Cesar M. Arconada

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La armería

En el aire de Madrid

Noche de Madrid

La muñeca

    Después de una reunión política en el local de las Juventudes, Amaro volvía a su casa en el Portillo de Embajadores, en los barrios bajos de Madrid. Llevaba una cartera grande debajo del brazo. Marchaba por las calles del centro de la ciudad abstraído, huraño como un serio estudiante de filosofía. El ruidoso vocerío del atardecer en las calles de Madrid, la sensualidad de naciente primavera, el olor penetrante de las acacias, la luz dorada, las casas, los pregones de los vendedores ambulantes, las bellas mujeres..., nada de esto conseguía despertar, abrir al exterior sus sentidos de joven, sus inquietudes gozadas. Iba como sumergido en otro ancho mundo, en un mar agitado por otras corrientes interiores.

    —¡Armas! ¡Armas! ¡Se necesitan armas!

    Era la frase de la reunión, la frase que constantemente le perseguía, que tornaba y retornaba a su imaginación como a la salida de un concierto una recordada frase musical: ¡Armas! ¡Armas...! Los jóvenes del barrio le habían dado un mandato urgente: proponer a los organismos superiores el armamento general de las Juventudes. La lucha se agudizaba de hora en hora. La República estaba en peligro. Los fascistas preparaban una sublevación... ¡Armas! ¡Armas para vencerlos en caso de que se alzasen en rebeldía...! Pero las armas eran entonces, y fueron hasta el final de la República, el mito de un advenimiento que siempre se espera y jamás se cumple. En definitiva, la última frase de la reunión había sido:

    —¡Si se levantan, tendremos que conquistar las armas por la fuerza, donde las haya!

    Amaro marchaba distraído por entre la ruidosa multitud callejera, pero otro tumulto, no menos intenso, le agitaba en su interior como el oleaje a un náufrago. Bulliciosamente se mezclaban en su imaginación los acontecimientos públicos de los últimos años y su vida privada, su individualidad. Era como una estrepitosa mezcla de sirenas en el barrio industrial de un puerto. La madre de Amaro, viuda de un ordenanza de Telégrafos, tenía una pequeña pensión, pero con ella no podía sostener a toda la familia: seis hijos, de los cuales Amaro era el mayor. La madre cosía, ejecutaba labores de punto, hacía cigarrillos en combinación con una obrera de la fábrica de tabacos... Y todo esto, abnegada y maternalmente, para sacar adelante a los hijos, para que Amaro, el mayor de ellos, estudiase, y fuese en breve una ayuda económica para todos. Al advenimiento de la República, en 1931, Amaro terminó el grado bachiller. Se propuso a continuación emprender alguna carrera corta, hacer unas oposiciones. Hizo varios exámenes, pero sin éxito. Con todo, aún era joven, la República ofrecía muchas posibilidades, los intentos podían repetirse. La madre no perdía la esperanza de acomodarle en la vida con honradez, tranquilidad. Pero como sucedía por ese tiempo en la intimidad de tantas y tantas familias españolas, el camino soñado por la madre no era ya el camino seguido por el hijo. La madre sentía La vida como una acomodación, como un descanso; el hijo como una lucha, como una misión generosa. Los acontecimientos políticos se sucedían como los golpes de viento en un huracán. Amaro, lo mismo que otros muchos jóvenes, se dio por entero a una navegación arriesgada, al heroísmo de las luchas sociales. Reuniones, discusiones, debates, amigos extraños, misterios de la clandestinidad. La madre de Amaro comenzó a alarmarse por la vida anormal que notaba en su hijo. Pensó que tal vez su juventud se extraviaba por el lado de la diversión, de la corrupción, pero luego vio que era otro el camino, y aunque no le comprendía ni le aceptaba sin amargura, terminó por tolerarle.

    —¡Armas! ¡Armas para defenderse del fascismo! —le seguía golpeando la frase como el sonido del yunque cercano de una fragua.

    Entró en el cuadrado recinto de la Plaza Mayor, rincón de vida provinciana española, con soportales, pequeños bazares de baratijas, charlatanes vendedores de milagrerías, campesinos de los pueblos próximos... Bajó por otro de los arcos, descendió por unas escaleras desgastadas que tenían siglos, hasta la calle de Cuchilleros. Era ya el viejo Madrid, el Madrid del siglo XVI, de posadas, boterías, tabernas, trajinantes, cuchillerías...

    Pero Amaro marchaba sin dejarse agitar por las emociones históricas; como antes por el centro de la ciudad, no despertó a los halagos de la vida. Le embargaba su obsesión, su problema:

    —¡Armas! ¡Armas!

    Y en el promedio  de la calle se paró inconscientemente delante de un escaparate que estaba tapizado de rojo. De pronto, como si despertase de la nebulosidad de un sueño, se sintió normalmente rodeado de lo circundante, de lo presente, de la vida. Era un escaparate viejo, extraño, con polvo descolorido de vitrinas. Sobre la tela roja había cuchillos, grandes navajas, pistolas, sables, escopetas... Amaro se quedó un poco sorprendido por la subconsciente relación entre su pensamiento y la tienda donde acababa de pararse. Levantó la cabeza hacia la puerta de entrada y leyó el letrero: armería. Luego, ya consciente de todo, con la clarividencia del comprador que examina lo que necesita, se puso a mirar y remirar el escaparate.

    —¡He aquí donde hay armas! —pensó. Y luego, mirado más despacio, le pareció absurdo, incomprensible aquel escaparate que tenía algo de las vitrinas momificadas de un museo.

    Por encima de las armas, a través de los cristales miró al interior de la tienda como para descubrir el secreto de un establecimiento que le era poco conocido. Entonces, su mirada tropezó con unos ojos negros de mujer que le observaban inmóviles. Durante unos instantes no supo si aquella cara era real, viviente, o la cara de un maniquí, de una figura decorativa de la rienda. Insistió en la mirada, y el rostro de la mujer comenzó a sonreír graciosamente, con picardía. Amaro continuó la aventura. La hizo gestos declamatorios con la mano. Intentaba hacerla comprender que quería entrar en la tienda, comprar una pistola y pegarse un tiro de amor. Ella se echó a reír con franca simpatía, con gracia.

    El interior de la tienda estaba oscuro. Era ya  hora de cerrar. Se venía la noche rodando por callejas y callejuelas empedradas, estrechas, entre palacios antiguos y casas de muchos balcones. El diálogo mímico entre Amaro y la muchacha del interior, como toda tontería callejera no duró mucho. La última muda frase fue para decir: «¡Espéreme usted, jovencita, que ahora entro!» Y Amaro avanzó hacía la puerta con ánimo no ya de entrar sino de echar un piropo a la muchacha y marcharse calle abajo. Pero en el mismo momento que alargaba su cabeza hacia la entrada de la tienda, la muchacha se agarró al cierre metálico de la puerta, y con burla graciosa sacó la lengua al joven y callejero galán:

    —¡Ah...! —y tiró del cierre, hacia abajo.

    La puerta metálica cortó aquel galanteo de chunga española entre Amaro y la muchacha de la Armería de la calle Cuchilleros. Hay aventuras callejeras que se desvanecen como pompas de agua, que se olvidan como pasatiempos fugaces. Hay otras, en cambio, que son el nacimiento de una senda que conduce los pasos hacia muy lejos. Este fue el destino de Amaro.

    Al día siguiente volvió de ronda por la Armería, sin que pueda decirse cuál era la atracción principal: si las armas o la muchacha. Pero esta vez no se detuvo en el escaparate. Entró. Era también en las últimas horas de la tarde. La tienda tenía aspecto extraño de vejez, de desván o museo. La misma muchacha que el día anterior le había sacado la lengua burlescamente, leía junto al escaparate un viejo novelón recortado de algún periódico antiguo. Ella le reconoció en seguida a Amaro, pero este reconocimiento apenas sí lo afirmaba con una sonrisa leve, contenida y extrañada.

    —Jovencita... —empezó Amaro sin saber cómo iniciar la conversación.

    Ella dejó en la silla el mamotreto amarillento de la novela. Se levantó rápida. No tendría más de diez y ocho años. Era menuda, delgada, cimbreante, vivaracha, con unos ojos muy negros y la cara morena. Su recortado pelo la caía brillante y sedoso sobre la frente. Tenía una conversación viva y graciosa como todas las mujeres madrileñas, que son capaces de enredar y envolver al hombre más ingenioso con la espontaneidad y la gracia agresiva, como un tiroteo, de que hacen gala.

    —¿Qué quiere el señor estudiante? —comenzó ella—. ¿Acaso le han suspendido y busca una pistola para remediar sus calabazas...? Le recomiendo mejor el Metro. Ahora está de moda para los suicidios.

    —No soy estudiante, sino representante de gomas para los paraguas —contestó él siguiendo la chanza, como es costumbre en Madrid.

    —Pues entonces vaya usted con su cartera a la Puerta del Sol.

    —Si viene usted conmigo soy capaz de ir hasta el fin del mundo.

    —¡Ay, no, fuera de mi barrio me perdería...! Busque otra acompañante menos madrileña, que yo me llamo Paloma,

    —Ya se ve por el «pico».

    —Este pico puede dar picotazos de águila a los moscones impertinentes como usted —y cambió el tono en severidad, casi en riña,

    —No se ponga usted así, Paloma...

    —En resumidas cuentas —dijo ella poniéndose en jarras—, ¿qué le trae a usted, pollo pelao, por esta su casa?

    —Un amor entre pistolas. Esto debe ser interesante.

    —Pues para las pistolas entiéndase con mi padre. Y para lo otro una servidora le dice: ¡vamos, anda, qué te has creído tú eso! ¡A usted le han dado el número cambiao!

    La tos carrasposa del padre se oía en la trastienda, detrás de unas viejas cortinas. Amaro inclinó la cabeza para verle por una abertura. Era un hombre grueso, con bigotes grandes, de coronel retirado. Estaba en mangas de camisa limpiando sobre la mesa una gumía árabe cuyo acero debía estar picado. Luego se oyó el ruido de una silla que se arrastraba, y la conversación entre los jóvenes se aceleró, temiendo que el padre saliera, Pero lo que había empezado en broma y después se había transformado en agresión y enfado, acabó en amistad. Amaro y Paloma quedaron citados para el día siguiente en el cine de San Miguel, que estaba en el mismo barrio, muy cerca.

    Y esa tarde, en el cine, se hicieron novios. En los primeros tiempos, el noviazgo fue una simple frivolidad. Paloma no sabía concretamente cuáles eran las ocupaciones de Amaro y él eludía esta conversación diciendo con vaguedad que se preparaba para unas oposiciones. Amaro se enamoró de Paloma. Admiraba en ella su carácter alegre, vivo, su gracia, su desenvoltura, su temperamento, pero, a la vez, le preocupaban las diferencias que creía invencibles entre él, un joven seriamente decidido a las actividades y las luchas políticas y ella, Paloma, que parecía no tener otras aficiones que el cine, el baile, las novelas de aventuras... A veces no comprendía Amaro la finalidad de esas relaciones amorosas. Para justificarlas de algún modo tenía que recurrir al azar del primer encuentro, a la atracción de aquella extraña tienda de armas que poseían los padres de Paloma.

    Amaro recordaba que en todos los motines populares la multitud había asaltado las armerías. Por lo tanto, estos aparentes museos debían tener sótanos llenos de eficaces armas y municiones. La vieja casa de Paloma era seguro que los tendría: mazmorras del tiempo de la Inquisición, cuevas oscuras y profundas debajo del enlosado de la Plaza Mayor. Allí estarían seguramente las armas.

    Cuando Amaro decía a sus amigos: «—Tengo una novia dueña de una armería», ellos, un poco en broma y un poco en serio, le contestaban: «Cásate con ella en seguida, que nos van a hacer falta, y ésa es una mujer con un buen dote».

    Pero el matrimonio era prematuro cuando entre ellos aún no habían salido del periodo de la frivolidad, del entretenimiento, y los padres de Paloma sólo conocían a Amaro de verle frente a la casa esperando a la novia.

Alguna vez habría que iniciar la revelación, poner al descubierto los secretos, decir a Paloma lo que él era y cómo pensaba. Amaro tenía miedo de que Paloma reaccionase con indiferencia, con la frivolidad de su madrileña gracia, y las relaciones no pudieran seguir adelante.

    Una vez sucedió que en un baile de estudiantes que se celebraba en una Kermesse en el barrio de Pozas, y al que asistían Amaro y Paloma, se presentaron unos cuantos estudiantes con camisa azul y el emblema falangista en las solapas.

    —Mira —dijo Amaro a su novia—, esos tipos que llevan las flechas y el yugo en las solapas son los fascistas. ¡Me parece que esta tarde va a ver aquí hule! Si quieres marchar...

    Y ella se ofendió con chulería:

    —¡Pero a ver si crees que mi mamá me limpia aún los moco...! Si esos pollos litris arman bronca y estropean el baile, les daremos pa’l pelo.

    Del fascismo y de los fascistas apenas si había oído hablar Paloma, pero en ese momento ella estaba en contra de cualquier provocación, en contra de los presuntos aguadores de la fiesta, fuesen fascistas o no. Así sucedió, tal como lo habían pensado. Poco después, con el pretexto de un pisotón que un estudiante fascista dio a otro de la FUE, estalló la tormenta. En seguida empezó el revuelo, los golpes, los gritos:

    —¡Fuera los fascistas! ¡A la calle! ¡Que se marchen de aquí!

    Amaro fue de los que primero se lanzaron a la batalla de los puños, en primera línea. La gente del baile retrocedió hasta formar corro y los bandos, en medio, se acometían con furia. Rodaban por el suelo unos, se levantaban otros, se agitaban en alto los puños, sonaban los golpes sobre las cabezas... Pero lo sorprendente fue que a los pocos momentos de comenzar la pelea, Paloma se lanzó, ágil y rabiosa como un tigre, en medio de los luchadores y, a puñetazos, a mordiscos, a patadas, a arañazos, con ciega bravura, acometía a los fascistas. Éstos retrocedieron hasta la puerta. Hubo un momento, al final, en que sólo Paloma con los palos rotos de una silla en la mano» amenazante y furiosa, los hizo retroceder, acobardarse, huir vencidos finalmente. En seguida, toda la gente del baile irrumpió en un aplauso cerrado de homenaje a la brava muchacha que con las ropas desgarradas, el pelo revuelto, sudorosa, agitada, volvía de pelea buscando con los ojos llameantes de ansiedad a Amaro. Al encontrarse se dieron la mano, se abrazaron contentos.

    —¡Eres admirable, Paloma! —le dijo su novio—. ¡Te has portado como una verdadera heroína antifascista!

