Carlos Murciano

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POESÍA

Nana andaluza

Arre, mulilla

Llanto por Federico García Lorca

RELATO

El curandero

NANA ANDALUZA

 A la nana, nanita,

nanita, ea,

mi niño se ha dormido,

bendito sea.

 Si carpintero fuera,

sierra de luna,

la flor de la madera

para tu cuna.

 Al ro-ro de la nana,

ay, ¡quién pudiera,

ser la flor de la lana

que te cubriera!

A la nanita, nana,

blanca azalea,

duerme hasta la mañana,

mi niño, ea.

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ARRE, MULILLA

Mis mulas van sonando

las campanillas,

mientras les voy cantando

coplas de trilla.

 Para trillar esta parva

quiero mis yeguas,

la dejo de recibo

con cinco vueltas.

 Arre, mulilla torda,

La Pelicana,

que hay que acabar la trilla

por la mañana.

 Cuando suda el verano

sobre el cortijo

paro la yunta y bebo

de mi botijo.

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LLANTO POR FEDERICO GARCÍA LORCA

 Sueño, lágrima, universo,

de verde luna gitano;

una alondra en cada mano

y una herida en cada verso.

Alma en carne viva, terso

corazón en abanico;

que el mundo le estaba chico

a tu dolor sin frontera.

Muerto ya y sin primavera.

Hombre, canción, ¡Federico!

 Dicen que en la madrugada

cuando se afilan los fríos

y las fuentes de Granada...

Dicen que Sierra Nevada...

Dicen que la Alcaicería...

y me han dicho que aquel día,

cuando lo supo la zambra,

subió a llorarte a la Alhambra

toda la gitanería.

Tu jondo poema al Cante,

tu gitano romancero

y el llanto por tu torero,

te lleven, gloria adelante.

Anda Luz, poeta, amante,

juglar del Sur, voz de trigo.

Las dos Españas contigo.

Joven de eterna sonrisa,

trágico viento ya brisa

pon tu sangre por testigo.

 Su muerte aquí no se olvida,

me gritaron los alberos

cuando fui a Fuente Vaqueros

y pregunté por tu vida.

 Tú y la gruta donde yace

-donde muere y donde nace-

pena oculta, la poesía.

Aún te llora Andalucía

y ella sabe lo que hace.

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El curandero

        Vivía en la Cuesta del Sable, dos casas más abajo de la mía; en realidad, la calle se llamaba José Solano, y así constaba en cada una de sus dos esquinas. Solano había sido alcalde de mi pueblo cuando lo de Napoleón,  y en aquella calle, en aquella cuesta, un día de diciembre de 1808 se había enfrentado, sin armas, a un oficial y a tres soldados franceses, y los había dejado secos a mamporrazos. Anduvo huido por los cerros y, cuando la horda pasó regresó al pueblo y _faltara más_ fue reelegido. El sable del oficial, que alguien había ocultado, estuvo colgado de una hornacina vacía, como un testimonio de lo allí sucedido, como una ofrenda quizás, yo no sé cuánto tiempo,  de ahí el sobrenombre.

        Pues en aquella cuesta, digo, vivía Jeremías, el curandero. Era alto y huesudo, pajiza la escasa pelambre, muy claros los ojos, silencioso y secreto. Como su hija, compañera fiel. No como su nieto, Rafa, mi mejor amigo, que aunque no desmentía la pinta familiar, era vivaracho y alborotador, nervioso como rabo de lagartija. Sobre el frontal de la casa de Rafa, había un hermoso azulejo con una Virgen y una leyenda; «Nuestra Señora de los Desamparados. ¡Pedidla!». Rafa y yo, y mi primo Tomás, y otros cuantos, acostumbrábamos a orinarnos en aquella pared con afán competitivo, ya que tratábamos de superar el borde del azulejo, aunque sin mancharlo. Mi primo, que tenía un hermano en el Seminario nos había dicho que aquello podía ser un sacrilegio, y aunque no sabíamos qué era un sacrilegio, la palabra nos producía escalofríos y andábamos siempre listos para no errar.

