Onelio Jorge Cardoso

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Francisca y la muerte

El caballo de coral

Hierro viejo

FRANCISCA Y LA MUERTE

 

Al poeta, compañero

y amigo moldavo,

Petru Zadniprn, quien

me contó esta respuesta

de su mamá.

    _ Santos y buenos días _ dijo la muerte, y ninguno de los presentes la pudo reconocer. ¡Claro!, venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla al bolsillo.

    _ Si no molesto _ dijo_ , quisiera saber dónde vive la señora Francisca.

    _ Pues mire _ le respondieron, y asomándose a la puerta, señaló un hombre con su dedo rudo de labrador:

   _ Allá por las cañas bravas que bate el viento, ¿ve? Hay un camino que sube la colina. Arriba hallará la casa.

    «Cumplida está» _ pensó la muerte y dando las gracias echó a andar por el camino aquella mañana que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz.

    Andando pues, miró la muerte la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la una y cuarto, pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora Francisca.

    «Menos mal, poco trabajo; un solo caso», se dijo satisfecha de no fatigarse la muerte y siguió su paso, metiéndose ahora por el camino apretado de romerillo y rocío.

    Efectivamente, era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre ni brote que se quedara bajo tierra sin salir al sol. Los retoños de las ceibas eran pura caoba transparente. El tronco del guayaba soltaba, a espacios, la corteza, dejando ver la carne limpia de la madera. Los cañaverales no tenían una sola hoja amarilla. Verde era todo, desde el suelo al aire y un olor a vida subiendo de las flores.

    Natural que la muerte se tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera mirara tanta rama llena de nido, ni tanta abeja con su flor. Pero, ¿qué hacerse?; estaba la muerte de paso por aquí, sin ser su reino.

    Así, pues, echó y echó la muerte por los caminos hasta llegar a casa de Francisca:

    _ Por favor, con Panchita _ dijo adulona la muerte.

    _ Abuela salió temprano _ contestó una nieta de oro, un poco temerosa aunque la parca seguía con su trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.

    _ ¿Y a qué hora regresa? _ preguntó.

    _ ¡Quién lo sabe! _ dijo la madre de la niña_ . Depende de los quehaceres. Por el campo anda, trabajando.

    Y la muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda por tanto mundo bonito y ajeno.

    _ Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí?

   _ Aquí quien viene tiene su casa. Pero puede que ella no regrese hasta el anochecer o la noche misma.

    «¡Contra!», pensó la muerte, «se me irá el tren de las cinco. No; mejor voy a buscarla». Y levantando su voz, dijo la muerte:

    _ ¿Dónde, al fijo, pudiera encontrarla ahora?

    _ De madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en el maíz, sembrando.

    _ ¿Y dónde está el maizal? _ preguntó la muerte.

    _ Siga la cerca y luego verá el campo arado detrás.

    _ Gracias _ dijo seca la muerte y echó a andar de nuevo.

    Pero miró todo el extenso campo arado y no había un alma en él. Sólo garzas. Soltose la trenza la muerte y rabió:

    «¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!» Escupió y continuó su sendero sin tino.

Una hora después de tener la trenza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba nueva, la muerte se topó con un caminante:

    _ Señor, ¿pudiera usted decirme dónde está Francisca por estos campos?

    _ Tiene suerte _ dijo el caminante_ , media hora lleva en casa de los Noriegas. Está el niño enfermo y ella fue a sobarle el vientre.

    _ Gracias _ dijo la muerte como un disparo, y apretó el paso.

    Duro y fatigoso era el camino. Además ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del esfuerzo. Así por tanto, llegó la muerte hecha una lástima a casa de los Noriegas:

    _ Con Francisca, a ver si me hace el favor. _ Y se marchó.

    _ ¡Pero, cómo! ¿Así, tan de pronto?

    _ ¿Por qué tan de pronto? _ le respondieron_ . Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿A qué viene extrañarse?

    _ Bueno..., verá _ dijo la muerte turbada_ , es que siempre una hace su sobremesa en todo, digo yo.

    _ Entonces usted no conoce a Francisca.

    _ Tengo sus señas _ dijo burocrática la Impía.

    _ A ver; dígalas _ esperó la madre. Y la muerte dijo:

    _ Pues..., con arrugas; desde luego ya son sesenta años...

    _ ¿Y qué más?