    Y ella, con una graciosa coquetería de mujer, con un mohín cariñoso, contestó:

    —Te advierto, niño, que los fascistas me importan a mí un piro. ¡Lo he hecho todo por ti!

    Era cierto. Pero así empezó Paloma a interesarse por las cuestiones sociales, por la política, por la lucha contra el fascismo, por las Juventudes, por la vida, hasta entonces desconocida y oculta, de Amaro. Más adelante, en nuevas ocasiones que se presentaron de lucha contra los fascistas, Paloma se enfrentó con ellos no como enemigos de su novio, sino como despreciables bandidos, como perros pistoleros que, mandados por sus amos, salían a la calle a imponer el terror, a matar obreros, a eliminar comunistas, a desacreditar la República.

Así sucedió una tarde en un comedor popular donde era sabido que concurrían jóvenes antifascistas. Paloma y Amaro habían ido a comer en unión de otros amigos. De pronto, se presentaron varios individuos fascistas repartiendo invitaciones para un mitin que ellos iban a celebrar. Evidentemente, era una provocación. En una de las mesas les arrojaron las invitaciones a la cara y en seguida se armó el alboroto, se inició la lucha contra ellos. Rodaron las mesas, se hicieron añicos los platos, la cristalería. Oíros fascistas que los provocadores traían como protección dispararon las pistolas. Un camarada resultó herido. Y Paloma, cuando la pelea comenzó a tomar un agrio carácter, se lanzó rápida sobre el cierre de la puerta, que bajó de un golpe seco, y luego sobre una mesa gritó; «—¡Tranquilidad, camaradas, que no pueden escaparse! ¡Vamos a cazarlos vivos como a leones!». Y poco después» molidos a golpes, los fascistas fueron encerrados en una habitación y entregados a la policía.

    Otra vez, por la noche, Amaro y Paloma volvían de un mitin que se había celebrado en el Coliseo de Lavapiés. Marchaban por la calle Ave María y poco antes de llegar a la Magdalena oyeron que un muchacho voceaba: «Mundo Obrero ¡Compre Mundo Obrero que trae sensacionales revelaciones sobre la actividad de los fascistas!» De pronto sonaron dos disparos y el vendedor, un muchacho de catorce años, cayó muerto. Paloma vio claramente al tipo que desde la oscuridad de una esquina había disparado y se lanzó sobre él con un furioso arrebato de indignación por el crimen cometido. El fascista, al sentirse descubierto, echó a correr y Paloma siguió detrás» gritando a la gente: «¡A ése, a ése, que ha matado a un pobre muchacho!» Por fin le agarraron y Paloma se abalanzó sobre él como si quisiera hacerle pedazos: «—¡Fascista, canalla, tú le has matado, tú! ¡Sois una cuadrilla de bandidos!» —le zarandeaba y le gritaba. La gente empezó a agolparse y en seguida se lo llevaron los guardias, pero Paloma y Amaro fueron con ellos para declarar en la comisaría como testigos del crimen.

    El carácter de Paloma era así, normalmente burlesca, graciosa, con apariencias de frivolidad como si no se interesase seriamente por nada. Pero en los momentos decisivos, de lucha, era terriblemente arrebatada, tenía una bravura casi ciega. En la formación del carácter de Paloma, Amaro tenía muy escasa intervención. Más bien se lo debía a Madrid, al alma popular de Madrid, que concilia lo frívolo y lo serio, lo burlesco y todo lo heroico. Pero Amaro sí había tenido decisiva influencia en la evolución de Paloma. Su carácter díscolo, de arisca gata madrileña, era blando y dócil al amor, y bajo su influencia se sentía muy femenina, muy fiel, se dejaba conducir por Amaro como una niña ingenua. Es así que en poco tiempo Amaro hizo de ella una buena militante de las Juventudes, una gran camarada con responsabilidad y conciencia política.

    Pero de todo esto, en casa de Paloma no sabían nada. Los padres eran muy religiosos, amantes del orden, pues ellos conocían muy bien la tradición madrileña de asaltar las armerías en las revueltas populares; la madre de Paloma, la seña Paca como la llamaban en el barrio, era una madrileña muy flamenca, que había sido planchadora en su juventud. No veía con buenos ojos los amores de Paloma. Ella hubiese querido para su hija un rico industrial del barrio.

    —Ese pollito que ronda a Paloma —decía a su marido— me da a mi mala espina. Si la cosa pasa a mayores, voy a tener que plantarme en jarras y decir a ese niño:

    —¡Qué dená, so pelao, que mi Paloma es mu castiza pa que te la lleves !

    Pasaba Amaro por ser un corredor de bombillas y objetos de electricidad, Paloma hacía a su madre grandes elogios de él, pero la aceptación era imposible y los disgustos familiares por esto y por la vida irregular de Paloma aumentaban de día en día. Por fin, esos disgustos interiores tuvieron una culminación: fue cuando un día Paloma confesó a su madre, con gran secreto y no poca turbación, que estaba embarazada y que, por consiguiente, tenían los padres que dar su permiso para casarse con Amaro. Esta noticia sensacional produjo en la casa una tormenta de gritos, llantos, aflicciones, congojas, patatuses que duró casi un mes. Por fin, como no podía ser de otro modo, los padres accedieron al matrimonio. Entonces tuvo lugar la primera visita de Amaro a la casa de su novia. Fue un acto penoso, como la asistencia formularía a un entierro. Los padres le recibieron con hostilidad, con frialdad, y él no sabía qué hacer ni qué decir para congraciarse con ellos. La vieja casa, aquella trastienda oscura con una camilla en medio, aquella familia huraña, todo, hasta el deslumbramiento de las armas que tiempos atrás le había atraído, ahora le pesaba, le molestaba. Hubiera sido su gusto coger a Paloma y huir, huir sin ocuparse más de la armería de la calle Cuchilleros.

    Desde este momento de la entrada oficial en casa de la novia, las visitas se hicieron frecuentes, pero aunque algo atenuada, la hostilidad hacia él no desapareció. Otro gran disgusto provino a causa del ceremonial de la boda, cuando se trató de este particular. La madre quería boda rumbosa, boda sonada en el barrio, y que se casasen en la iglesia de la Virgen de la Paloma, donde la muchacha había sido cristianada. Pero Amaro y Paloma querían casarse por lo civil, oscuramente, un día cualquiera, sin que nadie se enterase. ¡Terribles contratiempos! Sí no hubiera sido por lo irremediable de la situación, es casi seguro que Amaro hubiese sido echado de la casa violentamente. Por fin se pudo conciliar el conflicto. Por aquellos tiempos había muchos jóvenes en condiciones parecidas que se casaban primero por lo civil, y para aquietar la conciencia de los padres ofrecían casarse después por la iglesia, y esto último se les olvidaba más tarde intencionadamente.

    Así se convino. Pero con los padres, que no contaran para el matrimonio civil. Irían ellos solos con los testigos.

    Era por el mes de julio, en el año 1936. Los días estaban llenos de intranquilidad, y Amaro y Paloma, ante lo que pudiera venir, acordaron casarse. Fijaron La fecha: el 18. ¿Alguien sabe de qué sombrías desgracias o alegre felicidad viene cargada la luz de cada amanecer? Nadie lo sabe, nadie. Sin embargo, ella viene irremediablemente con sus contingencias.

    Y llegó la mañana de la boda. Ese día Paloma se levantó temprano. Se había comprado un traje hechura sastre, y en el ojal de la solapa llevaba una flor roja. La madre lloraba silenciosamente interiores remordimientos y penas por la boda, mientras la hija se vestía. Eran las ocho, y el día tenía espléndida luz y sol. A las nueve vendría Amaro con dos amigos íntimos y se irían todos al Juzgado, sin ceremonial alguno, como quien va a la ventanilla de Correos a certificar una carta. La madre no comprendía esta sequedad, esta frialdad en la ceremonia, y a pesar de la negativa de Paloma se empeñó en salir a la confitería del barrio a comprar unos dulces para cuando regresasen del Juzgado.

    La madre volvió pronto, agitada, acongojada, casi sin poder hablar. Mientras ponía sobre la mesa una docena de pasteles, unas pastas y dos botellas de jerez, contó con sobresalto:

    —¡Huy, no podéis figuraros el revuelto que hay por las calles! Dice la gente que los militares se revuelven contra la República por haber matado a Calvo Sotelo.

    —¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué pasa? —entró Paloma en la habitación, sobresaltada.

    —Hija, hija, ya decía yo que tu boda era de mal agüero. ¡Dicen que hay «revolución del ejército»!

    Paloma no preguntó más. Sabía muy bien de qué se trataba. ¡Era, por fin, el fascismo que se lanzaba contra el pueblo, contra la República!

    De espaldas a la mesa, con la cabeza baja, Paloma, indecisa, no sabía qué hacer. ¿Marchar a la calle? ¿Ir a ver lo que pasaba? ¿Salir en busca de sus camaradas de la Juventud para recibir instrucciones y comenzar la lucha...? Pero faltaba media hora para la llegada de Amaro,  para su boda, para esa particular contingencia que por un azar coincidía con un momento inoportuno.

    El padre de Paloma, en cuanto oyó la palabra «revuelta» empezó a pasearse nervioso, pálido. Iba de un sitio a otro tropezando con los muebles. Cerraba con llave armarios y vitrinas. Las armas que pudieran ser más codiciosas las bajó al sótano. Ciertamente en veinte años que llevaba de dueño de la tienda no le había pasado ningún percance. Sólo una vez, en el año 18, cuando el asalto de la multitud a las tiendas de comestibles, su establecimiento corrió peligro, sin que nada pasase, gracias a la intervención de los guardias. Pero amigos suyos, dueños de otras armerías, contaban verdaderas atrocidades acaecidas en sus tiendas durante los motines.

    Encima de una consola, entre descoloridas flores de papel, había una estampa de la Virgen de la Paloma. La madre encendió dos velas y rezó varias salves y oraciones para conjurar los peligros.

    Abrieron la tienda a la hora de todos los días, pero dejaron el cierre metálico a medio alzar. Por la calle corrían rumores, con tanto candor y ruido como torrentes después de una tormenta. La madre y el padre entraban y salían inquietos. Paloma esperaba con más inquietud aún. El reloj marcaba ya las nueve y media, y Amaro y los testigos de la boda no llegaban. Paloma, indecisa entre el deber de marcharse y la transcendencia de quedarse para celebrar su boda, iba de un sitio a otro, se asomaba a la calle, miraba a lo lejos para ver si entre los transeúntes descubría la figura de su novio. Al fin, decepcionada, se metió en su habitación y, casi sin saber qué hacer, como un entretenimiento a su nerviosismo, comenzó a romper papeles viejos que tenía en una caja.

De pronto se oyeron carreras de gente por la calle, voces confusas, rumores lejanos, y el caer rápido de los cierres de las tiendas. El padre entró con las manos en la cabeza, gritando:

    —¡Estamos perdidos! ¡Estamos perdidos! ¡Los revoltosos vienen a nuestra tienda!

    La madre, después de un ¡Virgen santísima! angustioso, empujó el cierre metálico hacia abajo y entró corriendo a ponerse de rodillas ante la estampa de la Virgen,

    Sólo Paloma salió a la tienda. El rumor encrespado de la multitud fue haciéndose cada vez más perceptible hasta agolparse frente a la armería como un remolino. Por encima del confuso rumor se oían voces más altas, gritos más tersos, demandas explosivas como granadas de mano:

    —¡Armas! ¡Armas!

    —¡Abrid, o asaltamos la tienda!

    —¡Queremos armas para luchar contra los fascistas!

    Paloma, ágil como un corzo del Pardo, saltó por encima del mostrador, los ojos llameantes, apretados los labios, el negro pelo caído sobre la frente.

    Con decisión se lanzó sobre la puerta. En ese momento el padre le gritó:

    —¡Qué vas a hacer! ¡Loca! ¡Loca,..! ¡Te has vuelto loca!

    Y, enérgica y encendida de pasión, levanta de golpe el cierre y se presenta ante la multitud que llena la calle, con su rojo clavel en el ojal, como una llama. Grita, el brazo en alto:

    —¡Camaradas, entrad! ¡Para luchar contra los fascistas vuestras son todas las armas de la tienda!

    Pero de pronto queda parada por un golpe rápido de sorpresa. De la masa indeterminada de la multitud, un rostro conocido se diferencia, se destaca próximo y viene hacia ella con su propio nombre en los labios y los brazos abiertos.

    —¡Paloma! ¡Paloma!

    Era su novio, Amaro, que dirigía la multitud ansiosa de armas. Gracias a él y a sus amigos no se produjo el tradicional y tumultuoso asalto. Fue difícil contener la ansiedad que cada persona tenía de poseer un arma, pero Amaro se subió a la reja de una ventana y después de un pequeño discurso prometió sacar a la calle todas las armas que hubiera y repartidas. La gente se conformó con la promesa —unas cuantas personas entraron en la tienda, guiadas por Paloma y Amaro—. Los padres vieron con sorpresa y con indignación que el propio novio de su hija no venía a casarse sino a desvalijar la tienda, como un ladrón. Se imaginaban un terrible complot en el cual Paloma había sido engañada. Empezaron a gritar improperios contra Amaro, a llamar a Paloma ¡mala hija!, ¡hija desnaturalizada, que se había dejado engañar por un sujeto peligroso...! Y con una fuerte crisis nerviosa se encerraron en una de las habitaciones más retiradas de la casa.

    Todas las armas que había en la tienda y en los sótanos fueron sacadas a la calle, pero repartirlas con orden no fue posible. La multitud se echó sobre ellas sin reparar en sistemas ni características: lo mismo le daba la navaja cabritera que la vieja espingarda antigua. Paloma sacó de entre la lana del colchón de su cama dos magníficas pistolas «parabellum» que tenía guardadas; una fue para ella, otra se la entregó a Amaro.

    —Toma —le dijo al dársela—, es mi regalo de boda. Las tenía guardadas para cuando llegase la ocasión. ¡Me parece que ha llegado ya!

    Es claro que la boda quedó suspendida para tiempos más ociosos y pacíficos. Después del reparto de las armas, la multitud se alejó y Amaro y Paloma, con otros compañeros, se fueron juntos a ponerse a disposición de los comités de las Juventudes.

    Al día siguiente Amaro y Paloma tomaron parte en el asalto al cuartel de la Montaña, donde los militares y fascistas de Madrid se encerraron y se hicieron fuertes. Y sucedió en este episodio glorioso del bravo pueblo de Madrid que en el enardecimiento de la lucha, en el asalto al cuartel, Amaro y Paloma se perdieron, no pudieron encontrarse. Fue una inquietante angustia, pues Amaro pensaba que Paloma había muerto en la refriega y ella, a su vez, se imaginaba lo mismo con respecto a Amaro.