      Rafa y yo, a lo largo de cada día, pasábamos sin cesar de una casa a otra; y así como yo rara vez intercambia unas palabras con su abuelo, él hacía buenas migas con el mío. Mi abuelo Miguel era uno de los tres médicos del pueblo: los otros eran don Cristóbal y don Lucas, pero mi abuelo, así al menos me lo parecía a mí, era el más dico de los tres. Tenía un corpachón grande y bamboleante, y una densa barba blanca, rizosa y limpia, cubría la mitad de su pecho. Para ir a visitar a las afueras _a las huertas, a las viñas, a los cortijos cercanos_, montaba una mulilla cansina, que hacía, puntual pero sin prisa, su recorrido rutinario, sin que mi abuelo apenas la dirigiera. Y era de ver a aquel hombretón sobre tan corta cabalgadura, yendo y viniendo como un patriarca por entre las calles y bajo los soles de su heredad.

      Con frecuencia, Rafa y yo, un tanto a escondidas, subíamos a la azotea de mi casa y nos refugiábamos _con estampas, cromos, cuentos, soldados de plomo, bolindres..._ en el palomar, enjalbegado y vacío. El abuelo, cuando podía, subía también y se quedaba estático mirando el horizonte, las colinas doradas, la joroba azulosa del cerro de San Florián, donde nacía el río, los cielos malvas del atardecer. La abuela había muerto hacía unos años, y él parecía desde entonces más nostálgico y melancólico. Para mí que lo que muchas veces avizoraba, con los ojos húmedos, era el cementerio, que se perfilaba, nítido, en su loma pinariega. Allí, en la azotea, recién salido de sus ensimismamiento, el abuelo echaba en ocasiones largas parrafadas con Rafa, que respondía a sus preguntas sin turbarse y arriesgaba opiniones sobre las cosas más dispares, provocando su risa. Una tarde en que estaba, como tantas otras, perdido en su contemplar, inmóvil como una estatua, imponente en su perfil barbado, Rafa se le quedó mirando y me dijo en voz baja:

        _Hay que ver qué raros son los médicos.

        Naturalmente, para Rafa su abuelo era el cuarto médico del pueblo. Él veía desfilar por su casa, como yo por la mía, gente aquejada de los males más diversos, callada y respetuosa. Jeremías recibía a su clientela en una mesa camilla recubierta de paño gris, sobre la que había siempre una jarra de agua y un vaso. Su hija, la madre de Rafa, llevaba al comedor a los que aguardaban, y los iba asando a la habitación de su padre por el mismo orden en que llegaban. Campesinos casi siempre, traían cestas de huevos, gallinas, lechugas, nísperos, patatas, según. Jeremías no pedía, no cobraba; se limitaba a aceptar el regalo o el billete, sin exigir nunca. Recetaba refriegas, cocimientos, bebidas, y en la mayoría de los casos facilitaba él mismo las yerbas con que habría de prepararse el remedio. Junto a la mesa camilla, cerca de la ventana, colgaba una jaula con un jilguero silbador, pequeño y serenante, que Jeremías cuidaba personalmente.

Una vez, al abuelo le dieron unos vómitos malignos y anduvo en un tris de seguir a la abuela. Vinieron don Cristóbal y don Lucas, y movían la cabeza, hablando con mi madre, con gesto preocupado. Yo los oí discutir en la sala. Al parecer, no se ponían de acuerdo sobre qué medidas tomar, y el abuelo amarillecía y tenía los ojos cada vez más hundidos. Mi padre, que andaba casi siempre en la finca, estuvo varios días sin salir de casa, y propuso trasladarlo a la capital, pero el abuelo se negó. Yo no me acostumbraba a verle así, e inconscientemente huía de casa y me refugiaba en la de Rafa. Recuerdo que una de esas mañanas llegó Jeremías; un poco quemado del sol, traía a la espalda una barjuleta de cuero, y de la cintura le pendía una cantimplora. A mí me sorprendió, ya que era muy difícil verle salir, verle abandonar su rincón. Al rato, me llamó. Yo entré un poco temeroso, pues, como digo, era extraño que me hablase. Estaba en su sitio habitual, y en la mano tenía una bolsita azul.