    _ Verá..., el pelo blanco..., casi ningún diente propio..., la nariz, digamos...

    _ ¿Digamos qué?

    _ Filosa.

    _ ¿Eso es todo?

    _ Bueno..., por demás nombre y dos apellidos.

    _ Pero usted no ha hablado de sus ojos.

    _ Bien; nublados..., sí, nublados han de ser..., ahumados por los años.

    _ No, no la conoce _ dijo la mujer_ . Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la mirada. Ésa, quien usted busca, no es Francisca.

    Y salió la muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada, sin preocuparse mucho por la mano y la trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del sombrero.

    Anduvo y anduvo. En casa de los González le dijeron que estaba Francisca a un tiro de ojo de allí, cortando pangola para la vaca de los nietos. Mas, sólo vio la muerte la pangola recién cortada y nada de Francisca, ni siquiera la huella menuda de su paso.

    Entonces la muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y la camisa negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:

    _ ¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren!

    Y echó la muerte de regreso, maldiciendo.

    Mientras, a dos kilómetros de allí, escardaba de malas hierbas Francisca el jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le tiró a su manera el saludo cariñoso:

    _ Francisca, ¿cuándo te vas a morir?

    Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre:

    _ Nunca _ dijo_ , siempre hay algo que hacer.

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EL CABALLO DE CORAL

    Éramos cuatro a bordo y vivíamos de pescar langostas. El «Eumelia» tenía un solo palo y cuando de noche un hombre llevaba entre las manos o las piernas el mango del timón, tres dormíamos hacinados en el oscuro castillo de proa y sintiendo cómo con los vaivenes del casco nos llegaba el agua sucia de la cala a lamernos los tobillos.

    Pero éramos cuatro obligados a aquella vida, porque cuando un hombre coge un derrotero y va echando cuerpo en el camino ya no puede volverse atrás. El cuerpo tiene la configuración del camino y ya no puede en otro nuevo. Eso habíamos creído siempre, hasta que vino el quinto entre nosotros y ya no hubo manera de acomodarlo en el pensamiento. No tenía razón ni oficio de aquella vida y a cualquiera de nosotros le doblaba los años. Además era rico y no había por qué enrolarlo por unos pesos de participación. Era una cosa que no se entiende, que no gusta, que un día salta y se protesta después de haberse anunciado mucho en las miradas y en las palabras que no se quieren decir. Y al tercer día se dijo, yo, por mí, lo dije:

    —Mongo, ¿qué hace el rico aquí?, explícalo.

    —Mirar el fondo del mar.

    —Pero si no es langostero.

    —Mirarlo por mirar.

    —Eso no ayuda a meter la presa en el chapingorro.

    —No, pero es para nosotros como si ya se tuviera la langosta en el bolsillo vendida y cobrada.

    —No entiendo nada.

    —En buenas monedas, Lucio, en plata que rueda y se gasta.

    —¿Paga entonces?

    —Paga.

    —¿Y a cuánto tocamos?

    —A cuanto queramos tocar.

    Y Mongo empezó a mirarme fijamente y a sonreír como cuando buscaba que yo entendiera, sin más palabras, alguna punta pícara de su pensamiento.

    —¿Y sabe que a veces estamos algunas semanas sin volver a puerto?

    —Lo sabe.

    —¿Y que el agua no es de nevera ni de botellón con el cuello para abajo?

    —Lo sabe.

    —¿Y que aquí no hay dónde dormir que no sea tabla pura y dura?

    —También lo sabe y nada pide, pero guárdate algunas preguntas, Lucio, mira que en el mar son como los cigarros, luego las necesitas y ya no las tienes.

    Y me volvió la espalda el patrón cuando estaba empezando a salir sobre El Cayuelo el lucero de la tarde.

    Aquella noche yo pensé por dónde acomodaba el hombre en mi pensamiento. Mirar, cara al agua, cuando hay sol y se trabaja, ¿acaso no es bajar el rostro para no ser reconocido de otro barco? ¿Y qué puede buscar un hombre que deja la tierra segura y los dineros seguros? ¿Qué puede buscar sobre el pobre «Eumelia» que una noche de éstas se lo lleva el viento norte sin decir adónde? Me dormí porque me ardían los ojos de haber estado todo el día mirando por el fondo de la cubeta y haciendo entrar de un culatazo las langostas en el chapingorro. Me dormí como se duerme uno cuando es langostero, desde el fondo del pensamiento hasta la yema de los dedos.