    En tiempo normal hubieran vuelto a encontrarse fácilmente. En aquellos febriles días de acelerada agitación, fue imposible. Todos los cuarteles de los alrededores de Madrid estaban sublevados, La situación era grave, la lucha contra el fascismo exigía desvelos, sacrificios. Las tropas fascistas del Norte venían sobre Madrid por la Sierra...

    Y una semana después de todo esto, al cabo de infructuosas pesquisas en casa de Paloma y en distintos locales de la Juventud, se produjo inesperadamente el encuentro. Amaro iba por el paseo de San Vicente arriba, hacia la Plaza de España, con varios compañeros. Habían ido a la estación del Norte a despedir un tren de milicianos expedicionarios. De pronto, desde un camión que bajaba lleno de jóvenes con monos azules y escopetas, y que llevaban un letrero rojo que decía: «¡Madrid se defiende en la Sierra! ¡Al Guadarrama, jóvenes antifascistas!», oyó Amaro que le llamaban a grandes voces:

    —¡Amaro! ¡Amaro! —y un brazo se agitaba en el camión con nerviosidad de querer destacarse,

    —¡Paloma! ¡Mi querida Paloma!

    Amaro corrió hacia el camión, que bajaba despacio la cuesta del Paseo, y se colgó a él.

    —¿Pero has olvidado que tenemos pendiente nuestra boda?

    —¡Sí, sí, nuestra boda...! ¡Sube! —y le cogió de las manos, empujándole hacia el interior del camión...    Podemos celebrada en la Sierra, entre los tiros. ¡Yo voy allá a matar fascistas!

    —¡Pues..., en fin, como el novio soy yo, tendré que acompañarte!

    Se abrazaron llenos de júbilo, se dieron un fuerte beso de amorosa alegría y de compañerismo. Y Paloma, con gracia y patriótica exaltación madrileña, gritó;

    —¡Mueran los fascistas! ¡Viva Madrid, que es mi pueblo!

 

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    El ejército fascista alemán alargaba hacia Moscú sus tentáculos de negro pulpo sin sospechar la derrota que le esperaba. El avanzado otoño se había vestido ya de nieve. Los esbeltos álamos habían perdido sus hojas doradas. En las casas de las aldeas el humo del fuego se perdía en los grises tonos de la atmósfera.

    Frente del Este. Una tarde, Anatolio Ivánovich, intrépido piloto de aviación, Héroe de la Unión Soviética, condecorado con la Orden de Lenin y la de la Bandera Roja, tuvo que realizar una misión urgente en Moscú. Ya cumplida, regresaba de nuevo al frente, en una moto con sidecar. En medio del camino se estropeó la máquina. Era casi de noche, y mientras el mecánico conductor buscaba ayuda para repararla en la base de tractores de un koljós próximo, Anatolio Ivánovich entró a resguardarse del frío en una casa próxima a la carretera.

    La presencia del héroe produjo una viva curiosidad entre los habitantes de la casa. Estaba encendido el samovar y le obsequiaron con té caliente y barankis[2]. La noticia corrió pronto por las casas de los alrededores, y al poco tiempo hacía compañía de honor al héroe un grupo de más de veinte campesinos, sin contar los muchachos, que eran muchos. En seguida se estableció entre todos una franca cordialidad. Anatolio Ivánovich, como todo gran hombre soviético, era sencillo, franco, accesible, sin orgullo alguno, sin presunción. Empezó a hablar familiarmente, y todos le rodearon, los niños en primera fila, casi abrazados a él. Habló de la guerra, del fascismo, de los deberes patrióticos del hombre soviético, de las atrocidades que cometían los alemanes. Contó episodios del frente, heroicidades de la aviación soviética.

    Aquella tarde la moto no pudo ser reparada, y Anatolio Ivánovich y su compañero tuvieron que hacer noche en La acogedora casa de los campesinos. Después de cenar volvió a organizarse la tertulia, aumentada por algunos dirigentes del koljós, que llegaron a saludar al héroe. En la caliente atmósfera de la habitación, papirosi[3] tras papirosi, Anatolio Ivánovich seguía contando interesantes episodios que todos escuchaban con vivo interés.

    El tiempo iba avanzando. Ya en declive la velada, hubo un momento de silencio, como precursor de las «buenas noches» y la dispersión de los concurrentes. Anatolio Ivánovich tenía una cicatriz en la cara, que uno de los niños abrazados a él señaló con el dedo. Entonces, Nicolás Petrovich, el dueño de la casa, dijo:

    —Esa cicatriz, camarada Anatolio Ivánovich, también debe tener su historia interesante. Usted no nos |ha] hablado nada de ella.

    Entonces Anatolio Ivánovich perdió en la lejanía del recuerdo La mirada tranquila de sus ojos azules, y contestó:

    —Sí, es un pequeño arañazo en el aire,

    —Lo más natural en un aviador es que fuese en el aire —intervino el mecánico.

    —Pero en el aire... ¡de Madrid! —recalcó Anatolio, consciente de la curiosidad que la palabra iba a producir.

Así fue. Se animaron todos los rostros, se produjo una viva expectación, se hizo absoluto silencio, y Anatolio Ivánovich tuvo que contar, con pormenores, la historia de aquel arañazo,

***

    Anatolio y Mischa eran dos amigos íntimos. Anatolio tenía dos años más que Mischa —diez y siete éste, y diez y nueve aquél— y era más fuerte, más enérgico de carácter, motivo por el cual se consideraba protector de Mischa, que además no tenía padres. Los dos amigos, aficionados a la mecánica y a la aviación, habían hecho prácticas de planeadores y ahora estudiaban en una escuela de pilotos.

    Era el verano de 1936. Allá en un país lejano, en España, el fascismo monstruoso se revolvía y se ensañaba contra un pueblo que sólo quería vivir libre y tranquilo. Los acontecimientos agitaban el aire en codas las direcciones del mundo. ¿Vencería el fascismo agresor y bárbaro? ¿Vencería el noble pueblo español? La pasión de la contienda, como el ulular de un fuerte viento, pasaba por los umbrales de la conciencia de todos los hombres y la agitaba.

    «Diez mil obreros asesinados en Sevilla...» «Las hordas fascistas entran en Badajoz y los republicanos son lidiados en la Plaza de toros...» «Alemania e Italia intervienen en la guerra...» «Los fascistas avanzan por Talavera hacia Madrid...» «¡Madrid atacado...!» «¡Madrid en peligro...!» «¡Madrid en peligro...!» «¡Madrid...!» «¡Madrid...!».

    Todas las mañanas, camino de la escuda de aviación que estaba algo distante, Anatolío y Míscha hablaban del fascismo, de los acontecimientos de España, del pueblo heroico que se defendía. Una de esas mañanas, en el claro verano, atravesando un bosque espeso, alegre de pájaros y de luz de amanecer, Anatolío echó un brazo sobre los hombros de su amigo Mischa y le habló confidencialmente:

    —Hace días, Mischa, que vengo soñando con España, ¡España! ¡España...! Ir allí, a luchar contra el fascismo, a defender Madrid, a ayudar al pueblo español... ¡He aquí lo que me gustaría hacer, he aquí que de buena gana hoy mismo emprendería el viaje!

    Mischa le miró sonriente y contestó resuelto:

    —¡Vamos los dos juntos! ¿Quieres? ¡Gran idea! ¿Qué otra cosa podemos hacer mejor? ¡Convenido! Ni una palabra más. ¡Hagamos las gestiones para la marcha!

    Y se dieron la mano, como dos corazones que firman un convenio generoso.

    Parecida escena se desarrollaba aquí y allá, en este país y en el otro, en esta y en aquella parte del mundo, entre los sencillos grandes hombres, todo corazón y sensibilidad humana y sentimiento de solidaridad, que por defender la noble lucha de un pueblo lejano dejaban la paz, los hogares, las familias, los amigos, y emprendían un largo viaje de clandestinas peripecias, muchos en busca de la muerte que les esperaba bajo la tierra de los campos españoles. ¡Eran los hombres de las gloriosas Brigadas Internacionales!

    Anatolio y Mischa fueron a España, realizaron su generoso sueño.

    El aire de Madrid, que es transparente y claro como el cristal, tenía un turbio enrarecimiento. El fascismo acosaba la ciudad por tierra y por aire. El pueblo, con su entusiasmo patriótico, había formado alrededor de la ciudad murallas de entusiasmo que el fascismo no podía cruzar. Pero esas murallas no subían al cielo. Los caminos del aire estaban libres para el fascismo, para la destructora aviación alemana, que pretendía romper desde lo alto el cerco que no podían franquear desde la tierra.

    —¡Aviación! ¡Aviación!

    Las sirenas alzaban su voz de peligro. Los aviones alemanes de bombardeos sin enemigo que les detuviera, venían por el claro cielo de Madrid, roncando como monstruos.

    —¡Las «pavas»! ¡Ya están ahí las «pavas»! —decía la gente.

    Y algún gracioso prevenía al que miraba hacia el cielo:

    —¡Ten cuidado, no se estrelle en tu misma boca uno de los huevos que sueltan esas «pavas»!

    Lo que soltaban los fascistas aviones alemanes eran bombas y bombas. Pero el pueblo de Madrid no se amedrentaba, por muchos que fuesen sus sufrimientos. Por las calles se oía cantar:

Con las bombas que tiran,
con las bombas que tiran,
con las bombas que tiran, mamita mía,
los aviones,
los aviones,
se hacen las madrileñas,
se hacen las madrileñas,
se hacen las madrileñas, mamita mía,
tirabuzones,
tirabuzones.

    Y un día, los madrileños, que tienen fama de ser curiosos, desafiando el peligro se estacionaron en las calles para presenciar por primera vez en su vida una batalla en el aire.

    —¡Los «chatos»! ¡Los «chatos»! —gritaban con algarabía jubilosa.

    —¡Anda tú, «chato», límpiale el moco a esa «pava»!

    —¡Otra «pava» al horno! —gritaban cuando algún avión alemán caía incendiado.

    Era la nueva aviación de caza republicana que por primera vez salía al combate, salía a defender Madrid, a enfrentarse con la invasora aviación alemana.

    El júbilo de la gente era debido a la victoria. Los aviones alemanes caían, muchos de ellos incendiados. El aire de Madrid, alegre de victoria, se volvía otra vez más transparente, azul. Desde abajo, el pueblo aplaudía lleno de gozo.

    Dos de los intrépidos aviadores de la victoria eran Anatolío y Mischa. Cuando descendieron en el aeródromo, al encontrarse y marchar juntos, los dos amigos se abrazaron, también gozosos como todo el pueblo.

    —¡Qué alegría, Mischa, la de derrotar a la criminal aviación del fascismo!

    —Yo he derribado cinco aviones —refirió Mischa contento.

    —Yo otros tantos, cuando menos. Pero el famoso «halcón» se nos ha escapado —aludió a un avión ya sobreentendido.

    El comienzo de la historia de este avión fascista es poco más o menos así.

    Un día apareció en el campo de aviación republicana un sobre, no se sabe si arrojado desde el aire o llevado por un espía. El sobre estaba escrito así:


 

   Dentro del sobre venía una carta jactanciosa, con altisonantes frases como es costumbre en la literatura fascista, hablando del valor, del desprecio a la muerte, de la invencible aviación nacionalista. En realidad la carta era un reto de desafío, con pretensiones caballerescas» de un anónimo aviador que se denominaba «Halcón de la muerte» y que su aparato se distinguía, según confesaba, por una calavera que llevaba pintada en el fuselaje. La carta se recibió como una broma, sin darle importancia, Pero pocos días después los aviadores republicanos vieron, en efecto, al avión con el signo distintivo de la calavera.

    Los combates sobre la ciudad eran cada vez más intensos, y la aviación fascista y la aviación republicana mantenían una encarnizada lucha por el dominio del aire de Madrid, En estos combates morían muchos aviadores fascistas alemanes, pero también caían aviadores republicanos.

    Durante este tiempo de fuertes luchas, el «Halcón de la muerte» se dio a conocer por sus «hazañas». Se sabía el nombre del piloto. Era el capitán aviador alemán Muller, un criminal que se distinguía entre los criminales, y esto es ya un honorable mérito para el fascismo. Sus «hazañas» consistían, primero en eludir todo combare, y después dedicarse traidoramente a ametrallar a los aviadores que, inutilizado su aparato en el combate, descendían en el paracaídas.

    Los aviadores republicanos tenían ganas de cazar a este «caballeresco fascista», pero él jamás presentaba combate y solía llegar al final, cuando los cazas, agotada la esencia, ya no estaban en el aire. Sólo por jactancia se denominaba halcón. Era más bien un cuervo. ¡El cuervo de la muerte!

    En uno de los combates fue tocado el avión de Mischa y éste tuvo que tirarse en el paracaídas. Anatolio, también en el aire, le vio descender, y de repente el corazón le dio un golpe de angustia. No temía que se presentase, como de costumbre, el cuervo fascista, porque Anatolio se bastaba para entendérselas con el traidor. Le angustiaba que Mischa cayese en el terreno del enemigo. La perpendicular era dudosa. Lo mismo podía caer a un lado que al otro. Su suerte dependía del azar, tal vez de la caricia de un golpe de viento favorable. Los otros cazas marchaban al aeródromo a tomar tierra, agotados sus depósitos de gasolina.

    Anatolio vio con inquietud que en el suyo tampoco quedaban más que unos pocos litros, Pero prefirió agotarlos antes que dejar a su amigo indefenso. Describió unas espirales de descenso y empezó a dar vueltas alrededor de Mischa en guardia contra la posible agresión traidora del halcón fascista,

    Anatolio volaba con la presión angustiosa de tres inquietudes: miraba hacia la línea de trincheras, en los alrededores de Madrid, preguntándose hacia qué lado caería su amigo. Miraba al marcador de su propio aparato: ¡sólo tenía gasolina para unos minutos más de vuelo! Y por último miraba al horizonte despejado para ver si el enemigo —tal vez el traidor— se presentaba de nuevo antes que otros cazas republicanos pudieran alzarse.

    El momento era decisivo. Su suerte y la de Mischa estaban en la encrucijada del azar. ¿Vivir? ¿Morir?

Un tercer dilema se presentaba: luchar, ¿Pero cómo luchar cuando sólo tenía gasolina para unos minutos? Dos cazas enemigos venían rápidos hacia él trepidando sus ametralladoras ya más cerca, Anatolio vio claramente la calavera dibujada en uno de ellos. ¡Ah, si pudiera darle un golpe certero, el golpe final de su agotado aparato!