    _Llévale esto a tu madre _me susurró_. Dile que hierva con agua y una cucharada de miel, y que, cuando se enfríe, se lo dé al abuelo. Una taza por la mañana otra por la tarde.

    Yo corrí a casa con la bolsita. La miré al trasluz, y nada; la palpé, y sólo yerbas. Mi madre se enfadó. «Pues sí, esto era lo que nos faltaba», rezongó, y la puso en la alacena. Pero cuando aquel mediodía le repitieron al abuelo los vómitos, se apresuró a seguir la receta de Jeremías. Los vómitos no volvieron, y el abuelo sanó en pocos días, aunque se quedó flaco y ojeroso. Él no lo supo nunca, pues mi madre guardó para sí la confidencia. O acaso lo supo siempre, que era un lince el abuelo. Pero también se lo guardó para sí.

     Una noche le vi llegar muy alterado. Se encerró con mis padres en su despacho y les contó lo ocurrido. Yo oía su voz bronca, pese a la puerta cerrada. Le habían llamado al casino don Cristóbal y don Lucas, quienes, de acuerdo con el secretario del Juzgado, pensaban poner en marcha un expediente para denunciar a Jeremías. El abuelo, indignado, les dijo que no contaran con él. «Jeremías es un buen hombre, que no hace mal a nadie. No conocemos un solo caso en que haya perjudicado con sus consejos o sus preparados a ninguno de sus visitantes. Si confían en él, libres son de buscarle y oírle; y si además los sana, trabajo que nos quita», arguyó. Trataron de convencerle, pero el abuelo, cuando creía tener razón, era más terco que su mula. «No contéis con mi firma para una cosa así». El asunto no fue adelante. Pero para mí que llegó a oídos del viejo, porque una mañana en que andaba yo enredado con Rafa en una de nuestras frecuentes discusiones, como quiera que él me llamara no sé qué, Jeremías vino hasta donde estábamos, puso una mano sobre mi cabeza y reconvino a su nieto: «Estás equivocado, hijo. Tu amigo es un caballero, como su abuelo». Y Rafa se quedó de una pieza, y yo no menos, ya que, para nosotros, caballeros eran los de las armaduras plateadas que contemplábamos en nuestros libros de cuentos, con doncellas y lanzas y hasta dragones; y el abuelo Miguel, por aquello de la barba y de la mula, todavía, pero anda que yo... Y acabamos riéndonos, y todo siguió como siempre, aunque yo notaba que Rafa me miraba desde entonces de otra manera.

     Hasta que enfermó. Quiero decir hasta que enfermó Jeremías, porque las cosas cambiarían a partir de ahí que andábamos más creciditos y, poco después, me enviarían interno a la capital. La madre de Rafa me dijo: «-Dile a tu abuelo que venga cuando pueda», y a mi abuelo le faltó tiempo para subir los escalones de cemento rojo que separaban la calle de la casa de Rafa. Yo me colé detrás. Jeremías estaba en una cama estrecha muy pálido, respirando con dificultad, incorporado, la espalda apoyada en unos almohadones amados de encajes. Mi abuelo lo estuvo auscultando, con detenimiento. Luego tomó su mano derecha y le miró a los ojos:

        _Esto va mal, colega.

        Jeremías puso su otra mano sobre la del abuelo:

        _Gracias, don Miguel. Las cosas son así. Todo acaba.

    Rafa estaba serio, cogido a las faldas de su madre, trataba de mantener la entereza. Yo tenía un nudo en la garganta que casi no me dejaba respirar.

    Jeremías murió al día siguiente y las campanas de Cosme doblaron por él, hondas y graves. Mi abuelo presidió el entierro, sombrero en mano, erguido y solemne Aún me parece que le estoy viendo.

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