Carmen Martín Gaite

Índice

Relatos

La tata

Tarde de tedio

Retirada

Sybil Vane

Poemas  

           Campana de cristal

           Tiempo de flor

           Quien motiva mi queja

 La tata

           _Anda, Cristina; si no cenas, se va la tata; se va a su pueblo.

_Yo ya acabé, tata. Cojo un plátano, ¿ves? Yo lo pelo. Yo solo.

_¿Ves guapita? ¿Ves tu hermano? Pues tú igual… ¡Am! Así, ¡qué rico! Pero no lo escupas, no se escupe, cochina. Mira, mira lo que hace Luis Alberto. ¡Huy, pela un plátano! Dale un cachito, tonto, dale a la nena. No quiere, ¿le pegamos?... Pero ¿qué haces tú, hombre? No hagas esas porquerías con la cáscara. Venga, Cristina, bonita, otra cucharada, ésta… Que si no llora la tata… Llora, pobre tata, ayyy, ayyy, ayyy, mira cómo llora.

Con una mano tenía cogida la cuchara y con la otra se tapó los ojos. Se la veía mirar por entre los dedos delgados, casi infantiles. La niña, que hacía fuerza para escurrirse de sus rodillas, se quedó unos segundos estupefacta, vuelta hacia ella y se puso a lloriquear también.

_No comé Titina, no comé. Pupa boca –dijo con voz de mimo.

_Un poquito. Esto sólo. Esto y ya.

_Tata –intervino el hermano_, le duelen las muelas. No quiere. Es pequeña, ¿verdad? Yo ya como solo porque soy mayor. ¿Verdad que soy mayor?

_Sí, hijo, muy mayor. Ay, pero, Cristina, no escupas así, te estoy diciendo. Vamos con la niña, cómo lo pone todo. ¡Sucia!, la leche no se escupe. Mira que ponéis unos artes de mesa… No sé a qué hora vamos a acabar hoy.

Afianzó de nuevo a la niña y corrió el codo, que se le estaba pringando en un poquito de sopa vertida. La siguiente cucharada fue rechazada en el aire de un manotazo, y cayó a regar una fila de cerillas que estaban como soldaditos muertos sobre el hule de cuadros, su caja al lado rota y magullada.

_Qué artes de mesa –volvió a suspirar la tata.

Y al decirlo ella y pasar los ojos por encima del hule mal colocado, todo lo que había encima, la caja, las cerillas, regueros de leche y de azúcar, cucharitas manchadas, un frasco de jarabe y su tapón, el osito patas arriba con un ojo fuera, una horquilla caída del pelo de la tata, parecían despojos de batalla.

Luis Alberto se echó a reír, sentado en el suelo de la cocina.

_Huy lo que hace, qué cochina. Espurrea la leche. Tata, yo quiero ver esa caja que tenías ayer. Dijiste que si cenaba bien me la enseñabas. Esa tan bonita, de la tapa de caracoles.

_No, no; mañana. Ahora a la cama. Ya debías de estar tú en la cama. Y estás igual. Son mucho más de las nueve. ¿Adónde vas? ¡Luis Alberto! Venga, se acabaron las contemplaciones. Los dos a la cama.

_Voy a buscar la caja. Yo sé donde la tienes.

_Nada de caja. Venga, venga. A lavar la cara y a dormir.

_Titina no omir –protestó la niña_. Titina pusa.

La tata se levantó con ella en brazos, cogió una bayeta húmeda y la pasó por el hule.

_No has comido nada. Eres mala; viene el hombre del saco y te lleva.

La niña tiraba de ella hacia la ventana.

_No saco. No omir. Pusa petana.

_¿Qué dices, hija, qué quieres? No te entiendo.

Luis Alberto había arrimado una banqueta a la ventana abierta y se había subido.

_Quiere oír la música de la casa de abajo –aclaró_. Asomarse a la ventana, ¿ves?, como yo. Porque ve que yo lo hago.

_Niño, que no te vayas a caer.

_Anda, y más me aúpo. Hola, Paquito. Tata, mira Paquito.

_Que te bajes.

_¡Paquito!

En la ventana de enfrente, un piso más abajo, un niño retiró el visillo de lunares y pegó las narices al cristal; empezó a chuparlo y a ponerse bizco. Una mano lo agarró violentamente.

_Ésa es tu tata –dijo  Luis Alberto_. ¿No la conoces tú?

_No.

_Claro, porque eres nueva. Se llama Leo; ya se han ido. Leo tiene mal genio, a Paquito le pega ¿sabes?

Cristina se reía muy contenta. Levantó los brazos y se puso a agitarlos en el aire como si bailara.

_No omir –dijo_. A la calle.

Luego se metió un puño en el ojo y se puso a llorar abrazada contra el hombre de la tata.

De todo el patio subía mezclado y espeso un ruido de tenedores batiendo, de llantos de niños y de música de radios, atravesado, de vez en cuando, por el traqueteo del ascensor, que reptaba pegado a la pared, como un encapuchado, y hacía un poco de impresión cuando iba llegando cerca, como ahora, que, sacando la mano, casi se le podía tocar.

_Viene a este piso –dijo Luis Alberto_. ¿Ves? Se para. Yo me bajo y voy a abrir.

_Pero quieto, niño; si no han llamado.

A la tata le sobrecogía ver llegar el ascensor a aquel piso cuando estaban solos, y siempre rezaba un avemaría para que no llamaran allí. Se puso a rezarla mirando para arriba, a un cuadrito del cielo con algunas estrellas, como un techo sobre las otras luces bruscas de las ventanas, y llegaba por lo de «entre todas las mujeres» cuando sonó un timbrazo. El niño había salido corriendo por el pasillo, y ella le fue detrás, sin soltar a la niña, que ya tenía la cabeza pesada de sueño. La iba besando contra su pecho y la apretaba fuerte, con el deseo de ser su madre. «Nadie me iba a hacer daño –pensó por el pasillo_ llevando a la niña así. Ningún hombre, por mala entraña que tuviera.» Luis Alberto se empinó para llegar al cerrojo.

_Pero abre, tata –dijo saltando.

_¿Quién es?

Era la portera, que venía con su niña de primera comunión para que la viera la señorita.

_No está la señorita. Cenan fuera, ya no vienen. Que guapa estás. ¿Es la mayorcita usted?

_La segunda. Primero es el chico. Ése ya la ha tomado, la comunión, pero a las niñas parece que hace más ilusión vestirlas de blanco.

_Ya lo creo. Y tan guapa como está. Pero pasen, aunque no esté la señorita, y se sientan un poco. Quieto, niño, no la toques el traje. Pase.

La portera dio unos pasos con la niña.

_No, si nos vamos. Oye, ¿tenéis cerrado con cerrojo?

_Es que a la tata le da miedo –dijo Luis Alberto.

Ella desvió los ojos hacia la niña, medio adormilada en sus brazos.

_Como a estar horas ya no suele venir nadie –se disculpó_. Pero, siéntese un rato, que le saque unas pastas a la niña. Ésta se me duerme. Mira, mira esa nene, qué guapa. Dile «nena, qué guapa estás», anda, díselo tú. Ya está cansada, llevan una tarde. El día que no está su mamá…

_¿Han salido hace mucho?

