. Con esto volví a Valdeiglesias. Comprendiendo que sería perder el tiempo hablar al cura del sacristán, perdoné al chupacirios y me encaminé a Guisando, reconstruyendo la escena tal como me sorprendieron los guardias la vez primera. En efecto, no tardaron éstos en presentarse a pedirme los documentos, a cuyo tiempo tuve la satisfacción de restregarle al cabo por las narices el pasaporte ministerial.—¡Oh transformación!; la pareja me saludó militarmente y manifestó ponerse a mis órdenes.—Di las gracias, pero no quise abusar: me contenté con aceptar un piscolabis con que me obsequiaron en la caseta del puesto. El cabo, sin embargo, quiso congraciarse conmigo y, al efecto, en un rato que picaba el sol y yo estaba descansando, se echó afuera con mi manga de cazar insectos, y me trajo considerable número de éstos. Agradecí el obsequio, pero como eran bichos vulgares, los tiré al suelo, procurándome el gustazo de oír a las mujeres de los guardias dar saltos y chillidos y arremangarse las faldas ante aquella derrama de gusanos y escarabajos.

«Satisfecho con esta pequeña venganza, dejé Guisando y erré muchos días por los altos del Guadarrama en busca de mi desorio; pero como la nieve iba faltando, desistí de mi exploración y no sé cómo he venido a caer a este pueblo de Navalcarnero, del que pienso salir hoy mismo para Madrid en la diligencia.»

—Pues haremos el viaje juntos—díjele al final de su perorata —, si es que hay plaza en el coche.

No solamente había lugar disponible, sí que también sobrante. Con tanta pena del ordinario, como alegría nuestra, Scherer y yo éramos los únicos pasajeros que la diligencia llevaba a Madrid. Así, pues, corrimos la posta holgadamente, y pudimos hablar largo y tendido.

Como antes yo, al desembocar en la Mancha, y como todos los que viniendo de fuera se van acercando a Madrid, el tirolés se lamentaba de la aridez del paisaje.

—¡Oh, la estepa castellana! —decía—. ¡Qué triste, qué árida

—La llanura castellana, señor Scherer—hube de decirle—, aunque parezca una estepa a primera vista, no es absolutamente triste cuando se anda por ella. Es, sí, de paisaje uniforme: una sábana de tierra de pan llevar, hasta una pequeña loma; en la loma, una hendidura, por la que baja un arroyo por entre adelfas, retamas y zarzamoras; el agua, ahondando la cañada pedregosa, erizada de cañas y juncos; en los sécales, el tomillo, el espliego y el romero, bajo cuyas matas se ocultan conejos o perdices, y a las pocas leguas, la montaña pelada o erizada de encinas o carrascos.

—No me convence usted—me respondió Scherer —He viajado mucho; he visto las pampas de Buenos

Aires, los llanos del Chaco y de Mojos, sitios que bien puede decirse tienen la poesía de la extensión. Pero aquí no la veo. Además, la brusca transición del llano a  la montaña y de la montaña al llano, da al agro ibérico un tinte marcadamente gris, que se acentúa más y más, con el otro corte brusco y repentino entre el mundo y la soledad. La aparición de Madrid al extremo de la planicie desierta —porque ni Alcorcón ni Móstoles valen la pena de tenerse en cuenta—, reviste a la capital de un colorido esencialmente pardo.

—Vaya, Scherer, dígalo de una vez; repita aquello de que «Madrid es el pueblo más grande de la Mancha».

— No, por cierto; Madrid es una creación portentosa de la civilización contemporánea, y lo parece más, por el contraste de sus alrededores. Pero esto se ve cuando se está adentro; vista desde afuera, sobre todo entre el polvo de la carretera, la ciudad, repito, se presenta con colorido terroso, y esta impresión de color es la dominante en todos los pueblos de la meseta castellana. Ese tono de color, o porque persiste en la retina o porque es en realidad, me hace llamar a estos llaneros la raza parda.

—Amigo Scherer; paréceme que fuerza usted la nota y generaliza demasiado « pardamente», a mi juicio.

—Pudiera ser; pero no exageraré tanto, cuando ustedes mismos llaman «El Pardo» a las doce leguas de monte donde está emplazado el real sitio de este nombre; lo cual prueba que las espesas arboledas que crecían al pie de Madrid en tiempo que era candidato a capital de la nación, no amenguaron esa impresión de color a que me refiero. Pero lo que justifica mi título de raza parda, entre otras cosas, es la afición de estos llaneros a vestirse de pardo, y, en general, de color obscuro. No se ve entre ellos aquella algarabía de colores en indumentaria que tan agradable hace la perspectiva de los pueblos del norte, del sur o de levante; son pocos los que visten de blanco, o de encarnado o de verde, y los que lo hacen es por moda y no porque les salga de adentro. El negro o el pardusco son los colores favoritos suyos, como lo fueron de los hidalgos de ropilla y manto. De los campesinos no se diga,¿no les llaman ustedes pardillos o pardales por el color de su indumentaria?

—Esto se debe sencillamente, amigo Scherer, no a la afición, sino a que la lana de que se hacen las capas, anguarinas, calzones, etc., de los labriegos castellanos, es parda, por ser éste el color de los borregos de que se saca. Es tela sin teñir, por ser esto en la industria casera, y aun en la industria primitiva, más barato. No han escogido este color; se lo da la materia misma. No es, pues, asunto de psicología, sino de economía.

—Sea—concedió Scherer—; y puesto que habla de psicología, voy a este terreno. No me negará usted la gravedad castellana. Es el orgullo nacional y de ella se hacen lenguas los extranjeros. Los dos rasgos característicos de esta gravedad son el estoicismo y el buen sentido. Los castellanos son estoicos, graves de carácter; son la gente más sobria, más morigerada y más timorata de Europa; no abusan de nada, ni del placer, ni del trabajo, ni del pensamiento. El pardo es el color de la moderación y también del cerebro.

—Amigo mío, esa gravedad, ese estoicismo son circunstanciales; fueron impuestos a rebencazos. Prueba de que hasta el buen sentido nos faltaba, es que nuestros aventureros del siglo xv andaban buscando en La Florida la flor del Buen sentido, una flor fosforescente que irradiaba de noche la luz solar de que estaban impregnadas sus hojas, a manera de rocío.

—Eso se cuenta—repuso Scherer—; pero lo admirable es que cuando lo andabais buscando en América, diose de repente en España como una mimosa en el pantano de la Inquisición. De esta hecha vino la fiebre nacional del Buen sentido: esto es, los españoles os acostumbrasteis a disfrazar ideas y emociones, os volvisteis recelosos y desconfiados... Creo que no se molestará usted con estas manifestaciones.

— Nada de eso, señor Scherer; cada nación carga con su sambenito: los italianos, avaros; los alemanes, soñadores; los franceses, frivolos; los ingleses, excéntricos; los turcos, celosos; los españoles, devotos y además cazurros, según usted. A bien que no le falta razón, porque nuestra sabiduría popular da por el mejor código de sapiencia, «la Gramática parda»; y ahora soy yo el que pardeo.

—Sí, pardeemos—replicó el tirolés alegremente, señalándome la muestra de un parador, que decía: «Al buen pardillo de la tierra», y en el que hizo alto la diligencia para refrescar el tiro.

Bajamos del coche; en una mesa del ándito tomamos un vaso del tinto, acompañado de aceitunas; convidamos al mayoral y al postillón, y a los pocos minutos volvimos a correr la posta y a anudar nuestra conversación. Pero antes que empezáramos a hablar, nuestros compañeros del pescante, animados por las agujetas en vino que les diéramos en el descanso, preludiaron uno de estos aires flamencos, tristes y acansinados, desleídos en ayes y jipíos.

¡Ay!.. ¡Ay!...¡¡¡Ay!!..—salmodiaba el postillón, en tanto que el mayoral hacía restallar la fusta para que las mulas no cambiaran de paso.

—¿Qué le dolerá a este hombre que así se queja?— dijo Scherer.

—No se queja—respondí—; canta, o va a cantar una soleá.

—Ya lo sé—replicó Scherer—; no es la primera vez que oigo estos cantes andaluces, que llevan el nombre cambiado.

—¿Cambiado, dice usted?

—¿Acaso no es un contrasentido llamar andaluz,

nombre que es todo sol y alegría, a un canto triste, cuyo asunto es el llorar, mejor que cantar? He observado que vuestros aires nacionales son, o descompasadamente alegres, o profundamente tristes; de ordinario, melancólicos. Ya sé que el cante flamenco no es el genuinamente español; pero como se ha convertido en motivo de espectáculo público, los «cantaores» y «cantaoras», de los cafés cantantes le han dado patente nacional. En lo demás, la verdadera música española es vaga, melancólica, incolora, «parda», casi moruna. De ahí que Bizet instrumentara su Carmen, ópera tan española, con aires populares argelinos. No hay que atribuir a los gitanos, a los flamencos, el origen de esta melopea española, sino a los árabes, o a sus sucesores, los moros. Los españoles tenéis más levadura árabe de lo que se os imagina.

—Esta es la opinión de los extranjeros, que pueden juzgarnos mejor que nosotros mismos; por mi parte la suscribo.

—Vuestro atavismo moruno es innegable—siguió diciendo Scherer, animado por mi asentimiento—. La

toma de Granada señala una era nueva en el carácter castellano. Llamáis «Reconquista» lo que es precisamente el principio de una gestación nacional, la amalgama de la sangre goda con la árabe. Tal como Grecia se vengó de Roma inoculando a ésta sus vicios, tal los moros se vengaron de los castellanos pasándoles los suyos, y el primero de todos él fanatismo religioso.

—No sé a qué viene esto—argüí—, cuando desde un principio los españoles lucharon por su independencia bajo el lábaro de la Cruz. Caballeros moros y caballeros cristianos luchaban por su fe y por su honor militar.

—Pues yo le mostraré las diferencias que se operaron en la Religión y en la Milicia españolas a partir de la época indicada—contestó Scherer—. Al término de la Reconquista, el brioso temple del español se empleó en sostener categórica y resueltamente el dogma católico: el fervor religioso se convirtió en fanatismo; la natural propagación de la fe, en persecución. A veces coexistían estos elementos y entonces era de ver el contraste de lo novísimo con lo antiguo: Torquemada quemando judíos y Las Casas abogando por los amerindos; Talavera aprendiendo el árabe para hacerse entender de los vencidos granadinos, y Cisneros haciendo auto de fe de los manuscritos arábigos en la plaza de Bibarrambla; los místicos delirando de amor divino, y los inquisidores de cólera.

«El poder eclesiástico de acuerdo con la potestad civil, aplicó la ley marcial a los enemigos del dogma, y el pueblo se aficionó a las expiaciones religiosas. De ahí esa religión espantable, a la española como decimos los extranjeros, que aun perdura en procesiones y romerías, con el espectáculo de penitentes que se flagelan en torno de imágenes patibularias y que arrastran pesadas cruces, como esas que se ven en las cimas de algunos montes o en los patios de muchas casas lugareñas.

—Amigo Scherer—dije—, yo creo que esto no debe referirse a españolería, sino a una religión que es todo dolor y sacrificio.

—Y que los españoles se empeñan en adolorir más todavía—replicó el tirolés—. Vea usted si no la diferencia de pueblo a pueblo, en representar la Pasión, el episodio más trágico del Cristianismo. La Semana Santa de Sevilla, a pesar del lujo de pasos y cofradías, parece una procesión penitencial, debido a los encapuchados que simulan fantasmas, a las saetas de los cantores y a las doloridas imágenes que van en andas. La Semana Santa de Sevilla no es triste del todo; pero la de Toledo, sí. En su Viernes Santo revive la España penitencial, gimiendo bajo el peso de la Cruz y de lúgubres ropones. Pues comparemos estas escenas con la Pasión de Jesucristo, de Oberamengan.

« Oberamengan es un modesto pueblo de Baviera, a seis horas de Munich, donde se representan cada diez años los dolores del Mesías. Como he visto el espectáculo, puedo describirlo. La representación se verifica en un vasto escenario; los espectadores, en número de ocho o diez mil, permanecen a la intemperie durante doce horas largas que aquélla dura, y que sólo se interrumpe para que coma la gente. La Pasión se divide en tres partes principales, que se subdividen a su vez en diez y siete cuadros al vivo. Los trajes son riquísimos y de una exactitud histórica maravillosa. Durante la representación un coro de cantores entona aires de Mendelssohn y otros sinfonistas. El espectáculo, la función, o como quiera llamarse, deja en el alma profunda impresión, pero no ciertamente de congoja; algo por el estilo de lo que se experimenta en el «drama sacro de La Asunción » en Elche, que siendo usted español ya conocerá.[1]

—Esto le probará a usted—contesté —que la religiosidad española no es triste en absoluto.

—Pues a mí me lo parece; porque funciones sacras, como la de Elche, son una excepción en España desde que cesaron de representarse los Autos sacramentales, en tanto que en el extranjero menudean para solaz de almas sencillas y fervorosas. Hasta en una aldea inglesa del Worcesterhire se representan episodios de La Pasión, en los que intervienen unas cincuenta personas, entre niños, adultos y ancianos, haciendo el cura de pueblo el papel de Jesucristo. ¿Cuándo un cura español se prestaría a hacer lo mismo? Entre vosotros, el cura es siempre el «sacerdote», el representante de una casta. Ese eclesiástico cervantino que acrimina a los duques porque dan vaya al hidalgo, al que llama don Tonto, es la personificación del clero nacional. En la época de Cervantes era, además, el delegado teocrático en palacios, consejos y campamentos. A su espalda se veía la sombra del Santo Tribunal; bien así como detrás del delegado de la Convención, proyectaba la suya el Comité de Salud Pública. ¿Cuándo un rey de España se atrevería a decir a un obispo, lo que Luis de Baviera al prelado que le reprendía por sus amores con Lola Montes

Bleibs du mit deiner stola

und lass mir meiner Lola[2]

—¿Olvida usted, señor Scherer, aquellas valientes palabras que el Romancero pone en labios del Cid, encarándose con un prelado:

Llevad vos la capa al coro;

yo el pendón a la frontera

—Esto le demostrará a usted—repuso el tirolés, sin desconcertarse—el cambio operado en el carácter castellano, a que antes me refería. Don Quijote, que a vivir en los tiempos del Cid hubiera envidado al clérigo con iguales palabras, se sulfura, tiembla de ira, pero todo se le va en sutilezas y vana palabrería.

»Con esto vengo al terreno de la milicia. La generosidad y nobleza del antiguo caballero español cede a la rienda invisible de un poder oculto: la teocracia. Es hermoso, es épico el espectáculo de aquellos arzobispos de Toledo que acaudillaban mesnadas contra la morisma, montados en mula y llevando al frente el guión prelacial; como el del otro paladín que clavaba el Ave María a las puertas de Granada; pero es sombría la tragedia de Cajamarca, que se inicia con el ¡blasfemante! del padre Valverde; y la rendición de México, que remata con la quema de Guatimocín, suplicio indigno de los castellanos y del héroe azteca, que si mereció la muerte, pudo hacérsele morir como guerrero, no como un hereje vulgar. Las pavesas de esta hoguera manchan de tizne vuestra epopeya indiana, como el humo de las hogueras de Flandes empaña la gloria militar de vuestro Duque de Hierro.

—¿Es usted también de los que miran las glorias españolas con criterio protestante, al través del prisma ahumado del sectarismo religioso ?

—No por cierto, porque soy también católico. Tanto polvo de grandeza cubre las manchas de vuestra historia, que no es posible no olvidemos faltas y no perdonemos extravíos para reconocer el alma de un gran pueblo; pero visto desde el extranjero, se atisba un no sé qué que hace parpadear el sol de la gloria española. Soy hispanófilo, conozco vuestro Siglo de oro; pues bien, en los grandes escritores y pintores que florecieron en tal tiempo, veo algo indefinible, algo así como un matiz grisáceo que entenebrece sus obras.

—¿Cómo—repuse medio indignado—; grises Garcilaso, Quevedo, Cervantes? ¿Grises Velázquez, Murillo y Zurbarán ? Señor Scherer, repito que abusa usted de la nota parda.

—Diré lo que pienso. En vuestros grandes artistas se adivina la característica del tiempo en que vivieron el sobresalto de ánimo de quien teme persecución o censura. Léanse despacio vuestros clásicos: hipógrifos violentos se disparan en alas de la imaginación, para pararse en seco o tergiversar el curso de sus lucubraciones, como si una mano oculta los sofrenara. Esto donde se ve a vista de ojos, es en los autógrafos venerables conservados en la sección de manuscritos de la Biblioteca Nacional. No hay página sin tachas o enmiendas; el tizón de la censura es la antorcha siniestra que preside el parto de los ingenios españoles y quien les inspira la fórmula aquella entre altanera y quejumbrosa «Con caridad y suficiencia», mediante la cual impetran la aprobación de sus libros.

»Hasta en las obras más desenvueltas, más naturalistas, como se dice ahora, se ve el tira y afloja, las excusas y protestas de quien se siente vigilado y teme. Con este pie forzado, Cervantes escribió su Don Quijote. Por cierto, que es donosa su manera de tocar en este libro el asunto de la expulsión de los moriscos. ¿Recuerda usted la ironía con que reprueba y pide al mismo tiempo la libertad de conciencia?[3]

» Pasajes así abundan en los clásicos españoles, por donde éstos si no resultan tristes de remate, parecen tristones, porque se muestran serenos y resignados.

»Pintura española—siguió diciendo Schcrer, imperturbable como abogado que dice su alegato—. Color preferido de los pintores españoles ha sido el pardo, barniz de los pucheros de la tierra. Para Velázquez era el color de la vida, de la verdad; para Murillo, el de la idealidad, de la unción. Sólo por clasicismo, el último pintó rubia a su Concepción, como El Ticiano a Venus y Rubens a Eva. Hasta el Greco es gris, siquiera sus grises sean azuleantes cárdenos, casi purpúreos. De Zurbarán, de Juan de Juanes, no se diga.

—¿Y Goya, y Fortuny?—interrumpí.

—Estos intentaron colorear con toques alegres la pintura española, pero no consiguieron formar escuela nacional. Ahora mismo, Zuloaga se impone a Sorolla. La impresión de las salas españolas en el Museo del Prado, tal vez porque el tiempo haya atenuado matices más brillantes, es esencialmente gris. Por esto, el cuadro que llama más la atención en la galería de retratos, ¿sabe usted cuál es?: el «Felipe Segundo» de Pantoja, el Rey de la Raza parda...

* * *

Fi...Jí...Ji...—silbó a este punto el ferrocarril de Villa del Prado corriendo por la cañada, paralelamente a nosotros—. Tantos eran los pitidos y tan estridentes, que desconcertaron a Scherer y le hicieron callar. ¿Serían para subrayar la crítica del tirolés, o en señal de protesta contra la nota parda?

 

A I LETTORI L'ARDUA SENTENZA.


[1] He aquí algunos detalles sobre esta extraña fiesta religiosa. Comienza con la alborada, la noche del 13 de Agosto, en los terrados de todas las casas de Elche, comiendo sandías y disparando cohetes, y acaba el día 15 por la tarde, con la coronación de la Virgen en la iglesia parroquial de Santa María, un templo hermoso y espaciosísimo, que en estos días pierde su fisonomía especial y se transforma por completo. En el centro de la cruz latina que representa el plano de la iglesia, se coloca un extenso tablado con más escotillones que el escenario de un teatro en que se representan comedias de magia. El drama religioso que se representa es sencillo y a la vez grandioso, siendo de ver el efecto que produce en el público; que hace de la Iglesia su casa durante cuarenta y ocho horas, que aplaude como en un teatro, que come racimos de rico moscatel y reza; que se arrodilla lleno de humildad y conquista a cachetes un buen sitio; que oye con embeleso las armonías de los ángeles y procura olvidar el calor -bebiendo horchata; que mira a la Virgen postrada en frente de la Cruz pidiendo afanosa la dicha inefable de poder estar junto al hijo querido; el Ángel que desciende del cielo sobre dorada nube para anunciar a María que sus deseos se verán satisfechos y entregarla la bendecida palma; los Apóstoles congregados en torno del cuerpo de la madre de Dios; el entierro; la resurrección gloriosa y la ascensión al cielo entre coro de serafines, armonías de órgano y nubes de incienso.

[2] Guárdate tu estola y déjame mi Lola

 [3] «Fue inspiración divina—hace decir a Ricote—la que movió a su magestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan pocos, que no se podían oponer a los que no loerán, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos adentro de casa. Finalmente con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al nuestro la más terrible que se nos podía dar... Pasé a Italia, llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con mas libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas; cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia». (Parte II, Cap. 54.)

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LIBRO PRIMERO

PROLEGÓMENOS DE VIAJE

LA CASA DE VECINDAD

É

rase un año climatérico, como diría un astrólogo, es decir malo, muy malo para mí, tanto que ni de su fecha quiero acordarme.

Mis únicas fuentes de ingreso eran a la sazón tal cual traducción que me confiaba un editor amigo y una exigua renta proveniente de una casuca allá en Barcelona. Pero al empezar el mes de Junio ambas fuentes se secaron a un tiempo: el editor fuese a un balneario sin dejarme encargo alguno, y mi apoderado tenía orden terminante mía de no enviarme un cuarto a los Madriles. Había pensado irme a América y con los ahorros de dos meses de la renta pagar el embarque.

A pesar de los pesares, no cambié de resolución; mas como era forzoso hacer tiempo y vivir estos dos meses de espera, me preparé a vencer la terrible cuesta de verano, como se dice en términos de farándula. ¿De qué manera? Ni yo mismo lo sabía. Gastada la última peseta, ya lo veríamos. Los débiles y los fuertes emplean la misma fraseología: Mañana lo veremos. La diferencia está en el modo de desatar el nudo de la dificultad.

Los primeros se lastiman los dedos buscándole las vueltas y pierden el tiempo, los segundos lo cortan con la decisión de Alejandro en Gordio.

¿Obraría yo como débil o como héroe? Ni como uno ni como otro. Adiestrado en la lucha de la vida, confiaba que, cuando menos, había de portarme como discreto.

Conocía yo por entonces a Juan, un mozo de cuerda para quien in illo tempore pedí y obtuve una plaza de repartidor de un diario de la noche. Dábanle por esto una pesetilla diaria, y como él se ganaba dos o tres más cargándose las espaldas y era hombre soltero y de buenas costumbres, vivía alegre como un pájaro, en la acera de la calle; tan minúsculo fue el favor y tanto el tiempo transcurrido, que ya ni me acordaba de ello. Pero sí se acordaba Juan, que aún seguía con la prebenda. Por donde me avino, que por haber sembrado un grano al acaso, recogí muy provechoso fruto.

Véase cómo. En ocasión que hube de necesitar un cirineo de confianza, fui a buscar a Juan en su puesto y lo llevé a mi casa para que cargara con un cajón de libros y los vendiera por su cuenta. No sé lo que vería en mi cara al despedirme de mis viejos amigos ; el hombre dio paz a la soga con que se disponía a atar el bulto y, cuadrándose, me dijo:

—Yo no saco esto de aquí.

—Pues si tú no lo haces, lo hará otro —repliqué malhumorado—. Eso me estorba.

Mentía; era que me hacia falta dinero. ¿Qué necesidad tenía de contar mis apuros a quien no podía remediarlos? ¿En qué serviría un faquín a un señorito ?

Esto me decía como tantos otros para quienes los hijos del pueblo son como habitantes de un país inexplorado. Se cree que la nobleza de corazón, la hidalguía de sentimientos, la generosidad, los rasgos, en fin, son patrimonio de una casta, y no es así. Entre los pobres hay la intuición de la ayuda mutua: hoy por ti, mañana por mí. Con los ricos no pega esto; como no conocen las miserias, no las adivinan. Muchas finezas, muchos cumplimientos mutuos ; pero no se les ocurre que el amigo o el pariente que va a verles no haya comido aquel día o le haga falta dinero. Hay que repetirles la fábula indiana con que Gil Blas dio a conocer su pobreza al Duque de Lerma, o escribirles: Suplico, ruego, imploro y demás expresiones molestas y de poco gusto. Beneficio que se hace a costa de muchos memoriales pierde casi todo su valor: quien da presto da dos veces. La causa de que muchos ricos tengan tantos ingratos es porque no saben el arte de obligar. Otra cosa sería si previniesen las necesidades de sus amigos para excusarles el manifestarlas, o, a lo menos, hiciera menor su molestia concediéndoles prontamente lo que piden.

He aquí el bueno de Juan, que sin molestarse por mi salida de tono, replica:

—Esta bien, señorito; cargaré con los libros puesto que usted se empeña. ¿Cuánto es lo menos que pido por ellos ?

—Pues, cuatro duros—contesté.

Acostumbrado a tratos y contratos con libreros de lance, tenía por cierto que cualquiera de ellos daría aquella cantidad sin regatear. ¡Como que los libros valían diez veces más por la calidad y el texto, y yo los daba, como quien dice, a peso de papel. En efecto: en menos de media hora estaba de vuelta Juan con la cuerda al hombro, señal evidente de haber despachado el encargo.

—Traigo cinco duros en vez de cuatro—díjome Juan con aire satisfecho, alargándome cinco hermosos discos.

—Bravo, Juan, eres un grande hombre. Serás mi administrador cuando yo sea rico. Escucha ahora la segunda parte —seguí diciéndole—. Prepárate a llevar mi baúl a la Posada del Peine.

La Posada del Peine es el establecimiento más económico en su clase, el más decente y el mejor servido de Madrid. Por seis reales diarios tiene uno regular habitación y buena cama. Con el dinero de los libros tenía pensado alargar una semana más a costa del estómago y después... el veríamos de marras.

—¿Se ha cansado usted de las patronas?—preguntó Juan como al descuido.

—No, Juan; son ellas las que se han cansado de mí.

—Pues yo conozco una que tiene mucha cuerda y que pudiera convenirle a usted. La mía: precisamente tiene una alcoba disponible. ¡Ea, véngase a vivir conmigo! La casa no es un palacio que digamos, pero, en cambio, por dos realitos diarios tendrá usted cama y ropa limpia.

Tan bien me pareció la proposición que, sin querer saber más, y saliendo, no sé si despidiéndome

o despedido de la casa testigo de esta escena, me eché a la calle con Juan, cargado éste con mi equipaje, dejándome llevar donde él quisiera.

Llegando a la cuesta de San Vicente, se entró resueltamente en un portal y yo tras él. Seguimos el patio, y frente a una puerta abierta, descargó Juan y me hizo pasar adentro.

—Señora Gregoria —dijo mientras se enjugaba el sudor con un pañuelo de hierbas—, le traigo a usted un huésped al que hay que tratar bien. Es persona amiga y además escritor.

La interpelada era una mujer del pueblo que estaba a la sazón pelando patatas, y esto es todo cuanto puedo decir, porque viniendo deslumbrado de la calle, veía las cosas a bulto. La señora Gregoria dejó el cuchillo sobre un tapete de hule y salió al umbral.

—Adelante, adelante —nos dijo—. Bien venido sea. Entra el equipaje, Juan.

De una ojeada vi toda la habitación: una salita de recibo, tres alcobas y la cocina, todo muy pequeño, pero muy aseado. Cuadros baratos, flores de trapo y pitos de verbena en las paredes; las camas con colchas blancas, los vasares empapelados y sendas cortinas que parecían sábanas en la puerta y en la única ventana que daba al patio.