Anatolio tomó altura, siempre sin perder la defensa de su amigo Mischa. Si el halcón venía a ejecutar sus remates traidores, Anatolio se lanzaría sobre él, chocaría su aparato con el suyo. Pero el halcón se quedó atrás y quien vino sobre Anatolio fue el otro. Entablaron combate y a los pocos momentos Anatolio consiguió derribar al primer enemigo. Le entusiasmó esta victoria rápida, porque sólo con el halcón, que ya se acercaba, podía realizar el choque y salvar al amigo. Pero su aparato también había sido tocado en el combate y comenzaba a cabecear. Un momento más y entraría en barrena. Con rabia y con dolor tuvo también que lanzarse al espacio en paracaídas. ¡Era probablemente la muerte de los dos amigos, la vida indefensa entregada a la avidez carnicera del cuervo fascista!

    —¡Tienes suerte, traidor! —pensaba Anatolio mientras se lanzaba al espacio.

    Cuando se abrió su paracaídas lo primero que hizo Anatolio fue ver la posición de su amigo Mischa. Le distinguió algo lejos, pero aún no lo suficientemente bajo para poder salvarse. Pronto vio que el avión fascista le rondaba. Anatolio se mordía los labios con rabia, hasta casi echar sangre. Era seguro que Mischa sería acribillado a balazos, ¡Ah, no poder volar hacia el amigo en peligro...! En ese momento, la seda y las cuerdas del paracaídas le parecieron una estúpida tela de araña en la cual estaba prisionero.

    —¡Bandido! ¡Bandido! —exclamaba a cada momento, pensando en la triste suerte de Mischa, solo, en el aire, a merced de aquel traidor pájaro negro que le rondaba para devorarle.

    Apenas pensaba en sí mismo, embargado por la inquietud de la vida de Mischa. Sin embargo su suerte no era mucho más despejada. El cuervo vendría sobre él cuando acabara con el otro.

    Así fue. En seguida sintió el ruido del motor que se aproximaba. Empezó a funcionar la ametralladora. Pronto el pájaro hacía sobre él sus pasadas de muerte. Anatolio se fijó bien en la cara del cuervo fascista. Era de ancho rostro, con la barbilla saliente y labios muy largos. Su carne fofa, pálida a pesar de estar quemada por el aire, le daba un aspecto repugnante, de frialdad de asesino.

     —¡Cuervo fascista! ¡Asesino...! —murmuraba Anatolio, rabioso. Y luego recordaba con tristeza a su amigo—: ¡Mischa! ¡Miseria...!

    De pronto se sintió herido en la cara. La sangre le resbalaba hacía el cuello en pequeños hilos calientes. Pensó que su existencia acabaría antes de llegar al suelo. Estaba sobre Madrid y el viento le empujaba hacia el sur. La vista se le iba nublando. En seguida oyó ruido precipitado de motores.

    —¡Son nuestros, nuestros! —pensó con esperanza de salvarse.

    Eran, en efecto, los cazas republicanos que se elevaban otra vez. El cuervo fascista huyó como siempre, como huye el alevoso criminal cuando se encuentra sorprendido. Poco después, Anatolio tomó tierra en las afueras de la ciudad. Una ambulancia le condujo a una clínica donde le operaron para extraerle la bala. Desde que recobró el conocimiento no hacía sino preguntar por su amigo, por la suerte de su cantarada:

    —¡Mischa! ¡Mischa...! ¿Se sabe algo de Mischa?

    Pero la suerte de Mischa había sido adversa y trágica. Lo que sucedió con él no se lo contaron a Anatolio hasta que salió del hospital. Fue así;

    Dos días después de este combate, los fascistas dejaron caer sobre Madrid un pequeño paracaídas con una caja que llevaba escrita la dirección: «Urgente, Entréguese esta caja al jefe de Aviación de Madrid».

    Se abrió la caja y apareció dentro de ella lo más inesperadamente monstruoso: ¡la cabeza de Mischa decapitada! Con ella venía un papel escrito así:


 

    Cuando Anatolio supo este final de su amigo lloró, lloró a lágrima viva, como un niño. Juró vengar este crimen, juró que el carnicero cuervo fascista tendría que entendérselas con él. Pero después de sucedido todo esto, el famoso halcón criminal no volvió a aparecer en el aire de Madrid» sin que se supiera por qué.

    Y pasado el tiempo, Anatolio tuvo que marcharse de España con la tristeza de haber dejado allí a su mejor amigo y con el remordimiento de no haber podido vengar su monstruosa muerte...

* * *

    —Y he aquí. Esta es la historia de mi arañazo en el aire... ¡de Madrid! —terminó de contar el héroe.

La concurrencia de campesino, que habían seguido emocionados la narración, guardaron un silencio solemne.    Algunas mujeres lloraban. Uno de los niños besó a Anatolio cariñosamente en la cara, casi encima de la cicatriz.

    —¡Qué mala gente son esos fascistas! —dijo uno.

    —¡Unos monstruos!

    —¡Unos verdaderos bandidos!

    —¡Es lástima —añadió el presidente del koljós— que aquel pirata fascista que mató a Mischa y luego arrojó su cabeza en una caja, quedase sin castigo!

    Entonces Anatolio sonrió satisfecho, y dijo:

    —Esto que os he contado es la primera parte de la historia. Me falta narraros la segunda. Voy a ser muy breve porque ya es tarde. Escuchad, camaradas.

* * *

    1941. Frente del Este, en tierras soviéticas. El ejército fascista alemán embestía en varias direcciones. Resistencia. Aniquilamiento de las divisiones invasoras. Duros combates en tierra. Duros combates en el aire.

Un día, en el aeródromo donde estaba Anatolio se comentó que había aparecido un avión de caza alemán, que tenía pintada en el fuselaje una calavera... A los demás no extrañó la noticia, porque ya se sabe la afición que los fascistas tienen a estos símbolos, pero Anatolio, sin decir nada, se acordó de Míscha, del cuervo, del combate sobre Madrid... Y por si el aviador fascista, ahora en territorio soviético, era o no era el mismo que años atrás había hecho sus fechorías en territorio español, Anatolio decidió comprobarlo y buscar el aparato con el distintivo de la calavera.

    Una mañana, Anatolio le encontró. Se habían quedado los dos aparatos solos, como enemigos en el aire, predestinados a una cita. El aviador soviético se fue directamente a él con la audacia del dominio. Pero a pesar de que varias veces le enfiló certero, su ametralladora callaba. Lo que a Anatolio le importaba no era derribar un aparato más de los muchos que había derribado en su carrera de aviador, sino comprobar quién era este nuevo pirata, este nuevo cuervo.

    Varias veces se lanzó sobre él, tan cerca que el fascista creyó que iba a chocar. Mas no era esto. Quería reconocerle bien, distinguirle. Por fin Anatolio tembló de gozo. Sonrió abiertamente, ¡Era él! ¡Él! Su misma boca grande, su misma cara, su inconfundible repugnancia... ¡Era el cuervo de otros tiempos! ¡El halcón criminal!

    —¡Ahora te vengaré, Mischa, Míscha, lejano amigo asesinado en el aire de Madrid...! —pensaba Anatolio mientras se preparaba al ataque.

    La acometida fue furiosa. La lucha sólo duró unos Instantes. Con la imponente fuerza del odio y de la venganza, Anatolio ametralló al avión fascista y pronto le vio caer hasta estrellarse en el suelo.

    Así acabó.

* * *

    —Tuve la curiosidad —dijo Anatolio terminado su relato— de ir desde el aeródromo al lugar donde había caído el aparato fascista para reconocer, si era posible, el cadáver del aviador. En efecto, por la documentación que recogimos en él, se trataba del mismo capitán Muller, famoso allí en España por la alevosía de sus crímenes.

    —¡Menos mal —dijo un campesino—, después de este final de la historia ya me puedo ir a casa tranquilo!

    —Sí, el fascista pagó sus culpas.

    —Camaradas —dijo Anatolio levantándose—, nadie puede estar tranquilo hasta que no echemos a los fascistas de nuestro hermoso país soviético, y no pagarán sus culpas hasta que sean vencidos, aniquilados.

Y la velada acabó. Los campesinos se fueron a sus casas. Al día siguiente, al amanecer, arreglada la moto, Anatolio y el mecánico conductor regresaron al frente.


[2] Especie de rosquillas (Nota del Autor).

[3] Especie de cigarrillos (Nota de Autor).

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    Don justo es un viejo profesor de Instituto. Don Justo es un hombre bueno, de alma, lírica y soñadora. Don Justo es una supervivencia casi romántica de un Madrid apagado en rescoldo de viejas cenizas.

    Lleva capa azul con embozos de terciopelo granate. Es un trasnochador empedernido. Es un hombre que asiste diariamente a dos tertulias de café: una a las tres de la tarde, donde van empleados, jubilados y pequeños rentistas, en el café de Platerías, antiguo establecimiento de la calle Mayor, cubierto de espejos y con divanes de desgastado terciopelo rojo. Otra tertulia más abigarrada, de literatos fracasados, de comisionistas, de arquitectos, de profesores, es la que tiene acomodo diario en el café de Levante, en la Puerta del Sol, después de cenar, desde las diez de la noche hasta la salida de los teatros, cuando se toma chocolate con picatostes.

   El café tiene el tumulto y el estruendo de una feria. La gente entra y sale en busca de conocidos o amigos, los parroquianos de las tertulias gritan y discuten a grandes voces, los vendedores de periódicos pregonan los diarios anunciando un crimen sensacional, grupos de ciegos cantan y piden limosna. Hay una atmósfera espesa, gris, cargada de humo de tabaco, que entibia los espejos y nubla las múltiples luces.

    A la una de la mañana empiezan a marchar los contertulios. Gentes hay tan apegadas a su asiento que desprenderse de él les parece una tragedia, y les sorprende la madrugada en el café. Don Justo suele ser de éstos, pero solamente los sábados, día festival para los trasnochadores. El resto de la semana, la tertulia acaba a la una o la una y media. Don Justo y un amigo llamado Don Arcadio, que vive en una calle próxima a la suya, salen juntos del café y, despacio, hablando, discutiendo, parándose a cada momento para gozar mejor de las palabras, regresan a sus domicilios. Se despiden:

    —Hasta mañana, Don Arcadio.

    —Buenas noches, hasta mañana, Don Justo.

    ¡Pero el irresistible encanto de las noches de Madrid!

    Hay en Madrid noches de vivas y resplandecientes estrellas, noches calurosas que la frescura de la madrugada acaricia como el aliento de una amante. La gente vela en los balcones al lado del botijo que rezuma agua fresca. Los tiestos de flores despiden olor a hierbabuena y geranios. En la calle resuenan pisadas y voces como bajo la bóveda de un monasterio. Se oye el tintineo de las llaves de los serenos que corren a abrir las puertas. Bajo un farol cantan dos solitarios borrachos su melopea de vino tinto... Y Madrid toma entonces un aspecto íntimo, de pueblo castellano, de ciudad de provincia con campanadas de reloj, calle con tapias de convento, pequeñas plazas con palacios antiguos y acacias que despiden penetrante perfume.

    ¿Cómo desdeñar los invitadores trasnoches por las calles de Madrid? Y muchos días, Don Justo —y lo mismo hace por su parte don Arcadio—, después de despedirse, en vez de entrar en casa se va por las calles, camina que camina, al azar de los pasos, divagando, soñando, y mezcla, con sonambulismo de fascinación, su propio mundo de fantasía y el mundo de encantadas sombras y siluetas que parecen transitar por las viejas calles de Madrid.

    Don Justo está ahora cesante de su empleo. Liberal toda su vida, madrileño patriota, hombre generoso y bueno, le echaron de su cátedra. Pero Don Justo no hace de su situación una tragedia. Es un soñador, y para ciertos hombres tener sueños, caminar entre sueños, es como estar iluminado por una luna de belleza. Pero en cambio sí que siente como tragedia el dolor actual de España, el dolor de Madrid.

    Hoy es una de estas encantadoras noches de Madrid, irresistible, llena de tentaciones, y Don Justo, que se siente lírico en el goce nocturno de su ciudad querida, marcha por las calles, sin saber adónde ir ni a qué fin, a divagar, a soñar, a soñar...

    El vive en la calle de Fúcar y a los pocos pasos sale a la calle de Atocha, frente a la facultad de Medicina. El viejo edificio de piedra oscura se le viene a los ojos. Recuerda... Revive tiempos pasados... La monarquía, los partidos, las tumultuosas sesiones del Congreso, las huelgas de estudiantes que tenían su centro más rebelde en esta calle, en este edificio...

    —¡Ah, qué tumultuosamente ha pasado el tiempo desde entonces! —piensa. Y cuando echa a andar calle arriba, habla a media voz confusa—: Estudiantes de aquellas rebeldías, ¿dónde estáis ahora? —Y marcha recordando a todos: a los que murieron en la guerra, a las miles y miles de gentes que están en la emigración, a los que sufren en las cárceles y en los campos, a los que luchan...

    Y divaga que divaga, llega a la Plaza de Antón Martín, centro nocturno de no muy buena gente. Mas Don Justo, como soñador que es, no quiere tratos con ella y se mete por la calle del León. A la derecha bajan pinas y estrechas calles hacia el Prado. Don Justo vuelve la esquina de una de ellas. De pronto se tropieza de frente con un hombre vestido de negro, con blanca y rizada gorguera, viejo ya, un poco encorvado, cansado, con muestras de achaques físicos. Su barba es cana, su nariz fina; ancha y despejada la frente. Tiene una sonrisa amarga, pronta a transformarse en ironía:

    —¡Cómo! ¡Miguel de Cervantes! —exclama Don Justo lleno de asombro.

    —Sí, el mismo —contesta la persona del encuentro, apuntándole su peculiar sonrisa irónica—. Un pobre escritorzuelo de poca monta. ¿Vuesa merced no me conoce? Tal vez ha leído algunos de mis mal hilvanados libros, producto de mi fantasía, algo más rica que mi menguada bolsa. Mucho me regocija el espíritu estos encuentros con gentes de humilde condición, como la otra mañana, que viniendo de Esquivias me topé con dos estudiantes... —Y señalando el portal próximo dijo—: Vivo aquí, para lo que vuesa merced guste, aunque no sé por cuánto tiempo, pues como no tengo dinero para pagar la casa, me echarán de ella como ya me han echado de tantos otros sitios.

    —¡Qué injusticia! —dice Don Justo—. A mí también me han dejado cesante.

    —¿Algún Duque con malos humores?