_Hará como una hora, cuando vino el señorito de la oficina. Ella ya estaba arreglada y se fueron.

_Claro –dijo la portera_, yo no estaba abajo, por eso no los he visto salir. He ido con ésta a casa de unos tíos, a Cuatro Caminos, y antes a hacerla las fotos. No sé qué tal quedará, es tonta, se ha reído.

La niña de la portera miraba a las paredes con un gesto de cansancio. Se apoyó en el perchero.

_Loli, no te arrimes ahí. Ya está más sobada. No se puede ir con ellos a ninguna parte. Ponte bien.

_Loli, pareces una mosquita en leche –dijo Luis Alberto.

La niña se puso a darle vueltas al rosario, sin soltar el libro de misa nacarado. Cuando la tata se metió y trajo un plato con pastas, las miró con ojos inertes.

_Coge esa, Loli –le dijo el niño_. Ésa de la guinda. Son las más buenas.

_Mamá ¿me quito los guantes?

_Sí, ven, yo te los quito. Pero no comas más que una ¿Cómo se dice?

_Muchas gracias –musitó Loli.

_Qué mona –se entusiasmó la tata_. Está monísima. A mi me encantan las niñas de primera comunión. La señorita lo va a sentir no verla.

_Sí, mujer, se lo dices que he venido.

_Claro que se lo diré.

_Cuando la comunión del otro mayor me dio cincuenta pesetas. No es que lo haga por eso, pero por lo menos si entre lo de unos y otros saco para el traje.

_Claro, mujer; ya ve, cincuenta pesetas.

Cristina se había despabilado y se quiso bajar de los brazos. Se fue, frotándose los ojos, adonde estaban los otros niños.

_Sí, son muy buenos estos señores –siguió la portera_. A ti, ¿qué tal te va?

_Bien. Esta mañana me ha reñido ella. Saca mucho genio algunas veces, sobre todo hoy se ha puesto como loca.

_Eso decía Antonia, la que se fue. Se fue por contestarla. A esta señorita lo que no se la puede es contestar.

_No, yo no la he contestado, desde luego, pero me he dado un sofocón a llorar. Ya ve, porque tardé en venir de la compra. Cómo no iba a tardar si fui yo la primera que vi a ese hombrito que se ha muerto ahí, sentado en un banco del paseo… Esta mañana… ¿No lo sabe?

_¿Uno del asilo? Lo he oído decir en el bar. ¿Y dónde estaba? ¿Lo viste tú?

_Claro, ¿no se lo estoy diciendo?, al salir de la carnicería. Iba yo con el niño, que eso es lo que le ha molestado más a ella, que me acercara yendo con el niño; dice que un niño de esta edad no tiene que ver un muerto, ni siquiera saber nada de eso, que pierden la inocencia; pero yo, ¿qué iba a hacer?, si fue el mismo niño el que me llamó la atención. Se pone, «tata, mira ese hombre, se le cae el cigarro, ¿se lo cojo?». Miro, y en ese momento estaba el hombrito sentado en un banco de esos de piedra del paseo, de gris él, con gorra, y veo que se le cae la cabeza y había soltado el cigarrillo de los dedos. Se quedó con la barbilla hincada en el pecho, sin vérsele la cara, y, claro, yo me acerqué y le dije que qué le pasaba, a lo primero pensando que se mareaba o algo… Mire usted, la carne se me pone de gallina cuando lo vuelvo a contar.

La tata se levantó un poco la manga de la rebeca y mostró a la portera el vello erizado, sobre los puntitos erizados de la piel.

_¿Y estaba muerto?

_Claro, pero hasta que me di cuenta, fíjese; llamándolo, tocándolo, yo sala allí con él. Se acababa de morir en aquel mismo momento que le digo, cuando lo vio el niño. Luego ya vino otro señor, y más gente que paseaba, y menos mal, pero yo me quedé hasta que vinieron los del Juzgado a tomar declaración, porque era la primera que lo había visto. Dice la señorita que por qué no la llamé por teléfono. Ya ve usted, no me acordaba de la señorita ni de nada, con la impresión. El pobre. Luego, cuando le levantaron la cabeza, me daba pena verlo, más bueno parecía. Todo amoratadito.

La niña de la portera se había sentado en una silla. Durante la narración, Luis Alberto había traído del comedor una caja de bombones, eximiéndose de la obligación de pedir permiso, en vista de lo abismadas en el relato que estaban las dos mujeres. La niña de la portera cogió un gordo, que era de licor, y se le cayó un reguero por toda la pechera del vestido.

_Mamá –llamó con voz de angustia, levantándose.

_¿Qué pasa, hija?, ya nos vamos. Pues, mujer, no sabía yo eso, vaya un susto que te habrás llevado.

_Fíjese, y luego la riña…

_Mamá…

_Hay que tener mucha paciencia, desde luego… ¿Qué quieres hija?, no seas pelma.

_Mamá, mira, es que me he manchado el vestido un poquito.

Y Loli se lo miraba, sin atreverse a sacudírselo, con las manos pringadas de bombón. Quiso secárselas en los tirabuzones.

_ Pero, ¿qué haces? ¿Con qué te has manchado? ¡Ay, Dios mío, dice que un poquito, te voy a dar así, idiota!

Loli se echó a llorar.

_Mujer, no la pegue usted.

_No la voy a pegar, no la voy a pegar. Dice que un poquito. ¿Tú has visto cómo se ha puesto? Estropeado el traje, para tirarlo. Si no mirara el día que es, la hinchaba la cara. Venga, para casa.

_Yo no sabía que era jarabe.

_No sabías, y lo dice tan fresca. Vamos, es que no te quiero ni mirar; te mataba. ¡Qué asco de críos, chica! Yo no sé cómo tenéis humor de meteros a servir, también vosotras.

_Pobrecita, no la hagas llorar más, que ha sido sin querer.

_Es una mema, es lo que es. Una bocazas. Venga, no llores más ahora, que te doy. Hala. Bueno, chica, nos bajamos.

_Adiós, y no se ponga así, señora Dolores, que eso se quita. Adiós, guapita, dame un beso tú. Que ahora ya tienes que ser muy buena. Pobrecita, cómo llora. ¿Verdad que vas a ser muy buena?

_Sí, buena –gruñó la portera_, ni con cloroformo.

_Que sí, mujer. Ahora ya lo que hace falta es que la vea usted bien casada.

_Eso es lo que hace falta. Bueno, adiós, hija.

Luis Alberto y Cristina se querían bajar por la escalera.

_Yo no quiero que se vaya la Loli –dijo el niño_. Yo me bajo con ella.

_Anda, anda, ven acá. Tú estás aquí. Venir acá los dos. Adiós, señora Dolores.

_Yo me bajo con la Loli.

Ya con la puerta cerrada, se armaron una perra terrible, y Luis Alberto se puso a pegarle a la tata a patadas y mordiscos y a llamarla asquerosa. Eran más de las diez cuando los pudo meter en la cama. Cristina ya se había dormido, y el niño seguía queriendo que se quedara la tata allí con él porque se empezó a acordar del hombre por la mañana y le daba miedo. A la tata también le daba un poco.