Si bien yo venía consignado a una alcoba, la señora Gregoria diome posesión de todo el cuarto.

 —Porque—acabó diciéndome—, como yo me paso todo el día en la calle y Juan también, usted se quedará por amo de la casa. Ya que es usted escribiente, ahí podrá escribir sin que nadie le moleste.

Y señalaba la mesa de hule con las mondaduras de patata.

—Bien, señora ; nos turnaremos en ella—repuse alegremente, sin tratar de rectificar el dictado escriturario que me atizaba. A bien que de esto se encargó Juan, diciendo:

—Advierto a la señora Gregoria que el señorito es periodista.

Esto de "periodista" lo dijo mi hombre porque habiéndole recomendado al director de un periódico me suponía del oficio. La palabreja era de efecto, porque entre la gente del pueblo, para la que no hay más literatura que las hojas volanderas, periodista es la síntesis del hombre de letras; pero en la señora Gregoria el efecto fue mayor por lo que se verá.

—¡Hola! ¿Con que escribe usted en los papeles?—exclamó—, pues entonces somos compañeros de gremio, porque usted los escribe y yo los voceo.

Y a continuación hízome saber de cómo se ganaba la vida vendiendo periódicos en un puesto al aire libre, junto a la verja de la estación del Norte.

—Lo dicho dicho—acabó diciendo—; esta será su mesa de escribir, y ya vera qué bonita queda en cuanto haya limpiado el hule.

Y no hubo más, sino que la buena mujer me enseñó la alcoba, ayudó a Juan a poner mi baúl al pie de la cama, puso agua en la jofaina de un palanganero de hierro por si quería lavarme, mueble que con una percha y una silla, amén de la cama, llenaban el dormitorio; quitó las patatas de la mesa, fregó el hule y fuese.

Al quedarme solo quise pagar a Juan sus dos viajes, pero no quiso cobrarse.

—No corre prisa, ya lo arreglaremos—dijo—Tocante a la señora Gregoria tampoco hay que apurarse, no es de las patronas que ponen el puñal en el pecho. Lo mismo da que la pague usted por días, por semanas o por quincenas, y si no, de mes a mes vencido. Lo principal es que usted se acostumbre a esta pobreza. Y hasta la noche, que ahora voy a aprovechar la tarde.

De este modo di con mis huesos en una casa de vecindad del paseo de San Vicente. "¡La cuestión era acostumbrarse!", había dicho Juan. Por lo pronto me pareció estar en el fondo de un pozo. Veía resbalar la luz de lo alto por el cubo del patio, y oía el rumor apagado de una colmena humana. Salí a la puerta y levanté los ojos.

La casa donde me asilo tiene cuatro pisos interiores que dan al patio. Cierran los dos frentes una escalera de caracol y la pared medianera con sendos retretes al fondo. A entrambos lados los corredores con cuatro cuartos a derecha e izquierda, amén de los otros ocho a ras del patio. Total: cuarenta. Contando por todo lo alto pudierais pensar que allí viven ochenta, cien personas. ¡Error y horror! Allí se hacina doble gente. A la codicia del casero se añade la de los arrendatarios. Cada uno de éstos trata de sacar de balde el alquiler, hipotecando su comodidad, el sosiego doméstico y el poco aire respirable de la habitación mediante el sistema de realquilar.

Esto de realquilar era corriente en las grandes urbes a causa de la carestía de las habitaciones, a lo que se fue ocurriendo con la construcción de barriadas para obreros ; pero en Madrid no se preocupan de estas cosas, antes por el contrario, tienen por típico, por muy madrileño, esos conventillos, colonias, casas de vecindad o "casas

de tócame Roque", clase de viviendas muy pintoresca para vista en revistas y zarzuelas, pero asquerosa y molesta para vivirla.

Media hora hace que estoy en mi chiribitil y me siento mareado. Como es a principios de verano y hay que tener abiertas puerta y ventana de la estrecha habitación, se oye, se ve y se huele todo: la charla de las comadres, el mal humor de los hombres, los gritos de los párvulos, el cornetín del murguista que ensaya, el batir de los almireces y a renglón seguido el tufillo de los retretes comunales, vale decir, de uno para cada piso; el vaho cuartelero de los barridos, de la ropa húmeda puesta a secar en las galerías y el de los míseros condimentos. ¡Al diablo los falansterios socialistas si han de ser entre gente sin educación y sin limpieza!

Gran ventilador de estas colmenas es el trabajo. Esto digo, porque por él la gente joven se releva en casa. Los hombres son oficiales de taller, empleados de ferrocarril o de tranvías, ordenanzas o albañiles; las mujeres, verduleras, asistentas, lavanderas, peinadoras o modistillas. Unos y otros entran y salen a sus horas de los cuartos, como abejas de sus celdas, y basta la noche en que, como abejas también, duermen arracimadas en la colmena.

Que era lo que sucedía en mi alojamiento. La señora Gregoria a sus papeles, Juan a sus faenas y... yo de paseo; de suerte que así no se viciaba el aire de la habitación, sino es de noche en que, además, por estar tan apretujadas las alcobas, podíamos los tres durmientes oír la respiración de cada cual.

La verdad es que uno se acostumbra a todo y que se juzga de las cosas según a uno le va. La prevención, la repugnancia que a veces tenemos desaparecen viendo aquéllas de cerca o conociéndolas.

A los pocos días fuime acostumbrando a aquella especie de vivac, y hasta creí atisbar no pocas escenas dignas de Ramón de la Cruz y de Ricardo de la Vega, que si no traslado al papel es por no sentirme capaz para tamaña empresa.

A todo esto, ocioso y sin dinero, había tomado asco a Madrid. Aprovechando la buena estación y la vecindad de mi albergue con las afueras de la población, encaminaba mis pasos ribera del Manzanares o por la Florida y la Moncloa. Al ponerse el sol daba una vuelta a casa para quitarme el polvo, y luego a rondar por los jardines de Ferraz y plaza de Oriente hasta la hora en que se cerraban los portales. Todas las tardes hallaba a Juan de facción en su esquina, o bien salía a mi encuentro si yo iba por la otra acera, y todas las tardes, invariablemente, me proponía una novedad bucólica.

—Oiga usted, señorito (este era el tratamiento que casi siempre me daba), oiga usted —díjome la primera vez—;supongo que no le importara comer en una taberna.(¡Cuando yo estaba abonado a ellas al piri y a las judías!) Lo digo, porque en esta que ahí ve (señalando una de tantas que pueblan el paseo) sirven un pote, pero de primera. Quisiera que lo probara usted.

—Pero, hombre...

—Nada, nada—replicaba sin dejarme decir—. Le emplazo para las ocho en punto, porque a las nueve empiezo el reparto.

Al otro día resultaba que en la misma o en otra casa de comidas servían una paella a la valenciana; al otro, que era de probar un bacalao a la vizcaína; al siguiente, que no había más remedio que hincarle el diente a un conejo estofado con judías. Y así el resto de la semana. ¡Vaya por Juan! Yo que le tenía por el prototipo de la templanza y del ahorro y ahora resultaba que era un gastrónomo abonado a todos los platos del día de la Cuesta de San Vicente. El gasto que hacíamos no pasaba de una peseta por barba, incluyendo el pan y el vino, y Juan se oponía siempre a que yo pagara mi escote. Para cohonestar su liberalidad quiso hacerme creer que le había tocado la lotería.

—Puede usted creerlo—me dice—; desde que se vino a nuestra casa, allí ha entrado la buena suerte. La señora Gregoria vende más papeles que nunca, yo hago más viajes que quiero y por contera un décimo premiado.

Yo fingía creerle. Tal era la delicadeza y tanta la buena voluntad con que se me brindaba, que yo aceptaba sus ágapes sin ruborizarme de ser parásito de un hijo del trabajo. Me acordaba de Camoens y de su fiel Antonio. Mucho era lo que por mí hacía el buen Juan, pero me faltaba saber algo más. Una tarde en que yo, a la hora de costumbre, volvía de vagamundear, encontré a la señora Gregoria haciendo sus camas. Debajo de la de Juan vi un bulto que reconocí en seguida, el cajón de mis libros. Este descubrimiento, no hecho antes por mí, porque lo

velaba la colcha, me conmovió. Juan no quiso que yo me desprendiese de mis libros, y simulando la venta habíame dado de su dinero más de lo que yo pedía por ellos. Mas como no podía restituirle las veinticinco pesetas, no le dije nada.

Aquella noche no dormí, pensando cómo zafarme de la generosa tutela de aquel hombre. Era imposible seguir así; había bastante con una semana y, además, el dinero de los libros se iba acabando. Un articulejo que había llevado a una Revista me lo publicarían sabe Dios cuándo, y hasta entonces no había que pensar en cobrarlo. Cerradas todas las puertas no me quedaba sino llamar a la de mi administrador y, revocando mi propósito, pedirle un puñado de duros a cuenta de la renta, ¡Adiós embarque; adiós América! Yo me conocía bien y sabía que descabalando una parte de lo que destinaba para el viaje, arramblaría con todo y se frustraban mis planes aventureros. ¡No había más remedio!  Nobleza obliga, y sobre todo, ¿ qué pensaría de mí la señora Gregoria, que sin duda estaba enterada de todo? Vergüenza me es decirlo; pero esta consideración, más que el desquite de Juan me botó de la cama al salir el sol. Iría a Telégrafos y pondría un parte a Barcelona, dando un arañazo a la poca renta.

En la Puerta del Sol me topé con un académico madrugador y, por de contado, amigo mío.

—Oiga—me dijo—, lo necesito a usted. Sé que lee bien la escritura antigua y que se dedica a esta clase de trabajos. ¿Quiere trasladarme en letra clara y corriente un pequeño códice manuscrito que he de dar a la imprenta? Le daré diez duros por la copia.

Híceme el remolón, y el académico pujó cinco duros más; serían quince duretes. Poco más pensaba

sacar de Barcelona. Ante mi afirmativa, diome el académico la signatura del manuscrito, y con esto mudé de plan.

Lo que había de gastar en el sello de telégrafos lo gasté en cuartillas y fuime a la Biblioteca, dispuesto a empezar aquel mismo día la tarea.

El establecimiento estaba abierto de diez a dos de la tarde, y durante una semana, pasé las cuatro horas clavado a un sillón de la Sala de manuscritos, traduciendo el Códice. Digo traducir, porque no es otra cosa el traslado de uno de esos manuscritos del siglo XV, escritos con letra apretada, menuda y enredada con rasgos y ligación de unos caracteres con otros, lo que hace hoy bien difícil su lección. Los copistas de entonces escribían líneas enteras en una encadenada algarabía, sin levantar la pluma del papel. Con pocas palabras llenaban una llana y con poco trabajo crecía mucho lo escrito. En cambio, ahora es labor de benedictino desenredar esos garabatos, y por esto se paga ien a quien sabe hacerlo.

En esta infarme letra procesada, estaba, pues, escrito mi códice ; pero como yo tengo maña para leerla, en cosa de una semana terminé la copia. Presentela al académico, le pareció bien y me pagó el precio estipulado, en billetes y moneda suelta. Salí de donde el académico con el corazón henchido y los bolsillos repletos.

Camino de casa iba paloteando con los dedos, duros y pesetas, a derecha e izquierda.

—¿ Quién dijo miedo?—parecían decirme, en el trayecto—. ¡Gózate en nosotros ! Carpe diem. —¡Silencio!, diablillos tentadores!, les dije, apretándoles con los puños. Haréis lo que yo os mande; ya veréis lo que yo hago con vosotros.

Llegado al Paseo de San Vicente, hallé como de costumbre a Juan en su esquina.

—Señorito—díjome—, hoy como sábado, tenemos calamares en su tinta, por plato del día.

—Amigo Juan—contesté—. Para plato del día el que yo voy a darte ahora. Toma este billetejo de cinco duros.

—¿Qué me da usted?—dijo asombrado retirando la mano.

—El rescate de mis libros.—¡Ah, Juan! ¿crees que no lo sé todo?

—¿Quién se lo ha dicho a usted?—respondió medio confuso.

—Ellos, asomándose por debajo de la cama.

—La culpa la tiene la señora Gregoria en no estirar la colcha como yo le tenía advertido.

—A propósito de nuestra patrona—, ¿qué tal cocina? Lo pregunto porque pienso encargarla un festín para los tres.

—No se meta usted en gastos, señorito; le agradecemos su buena voluntad.

—Nada, hoy me toca a mí; en cuanto acabes el reparto de la noche, te esperamos con la mesa puesta.

Llegué a casa, vi a la señora Gregoria y dila un duro con que nos aderezara una buena cena. Llegada la hora vi que la buena mujer había hecho prodigios con las cinco pesetas. Dionos tortilla de jamón y solomillo, aceitunas y buen vino de Valdepeñas. A los postres, propuse un brindis al académico. La señora Gregoria, que no sabía de estas cosas, preguntó qué era un académico.

—Señora —contesté—, académico es un mirlo blanco: un señor que da quince duros por la copia de un Códice.

—¿Y qué es un Códice ? —volvió a preguntar la mujer.

—Un Códice, señora Gregoria, es un surtido de jamones y chuletas empapeladas que en los estantes de los archivos dejaron los copistas antiguos a los copistas modernos.

Acabó la cena yéndonos los tres a tomar café ante unas mesas al aire libre de un establecimiento vecino. Después, cada uno a su camita.

II

LA INICIACIÓN

A

 

l acostarme, traté de consultar con la almohada lo que haría con los nueve mermados duros que me quedaban, pero no pudo ser, porque la buena digestión hízome dormir de un tirón toda la noche. ¡Oh tragaderas del pobre!; ¡oh elasticidad del estómago abstinente!; ¡oh, preciado desquite! Ved tres seres atenidos a un parvo condumio diario, que en una hora han comido por una semana, y lo que es más, duermen con digestión beatífica...

Al levantarme reanudé mis paseos matinales a la Moncloa y al Pardo. No se comprende cómo tantos madrileños fastidiados del dinero y de los placeres no acuden a diario a estos parajes. En esos montes los prados están floridos y espléndidos como en  Andalucía; en invierno, las enormes masas de nieve que cubren los picos del Guadarrama, dan al paisaje un carácter alpino, bello y sorprendente. Aquí y acullá y a cada momento, os recrea tan pronto una llanura, tan pronto una colina; ora un boscaje, ora un salto de agua; bien un horizonte velazqueño, bien la lejana silueta de Madrid; delectaciones y voluptuosidades más íntimas y de más valía que cuantas se proporcionan los paseantes en corte.

En estos parajes solitarios gózase, sobre todo, de lo más espléndido que tiene Madrid ; la visión de un cielo azul intenso, inmaculado, que parece convidar a volar por él.

—¡Ah, si pudiera hacerlo—pensaba yo en este día, sentado en un pinar—! ¡Con qué gusto dejaría este Madrid de mis pecados! Y repetía in mente aquellos versos del catalán Bartrina:

Yo quisiera hacer un viaje,

rápidamente, de un vuelo,

como las aves del cielo,

sin billete ni equipaje.

—Será porque no quieres —me chillaba, con voz delgada y turbulenta, como de mujer anciana, una

agorera picaza atalayada en una rama.

—¡ Cámpatela como nosotros —me decían los gorriones—, hurgando en los restos de las meriendas

campestres!

—Aprende de nosotras —chirriaban las cigarras—; vivimos al día y no nos va mal con el buen tiempo.

—¿Por que te acongojas? —parecían hablarme las florecillas entre la hierba— ; mira cómo gallardeamos; ni aun Salomón con toda su gloria, fue vestido como una de nosotras, eso que no trabajamos ni hilamos.

—¡Ea!, levántate y mira lo que te conviene—me soplaba al oído un gnomo invisible, huésped del nemoroso pinar.

Saturado de estas filosofías, tomé la vuelta de la ciudad con un plan resuelto. Sí, me lanzaría al campo, a vivir como los pájaros y las flores. Grande es Dios, fértil el verano, ancha es España. Treinta o cincuenta pesetas son una semana de agonía en Madrid, pero son otros tantos días de despreocupación y de abandono en el campo. Muchos son los inconvenientes del vagamundo. No importa, el peregrino los afrontara con resignación, con valor reflexivo. Se armara de filosofía, de buen humor, sobre todo, para soportar alegremente las chanzas de éste, las impertinencias de aquél, y otras cosas peores, como el hambre, la sed, el calor y el cansancio del camino. El peregrino tendrá necesidad de fatigar piernas y pulmones, siguiendo sendas tortuosas, saltando zarzas y arroyos, subiendo montes y altozanos, pero también descansara en mullidos prados, en umbrosos bosquecillos, en frescas majadas, mirando los trabajos agrícolas o entretenido con animadas pláticas; y al fin de la jornada habrá visto muchas cosas nuevas. Así que vi a Juan le enteré de mi propósito de ir a pie a Barcelona.

 —¿Se ha vuelto loco el señorito?—me dijo—; eso no es para usted. Se quedara a mitad del camino.

—Lo veremos, Juan —repliqué—; tengo salud y buenas piernas para ello.

—¡Ea, señorito, no nos abandone; no desespere usted! No faltara otro mirlo blanco que se ponga a tiro, y, sobre todo, ¿no me tiene usted a mí?

—Gracias, Juan; no me arguyas, porque es cosa resuelta. Al primer golfo que encuentres le preguntas qué se necesita para andar por los caminos.

Me refería a los trámites para poder cobrar en los pueblos la ración de etapa que se da a los caminantes pobres, pues ya se me alcanzaba que con las pesetas que poseía no podía llegar a Barcelona.

—Me informaré —respondió Juan. Horas después volví a encontrarle y diome su embajada.

—Por ahí andará uno que tengo citado, para que le informe de lo que desea. Es un hombre que ha dado la vuelta a España, a pie, muchas veces. Es conocido mío, y da la casualidad que esta en vísperas de marcha.

En efecto: a los pocos pasos que dimos por la acera, vimos en una taberna al individuo a que se refería Juan. Era un hombre alto y robusto, de tez curtida como de gañán o de segador. Vestía limpio traje de hombre de pueblo con ancho sombrero de fieltro. Era un tipo vulgar, pero simpático a primera vista. Juan hizo las presentaciones, nos dejó solos y los dos hombres tuvimos esta conversación ante la mesa de una taberna, mientras paladeábamos dos medios chicos de vino.

—Dijome Juan —empezó hablando él— que quiere usted informarse de las ayudas de una caravana a pie. Ello se reduce a bien poca cosa: sacar la carta de socorro aquí en Madrid.

—¿Y esto qué es?

—Pues un volante que dan en el Gobierno civil a la presentación de un papel sellado de diez, céntimos y la cédula, solicitando ayuda de viaje para trasladarse de un punto a otro. Yo tengo dos a falta de uno, vea usted la muestra.

Y me alargó un papel con el sello del Gobierno, por el que el Gobernador civil recomendaba a los alcaldes de los pueblos del tránsito que ayudasen, con ración de etapa al portador del documento.

—Bien —dije, devolviéndoselos—, pero supongo que no los cobrara usted a un tiempo.

—Sí los cobro, porque nunca falta algún vago indocumentado que se allane a llamarse otro nombre, con tal de cobrar el socorro y venir a la parte. Pero no le aconsejo que saque ese documento, a lo menos en Madrid, porque es papel mojado en todos los pueblos de la provincia. Son tantos y tantos los pobres caminantes, que los Ayuntamientos del tránsito agotan los fondos de socorro a los pocos meses; cuanto más, sirve de pasaporte de camino cuando la pareja pide los papeles.

—¿Qué remedio les queda entonces a los pobrecitos vagos ? —pregunté.

—Comer hierba o perder la vergüenza —respondió el otro— ;robar o pedir limosna.

—¿Cómo, sabiendo todo esto, escoge usted a Madrid por punto de partida de sus correrías? Porque, según tengo entendido, es usted incansable peregrino.

—Lo soy, y lo seré hasta que las piernas digan bastante—repuso con pena el interpelado—Casi, casi, es mi oficio, y crea que no me va mal con él.

         —Entonces, ¿qué teclas toca usted en sus andanzas?

—Usted lo verá. ¿Cuándo piensa echar el pecho afuera? A mí lo mismo me da hoy que mañana. Saldremos juntos, quiero iniciarle en la vida de los caminos.

Después de hablar algo acerca del itinerario, convinimos en que la partida seria al otro día, temprano. Pagué otros dos medios chicos, y nos separamos. A la noche volvimos a comer juntos la señora Gregoria, Juan y yo, pero esta vez un humilde estofado, y con menos alegría los tres. Era como la Cena pascual que yo les daba antes que padeciese. Al acostarme metí todas mis cosas en el baúl, y encargando su custodia, así como el cajón de los libros a Juan, dejé preparados en la percha un traje de batalla  y el morral con una muda de ropa blanca, que era todo mi equipaje de peregrino.

De madrugada vino a buscarme el compañero de viaje. Me vestí; me despedí de Juan y de la señora Gregoria, y terciando una manta y empuñando una cayada, me eché resueltamente afuera.

 

LIBRO SEGUNDO

POR ESOS TRIGOS

I

LA PRIMERA ESTACIÓN

M

i compañero vestía como cuando le conocí; pero ahora cargaba a la espalda un abultado petate atravesado por un grueso palo. A buen andar cruzamos Madrid, y en menos de una hora llegamos al Puente de Toledo. Lucía el sol, soplaba el viento con poca fuerza y la temperatura era suave, como del mes de Junio. El pobre Manzanares empezaba a vestir de verano sus éticas riberas. ¿Quién diría que sus orillas estuvieron pobladas tiempos atrás de frondosas alamedas, amenos sotos y praderas, plácidas huertas y misteriosos retiros donde el alegre pueblo de la villa celebraba romerías, verbenas y fiestas nocturnas, a las que acudían en tropel desde el último vasallo hasta el mismo Monarca, acompañado de los más encopetados señores y de las más hermosas damas de su corte en lujosas carrozas?

De todos estos primorosos encantos de la vega del exhausto Manzanares apenas queda algún ligero vestigio; dos o tres ermitas, el soto de Migas-Calientes, hoy vivero municipal, la Florida, la Fuente de la Teja, y hacia este lado, la Pradera del Corregidor.

El contraste entre una ciudad y sus aledaños se dulcifica mucho andando a pie. El tren os lleva rápido de la estepa a la urbe; del último villorrio a la gran ciudad; las piernas permiten a la vista gradaciones, matices de perspectiva: de la carretera a la calle, de las casas lugareñas a las quintas, de las fábricas a los palacios. Y a la inversa. De esta suerte se atenúa, se difumina y desaparece ante mis ojos la visión de la capital de España.

Vamos a Getafe. El camino se despliega al través de un ancho sequeral, sin más relieves que un cerro aislado a lo lejos, el de los Ángeles, el ombligo de España—así llamado enfáticamente, porque se le considera el centro geográfico de la Península—y una pequeña colina donde se levanta Villaverde, nombre que es una lástima aplicarlo a un caserío, cuya campiña esta mermada y esquilmada por líneas de ferrocarril, carreteras, caminos vecinales, caleras y tejares, sin un árbol que los sombree.

Los tejares son la obsesión de estos orilleros de Madrid. Una noria y un montón de greda les entretiene, y aun muchos los prefieren a los afanes agrícolas; eso que la tierra de estos campos es apta para la labranza, como ninguna, tierra gredosa, melosa, como ellos dicen, que embebe el agua y desafía los solazos.

Como no nos apremia el tiempo y el sol empieza a estar alto, mi compañero propone desviarnos a mano izquierda hacia un sotillo del Manzanares, río que por allí no lejos se desliza hasta su encuentro con el Jarama. A campo traviesa llegamos a la ribera y nos sentamos al pie de un sauce. El calor y el cansancio emperezaron mi cuerpo y me dormí.

Cuando recordé, hube de frotarme los ojos, porque creí estar soñando: a mi vera estaba un bendito fraile, pero conocí en seguida era mi  compañero de viaje.

         —Es la primera sorpresa —dijo riéndose—. Míreme usted —añadió levantándose—, ¿verdad que estoy bien caracterizado?

Realmente parecía un lego capuchino, de estameña, frondosa barba y cabello intenso.

—Le explicaré el porqué de mi transformación—repuso, volviendo a sentarse junto a mí—. Usted se ha vestido de obrero para emprender sus andanzas; ahora va limpio y bien calzado, pero a las pocas jornadas parecerá un mendigo. Le ladrarán los perros y las mujeres le cerrarán las puertas.

—No pienso pedir limosna, compañero —repliqué picado de estas palabras.

—No lo dije por tanto —opuso él—; bien se ve que es usted un lindo D. Diego, pero con la hidalguía a cuestas no hará usted camino. El poco dinero que lleve se lo comerán en ventas y posadas, y aun le será causa de no pocos sobresaltos. Hay que industriarse para viajar de gorra, y esto hago yo.

—También pienso industriarme yo, cuando se me acabe el dinero; espigaré, aventaré en las eras, ayudaré en las vendimias...

—Esto es fácil de decir, pero no de hacer. Estorbará usted más que ayudará, y será el hazme reír de los gañanes. Camarada —siguió diciendo mi interlocutor cambiando de tono—, yo te iniciaré en la vida vagamunda; eres un ciego caminante y yo seré tu lazarillo hasta Ocaña, pues voy a la Cruz de Caravaca, en la provincia de Murcia. A fuer de romero visito todos los santuarios célebres de España, y este año toca el turno a este lado. Desde Ocaña puedes seguir a Valencia o adonde quieras. Y puesto que te has arrimado al hermano Pedro, que tal me hago llamar y así has de llamarme en adelante, el hermano Pedro te convida ahora a almorzar.

No venía mal un piscolabis a aquella hora y en tan alegre paraje, por lo que yo me refocilaba de antemano con lo que sacaría de las alforjas mi acompañante, pero no fue así, sino que levantándose y cruzando a la espalda el hato, que yo creía despensa de nuestro almuerzo, me dijo:

—Sigue y verás.

Salimos del soto, cruzamos rastrojos y olivares y en esto oímos el toque de Ángelus, del mediodía. Miré a todos lados y no vi dónde estuviera la campana.

—¿Oíste?—me dijo el hermano Pedro, que así le llamaré en lo sucesivo—, es el toque de nuestro almuerzo.

Apretamos el paso y al término de un olivar descubrí un caserón, que por granja diputara a no ser por un pequeño campanario terminado en cruz.

—Es la Trapa de Val de San José —dijo el compañero, adelantándose a mi interrogación.

Entonces me di cuenta del por qué de los olivares, de las bien cuidadas vegas, alegres campos y viñedos de aquella zona, tan diferente de los sequerales comarcanos. Los Trapenses, en pleno siglo XX enseñaban a los madrileños cómo se funda una colonia agrícola a las puertas de la capital y en sitio que otros diputan por baldíos y de poco provecho.

En una plazoleta frente a la puerta del cenobio vi un grupo de gente pobre esperando la sopa. Cuando nos vieron acercar nos miraron con la ojeriza de perros que ven disputarse su comida.

—Anda atando cabos—díjome mi lazarillo—; si tú no fueras conmigo tendrías que formar en la rueda de estos infelices y esperar turno para comer. No harás tal y aún comerás mejor que dios. Siéntate aparte y déjame hacer. Espérame.