    —No. El régimen. —Y luego, al oído—: España está oscurecida en sombras, herida de dolor, invadida por extranjeros... Nuestro querido Madrid sufre, le agobia la falta de libertad.

    —¡Qué me dice vuesa merced...! Mas sí, todo es posible en este desventurado mundo donde la justicia, la más de las veces, está por los suelos pisoteada y escarnecida. ¡Oh la libertad, el don más precioso de los hombres...! España, España, ¿cuándo tus hijos se concentrarán para hacerte libre de extranjeros codiciosos...?

    Y con la cabeza baja, embargado sin duda por este pensamiento, Cervantes penetra en el oscuro portal, sin despedirse de don Justo.

    El viejo profesor, abstraído también por el encuentro, deja la calle, sigue por la del León, tuerce en otra en la primera esquina, andando por ella hasta casi su promedio. De pronto se para. En la noche oscura de la calle, un balcón está débilmente iluminado. Recuerda que por allí vive un viejo amigo suyo de café, coleccionador de antigüedades, y se decide a entrar en la casa, subir hasta el piso del balcón iluminado, creyendo que es el suyo.

Llama a la campanilla. Sale a abrir la puerta una bella joven con apretado corpiño y amplia falda de adamascada tela.

    —¿Qué desea vuesa merced?

    Pero Don Justo, en su abstracción, no hace caso de la pregunta; traspasa el umbral, penetra por un sencillo corredor con estrellita de esparto, hasta la habitación de la luz. Junto a una mesa negra llena de pliegos de papel, un hombre vestido también de negro como Cervantes, rasguea febrilmente su pluma de ave en largas ringleras de versos.

    —Perdón... Me he equivocado —exclama Don Justo confusamente.

    El poeta alza su rostro iluminado por la luz de un velón. Sonríe con acogedora simpatía. Don Justo exclama entre maravillado y confundido:

    —¡Lope de Vega!

    —Siéntese vuesa merced, señor caballero —le señala un sillón—. ¿De qué extraño país es su señoría con ese indumento tan raro que lleva su cuerpo?

    —Soy español.

    —¿Español?

    —Sí, pero de otra España, de otro tiempo, de otra vida... Nuestra España, Lope, sufre una tremenda tiranía como vuestro pueblo de Fuenteovejuna con su Comendador. Y además está vendida al extranjero, invadida por alemanes.

    —¡Qué horror! Eso es algo como una nueva peste —se levanta Lope nervioso. Y luego, recordando:

Si nuestras desventuras se compasan,
para perder las vidas, ¿qué aguardamos?
Las casas y las viñas nos abrasan:
tiranos son; a la venganza vamos.

    Don Justo sigue:

    —Ya no hay comedias que se representen, los libros se queman, la cultura es denigrada, los escritores están lejos de la patria. Todo está hundido, en ruinas, todo es estéril y pobre bajo el terror militar. El pueblo de vuestras obras sufre, sufre. Vuestro Madrid sufre también.

    —¡Pobre España! ¡Pobre Madrid! ¡Pobre pueblo mío! —Y reaccionando con ardiente pasión patriótica, llama—: ¡Hija, hija, tráeme la espada en seguida, que marcho con este caballero a entendérmelas con los asaltadores de mi querida nación, con los tiranos de mi pueblo!

    Don Justo le contiene:

    —Tranquilícese vuestra merced, señor Don Lope, que nosotros venceremos y la libertad y la justicia vendrán como un amanecer feliz. —Y al inclinarse, Don Justo lee sobre uno de los pliegos el título de la comedia que Lope escribe: Acero de Madrid. Y añade—: ¡Si el genio poético de vuestra merced hubiese podido cantar al heroísmo de nuestro Madrid en los días de la guerra popular liberadora...!

    Don Justo sale de la habitación después de despedirse. Desde el pasillo oye recitar a Lope:

¡Oh libertad preciosa
no comparada al oro,
ni al bien mayor de la espaciosa tierra:
más rica y más gozosa
que el precioso tesoro

que el mar del Sur entre su nácar cierra!

    Después de dejar la casa de Lope de Vega, Don Justo sube por la calle del Prado arriba, hasta la plaza de Santa Ana. A punto está de acercarse a los jardincillos donde se alza la estatua de Calderón por ver si en esta noche de sorpresas también Calderón le sale al encuentro. Pero no cree que tal pueda suceder, porque Calderón, hombre metódico y tranquilo, debe dormir a estas horas de la noche. Don Justo sigue por la calle del Príncipe y la Carrera de San Jerónimo hasta la Puerta del Sol. El reloj marca las tres. En los cafés se oye todavía ruido. Muchos trasnochadores, parados en corros, hablan incansablemente. La puerta del Café Levante está a medio cierre. Por la costumbre de todos los días, Don Justo se para delante de ella al punto que un camarero la abre para que salga un grupo de amigos. En medio va un viejecito arrastrando los pies, con bufanda y abrigo de entretiempo. Casi está ciego. Le llevan del brazo hasta un simón que espera en la plaza, al lado de la acera. Los transeúntes no le reconocen, pero Don Justo exclama con emoción:

    —¡Pero si es Don Benito, Don Benito! —Y se dirige a él para hablarle—. Don Benito —le dice tímidamente el profesor—, tengo que comunicarle que sus libros han sido quemados, retirados de las bibliotecas, prohibidos.

    —¿Pero qué clase de reacción manda hoy en España?

    —Fascista.

    —No sé qué es eso,

    —Bárbaros, en una palabra.

    —¡Ah, vamos, los apostólicos con Fernando VII a la cabeza! ¡Lucidos tiempos viven ustedes! ¡Desgraciada nación la nuestra!

    —¡Cuántos episodios nacionales podría usted escribir...! Y el Madrid querido de sus novelas, muerto de hambre, triste. ¡Si su pluma liberal pudiera, Don Benito...!

    El novelista tiembla, se conmueve, se agita. Su agotada vejez se yergue en juventud de combate:

    —¡Cómo que si pudiera...! ¡Puedo! ¡Puedo! ¿Cuándo ha dejado mi pluma de luchar contra la reacción, contra los retrógrados, contra los oscurantistas? ¿Quién sino yo he narrado las luchas por la independencia de España en el siglo último? ¿Quién ha novelado la biografía de los guerrilleros, de los héroes populares, de los valerosos combatientes por la libertad?

    —Lo sé, lo sé.

    —¡Cochero! ¡Cochero! —llama Don Benito—, vamos pronto, a casa, que quiero ponerme a escribir contra la invasión y los malos españoles que la han permitido.

    Don Benito Pérez Galdós sube al coche, trota el jamelgo flaco, y la negra silueta del simón se pierde hacia la calle del Arenal.

    Don Justo atraviesa La Puerta del Sol, entra en Preciados. Ya cerca de la Plaza del Callao ve venir en dirección contraria una figura alta, enjuta, fantasmal y noble. Camina con la cabeza alta, elevado el mirar a través de sus gafas de concha. La barba en punta le cae, ya casi blanquecina, sobre el pecho.

    —¡Don Ramón del Valle–Inclán! —exclama Don Justo con admiración, dirigiéndose hacia él. Y luego :

    —Yo soy un modesto admirador de usted, Don Ramón.

    El novelista contesta, ceceando, como siempre, y paradójico;

    —¡Y yo de uzted, señor mío!

    —¡Pero sí no me conoce!

    —Por ezo mismo. Si le conociera, tal vez zería otra cosa,

    —Soy un profesor cesante.

    —¿Profesor cesante? No me cabe duda, ha resucitado el dictador Primo de Rivera y gobierna otra vez. Pronto me llevará algún guardia a la comisaría,

    —No, no, le llevarán a usted a la muerte como a García Lorca, ¡Es el fascismo! ¡El fascismo! La cultura española ha muerto bajo la tiranía de estas gentes,

    —¡Fascismo...! ¡Qué atrocidad! Zi los zeñoritos ze han metido a verdugos, no me diga uzced: correrá mucha sangre por España y de la cultura habrán hecho una proztituta de las tapias del Botánico.

    —Así es, en verdad.

    Entonces el famoso novelista comienza a hablar con exaltación, hasta terminar en gritos:

    —¡Canallas! ¡Gente matona y chula! ¡Generales de retreta y retrete...! ¡Confabularse con los invasores, sus compinches...! ¡Hay que barrer toda ezta inmundicia, toda ezta porquería!

    Se arremolina la gente alrededor de Valle–Inclán, y Don Justo marcha hacia la Plaza de Santo Domingo. Baja por la pendiente calle de Leganitos y entra en los jardines de la Plaza de España. Se respira humedad y frescura de árboles. Don Justo está cansado y se sienta en un banco. En frente se alza la silueta borrosa de un monumento. La luna se oculta entre unas nubes y las cúpulas de los árboles se destacan negras como fantasmas temibles.

    De pronto Don Justo observa que la figura más elevada del monumento, sobre flácido caballo, mueve los brazos agitando en el derecho el palo de una lanza.

    —¡Ah, si es Don Quijote! —exclama Don Justo, y a la vez, en el silencio del jardín oye una voz que llama:

    —Sancho, amigo, prepárate para presenciar la batalla más descomunal que hayan visto nunca los siglos pasados y vean los venideros.

    —Contenga sus naturales ímpetus —dice desde abajo Sancho, montado en su burro—, que yo tengo miedo porque siempre topa vuestra merced con enemigos que nos quedan mal parados o mal heridos o hechos unos zorros como vulgarmente decimos en mi pueblo,

    —¿Ves esos negros encapuchados? —Señala Don Quijote a las copas de los árboles—. —Pues llevan forzada y cautiva a una princesa que pienso que tal vez sea como el símbolo hermosísimo de la propia nación de España.

Entonces Don Justo se alza del banco y se pone a gritar:

    —¡Señor Don Quijote, son ellos,  los invasores, los traidores, que tienen en cautiverio de penas a España! ¡Arremeta su valerosa lanza contra esos galeotes criminales!

    —Gente endiablada y descomunal —grita desde lo alto Don Quijote—, dejad luego al punto esa alta princesa que lleváis forzada, sí no aparejaos a recibir presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras.

    —Nosotros no somos ni endiablados ni descomunales —se oye decir a voces de invisibles gentes—, sino salvadores de esa princesa que decís.

    —Para conmigo no hay palabras blandas, que ya os conozco, fementida canalla. —Y diciendo eso, Don Quijote pica a Rocinante y, la lanza baja, arremete contra el supuesto enemigo. Poco después se oye tal ruido de pedradas que caen sobre Don Quijote y Sancho, que el profesor, temeroso de que alguna de ellas lo descalabre, se retira prudente bajo los árboles. De nuevo aparece la brillante luna sobre el cielo, y una paz nocturna de solitarios jardines rodea al monumento, cuyas figuras están inmóviles.

    Don Justo se dirige después a la calle de San Bernardo por la de los Reyes. Deja atrás la Universidad. Súbitamente queda parado al comienzo de la calle donde piensa penetrar. Se oyen redobles de tambores y agudas llamadas de clarines. Ecos de gente en loca algarabía ruedan como truenos por todas las calles y callejuelas de alrededor. Un hombre con una enorme navaja atada a un palo se cruza con Don Justo.

    —¡Vamos, contra los invasores, a defender Madrid! ¡Los franceses quieren tomar el Parque de Artillería! —grita encendido de pasión, como un relámpago,

    Don Justo comprende que está cerca de la Plaza del 2 de Mayo. La multitud se hace espesa, hierve en el fuego del patriotismo. Todo el pueblo de Madrid con las armas que más pronto ha encontrado a mano, corre hacia la puerta del Parque. Mujeres valerosas, con las negras cabelleras sueltas, se abalanzan, la navaja en mano, sobre los caballos de las tropas francesas, derriban al jinete y luego le apuñalan.

    —¡Mueran los invasores! ¡Mueran los invasores! —se oye gritar por todas partes.

    Los montones de cadáveres no infunden pavor a la multitud enardecida. La sangre corre en abundancia, pero ella es como un niego que se alza en llamas de odio y de heroísmo sobre todo el pueblo de Madrid.

    Los franceses dan una y otra carga con su caballería. Caen muchos, muchos patriotas, pero sobre sus cuerpos tendidos pasan los demás atacando con furia arrebatada a los invasores, hasta hacerlos retroceder.

    Don Justo coge la espingarda de unos de los caídos, y con sus escasas fuerzas avanza también con la multitud, atacando a los invasores.

    —¡España para los españoles! ¡Madrid libre! —grita confundiéndose en el oleaje que embate una y otra vez a las tropas de Napoleón mandadas por el general Murat.

    Los franceses han retrocedido. La puerta del Parque se abre y aparecen los artilleros arrastrando un cañón. La multitud grita entusiasmada.

    —¡Vivan los soldados españoles patriotas! —se alza la voz de Don Justo.

    Daoiz y Velarde mandan a los artilleros. La boca del cañón enfila a los franceses, que se han acercado otra vez a tomar el Parque.

    —¡Fuego! —grita Daoiz.

    El cañón dispara. Los madrileños, enardecidos, arremeten con nueva furia a los invasores. Echan lumbre los ojos, y las navajas» tintas en sangre, brillan con centelleo de muerte.

    —¡Atrás! ¡Atrás!

    —¡Viva España! ¡Viva el pueblo de Madrid!

    Y los franceses retroceden acobardados por el heroísmo de los madrileños.

    Don Justo siente un fuerte golpe en la cabeza que le hace despertar como de un sueño. Se ha dado con una piedra al borde de un pequeño jardincillo. Está tendido. Mira alrededor. La plaza solitaria duerme en el silencio de la noche. En medio se alza, como monumento de conmemoración, la puerta del Parque de Artillería,

Cansado y dolorido, Don Justo se levanta, y al echar a andar, piensa recordando la alucinación patriótica de su fantasía:

    —¡De una forma o de otra, ahora también tenemos invasores!

    Don Justo vuelve a deambular por las calles. Ahora baja por la de Alcalá, hasta su casa. Amanece. La noche de Madrid se va disolviendo en una aurora clara, de brillo de acero. Los contornos de la ciudad se destacan con viva luz. Pían millares de pájaros. Un cielo de inmaculados azules se abre alto y hermoso como los sueños.

Por la calle se ven aún escasos transeúntes. De pronto, pasada la puerta de Alcalá ve que se acerca un cuadro de dramática alucinación, Al verle, Don Justo tiembla. Es un joven moreno, erguido, con la palidez de la muerte en la cara, con unos ojos negros negros que se clavan en el infinito. Lleva en la frente una herida roja, como una flor. A los lados dos guardias civiles negros, negros, le acompañan. «Tienen, por eso no lloran, de plomo las calaveras —con el alma de charol vienen por la carretera—» . La luz del amanecer, luz de fuentes y de pájaros, les da de frente, les envuelve en una atmósfera de crudísima claridad. El grupo se aproxima. Don Justo tiembla como un niño, tiembla de miedo, de misterio. El joven de la herida es como un ángel entre dos figuras siniestras.