_¿Por qué dice mamá que no lo tenía que haber visto yo? ¿Por qué estaba muerto?

_Venga; no hables de ese hombre. Si no estaba muerto.

_ Huy que no… ¿Y por qué tenía la cara como si fuera de goma?

_Anda, duérmete.

_Pues cuéntame un cuento.

_Si yo no sé cuentos.

_Sí sabes, como aquél de ayer, de ese chico Roque.

_Eso no son cuentos, son cosas de mi pueblo.

_Pues eso, cosas de tu pueblo. Lo de los lobos que decías ayer.

_Nada, que en invierno bajan lobos.

_¿De dónde bajan?

_No hables tan alto. Tu hermana ya se ha dormido.

_Bueno, di, ¿de dónde bajan?

_No sé, de la montaña. Un día que nevó vi yo uno de lejos, viniendo con mi hermano, y él se echó a llorar, ¡cuánto corrimos!

_¿Es muy mayor tu hermano?

_No, es más pequeño que yo.

_Pero, ¿cómo de pequeño?

_Ahora tiene catorce años.

_Anda, cuánto, es mucho. ¿Y por qué lloraba si es mayor?

_Pues no sé, entonces era chico. Que te duermas.

_Anda, di lo del lobo. ¿Y cómo era el lobo?

Llamaron al teléfono.

_Espera, calla, ahora vengo –saltó la tata sobrecogida.

_No, no te vayas, que luego no vuelves.

_Sí vuelvo, guapo, de verdad. Dejo la puerta abierta y doy la luz del pasillo.

El teléfono estaba en el cuarto del fondo. Todavía no sabía muy bien las luces, y, cuando iba apurada, como ahora, se tropezaba con las esquinas de los muebles. Descolgó a oscuras el auricular, porque lo que la ponía más nerviosa es que siguiera sonando. El corazón le pegaba golpes.

_¿Quién es?

_Soy yo, la señorita. ¿Es Ascensión?

_Asunción.

_Es verdad, Asunción, siempre me confundo. ¿Cómo tardaba tanto en ponerse?

_Estaba con el niño, contándole cuentos.

_¿No se han dormido todavía? Pero ¿cómo les acuesta tan tarde, mujer, por Dios?

_Es que no se quieren ir a la cama, y yo no sé qué hacer con ellos cuando se ponen así, señorita. No les voy a pegar. La niña casi no ha querido cenar nada.

_¿Ha llamado a alguien?

_No, nadie, usted ahora, y antes una equivocación.

_¿Qué dices, Pablo? No te entiendo. Espere.

Venía por el teléfono un rumor de risas y de música.

_No, nada, que preguntaba el señorito que si había llamado su hermano, pero ya dice usted que no.

_No sé,  un rato he estado con la puerta de la cocina cerrada, para que no se saliera el olor del aceite, pero creo que lo habría oído, siempre estoy escuchando…

_Bueno, pues nada más.  No se olvide de recoger los toldos de la terraza, que está la noche como de tormenta.

_No, no; ahora los recojo.

_Y al niño, déjelo, que ya se dormirá solo.

_¿Y si llora?

_Pues nada, que llore. Lo deja usted. Bueno, hasta mañana. Que cierre bien el gas.

_Descuide, señorita. Adiós. ¡Ah!, antes ha venido la portera con la niña de primera comunión, dijo… señorita…

Nada, ya había colgado. Yéndose la voz tan bruscamente del otro lado del hilo y con la habitación a oscuras, volvía a tener miedo. Se levantó a buscar el interruptor y le dio la vuelta. Estaban los libros colocados en sus estantes, los pañitos estirados y aquel cuadro de ángeles delgaduchos. Todo en orden. Olía raro. Todavía daba más miedo con la luz.

Salió a la terraza y se estuvo un rato allí mirando a la calle. Hacía un aire muy bueno. No pasaba casi gente, porque era la hora de cenar, pero consolaba mucho mirar las otras terrazas de las casas, y bajo los anuncios verdes y rojos de una plaza cercana, los autobuses que pasaban encendidos, las puertas de los cafés. En un balcón, al otro lado de la calle, había un chico fumando, y detrás, dentro de la habitación, tenían una lámpara colorada. La tata apoyó la cara en las manos y le daba gusto y sueño mirar a aquel chico. Hasta que su brazo se le durmió y notó que tenía frío. Recogió los toldos, que descubrieron arriba algunas estrellas tapadas a rachas por nubes oscuras y ligeras, y el chirrido de las argollas, resbalando al tirar ella de la cuerda, era un ruido agradable, de faena marinera.

Se metió con ganas de cantar a la casa, silenciosa y ahogada, y pasó de puntillas por delante del cuarto de los niños. Ya no se les oía. Tuvo un bostezo largo y se paró para gozarlo bien.

El sueño le venía cayendo vertical y fulminante a la tata, como un alud, y ya desde ese momento sólo pensó en la cama; los pies y la espalda se la pedían. Era una llamada urgente. Cenó de prisa, recogió los últimos cacharros y sacó el cubo de la basura. Luego el gas, las luces, las puertas.

Cuando se metió en su cuarto y se empezó a desnudar, habían remitido los ruidos del patio y muchas ventanas ya no tenían luz. Unas sábanas tendidas de parte a parte se movían un poco en lo oscuro, como fantasmas.

(Madrid, octubre de 1958)

 

PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS DE PROTAGONISTA INFANTIL

y  AQUÍ PARA LEER TEXTOS DE VIAJES Y COSTUMBRES

ir al índice

 

Tarde de tedio

Anda, levántate, habías dicho que esta tarde salíamos contigo si hacía bueno, y ahora Juana nos quiere llevar ella. Dile tú que no; ¿verdad que nos lo has dicho ayer que vamos contigo? Ríñela, que no nos deja entrar y dice que nos va a pegar si entramos, y a Ernesto le ha empujado y está llorando ahí afuera, ¿no lo oyes? Venga, ¿por qué te echas?, siempre te estás echando, eres una pesada.

_Jesús, qué niña, eso a la mamá no se le dice, qué pecado. Perdone, señora, no puedo con ellos, se me escapan aquí. Vamos, guapita, a tu mamá le duele la cabeza, Juana os lleva al parque.

_Mentira podrida, no está mala, antes ha estado hablando por teléfono mucho rato y se reía. Es que se cree que llueve porque no ve la luz, te subo la persiana, verás cómo hace bueno, nos llevas a la película de la selva, anda., levántate, ésa del oso que le enseña al niño a bailar y luego va y se come los plátanos del cocotero y llora el oso no sé por qué.

_Esa es la que vieron el domingo conmigo. Deja esa persiana, ¡ay, qué niña!, venga, vamos al parque te he dicho. Esa película ya la habéis visto.

_Sí, pero Ernesto no la entendía y mamá se la explica, ¿verdad, mamá?; a papá le dices que nos lo explicas todo y que te gustan las películas de niños, y él quiere que vengas y nos las expliques, pero si viene Juana sólo sabe reírse y pasarlo bien ella y decir que ése es el oso, pues eso ya, pero digo que por qué lloraba el oso. Mamá, me empuja Juana, que no me empuje.

_Ay, no empecéis, Anita hija, dejadme en paz. Quítate de encima, más valía que te peinaras. Otro día vamos.