Así lo hice, desviándome a poca distancia, al pie de un árbol, en tanto que el hermano Pedro se sentaba en un peldaño de la puerta. Al rato ésta se abrió y aparecieron dos legos asiendo de una marmita colimada de humeante rancho. Otro donado venía con un saco de pan.

Uno de los legos se santiguó y empezó un Padrenuestro en alta voz. Los pobres, puestos de pie, acabaron a coro la plegaria, y en seguida empezó el reparto de la menestra.

Pero como pudiera suceder, y así era, que alguien estuviera falto de plato o de cuchara, los legos dejaron la marmita en el suelo y se retiraron. Al llegar a la puerta tropezaron con el hermano Pedro. Mi hombre estaba descubierto, rezando fervorosamente y besando, a cada amén, un Cristo que del cordón del hábito colgaba. —Benedicamus Domino—oí que decía a los legos, viendo que se iban. —Deo gratias—contestó uno de ellos—. Entre usted, hermano.

Y la puerta se cerró tras los cuatro.

Entre tanto me distraje viendo comer a los pobres, muy extrañados de que no metiera baza con ellos. Eran como una docena entre hombres, mujeres y niños. Aquellos que se trajeron escudilla y cubierto

comían plácidamente. A la legua se conocía que era gente de los alrededores, abonada a la sopa de los Trapenses. Los demás, caídos al acaso o por primera vez, golfos madrileños por la pinta, estaban sentados en cuclillas alrededor de la marmita, y con una cuchara hecha con la corteza del pan, arrebañaban por turno. Quedaron todos ahítos y aún sobró comida.

A la media hora volvió a salir uno de los legos.

—Hermano Luis—dijo una voz—. ¿no compra hoy pájaros?

—¿Cuántos traes?—respondió el lego.

—Mírelos usted—dijo un golfillo mostrando una pajarera  cuatro pardales muy lindos.

—Bien, te daré un requesón por ellos.

El lego volvió a entrar, volvió a salir y entregó el requesón envuelto en una hoja de col a cambio de la jaula. Antes de que se derritiera la nata el golfillo se apresuró a untar el pan que le quedaba y a engullir a bocados. El lego metió la mano en la jaula, y de una en una fue soltando las avecillas, como saboreando la libertad que les daba y cómo hendían los aires.

—Voy viendo que eres un robón—dijo al muchacho, que seguía manducando— ; lo que haces es una herejía. ¿No son ellos tan criaturas de Dios como tú ? Te tengo mal acostumbrado.

Y el lego levantó la marmita y fuese adentro con ella. Entonces oí al golfillo jactarse de cómo sonsacaba al hermano Luis, metido a redentor de avecillas cautivas. Y fue que el golfillo era pajarero, y un día, merodeando por el Val de San José, se llegó a comer la sopa del convento; el portero, el hermano Luis, compadecido de los pájaros enjaulados, propuso al cazador que los soltara, y, a trueque de ellos, le ofertó media docena de huevos.

A partir de esta fecha el chico vio que había un filón por explotar y raro era el día que no sacaba al hermano Luis una golosina cualquiera a cambio de un mal gorrión que tuvo la desgracia, de enredarse en la liga; porque los jilgueros, verderones y demás pájaros de calidad, éstos no los ponía al rescate, sino que los vendía por buenos dineros.

Una vez comidos se fueron los pobres cada uno por su lado; quien a su guarida, quien a sestear en los vecinos olivares, quedándome sólo hasta cuando el hermano Pedro quisiera. Pero no tardó en venir. A distancia me guiñó el ojo, y con un movimiento de cabeza diome a entender que le siguiera. A un tiro de piedra del convento paró en una umbría, y entonces nos reunimos.

—Estos Trapenses—me dijo— se dan muy mala vida. Ayunan perpetuamente y hacen una sola comida compuesta de una sopeja, patatas y legumbres cocidas, pan y agua. Pero a los forasteros los tratan a cuerpo de rey; así que, al despedirme, hanme regalado con esto para ayuda de viaje.

Y desenvolviendo un envoltorio de papel puso de manifiesto una oronda tortilla entre dos grandes rebanadas de pan, con dos lonjas de jamón.

—Ea, come, o, por mejor decir, comamos, porque como yo no acostumbro a hacer estas cosas a medias quedeme con ganas con lo que me dieron ellos de lo suyo, y he de acompañarte en la bucólica. Póngase antes el vino a refrescar.

Desató el petate; sacó una bota enfundada y amorosamente la puso sobre la fresca hierba. Abrimos las navajas y empezamos a comer. Cuando llegó el turno a la bota fue tan breve el tiento que la di, que mi adlátere hubo de decirme:

—Beba el compañero, no sea pacato. Procure en sus andanzas que no le falte nunca el divino néctar.

Tal me animó, que en los sucesivos tientos bebí hasta cansárseme el pulso.

—Cumplí mi palabra—díjome al final de la refacción, puesto que te di de almorzar. Ahora vamos a ganarnos la cena ; pero prepárate a andar, porque esta noche hay que dormir en Ciempozuelos.

II

LA PRIMERA JORNADA

C

ortando camino dejamos a un lado Villaverde y Getafe y a las pocas leguas estábamos entre Pinto y Valdemoro. Es tan vulgar la frase de hallarse uno "entre Pinto y Valdemoro", que me veo obligado a decir su origen tal como le oí al paso:

Dícese que un día iba un borracho de Pinto a Valdemoro, y al encontrarse con el arroyo que hay entre ambos pueblos, le dio por entretenerse saltando de un lado a otro y diciendo cuando pasaba del lado de Pinto : Ya estoy en Valdemoro, y viceversa, cuando saltaba de este lado decía: Ya estoy en Pinto. Pero cátate que con el movimiento y los saltos se le fue la vista, y una de las veces cayó en medio del arroyo, exclamando al sentirse mojado: Ahora estoy entre Pinto y Valdemoro.

En una vieja torre, restos de un castillo feudal, que llaman Torre del Homenaje, estuvo presa por orden de Felipe II la Princesa de Éboli. Valdemoro es el antiguo Valle del Moro, que se extiende hasta la ribera del Jarama. Como en alguna parte habíamos de sentarnos para descansar, los dos viajeros lo hicimos en un banco de la iglesia parroquial, bastante buena por cierto. Mi acompañante, que se sabía de memoria estos lugares, me hizo ver el cuadro al fresco de San Felipe Neri, curioso ejemplar del desahogo de un pintor. Parece ser que el Apeles, para congraciarse con el cura de la Parroquia, quiso inmortalizarle haciendo su retrato. El buen párroco se encontró feo y exigió que lo retocara ; entonces el pintor añadió el bigote y la perilla y colgó el muerto a San Felipe Neri.

Otro descanso hicimos en un caserío cuyo nombre no recuerdo. Aquí descubrí nuevas  excelencias de mi camarada. Las madres le llamaban y se lo disputaban a porfía para que saludara a los pequeñuelos. Saludar quiere decir orear con el aliento a un párvulo para inmunizarle contra la rabia. Y era de ver cómo mi hombre actuaba de pontifical, aplicando el crisma de su hálito a los infantes y dando a besar el Cristo a las madres. Las cuales diéronle, quien una hogaza, quien una limosna en dinero, sobresaliendo entre todas una ventera, que colmó de morapio la exhausta bota por ciertos latines de ritual que de adehala le sirvió el hermano Pedro. Aunque conocí que en este hombre había más malicia que ingenio y más camándulas que latín, al salir a la carretera le pregunté:

—¿Ha sido usted donado de algún convento?

—¿ Por qué lo preguntas ?

—¡Como se mueve usted tan holgadamente con estas faldas, que parecen hechas a su medida, y, además, reza usted en griego!

—De poca cosa te admiras. ¿No oíste decir que el hombre enseña al papagayo a dar dos buenos días, y a hablar a las picazas y a los cuervos? La necesidad aviva el ingenio. ¿Estás viendo cómo este hábito me abre todas las puertas? Pues escucha ahora cómo me lo procuré. Ya sabrás la piadosa costumbre de nuestros paisanos de hacerse amortajar con un hábito religioso. Es la mortaja más cumplida y más barata. Por una pequeña limosna cualquier convento cede un hábito de la medida que se quiera. Con tal industria me he puesto el uniforme de todas las ordenes mendicantes, y ahora le toca el turno a la jerga franciscana, que yo prefiero a todas, por ser la más sufrida y por su matiz humilde de ceniza y polvo.

Este hombre, sin saberlo, parafraseaba aquello de Voltaire : "El traje capuchino se presta admirablemente a excitar la compasión de los hombres, la devoción de las mujeres y el miedo a los chiquillos."

—Además—siguió diciendo el camarada—, donde no llega la piel del león hay que añadir un poco de la de la zorra. Esto hago yo vistiendo este sayal, pues ya tendrás observado que el mundo es de los que visten faldas. Otra razón tengo para vestirme así, y es ponerme en carácter; de otro modo no luciría mi virtud de saludador.

—Y ¿usted cree en ella?—hube de preguntar candorosamente.

—No sé qué te diga, pero, a fuerza de atribuírmela los demás, casi estoy persuadido de que la tengo.

—Entonces, ¿no tendrá usted miedo a los perros?

—Los hay tan herejes que se burlan de cruces y exorcismos; a bien que a los tales los conjuro con este San Benito de Palermo.

Se refería a la formidable garrota que le servía de báculo. Anochecido llegamos a Ciempozuelos, lugar rico y populoso sobre la vega del Jarama. Creí que, para evitarse cuchufletas y comentarios, allí se quitaría el hábito mi compañero; pero no lo hizo. Y fue a gran fortuna, como se verá.

Estaba en sus planes presentarse y presentarme a los hermanos de San Juan de Dios, a cuyo cargo está el hospital provincial, para pedirles cena y asilo por aquella noche. Pero estaba escrito que aviniera mejor.

Al pasar por una calle notamos mucho revuelo entre los vecinos y nos paramos a curiosear. Algo grave ocurría cuando allí estaba el Juzgado y se veía muy intrigados al juez y a los ministriles.

El plantón era ante una casa con la puerta cerrada, tras de la que ladraban furiosamente dos perros.  Lo que fuera no se sabía. Los vecinos estaban alarmados y el juez indeciso.

En esto se vio al alguacil hablar al juez señalando al hermano Pedro ; asentir el magistrado a lo que decía y venir hacia nosotros el ministril.

—De orden del señor juez, que se acerque usted.—dijo a mi camarada.

—¡Buena la hubisteis franceses!—pensé para mis adentros.— ¿Qué lío será éste? ¿Llamada del juez? Cárcel segura.

—Oiga, buen hombre—oí que decía el magistrado a mi compadre—. ¿Es usted saludador?

—Eso dice la gente, señor juez.

—Nada de decires de la gente—repuso con voz acre el magistrado—. ¿ Sí o no ?

—Señor juez—tartamudeó el hermano Pedro, no sabiendo por qué lado tirar.

—Pues va usted a ser mártir o confesor—dijo categóricamente el juez—. Ahí dentro (señalando la puerta de una tienda cerrada) ladran dos perros rabiosos. Tome la llave, abra y pregúnteles qué ocurre, es decir, averigüe qué pasa dentro.

El hermano Pedro revistiose de valor y se dispuso a obedecer. Diéronle la llave y una linterna y abrió, encomendándose enérgicamente a su San Benito de Palermo. El juzgado, los vecinos, y yo entre ellos, lo mirábamos desde la acera opuesta. ¡Oh mágico hechizo de mi compadre! En menos de dos segundos le vimos salir del antro, sano y salvo, entre dos perrazos que le lamían las manos  le brincaban alborozados. Ningún domador de fieras, al salir de la jaula, recibió más estruendosos aplausos que los que él se ganó de los vecinos de Ciempozuelos.

El ruido de las palmas no me dejó oír lo que mi compadre diría al magistrado; pero sí vi que el juez se coló adentro con el hermano Pedro y los ministriles, y que, al poco rato, volvieron a salir, llevando atraillados los perros.

Quedose a la puerta mi héroe, quien con una seña me llamó a su lado. Ya dentro los dos, cerró la puerta y me lo contó todo. Dos días antes el Juzgado había declarado la quiebra de un salchichero dueño de un buen establecimiento, donde, además de embutidos de todas clases que constituían la parte principal de su surtido, se vendían artículos de salazón. Como la cantidad que adeudaba era relativamente pequeña, y la salchichería estaba muy acreditada, confiaba el dueño en que llegaría a un acuerdo con los acreedores y conseguiría la revocación de da sentencia de quiebra.

Entre tanto, el Juzgado, según manda la ley, selló las puertas de la tienda. Pero los curiales que practicaron la diligencia no repararon en que bajo el mostrador estaban acurrucados dos perrazos. Encerrados los animales, devoraron en los dos días cuantos embutidos pudieron alcanzar y se comieron todo el bacalao y todas las sardinas que vieron al descubierto. Esta noche, hartos y sedientos, rompieron a ladrar ferozmente, alborotando la vecindad de tal suerte, que hubo de llamarse al Juzgado. O por si había ladrones o por si los perros estaban rabiosos, nadie se atrevía a poner el cascabel al gato. En tal coyuntura, el alguacil, que era sin duda el más comprometido, reparó en un hombre de hábito de los que el pueblo juzga en seguida como santero o saludador y avisó al juez. De ahí la llamada y la subsiguiente comisión al hermano Pedro. Visto por el magistrado el enorme destrozo que los perros habían hecho en la salchichería, mandó al alguacil que se los llevara, porque estaban a punto de rabiar. Y como de algún modo debía premiar el heroísmo de mi compadre, le hizo guarda y depositario de la tienda por aquella noche, hasta la mañana, en que se proveería.

Entonces el hermano Pedro pidió permiso para que le acompañara su compañero de viaje, y el juez se lo concedió.

—Ya ves si la fortuna nos la deparó buena —concluyó mi hombre al final de su relación—¿Quién te había de decir que cuando saliste esta madrugada de la Corte, exhausto y alicaído, que a la noche dormirías en Ciempozuelos, compartiendo el usufructo de una salchichería?

La calificación fue muy apropiada, porque en seguida nos dimos a comer ricos embutidos, pero de los que colgaban y que no habían tocado los perros, ayudándonos a maravilla con el vino de la devota ventera. Y por si venían mal dadas, hicimos provisión en las alforjas.

Dormimos plácidamente en un colchón que hallamos en la trastienda; y como no era cosa de tentar al diablo, con el nuevo día llevamos las llaves al Juzgado y nos relevamos del compromiso.

Ni vimos al dueño de la salchichería ni supimos de él. Lo más natural es que, al saber lo sucedido y darse cuenta de su definitiva ruina, se volviera loco y lo encerraran en el manicomio del pueblo.

LIBRO TERCERO

EN TIERRA MANCHEGA

II

EL DELINCUENTE HONRADO

S

atisfecho con la aparición de Manzanares, y por ser aún media tarde, senteme a un borde del camino, a pocos pasos de una casilla de peones camineros. Lié un cigarro, lo encendí y, tras breve descanso, seguí andando.

Como el calor apretaba, apenas iba nadie por la carretera. Uno que otro armatoste arrastrado por un tiro de esas mulas manchegas que exceden en pujanza y hermosura a todas las de dentro y fuera de España, y algún labriego a pie o montado a la cola de un asno, con los pies tocando casi en el suelo.

En esto me alcanzó un hombre jinete en su rucio y emparejó conmigo. La escarapela del chapeo y las vueltas de cuello y solapas de la chaqueta aban claras señales de que el individuo era peón caminero.

Me miró, le miré; y por aquello que el que va a pata, y más con el polvo de la carretera, es menos que quien va montado, dile yo el primero las buenas tardes.

—Muy buenas—respondió—. ¿Adonde se va, amigo?

—A la vista está—contesté—; a Manzanares.

—¿A trabajar? ¿A quedarse allí?

—No, señor; soy ave de paso.

—De modo ¿que no conoce usted a nadie en el pueblo, ni sabe dónde ira a alojarse?

—Esta es la verdad.

—Pues anímese usted, que a su llegada saldrán a recibirle, y aun le darán alojamiento gratis. Conque, hasta luego.

Y picando con los talones en la cabalgadura pasó de largo. Sus últimas palabras, y más que todo la sorna con que las pronunció, diéronme mala espina. Pero como tenía la conciencia tranquila, no me preocupé gran cosa.

A la media hora, llegué al pueblo. Como tenía por costumbre, tomé por norte el campanario de la iglesia, y llegué a la plaza, parándome ante la hermosa iglesia parroquial de Manzanares. Contemplando estaba la gótica fachada, cuando sentí tocarme en el hombro.

—Bien venido—díjome el caminero, pues era él. — ¿No dije que saldrían a recibirle? A mí ya me conoce; en cuanto a mi compañero, es un guardia municipal. Ea, véngase con nosotros, y le daremos alojamiento.

Como no tenía noticia de que en Manzanares se recibiera tan hidalgamente a los forasteros, extrañé grandemente la recepción que se me hacía.

Seguí a los dos hombres por una calle a la derecha de la plaza, y a poco andar paramos ante una casa grande y de buen aspecto. Llamaron al conserje y éste salió en mangas de camisa.

—Aquí le traemos un huésped—le dijo el municipal—con la boleta para alojarlo.

Y le entregó un papel. El portero lo leyó, me miró de pies a cabeza y dijo:

—Por la pinta no es pájaro de cuenta.

—Allá  veremos—repuso el guardia—. Ya lo sabe usted, amigo—añadió encarándoseme—; ahí se queda preso.

Un rayo que cayera a mis pies con tiempo sereno no me habría producido tan tremenda sorpresa como estas palabras.

—¿Yo preso ? ¿Por qué? ¿Por qué ?—repetía en alta voz.

—Ya se lo dirán a usted mañana, si es que no lo sabe—respondió el peón—; ahora lo que más le conviene es descansar y no hablar.

Quedé anonadado. Aprovechando mi estupor, que en opinión de aquellos tres hombres sería confesión de mi delito, fuéronse el caminero y el municipal, dejándome con el conserje; el cual, tomando un manojo de llaves, me invitó a que le siguiera.

—Pero ¿es de veras que estoy preso?—le pregunté.

—Tan cierto como que esta usted en la cárcel por orden gubernativa—me respondió blandiendo el papel alguacilesco.

—Al menos usted sabrá por qué me han traído aquí.

—No sé nada, compañero. No pregunto lo que me mandan. No hay que apurarse; por lo pronto aquí tendrá cena y posada gratis.

Me encogí de hombros y esperé resignado el desenlace de aquel error judicial, alcaldada o lo que fuere. Embocamos un corredor que salía a un patio y paramos ante una verja de hierro. En un cartelón atado por alambres, leí:

Reglamento de Prisiones.

Queda prohibido a los reclusos la entrada en el

establecimiento con armas y bebidas alcohólicas.

Como a la vista estaba que yo no traía unas ni otras, el celador se ahorró la requisa. Abrió la verja, pasamos un rastrillo, subimos una escalera, y allá  en el fondo de un pasadizo metió llave en una puerta con cerrojo.

—¡Verá usted qué jaula tan alegre! —díjome al abrirla—. Le advierto que hay otro pájaro dentro.

Y vi una cuadra muy holgada, sin más ajuar que una ringlera de camastros en banquillos, una tinaja y un zambullo. Entraba la luz por dos ventanas grandes, reforzadas con barrotes de hierro.

—Eh, José —dijo el celador, cerrando la puerta desde adentro— ; ahí te traigo un compañero.

En uno de los camastros se incorporó un hombre joven, en quien no me había fijado hasta entonces.

—¡Recontra, ya era hora ! —exclamó—; cansado estoy de estar solo.

—Pues ya no lo estás —repuso el guardián, sentándose tranquilamente en el camastro de al lado sobre el que puso además el manojo de llaves—Ea, en albricias convida a un trago.

—Esta seca la botella —contestó el recluso—Pero se llenará.

Saltó del camastro y se puso en pie. Vi que era un mocetón fuerte y bien plantado. Cogió una botella, y acercándose a la ventana más próxima, dio una voz:

—¡Señor Paco, señor Paco!

El señor Paco sería el tabernero de enfrente, porque a seguida añadió el preso:

—Ahí descuelgo la botella. ¡Que esté fresco el vino!

José ató la botella en un cordel que estaba atado en uno de los barrotes y la fue bajando con tiento. Con mayor cuidado la izó después, y al término de la faena nos convidó a beber. Tocó la trompeta el primero el celador, luego yo y José el último, dejando la botella en el suelo.

—Acaba de convidar, hombre—dijo el guardián, limpiándose la boca con el revés de la mano—; echa un cigarro.

Creime obligado a meter baza, y oferté mi petaca. El celador encendió un pitillo, tragó una bocanada de humo, volvió a dar otra chupandina a la botella y fuese, dejándonos encerrados.

Con menos angustia de lo que pudiera creerse, tratándose de uno que, por primera vez en su vida, se ve encarcelado, me senté en el camastro, junto al de mi compañero. La verdad es que aquello no parecía calabozo, ni mucho menos, y sí, más bien, una cuadra de cuartel. Los rayos del sol poniente entraban de soslayo por las abiertas ventanas y subían hasta nosotros los ruidos de la calle.

— ¿Qué hazaña le ha traído a usted aquí—me preguntó el mozo.

—Ninguna, que yo sepa—contesté—. Acabo de llegar a pie por la carretera y me han detenido en la plaza.

—Por vago no será, porque si no esto estaría lleno—replico él, aludiendo a la estancia—. Como que este Manzanares es el punto de cita de todos los vagamundos de España que, como moscas a la miel, acuden al olor del buen morapio de la tierra, del legítimo Valdepeñas; por ser tan barato, aquí es de balde, sin peñas.

—Vaya no se haga el inocente. ¿Cree usted que voy a traicionarle declarando lo que me diga?

—Recontra, pues lo siento; porque si hacen justicia le soltarán en seguida y me volveré a quedar solo. Así llevo un mes, sin más compañía que este gato (un micifuz asomado en la ventana). Las pocas visitas que me traen duran veinticuatro horas.

—Esto quiere decir que habrá hecho usted veinticuatro veces más méritos para estar aquí.

—No lo crea. La veinticuatrena que aquí me trajo fue el haber sido demasiado generoso.

Me acordé de los galeotes cervantinos que hacían ejecutoria de sus culpas, y me sonreí.

—No se ría usted ; óigame y vera cómo digo la verdad.

Y me contó su historia. Se llamaba José no sé cuántos, y era manchego. Cuando cayó quinto huyó del pueblo y lo declararon prófugo. En vez de expatriarse se dedicó a merodear por los contornos, ora como cazador furtivo, ora como contrabandista de tabaco y alcohol, porque andaba bebiendo los vientos por una campesina paisana suya.

Con su escopeta y su canana bien provistas, invernaba en las quinterías de los campos de Calatrava o de Montiel, y veraneaba por los montes de Sierra Nevada o de Alcaraz. De cuando en cuando, hacia una escapada al pueblo natal para ver a la novia y traerla algún regalo, procurando que no se enterase nadie. Si esto es difícil en los pueblos, donde hasta el paso de una rata se advierte, más difícil era al amador furtivo, espiado tenazmente por un lince en figura de guardabosque. Un tal Crispín, que odiaba a muerte a José, porque él también cortejaba a la muchacha. Aunque el guardabosque veía prófugo y errante a su rival, sabía a qué atenerse y no ignoraba el por qué de sus idas y venidas y cuándo eran; por lo que juró prenderle y se lo llevaran a Ceuta, para él quedarse por amo del cotarro.

Pero como le veía armado y le sabía valiente, nunca se atrevió a echarle el alto. Hasta que una mañana de invierno, en que había una niebla meona que no dejaba ver a dos pasos de distancia, José fue sorprendido por el guardabosque, quien, arrebatándole la escopeta y haciéndole la zancadilla, con lo que dio con él en tierra, le apuntó con su arma, diciéndole:

—Al fin caíste en mis manos; boca abajo y encomienda tu alma a Dios.

Este quería, asesinarlo, pues que podía reducirse a atarle las manos. Comprendió José que toda súplica era inútil; se quitó el sombrero, murmuró una pequeña oración y luego dijo serenamente a su enemigo:

—Estoy dispuesto a morir. Gózate en tu crimen. Apúntame bien y dispara; pero te advierto que con la humedad que hace va a fallarte la escopeta.

El guardabosque, viendo que se jugaba la vida con aquel joven hercúleo que, en lucha cuerpo a cuerpo, le vencería, se dispuso a matarlo como un conejo.

Y ocurrió lo que dijo José; Crispín apretó en vano los dos gatillos del arma y no salió ningún tiro. Entonces el otro se incorporó bravamente, saltó sobre el guardabosque, le arrebató la escopeta, tras una brevísima lucha, y, dándole con la culata tremendo golpe en la cabeza, le dejó medio muerto. Y no lo mató porque Dios no quiso.

Esto le perdió. Crispín fue recogido por unos leñadores y, cuando pudo hablar, se despachó a su gusto, acusando a José de haberle querido asesinar. El juzgado recomendó eficazmente la captura del prófugo, sobre el que ahora pesaba la agravante de atentado a la autoridad.

Tanto y tanto revolotear alrededor de la llama, la mariposa se quemó las alas. Siguiendo la pista que dio el rencoroso guardabosque, los civiles sorprendieron al palomo con la paloma y se lo llevaron apiolado.

—Y ¿hace tiempo de esto?—pregunté al final de la narración.

—Un mes escaso. El guardabosque está entre la vida y la muerte, y hame dicho mi abogado que el proceso no se substanciará hasta que el otro sane o espiche, pues, según el desenlace, así ha de calificar él fiscal.

—Y usted, ¿qué le desea?

—¡Recontra ! Que reviente de una vez. Le perdoné la vida entonces, pero ahora le quitaría cien que tuviera, por haber mentido en su declaración.

—Pues si cura puede estar tranquilo, porque la justicia pondrá el mar entre los dos.

—Eso dicen, que me mandarán a Ceuta. Esto está en tierra de moros, ¿verdad ?

—Sí, en África.

—Pues se conoce estaba escrito que yo había de dar con mis huesos en esa tierra; porque al África pensaba escapar yo, a Argel, a establecerme con algunos ahorros que tengo y llamar después a la novia.

—Esto se llama dejarle a uno compuesto y sin novia.

—Eso es lo que más siento, haber de perder la novia.

—Diga usted mejor, haberla perdido.

—Todavía no. La pobrecica me tiene más ley que nunca. Para estar más cerca de mí se vino a servir a este pueblo de Manzanares y todos los días nos vemos. Apostaría que no tarda cinco minutos en aparecer.

Se levantó José y me llevó a una de las ventanas. Aunque el sol se había puesto, quedaba aún bastante luz. El único ruido que subía de la calzada era el de una carreta cargada de heno y los gritos del boyero animando a la yunta.

Casi rozándonos hacían los murciélagos su ronda vespertina. José se entretenía en darles cañazo desde la ventana. De pronto, vio colarse un búho por la otra, y con mucha maña lo hizo caer en el pavimento, entregándolo al gato, que lo zarandeó hasta matarlo.

—¡ Qué bicho tan asqueroso—decía José—.Caza los pájaros como a mí el guardabosque, por sorpresa y en tinieblas. Cada avechucho de estos que mato se me figura matar a mi enemigo.