    —¡Federico García Lorca! —dice Don Justo en voz baja, y transfigurado por la alucinación y el miedo, no se atreve a volver la cabeza y sigue, sigue pensando—: ¡El poeta asesinado os acusa, criminales, os acusará por los siglos de los siglos! «El crimen fue en Granada», recuerda la poesía de Antonio Machado.

    Llega a la Plaza de la Cibeles y se sienta en un banco del Paseo del Prado, bajo una palmera. Está rendido de cansancio. Tiene sueño. Circula ya mucha gente. Bandadas de palomas revolotean por el edificio de Correos, Un sol de caricia, caluroso y picante como un vino, llega hasta el rostro de Don Justo. Se le cierran los ojos, se adormece. El sueño Le invade, por fin, con profundidad de cansancio.

    Y sueña. En la Plaza de la Cibeles ve una enorme multitud con banderas, que canta himnos de alegría y triunfo. En los rostros se refleja La emoción. Las lágrimas se asoman a los ojos. Bajo un sol de maravillosos resplandores, el pueblo de Madrid celebra la fiesta de la liberación, igual que otros pueblos, igual que el mundo entero. El fascismo odiado,  la tiranía, la noche triste y tenebrosa, no existen ya. Acabó la guerra. Es la victoria. Se han abierto las cárceles. Los presos vuelven a sus casas. Se abren amorosas las fronteras para los expatriados. A él, a Don Justo, le reponen en su cátedra. Los pueblos son al fin libres, libres. La cultura renace, la cultura vuelve a florecer. Un porvenir de paz alegra al mundo como la llegada de una larga primavera.

    Don Justo, en sueños empieza a gritar:

    —¡España libre!

    —¡Viva Madrid! ¡Viva el pueblo de Madrid!

    De pronto le despierta la brusquedad de unos golpes. Se incorpora y ve junto a él la figura de un guardia que le dice:

    —¡Eh, borracho!, por pronunciar palabras subversivas, venga conmigo, ¡a la cárcel!

    —¡Soñaba...! —contesta el profesor cesante con la inefable dulzura de las visiones que acaba de vivir.

    —Eso a mí no me importa —le dice, desdeñoso, el guardia.

    Y con la sonrisa y el optimismo del que sabe que pronto su sueño será verdad, marcha a la cárcel, tranquilo, despejado y despierto.

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    Podrías desollarme vivo, pero no diría dónde está oculta; no, no lo diría... aunque, al fin y al cabo, si bien se mira, todo el mundo en las montañas, valles, congostos y toces de Asturias lo sabe, todos menos los que huronean buscándola, los que rastrean como perdigueros de aquí para allá y de allá para aquí.

    Todos lo saben menos los que buscan y rebuscan, los polizontes, civiles, falangistas, confidentes... Estos verdugos sueltos van por los pueblos, olfatean en las casas, inquieren, indagan, escuchan con los orejones estirados los paliques y, con todo, no pueden encontrarla.

    La gente, que sabe por dónde va el ojeo, lo toma un poco a chufla. No hace mucho, en Laviana, lugar de valientes, un atardecer neblinoso pasaba por una calle la pareja de civiles. Iban a caballo, sacando lumbre a los guijos, clac, clac, clac... Da miedo oír el ruido de estas herraduras por el empedrado de las calles. Y de la puerta de un chigre salió un vozarrón:

    —¡Qué!, ¿buscando a la pepona?

    Un poco chispo, a decir verdad, estaba él que dio el grito. Le metieron dentro, cerraron la puerta, y el siniestro y temeroso clac, clac de las herraduras se fue alejando como agorero grito de corneja.

    En la Pola de Siero, lugar de populoso mercado, sucedió otro día, en pleno bullicio de la gente, un caso peliagudo. Dos aldeanas de Riocín iban tan campantes por el mercado, viendo qué mercaban o qué vendían. Llevaban de la mano a una niña de cortos años, no más de seis tendría la repolluela, hija de la más joven. De pronto, la niña, volviéndose, se echó a llorar como una descosida. Las mujeres, extrañadas, se volvieron también.

    —¿Qué te pasa, angelín mío? —preguntó la madre.

    Y la niña, entre suspiros y lloros, señaló a dos sujetos que iban detrás.

    —¡La... mi muñeca!... —sollozó la rapaza.

    Los tales alcahuetes de la justicia, un señoritín de Falange y un guarda jurado, habían arrebatado a la pequeñuela, de un tirón, una muñeca que llevaba en los brazos y que hacía unos instantes, la madre había comprado en un puesto de baratijería.

    Se hizo corro de curiosos. Los hampones de la justicia sofaldaban, impúdicos y curiosos, a la imperturbable muñequita. ¡Husma que te husma, como si buscasen invisible piojera en las costuras del vestidito!

La más vieja, tía de la niña, aldeana de cara encendida y pecho fuerte, se abalanzó hacia los sabuesos husmeadores y les arrebató la muñeca.

    —¡Traed acá, lameplatos! ¿Creéis que ésta es la moña de Amparín la de Sama? ¡Buscad, buscad, que así la encontraréis como aguja en un pajar! ¡Quien la sigue la mata y quien no se desbarata!

    La gente se echó a reír. Tras el aguijón de la aldeana aparecieron otros puyazos, y los perros, yendo por lana, trasquilados salieron, con las orejas gachas, el rabo entre las piernas y el morro escaldado.

    En pleno mercado de la Pola, pacífico de por sí, entre aldeanos, buhoneros, mercadantes; entre el gocho y el gallo, los altramuces y las pepitas de girasol, la cuchara de palo y la cazuela de aliar, la poma verde y el tomate rojo; entre la gente, entre la multitud, a pleno día y a plena voz había resonado un grito de lucha, el nombre de una mujer traído y llevado de esta boca a la otra, de conversación en conversación, y de decir en decir, y, con su nombre, una muñeca que llevaba consigo una estela luminosa de singular leyenda.

    Y yo voy a contaros, tal como pueda, porque el caso no merece pluma tan torpona, la historia de esta mujer y de esta muñeca. Podrían desollarme vivo, y no diría dónde están la muñeca y la mujer. Aunque si bien se mira, lo saben todos menos aquéllos que no deben saberlo.

* * *

    Sama tiene un río: entre cascajales y pedregales, negro, como de luto, baja el Langreo. Sama tiene un valle; no es verde el valle donde el pueblo se asienta. Llueve en Sama, y no es clara la lluvia, sino negra, como lágrimas de dolor. Las nieblas bajan a Sama, y son negras como celajes de invierno. Y es que el carbón que de aquí se llevan, en oro limpio pasa a las manos de los accionistas de la compañía. Y lo que aquí queda es polvillo negro, que hace más negra la miseria de los mineros.

    Tenía Amparín ya ocho años, era una criaturita que comenzaba a ver, a sentir, iba ya a la escuela, fregoteaba en casa ayudando a su madre, escuchaba conversaciones, se fijaba en la gente: los amigos del padre, los compinches de sus hermanos, los compañeros de la calle, de la escuela... Y Amparín todo lo veía tiznado de negro.

    —Refriega que te refriega, y siempre sucia la ropa—repetía la madre refiriéndose a las coladas.

    El padre, Pachín de Langreo le llamaban todos, era un viejo minero, experto y estimado en la cuenca. El padre de Pachín había sido de aquéllos que al abrirse las minas pensaron: “aquí está el oro”, y dejaron los prados y pomaradas verdes de sus antepasados para meterse en la mina negra, en los pozos de donde afloraba el sucio carbón. Oro no hubo, es decir, sí hubo, pero no para los mineros, que es gente de poco fuste. Para ellos, ya se dijo antes, polvillo. Claro que el polvillo de antes no era el polvillo de después. En el de antes, sobre todo durante la guerra del 14, alguna áurea mota refulgía.

    Seis hijos tuvo, y los distribuyó por distintas minas. Todos, menos el cuarto, que a consecuencia de una reyerta en un cafetín alegre, había matado a un compañero, y huyendo de la justicia, se fue a América, todos gozaban fama de mineros canales, y trabajadores.

    Pachín se casó con Olvido, hija de otro minero; tres hijos tenían: Santiago, el mayor, ya minero también, Damián, que estaba de aprendiz arrastrando vagonetas, y Amparín, la menor de todos.

    Llegó el 34, y padres, hijos, tíos y sobrinos, todos se portaron como mineros de ley: a Oviedo fueron en la columna. Dicen que Pachín puso en la catedral la primera bandera roja que ondeó en España. Tal vez fuera cierto. ¡Era capaz de mucho el buen Pachín!

    Lo que vino después —también negro: civiles, tricornios, moros— dejó en nada el polvillo negro: fue una tolvanera de negra represión. Amparín recuerda muy bien aquel atardecer de noviembre, más negro que todo lo negro del asqueroso carbón. Llamaron a la puerta. Salió a abrir la madre. Eran dos civilones grandes, negros, con ojos y charoles relucientes. Se llevaron al padre detrás de la corraleda de la casa. Obligaron a que ella y la madre fueran también. Y en su presencia lo ahorcaron de un roble que allí había. Prohibieron que durante toda la noche lo tocaran, y madre e hija se pasaron aquella noche, negra como ninguna, acongojadas, transidas de dolor, al pie del cadáver del padre. Un moro, algo alejado, hacía guardia, no de honor, sino de escarnio.

    Y en la honda negrura de aquella noche, se deshizo la familia del honrado y noble minero Pachín. El hijo mayor huyó al concejo de Aller, y de allí pasó a Castilla. El pequeño, Damián, se fue a Gijón y más tarde, con otros, se internó en Francia.

    Olvido y Amparín quedaron solas en la casa. La madre tuvo que ponerse a trabajar en las minas por un jornal mísero. Unos años después comenzó a trabajar Amparín: doce contaba, y tuvo que ir a buscar el polvillo negro donde se cría: en la mina. Bien es verdad que la peor negrura había llegado: el fascismo.

    De los dos hijos, Damián, él pequeño, había muerto en el cerco de Oviedo, en Colloto, y del mayor, Santiago, no sabían nada. Terminada la campaña del Norte, pasó a la zona de Levante, y no volvieron a tener noticias de él.

    Iban pasando los años con sus bruscos vaivenes y sus dulces mecimientos, más aquéllos que éstos, y el espíritu de Amparín sé forjaba en la llama de tres indelebles recuerdos: la muerte del padre, la hazaña de Aída Lafuente, que oía contar a los mineros como prólogo a las hazañas mil del 36–37, y por último, la muñeca aquella de ojos azules y naricita chata, de vestidín rameado y pomposas mangas, la muñequita aquella de la perenne sonrisa, como signo de eterna felicidad, la muñequita aquella que había sido en la sombría casa minera la luz en los negros días, el alba en las negras noches.

    Ahora Amparín ya no jugaba con ella. Estaba allí, en un rinconcito de la habitación, sobre una cómoda vieja, carcomida, donde había un florero, una caracola, retratos... El tiempo también había pasado por la muñeca: estaba un poco ajada, los bracitos laxos, desmayado el cuerpo, incluso el tinte negro de la minería también estaba posado en su cara: pero, aun con todo, conservaba la pura, la dulce, la eterna y virginal sonrisa de siempre.

    No, no jugaba ya Amparín con ella, pero tampoco podía decirse que la preciosa muñeca estuviese arrinconada. Cuántas noches, cuando Amparín veía llegar a la madre del trabajo, ya viejecita, llena de arrugas, cansada, disgustada por las dificultades de la vida, cuántas noches Amparín tomaba entre los brazos la muñeca, y comenzaba a cantar y saltar por la habitación.

    —¡Mírela, madre, que parece que habla y nos dice que pongamos al mal tiempo buena cara!

    La madre sonreía, se quedaba mirando a la muñeca con los ojos fijos, fijos, se limpiaba una lágrima con la punta del delantal, y exclamaba infundida súbitamente de ánimos:

    —¡Tienes razón, hija, todo cambiará! ¡Nunca llovió sin que escampase!

    Y otras veces era en las veladas de invierno, cuando las vecinas formaban tertulia mientras repasaban sus corcusidas ropas. Entonces salían a relucir con frecuencia las desventuras, de que todas eran pródigas: maridos asesinados, hijos muertos, deudos en el extranjero, la mitad de la familia en las cárceles... En esos instantes de tortura interior, de nublo de alegrías, Amparín se levantaba en silencio, tomaba de la consola la muñeca, la colocaba en medio de la mesa y decía enérgica, como abriendo con un golpe de ventarrón la nubada:

    —¡Aquí la mi nena, para que nos sonría a todos!

    Las buenas mujeres miraban a la muñeca con tierna expresión, como absortas en recuerdos lejanos, y Olvido, entonces, cambiaba el tono de la velada, dirigiéndose a la muñeca:

    —¡Bueno, bueno, los muertos y los vivos volverán!, ¿verdad, nena?

    Y la misma Amparín, cuando ya dieciochoañera comenzó a trabajar clandestinamente en el Partido, entre los mineros, la misma Amparín, llena de íntimos desvelos, preocupaciones, peligros, dificultades, cuántas veces, cuántas, sola en casa, tomaba la muñeca, como en los días de su infancia, y se daba con ella y frente a ella ánimo, valor, redoble de energía para seguir la lucha.

    Amparín se casó joven, con un viejo amigo de su hermano Santiago, también minero. Era hombre serio, grave, buen camarada del Partido. Se llamaba Avelino Soto y era natural de Ribadesella. Amparín no era guapa moza, no; más bien menuda, fuerte, morena, de rizoso pelo, un poco cejijunta y de ligero bozo; ojos negros, brillantes, y saliente y puntiaguda barbilla como su madre. Lo mejor de Amparín era su carácter expansivo, alegre, su fuerte resolución, su energía. Tenía inventiva, ingenio, prontos felices, resoluciones rápidas que muchas veces le sacaban del imprevisto atolladero.

    Una vez, por ejemplo, fue a su casa la guardia civil a hacer un registro. Y precisamente aquel día tenían en casa unas octavillas que podían comprometerles. Amparín, rápida, con súbita inspiración, mientras el marido conducía a los civiles por el pasillo de la casa, cogió las hojas y las escondió debajo de la faldilla de la muñeca. Los agoreros huéspedes no las encontraron. ¡Qué celebrado fue después este primer servicio revolucionario de la famosa muñeca!