_Sí claro, siempre dices «otro día», pues yo al parque no voy porque me aburro con Marisolín, y si no va, peor.

_Mire, no les haga caso, en ese cajón hay dinero; los lleva a ver la casa de fieras, si se aburren jugando, y luego pueden merendar de cafetería, que les gusta a ellos. Péineles un poco.

_Yo con Juana no voy a la cafetería porque se hace la fina y me da vergüenza.

_Basta, ya estoy harta. Vais con Juana donde ella os lleve y hemos terminado de hablar. ¿Hace bueno, Juana?

_Sí, señora, buenísimo.

_Hala, dame un beso, y dile a Ernesto que no llore, que mañana salimos.

_Mentira, mentirosa, no te quiero, ni Ernesto tampoco.

_Cállate, niña, si le dices esas cosas a la mamá te lleva Camuñas. Le cojo cien pesetas. Venga, vamos. Que descanse, señora. ¿Le recojo esta ropa que tiene revuelta por aquí?

_No, déjelo, Juana. Es que me he estado probando antes los trajes de verano, déjelo ahora por favor, tengo que ver primero lo que hace falta llevar al tinte y a la modista, ¡ay, qué pesadez de niños!, lléveselos de una vez que no los oiga, ¡no recoja nada, le digo!, ¿no le estoy diciendo que se vayan de una vez?, cállate, Anita, por amor de Dios, ¡iros!, ¿me queréis dejar en paz? ¡Dejadme en paz!

Aún largo rato después de los últimos ruidos que han precedido a la marcha de los niños (¿un cuarto de hora?, ¿media?), la palabra paz se ha quedado rebotando contra las paredes del cuarto como un moscardón encerrado que insistiera en bordonear principalmente sobre el montón de trajes veraniegos esparcidos por la butaca y la cama. En la media penumbra se distinguen unos de otros como las fisonomías olvidadas de amigos que se vuelven a encontrar. El azul, el de rayas, el pantalón vaquero, el rojo, la blusa que no le gustaba a Antonio... Habrá que hacer algo con ellos, por lo menos con el de rayas que costó tres mil pesetas. La mujer se remueve, mira al techo. La visión de una gotera cuyo dibujo recuerda el de una foca la distrae momentáneamente de la idea de los trajes, luego piensa que así tirada se le puede pasar la tarde y que mejor sería llegarse a casa de la modista por pereza que dé y decirle las reformas que quiere. Tiene toda la tarde por delante, los niños hasta las siete y media no vienen, y al fin no se va a dormir; tendría que proponérselo mucho, pero el mismo silencio de la casa en paz la ha puesto nerviosa, el mismo hipo de la palabra paz que ella disparó y que se ha quedado subiendo y bajando por las paredes, desbaratando el sueño que parecía preludiar. No, no tiene sueño; los ojos que miran ese techo, pensando ahora que habría que volver a pintarlo, no albergan sueño alguno. Aunque tampoco sosiego; dan vueltas, encerrados en sí mismos, sin saber dónde posarse. Dormir sería, desde luego, una solución, ese vicio rutinario y seguro sería deseo postizo acariciado sin deleite ni alegría, en nombre solamente de objetivos secundarios, como podrían ser en este caso los de dejar de ver el techo y de imaginar el posible pintor que hará sacar todos los trastos al pasillo el día que por fin venga, o dejar de sentir también ese revoltijo acuciante de ropas a los pies de la cama que evidencian un año transcurrido y sugieren proyectos para otro. No, cansada no está, se destapa, mueve las piernas largas y blancas, se las mira complacida, qué lástima que no hubiera la moda de la minifalda por los años cuarenta; nada, es evidente que no tiene ganas de dormir. Pero, ¿es que tiene ganas de ir a la modista? Se levanta, por lo menos el de rayas valdría la pena arreglarlo, ha cambiado tanto la moda; lo palpa, lo separa de los otros; sería bueno sacar ganas de llegarse hasta Ríos Rosas, a casa de Vicenta, el autobús 18 no deja mal, probarse el traje en aquella habitación con bibelots pasados de moda que huele a cerrado y dejar eso resuelto esta misma tarde, decidir allí con ella: «Verá usted, lo que yo quiero...», pero es que ataca los nervios Vicenta con su impasibilidad y sus ojos de rana, verla allí detrás en el espejo, de pie, mirándote como un palo, y con aquella voz de sosera: «Pues no le está a usted mal... no, si yo, por deshacérselo, se lo deshago... yo, lo que me diga... bueno, bien... entonces ¿cómo? ¿con un bies?». No se toma interés por nada, no te ayuda a decidir. Distinto de Carmen, la peluquerita, qué cielo de mujer, es verte entrar y ya te está animando a lo que sea, como tiene que ser, porque un oficio no consiste sólo en saber coser o peinar, es también interpretar lo que quiere el cliente, o hasta hacerle que quiera algo. Se ha puesto el traje de rayas, la tela sigue siendo preciosa, pero está arrugadísimo y así tan blanca no favorece; la cremallera sube, además, con dificultad, sobre todo de cintura para arriba; se palpa el estómago, trata de contraerlo y esto le repercute en la cara, que adquiere una expresión de ansiedad y asco. Se ve horrible y comprende que lo que necesita es consuelo y que Vicenta no le sirve. Sé quita el traje y lo deja caer al suelo, va hacia la ventana, la carne que separa el borde inferior del sostén del norte del ombligo se relaja a sus anchas, libre de la mirada vigilante de hace unos segundos. Por la ventana, abierta ahora de par en par, entra el rumor de la tarde soleada y cansina, un eco de bocinas y estridencias y ese primer sofoco de mayo. La palabra paz deja de zumbar definitivamente y se escapa a la calle como un moscardón que era.

A esta luz cruda se revelan netamente los cuarenta años de la mujer que, despeinada y en combinación ante el espejo, se pasa ahora los dedos con desaliento por otra importante zona de su cuerpo donde el tiempo ha hecho estragos: la cabeza, rematada por un pelo no muy abundante y teñido de color perra chica de las que había antes de la guerra. ¿Y si se lo cortara? Se fortalece y, además, rejuvenece mucho. La ventaja que tiene, además, la peluquería es que está tan cerca que no da tiempo a cambiar de idea. Se pone un traje cualquiera y se larga a la calle. Lo ha dejado todo revuelto, pero ya lo recogerá Juana.

Por el camino, aunque la peluquería está cerca, ha tenido tiempo de ver un puesto de periódicos. Desde las portadas de todos los semanarios ilustrados, las veinteañeras del mundo entero, las que estaban naciendo o gestándose en Turín, la Unión Soviética, Oslo o Miami cuando ella tenía, a su vez, veinte años y cantaba canciones que ahora vuelve a traer el vaivén de la moda, la asaetan burlonamente con los ojos lánguidos o sonrientes y sus pelos lisos y largos, con moños, con trenzas, con pelucas, con tirabuzones. Piensa que puede ser una bobada cortarse el pelo, que lo más fácil es que no le guste a Antonio, y vuelven a derrumbarse sus nacientes propósitos. Llega mohína a la peluquería.

_Hombre, cuánto tiempo sin verla. ¿Qué se va a hacer?