En esto se oyó una voz en la acera de enfrente.

—¡Joselín, Joselín!

Me asomé a la otra y vi plantada en la acera de enfrente una moza aldeana con un cántaro a los pies.

—¿Cómo tan tarde? —le dijo José—. Ya creí no verte hoy.

—Llevóme el ama a la huerta —contestó la moza— y hasta ahora no despachamos. Con el pretexto de la fuente hice esta escapada para verte y traerte tabaco. Baja con que lo ate.

El preso deslió la cuerda, la moza se acercó a atar el paquete, y a una voz preventiva de la de abajo, el de arriba izó el recado.

—Oye, Casilda —le gritó—, téngote dicho que no gastes dinero conmigo; no me hace falta nada; pero, digo mal —añadió dulcificando el tono de voz—, todo me falta, porque me faltas tú.

—Paciencia, Joselín, como yo la tengo... Ya te vi, y me voy, que es tarde, mañana será otro día.

Durante este diálogo estaba asomado a la puerta de su tienda el tabernero, testigo como yo de la entrevista de los amantes, el cual, ida la moza con el cántaro a la cabeza, llamó a José, que aún seguía en la ventana:

—Oye, José; ¿sabes en qué nos parecemos tú y yo mayormente cuando Casilda esta aquí? En que los dos hemos de contentarnos con una ración de vista.

Empezaba a obscurecer y dejamos la ventana al tiempo que la campana del pueblo tocaba a oración.

Algo esperaría el gato a estas horas, cuando no se apartaba de la puerta y daba repetidos maullidos. En efecto: por la puerta apareció el celador con la pequeña marmita del rancho. La dejó en el suelo, añadió aceite al farol de la cuadra, lo encendió y fuese, no sin darnos las buenas noches.

Los dos presos y el gato atacaron con fruición la pobre menestra, y acabada que fue, a dormir...

Muy de mañana, antes de la hora en que mi compañero esperaba al celador con el café, compareció el guardián, pero sin el brebaje.

—Recoja usted lo suyo y vámonos —me dijo de sopetón—. Esta usted libre.

No esperaba tan pronto desenlace;  así que sin preguntar nada, salí instintivamente del encierro como pájaro que ve abierta la jaula.

—Adiós, compañero —hube de decir a José, dándole la mano—; adiós, y no desespere de su suerte.

—Sea lo que Dios quiera —me respondió con tristeza—. Vaya usted con Dios.

En la portería encontré al guardia municipal de la víspera, que a la cuenta me estaba esperando.

—Amigo: de buena se ha librado usted —me dijo— ; pudo ser mucho, pero no fue nada. Por esto queda usted en libertad.

—Déjese de medias palabras—repliqué en alta voz—, ¿por qué me trajeron aquí? Estoy cansado de preguntarlo.

—Ahora lo sabrá usted —me respondió el empleado municipal—: ayer tarde, al levantarse de junto la casilla del peón caminero de fumar un cigarro, soltó usted la colilla encendida y prendió fuego a un garbanzal. Siendo el plantío del alcalde, al ver tanto humo, el peón se creyó obligado a dar parte contra usted. Como esta clase de descuidos son punibles, por primera providencia vino usted a la cárcel. Luego se averiguó que fue nada entre dos platos: el viento corrió la llama hacia el camino y el incendio se cortó. Como la pérdida se redujo a un puñado de plantas que en suma hubieran dado un celemín de garbanzos, el señor alcalde, comprendiendo además, que el siniestro no fue intencionado, me envió a ponerle a usted en libertad y que le entregue esta peseta para ayuda de viaje.

Y dirá más de un lector: la inmediata sería rechazar indignado la vil moneda. Pues no, señor; la inmediata fue tomarla y guardármela bonitamente.

 

LIBRO CUARTO

MI ENTRADA EN ANDALUCÍA

 

III

BAJO EL PUENTE DE CÓRDOBA

E

n Andújar había saludado el sagrado Betis, el Guadalquivir, que volví a cruzar en Alcolea por otro magnifico puente de mármol negro.

Desde Alcolea hasta Córdoba es toda una llanada entre el río y las últimas estribaciones de Sierra Morena, y en ella casan admirablemente el rubio de los trigales con el verde tierno de las vides, y el verde sombrío de los olivos con el ocre de la tierra labrantía.

A los flancos se despliegan en apretujadas haces pitas y chumberas ; aquéllas guardando las lindes con las puntas de sus rudas bayonetas, y las higueras de tierra sirviendo de bardas de huertos y viñedos por la defensa que hacen sus hojas espinosas, en forma de pala, por lo que los antiguos las llamaron escudos macedónicos (según nota Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana).

De vez en cuando el aire trae una tufarada de fragante azahar de los naranjos y limoneros que se ven tras los tapiales.

De pronto, casi sin perspectiva, aparece un tablero de casas bajas, muy apiñadas, y señoreando

el tendal de tejados y azoteas, un edificio inmenso, sin elevación, sobre el que se destaca la torre cuadrada de la Catedral.

Son Córdoba y su mezquita la antigua sultana de la España árabe y la gran aljama de Occidente.

Un sol de fuego dora la vieja ciudad, remozando perennemente su vetustez, y tal contraste entre la historia y la naturaleza es el mayor atractivo de Córdoba, por el encanto profundo y melancólico que inspira.

Atravesé la ciudad, y al otro extremo di con la mezquita-catedral. La visité a mi sabor, y torciendo a la izquierda salí derecho al puente que allí está, a cuatro pasos, obra romana reedificada por los moros. Es un puente venerable de 16 arcos voleados sobre robustos pilares, roído por los siglos, dorado por el sol, con matas de hierbas entre grietas, por las que se asoman los lagartos, y en el extremo, un torreón con almenas que llaman la Carrahola. Por abajo, la corriente mansa del río que hierve en espumas al tropezar con las represas de unos molinos viejos y destartalados.

De codos en el puente miré a Córdoba. Algún resentimiento tendría el Conde de Villamediana contra esta ciudad, cuando en su Itinerario la describe así:

Gran plaza, angostas calles, muchos callos;

obispo rico, pobres mercaderes;

buenos caballos para ser mujeres,

buenas mujeres para ser caballos.

En esto ni quito ni pongo rey, porque derrotado como iba no entré en averiguaciones. La única visita que hice en Córdoba fue a un alpargatero, que por seis reales me calzó, pues las botas que traía desde Madrid dijeron que había bastante con las sesenta y pico de leguas andadas, y que no me acompañaban más. Pero por lo que vi al paso de la ciudad y por lo que estaba viendo desde mi observatorio, entendí que en Córdoba hermanaban uy bien el arte y la naturaleza.

Aquellas sus callejas curvas y tortuosas, desiertas plazuelas, viejos caserones de amplias portaladas, calados ajimeces y frescos patios, cuyo ambiente embalsaman jazmines y azahares, tienen su natural complemento en los fértiles campos del Sur y Sudeste, y en las fragosas estribaciones del Norte y Noroeste que coronan las blancas casitas de las huertas y del Desierto de Belén, más conocido por "Las Ermitas".

Me acordé también haber visto en las calles mujeres de moreno rostro, de negros ojos, fina nariz y rojos y frescos labios ; y ahora veía pasar otras por el puente con andar garboso. No dijo tan mal Villamediana. Hay, en efecto, cierta analogía plástica entre el andar acompasado de un caballo árabe y el trapío de una mujer andaluza. Precisamente tengo otro término de comparación a la vista, pues baja a la ribera una manada de potros que llevan a abrevar. Los animales, de cabeza bien puesta, altos de brema o de copete, anchos parietales, cara plana de martillo, cuello de ciervo y estrecha nariz, capaz de beber en un vaso; de vientre de galgo, grupa cortante y cañilavados.

Andan a buena vela, segando bien, picoteando a cada paso y con la cola en trompa. Es clásica la descripción del caballo que hace el cordobés Céspedes, como son clásicos los corceles de Velázquez, sólo que ya no parecen españoles, por más que el maestro los tomara del natural. Es indudable que hombres y caballos hemos degenerado desde entonces. Así como no hay hombre en nuestros días capaz de manejar los espadones del siglo XVI, tampoco hay caballos que, como dice Juan de Herrera en la Agricultura, aguantaban doce y catorce arrobas encima, que era lo que pesaba un jinete con armas de hierro y con la silla acerada. Y esos son los corceles que pintó D. Diego.

En este soliloquio bajé al río a lavarme los pies. En las inmediaciones del puente hay o había dos molinos ruinosos a disposición de todo el mundo, y fui a verlos para preparar allí mi albergue nocturno. Iba a entrar en el primero que topé, cuando una mujer me gritó:

—Buen hombre, ¿qué se le ha perdido a usted? Esta casa está alquilada.

Volví la cabeza, y en uno de los rebalses del molino vi una vieja lavando en el río, y era la que me hablaba.

—¡Ah ! ¿Dice usted que esta alquilada? ¿Es usted la inquilina?

—A mucha honra; sí, señor—me contestó.

—¿Y la de enfrente?—repuse, señalando al molino de al lado.

—Esta no; puede usted disponer de ella.

—Esta bien —repliqué— ;sepa usted que por esta noche seré su vecino.

—Ni que se lo hubieran dicho —contestó ella levantándose, y entonces vi que era una gitana—, porque esta noche hasta el puente va a bailar. Se casó hoy mi sobrina y aquí será la fiesta de la boda.

—¿Pero esto será muy tarde?

—Casi, casi a la medianoche, porque la familia está en la ciudad divirtiéndose, y hasta esa hora no vendrán los novios con los amigos. Con que ya lo sabe usted, si quiere acompañarnos, se le convida.

—Ya me guardaré bien de esto —pensé—, y menos meterme entre gitanos pobres y borrachos; pero, por cumplimiento, hube de decir:

—Muchas gracias, señora.

No hablamos más. La gitana vieja volvió a su faena y yo me fui a inspeccionar el nuevo domicilio.

Parecióme bien, y elegí el rincón de un pesebre para pasar la noche. Como aún era temprano, salí afuera, y con mucha calma, a la sombra del puente, me descalcé, me arremangué los pantalones e hice mi lavatorio.

Acabado que fue volví a subir al puente y oí un campaneo de la vecina Catedral y me acordé de los versos de Heine a la Mezquita de Córdoba:

Desde el alminar donde los muezines

cantaban la oración,

las campanas de Cristo ahora envían

melancólico son[1].

Con esto pisé segunda vez la Mezquita, gasté luego mi última peseta en una taberna, y, finalmente, me retiré al molino.

Dormí mejor de lo que creí. Nadie me molestó, ni siquiera el ruido de la zambra gitana. Tengo, sí, una vaga idea de haber oído sonidos de panderetas, de guitarras y de voces; pero como el murmullo del río, al quebrar la corriente en el malecón, apagaba todos los ecos, pasé la noche a placer.

Muy temprano dejé el escondrijo y salí a lavarme al río. Junto al molino de los gitanos había algunos de éstos, quienes tendidos en el suelo, liados en mantas, durmiendo la borrachera, y quienes de pie, sirviéndoles de trípode la vara y hablando alto y pasándose una botella. Viéronme y me llamaron.

—Venga osté, chavó —dijo uno de ellos—, y eche un trago a la salud de los novios. Le convida el padrino.

Y me alargó la botella de aguardiente, a la que apliqué los labios ; pero al devolvérsela, siguió  diciéndome:

—Este fue por los novios, ahora otro traguito a la salud de la creatura.

—¿Tan pronto? —contesté inocentemente.

—Es un decir, cámara; lo que ellos jisieron en esta noche. Toítos, toos estamos aquí esperando la notisia.

No entendí lo que quería decir, pero a fuer de discreto libé otro trago infernal.

En esto vino la noticia que esperaban los gitanos. Se abrió un ventanuco del molino y la tía de la víspera colgó de ella una camisa de mujer, la de la desposada, con las pruebas de virginidad de la doncellez perdida.

Los gitanos de afuera prorrumpieron en oles y palmadas. Entonces apareció el novio en la puerta y todos le recibieron con los brazos abiertos, y el primero su padrino. El mozo tomó un trago de aguardiente en la misma botella que yo antes, avanzó unos pasos y de cara a la ventana cantó con mucho sentimiento, señalando la prenda nupcial:

En un prado verde

tendí mi pañuelo:

¡cómo salieron, madre, tres rositas

como tres luceros!


 

[1] Auf der Thurme wo der Thürmer

zum Gebete aufgeruben,

tonet jetz die Christengloken

melancolischies Gesunnen(Romance Almansor.)

 

IV

SIGUIENDO EL GUADALQUIVIR

A

 

quí empieza la tragedia, me dije, cuando, pasada la Carrahola, eché a andar por la carretera de Sevilla. ¿Qué sera de ti solo, errante y sin un cuarto para pan? Pensé acortar camino y salir al reino de Murcia, pero al fin me encaré con la suerte. ¡Qué caracas! Como vi Córdoba veré Sevilla, veré Granada; tres nombres sonoros que despiertan en la imaginación tropel de visiones luminosas y alegres.El español que no ha visto la Mezquita, la Giralda y la Alhambra es un español a medias. ¡Adelante y buen animo! Y emprendí la conquista de Sevilla, no precisamente a paso de vencedor, pero sí al lento y filósofo de peregrino; casi, casi, con el fervor del creyente que por primera vez va a la Meca. Las chumberas de unas bardas me obsequiaron con sus higos, y con esto me reanimé.

El paisaje es genuinamente andaluz. A la derecha mano, una larga línea de cercas que separan suertes o cuarteles de dehesas, pero no tan altas aquéllas que no dejen ver las manadas de potros galopando con la crin al viento, y tal cual vaquero con amarillos zajones y pica muy larga, cuidando el ganado circense. En el fondo, casi siempre en una altura, la casa del cortijo, siempre blanca por el revoque que le dan todos los años. Es la región de la pradera con pocos árboles, pero con peste de pastores, de perros y de langosta.

La dehesa señorial lo invade todo. Redujo a pasto alguna labor de pobres colonos cortijeros, y hace del trayecto una carrera de obstáculos, con setos y vallas, cotos y vedados. Cuando más descuidado anda uno, tropieza con guardas del verde, así llamados, porque guardan las dehesas en la época de los pastos. Los tales son los reyezuelos del campo. Mientras dura la temporada del verde, sacan lo que quieren, de colonos y aparceros, amenazándoles con multas y denuncias, y molestan a todo bicho viviente. Para librarme de ellos no tuve más remedio que dejar el campo y tomar la carretera, alimentándome de pan y de higos chumbos.

A las seis leguas llegué a Fosadas, en una llanura estrecha, pero agradable, entre las faldas  meridionales de la sierra y la derecha orilla del Guadalquivir.

Lo que más sorprende en esta ruta es las pocas casas que se ven; tal cual cortijo, y gracias. ¡Quién diría que eh estos parajes pusieron los poetas los Campos Elíseos, y que si el Betis fue bautizado con este nombre, fue a causa de los muchos caseríos que a un lado y otro de él resplandecían[1]!

Otro día crucé las soledades de Hornachuelos ; pasé la junta del Genil con el Guadalquivir en Palma del Río, y a la caída de la tarde di vista a Peñaflor, población sita en un llano cuajado de palmiches y olivares.

Derrengado y hambriento, torcí a un lado del camino a descansar en un monte de olivos, lugar que, por la disposición de animo con que a él llegué, tengo apuntado en mi itinerario con el nombre de monte Olívete. Sentí triste mi alma y, como Jesús, pedí al Padre apartara el cáliz de amargura. Entonces se apareció un ángel a consolarme; claro esta que no de veras, sino un arcángel patudo, con rojo ceñidor, cuchillo al cinto y escopeta en bandolera. Yo me asusté creyendo habérmelas con un guardia del verde u otro sayón de esa ralea de los que no dejan en paz a los pobrecitos vagos.

—Es usted el hombre que buscaba —díjome sin más preámbulos—. Véngase conmigo, que no le pesará.

Me parecieron tan bien la llaneza y el buen humor de aquel hombre, que me incorporé dispuesto a obedecerle. Sin embargo, por un resto de escama, hube de preguntarle:

—¿ Puedo saber adónde me lleva usted ?

—Cualquiera diría que yo soy el secuestrador y usted el príncipe secuestrado, que pregunta adónde le llevan. ¿Que adónde? Pues, a trabajar.

—Hombre, no sé si podré, porque estoy  desfallecido y cansado de tantos días de camino.

—Pues sí podrá usted, porque es faena de niños y mujeres. En estos olivares están cogiendo la aceituna y hacen falta braceros. Trabajando de sol a sol le pagarán seis reales, o si no, a realito por hora. Pero en poniéndose el sol, la olla se sale de madre; dos platos fuertes, una ensalada y vino y música al final con guitarras y panderetas.

Tan alegre programa me animó. No pensé en el trabajo preliminar de la bucólica, sino en las sabrosas ollas. Lo de menos eran los seis reales.

En esto salimos a una plana sembrada de olivos. Una docena de personas, gente moza toda ella, estaban vareando los árboles, mientras unas pocas mujeres, con pantalones a lo hombruno, recogían las aceitunas en mantas. No se veía una cara triste; el que no cantaba, reía o se divertía a costa del prójimo.

La presencia de un extraño alborotó el cotarro, y todos la tomaron conmigo, como se verá.

—A la buena de Dios —dijo el guarda saliendo al ruedo y presentándome—, señó Manuel, aquí le traigo un forastero que quiere trabajar.

—¡Jesús, Dios mío! —exclamó a esta sazón una de las mujeres embragadas—. Valiente ayuda nos trae usted. Pero si este hombre parece talmente un Cristo desclavado.

Rieron todos, y yo también tan donosa comparación. Tan donosa como gráfica; porque, vamos a ver, ¿a quién había de parecerme yo, roto, mustio y alicaído más que a un Cristo desclavado?

—Pues, no, señor—añadió otra—; a quien se parece es a un maestro de escuela.

Otro mote muy oportuno, ya que mis greñas y los lentes ahumados que tenía puestos para defenderme del sol y del polvo harían de mí el trasunto vivo del dómine Cabra.

—Ea, urracas, cállense y al avío —repuso en alta voz el señor Manuel, que sería el capataz—. Buen hombre —siguió diciendo—, venga, que le daré trabajo.

Trabajo fácil y poco penoso: ir recogiendo la aceituna de las mantas y apilarla en montones; tarea que preferí a la otra, de apalear los árboles sin compasión, haciendo saltar hojas y fruto. Es una perezosa rutina que mata muchos olivares, pero me guardé bien de decirlo al capataz, no fuese que me hiciera encaramar a las ramas y ordeñar las olivas, como así se llama el cogerlas en el árbol.

En un par de horas me gané dos reales, e hice méritos para meter cuchara en las sabrosas ollas. Los jornaleros después de cenar armaron un baile al son de las guitarras. Como la alegría es contagiosa, yo jaleé un tantico a los bailadores, y aun faltó poco para que saliera por peteneras. Pero sentí sueño y me retiré a dormir a un cobertizo.

Al otro día tuve una ocupación más apropiada a mi gusto. El capataz hubo de ir con los carros al molino y me encomendó la apuntación de cargas y jornales, pues por lo visto ninguno de mis compañeros sabía de números.

Pasé la jornada sentado como un patriarca del Betis, pesando y apuntando arrobas y oyendo los decires de los cargadores, que ya no se metían conmigo, o porque se acostumbraran a mi pinta o porque me veían ascendido en categoría. Ni faltaron de noche las regaladas ollas y el lora de la tierra, un vinillo endeble que alegra la pajarilla sin alborotarla.

A los dos días de un régimen así me sentí otro hombre. Cobré fuerzas, y más que todo, gran exaltación de animo, con ese goce de la vida que se respira en los pagos andaluces.

El tercer día fue el último. Se acabó la  recolección y el capataz me ajustó la cuenta. Doce reales me correspondían por dos días de jornal y una parte por dos horas sueltas en la primera tarde; pero él me dio un duro en una pieza, que a mí me pareció un sol, ¡tanto era el tiempo que hacía que no veía ninguno!

* *

Con este duro me lancé al asalto de Sevilla. Bien poco dinero era para tan gran ciudad, mas el cielo, que estaba en vena de anudarme, lo arregló mejor. El lance fue en Mairena, pueblo pequeño, pero que suena mucho en Andalucía por su gran feria de ganados que en su tablada se celebra, allá  en el mes de Abril.

El mismo día que arribé a la población había hecho su entrada, en visita pastoral, el señor Arzobispo de Sevilla. Las calles estaban enarenadas y los balcones con percalinas y banderas. A cosa de media tarde vi las madres llevando sus críos a la iglesia, a que el Prelado les diera la cachetina de la Confirmación, y yo me fui con ellas.

Hallé al Arzobispo de mitra y báculo en un sillón del presbiterio, y tres o cuatro acólitos que hacían desfilar los niños en orden. Como algunos de los infantes eran muy tiernos todavía, las madres cargaban con ellos y se los presentaban al Arzobispo. El buen señor, complaciente, administraba el Sacramento al uno y bendecía a la otra. La ceremonia fue breve, por ser pocos los confirmados. El Arzobispo se desvistió al pie del altar, y a lo que comprendí por la gente que esperaba en la plaza, se disponía a ir a la casa del cura, donde había recepción de despedida.

Tuve una inspiración y fui derecho al estanco. Pedí un pliego de papel y un sobre, y haciendo memoria de aquellas palabras de Cicerón que "En ninguna cosa se parecen más los hombres a los dioses, que en hacer bien a sus semejantes", escribí en letra grande que llenaba media página, y poniendo todos los pelos y señales : Homines ad Deos nulla re propiis accedunt, quam salutem  minibus dando. Firmé: Pauper viator, y puse en la nema: Venerabili Archiepiscopo Hispalensi. Y feché VIII idus Augusti, porque estábamos a 6 de Agosto.

Como no había tiempo que perder, me eché afuera a tiempo que la comitiva cruzaba la plaza en dirección a la rectoral. Ni corto ni perezoso me acerqué al más joven de los familiares y le entregué mi misiva.

Esperando la contestación hice tiempo en una taberna vecina. A la hora u hora y media, oí repique de campanas y una música precedida de un colegio de niños que iba a acompañar al Arzobispo a la estación. Eché otro trago para cobrar valor y fui en derechura a la rectoral. Subí la escalera, y a la entrada vi entre otras personas de poco fuste a mi curita, el familiar.

—Buenas tardes —le dije sombrero en mano—:¿hubo novedad?

—Y muy agradable —me contestó sonriendo—.Entre tantos memoriales que aquí llovieron, el único que mi señor se dignó abrir y proveer por sí mismo fue el de usted. A los demás recurrirá el cura con las limosnas que deja monseñor, pero al pauper viator quiso el archiepiscopus hispalenses distinguirle con este donativo que ahí le entrego.

Y me devolvió mi sobre, pero doblado y con más peso, como que al tacto conocí iban dentro dos monedas de cinco pesetas. No me pareció bien abrirlo allí; di las gracias al familiar y me retiré.

Ya en la .puerta curioseé la entrega, y vi, efectivamente, dos relucientes duros envueltos en el mismo papel que escribí, manera muy delicada de contestar un memorial, y acompañando la dádiva este autógrafo del señor Arzobispo al pie de mis renglones: Non mores, sed hominem, comiseratus sum, f Marcellus.

A fuer de hombre de ingenio y de buen latino, el señor Arzobispo me devolvía mi cita ciceroniana, con otra de Laercio, que en buen romance viene a decir: "Haz bien y no mires a quién.

Haciendo votos por la salud del buen* Arzobispo, dejé Mairena, pueblo del que bien puedo decir que, si no vi la feria, lo tengo apuntado en la feria de mis aventuras


[1]  Betis y Beth, en hebreo, es lo mismo que casa

LIBRO SEXTO

POR TIERRA DE MÁLAGA

 

I

SEMI-ANACREÓNTICA

L

legué, efectivamente, a Osuna, villa ducal situada al pie de un alto cerro y al principio de una dilatada llanura de labrantíos y dehesas.

A partir de Sevilla, estos grandes campos andaluces tienen un aire de soledad que apena. Grandes latifundios se extienden leguas y leguas, y aumenta la despoblación la práctica de dividir los terrenos en tres porciones: para el cultivo, para el descanso o barbecho y para pasto de animales. Sevilla es una capital esplendorosa entre campos abandonados. El antiguo reino se lo repartieron en feudos el Duque de Arcos hacia la parte de Córdoba ; el de Medinaceli hacia Cádiz, y el Duque de Osuna hacia la serranía de Ronda.

El nombre de Osuna va unido al recuerdo del alto magnate que con su rumbo deslumbró las cortes europeas, reavivando la tradición de los grandes señores castellanos. Marchitos los laureles de los  Ureñas y gastados los doblones de los Osuna, la villa aparece como un astro apagado, en el que todavía aletean, frías y agónicas, las  águilas de los heráldicos blasones, esperando la salida de un sol que no volverá a encenderse.

En tal guisa, la gótica colegiata se ha convertido en panteón de los Duques, y la Universidad, en caserón municipal. A esta Universidad de baratillo y a su antigua feria de grados me refería en mi conversación con el juez del Humero.

Pasada La Roda se cruza un trozo de la provincia de Málaga, metido como una cuña en tierras de Sevilla, Córdoba y Granada.

El terreno va haciéndose montañoso. La entrada por cualquiera parte es penosa é incómoda por los pedregosos montes que salen al paso ; pero no hay pedazo de tierra que no esté plantado de viñas, porque, según parece, cuanto más áspero y montañoso es el terreno produce vinos de mejor calidad. A estos viñedos, por lo extendidos que están por montes y laderas basta la marina, se les puede aplicar lo de la abundancia y ramificación de las vides de Judá, que extendían sus vástagos hasta la mar, cubriendo los montes con su sombra. (Salmo 8o.)

Hago especial mención de estos viñedos porque ellos fueron las posadas de mi hambre en este trayecto. ¡Qué uvas las malagueñas! Las vi blancas y negras y de tantas clases, que yo, como Virgilio, protesto no poderlas numerar; desde las tempranas, que nuestro Plinio llama forenses, porque madurando antes se venden mejor en las plazas, hasta las moscateles, cuyo olor y sabor es como almizcle o mosqueta, de lo que les pudo venir el nombre castellano. Apianas las llama también Plinio, por ser las abejas muy golosas de ellas; son uvas gordas, perladas de forma y de color, hollejo muy recio, pero de comer muy dulce, con lo que dicho se esta que ellas fueron mis predilectas.

Me pareció que los malagueños, a fuer de rumbosos, no guardaban sus viñas y dejaban que las aves del cielo y los pobres viandantes aliviasen las cepas de sus pesados racimos. Así, pues, con una buena panzada de uvas moscatel y un bocado de pan me dispuse al asalto de Antequera, ciudad famosa que a mi frente se mostraba asentada sobre tres colinas a la extremidad de la famosa vega de su nombre.

Y al asalto me disponía cuando casi en la linde del próvido vidueño, que a placer esquilmé porque creí que nadie me veía, un hombre con escopeta me sorprendió en la ridícula postura que los viñadores de La Champagne sorprendieron a un destacamento de prusianos que se había atracado de uvas en un viñedo.

—Levántese usted y vamos andando—me dijo el hombre de la escopeta.