    Sentía Amparín la dicha de tener un marido que era a la vez buen camarada. Difíciles eran los tiempos que corrían, y había que cimentar la vida sobre soportes sólidos para que no cojeara como trébede mal asentada en el llar. ¡No da solidez y vuelo, que digamos, tener un compañero con los mismos horizontes que los suyos, con los mismos desvelos, un compañero o compañera que cuando oiga hablar: Partido, lucha, cárcel, sacrificio, valentía, fe..., no le suene todo esto a jerigonza temeraria!

    Tuvieron una niña, a la que pusieron de nombre Dolores. ¡Dentro de poco, la más preciosa heredad de la casa, la muñeca, pasaría a manos —¡por favor, que no sean manirrotas!— de la pequeña!

    Un día, Avelino volvió a casa muy contento, contrastando este hecho con su habitual seriedad. Por primera vez, Amparín le conoció enigmático en los mutuos asuntos del Partido.

    —¡Te vas a quedar lela cuando lo sepas, y no digo más. Mañana a las seis tienes una entrevista en La Bolera. Que no faltes, me han dicho!

    —¿Pero qué es, qué es? —insistía anhelante de curiosidad Amparín.

    —No puedo decirlo, ¿comprendes?, no puedo.

    —Pero esta clase de secretos nunca han existido entre tú y yo.

    —Alguna vez tenían que empezar, y no te enfades. Me han pedido que no te dijera nada más, ¿comprendes?

Llamaban La Bolera, entre los camaradas, a cierta casa en las afueras del pueblo, monte arriba, con discretas caleyes[1] y zarros[2] entre enebros y zarzamoras, donde solían celebrar reuniones.

    Amparín acudió a la hora señalada, mas la entrevista no se iba a celebrar allí. Desde La Bolera, un camarada la llevó a otro sitio, no lejos, pero donde ella no había estado nunca.

Se celebró en un viejo hórreo, al atardecer, entre dos luces. El pueblo se extendía abajo, envuelto en niebla y polvillo negro, como en una inmensa galería de mina. Arriba estaba despejado, y el crepúsculo tenía la suavidad del terciopelo. Mugía una vaca.

Al entrar en el hórreo no vio a nadie, tal era el contraste entre la mortecina luz del crepúsculo y la densa sombra en el hórreo, con heno esparcido por el piso. Una voz, al fondo, una voz desconocida, dijo, llamándola por su nombre, con efusión y calor, como si la conociera de siempre:

    —Amparín, si oyes ruido fuera no te inquietes, son los nuestros que vigilan.

    Se fijó atentamente en el que hablaba, y entonces comenzó a destacarse, en la sombra, una cara enérgica, una sonrisa simpática y unos ojos negros, expresivos... ¡No, no le conocía! Pero de pronto, ante ella, como una aparición surgida de las sombras, de lo invisible, vio a otro hombre, y súbitamente dio un grito, que trató de ahogar. Se abrazaron. No podían hablar.

    —¡Santiago, Santiago, tú aquí, con nosotros! ¡Huy, cuando lo sepa la madre!

    —Amparín, mejor es no decirle nada por ahora. Ya sabes lo que son las madres. Primero una alegría inmensa, que no pueden ocultar, y después una ansiedad también inmensa por ver al hijo, y que si no lo pueden llevar a cabo las mortifica. Mejor que no sepa nada, ni ella ni nadie, claro.

    —El nadie está descontado que así será.

    —Mira, ¿no conoces a este camarada? —dijo después de haber hablado unos instantes de la madre, de la familia, de la casa—. Y como presentándoselo a su hermana añadió—: Es Roza.

    Ella había oído hablar de los hermanos Roza, sobre todo del mayor, del manco, pero no los conocía.

    —¿Roza?

    El hermano le dijo unas palabras al oído, y entonces ella se quedo mirando al camarada con más insistencia. Roza se adelantó, echando un brazo sobre el hombro de la muchacha.

    —Amparín, vamos a sentarnos aquí un rato, a charlar de todo. Y si quieres, vamos a empezar por las niñerías. Nos han dicho que tienes una rapaciña que es una monada.

    —Sí, da gusto verla. Alegra la casa en estos tiempos nada alegres.

    —Ha tenido suerte mi hermana casándose con Avelino.

    —Cuéntame todo, ¿sabes?, todo, no sólo lo del Partido, sino lo demás, hasta los chismes que corran por el pueblo —pidió Roza con avidez de conocerlo todo.

    Y así comenzó la charla. Amparín contó todo, lo bueno, lo malo lo de éste y lo de aquél, lo que se decía y lo que se murmuraba, lo que pasaba en las casas y en las minas, lo que vivía en las calles y lo que moraba en el alma de las gentes. Pero no fue una charla de información a unos camaradas. Roza conocía a casi todas las personas de quienes Amparín hablaba, sabía de los aconteceres del pueblo casi tanto como ella, y por lo mismo, fue una conversación entrecortada, larga, pero minuciosa, llena de detalles, de sueltos retazos, al parecer inútiles, pero que luego, ensamblados como las taraceas, como esos recortes de trapos de colores distintos con que hacen en los pueblos los edredones, formarían un todo en la mente de aquel camarada responsable, Secretario del Partido en Asturias.

    Al final de la charla, Roza preguntó, particularmente:

    —Dime algo de los jóvenes. Lo que piensan los jóvenes mineros. A los jóvenes los conozco menos. Y también de las mujeres. Mira, una vez, hace tiempo, oí decir a un guardia civil: “Miedo tengo yo al minero, pero a la mujer del minero más aun; es más minera que el minero”. Nuestras asturianinas, mineras o no mineras, no se dejarán acoquinar así como así.

    —Y tanto que no —exclamó Amparín, y comenzó a contar lo que sabía sobre las mujeres, sus actos de solidaridad, sus protestas, sus pensamientos y su estado de ánimo antifranquista. También habló, y no poco, de los jóvenes, sobre todo de las dificultades del trabajo con ellos, que no habían vivido las pasadas épocas heroicas de la lucha.

    Era ya tarde, noche cerrada. Rumoreaba ligeramente la espesura del monte. Por un ventanuco del hórreo se asomaba, como vigilante, una lejana estrella. Olía a yerba fresca recién guadañada.

    Se levantaron. Roza hablaba con calor de hacer fuerte al Partido, de contrarrestar la propaganda de la democracia americana e inglesa, de próximas luchas, del trabajo, de los enemigos... Tenía fe en los obreros, en los mineros. Hablaba de Asturias con un entusiasmo resplandeciente. ¡Con qué respeto le escuchaba Amparín! No sabía de los heroicos esfuerzos de aquel hombre por entrar en España y servir a España, al Partido, pero Amparín se lo representaba ya héroe, porque toda la grandeza del Partido la vinculaba, en aquel instante, a él, que lo representaba.

    —No nos dejarán mal nuestros paisanos los asturianines, ¿verdad rapaciña?

    —¡Asturias siempre será Asturias! —exclamó el hermano.

    Y sin saber cómo, sin ponerse de acuerdo, abrazados los tres, comenzaron a cantar bajo y con emoción:

Asturias, patria querida,
Asturias de mis amores,
¡quién te viera libre, Asturias,
para cubrirte de flores!

    Al despedirse, Roza añadió:

    —Acaso nos volvamos a ver, Amparín. De todos modos, en contacto estaremos,

    De prisa, ligera de vuelo como si su alma tuviese alas, bajaba Amparín por el camino, hacia el pueblo. Se sentía animosa, fuerte, estaba su espíritu desbordante de bullentes sensaciones. Caminaba, caminaba cuesta abajo, tropezando, sin sentir, en las piedras o en los relejes, y no podía fijar, precisar las sensaciones y las ideas. Y de pronto, porque sí, como bandadas de palomas que se alzasen súbitamente del palomar buscando la salida, comenzaron a revolotear y entrechocarse las sensaciones. Y entonces, en la noche callada, resonó su voz, un poco bronca, entre minera y campesina:

Asturias, patria querida,
Asturias de mis amores,
la, la ra, la ra, la ra...
para cubrirte de flores.

    Cuando llegó a casa besó fuerte, más fuerte que nunca a la madre. Era el beso que el hermano le había encomendado al despedirse. Y cuando se quedó sola sen la habitación con el marido y éste, viendo su radiante alegría, le preguntó: “Bueno, Amparín, dime algo...”, ella, sonriendo con ironía, dijo:

    —¿Tú que te creías?, ¡yo también comienzo a tener secretos para el marido!

    Pasó algún tiempo. Tenía ya cuatro años la pequeña: jugaba con la muñeca, siempre estaba con ella en los brazos. La abuela ya no trabajaba. Los quehaceres de Amparín y Avelino, normales unos, secretos otros, no habían sufrido ningún contratiempo.

    Pero la vida, y más en tiempos calamitosos, no siempre marcha derecha como una flecha; a veces, las más, se tuerce y engarabita. Y sucedió que: un día de invierno se produjo una catástrofe en la mina donde trabajaba Avelino, y perecieron sepultados tres obreros, entre ellos el propio Avelino.

    La catástrofe fue originada, como siempre, porque a la compañía le interesan más los millones que las vidas de los obreros. ¡Maldito lo que les importa en Londres —sede de la compañía carbonera— que mueran tres, treinta o trescientos mineros españoles! Pero claro, lo que no interesa a la compañía, interesa a los propios mineros: defender sus vidas.

    Fue para Amparín un golpetazo tremendo. Pero como asesinato que era, produjo en la muchacha y en todos los obreros indignación, protesta contra la compañía extranjera, contra el gobierno, contra el régimen, contra todas las sanguijuelas del poder.

    Y la propia Amparín, sobreponiéndose al dolor, o más bien aguzándolo hasta hacerlo arma de filo, organizó la protesta de los mineros. Las autoridades estaban interesadas en lo de muerto al hoyo y aquí no ha pasado nada, pero no se salieron con la suya. Amparín consiguió que el entierro fuera una manifestación de protesta contra el régimen, que se hiciera una huelga de veinticuatro horas en toda la cuenca. ¡Memorable fue en toda Asturias aquella jornada de protesta!

    Pero después del entierro, pasada la noche, al filo del amanecer, se llevaron a Amparín a la cárcel. El momento de la detención dicen que fue emocionante. De él parte la extensa fama de Amparín y la muñeca.

Vivía Amparín a la salida del pueblo, en la carretera de Sama a Ciaño. Dijérase que nadie había visto la escena, pero siempre hay unas viejas —no sé cómo se las arreglan las viejas para estar en todas partes— que lo ven todo y lo cuentan todo. A la mañana, el pueblo entero lo sabía, y del pueblo pasaba a otro pueblo, y de éste a otro... Así comenzó a nacer la no interrumpida popularidad de Amparín la de Sama y su muñeca.

    Dicen, y las viejas sabrán si es cierto o no, que no quería separarse de su hija; se había fundido a ella en un abrazo, de tal forma, que no había modo de separarlas a tirones. Un guardia tira de ella, otro tira de la niña. La niña llora, la abuela grita, la madre muerde, rabiosa, como loba enfurecida. Los civilones, grandes como castillos consiguieron al fin deshacer el lazo, pero entonces Amparín, arrebatada de ira y de dolor, tomó del suelo la muñeca, que en la disputa había caído de los brazos de la niña, y se la llevó consigo, como si fuera su propia hija. Dicen que por la carretera iba meciéndola y besándola y hasta cantando nanas cariñosas igual que si fuera una criatura viva. Cuentan las viejas que, según ellas creen, la “probe mujer había perdido las entendederas que Dios ñus da”.

    En la cárcel —primero en Sama, luego en Oviedo— hubo sus más y sus menos sobre si la mujer aquella había perdido o no su sano juicio. Hasta médicos loqueros la miraron y remiraron. Y todo porque en la cárcel, los prontos de Amparín se agudizaron, y la presunta loca traía locos a todos los cancerberos, que no sabían si castigarla o dejarla por tocada de la cabeza. Un día, en el patio, en formación de filas, después del Franco, Franco, ella gritó: ¡Viva el califa de Córdoba Abderramán III! (sin duda estaba leyendo por aquéllos días alguna Historia de España). Otra vez, en un acto solemne le dio una especie de patatús, y casi estropeó la fiesta. Todas las bromas, chanzas, sátiras, chistes que corlan por la cárcel se las atribuían, con razón o sin ella, a Amparín.

Pero las presas de la cárcel, y más aún las de su celda, sabían muy bien que, por extraños que parecieran aquéllos prontos, Amparín no estaba loca, y que todas sus extravagancias —fingidas o naturales, era muy difícil de saber— servían en fin de cuentas para que tuviese más libertad en sus conversaciones, en sus actos. Amparín era en la cárcel lo que antes en las minas: una gran camarada.

    La muñeca estaba en la celda, en una tosca mesa en medio de la yacija. Por la alta ventana entraba al mediodía un rayo de sol que prendía a la muñeca, como con alfileres, un velo dorado de resplandores. Las reclusas sabían ya la historia de la muñeca, y querían tenerla allí porque les consolaba las muchas penas que cada una llevaba consigo. Hacíanle mimos, caricias, jugaban con ella, como niñas, cosíanle jubones o enagüitas, le hablaban como a una persona mayor, y hasta contaban que una viejecita, cierta noche, se puso a rezar ante ella.

    Pero ¡oh libertad, libertad! ¿Por qué tener presa a la muñeca si contra ella no seguía la encenagada justicia ninguna encenagada sumaria? Pusieron en libertad condicional a la muñeca. La condición era terminante: que les hiciese una visita o dos cada semana, como persona bien comportada y cortés.

    Y la muñeca volvió otra vez a manos de la pequeña Dolores. Cada día de visita iba la abuela con la nietecilla, que llevaba en sus brazos la muñeca. ¡Bien contadas, tres personas!

    Las presas empezaban a hacer fiestas y aspavientos, quién a la muñeca, quién a la niña. La muñeca, en compañía de la niña, entraba en la celda, donde le probaban las nuevas costuras hechas en la semana y salía muchas, veces limpia y mudada de pies a cabeza como de una tienda de modas.

     Pero todo esto no era simple diversión, sino maquinaciones de Amparín. Pronto la muñeca sirvió para entrar y sacar toda clase de comunicaciones secretas. La muñeca se portó como tenía que portarse tal muñeca: bajo los pliegues de sus enaguas y vestiditos, jubones y blusas, escarpines y sombreros, la muñeca ocultó mil comunicaciones que Amparín enviaba a los camaradas de fuera.