_Lavar y marcar; pero no sé si cortarme también un poco. No mucho, como le cortaron el otro día a la señora de Soriano, ¿sabe cómo le digo?, así las puntas de delante un poco más largo, pero que quede liso, aunque no sé qué tal me estaría a mí..., es que no sé qué hacerme con el pelo, Carmen, le digo la verdad.

_Usted no se preocupe que le quedará muy bien, ya le he entendido lo que me dice. Pero además, hágame caso, usted lo que debía de hacer era ponerse mechas, siempre se lo estoy diciendo, le irían de fenómeno unas mechas; ya lo vería.

_¿Usted cree?

_Claro, como que se las voy a poner hoy mismo.

_Hoy no sé, Carmen..., no me decido.

_Ah, pero yo sí, que soy quien se las tiene que poner. Usted quiere verse guapa, ¿no?

_Hombre, claro.

_Pues eso, si quiere verse guapa, no tiene que preocuparse de más. Me deja a mí, que yo la pongo guapa.

_Bueno, luego si se enfada mi marido, la culpa es suya.

_De acuerdo, nos lo manda usted aquí. Pero ¿cómo se va a enfadar un marido de ver a su mujer guapa?

_No sé, ¿no me entretendré mucho?

_Nada, qué se va a entretener, déme la chaqueta. Pepi, vete lavando a la señora.

De debajo de todos los secadores se han levantado rostros a mirarla pasar con su melena sucia y rala. Todavía podía irse, decir que vuelve luego, pero sabe que no lo hará. Es un maleficio conocido este de seguir andando, a pesar del miedo que empieza a invadirla al imaginarse tan cambiada, ese miedo excitante a lo desconocido y concretamente al juicio de Antonio. «No sabes qué inventar. Y siempre echándole la culpa a los nervios. Pero nervios ¿de qué, y cansancio de qué?, pregunto yo. Asistenta, chica y los niños en el colegio toda la mañana; la verdad, Isabel, es que no te entiendo, sólo piensas en gastar, con la cantidad de problemas y desgracias de verdad como tiene la gente por ahí, necesitarías mirar a tu alrededor...» Eso dirá; si no le gustan las mechas o viene cansado de la consulta, seguro que saca a relucir lo de las desgracias ajenas y a contarle casos de enfermos graves, como si fuera un cura. ¿Y qué tiene que ver ella con los demás? Sólo se vive una vez y la vida se va, a cada cual se le va la suya. La gente sufre mucho, de acuerdo, pero cada uno sufre lo suyo, sus propias sensaciones y se acabó.

_¿Le hago daño?

_No, guapa.

_Le he puesto champú de huevo.

Qué bien lava la cabeza esta chica, cómo descansa esa presi6n de los dedos casi infantiles sobre el cuero cabelludo. Es simpática la gente que hace bien lo que hace; ya que lo cobran, que lo hagan bien.

_Ya está, pase allí.

Las señoras de los secadores se vuelven a mirarla pasar con la toalla arrollada a la cabeza y un poco de pelo, todavía color perra chica de las de antes de la guerra, asomando. Luego no la reconocerán; quedará mejor o peor, pero estará distinta. Se desvanecen todas sus indecisiones. Carmen la ha llamado: «Venga acá», y ha atajado una primera insinuación suya con cierta dureza: «Usted déjeme a mí.» Se siente realmente abandonada en sus manos expertas que con toda eficacia y atención empiezan a trabajar y manipular en su cabeza. Era lo que necesitaba esta tarde; buena gana de seguir fingiendo una voluntad que no tiene, si precisamente lo que quería era ser sustituida: buscaba esta sensaci6n de abandonarse a otro que manda, la misma que, de niña, la empujaba a elegir siempre el papel de enfermo cuando jugaban a los médicos; pero de médico bien pocas niñas sabían hacer. Ya tiene el pelo cortado, se ve rara, pero no importa, se fía de Carmen. Ahora se lo va separando en grupitos que humedece cuidadosamente con un pincel untado en un líquido grisáceo. El líquido lo tiene echado en un tarro de yogur. Piensa vagamente que los niños estarán merendando, que lo de las mechas entretiene, y que no van a encontrarla en casa a la vuelta, pero es una idea neutra, sin carga alguna de remordimiento ni de inquietud. Llegar a este lugar es pudrirse en terreno sabido y placentero, aquietar la conciencia, dejar de flotar entre diversas posibilidades, fijar por unas horas esa pompa de aire que es la propia imagen, soplada de acá para allá. Ahora Carmen le pasa un cestito con las pinzas y los rulos, y le pide que se los vaya dando; ella obedece sumisamente; no comentan nada, es suficiente una leve sonrisa de complicidad cuando sus ojos se encuentran en la luna del espejo. Las dos saben de sobra que la que manda es la de atrás. Ahora le pone la redecilla y las orejeras de plástico.

_Ya está. Pase al secador. Pepi, revistas para la señora.

Y ahora, a esperar, pasando revista a los rostros de actualidad, a las modas de actualidad. Cada mes sube y baja la moda vertiginosamente, es tan difícil ya apuntarse a todo, enterarse de todo. La gente que sale en los periódicos ilustrados continuamente se transforma, estrena vida y amor. Con lo apasionantes que son las transformaciones, aunque sean estas transformaciones alquiladas de peluquería. Para ella todo es igual, cenar los sábados con los mismos amigos, dormir con el mismo hombre, reñir a los mismos niños por las mismas cosas; si cambia de algo es de criada o de fontanero. Por mucho que cobren, ¿cómo puede ser caro este rato de alquimia, esta espera de algo nuevo mientras te manipulan, te atienden y dirigen?

_ ¿Se lo pongo más bajo?

_Sí, me quema mucho. Ya casi debo estar.

_ No, no; le falta un poco. ¿Quiere otras revistas? Jacqueline Onassis en todas viene. Escudada tras sus gafas oscuras, desayunando en un puerto y durmiendo en otro, balanceándose sobre las olas del Adriático, en su yate escrutado por el teleobjetivo de todos los fotógrafos del mundo, como la protagonista de aquella canción ya antigua: «Rumbo al Cairo va la dama / en su yate occidental»... Entonces se llamaban mujeres fatales y había menos, casi siempre del cine, prohibidas y lejanas, en papeles que hacían Marlene o Joan Crawford, ¡cómo le emocionaban a ella, cuando iba al Instituto, las mujeres fatales!, pero era una envidia alegre, que no hacía daño... Revueltas de estudiantes en Roma, en París, en Inglaterra. Pero ¿qué pedirán?, ¿qué querrán, teniendo veinte años? Se les ve retratados en revoltijo, tirando piedras, pegando a los guardias, debatiéndose a patadas y mordiscos con el pelo sobre los ojos, tan guapos y atrevidos. Se quejen de lo que se quejen, ¡quién estuviera en su piel!

Sale del secador como si hubiera bebido mucho, enrojecida, con los oídos zumbando. Ha caído la tarde y el local está vacío. Le da pena que no puedan verla las otras señoras. Es el momento mejor. Dejarse quitar los rulos, dejarse peinar, cardar y cepillar, y ver cómo va componiéndose el rostro nuevo bajo el pelo nuevo. Pone ojos soñadores. Se gusta.