Sentí la vergüenza de mi derrota, y atacándome las bragas, me rendí a discreción.

—¿De suerte que lo ha visto usted todo?—le dije. Me refería al atracón de uvas que me diera.

 —Todo—respondió él en toda la extensión de la palabra—. Le estuve espiando sin que usted lo viese, y si no le envié una perdigonada fue por temor de equivocarme de cara.

—Hombre, muchas gracias.

—Bien puede usted dármelas, porque se cebó en las mejores uvas de estos pagos. Se conoce que es usted persona de gusto.

Así era en verdad; con toda calma y sosiego me había comido libra y media o dos libras de las que me parecieron mejores uvas por su mayor color y sabor.

—Sí, señor—siguió diciendo el hombre de la escopeta—. Me vendimió usted de aquellas uvas con que hacemos el famoso lágrima, un vinillo así llamado porque se desliza gota a gota como las lágrimas de los ojos, sin más presión que la que hacen unas uvas sobre otras, sin ayuda alguna extraña y sin aderezo ni composición, y tan estimado de los malagueños, que lo sacan por postre en sus mesas.

—Lágrimas vierto yo, señor mío—repuse humildemente—, por haberle ocasionado tal perjuicio. Bien dicen que la ocasión hace al ladrón...

—Acepto estas explicaciones—contestó el otro, mirándome de hito en hito—porque a la verdad no me parece usted hombre de mala catadura.¿Qué le ha metido en estos trotes?

—El afán de correr tierras a pie y sin dinero. Ya ve usted, voy a Barcelona y quería llevar als noys noticias de la ciudad famosa que dio nombre a don Femando,  rey castellano del compromiso de Caspe.

—Hola, hola, veo que no es usted una persona vulgar—repuso asombrado mi interlocutor—. ¿De modo que sabe usted del Infante de Antequera?

—Y del húsar de Antequera—añadí, aludiendo a Romero Robledo, que entonces vivía y era el orgullo de los antequeranos.

—Vaya, vaya—replicó complacido—, esta usted fuerte en historia antigua y contemporánea. Esto me place. Pues voy a ponerme a su diapasón. ¿Ha oído usted contar de aquellos prisioneros siracusanos a quien Mételo perdonó la vida porque les oyó recitar versos de la Ilíada? A este tenor, yo le perdono el estropicio de mi viña y le absuelvo de todo cargo. Más aún, le brindo a usted con hospedaje; pero con una condición: que vaya usted a herborizar por mí.

—Ya lo creo—repuse alegremente—; con muchísimo gusto, si bien le advierto que lo que me sobra de Historia me falta de Botánica.

—No importa; es suficiente con que conozca usted el lentisco y la pita, que sí conocerá. Son las únicas plantas que por ahora necesito para mis simples, porque ha de saber que soy herbolario.

El extrañado ahora fui yo, pues cuanto más supuse fuera un labrador instruido.

—Sí, señor—añadió, comprendiendo mi extrañeza—; soy un modesto herbolario de la ciudad, que salió a ver su majuelo y de paso a matar gorriones. Con que ya lo sabe usted: en cuanto llegue a la Plaza alta se mete en la herbolería que allí encontrará. Es mi casa, y en ella me espera o le espero yo, porque ahora he de pasarme por el Romeral a saludar a dan Francisco (Romero Robledo), que, como buen paisano, nos visita todos los años.

Y no hubo más, sino que me dio su mano, que él torció a mano izquierda hacia el Romeral y yo tomé la cuesta que lleva a la ciudad.

II

ANACREÓNTICA ENTERA

L

legué a Antequera por la parte donde esta su magnifico paseo, crucé calles, y al llegar al Arco de los Gigantes di con la Plaza alta, donde tenía su tienda el herbolario.

Pregunté a un mancebo que había a la puerta si había llegado el patrón; ante su negativa me senté a esperarlo en un poyo de la plaza. Aquí se me juntó un aguador, que arrendó a un árbol un borriquillo cargado con unos cántaros de agua que ceñían guirnaldas de una hierba de tallitos inclinados a rojo, con muchas flores pequeñas azules y blancas, desconocidas para mí, porque, según confesé al herbolario, soy peregrino en estas partes del reino vegetal.

—¿Qué tiene esta agua—pregunté al aguador—que va tan florida? ¿Es agua bendita?

—O poco menos—me respondió el antequerano—. Bien se conoce que es usted forastero. Esta agua es famosa entre todas las de España por la gran fuerza que tiene contra la terrible enfermedad de la piedra y también porque conforta mucho el estómago. Mana de una fuente que está a dos leguas de esta plaza, y pónese muy gran recaudo en que no se haga falsedad de dar otra por ella. Por esto los aguadores que vivimos de trajinarla nos poníamos antes unas guirnaldas de esta hierba cambaro[1] , de que la fuente esta rodeada, y si llegaba la hierba fresca en la guirnalda es señal de haber llegado el aguador a la fuente y cogido el agua, por no darse aquella hierba sino allí en toda la comarca. Ahora nos contentamos con ponérsela a los cántaros. También he oído contar a mis abuelos que, cuando llevaban lejos esta agua, un escribano daba testimonio de la persona, día, mes y año en que se cogía, y después el cura de la iglesia sellaba los cántaros de manera que no sic pudieran abrir sin sentirse... pero esto sucedía en tiempos del Papa Bellotas.

—¿Papa que?

—¡Del Papa Bellotas—recalcó mi aguatero—¡Pues a fe que no se le oye!

En efecto: desde la torre del castillo romano que domina la población llovían las campanadas de un reloj de torre que a la sazón daba las siete.

—¡¡Ah! ¿Este es el Papa de Antequera?—repliqué, acordándome del otro de Burgos.

—¿Qué? ¿No había oído usted hablar de él—exclamó el antequerano con asombro—; ahí es nada, un reloj que pesa cien quintales. Ni el Rey de España lo tiene en su Palacio.

—Y ¿es de veras que pesa tanto?

—Hombre, así lo anuncia él mismo :

Papa Bellotas me llamo,

cien quintales peso;

quien no lo quiera creer

que me coja en peso

y me lleve a la playa

y de la playa a mi casa

y me llamo Salvador del Mundo...

En esto vi venir a mi herbolario y dejé a mi aguador con la palabra en la boca. Venía el hombre con su escopeta terciada y cubierto de polvo, como quien pasó la tarde en el campo. Era solterón, sin más compañía que un mancebo o ayudante y una vieja ama de llaves y cocinera a un tiempo. Hízome pasar adentro y cenamos en seguida, porque ya la cena estaba dispuesta y él venía tan hambriento como yo, e hízome arreglar mi cama junto a la del ayudante, al cual vi muy extrañado de la calidad del huésped que recibía su patrón.

Aquella noche el herbolario estuvo parco de palabras; pero a la otra mañana, en cuanto salté del lecho, me tomó por su cuenta, diciéndome:

—Señor incógnito—porque ni siquiera trató de averiguar cómo me llamaba— ; señor caminante, póngase usted estos zapatos y este chaquetón, que bien los necesita y que yo le oferto en nombre de Linneo. Desayúnese y dispóngase a herborizar. Para esto debe trasmontar el cerro del castillo y a la otra falda perderse donde vea manchas de pita y lentiscos. Darele un cuchillo de monte un saco y provisión para el día, porque hasta media tarde no será la vuelta. Procure cortar lo más fresco y jugoso que encuentre.

—Amén—dije muy satisfecho.

Y salí de la botica vestido de nuevo y con mi talega al hombro. Bordeé la colina donde está  la torre del Papa Bellotas y salí al tostadero del ejido. Anduve y más anduve, y donde veía una tuna cortaba tal cual hoja, con más cuidado que pulquero sangra un nopal. Arrebañé con las matas de lentisco y en pocas horas colmé el saco. Pasé el día entre pastores y gañanes, oyendo cantar a las cigarras y balar los recentales, y lo pasé divinamente porque a la noche me esperaba buena cama y buena cena. ¡Cuán poco se necesita para hacer apetecibles los pormenores más elementales de la vida!

Volví, pues, a media tarde adonde el herbolario con mi talego a cuestas, atufando a lentisco y con las manos verdes del zumo de las pitas. Hallé al buen hombre en su laboratorio, entre retortas y alambiques. Vacié mi carga y le pareció bien.

 —Ahora—me dijo—va usted a servirme de ayudante químico, porque el otro esta en el mostrador. Vamos a empezar por sacar el acíbar de estas pencas. Esto le entretendrá algún tiempo; pero es facilísimo de hacer.

E hízome cortar las hojas, algunas retorcidas como cuernos de cabra; ponerlas en unas vasijas para que destilasen el jugo y purificarlas en unas calderas a fuego lento, hasta que haciéndose una especie de jalea queda condensada como la pez rubia. En esto empleé bastante tiempo, y aún quedó la mitad por hacer para el día siguiente.

—Por hoy hay bastante—díjome a última hora el herbolario—. Mañana echaremos la jalea en cartuchos de papel y con esto tengo provisión de acíbar para vender a las boticas. Aunque son tres las clases de acíbar, éste que destila la pita, o aloe a lo farmacéutico, es el verdadero hepático de muy singular virtud purgante, llamado así porque se asemeja al hígado en el amargor del gusto.

Al otro día trabajamos en el lentisco, de manipulación más limpia y agradable. Hervimos gran cantidad de hojas en un caldero de agua y recogimos la espuma que sobrenadaba. Dejándola secar, vendíale el herbolario con el nombre de incienso macho.

—Por este estilo—díjome, a modo de apotegma, el herbolario—tengo mucho cuidado y estudio en el conocimiento de otras hierbas, cuya noticia se ha perdido entre nosotros, pero que he leído en autores antiguos. ¡Gran lástima por cierto, que, si no, más remedios simples tuviéramos, en vez de tener que recurrir a drogas y hierbajos de los salvajes de las Indias. Mi arsenal es la Historia Natural de Plinio, donde se mencionan los famosos remedios que descubrieron los españoles en las hierbas de su país.

El tercer día me empleó en cosechar también timas y lentisco, con lo que entretuve el cuarto al pie de los alambiques. Comprendí que más alambiqueo sería alambicar demasiado la hospitalidad de aquel buen hombre, y antes que me despidiera él, me despedí yo, dándole las gracias por su bondad. Diome dos duros de adehala, y, al dejar su tienda, hízome brindar a la salud de don Pedro Ximénez, noble caballero de Málaga, o, lo que es lo mismo, me regaló con una copa del delicioso vino de esa marca.

Bajé la cuesta de la ciudad, orillé la finca del Romeral, y a medio camino de las dos leguas que van de Antequera a Archidona vi la Peña de los enamorados, o media peña, a favor de los desmontes del ferrocarril, pero que de todos modos acredita el mal gusto de los amantes que para su refugio escogieron una roca árida y pelada.

         Por fin, entré en el reino de Granada.


[1] La Saxífraga.

LIBRO SÉPTIMO

GRANADINAS

I

EN LA ALHAMBRA

P

asados los infiernos de Loja, hondos desfiladeros por donde se precipitan cien arroyos y riachos, se entra en el paraíso de la vega granadina que fecundiza el Genil y aquí comienza. Es un vergel delicioso de ocho leguas de largo y cerca de quince de circunferencia, lleno de caseríos, quintas y casas de campo. Una campiña verde y fresca, un vasto parque en el, regazo de una concha inmensa entre un marco de colinas exuberantes de vegetación; en lontananza un anfiteatro de montañas bañadas de una divina luz celeste, y por encima de todo, las nieves eternas de Sierra Nevada en el azul intenso del cielo. Casan allí admirablemente las dos bellezas más opuestas de la naturaleza: la nieve inmaculada del Norte y el sol de fuego del Mediodía.

En este cuadro, idealmente hermoso, la ciudad levanta sus rojos cubos y colorines torreones, escalonados en los declives de tres colinas abiertas como los cascos de una granada, nombre de una sabrosa fruta y de una encendida flor oriental,que sienta como anillo al dedo a la señora de la Alhambra y a su paisaje, el más riente de España.

Ante el encanto de esta ciudad magnifica, el viajero comprende muy bien el dolor que sintieron los moros al dejarla; dolor que será eterno y que diariamente se renovará en sus almas cuando en sentida plegaria pidan todavía al Profeta que se la devuelva, con igual fe que el más ferviente cristiano puede pedir a Dios el goce de la Jerusalén eterna.

Dispuesto a saborear sus encantos, me propuse parar en ella algunos días, y como no había que prensar en fondas ni hoteles, me di a husmear la manera de vivir. Entré por la famosa puerta Elvira, y dando vueltas, tropecé con el mercado y la plaza Vivarrambla.

Aquí es la plaza tan mentada por los pasatiempos de otrora; galas, justas y torneos, juegos de sortija, músicas adornadas y zambras. Aquí donde lucieron las vistosas libreas de los Abencerrajes, las delicadas invenciones de los Gazules, las altas pruebas y ligerezas de los Alabeces, los costosos trajes de los Zegríes, Muzas y Gómeles.

Y acordándome de todo esto, sentado en un poyo, recité con los ojos entornados:

Afuera, afuera, afuera,

aparta, aparta, aparta,

que entra el valeroso Muza,

cuadrillero de unas cañas.

Treinta lleva en su cuadrilla

Abencerrajes de fama,

conformes en las libreas

de azul y tela de plata.

De listones y de cifras

travesadas las adargas:

yegua de color de cisne

con las colas encintadas.

Atraviesan cual el viento

la Plaza de Vivarrambla,

dejando en cada balcón

mil damas amarteladas.

Los caballeros zegríes

también entran en la plaza;

sus libreas eran verdes

y las medias encarnadas.

Al son de los añafiles

traban el juego de cañas,

el cual anda muy revuelto,

parece una gran batalla.

—¡Agua helada de la Alhambra!—oí gritarme casi a las orejas, sin para que despertara de mi ensueño. Y vi un aguador como en Antequera, sólo que el granadino cargaba a la espalda una garrafa envuelta en corcho, de la que vertía el delicioso líquido sin más que ladear el recipiente por el hombro.

—¡Heladita de la Alhambra!—volvió a cantar.

         Sugestionado por este nombre le pedí un vaso. Quise pagarle y no quiso.

—¿Tan pobre me crees—hube de decirle—que te duele cobrarme una perra de agua ?

—Pero tampoco será usted un Marqués—me contestó, descargando la garrafa, como quien se dispone a descansar. En seguida sacó la petaca, me convidó a hacer un cigarro y acabó diciendo—: ¿Es que no me quiere agradecer una sed de agua?

        —¿ Si habré tropezado con otro Juan de Dios?—pensé yo-; pero me ilimité a responder:

—Bien, hombre, eres un barbián; te doy las gracias.

—Las gracias se dan después de comer—me respondió con gravedad.

 —Esto pienso hacer yo, dar las gracias a Dios después que coma.

—Dios esta más lejos y más alto que el ''Picacho". ¿No le sería a usted igual dárselas a otro que esté más cerca?

—Acertaste—me dije—. Este hombre te va a resultar San Juan de Dios resucitado para servirte en Granada. Lo menos que va a hacer es convidarte a comer. Pero no fue así, porque a seguida añadió:

—Vea, hermano ; aquí en Granada los forasteros están muy bien servidos.

—Será como en todas partes : pagando.

—Quiá, no señor ; esto no tendría ninguna gracia; oiga usted, falta una hora para las doce (el reloj vecino de la Catedral daba las once); en esta hora del mediodía le esperan con la mesa puesta los Canónigos del Sacro Monte y los Jesuitas de la Cartuja.

—Pero estos señores estarán muy lejos de aquí.

—Sí y no; yo le enseñaré las vueltas para dar pronto con ellos. De todos modos, están más a mano que Dios, que esta en el cielo, y hasta allí hay que gritar pidiéndole el pan nuestro de cada día.

Pero yo me sentía con pocas ganas de echar un trote hasta aquellos lugares. Además, no quería entrar en Granada como mendicante, sino como un hidalgo: con la hidalguía de las pesetas antequeranas ganadas al herbolario.

—Agradezco tus indicaciones—dije al aguador—; pero acabo de llegar por la carretera, y dejo el bollo por el coscorrón. Ya sé dónde se come gratis. Ahora dime dónde sirven más barato.

—¿Piensa usted estar muchos días en Granada? —me preguntó, en vez de responder a mi interrogación.

—Dos o tres, ¡qué sé yo! Lo que me dure el dinero, que no es mucho; cinco pesetas, sobre poco más o menos.

—Pues entonces vamos a hacer un trato—díjome muy formal—. Yo me gano la vida vendiendo agua, pero soy guarda de un solar en el que tengo una casuca. A estas horas, que no se vende el agua, porque como no sea algún inglés chiflado no anda nadie por las calles, voy a hacerme la comida. Si le conviene, comeremos juntos. Por dos reales le daré de comer al mediodía y a la noche sitio donde recogerse, porque vivo solo y me sobra local.

—¡Adiós, caridad! ¡Adiós, San Juan de Dios! Este hombre iba a su negocio y lo que hizo fue tantearme por si podía hacerme su huésped. ¡El buen aguador se fijó en mí, caballero de la triste figura, como un gancho del Washington Irving sonsaca y atrae para su hotel a un príncipe ruso! Pero el trato me pareció de perlas. ¿Bazofia y dormida por dos realitos diarios? ¡Ya lo creo! Aseguraba unos días y durante ellos me daría verde en Granada, estudiándola a mis anchas. Sin embargo, dábame mala espina lo del solar, acordándome del de marras sevillano, estercolero de miserias humanas.

Pero no fue así. El aguador me llevó a él y descubrí un hueco sin edificar en una manzana de la calle de la Gran Vía, que por aquella parte forma el ensanche de la población, calle que debiera llamarse de la Gran Herejía, por la grande que la han hecho los granadinos, destruyendo y arrasando el barrio árabe que allí estaba. Así se perdieron la casa de la Inquisición, el colegio de Canónigos y gran cantidad de patios moros. Sin ir más lejos, en el solar a que hago referencia, vi un montón de materiales de derribo que hubieran hecho las delicias de un arqueólogo: columnas y capiteles árabes, pilas de azulejos, zapatas mudejares y otras filigranas de los alarifes moros.

Y junto a los preciados escombros, un barracón, la vivienda del guarda, si que también aguador. El cual dio principio a mi hospedaje, aderezando un guiso con más patatas que carne. Parecióme bonísimo albergue, y me apresuré a pagar por adelantado los dos realitos correspondientes a mi primer día de pupilaje. Acabado de comer, mi huésped se echó a la calle con su garrafa, y yo, con las manos en el bolsillo, a ver la población. Y ante todo, la Alhambra

Por la ciudad de Granada

el rey moro se pasea;

por la calle el Zacatín

llegaba a la Plaza nueva ;

Es decir, el aguador me guió a ella. Aquí esta la Chancillería y en frente se divisa un cerro verde y frondoso que sirve de pedestal a la acrópolis abandonada de los Reyes moros.

Entonces, a lo poético, hice a mi acompañante aquella pregunta que el Rey don Juan I hiciera al

moro Abenamar estando en el río Genil, y que cantan las niñas en el corro:

—Yo te agradezco Abenamar,

aquesta tu cortesía,

¿qué castillos son aquéllos?

Altos son y relucían.

A lo que mi aguador, a fuer de buen granadino, contestó, envidando el resto del romance:

—El Alhambra es, gran señor,

y la otra la Mezquita,

los otros los Alijares

labrados a maravilla.

El moro que los labraba

cien doblas ganaba al día;

el día que no labraba

otras tantas se perdía.

El otro es Generailife,

huerta que par no tenía;

el otro Torres Bermejas,

castillo de gran valía.

Tras esto echamos a andar. Pasada la Cuesta de los Gómeles, convertida en cuesta de pintores, por ser aquello una exposición al aire libre de acuarelas y fotografías de Granada, el aguador tomó por un camino para ir a llenar su garrafa en los aljibes, y yo por otro: una alameda por la que se tamiza el sol a través del claro follaje de las hayas.

Cuando mayor es la obsesión que a uno le embarga ansiando ver cuanto antes la maravilla mora, sorprende desagradablemente a mitad del camino la aparición de dos pegotes arquitectónicos:

el Washington Irving y Los Siete Suelos; dos hoteles donde anidan las cucarachas que infestan la Alhambra.

Eso me parecieron los señores turistas, que allí vi entrando y saliendo a paso lento y correctamente

vestidos de negro. Gran hispanófilo y admirador de las glorias de Granada fue Washington Irving; pero es un nombre que en andaluz es una guasa, aparte que, colgárselo además a un hotel en plena Alhambra, es una nota discordante. Cualquier otro nombre le hubiera estado mejor, así fuese el del Moro Muza. Y por añadidura Los Siete Suelos, es decir, gato por liebre, porque Los Siete Suelos auténticos, por cierto reducidos a cuatro, es la famosa torre por la que salió Boabdil cuando dejó la Alhambra y que más arriba se ve.

Los granadinos debían derribar a cañonazo limpio estas verrugas de piedra que afean las alamedas moras y ceder el sitio aunque fuera a un aduar marroquí; todo menos convertir aquello en viveros de levitas y levitones.

Bien es verdad que para visitar la Alhambra habría que ponerse el alquicel y el turbante.

La moderna indumentaria de la burguesía cosmopolita en aquella mansión de hadas es una blasfemia estética; es algo así como si en el coro de la Catedral de Toledo viéramos sentado un capítulo de mercaderes y maestros de taller. Si algún día expulsan a los frailes de España, habían de tolerarse los indispensables para vestir los monumentos arquitectónicos que ellos dejen, a la manera que El Escoriad hubo de cederse a los escolapios y luego a los agustinos.

No vestido de moro y con barbuchas, porque no podía ser, sino descalzo, colgando del brazo las alpargatas, me preparé a ascender al Alcázar, pareciéndome que con ellas profanaría las marmóreas losas de sus salas; y quien dice alpargatas dice charoladas botas.

Estas reflexiones hacía, tendido sultanamente en un parterre frente de Los Siete Suelos, cuando reparé en un can que, por lo visto, pensaba como yo. Señorito que por allí asomaba, de tiros largos y lustrosas botas, había de tropezar necesariamente con el animalillo, el cual, levantando la patita, le pintaba las botas. Indignábase el caballerango, y aun amagaba un puntapié o varapalo, pero ya el animal se había zafado y, meneando la cola, saltaba y ladraba alborozado. A esta sazón acudía su amo, un limpiabotas, diciendo, gorra en mano:

—Caballero, ¿limpio?

De cada tres manchados, dos decían amén. El limpiabotas se arrodillaba a sus pies, sacaba el lustre, y a cada servicio regalaba a su acólito con un terrón de azúcar. Tan bien enseñado estaba el animal, que en los descansos alzaba la patita, meaba, y así hacía su provisión de barro. No pude menos de reír su destreza y regalarle con un trozo de caña dulce, que no desdeñó, pues sería tan goloso como hábil.

Di, por fin, con la Alhambra. Embalsamados jardines llenan todos sus rincones, y hiedras y arrayanes trepan por los rojizos muros. Es la vida de las plantas siempre joven y triunfal al través de las mutaciones del tiempo, sólo que aquí hay que olvidar la naturaleza y convertir la admiración al arte de los moros, que hicieron del Alcázar una mansión de hadas ; y así lo piensa el viajero cuando entra en el recinto y, por una especie de sortilegio, se ve encerrado entre las fantásticas decoraciones de patios, salas y galerías.

Desde el mirador de la Torre de la Vela parece tocarse Sierra Nevada; tan diáfano y sutil es el ambiente. A vista de pájaro vense el blanco caserío de la ciudad y los verdes macizos del Generalife y de la Alhambra; al fondo, la verde alfombra de la anchurosa vega, y arriba, en el cielo, una cúpula de purísimo azul: la parte de Paraíso que corresponde a la tierra, en opinión de los moros de Granada

Allí habló el Rey Don Juan,

bien oiréis lo que decía:

Si tú quisieres, Granada,

contigo me casaría...

      Mas como tardara la contestación, el Rey Don Juan dejó el alcázar árabe, bordeó el suntuoso palacio, no terminado aún, de Carlos V, y llegó a una alameda, a espaldas de la iglesia de Santa María. Bajó una rápida pendiente, hacia la izquierda, y vino a dar con el admirable palacete de Las Damas y con la Mezquita.

Después, con la soberbia Torre de los Picos, y bajando un cobertizo sobre el que descansa la torre, miró la cuesta del Rey Chico, hoy llamada de Los Muertos, que conduce al Darro. Enfrente están la Colina del Sacro Monte y el Albaicín.

II

EN EL ALBAICÍN

L

a visita a la Alhambra causó tanta merma a mi caudal que temí que el aguador se quedara sin

huésped en menos de dos días, pero como tenía la suerte de cara, Granada fue mía por más tiempo.

Es el caso que al segundo día de mi estancia en la ciudad hube de perderme por los alrededores de mi hospedaje. Pasé él Zacatín y la Alcaicería, entré en la Catedral y salí al Mercado. Con ojos como puños miré los volátiles desplumados y los cuartos de reses que colgaban en pollerías y carnicerías; pero apartándome de las pecaminosas tentaciones, sorteé entre los puestos de las verduleras, con intención de comprar un puñado de patatas para refuerzo del guiso hospederil, que hallaba muy deficiente. Parado estaba ante uno de aquellos, esperando mi vez, en tanto que la vendedora despachaba a otros parroquianos, cuando, de pronto, oí que me decía:

—¡Tome, hermano!

Tendí instintivamente la diestra y la buena mujer me alargó tres patatas y una monedita de dos céntimos.

—Muchas gracias, señora — contesté, y aun creo que añadí—:¡Dios se lo pague!

¿Si será costumbre en Granada tratar así a los peregrinos—pensé—? Veámoslo.

Pasé al puesto inmediato, me quedé plantado, en actitud expectante y lo mismo; una patatita o dos centimitos. Y así sucesivamente. La que no daba patatas daba un ajo o una cebolla y, en último caso, la monedita de dos céntimos.

En menos de media hora, haciéndome el santito, llené el pañuelo de tubérculos y el bolsillo de céntimos. ¡Oh, santas mujeres de Granada! Vosotras reforzasteis mi ágape en este día y dísteisme para pagar el alojamiento, ¡ Yo os bendigo !

Aquella tarde la dediqué a visitar el Albaicín, famoso barrio de la gitanería en otra de las colinas que divide el Darro.

Tampoco es el Albaicín para conocido en un día; es un diorama de tipo charro y notas de color que hay que ver despacio, como lo vio Fortuny cuando lo reprodujo en sus acuarelas.

Los señorones que allí van lo hacen pensando entrar en una guarida de ladrones y no hay tal cosa. Los gitanos en sus casas son tan finos y caballeros como cualquier otro ciudadano en las suyas, y lo que de ellos desplace visto suelto y estemporáneo, resulta simpático y alegre en aquel jirón de Granada. Más exóticos y más chocantes les parecerá a los gitanos esas parejas sueltas y caravanas de extranjeros que se quedan boquiabiertos y embobados mirando, aunque más no sea, el esquileo de burro.

Como yo fui con mi disfraz de peregrino, nadie se metió conmigo. Verdad es que llovieron sobre mí algunos cañís pidiéndome perras y tabaco, pero en cuanto se convencieron de lo inútil de su porfía, dejáronme en paz y se dedicaron a huéspedes de más calidad que por allí discurrían. Cansado de corretear, vi el anuncio de un ''aguaducho", y me senté a la parte de afuera a tomar un refresco.