    El llamamiento de Estocolmo, con las firmas de las reclusas, la muñeca lo sacó de la cárcel. La denuncia contra un carcelero, que era un verdugo, la muñeca la hizo. De una huelga de hambre que declararon las presas como protesta de la bazofia que recibían por comida, la muñeca dio cuenta. De una carta que las reclusas de la prisión escribieron a Truman poniéndolo verde y poniendo sobre las íes los puntos, es decir, saliendo por la independencia de España y contra la guerra a la Unión Soviética, la muñeca fue portadora. Un pañuelo que las presas bordaron para Dolores en uno de sus cumpleaños, la muñeca lo sacó en sus hombros. Y cuando el LXX aniversario de Stalin, por conducto de la muñeca enviaron los presos políticos un saludo conmovedor al gran jefe querido de los pueblos. ¡En fin, un propio, demandadero u ordinario más diligente, jamás hubo en los trajineros caminos de España!

    Y un día Amparín escapó de la cárcel. Es claro que la muñeca debió de participar en esta hazaña. ¿Cómo fue? ¿Qué ayudas tuvo? ¿En qué escondrijos se ocultó? ¡Buscad y rebuscad, perros sarnosos, que para eso os paga, y no mal, el amo que os necesita!

    Desapareció Amparín, desapareció la muñeca, no se volvió a saber nada de la madre ni de la pequeña. En busca de la trama de esta urdimbre, maltrataron a las compañeras de celda de Amparín. Una de ellas confesó el artilugio de la muñeca recadera, y entonces los canes rabones se volvieron locos. De este tiempo data la persecución contra las pobres muñecas, y por otra parte, la popularidad de la muñeca de Amparín la de Sama. ¡La buscan por todas partes, y ella, que ¡si quieres, no aparece! ¿Dónde está? ¿Dónde? Aunque me despellejasen vivo yo no lo diría. Bien es verdad que lo saben todos y, bajito, al oído, se lo cuentan unos a otros; pero los revolvedores policiacos de muladares no lo saben ni lo sabrán nunca.

    La muñeca vive su vida clandestina. ¡Y qué vida la suya, madre mía! ¡En qué lugar de Asturias no habrá estado la perseguida muñeca!

    Los camaradas pescadores de Lastres mandan un propio al secretario provincial del Partido. “Vamos a tener —dicen— una reunión importante y queremos que la presida la muñeca de Amparín la de Sama”. Y el día de la reunión, ya de noche, por el mar oscuro que embate sus zarpas sobre el acantilado, silenciosa se desliza una barquilla pescadora. En ella viene, como una sirena desde el fondo misterioso del mar, Amparín con su muñeca. Y la muñeca, después de ser mirada y remirada por los pescadores, ocupa la presidencia de la reunión.

    Otro día son los pastores del Aramo los que han solicitado la muñeca, y al hato., triscando por las piedras, como cabritas revoltosas, suben la muñeca y Amparín.

    Una célula de campesinos de Grado la pidió cierta vez por las fiestas, y en pleno día se presentó oculta entre el heno que una carreta llevaba; guardada en una sebe estuvo casi una semana entera.

    Dicen que también ha estado con los guerrilleros. Camaradas que la han visto últimamente aseguran que la muñeca tiene un tiro de bala en el pecho. No es extraño. Tal vez en algún combate fuese herida. Es muy posible que sus ropitas estén salpicadas de generosa sangre moceril y guerrillera.

    Pero donde la muñeca se pasa el mayor tiempo es entre los mineros, porque minero es su origen, porque minera es toda su vida Ella ha bajado a las minas, a las largas galerías, ha corrido por las vagonetas entre el carbón, ha estado en los escoriales, va a las casas de los mineros, los acompaña en las reuniones... y no sé, no sé, me parece que hasta muchas veces pide la palabra.

    Una vez estuvo en la romería del Naranco, como buena asturiana, que no todo van a ser penas en la vida. Y eso que la muñeca estaba de luto. Tiempo atrás habían preso a Roza, y lo asesinaron después de cruento martirio. Los verdugos–leñadores creen que por abatir un árbol abaten todo el bosque. ¡Sí, sí, que lo piensen! Del árbol caído ellos hacen leña y la naturaleza, semilla y creación: donde estuvo el árbol batido por el hacha crecen, en amigable república, jóvenes arbolillos que dicen al árbol tronchado: ¡salud, glorioso hermano, jamás las hachas de los verdugos abatirán el bosque!

    A la muerte de Roza, un plantel de jóvenes arbolillos habían formado una especie de guardia comunista de Roza. Casi todos eran mineros y ninguno pasaba de los dieciocho años. Cuando la guerra, eran gentecilla menuda unos y otros andaban a gatas. El fascismo les sorprendió con el babero puesto.

    Algunos de estos jóvenes pensaron ir, como gente moza que eran a la romería del Naranco a zangolotear entre las rapazas, a bailar, a cantar, a beber un culín de sidra, a gritar ¡hi, ju, ju!... y que los valles profundos recogieran los ecos.

    Era ya de noche cuando finaba la merienda, en lo alto del monte, sobre la hierba un poco húmeda. Se oía lejana una gaita y las voces confusas de la romería, de tiempo en tiempo, apagadas, como si la niebla las embozase, y otras veces altas y rumorosas.

    Por el comedio de los montes, como rebaños grises, iban y venían girones de niebla. Entre los claros de la niebla se veían abajo las luces de Oviedo, somnolientas en la bruma, o por otra parte, las candelarias opacas de los pueblecitos de los valles.

    Desde lo alto, la vista quería divisar el mar, las plácidas bahías, los hoscos acantilados, los cumbreños puertos al sur, en la raya de Castilla, los picos de Europa con sus perpetuas nieves, las tajantes foces[3] de Sierra Espinosa, Covadonga con la tumba de Don Pelayo, rey patriota, el puente romano de Cangas... Se ensanchaba el pecho cuando entre labios, como un bisbiseo, se decía: ¡Asturias!

    Y al bajar los ojos a los valles, a la tierra; cuando la vista se entraba por las casas de los pobres, por las minas, por las fábricas, cuando se iba por las praderías campesinas, por las pomaradas, por los llares y lagares, daban ganas de maldecir a los que tan mala vida daban a tan buen pueblo.

    Los jóvenes mineros habían encendido una hoguera en el centro del corro. Se divisaban por el monte, muchas hogueras de romeros. Esperaban impacientes. ¿Vendría? ¿No? ¡Quién sabe los azares que surgen por los caminos cuando no son llanos! Uno de los jóvenes vigilaba. Tenía fe, sí, llegaría. ¿Por qué no?

    Y de pronto, quién sabe por dónde, tal vez por entre uno de aquellos girones de niebla, tal vez en una nube, tal vez surgiendo de abajo de la tierra, apareció Amparín la de Sama, vestida como una sencilla campesina.

    —¡Ya está aquí, ya está aquí! —gritaron.

    —¡Salud, jóvenes amigos, camaradas! ¡No podía faltar el Partido a vuestra cita!

    —¿Viene ella, viene?

    Ella, es decir, la legendaria muñeca.

    —¡Sí, aquí está, miradla!

    Y de un capacho, al parecer lleno de vituallas, salió la muñeca. Todos querían mirarla y remirarla, cogerla en sus brazos, tenerla junto a sí, casi diríamos que hablar con ella. Para aquellos muchachos, la muñeca representaba el fuego del combate, el romanticismo de la lucha, y además, además...

    Sentáronse todos alrededor de la hoguera.

    —¿Verdad que es guapina la mi muñeca? —comenzó Amparín— ¡Lo que ha bregado por el mundo, diantre! ¡Cuántos corazones ha levantado en vilo y cuántas lagriminas no ha enjugado con sus ropas! Yo estoy segura de que algún día se escribirá la historia de esta muñeca. Estoy segura como de que ahora es de noche... Pero qué os voy a contar a vosotros si lo sabéis lo mismo que yo.

    —¿Y es verdad —pregunta uno— que tiene un balazo?

    —¡Claro que sí, también ha estado herida la mi probina! —y Amparín levanta las falditas y muestra un orificio que tiene en un costado. Todos miran con avidez esa huella trágica de percance guerrillero.

    —Cuéntame, Amparín, lo que sólo tú sabes —pide otro con ávida súplica—, ¿cómo llegó a tus manos la muñeca?

    —Sí, la infancia de la muñeca —aclara el de al lado.

    —La infancia de la muñeca es mi propia infancia. Veréis, veréis —comienza Amparín, acomodándose mejor—. Era un anochecer. Qué triste estaba todo en mi casa. Habían matado a mi padre, a dos tíos míos, a muchos conocidos, mis hermanos estaban lejos, quién sabía dónde. Y en casa, arrebujadinas en la pena, llorando día y noche, solas mi madre y yo... Esto que os estoy hablando, ya sabéis, aconteció en el 34, después de la revolución de Octubre en Asturias. Puede que alguno de vosotros no hubiese nacido aún.

    Recuerdo que mi madre había salido, no sabía yo dónde, tal vez en casa de una vecina. Estaba yo sólita, triste, triste, hipa que te hipa, con una pena, con una murria... De pronto, se abre la puerta de la calle y entran dos señoras: una de ellas parece que la estoy viendo, alta, fuerte., de luto, con la cara blanca y una sonrisa abierta, bondadosa. “¿Cómo te llamas, pequeña?”, me preguntó. “Amparín, para servir a usted”. (Me habían enseñado en la escuela a decir para servir a Dios y a usted, pero ya quité a Dios porque me parecía que no estábamos muy bien con Él después de todo lo que nos pasaba). “Ven aquí, mira, te traigo un regalo”, y de un envoltorio que llevaba la otra señora sacó una muñeca. “¿Te gusta, Amparín?” ¡Había tenido yo tan pocos juguetes!... Ya sabéis que en las casas de los pobres, los juguetes de las niñas son las escobas y los estropajos. ¡Una muñeca! ¡Qué alegría! Era tal la simpatía, la atracción de aquella desconocida mujer, que a los pocos momentos me parecía ya que toda la vida había estado con nosotros. La otra que acompañaba se marchó. Nos quedamos ella y yo solas, y nos pusimos a jugar las dos con la muñeca, a las casitas, tiradas en el suelo. Pronto, me miro en un espejito que había encima de la cómoda. ¡Uf, tenía la cara tiznada de polvillo de carbón! ¡Y la señora —pienso— creerá que soy una guarra! Me restriego un poco con el delantal y, otra vez a jugar. ¿Cuánto tiempo estuvimos así? No sé. Sólo recuerdo que después me entró sueño. Mi madre tardaba en volver. La desconocida me tomó en sus brazos, me cantó una canción, me besó la frente con suavidad, y me dormí con mi muñeca apretada a las mejillas.

    A la mañana siguiente, al despertarme, lo primero que hice, después de comprobar con alegría que la muñeca estaba junto a mí, fue preguntar a mi madre por la señora desconocida. Me parecía que debía estar en casa, que ya siempre viviría con nosotros, como una tía bondadosa que se agrega a la familia.

    “Madre, ¿dónde está la señora de anoche?”, pregunté. “Marchó, hija mía. Cuando yo vine te acostamos y después de charlar un rato se fue. Todavía tiene que andar mucho, porque muchas son las penas que ha de consolar. Va por las casas de los mineros ayudando a las viudas y regalando juguetes a los niños”. Se me presentó entonces la desconocida como una señora muy rica, que tiene un talegón sin fondo de dinero. “¿Es muy rica la señora?”, pregunté. "No, hija mía, como tú y como yo, hija de mineros ella misma. Ese dinero se lo han dado los obreros de toda España para que lo reparta. Es diputado comunista por Asturias. Se llama..., hija no lo olvides, no olvides nunca su nombre... Se llama Dolores, y le dicen Pasionaria”.

    Profundo silencio. Todos miraban hacia la muñeca. Les parecía ver en ella a Dolores. A más de uno le asomó a los ojos una lágrima de emoción. Brillaba la luna en el límpido cielo de agosto, y alrededor, Asturias, España, con el dogal del fascismo al cuello. Pero allí, con ellos, estaba Dolores, animándoles en la lucha, diciéndoles: “¡Adelante, camaradas, el porvenir es nuestro, el mañana nos pertenece!”

    Para aquellos jóvenes, la muñeca, en ese momento, representaba la heroica tradición de lucha del Partido Comunista, que ellos habían oído referir a los viejos, pero no habían vivido: Octubre del 34, la guerra... Y ahora, más cerca de ellos, la clandestinidad, Roza, Cristino, Ponte, Gayoso...

    Era ya tarde cuando Amparín se despidió de los jóvenes mineros y se fue quién sabe dónde ni por dónde. ¡Ah, si los lebreles lo hubieran sabido!... Y con ella, la famosa muñeca, el regalo querido de Dolores, que iba no a reposar sobre una cómoda, sino as decir mañana a otros combatientes: “¡Adelante, camaradas, el porvenir es nuestro, el mañana nos pertenece! ¡Viva la independencia de España!”

    Durante el día, los jóvenes mineros, entre los que figuraban varias muchachas, habían recogido flores por el monte, y como estaban en el Naranco, al pie de Oviedo, donde disparando con una ametralladora había muerto en el 34 la joven comunista Aída Lafuente, hicieron un ramo, y al bajar, lo pusieron en el sitio donde cayó la heroica muchacha. Junto a las flores dejaron un letrero que decía: "Los jóvenes mineros comunistas no olvidan a Aída Lafuente".

    Aquella noche, muchos de los jóvenes soñaron con la muñeca. La veían, la sentían junto a ellos en los afanes y en las luchas diarias.

    Pero hubo uno —yo lo sé— que tuvo un sueño más feliz: vio una multitud de obreros, de mineros, de campesinos, una multitud de gente que llenaba la calle Uría de Oviedo. Levantaban banderas rojas, pancartas escritas, ramos de flores. Cantaban. Y en mediocre esa multitud vio a Dolores, sonriente, en medio del pueblo vencedor. Y entonces se destacó entre la gente Amparín la de Sama, con su muñeca en alto. Al verla, la multitud le dejó paso, hizo corro. Avanzó Amparín hacia Dolores y le presentó la muñeca que en otro tiempo ella le había regalado. La muñeca estaba ya algo raída, laxa, feble, un poco sucia, como quien ha andado por muchos caminos. Dolores la tomó en sus brazos, la estrechó contra sí, y dijo:

—Claro, ¡cómo la iban a encontrar los polizontes fascistas si estaba guardada en el corazón del pueblo!

Y la besó. Y luego besó a Amparín.


[1] Plural de “caleyu”, término bable que significa “camino de tierra”.

[2] Plural de “zarru”, término bable que significa “cerca de un prado o huerta”.

[3] Plural de “foz”, término bable que significa “hondonada estrecha entre riscos”.

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