_ ¿Cómo se ve?

_ Me veo rara.

_Eso pasa siempre. Pero no me diga que le están mal las mechas.

_No, mal no.

_ ¿Más laca?

_No, está bien. ¿Puedo llamar un momento por teléfono?

_Sí, cómo no, pase.

En un cuartito interior donde guardan los pedidos de tintes y de champú, está el teléfono. Se sienta en una banqueta y marca el número. Una voz joven de mujer pronuncia el «Dígame» afectado y musical de las secretarias de ahora. Es la enfermera nueva.

_ ¿El doctor Cuevas?

_Está ocupado. ¿Es de alguna sociedad o particular?

_ Es de parte de su señora.

_Espere un momento. No sé si se podrá poner.

Tiene que esperar un rato, al cabo del cual oye la voz de Antonio.

_Dime.

Es un tono seco y distraído, el de siempre. ¿Por qué esperaba otra cosa? ¿Por haberse puesto unas mechas grises en el pelo?

_ ¿Qué haces, trabajas mucho?

_ Sí, claro. Estoy pasando consulta.

_Ya. ¿A qué hora vuelves a casa?

_ Tarde. Hay un parto en el Sanatorio. A cenar no me esperes.

_Ya. ¿No lo puedes dejar?

_¡Qué preguntas, Isabel! ¿Es que pasa algo?

_No, nada, que tenía ganas de salir esta noche. Hace bueno.

_Ya salimos anoche. Yo estoy cansadísimo.

_ ¿No terminarás pronto?

_ ¡Cómo lo voy a saber! Me voy al Sanatorio en cuanto acabe aquí.

_Ya. Bueno, pues nada.

_Hasta luego.

_Adiós.

Cuelga el teléfono y sale. Carmen se ha quitado la bata blanca y ha dejado de ser mago. Es una chiquita insignificante y algo cursi. Le repite que está guapísima con las mechas y le cobra trescientas ochenta pesetas. Se despiden. Ella se vuelve en la puerta.

_No sé si que me venda usted también una redecilla. A lo mejor esta noche no salgo y no querría que se me deshiciera mucho durmiendo.

_Pues sí. Se pone usted unos algodones, en vez de rulos, como le dije la otra vez, y luego la redecilla encima.

Se le envuelve y se le da.

_Adiós, Carmen, hasta otro día.

_Adiós, señora Cuevas. Y ya le digo, que nos mande usted a su marido, si protesta, que así le conocemos.

_Ni hablar, que es muy guapo.

_Tal para cual entonces. Ya verá los piropos que le echa.       

_Veremos. Adiós, Carmen.

_ Adiós, señora Cuevas.

Es todavía de día porque ya anochece tarde. Y está tan cerca de casa. Volver es lo peor. Camina lentamente, perezosamente, parándose a cada paso a mirarse en las lunas de los escaparates. Los niños se estarán bañando. Y Jacqueline Onassis, ¿qué hará? Unos vencejos altos y chillones revolotean por encima de las terrazas de los edificios. Cruza la calle. Ya se ve su portal.

Madrid, junio 1970

 

ir al índice

 Retirada

        Algunas tardes, volver al parque por la calle empinada, a sol depuesto, era como volver de una escaramuza inútil y totalmente exenta de grandeza, a la zaga de un ejército rebelde y descontento que se había alzado, alevosamente con el mando, sentir barro y añicos las arengas triunfales. Y en la retirada a cuarteles de aquella tarde de marzo, cuya repetida y engañosa tibieza había vuelto por centésima vez a seducirla y encandilarla, casi odiaba no sólo el estandarte hecho ahora jirones donde ella misma se empeñó en bordar con letras de oro la palabra primavera, sino principalmente a los soldados sumidos en el caos y la indisciplina para quienes había enarbolado sólo tres horas antes el estandarte aquel. Odiaba, sí, la belleza y el descaro de aquellos dos  reclutas  provocativos, intrépidos y burlones que la precedían dando saltos de través sobre los adoquines desiguales de la calzada _"imbo_cachimbo_ganso_descanso...piripí_gloria_piripí_descanso... ganso_cachimbo_imbo y afuera"_, abriendo y cerrando las piernas al son de aquel himno disparatado y jeroglífico, desafiando las leyes del equilibrio y de la gravedad que deben presidir cualquier desfile acompasado, osando ignorar la consistencia de los transeúntes contra los que se tropezaban, aquel insoportable y denso caldo de vocerío y de sudor que emanaban los cuerpos enquistados en plena calle, en plena tarde, tan presentes e insoslayables que su evidencia era una puñalada, por favor, pero ¿cómo no verlos?, era como no ver los coches, las esquinas y paredes, las fruterías que aún no habían echado el cierre, y ahora no, pero luego en seguida tendría que bajar, patatas no quedaron; qué más querría  ella que olvidarse de si quedaron o no quedaron patatas, dejar de ver el habitual muestrario de colores, formas y volúmenes que se lo traía a la memoria, pero era imposible que los ojos no se topasen con aquella ristra de imágenes cuyos nombres y olores difícilmente disparaban hacia ningún islote mágico donde pudiese reinar el idioma del «imbo_cachimbo».

      _Usted  perdone, señora; mirar por donde vais, hijas...¡Pero Nini!

      Y casi le irritaba más que los ojos reflejando enfado aquellos otros sonrientes y benignos que hasta podían llegar a acompañar la sonrisa con una caricia condescendiente sobre las cabezas rubias de los dos soldaditos por el hecho de serlo; ¡qué beaterío estúpido!, ella había abjurado por completo de semejantes sensiblerías patrioteras y la actitud de aquella gente le traía a las mientes el entusiasmo con que emprendió la expedición y embelleció ella también los rostros de los soldados, su perfil, su ademán, "impasible el ademán", bajo el sol de primavera, calle abajo, cara al sol, sí, hasta música de himno se le podía poner al comienzo marcial del desfile que inauguró la tarde, y ahora aquellas gentes paradas en la acera que los miraban volver conseguían echarle en cara su apostasía. Porque la verdad es que ya no tenía credo, que le parecían patrañas las consignas que animaron su paso y su talante al frente de la tropa calle abajo total tres horas antes, no parecía ni la misma calle, ni la misma tarde, ni el mismo ejército, en nada era posible adivinar punta de semejanza; pero, sobre todo, ¿dónde habían ido a parar las consignas y la fe en ellas, dónde estaba la música del himno? La primavera era una palabra sobada, un nombre con pe lo mismo que patata, que portal, lo mismo que peseta y que perdón señora, un nombre como esos, que nada tenía que ver con la ninfa coronada del cuadro de Boticelli; la moral falla a veces, mejor reconocerlo y confesar que la tentación de herejía venía incubándose en su sangre casi desde que entraron en el parque y el ejército se desmandó campando por sus fueros y respetos, desde que vio a los otros jefes cotilleando al sol inmersos en la rutina de sus retaguardias, desde aquel mismo momento le empezó a bullir el prurito de la retirada,  aun cuando consiguieron todavía mantenerlo a raya bajo el imperio del himno, a base de echarle leña a aquel fuego retórico que la convertía a ella en un capitán distinto de los demás, esforzado, amante del riesgo, inasequible al desaliento, engañosas consignas, bien a la vista estaba ahora que la retirada era patente, de inasequible nada, un puro desaliento era este capitán. Precisamente poco antes de abandonar definitivamente el puesto, en una tregua de las escaramuzas, hurgando en su imaginación, que ya desfallecía, a la busca y captura de recursos, vino a proponerles de pronto a los soldaditos suyos y a otros que habían venido a unírseles de otras filas, que, en vez de efectuar aquellas consabidas maniobras de acarreo de arena fingieran otro tipo de acarreo, de nombres, por ejemplo, que es ficción bien antigua, sustituir un menester por otro, la tierra por los nombres, palabra en vez de tierra, que todo es acarreo al fin y al cabo.