El establecimiento hacía esquina a un callejón sin salida, donde a temporadas vivía Mariano, el rey de los gitanos, personaje que era la great atraction del Albaicín, pero que a mí me tenía sin cuidado. Sin ir más lejos, allí, en la misma tienda, estaban impacientes una pareja de ingleses, hombre y mujer, porque querían ver a Mariano y no los dejaban. Y quien no los dejaba era un cañí de calañés y faja, borracho perdido, que navaja en mano estaba plantado en la bocacalle proclamando, y a grito herido, que por allí no pasaba naide.

—¡Naide, ni María zantísima!

Nadie se atrevía a llevarle la contraria ni a pasar por allí. Algunos gitanillos lo tomaban a risa y aun le jaleaban, pero no así el inglés, con traje de cuadros y gorra de plato, y la inglesa, una espátula vestida de blanco, con un cenacho de flores en la cabeza y enseñando unos pies muy grandes. Milord temblaba de coraje y milady decía a intervalos:

—¡ Oh! Schoking.

Hablaban con el tendero, un gitano pulido y ceremonioso, y le exhortaban a que les despejara la ruta, pero él se reía y hacíase el sueco, o porque no se atrevía con el beodo o porque a más parada más despacho.

Al fin vi al sajón levantarse, ceñirse al puño una llave inglesa e ir en derechura al cañí.

—¡Oh! ¡John !—gritó asustada su mujer. Pero él no la hizo caso, antes bien, poniéndose en guardia se encaró valientemente al gitano.

—Yo darte dinero si dejarme pasar. Yo querer ver tu rey.

—Atrás el extranjero —fue la inmediata respuesta del otro—. Por aquí no pasa naidito.

—¡Querer ver tu rey ! —repetía alborotado el inglés.

—Ni rey ni Faraón... Si pasas te pincho.

Y el gitano, tambaleándose, amagó un golpe. Entonces el inglés, que venía dispuesto a pelear, le asestó un trompis de llave en el pecho que dio con el cañí en tierra.

—¡Jezú! ¡Marecita de mi arma! que me traigan la Unción —gritó el gitano, como si de veras se estuviera muriendo.

El ruido de la contienda había llamado más gente que el famoso paso de Suero de Quiñones. Los otros gitanos, en cuanto vieron revolcarse y gritar a su pariente, tomaron su defensa. El inglés vio el pleito mal parado y fue a refugiarse en el aguaducho, junto a su cara mitad.

Para mayor complicación corrió la noticia de que los dos extranjeros eran yanquis, y como por aquel entonces estaba muy fresco el recuerdo de Santiago y de Cavite, la tribu se alborotó. Las mujeres, desde los portales, hacían tiros parabólicos muy certeros, sobre los sajones, con patatas y tronchos de lechuga. La oportuna, más que oportuna, la providencial aparición de dos guardias urbanos, que rara vez pasean aquel barrio, pareció salvar el conflicto, pero no fue así. El acoso y la escandalera duraban más que una película de dos mil metros. Los guardias se veían y se deseaban para contener la avalancha de gente que pretendía linchar al supuesto yanqui.

Para mayor complicación, un barbero gitano se asomó a la ventana a ver lo que ocurría, sintió un arranque tribunicio, y con su arrebatada elocuencia profesional, arengó a las masas predicando el odio al extranjero. Entonces los guardias desenvainaron los sables, y valientemente abrieron calle, escoltando a milord y milady. Lo apiñado del grupo que los rodeó al instante impedía ver en qué acabaría aquello. Y en lo que aquello acabó fue en que la gitanería comenzó a abuchear a los cuatro, a silbarlos y a perseguirlos camino abajo.

Cuando la doble bina llegó cerca de la puerta de Fajalanza, les seguían más de doscientos gitanos, y yo entre éstos. El escándalo era fenomenal. Del cuartelillo de la Guardia civil salieron cuatro números y un cabo, que se vieron forzados a adoptar una actitud resuelta. Los civiles sacaron los sables, pero al fin sacaron el convencimiento de que el suceso debía concluirse sin violencias. A fuerza dé retóricas convencieron a los gitanos para que despejaran, y abrieron plaza.

Entonces los ingleses entraron en el cuartelillo. Allí fueron amablemente consolados, ella sobre todo, por un oficial, quien, acompañándoles a la puerta, oí que les aseguraba podían salir sin peligro. Milord daba las gracias; milady aún dudaba, y toda medrosica, como paloma que acaba de cruzar un túnel, se atrevió a decir:

—¿De veras? ¿No haber peligro?

—De veras—replicó el caballero oficial— ; si lo duda usted, yo lo certifico.

Y así, con mucha chunga, los echó a la calle, donde tomaron un coche y se perdieron de vista.

IV

LAS CUEVAS DE PURULLENA

M

uy satisfecho de Granada y de los granadinos, hice rumbo a Almería.

Antes de construirse el ferrocarril que enlaza ambas ciudades, la posta corría este camino en tres días. Los traqueteados viajeros, al llegar a la Cruz del Puerto, se despedían de Granada y se santiguaban porque habían de pasar los desfiladeros de Prado del Rey y los Dientes de la vieja, famosos apostaderos de bandidos. Por fin, tras mucho frío, porque en estas alturas hace mucho, aun en verano; tras muchos sustos y muchas congojas, dormían en Guadix la primera noche, en Venta de Doña María la segunda y la tercera en Almería.

Yo, alegre y despreocupado, me puse en dos días a la vera de Guadix, parando, en la primera jornada, en la clásica Venta del Molinillo, que aún conserva este nombre y sigue siendo obligado paradero de muleteros y peatones.

El trayecto es a trechos montañoso, a trechos llano, salpicado de vigías o atalayas ruinosas. Aún hoy se distinguen las torres moras de las romanas y también los socavones de las ruinas que unos y otros allí abrieron. Los romanos hacían redondas las torres de sus fortalezas para eludir cuanto podían la fuerza del golpe de los arietes, y sus mineros, siguiendo la costumbre militar, hacían los socavones de las minas también redondos.

Los moros, que tenían otro sistema de castrametación y de ataque, edificaban cuadradas sus torres y cuadrados los socavones de las minas.

Hago mención de estos detalles porque algunas de estas ruinas fueron mi reparo, y en sus agrietados muros hallé para mi consuelo viejas higueras, cuyo dulce fruto compartí con los pájaros muy golosos de él.

Entre Purullena y Guadix hay una llanada erizada de colinas de greda que sirven de albergue a gitanos y otra gente pobre. Llámanlas cuevas o covachas, y en ellas viven divinamente sin pagar al casero, como conejos en madriguera. Algunas forman barriada y se escalonan en pisos, con gradas en espiral para subir a ellos. Debido a esta superposición de viviendas, resulta que muchas veces se ven asomados a las ventanas de arriba orejudos asnos, como cualquier vecino, porque aquéllas corresponden a cuadras o caballerizas.

En este plano visual estábamos mirándonos, pues, un burro desde su excelsa cuadra y yo sentado abajo en la cuneta de la carretera, cuando cruzó ante mí un hombre, que ni por la tez ni por la indumentaria, parecía labrador ni gitano. Me miró, le miré, y como me traía cuenta, le saludé el primero, preguntándole:

—Muy buenas tardes. ¿Me hace usted el favor de decir qué tiempo tardaré en llegar a Guadix?

El viandante hizo alto y con mucha flema contestó:

—Vamos andando y se lo diré.

—No me da la gana—iba a responderle—. ¿No hay más sino arrear continuamente a los pobrecitos vagos y no dejarles descansar, como si fueran el judío errante?

Pero me contuve, y lo que le respondí fue:

—Hombre, estoy descansando. No creo que le quite tanto tiempo contestar a mi pregunta para que haya necesidad de hablar andando.

Me indignó la negativa de ese hombre a una demanda que no se niega al andante más ínfimo.

—Marqués excelentísimo, perdone que le haya, entretenido—repuse con sorna.

—Sin excelentísimo—añadió campechanamente, Sin darse por ofendido—. Acertó con mi nombre: me llamo Pedro Marqués, servidor de usted...Vamos a ver, buen hombre, ¿cómo quiere que le diga el tiempo que tardará en llegar a Guadix si no sé lo que anda usted? Yo de mí puedo asegurar que por este camino empleo dos horas ; otro, según sea el paso, llegará antes o después. Por esto le decía que echase a andar, porque así únicamente puedo contestar cumplidamente a su pregunta. Otra cosa es que me hubiera pedido las leguas que hay de este punto a la ciudad.

¡Qué hombre tan raro! Comprendí lo razonable del discurso y me deshice en excusas. Y aun hube de decirle que supuesto él ponía dos horas hasta Guadix, yo necesitaría doble tiempo, porque andaba acansinado.

—Pues hará bien en pedir albergue en una de estas cuevas —me respondió. El sol va de caída, la distancia es larga, y no ha de encontrar posada donde pernoctar.

—¡Pero si estos agujeros parecen nichos de cementerio!—repuse—. Vamos a estar muy estrechos todos.

—Las apariencias engañan. Yo le llevaré a uno de esos agujeros, y vera cómo ni es nicho ni siquiera le parecerá cueva: a la mía.

—¡ Ah! ¿De  modo que es Usted de la colonia? —dije, señalando a las cuevas.

—A temporadas. Mi cueva es mi oficina, porque ha de saber usted que soy herrador con honores de albéitar, y como ahí vive mucha gitanería, les hago falta para disimular algunas enfermedades de animales que pueden dar lugar a la redhibición.

—¿Disimular o curar?—repuse yo, oyendo que aquel hombre se acusaba a sí mismo.

—Se hace lo que se puede, pero, le seré franco: como estos gitanos son tan pillos, yo he de hacerme su compadre, porque si no no me emplearían. A este tenor, soy cómplice o encubridor suyo cuando adelantan o retrasan la edad de un caballo, ya arrancando los incisivos de leche, ya burlando los de reemplazo cuando el animal ha cerrado. Y a esto llaman contramarcar. Y hago lomismo en el caso de muermo, a favor de medicamentos o introduciendo una esponja cuando destila una sola nariz, como sucede generalmente, pues ayuda a esto el que el animal parece gozar de buena salud y aun esta a veces en muy buen estado de carnes. Otras veces hay caballos cuyas articulaciones están ya fatigadas, que cojean en el trabajo por más o menos tiempo, y el reposo hace desaparecer esta claudicación para que un nuevo ejercicio la desenvuelva: a veces basta un reposo de algunas horas y otras de algunos días. El chalán que quiere deshacerse de un animal que se encuentra en este caso, espera a que desaparezca el alifafe para poner el animal en venta.

—¿ Y usted va a la parte ?

—Sí, porque si me llaman, como me doy por albéitar, lo declaro sano, y el trato se cierra, y si no lo hago yo, lo hace un veterinario cualquiera.

—¿Y con tan socorrido oficio vive usted en una covacha?

—No vivo en ella. La tengo únicamente para los tapujos que le dije y para que, viéndome su vecino, los gitanos no me olviden.

—Y ¿es allí donde quiere usted llevarme?

—Sí, señor ; pero no se asuste, que no le cobraré el hospedaje. En cambio me hará usted un gran favor.

—Usted dirá...

—Pues es el caso que, además de albéitar, soy curandero; pero de esto no tengo yo la culpa: me hicieron serlo a la fuerza.

—Como quien dice médico a palos.

—Casi, casi, porque una bofetada fue mi consagración médica. Tuve entre mis clientes chalanes uno con la manía más rara que puede usted figurarse: la de aventarse la nariz con la mano a cada instante, como quien caza moscas, porque le parecía ver venir a un moscardón. Era un hombre con todos sus cabales, pero que se iba quedando tullido del brazo derecho a fuerza de amagar moquetes. Y se me ocurrió curarlo. A este fin, un buen día que estaba él algo bebido en rueda con algunos de sus parientes, de golpe y porrazo le asesté un puñete en la nariz que si no se la aplasté, buena sangre le hice verter ; y antes que se repusiese de la sorpresa, me incliné, hice que cogía algo del suelo, y abriendo el puño le mostré un moscardón muerto que en él tenía guardado.

—¡ Vaya !—exclamé—. ¡Muerto está! Juan Cigarrón cayó en la percha.

Mi hombre miró el insecto, lo palpó y acabó por espachurrarlo con el pie. ¡ Santo remedio! Tan convencido quedó que el bicho aquel era el que le atormentaba, que poco a poco se curó de la manía de aventarse la nariz.

La noticia cundió y los demás gitanos me pusieron por las nubes. Como curé a uno quisieron que curara a los demás, y quieras que no, me vi convertido en curandero. Y sucedió lo que debía ser: en una de tantas se me ha ido un enfermo; se me murió. La familia esta indignada conmigo porque dice que yo maté, lo cual no es verdad, pues ya ve usted mi franqueza, y como dije lo otro diría esto.

—Lo creo—contesté. Y deseando acabara pronto y me dijera el favor que quería de mí, añadí—: ¿Qué más?

—Pues, como es costumbre en estos pagos, hoy le hacen el velatorio. Ya sabe usted lo que es esto: la guardia que se hace de noche a los difuntos, para la que convida la familia a toda la vecindad. En especial, la que se celebra por el niño muerto, va acompañada de baile y beberaje, porque el cielo tiene un angelito más. Y como mi muerto fue un niño, todo esto habrá esta noche aquí.

—¿Será usted de los convidados?

—Todo lo contrario. Lo que me temo es que en esta noche peligre mi oficina, esto es, que me la quemen. Como estos gitanos son tan bárbaros, y más cuando están borrachos, capaces son de romper la puerta o una ventana e incendiar un pajar que allí tengo, y con el pajar algunos útiles de herrador.

—¿De modo que lo que usted quiere es que le acompañe a velar por sus intereses?—pregunté, adivinando a lo que iba.

—¡Ca, no, señor! Yo no voy allá, porque si me ven me abrasan vivo. Dejaré que pasen unos días y se amansen; en cambio, con usted no se meterán.

—¿Esta usted seguro?

—Segurísimo. Además, viendo que allí entra un forastero, respetarán la cueva. El caso es salvar esta noche. Le daré la llave y dormirá muy ricamente en el pajar.

—¿Ricamente dice usted ? ¿Y si a los gitanos se les ocurre dar un asalto? Pues bien: para que vea que no soy cobarde, me avengo a hacer de centinela; pero a condición que al pajar añada algo más.

—Esto ni que decir tiene; mañana, cuando nos veamos donde le diré, le gratificaré como es debido. Favor con favor se paga.

—Pues no hay más que hablar—respondí—.Déme usted la llave y dígame cuál es la cueva.

—No se ve desde aquí; pero las señas son mortales. A espalda de estas covachas hay otras, en la linde del camino. Donde vea usted una con un rótulo que dice Herrería y un número 2 pintado en la pared, en ella se mete, porque es la mía.

—Esta bien; y ¿ dónde nos veremos mañana?

—En Guadix, para donde voy, pues ahora me dejé caer por aquí para ver si había novedad. Me encontrara usted en una nevería que hay en el callejón que va de la Plaza Mayor al mercado, y cuando nos veamos haremos el daca y toma de la llave y el dinero. No puedo darle más de dos pesetas, porque las cosas van muy mal. ¡Ah! Ya sabe usted cómo me llamo, Pedro Marqués. Si no me viese pregunta por mí en la nevería.

Pasé por las dos pesetas, y, despidiéndonos, me preparé a tomar posesión de la covacha antes que viniera la noche.

Di un rodeo a la colina del burro, el cual aún seguía olfateando desde su ventano el heno pradial, y en seguida topé con la herrería. Saludé a unas vecinas que por allí estaban cosiendo y charlando, díjelas que venía de parte del señor Marqués, abrí la puerta y me metí adentro.

Era un recinto casi cuadrado, con paredes de ladrillos hasta el techo, muy bajo y algo cóncavo de suerte que la covachuela parecía como un santuario con bóveda. Todos los enseres se reducían a un banco de herrador, un yunque y una fragua. En la habitación inmediata estaba el pajar con un ventanillo. Lo abrí, y colgado de una escarpia toqué un saco de patatas. Ya tenía cena, porque como entre mis avíos llevaba siempre un canuto de sal, con una patatada asada tenía bastante.

Y dejé venir la noche a la tenue lumbrada del carbón de una hornilla, donde se asaban las patatas. De vez en cuando me asomaba a la ventana y veía pasar gitanos y otra clase de gente que irían al velatorio, porque iban muy alegres. Algunos me miraban extrañados de ver una cara nueva; pero nadie me molestó. Como en el campo no hay luz artificial que alargue el día, me había acostumbrado a acostarme temprano, y así lo hice en esa noche.

Dormido el primer sueño, oí los ruidos de la fiesta que armaban mis vecinos: guitarreo, palmadas, oles y cante jondo. A unos cantadores les daba por los cantes de sentimiento, a otros por los gachonales. En una de las veces rasgó el aire una voz de tenor que cantaba:

Si no me vengo en vida

me vengaré en muerte;

¡cómo andaré todas las sepulturas

hasta que te encuentre!

—¡Carape!—me dije—. ¿Si lo dirán por el albéitar? ¿ Si lo dirán por mí? ¡ Anda, y que te den morcilla!... Y me tendí en las pajas.

Como por lo mismo que uno se acuesta temprano es madrugador, al romper el alba salí de la covacha, cerré la puerta con llave y fui a tomar la carretera camino de Guadix.

LIBRO OCTAVO

EN LA PLAYA Y POR LA SIERRA DE ALMERÍA

III

LANCE SERRANO

E

 

l cual proseguí vía recta a Murcia, por Lorca. En saliendo por la puerta de Purchena, a las pocas leguas, se anda por tierra pedregosa y empinada, por la que se pierden las últimas ramificaciones de las sierras de Alhamilla, de los Filabres, de las Estancias y de la tan famosa de Almagrera. Las poblaciones son ricas y florecientes, con abundantes aguas, muchas huertas y buenas cosechas de granos, aceite, hilazas y barrilla. La mayoría de los vecinos habitan en las caserías y haciendas de campo, por lo que aquella tierra aparece más poblada que ninguna otra de Andalucía.

En algunos distritos vi los cables aéreos por los que vienen solas las vagonetas con plomo argentífero de la Almagrera, que se exporta por Garrucha, Adra y Águilas de Murcia.

Tropecé con algunas cantinas de mineros y en ellas comí y bebí a la salud de Lord Stanhope.

Centro y emporio de estas minas argentíferas son Vera y Cuevas de Vera, a unas quince leguas de la capital, villas ambas casi limítrofes, ricas y populosas. Siguiendo el río Almanzora íbame acercando a Huércal Overa, cuando se me ocurrió sestear en un chamizo abandonado en la ladera de un monte.

Dormía con esa beatitud que dan el cansancio de la jornada y el estómago satisfecho, cuando me sobresaltó un fuego de fusilería no muy lejos de donde yo estaba. Tan repetidas eran las descargas, que me alarmé y miré afuera. Y vi a mi frente una guerrilla de guardias civiles, desplegada en ala, tiroteando por intervalos a una que parecía corraliza, desde la que tiraban también aunque con menos insistencia.

De pronto, vi retirarse herido un guardia y replegarse los demás, como si pensaran variar de táctica. Eran cinco y los mandaba un oficial.

—¡Bravo!—me dije—; mira por dónde vas a presenciar una batalla  campal.

En esto oí el silbido de una bala que vendría de la corraliza, dedicada a uno de los tricornios; pero que a mí me hizo muy poca gracia.

Y como medida de precaución me eché de bruces en el suelo, pero asomando la jeta por la puerta del cobertizo para no perder detalle. La curiosidad es malsana en ocasiones, y eso me avino ahora, porque el oficial que mandaba la fuerza hubo de verme y me hizo señas que fuera a él. No había más remedio que obedecerle, y a él fui corriendo de miedo que volviesen a tirar enfrente.

A fuer de hombre precavido, el oficial estaba resguardado detrás de un árbol, y junto al tronco fue esta entrevista.

—¿Qué haces aquí?

—Descansando, mi teniente (que esta era su graduación).

—¿Quién eres?

—Un hombre que viaja a pie.

—A ver la cédula.

Se la enseñé; me miró de pies a cabeza, y  meneando la suya añadió:

—No me basta.

Eso ya me lo figuraba yo, porque esa clase de papelito resulta siempre un papel mojado.

—Pues no puedo enseñarle más, mi teniente.

—¿De dónde vienes?

—De Almena, es decir, de Cuevas.

—Y ¿a qué hora saliste del pueblo?

—A la una, mi teniente.

El oficial miró su reloj; vio que eran las dos  o dos y media, y volviéndome a mirar de pies a cabeza, repuso:

—Esta bien; ya me enteraré... ¿De modo que tú no sabes nada de Ramón ? ¿ No has hablado con él ?

—Pero, mi teniente, yo no sé de quién me habla usted; yo no conozco a nadie de por aquí ni he hablado con ninguno.

—Es que si mientes te hago fusilar aquí mismo. Aquello iba derivando de mal en peor, pero no me intimidé; así que, con aplomo y sangre fría, repuse:

—Yo no miento, mi teniente; repito que entré a sestear en aquella choza y que no sé nada de lo que ocurre aquí.

—Pues ahora lo sabrás—me contestó el oficial en tono más amable—. Anda por estos contornos un bandido que nos trae locos y a quien estamos dando caza. Al fin topamos con él y allí está, en aquella corraliza. Es imposible que se nos escape, porque ahora mismo desplegaré la fuerza en orden envolvente. Yo quiero ahorrar sangre de los míos, que por avanzar a pecho descubierto se exponen en demasía. Pero esto no se lo has de decir así, sino hacerle ver que queremos perdonarle la vida, supuesto que ha de caer en manos de la Guardia civil.

—¿Dice usted, mi teniente, que se lo he de decir?—recalqué, creyendo haber oído mal.

—Claro está, porque yo me incauto de tu persona, te hago auxiliar de la Benemérita, y a él te envío en calidad de parlamentario.

Creerá cualquiera que se me puso la carne de gallina oyendo semejante encargo; pero no fue así; me plugo la aventura, y aun vi en perspectiva una cruz sencilla del Mérito militar.

—A la orden, mi teniente—contesté, cuadrándome y haciendo el saludo.

—Así me gustan los hombres, resueltos y decididos. Pues bien ; ahora mismo vas a la corraliza y le dices : "Pedro Ramón (que así se llama el bandido); el teniente de la Guardia civil me envía a decirte que estás cercado y no puedes escapar; pero que si te entregas, te da palabra de honor de perdonarte la vida."

En este mismo instante silbó cerca de nosotros una bala de la corraliza, y los civiles, que estaban replegados junto a nosotros, contestaron con una descarga.

—¡Alto el fuego!—gritó el oficial—. Dejad pasar a este hombre. ¡Ea! a ver si despachas pronto.

Esto iba por mí. No hubo de decírmelo dos veces, porque impávido y erguido me encaminé a la corraliza ; y para más prosopopeya, levanté mi bastón con el pañuelo atado, a guisa de bandera de parlamento. Anduve unos doscientos metros y llegué al antro. Una corraliza abandonada, con pequeño tapial y el esqueleto de una choza entre una maraña de árboles y matorrales, y entre la espesura un hombre joven, empuñando una carabina, que a distancia de pocos pasos me gritó:

—¿A qué vienes?

—A parlamentar de parte del teniente—respondí—. ¡No tires, ¿eh? ¡Que soy moro de paz!

Y abrí los brazos para que me viera desarmado y tuviera confianza.

—Acércate y habla.

Llegué a la tapia, entré por un portillo y el bandido me recibió en un reparo de maderos y cascotes, desde el que se atisbaban los aproches y muy particularmente el sitio donde estaban los seis tricornios esperando. Era un apuesto joven, vestido como cualquier hombre del campo, pero con canana y escopeta.

—¿Qué quiere el tricornio?—me preguntó.

—Quiere salvarte la vida—contesté—. Mándame decirte que estás perdido, pero que si te entregas te llevara preso y nada más.

—Eso ya lo veremos—repuso el bandido, riéndose siniestramente—. Que pruebe acercarse.

—Pedro Ramón... ¿No es así como te llamas?

—Sí, me llamo Pedro Ramón.

—Pues bien, Ramón; creo que llevas la de perder, y te aconsejo que te vengas a razón.

—Nunca, jamás—me contestó con energía, acompañando una blasfemia—. Tú no conoces a los tricornios. Les debo muchas, para que me perdonen la vida. Donde me cojan, me matan.

—Te digo que no, Ramón—repuse, queriendo salvarlo, y, sobre todo, queriendo lucirme como parlamentario.

—Te digo que sí, rediós—añadió él, casi furioso.

—Entonces, ¿qué piensas hacer?

—Escapar a la sierra, que esta a cuatro pasos.

—No sé cómo, porque van a cercarte.

—Pues ahora lo verás, porque no hay tiempo que perder. Dame tu chaqueta y tu sombrero.

—¡Pero, hombre!—exclamé atribulado, viendo que así me desnudaba—. Parece mentira que hagas esto con un pobre caminante que vino a verte obligado. Porque has de saber que el teniente me amenazó con fusilarme.

—Sí, te creería mi espía. ¡Ea! Prontito—añadió el bandido con mímica expresiva—; dame lo que te pido. Mucho siento hacer daño a un pobre pero no hay más remedio.

Me quité la chaqueta y el sombrero, exclamando: ¡Oh dulces prendas, por mí mal halladas!, porque me acordé de los benefactores de Antequera y de Granada, a quienes las debía.

—No puedo pagártelas, porque no llevo dinero,

que si no, lo haría. Ando a salto de mata; los tricornios me siguen la pista y no puedo parar enninguna parte.

—Pero ¿cómo escogiste oficio tan arriesgado?

—¿Cuál? ¿El de bandido? No lo soy; ni mato, ni robo a nadie; pido de comer, nada más. Me lancé a esta vida por vengarme de un cabo de civiles que me maltrató cierto día que me arrestaron por un juicio de faltas. Después, las cosas se enredaron como cerezas; maté un guardia, herí malamente a otro...

—Y a otro ahora—le interrumpí.

—Me alegro, ¡recontra!... En fin, que ya no hay más remedio para mí que Dios y esta escopeta.

En tanto así hablaba, cambió sus prendas por las mías. Creí que iba a darme las suyas, pero pronto me convencí de lo contrario.

—Vete ya—me dijo—, porque va pasando mucho tiempo y los tricornios pueden armarme una celada; y vete así, en mangas de camisa y sin sombrero, porque me hace falta lo mío.

Comprendí era irrevocable la resolución de aquel hombre, y me dispuse a dejarlo.

—En resumen: ¿qué le digo al teniente?

—Que se vaya a la mierda y que yo no me entrego.

Estas mismas palabras repetí al oficial cuando llegué a su vera con mi banderín blanco y con la doble vergüenza de mi despojo y de mi fracaso parlamentario. Oído que hubo el teniente cuanto me pasó con Ramón, empezó a dar ordenes, y los guardias se escamparon para converger valientemente en la cobertiza.