      _¿Jugamos a los nombres?

      _Bueno, sí. Pero estos niños no saben.

      _ Sí sabemos,te crees que somos tontos.

      _Tontos y tontainas y tontirrí.

      Amagaban con reanudar la escaramuza inútil, enarbolaban puñados de arena polvorienta.

      _Venga, elegid la letra. No riñáis. «De La Habana ha venido un barco cargado de...»

      Y se aburrieron pronto, volvieron, en seguida a la espantada, a las hostilidades y a la indisciplina. Pero duró un ratito aquella última prueba de concordia. Quisieron con la de. Y había sido horrible, porque ¡cuántas palabras como cuervos oscuros y agoreros anidaban con de en su corazón, al acecho, dispuestas a saltar! Tenía que hacer esfuerzos inauditos para decir dedal, dulzura o dalia al tocarle a ella el turno, las que se le ocurrían de verdad eran desintegrar, derrota, desaliento, desorden, duda, destrucción, derrumbar, deterioro, dolor y desconcierto; eran una bandada de demonios o duendes o dragones _siempre la de_ confabulados en tomo suyo para desenmascararla y deprimirla _también con de, todo con de.

 Pues bien. ¡fuera caretas!, ahora ya de regreso, cuesta arriba, ¿a quién iba a engañar?, mejor reconocerlo: estaba presidida por el cuervo gigante y conductor de la bandada aquella, el de la deserción, mejor era dejarse arrastrar por su vuelo atrayente y terrible, conocer el abismo, apurar la herejía hasta las heces. Se sentía traidora, empecatada, sí, ganas tenía de hundirse para siempre en uno de aquellos sumideros oscuros que le brindaban al pasar sórdidas fauces oliendo a lejía, a berza, a pis de gato, guardia y escondrijo de cucarachas viles como ella; se quedaría allí quieta, por tiempo indefinido en el portal más lóbrego, oculta en sus repliegues, vomitando y llorando sin que nadie la viera sobre un sucio estandarte hecho jirones.

      Y hubiera, por supuesto, pasado inadvertida su deserción, la vuelta a la caverna que el cuerpo le pedía con apremio: durante un largo trecho los soldados habrían continuado avanzando calle adelante al son de sus cantos cifrados, alimentando a expensas de su mero existir aquella irregular y empecinada guerrilla que los erigía en dioses arbitrarios y sin designios, en individuos fuera de la ley. Ni siquiera se dignaban a volverse a mirar a aquel remedo de capitán zaguero y vergonzante; ignoraban, tanta era su ingravidez, que eran ahora ellos quienes tiraban como de un carro vencido de aquel arrogante jefe, ignoraban la transformación que lo había traído a ser cenizas, el quiebro que había dado su voz, el desmayo en su andar, la sombra en sus pupilas; el poder de ellos residía en que cantaban victoria sin saberlo, gustaban de su anárquica victoria ignorando el sabor de la palabra misma, la letra de su himno decía "imbo_cachimbo" no "victoria". Victoria se llamaba la portera, una de aquellas manchas movedizas que se veían ya a lo lejos, pasada la primera bocacalle. Victoria, lo dirían al llegar: «Ya venimos Victoria, cara de zanahoria»; «imbo_cachimbo» era un galimatías afín a las burbujas de su sangre, a su pirueta absurda, improvisada. A caballo del «imbo_cachimbo» podían llegar a perderse por la ciudad y salir hasta el campo anochecido, sin echar de menos a capitán, maestro o padre alguno, montarse en el trineo de la reina de las nieves y amanecer en un país glacial sin saber ni siquiera dónde estaban ni quién les había echado encima un abrigo de piel de foca o de oso polar, todo lo aceptaban y lo ignoraban, todo excepto el ritmo desafiante de su cuerpo. Iban, con el incubarse de la noche, hacia un terreno irreal y al mismo tiempo nítido que a ella le producía escalofrío y que a duras penas se negaba a admitir, país donde dormían las culebras y abejas de la propia infancia y que apenas en intuición sesgada e inquietante osaba con_ templar de refilón, indescriptible reino de luz y de tormenta, donde el lenguaje cifrado empieza a proliferar subterráneamente hasta hacer estallar la corteza de la tierra y llenar el mundo de selvas, ella bien lo sabía, avanzaba con miedo detrás de sus soldados; no se encaminaba a casa, no, por la cuesta arriba, hacían como que iban allí, pero no. «Ya venimos Victoria, cara de zanahoria» sería abracadabra, santo y seña capaz de franquearles acceso a ese otro reino y en él se instalarían después de remolonear un  poco y de tomarse la cena a regañadientes, en cuanto ella se metiera en la cocina a recoger los cacharros sucios y a esperar la llegada de Eugenio que vendría cansado y sin ganas de escuchar estos relatos del parque _«Mujer, es que todos los días me cuentas lo mismo, que las niñas te aburren»_, en cuanto les oyeran ponerse a discutir a ellos y las estrellas se encendieran ya descaradamente, los soldaditos estos que aún fingía ahora capitanear entrarían por la puerta grande de la noche a ese reino triunfal, diabólicos fulgurantes, espabilados, alimentándose de la muerte que, sin sospecharlo, promovían y escarbaban en ella, crueles e insolentes.

      _Cuidado, Celia, no os salgáis de la acera.

      Celia era el soldado mayor, el más travieso e intrépido, el más bello también. Y se volvió unos instantes a mirarla sacudiendo los rizos rubios que coronaban aquel cuello incapaz de cerviz, la fulminó con sus ojos seguros; pasaban junto al puesto de tebeos.

      _Yo quiero un pirulí y Niní quiere otro.

      Y el soldado menor asentía, después de un conciliábulo al oído.

      _Nada, os digo que no, nada de pirulís que os quitan la gana. Venga, vamos, se hace tarde.

       Pero se habían parado los reclutas aquellos con los ojos de acero y las manos al cinto, prestos a disparar invisibles revólveres, y ella ya echaba mano al monedero, les daba las monedas.

      Arrancan a correr chupando el pirulí, sin mirar a los coches; y están en el portal, ya se han metido. Victoria cara de zanahoria ha tenido apenas tiempo de acariciarles al pasar  la cabeza, pero ha sido bastante, bajo el espaldarazo de la victoria van. El cielo está muy blanco, a punto de tiznarse con las primeras sombras. Ya llega ella también.

      _Buenas tardes, señora. Vaya tiempo tan bueno que tenemos.

      Ha bajado los ojos. Voz de capa caída, de acidia y de derrota ya pura y sin ambages es la que, como remate a la expedición de esa tarde, hace un último esfuerzo para pronunciar apagadamente la salutación vespertina de la retirada:

      _Buenas noches, Victoria.

                  (Madrid, octubre de 1974)  

 

PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS AMBIENTADOS EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA:

ir al índice

Sybil Vane

       Ha venido Sibyl Vane. No es la primera vez, pero cada día me pilla más cansada para la polémica. Se apoya en el respaldo del sofá con ojos perdidos en el vacío y gesto lánguido. Le hago una taza de té, suspira, se levanta.

       _Anda, Sibyl _le digo_, tómate el té, mujer.

       Se vuelve a reclinar en el sofá, sin mirarme.

       _Hasta para respirar le necesito _dice.

       _Eso no es verdad _le digo sonriendo_. Estás desmesurando las cosas. Ahora respiras y él no está aquí.

       _Si, respiro _arguye_, pero respiro mal, como si una piedra me entorpeciera el paso del aire. Me gusta respirar y que me entre todo el aire del mundo, el de la primavera que se acerca, el del mar, el de la brisa de la noche, y saber que hay más reserva de aire para mañana y para siempre, que la muerte no va a llegar nunca, eso quiero.

       Me deja un poco apabullada su perorata. Está ahora muy guapa Sibyl, con los ojos brillantes y el pecho agitado. Se lo digo, que su expresión ha revivido. Cuando entró estaba apagada y opaca, parecía una mujer vieja.

       _Es que me gusta hablar de él _dice_. Es lo único que me gusta.

      Luego se levanta y se mira en el espejo que hay encima del sofá, sonríe complacida y vuelve a su postura de antes.

      _Me gustaría que él me viera ahora _dice suspirando_, contarle estas cosas que te cuento a ti.

      _¿Por qué no lo haces, mujer? Eso de la reserva de aire para mañana y para siempre es muy poético y muy convincente. Seguro que lo entendería. Dices que él es una persona inteligente y que le gusta entenderlo y razonarlo todo. ¿Cómo es que no te entiende a ti?

      _Porque a él no sé decirle estas cosas, sólo puedo mirarle. Digo para mis adentros: "Ahora le voy a explicar lo que siento, lo que me turban sus ojos", a cada momento lo pienso, pero lo voy dejando para luego.

      Miro a Sibyl, que ha empezado a sorber su té y parece ahora una niña pequeña, le acaricio las puntas de los dedos.

      _Si estuviera él aquí, ¿te tranquilizaría? _le pregunto.

      _Sí _dice_, con tal de que te quedaras tú también y me dictaras lo que le tengo que ir diciendo, protegida por el tacto de tus manos.

      Me echo a reír.

      _Pero, Sibyl, estás loca. ¡Vaya un papel el mío! Preferirías que te cogiera las manos él, como es lógico, ¿no?

      _Sí, claro _dice_. Sus manos las preferiría a las tuyas. Son ardientes y cautelosas. Pero a veces se las hielo sin querer, se las espanto, se echan a volar como pájaros bellos y desconocidos. Nunca se sabe cuándo se van a posar sobre mi cuello y a rozarlo, no sé pedirles que vengan. Si tú estuvieras conmigo cuando él aparece, sabría explicarle estas cosas, pero te vas, me dejas sola. Y yo no sé hablar como tú.. Todo lo enturbio con mis balbuceos y mis lágrimas. A él le gusta que me ría y que me olvide de él. Le gusta que haga teatro y que revolotee como antes, cuando se enamoró de mí y amaba mis discursos. Pero ahora no se, me encoge precisamente por lo mucho que le necesito, y así encogida no le puedo gustar. Ayúdame tú, por favor, a no necesitarle tanto, a él le gusta que sea yo, que no me confunda con él. Va a perder la paciencia.

       Le he prometido a Sibyl ir con ella la próxima vez que se entreviste con ese hombre que le quita el aire. Se siente muy confortada y me pide que la deje dormir un poco. Le pongo una manta por los pies y la miro con envidia.

 

NOTA A LA EDICIÓN

      Para el que no lo recuerde, le refrescaré la memoria sobre la heroína literaria que dio pié a esta fantasía para escribir este breve relato, del que no me acordaba, y que he encontrado perdido entre las páginas de un viejo cuaderno, fechado en febrero de 1975.

      El nombre de Sibyl Vane aparece fugazmente en las páginas de la famosa novela de Oscar Wilde: "El retrato de Dorian Gray". Dorian se enamoró ardientemente de ella, al verla representar el papel de Julieta en un modesto y mal iluminado teatrucho de Londres, por entrar en el cual pagó una guinea. La encontró sagrada y divina. Posteriormente, cuando, después de haberles hablado de ella en términos encendidos a sus amigos, decidió pedirla en matrimonio y comprobó que Sibyl no sólo correspondía a su amor, sino que era la primera vez que se enamoraba de un hombre, volvió a verla actuar en compañía de lord Henry. La decepción de Dorian Gray y de su amigo fué total. Sibyl Vane, una vez que había conocido de verdad el amor, interpretaba a Shakespeare de forma desmañada, torpe y artificial. Julieta se había convertido en una muñeca de madera. Y la Sibyl Vane enamorada dejó de interesar a Dorian Gray y de enardecer su imaginación. No daba forma ni sustancia a las sombras del arte. Era una criatura vulgar, sin secreto. Y el cruel Dorian Gray la apartó de su vida.

PULSA AQUÍ PARA RELATOS SOBRE RECREACIONES LITERARIAS

ir al índice

CAMPANA DE CRISTAL

 A veces yo querría haber seguido

en aquella campana de cristal,

todo limpio y pulido,

tamizada la luz, clara e igual.

 Pero estas inherentes cicatrices

grabadas día a día en la memoria

en muebles y pasillos,

en lo que digo y dices,

han escrito una densa y sofocante historia,

ceniza que se cuela entre visillos.

 Sol frío, luz de nieve, resplandor,

por la plaza mayor

Cruzo con mi cartera de estudiante;

mi madre dice desde el mirador

de la casa varada, apaciguante:

Quédate aquí, no crezcas, que es peor.

 A veces yo querría haber seguido

en aquella campana de cristal,

todo limpio y pulido,

tamizada la luz, clara e igual.

ir al índice

TIEMPO DE FLOR

 Cuando el tiempo de flor

venga a fundir

la nieve en la montaña,

ya no te esperará mi corazón,

alondra.

 ¡Ay! ¿cómo eran sus labios?

_cantará el surtidor.

 De nuevo el mismo sol

se vendrá a los tejados, perezoso,

herido por el grito de los niños

que juegan en la plaza.

Y, como hoy,

la mañana despertará encendida

por fuera de mis ojos.

 Pero mi corazón, alondra,

ya no te esperará.

ir al índice

 QUIEN MOTIVA MI QUEJA

 Quien motiva mi queja

es quien ya no la puede compartir.

 Quien motiva mi llanto

es quien ya nunca lo vendrá a enjugar.

 Quien me hace el vacío

es quien nació para llenarlo todo.

 Queja, llanto y vacío

que siempre diluías

con el dardo de luz

de tu palabra.

ir al índice

 

IR AL ÍNDICE GENERAL