Desde mi observatorio, porque no me creí en el caso de acompañarlos, veía la temeridad de Pedro Ramón, cuyo bulto se mostraba inmóvil en la corraliza, esperando, sin duda, la aproximación de los guardias, para aprovechar bien cada tiro. Conforme los civiles avanzaban, como veían al bandido lo mismo que yo, le enviaban tal cual tiro, pero sin acertarle nunca, porque el otro seguía siempre en su puesto. Al fin, resueltos y denodados, los cinco, con el teniente a la cabeza, se lanzaron al asalto de la guarida. Debían habérsele acabado las municiones al bandido, porque no  isparaba y seguía viéndose quieto. ¿Habría cambiado de resolución y pensaba entregarse? Curioso de ver el desenlace, y sin miedo a las balas, porque nadie tiraba, fui acercándome al lugar de la escena, y entonces me percaté de todo.

El supuesto Pedro Ramón era un estafermo, un palo vestido con la chaqueta y el sombrero del bandido, quien, para esto, se puso mis prendas. Engañados con esta estratagema los civiles, se habían ido acercando a la corraliza, en tanto que Ramón ganaba a rastras la vecina sierra, luciendo la chaqueta del herbolario antequerano y el chambergo del aficionado granadino. Y menos mal si hubiera podido canjear estas prendas por las del bandido; pero ni aun esto, porque estaban acribilladas a balazos por los primeros disparos de los guardias cuando fueron avanzando.

—No te apures—me dijo el teniente, viéndome condolido—; vente con nosotros a Huércal, y te vestiré.

El caballero oficial cumplió su palabra. En cuanto llegamos a Huércal-Overa, diome chaqueta y sombrero nuevos, y satisfecho de mi proceder, me dejó pasar la noche en el cuartelillo, y recabó del alcalde una pesetilla para ayuda de tránsito.

LIBRO NOVENO

A TRAVÉS DE MURCIA

MIGNON

E

 

ste pueblo de Huércal-Overa confina con la provincia de Murcia, cuya localidad más importante hacia este lado es la ciudad de Lorca, con una fértil y hermosa huerta regada con las aguas del Sangonera, que cruza la ciudad.

Equidistante de Lorca y Murcia esta Totana, partida por gala en dos barrios, el de Sevilla y el de Triana, y situada al Norte de una sierra cubierta de nieve la mayor parte del año, de cuyo artículo provee a la capital, distante unas ocho leguas.

El vecindario de Triana está compuesto casi por mitad de labradores y gitanos, a juzgar por la clase de gentío que, por ser domingo, vi en al mercado. Y entre la concurrencia un cirineo con el palo de un anuncio en el que estaba escrito con almazarrón: Compañía cómico-lírica-acróbata nacional. Función, a las seis de la tarde, en la Posada del Laurel.

Como por estos días iba boyante, habíame dado a la buena vida, y entre mis tentaciones fue una la de albergarme en la posada.

Por dos pesetas ajusté comida, cena y cuchitril. Como era ya más de la una, hallé el comedor casi desierto. Los únicos que allí estaban eran un hombre y una mujer, padre e hija, como se verá, que hablaban en esta guisa:

—¿Te encuentras con ánimo para trabajar, Antonina?

 —Haré un esfuerzo, papá.

—Ya ves, hija, hoy es domingo y convendrá aprovecharlo, porque si no, otra semana de espera.

—Yo bien quisiera—respondió ella, una joven pálida y ojerosa, de ojos muy negros y cutis de camelia—, pero no sé si podré. El ataque de esta mañana me dejó aniquilada.

—¿Quién se acuerda de eso? Ya pasó, Antonina.

Además, no se debe hablar de cosas tristes en la mesa—añadió con tierno reproche—. Vamos a indigestarle la comida al vecino..

Referíase a mí, que por estar en la mesa del lado era su vecino en verdad.

—Nada de eso—repuse aprovechando la alusión—. Pueden ustedes hablar con la mayor libertad. Estoy hecho a todo. Lo que siento es que la señorita esté enferma. ¿ Son ustedes forasteros ?

—Somos comediantes—respondió el padre—, cómicos de la legua o faranduleros, como se quiera llamarnos. Llegamos a Totana y aquí posamos para dar unas representaciones al partido; pero nos vemos partidos.

—No le entiendo a usted.

—Eso quiere decir que trabajamos por nuestra cuenta y riesgo, sin empresarios de por medio, a pérdidas o ganancias, y que las primeras superan a las segundas.

—El resultado era de prever—contesté —. ¿Quién les mete a ustedes en estos andurriales? Labradores y gitanos no están por el arte escénico, sino por espectáculos de feria.

—Pues este es nuestro repertorio.

—¿Y tampoco les gusta?

—¡Ya lo creo que les gusta ! Sólo que no podemos servírselo, porque nos ha faltado lo mejor de la compañía; esta hija mía, que desde que vinimos a Totana no tiene día bueno.

La joven estaba tomando un menjurje negro, el café posaderil, y parecía tenerla sin cuidado lo que hablábamos.

—Y el resto de la compañía, ¿dónde está?—pregunté—, porque habló usted de una compañía.

—Los demás están en el coche-cama, un barracón con dos ruedas, en el que viajamos como zíngaros  trashumantes y que nos sirve de casa y guardarropía.

—Según esto, el personal será poco numeroso.

—Pues ésta, mi hija Antonina; su hermano; otro asalariado, que así hace de gracioso de sainete como de payaso de pantomima, un perro sabio y un servidor de usted, que asume el triple cargo de director de la farándula, de barba y de nigromántico, según se tercia.

—Lo que equivale a decir que el repertorio es muy variado.

—¡Figúrese usted! con la enumeración basta.

—Entonces no será lisonja decir que la señorita Antonina es un estuche de habilidades.

La joven pálida me miró y se sonrió.

—Acertó usted—repuso el cómico viejo—. Antonina tanto sirve para dama joven como para cupletista, funámbula y demás habilidades de circo, no siendo la menor entre éstas la exhibición de Sultán, el  perro sabio de que hablé.

—Y ¿dónde son las representaciones?

—En el corral de las posadas, en patios o salas de casas desalquiladas, donde buenamente quepa la gente y se pueda armar el tablado. Hoy, verbigracia, tenemos anunciada la función en el patio de esta posada. El posadero, que nos conoce de Alhama, nos ofrece diez duros porque trabajemos esta tarde en su casa, y él se gane el doble o el triple con la concurrencia. Y aquí de lo que le decía a usted: la pobre de mi hija se ha puesto mala y habrá que suspender la función. Llevo una semana mortal, porque me encuentro clavado con los gastos de este hospedaje, a que hube de recurrir para atender mejor a Antonina. Con dos diez duros me salvaba y estiraba otra semana.

—No te apures, papá—dijo la joven—; habrá función, porque ahora me acostaré y haré fuerzas para trabajar.

Y como anticipada prueba, daba pasos por el comedor, como si pisara las tablas de un teatro. En esto, hicieron su presentación dos nuevos personajes, muy limpios de cara y con cabellos a la romana, que a la legua trascendían a comiquillos. Los dos eran muy jóvenes ; uno, de tipo arrogante, casi atlético; otro, un bizco, de cabeza gorda y patas largas. De su peso se caía, eran el hermano de Antonina y el payaso. Quienes, por toda ceremonia, se dirigieron a la joven, preguntándole a dúo:

—¿Cómo estás. Nina?

—Algo mejor, muchachos—contestó ella.

—¿Es que nosotros no somos gente?—dijo risueño el cómico viejo,

—Primero las damas, después los caballeros—contestó el bizco—. ¡Buenas tardes, señores!—añadió contoneándose bufamente, sombrero en mano.

—Muy buenas —repliqué—. ¿Quieren ustedes acompañarme ?

Los recién entrados fueron tan comedidos que se contentaron con darme las gracias ; pero yo me sentí espléndido y dije a la criada, al tiempo de traerme el café, que nos sirviera una copita de anís a todos.

—Di, Nina—oí que preguntaba el hermano a la hermana—, ¿habrá bolo?

—De esto hablábamos papá y yo cuando llegasteis —contestó la joven volviéndose a sentar.

—No te sientes, hija—repuso el padre—, acuéstate cuanto antes, que yo te llamaré con tiempo.La siesta te sentara bien.

Obediente la joven se retiró, no sin saludar a todos con una reverencia algo teatral, pero graciosa. —Me parece que las fuerzas le engañan—añadió el cómico viejo—. ¡Pobre hija mía! Muchachos, me dice el corazón que pasaremos el domingo en blanco.

—Pues hay que hacer algo D. Rafael—repuso el bizco—, porque los caballos del carro comen, nosotros comemos y ustedes han de pagar la posada.

—Basta de gori gori—interrumpió D. Rafael mal humorado—que me lo sé de memoria. Pero por si acaso ganemos tiempo, porque son las dos y hasta las seis, que será la función, van cuatro horas que se van en un suspiro. Entre ustedes dos se reparten la tarea. Pepe (su hijo) llevará a Sultán los mendrugos sobrantes en la cocina; usted (el bizco) llevará al Alcalde el parte de la función y luego reúnase con Pepe y traigan dos trajes, que en la posada nos vestiremos todos.

A seguida D. Rafael pidió recado de escribir y a grandes rasgos escribió:

Programa de la función que, a las seis en punto de la tarde, dará comienzo en la Posada del Laurel.

Primera parte: El prestidigitador Doctor Raf.

Segunda parte: Exhibición de la bella Nini con su perro amaestrado y de Toni, el rey de los payasos.

Rafael Encina, Director de la Compañía cómico-lírico-acróbata nacional.

Y tras dirigir el sobre a nombre del Alcalde mayor, dio la misiva al bizco y éste se fue. El cómico viejo y yo quedamos solos, porque el otro mancebo se había ido antes de todo esto. Como don Rafael tuvo la atención de leerme el parte antes de entregarlo, no pude menos de decirle:

—Muchos títulos lleva la Compañía; apenas caben en una línea.

—¿Y a mí que me parecen pocos ? Aún caben: músico-fantástico bailable; y en vez de nacional internacional.

—¿Y si los espectadores se llaman a engaño?

—El caso es que entren, que una vez adentro apencan con todo. Además, ¿le parece a usted poco ver por un real: una mujer en traje de mallas, las habilidades de un perro sabio y las payasadas de un tonto? A lo que hay que añadir que como estos pueblanos acostumbran a exprimir el jugo al dinero, pedirán repetición y más repetición, y Nina se vera obligada a darse un jaleíto o cantar unas seguidillas.

—Mucho trabajo es éste para su hija de usted, y más estando delicada. ¿Qué es lo que tiene?

—Esto es lo que todos nos preguntamos y nadie lo sabe. Estaba sana y fuerte, y en menos de dos meses se ha quedado consumida.

—La anemia, ¿la tisis quizá?

—Vaya usted a saber. Mi opinión es que está enferma de mal de ojo, y que hasta tanto no se conjure la influencia, la pobre irá de mal en peor.

—¿Cree usted en esas antiguallas?

—No lo son y se lo demostraré. Muchos han dudado si hay este achaque, por otro nombre  fascinación; y no son pocos también quienes, como usted, tienen esto del aojar por cosa ridícula. Pero con licencia de los doctos que así opinan, digo que no sé cómo pueden negar lo que se ve tan palpablemente y se experimenta en personas y animales.

—¿También en animales?

—Sí, señor. Es opinión de la gente del campo que hasta los pájaros conocen serles nocivo el mal de ojo y se previenen poniendo en los nidos ciertas hierbas y hojas de árbol que resistan y defiendan este daño. Tal hacen las torcazas, cogujadas y abubillas contra los cuervos y halcones. Comúnmente se atribuye este maleficio en las personas a aquellos que tienen dos niñas en cada ojo o en uno solo[1], y yo certifico esa verdad. ¿No se fijó usted en el compañero de mi hijo?

—Sólo noté que era bizco.

—Pues en el ojo derecho tiene las dos niñas del maleficio, aunque no siempre las muestra, porque, como los gatos, tiene una retina muy variable.

—¿Entonces éste es quien dio mal de ojo a Nina?

—Así parece, porque la enfermedad de Nina fue a raíz del día en que él se vino a vivir con nosotros.

—Si tal cree usted, ¿cómo no pone pronto remedio? ¿Por qué no despide al bizco fascinador?

—Primero, porque me hace mucha falta. A decir verdad, no encontraré otro como él, ni como actor ni como gracioso; porque dice muy bien el verso y es, además, un bufón como hay pocos. Segundo, porque no estoy seguro que sea el causante de la enfermedad de mi hija, y si le despido pudiera arrepentirme. A bien que ya estoy harto de pruebas, y aquí, en Totana, le daré el pasaporte.

—¿A qué pruebas se refiere usted?

—Desde las más sencillas a las más costosas. Entre las primeras, clavar una cabeza de lobo en la puerta del coche ambulante y colgar del cuello de Nina un cuernecito de coral, cosas ambas muy eficaces para defensa del aojado, porque en ellas parece quebrarse la virtud del maleficio. Entre las segundas, andar a tumbos de terma en terma para que Nina tome aguas minerales.

—Le compadezco, don Rafael, porque eso le saldrá por un ojo de la cara.

—No tanto como parece a primera vista, porque yo me doy buena maña en bailar la chacona al son del miserere, quiero decir en acampar a inmediaciones de los balnearios, y con la farándula sacar para los gastos. A esto se debe mi paso por Totana, pues vengo de Alhama, que esta a cuatro pasos de aquí.

—¿Tiene usted fe en las aguas, don Rafael?

—Mucha; sepa usted que soy catalán, hijo de Barcelona. En esta provincia hay unas aguas, las de Argentona, tan famosas por su virtud fecundante que antiguamente los menestrales acostumbraban estipular antes de la boda, que sus mujeres no irían sino una vez en toda su vida a estas aguas, para no cargarse de hijos. Tenían razón, porque al cabo de los años que mi mujer era estéril, fuimos a Argentona y allí concibió su primer hijo, que fue Nina.

—Perfectamente, don Rafael; pero las aguas, como todos los remedios, son armas de dos filos, que lo mismo pueden matar una enfermedad como la vida. Y, si no, lo que dice la copla de Archena:

Hay a orillas del Segura

un manantial que es de plata;

a pocos son los que cura,

a muchos son los que mata.

—A lo que contestaré con el orgulloso lema de los antiguos baños de Fitero:

Este agua todo lo cura

menos gálico y locura.

Y es que los médicos no se entienden. En tanto unos opinan que cada estación, según la composición química de sus aguas, sirve para determinada enfermedad, dicen otros que todas las aguas termales, salvo contadas excepciones, obran de una misma manera; o sea, que sirven igualmente para cada una y todas las enfermedades crónicas.

—Y de Alhama, ¿dónde piensa usted llevar a Nina?

—A la provincia de Almería, tan rica de aguas como la de Murcia, y después a Málaga a unos baños cuyo solo nombre da ganas de bailar.

—¿Cuáles ?

—Los de Carratraca. Los descubrió un perro enfermo, que se metió en uno de los estanques y quedó sano. De aquí empezaron los pastores a bañarse y a tomar crédito las aguas. Con este motivo acudió un contrabandista que logró salud en ellas; vistiose de ermitaño, y con las limosnas que recogía hizo una ermita. Acudieron más bañistas, y como los andaluces son tan alegres, se armaron tantos bailes y tal era el ruido de las castañuelas, que suenan carratrá, carratrá, que de ahí vino llamarse el sitio Carratraca. Hasta allí pienso llegar con mi farándula, a ver si Nina se alegra y sana de una vez.

 —Pero librándola antes de la fascinación del bizco...

—Se sobreentiende.

—Bien, don Rafael, es usted un hombre de recursos. Ya tendremos ocasión de hablar más, porque yo también paro en esta posada.

—¿Qué número es el de su cuarto?

—El número dos.

—¡Qué casualidad! Yo tengo el tres y Nina el cuatro. Somos vecinos en toda regla.

—Pues, mándenme ustedes—acabé diciendo.

Y fuimos a dormir la siesta.

 

EL PUÑAL DEL GODO

E

l tiempo reglamentario de una siestecita es media hora; pero como yo estaba tan olvidado de los colchones, en cuanto cogía una buena cama, en ella me eternizaba. ¡Quién sabe hasta cuándo dormiría en otra!, porque el dinero se iba acabando.

Dos horas buenas habría dormido, cuando me despertó una llamada a la puerta de mi habitación. Salté del lecho, abrí, y me encontré con don Rafael, quien, muy demudado y cariacontecido, me dijo:

—Sucedió como esperaba. A Nina le dio otro patatús, y estamos perdidos.

—¿Por qué dice usted esto, don Rafael?

—Porque no pudiendo dar la función de esta tarde, el posadero, a quien ya debo una semana, cansado de aguantarnos y de esperar, nos echará a la calle.

 —¿Tan necesaria es Nina ?

—No lo ha de ser ? ¿No ve usted que a estos brutos lo que más les interesa es ver una mujer medio desnuda?

—¿Pues tan grave está que no puede salir?

—Venga usted a verla.

Y, cogiéndome del brazo, me llevó al cuarto número cuatro. Nina estaba acostada, y al vernos entrar nos miró con ojos extraviados. Su padre, al oír el grito que lanzara, precursor del accidente, solícito había acudido a socorrerla. En los espasmos de la epilepsia se le había desenredado el cabello a la pobrecita y ahora se mostraba inerte y lívida, doblada la cabeza, como azucena tronchada. El bueno de su padre me llevó a la cabecera, y en tanto pasaba un pañuelo por los labios de Nina, me miraba como queriéndome decir:

—¡Ya la ve usted !

Yo estaba cohibido, sin saber qué hacer; sin embargo, dije lo que a cualquiera se le ocurriría en parecida situación:

—Don Rafael, si necesita usted algo, mándeme.

—Pues bien—me contestó—, le voy a molestar. A espaldas de la posada vera usted un solar donde está el coche ambulante. Hágame el bien de acercarse allí y decir a los chicos que vengan.

Me apresuré a cumplir el encargo. Allá  donde me dijo hallé el coche, y subiendo unos escalones penetré en él. Me recibió un perro ladrando.

—¡Quieto, Sultán!—le dijo alguien.

Y salieron a recibirme mis conocidos, el hermano de Nina y el bizco.

—¿Viene usted a visitarnos?—me preguntó el primero.

—Vengo de parte de su padre a que vayan ustedes junto a Nina, porque se ha puesto mala.

—¡Se estropeó el asunto !—exclamó el bizco, displicente—. ¡Ea, vamos!

Colgaron de unas perchas los trajes que estaban amontonados en el suelo, cerraron un ventanillo que en la trasera daba luz a los cajones de los dormitorios, y echando agua a una hornilla encendida junto al vestíbulo, que sería la cocina del hogar, no echamos los cuatro afuera (porque el perro se vino también con nosotros), dejando atrancada la puerta. Cuando llegamos a la habitación de Nina, salió don Rafael.

—No hagan ustedes ruido—nos dijo—; se ha dormido y así se quede. Vénganse a mi cuarto.

Pero Sultán, que no entendió estas palabras, se puso a ladrar, queriendo a todo trance ver a su ama.

Sultán, Sultán—oímos gritar a Nina. Y no hubo más remedio que dejar al perro que saltara al lecho de su amita.

—Mejor—dijo don Rafael—, así estará acompañada.

Cerró la puerta y nos llevó a su habitación. Entraron primero los dos jóvenes, y en un momento que pudo, díjome don Rafael en el umbral de la puerta:

—Fíjese usted en las dos niñas de este hombre. No he querido que viera a mi hija, porque si no, me la mata. Hoy es su último día con nosotros. No la vera más.

Traté de averiguar lo que me dijo don Rafael. Y fuese por prevención o porque así era, reparé, en efecto, que la retina del bizco brillaba de un modo extraño. No es que tuviese dos niñas en un ojo, sino que la retina se desdoblaba en dos puntitos oblongos y grises como de gato. Quise desafiarsu fascinación y le miré de hito en hito. Sin duda que mi mirada tendría más influencia que la suya, porque el bizco parpadeó su ojo derecho, y cuando volvió a mirarme le vi borrado el maleficio: los dos puntitos formaban uno solo. Advertiré, no obstante, que, curándome en salud, hice este experimento apuntándole con el meñique y el pulgar de la mano derecha.

—Ya lo ven ustedes—dijo a todo esto don Rafael—. No hay más remedio que suspender la función. Usted (al bizco) encárguese de ponerlo en conocimiento del señor Alcalde, que yo haré lo mismo con el posadero. ¡Bonita cara va a ponerme el hombre cuando le dé la noticia!

—Pero, papá—replicó Pepe—, no lo lleves tan a punta de lanza. Creo que cabe un arreglo.

—No sé cuál.

—Pues variar el programa y anunciar que es a causa de haberse indispuesto Nina.

—Esto no lo cree la gente. Además, ¿qué función cabe con tres hombres solos?

—¿Y con cuatro?—repuse yo con súbita inspiración, condolido de los apuros del cómico viejo.

—Hombre, con cuatro sería otra cosa—respondió don Rafael, sin comprender por qué lo decía—. Por qué lo pregunta usted ?

—Vamos a ver—repliqué—. Me dijo usted que su compañía hace a pelo y a pluma, es decir, que da comedias y hace trabajos de circo. ¿No podríamos combinar un espectáculo con una pieza en verso y luego lo otro ?

Este podríamos intrigó al cómico viejo, porque le pareció que yo era el Deux ex machina que había de sacarle del atolladero.

—Explíquese, explíquese usted—dijo impaciente.

—Pues, muy sencillo: que su salvación en esta tarde depende de la respuesta que dé a esta pregunta: ¿Sabe usted El puñal del godo?

—Ya lo creo; con él me desteté, como quien dice.

—Y ¿ustedes?—seguí preguntando a los dos jóvenes.

—También. ¿Quién no lo sabe?—contestó el bizco por él y por Pepe—. Me lo sé íntegro, desde el principio hasta el fin. Lo mismo hago de ermitaño, que de don Rodrigo, de Teudia o de Conde don Julián.

—Bien está, hombre—repuse—; con un papel basta. ¡Se salvó la patria, señores!—dije alegremente—. Daremos El puñal del Godo. El hermano de Nina hará de Teudia; don Rafael, ¿de qué hará don Rafael?

—A la verdad, hace tanto tiempo...

—Ya le repasaremos el papel de Romano, el monje eremita.

—Entonces, ¿quién hace de don Rodrigo?—preguntó el bizco.

—Yo, caballero—respondí con énfasis—, y usted, de Conde don Julián.

—¿Qué? ¿Es usted de los nuestros y se lo tenía callado?—dijo con asombro don Rafael.

—No, señor; no soy cómico; pero de colegial he representado este papel y de él me acuerdo como del Catecismo.

Esta es la verdad, porque en el colegio donde me eduqué los Padres Escolapios, a los más talluditos, nos hacían representar El puñal del Godo a troche y moche.

—Con que al avío—añadí— ; a preparar de cualquier modo la escena, a ensayar los papeles aquí mismo y a dar parte de la variación del programa.

—¡ Me salvó usted, amigo mío—dijo don Rafael, estrechándome la mano—, me salvó usted, porque  tras El Puñal vendrá lo otro. Es verdad que no hay Nina, pero en cambio hay drama, y muchos preferirán el cambio. El resto del programa puede seguir con pequeñas variantes. El doctor Raf hará sus escamoteos; Pepe se lucirá con Sultán, que también le obedece, y usted (al bizco) tendrá que echar el resto de sus habilidades.

—¡Magnífico! ¡Aprobado!—gritaron uno tras otro los dos jóvenes, satisfechos de la solución del problema.

—Y ahora voy a participárselo a Nina para que se alegre y tranquilice.

Como urgía el tiempo, nos dimos prisa a ensayar. Recitamos los papeles en la barraca, porque en mi cuarto no se cabía, y haciendo memoria y ayudándonos mutuamente, dimos el visto bueno. Lo de menos eran los trajes, porque en los baúles del carro los había de toda clase. Yo me probé mi ropilla y no me venía mal. Aunque en la noche con que empieza el drama de Zorrilla es fría y "está lloviznando hielo", don Rodrigo habría de enseñar unas medias arrugadas, porque botas no había. Y Teudia y el Conde lo mismo. Capas y sombreros estaban muy averiados ; pero con arrojarlos al suelo en gentil desplante al presentarse en escena, no habría nada que tachar. Lo más arduo era la decoración; pero el posadero, a guisa de empresario, facilitó lo más indispensable, aunque prescindiendo de relámpagos y truenos. Momentos antes de las seis, hora en que iba a empezar la función, fuimos al teatro, un corral de la posada, al aire libre, sirviendo de patio el limpió suelo apisonado con greda y arena, y de escenario un pequeño terraplén al fondo, que había servido de granero o de pajar. El posadero se puso a la puerta, ante una mesa, mientras a la parte de afuera un tambor alquilado llamaba a la gente. Esta fue acudiendo a remesones, quien suelto, quienes en parejas y en grupo; pero todos aflojando el realito de la entrada. Las mujeres, las tenderas especialmente, traían consigo silleta y alfombra, como en misa, para estar con más comodidad. Estas se sentaban en primer término, y detrás el resto del público, de pie sentados en el suelo. Entre todos sumarían unas doscientas personas.

La función gustó mucho. Las frases gordas que se cruzaron entre yo y el bizco, es decir, entre don Rodrigo y el Conde, promovieron muchos aplausos. Caldeado así el ambiente, los sucesivos números merecieron también  la aprobación del ilustre senado. Don Rafael, que había gustado de ermitaño, se metamorfoseó en doctor Raf y luciose como prestidigitador. Pepe, vestido de atleta, hizo algunos ejercicios de fuerza, dirigió las maniobras de Sultán; y el bizco, disfrazado de clown, hizo muchas tonterías, dijo muchas burradas y diose grandes batacazos, siendo el hazmerreír de la concurrencia. ¡Razón tuvo don Rafael cuando me dijo que este hombre era sin par! Y porque así lo seguía creyendo, concluida (la función, hubo de decirme que consultaría con la almohada si le daría el pasaporte o no. Resultado final : que aquella noche cenamos alegremente en el comedor de la posada todos, incluso Nina, más aliviada ya, la cual, por cierto, me felicitó y me dio las gracias más efusivas; y que don Rafael cobró las cincuenta pesetas del posadero. Algo quiso darme, pero yo no lo consentí, contentándome con el regalo de la cena, que, por tenerla pagada ya, me descontó el patrón. Y esta fue toda mi paga. Digo mal; lo que me satisfizo y dio por bien pagado fueron las sonrisas de la doliente Nina y pensar que había hecho un bien a mis hermanos de vida errante. Por cierto que no volví a verlos, porque al otro día me eché a la carretera, camino de Murcia. Supongo que con el remiendo de esa noche, el posadero, engolosinado, daría treguas a otra semana. Y entre tanto, el cómico viejo suspendería también la sentencia contra el bizco. ¿Y la pobre Nina? Es de creer que el maleficio de las dos niñas juntas habrían perdido mucho de su influencia, porque en mi diálogo con don Julián, cuando nos decíamos:

Nos hallamos al fin.

Sí, nos hallamos.

Y ambos a dos, execración del mundo, la última vez mirándonos estamos, fueron tales las miradas que di al fascinador, que le anonadé y neutralicé su conjuro antes que Tendía lo matara.


[1] Así lo dice Ovidio, en su Arte de amar libro I.

LIBRO ONCENO

EL JARDÍN DE ESPAÑA

MI TROPIEZO CON VENUS

C

 

aro lector, poco o nada puedo decirte de mi caravana a Valencia porque como me quedaba algún dinero no tuve necesidad de aguzar el ingenio para comer. Pasé a la vista de Montesa, solar de la Orden del Temple, ante cuyo castillo, según me dijeron, rinde honores militares la tropa cuando andan por la carretera; pasé por Játiba, nobilísima ciudad, cuna de los Borgia, y, al fin, di con mis huesos en Valencia, cuya ornamentación y riqueza admiré como es debido. Con razón llaman a esta provincia el Jardín de España, pues toda ella son vergeles de inagotable fecundidad, donde las cosechas se suceden sin interrupción y donde nunca faltan flores y frutas y verdor en los campos.

A seis leguas de la capital y una de la costa está Murviedro o Sagunto. De la antigua magnificencia de la colonia romana dan muestra todavía la cintura de muros, fuertes y resistentes como montañas, los vestigios de algunos templos, muchas lápidas e inscripciones, y, más que todo, los restos del Coliseo, cuyas gradas y puertas de entrada se conservan bastante bien. La población se apoya en la falda de una montaña de mármol negro veteado, de colores tristes, que hace un raro contraste con la fecunda llanada que a su alrededor se extiende, rebosando de riqueza agraria en su dilatado contorno.

En este valle, entre la cordillera de la Pedrera y el mar, se levantan sinnúmero de pueblos, grandes y pequeños, ricos todos por sus pingües cosechas de aceite, vino y algarrobas.

***

Era una tarde de Septiembre cuando pasé por allí, y tan calurosa, que más bien parecía de Agosto que de Vendimiario; uno de esos días estivales en que el ánimo se siente predispuesto a los deseos más extraños, por lo mismo que, muerta la voluntad, cualquiera cosa parece bien. Es el cuarto de hora en que se cae al primer capricho que la casualidad nos pone por delante.

En esta disposición de ánimo, di con una joven que apacentaba un rebaño de ovejas. Una hermosa aldeana en cuyos ojos brillaba el fuego del sol valenciano. Vestía al desgaire, con natural abandono, dejando adivinar, sin gran esfuerzo, las armoniosas curvas de su talle. Su bronceado cutis lucía el frescor de la virginidad y sobre el pedestal de verdura en que estaba, parecía una ninfa tallada por el cincel de un escultor.

Largo rato la contemplé sin que ella lo notara. Los rayos del sol caían sobre aquella estatua de carne, casi dorando las femeniles líneas, y el corto zagalejo se henchía al soplo de una brisa retozona. Por fin me puse a su lado, sin que se inquietara al verme.

—Zagala, ¿cómo te llamas?—le pregunté zalamero.

—Dora.

—Dora ¿qué? Porque hay muchos nombres que acaban así: Isidora, Teodora...

—Dorotea, pero me llaman Dora.

—Es un nombre muy bonito, como tú; porque tú eres muy bonita.

—¿De veras?

—Como una virgen. ¿No te lo han dicho otros?

—Usted es el primero que me lo dice.

—Pues, sí, Dora, eres muy linda. ¡Qué lástima que andes quemándote al sol guardando ovejas! ¿Son muchas?

—¡Las mismas que años tengo: diez y siete!

La escena ocurría en lo alto de una loma cuyas laderas descendían suavemente hacia el valle. Las ovejas, hartas de ramonear, iban bajando por sí solas a abrevarse en un ojo de agua que resplandecía en el praderío de abajo. Dora tuvo que seguir al rebaño, y yo la acompañé. De vez en cuando, la zagala tiraba una piedra para castigar a alguna oveja que se separaba demasiado del resto del rebaño, y era de ver la sumisión con que el animalito atendía la advertencia.

Pasito a paso, el rebaño, la pastora y yo llegamos a la poza, y a sus bordes se agolparon las ovejas a saciar su sed, como antes saciaron el hambre, siendo de ver que hacían lo mismo que las personas. Las hubo pacíficas, que dejaron pasar a las más impetuosas que corrían a primera fila; las hubo también que metieron hocico y patas en la charca, mientras que otras, más limpias, tan solo los belfos humedecían.

Saciada la sed, el rebaño se detuvo a sestear, y la zagala y yo nos acogimos a una choza. En esto vi un zorro que se deslizaba a lo largo de unos brezos. Creyendo hacer méritos con la zagala, me levanté esgrimiendo el palo para ahuyentar al raposo, no fuese que se llevara un corderillo.

—Déjelo usted—me dijo Dora, tirándome del brazo—; no le haga daño. Es mi amigo de todos los días. Verá lo que hace.

Volví a sentarme y puse atención en el animal. El zorro andaba muy despacio y con la boca recogía los vellones que las ovejas se dejaron entre las zarzas. Así que hubo recogido una buena pella se encaminó a la poza. Como ésta era bastante ancha y profunda, el animal se sumergió en el agua, hundiendo todo el cuerpo y asomando sólo el  hocico con la bola de lana en los dientes. El zorro permaneció así algunos segundos. En seguida soltó la lana y a escape se lanzó a la orilla sacudiéndose el cuerpo de la mojadura. Al cabo se perdió entre los matorrales.

—¡Adiós y ahí queda eso!—dijo, riéndose, Dora, saludándole con la mano.

—¿Qué quieres decir con estas palabras?—le pregunté.

—Pues que este raposo es muy sabio. Todas las tardes viene a este sitio a recoger el vellón de mis ovejas y a bañarse. Como el animalito esta comido de pulgas, se vale de esa industria, porque las pulgas, para no ahogarse, se apelotonan en la lana y lo dejan limpio.

¡Qué lindo argumento para un fabulista la estrategia de este eminente zorro valenciano!

—¿No te hace daño en el ganado?—pregunté a la zagala—. ¿Nunca intentó robarte algún cordero?

—Al contrario; somos tan buenos amigos, que algunas veces que me duermo vigila las ovejas, como si les estuviera agradecido porque le dan con que quitarse las pulgas. Estoy por decir que es el único amigo que tengo y me distrae en el pastoreo.

—¿Tan sola estás? ¿No tienes padres?

—Madre se murió; padre es leñador y anda perdido por el monte semanas enteras. Yo, por la comida y un par de zapatos cada seis meses, guardo este rebaño de sol a sol.

—¿Pero tendrás novio?

—¿Qué es esto?

—Un chico joven y guapo; otro zagal que te diga palabras dulces al oído y de vez en cuando se le escurran los labios y te dé un beso en la boca.

—¡Ah!—repuso la zagala pensativa—. ¿Esto es un novio? He oído decir que otras chicas lo tienen.

—Sí, Dora; cuando les bulle la sangre en las venas, como queriendo estallar. ¿No te pasa a ti esto? ¿No sientes en tu cuerpo algo así como un capullo que pugna por abrirse?

—Ni que fuera usted médico: lo acertó. Pero esto es desde hace pocas semanas; a partir de una noche, que soñé no sé qué cosas de fantasmas alegres que me palpaban todo el cuerpo y me daban muchos besos y abrazos. Amanecí tan ojerosa, que mi ama me dijo: ''Ya eres mujer; ten cuidado con los hombres."

—¿Y tú entendiste lo que te quiso decir?

—Que ya era grande y que debía trabajar más. La verdad es que me desarrollé mucho en pocos días. Las mejillas se me pusieron más encarnadas, y una tarde que estaba ordeñando las vacas en el establo, se me salió un pecho afuera. Lo vio el ama y me dijo que lo escondiera. Quise hacerlo, y el indino se me escurrió entre los dedos como un melocotón maduro. Entonces el ama me hizo poner esta cotilla. Si viera usted cómo me estorba.

—Pues quítatela—repuse, haciendo por  desabrocharle el corpiño.

—Ahora no—contestó ella sin alarmarse—, porque tengo que correr a las ovejas si alguna se me escapa.

—Ya me cuidaré yo. Vaya, no seas tontuela; quédate cómoda.

Y con mucho mimo la fui desabrochando las presillas sin que hiciera resistencia. Una bocanada de aire nos envolvió en una emanación vigorosa, embriagadora, que del prado venía, como hálito de amor; la zagala, extáticos los ojos, parecía arrobada y soñadora, como si se sintiera influida por un hechizo. Nuestras dos cabezas estaban juntas, como dos rosas sobre un mismo tallo. Poco a poco, Dora dejó caer los brazos y entornó los ojos como magnetizada; pero su corazón palpitaba con fuerza. Palidecieron sus mejillas, tembló de pies a cabeza, como combatida por un efluvio misterioso, y en el momento que iba a caer desplomada, la estreché en mis brazos.

***

Repuesta la zagala díjome muy quedo:

—¿Eras tú quien querías correr al raposo, de miedo que me robara una ovejuela? Más zorro eres tú, que has robado la zagala.

—No, Dora, no me llames zorro ; es que estabas madura como la uva que se cae por si sola del racimo, y yo te comí, como te pudo comer otro goloso cualquiera.

—Para uvas maduras—repuso Dora, quizás sin entender el sentido de mis palabras—las que están vendimiando en las viñas del amo. Ayer, en la alquería, comí las más tempraneras.

—¿Hacia dónde cae esto?

—Muy cerca de aquí; en el camino de Burriana.

—Por él he de pasar. Y tú, Dora, ¿dónde recoges el rebaño ?

—¿Dónde ha de ser? En la alquería.

—Pues iremos juntos. Veré al amo, y, si puede ser, me contrataré como vendimiador.

—Ya lo creo que podrá ser—replicó alegre la zagala—. En esta faena se emplea a cuantos lo piden, porque el miedo a las heladas hace apresurar la vendimia.

Pasó otro rato, y cuando las ovejas dieron la señal de retirada en busca del redil, zagala y  peregrino las siguieron a retaguardia en dirección a la alquería.

LIBRO DUODÉCIMO

DE TARRAGO A BARCINO

UN PUEBLO IDEAL

L

 

os campos tarraconenses, si bien tienen mucho parecido con los que quedan atrás, son de paisaje más idílico, casi helénico. El sol de Septiembre—que es el mes en que los atravesé—los baña de plácido resplandor y los ojos se alegran viendo los clásicos cultivos de la vid, del olivo y del almendro, que hacen labradores tocados con la barretina roja o morada, hermana gemela del gorro frigio.

Los pastores de la tierra son aficionados como ninguno a tocar el flaviol o caramillo, en ruda competencia con las cigarras atalayadas en los olivos. La ribera esta tan cerca, que la brisa del mar mezcla su hálito salino con el aromático del espliego, del tomillo y del romero ; y no pocas veces blancas gaviotas, dejando la playa, salen a dar una volada por el campo.

Sin gran esfuerzo, uno se representa sin querer, los paisajes sicilianos de las églogas de Mosco. Antes de llegar a Tarragona se pasa par un gran centro de población: Reus. Hay este dicho: Reus, París y Londres, con lo que pretenden echar en cara a los retisenses la valía de su ciudad. Lo cierto es que ésta supera en importancia a la capital e la provincia. En Reus nacieron, además, cuatro figuras contemporáneas: el General Prim, el doctor Mata, el pintor Fortuny y... Rolsita Mauri, famosa bailarina de la Opera de París; variedad de profesiones que demuestra la flexibilidad de genio de estos catalanes, romanos por el carácter, griegos por el temperamento.

Pasado el Francolí empieza a verse la ciudad de Tarragona, un tiempo colonia romana y cabeza de la España tarraconense. Dispersados aquí y acullá se descubren soberbios vestigios del poder de Roma: las tres puertas ciclópeas de las murallas, el anfiteatro, el templo de Augusto, el arco que dicen de Bara y el grandioso acueducto, del que se conservan restos magníficos, pero no la traída del agua.

El mejor panorama que se disfruta en la ciudad es al extremo de la Rambla, desde una cornisa que, hacia la derecha, deja ver el mar azul, y hacia la izquierda, la verde campiña. Bájase por allí a los terrenos de la estación, y paralela a la vía férrea sigue la carretera a Barcelona, que había de ser mi ruta, delicioso camino sesgado entre unos pinares y la marina.

Como es consiguiente, tomé un baño en el Mar Latino—como llaman los orientales al Mediterráneo, nombre que involuntariamente se pronuncia en este litoral tarraconense erizado de lumbreras y torres antiquísimas que sirvieron de faro a los nautas romanos.

Al internarme tierra adentro di con un pueblo. Pregunté cómo se llamaba y dijéronme que Constantí.

Y en Constanti di por terminada la jornada de ese día. Como quiera que ya las noches eran frías y no era cosa de dormir a manta de Dios, fui a hospedarme a una fonda, nombre catalán por excelencia; pues no estará de más saber que de la primera que se estableció en España, en Barcelona,

como tenía honda la entrada, vinieron a llamarse así los demás establecimientos análogos, Conste, pues, que mi alojamiento fue en fonda y no en Hostal, como llaman en Cataluña a la posada.

Segunda declaración que hago, no tanto para que se vea que andaba viento en popa, cuanto porque ella es pertinente al asunto que voy a tratar.

***

Era una casa pequeña de un solo piso; arriba un pasillo con las alcobas, y abajo, a estilo de posada, la cocina, el patio y la cuadra.

Como venía cansado y hambriento, a prima noche pedí la cena y me la sirvieron en seguida. La fonda parecía estar desierta de huéspedes, porque ama y criada se bastaban para el servicio.

Comiendo estaba, cuando entró en el comedor otro personaje que bien se veía no era forastero, sino vecino de la localidad. El ama le saludó por su nombre, y como si se tratara de un abonado a diario, le sirvió la cena en cuanto se sentó. Lo cual hizo a otra mesa junto a la mía.

El hombre, muy campechano al parecer, y yo, que no le iba en zaga, luego simpatizamos y trabamos conversación. Fueron los preliminares, los que se acostumbran entre personas que no se conocen y que nada tienen que decirse: la temperatura, el estado de las cosechas y demás zarandajas. Yo hube de contarle mi manera de viajar, y, entre otras cosas, alabé la hermosura del campo de Tarragona y los monumentos arqueológicos de la ciudad.

No lo hice a humo de pajas, porque di con persona instruida que, poniéndose a tono conmigo, añadió algunos comentarios, y entre otros el siguiente:

Estos, Fabio; ¡ay dolor! que ves ahora, etcétera, fueron un tiempo Tárraco famosa. Hasta este pueblo de Consitanti se extendía la gran metrópoli, allá  en la época de su esplendor, cuando los historiadores la atribuyen un millón de habitantes. Uno de los gobernadores romanos en este tiempo fue el famoso Poncio Pilatos, y es tradición

que en esta villa tuvo su quinta de recreo. ¡¡Figúrese usted lo que entonces sería este rincón! i Qué animación! ¡Qué vida la suya, convertido en Capua de todo un gobernador de la España citerior y en castro de legionarios que montarían su guardia! ¡Qué ir y venir de literas y de matronas y patricios con séquito de esclavos! ¡Cómo retemblarían estas calles al paso de los milites ecuestres! ¡Qué sonora trompetería la de las cohortes a la salida y al regreso de una expedición guerrera!... ¡

¡¡Tatarará, tráü! ¡¡Tátara, trí, trí, sonó en este punto con bélica armonía un dúo de clarines.

—¿ Hablaba usted de ellos ?—exclamé al final de la tocata—. Pues ya resucitaran los romanos.

—¡Rara casualidad!—repuso mi interlocutor risueño—. Será algún escuadrón de caballería de los que van y vienen de Reus a Tarragona haciendo paseos militares.

Riendo el sucedido, seguimos charlando y manducando. Al poco rato se oyó un ruido de espuelas en el portal, y apareció en el comedor un sargento de dragones.

—Buenas noches, señores—dijo—. ¿Está la patrona?

—¿Qué volía?—preguntó ésta, saliendo de la cocina.

—Soy el brigada encargado de alojar el escuadrón, y como aquí vendrán a hospedarse el Capitán y los dos Oficiales, vengo a que me enseñe usted las camas.

 —¡Vara!—replicó indignada la mujer—. ¿Qué diu o que militroncho, que l'y enseñi las camas?

—¿Qué tiene esto de particular, patrona?—repuso el sargento—. Necesito verlas para decir a los oficiales si son grandes y están limpias.

—¡Ya lo creo que están limpias!—replicó en su lengua la patrona—; pero yo no las enseño más que a mi marido, y éste ya se murió. Con que usted verá.

 —Señora Tecla—dijo a esta sazón mi contertulio, soltando la carcajada—; las camas son los Hits en catalán, y los Hits las camas en castellano.

 —¡Ah! no m'en recordaba—exclamó confusa la mujer—. Vosté dispensi... Venga, venga, que se las enseñaré con mucho gusto.

Y con mucha amabilidad llevó al brigada a enseñarle las camas.

—¡Parece mentira el quid pro quo!—dije a mi compañero—. Si lo cuento en Madrid, no lo creen.

—Pues pueden creerlo, y aun deben saberlo los gobernantes, porque equívocos como ese menudean entre castellanos y catalanes, que no se entienden. Lo cual trae, en ocasiones, malas consecuencias. Sin ir más lejos, oiga lo que pasó en este mismo pueblo hará cosa de un año. Un juez vino a tomar declaración a un herido que, como nuestra patrona, apenas entendía el castellano. Díjole éste que el agresor había sido un heme ab manta, y el otro entendió: un hombre con una amante. Hiciéronse investigaciones, y dio la casualidad que en el lugar del suceso se habían visto dos novios muy amartelados, los cuales fueron envueltos en el proceso hasta que se aclaró la equivocación.

—¿ Esto es verdad ?

—Tan verdad, que desde este hecho mis convecinos se han escamado tanto de los funcionarios forasteros, ayunos del catalán, que el Gobierno les manda, que no quieren nada con ellos, y casi casi se han declarado en cantón.

—Me deja usted con la boca abierta. ¿Cómo es posible esta anarquía?

—No es anarquía ; es, sencillamente, una huelga de ciudadanos.

—¿Cómo se entiende?

—La villa de ConsCantí, sobre no tener ningún funcionario forastero, que para nada los necesita, pues ya saben venir cuando les conviene, se singulariza desde hace nueve meses por el hecho inaudito de no tener Ayuntamiento. Trátase de un pueblo de importancia que tiene unos habitantes, produce vino, cereales, aceite; fabrica aguardiente y papel; vive tranquilo y feliz, y, sin embargo, no tiene quien lo administre. Entre las muchas virtudes de mis convecinos sobresale su excesiva modestia. Ninguno quiere ser alcailde, ni concejal, ni cosa que lo parezca; ni hay quien transija con que lo sean los demás. Había un secretario, éste era yo, y hace tres meses abrumado por la soledad del despacho, dimití, o por mejor decir, me declaré cesante, porque no sabía a quién presentar mi dimisión. Dos veces se ha convocado a elecciones municipales, y ninguna se han presentado los candidatos indispensables para formar Municipio, ni los electores han acudido a las urnas[1] .

 —Y el Gobernador de la provincia ¿qué hace a todo esto?

—¿Qué ha de hacer? Dejar que ruede la bola. Pero vinieron las quintas, y ha sentido la necesidad de entenderse con alguien. Su delegado compondrá un Ayuntamiento en Constantí con exconcejales o como Dios le dé a entender. Y se considera muy probable que, en cuanto pase esto de las quintas, se vaya cada concejal a su casa y no vuelvan a aparecer por el Ayuntamiento.

—Me deja usted patidifuso con este cuadro de la España pintoresca.

—Y lo que te rondaré, morena, porque aún no se ha dicho todo.

Mas como en esto se oyera ruido de voces y sables arrastrando, suspendimos la plática. Eran los tres oficiales de Dragones, que venían a alojarse en la fonda por aquella noche, pero que antes pidieron de comer. Sentáronse en mesa aparte, y nosotros anudamos la conversación.

II

SIGUE LO MISMO

H

 

abla el exsecretario municipal, de nombre Carrillo.

—Pues, como iba diciendo, en esta huelga concejil me quedé en la calle, y como soy soltero y no

tengo familia, vivo en esta fonda esperando mejores tiempos, porque esto no puede seguir así.

—Y ¿quién cobra los impuestos municipales?; Quién cuida de la policía urbana?

—Nadie; porque, como no se paga a los empleados, no hay quien quiera serlo de balde. Con esto ha ganado el pueblo, porque los vecinos se cuidan de todo, repartiéndose por calles el servicio de limpieza, de alumbrado y demás.

—Pero la justicia ¿quién la administra? Porque este vecindario no será un coro de ángeles.

—Al delincuente en gordo se le envía a la capital para que los Tribunales se las entiendan con él; las simples querellas se dirimen en juicio verbal.

—En este caso ¿habrá tribunal, habrá letrado?

—El tribunal lo componen cuatro hombres buenos, y aquí sí que reza aquella definición: “Justicia es, lo que de cuatro quieren tres”, contando con el Fiscal. Letrado no hace falta, porque se juzga por equidad ; pero en consideración a mis servicios y a mis conocimientos forenses, soy yo quien asesora al jurado, y estos son los únicos gajes que me ayudan a capear el temporal.

—¿Es usted abogado?

—A medias. Empecé la carrera, pero no la acabé. Me suspendieron en la asignatura de Derecho civil, y reñí con la Universidad.

—Sería usted mal estudiante...

—Todo lo contrario; fui modelo de estudiantes.¡Como que empleé todo el curso en poner en verso el Derecho civil!

—Si, vamos, se sintió usted Garulla, que, como es sabido, hizo lo mismo con la Biblia.

—Llegaron los exámenes—siguió diciendo mi contertulio, sin hacer caso de la alusión—, y mis compañeros de aula retáronme a que pusiera de manifiesto mi obra en público certamen; esto es, a que contestara en verso a las preguntas del examinador. Cruzáronse apuestas, y yo los emplacé para el día oportuno.

—¿Cómo se le ocurrió tamaño dislate?

—Me imaginé que el catedrático me escucharía embobado, que transcendería el hecho y que algún editor de Barcelona me pediría la obra. Llegó pues, el día del examen, y es inútil decir que el aula estaba atestada, porque entre los escolares había corrido da voz de que yo contestaría en verso a todas las preguntas del examinador.

—No fue pequeño el compromiso—repliqué, por decir algo.

—Tenía la seguridad de salir airoso de mi empeño, a lo menos en aquellas preguntas que requieren definición breve y categórica. Verbi gratia: —Pregunta: ¿Qué es Jurisprudencia?—Respuesta: Justi atque injusti scientia.—¿Qué es Derecho natural?—Lo que natura enseña al animal. —¿Qué es ley ?—Lo que mandan las Cortes con el

Rey.— Etcétera, etcétera. Salí tan airoso, al menos así lo supuse, que al salir del aula me gané una ovación y me gané también las apuestas...

—Y, en último término, se ganó usted unas calabazas—añadí, redondeando el período.

—Lo adivinó usted. El catedrático de la asignatura, o porque tomara a chacota mi manera de contestar, o porque entendió que mi tratado poético hacía la competencia a su obra de texto, me suspendió, y el tribunal fue tan inicuo que confirmó el fallo, en vez de ceñirme una corona de laurel.

—Tal creo—repuse—, porque las respuestas, lejos de ser incongruentes, parecen acotaciones de la Instituta y de las Siete Partidas.

—Paréceme — respondió Carrillo — tratar con persona perita que me da la razón. Por ello, porque me dolió la injusticia del fallo, dime de baja en la Universidad de Barcelona, que es donde ocurrió el suceso.

—¿Y decía usted que en Constantí ejerce de abogado?

—De leguleyo nada más. A bien que la justicia que yo asesoro es la meramente distributiva: dar a cada uno lo que le pertenece, y todos mis dictámenes están inspirados en la equidad.

—Pues trabajo le doy, porque la equidad es la base de las leyes escritas, y a pesar de éstas y de aquélla, los jueces se ven negros para fallar.

—Por esto cabalmente; porque estos señores se ven muchas veces, como el asno de Buridán, entre el agua y la cebada y no saben por dónde tirar. Yo prescindo del sentido legal de la justicia y aplico sin vacilaciones el sentido moral.

—También esta aplicación del derecho la hallo más difícil que la interpretación de la ley. Para la última basta ser un mediano jurisconsulto, mientras que para ¡la otra se necesita ser todo un sabio Salomón.

—No tanto; ingenio y sagacidad, condiciones que creo reunir, aunque me esté mal el decirlo.

—Y la gente de Constantí ¿se aviene a estos procedimientos ?

—Con mil amores. Los encuentran rápidos y expeditos, sin las excepciones dilatorias de los otros, en que se gastan tiempo y dinero. Para que se entere usted, voy a contarle este caso, que en otra parte hubiera sido argumento de un enojoso juicio de faltas, y aquí, en Constantí, se ventiló en un santiamén. Yendo un hombre cargado con un haz de leña, vio venir a un vecino, al que hubo de llamar la atonción, gritando: "¡Ahí va, ahí va! ¡Cuidado!" El vecino, que sin duda iba distraído, no pudo evitar el encuentro, y una astilla le rasgó la chaqueta. Sin más dilación, llamó al tribunal de los hombres buenos, pidiendo indemnización del daño. En seguida se citó al hombre de la leña. Frente a frente demandante y demandado, el tribunal oyó los cargos del de la chaqueta rota y preguntó al otro qué tenía que decir. El hombre de la carga no chistaba, sin duda por cortedad.

—¿Estás mudo?—le preguntó uno de los hombres buenos.

—No es que esté mudo—se apresuró a contestar el de la chaqueta—; es que no sabe qué decir en su defensa. ¡A fe que buenas voces daba cuando me topó! A gritos me decía: "¡Aparta! ¡Ahí va!"

—Ya lo oís, señores jurados—contesté yo, en mi  calidad de asesor—. Debéis absolver al demandado, porque este hombre le ha defendido mejor de lo que el otro pudiera hacerlo.

El de 'la chaqueta se vio cogido en sus propias redes y se retiró con las orejas gachas.

—No esta mal, señor Carrillo; es un rasgo de ingenio que envidiaría Salomón.

—Pues tocante a olfato policíaco oiga este otro caso mucho más grave, que dilucidé también sin molestias de citas ni careos de testigos. En un más  como llaman aquí a las alquerías—encontraron al amo asesinado. Como el asunto no era de la competencia de los hombres buenos, se dio parte a Tarragona. Pero antes fui yo al lugar del suceso, acompañado de dos mozos de escuadra. Entre otros criados del más vi un hombre que hacia grandes demostraciones de duelo y que por cierto fue quien trajo el aviso del crimen. En cuanto le eché el ojo dije a la pareja:

—Este es el asesino.

—¿Cómo lo sabe usted?—replicó el más antiguo de los guardias.

—No hay más que fijarse en este detalle—repliqué—. Hoy es jueves, y ese hombre lleva la camisa limpia.

No me equivoqué. La pareja estrechó a preguntas al presunto criminal, y éste lo confesó todo, encontrándose después la camisa manchada de sangre de que se había despojado. Con esto, los guardias se lo llevaron preso a Tarragona y la justicia se ahorró el viaje a Constantí.

 —Señor Carrillo, es usted un portento, un hombre colosal. Pero ¿esto le produce?

—Así, así; las propinejas, que yo llamo honorarios, que quieren darme las partes beneficiadas. y algo es algo.


 

[1]Histórico

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