    Al amanecer, como si fuera la luz, hallé la respuesta: otro barco de más andar ha de venir a buscarlo. A Yucatán irá, a tierra de mexicanos, por alguna culpa de las que no se tapan con dinero y hay que poner agua, tierra y cielo por medio. Por eso dice el patrón que tocaremos a como queramos tocar. Y me pasé el día entero boca abajo sobre el bote, con Pedrito a los remos y el «Eumelia» anclado en un mar dulce y quieto, sin brisa, dejando mirarse el cielo en él.

    —El hombre ha hecho lo mismo que tú; todo el día con la cabeza para abajo mirando el fondo —dijo sonriendo Pedrito, y yo, mientras me restregaba las manos para no mojar el segundo cigarro del día, le pregunté:

    —¿No te parece que espera un barco?

    —¿Qué barco?

    —¡Vete tú a ponerle el nombre, qué sé yo! Acaso de matrícula de Yucatán.

    Los ojos azules de Pedrito se me quedaron mirando, inocentemente, con sus catorce años de edad y de mar:

    —No sé lo que dices.

    —Querrá irse de Cuba.

    —Dijo que volvía a puerto, que cuando se vayan las calmas arribará a la costa de nuevo.

    —¿Tú lo oíste?

    —¡Claro!, se lo dijo a Mongo: «Mientras no haya viento estaré con ustedes, después volveré a casa».

    —¡Cómo!

    —El acuerdo es ése, Lucio, volverlo a puerto cuando empiecen aunque sean las brisas del mediodía.

    Luego el hombre no quería escapar, y era rico. Hay que ser langostero para comprender que estas cosas no se entienden; porque hasta una locura cualquiera piensa uno hacer un día por librarse para siempre de las noches en el castillo de proa y los días con el cuerpo boca abajo.

    Le quité los remos y nos fuimos para el barco sin más palabras.

    Cuando pasé por frente de la popa miré; estaba casi boca abajo. No miró nuestro bote ni pareció siquiera oír el golpe de los remos, y sólo tuvo una expresión de contrariedad cuando una onda del remo vino a deshacer bajo su mirada el pedazo de agua clara por donde metía los ojos hasta el fondo del mar.

    Uno puede hacer sus cálculos con un dinero por venir, pero hay una cosa que importa más: saber por qué se conduce un hombre que es como un muro sin sangre y con los ojos grandes y con la frente despejada. Por eso volví a juntarme con el patrón:

    —Mongo. ¿Qué quiere? ¿Qué busca? ¿Por qué paga?

    Mongo estaba remendando el jamo de un chapingorro y entreabrió los labios para hablar, pero sólo le salió una nubecita del cigarro que se partió en el aire enseguida.

    —¿No me estás oyendo? —insistí.

    —Sí.

    —¿Y qué esperas para contestar?

    —Porque sé lo que vas a preguntarme y estoy pensando de qué manera te puedo contestar.

    —Con palabras.

    —Sí, palabras, pero la idea...

    Se volvió de frente a mí y dejó a su lado la aguja de trenzar. Yo me mantuve unos segundos esperando y al fin quise apurarlo:

    —La pregunta que yo hago no es nada del otro mundo ni de éste.

    —Pero la respuesta sí tiene que ver con el otro mundo, Lucio —me dijo muy serio, y cuando yo cogí aire para decir mi sorpresa fue que Pedrito dio la voz:

    —¡Ojo, que nos varamos!

    Nos echamos al mar y con el agua al cuello fuimos empujando el vientre del «Eumelia» hasta que se recobró y quedó de nuevo flotando sobre un banco de arenilla que giraba sus remolinos. Mongo aprovechó para registrar el vivero por si las tablas del fondo, y a mí me tocó hacer el almuerzo. De modo y manera que en todo el día no pude hablar con el patrón. Mas pude ver mejor el rostro del hombre y por primera vez comprendí que aquellos ojos, claros y grandes, no se podían mirar mucho rato de frente. No me dijo una palabra, pero se tumbó junto a la barra del timón y se quedó dormido como una piedra. Cuando vino la noche el patrón lo despertó, y en la oscuridad sorbió sólo un poco de sopa y se volvió a dormir otra vez.

    Estaba soplando una brisita suave que venía de los uveros de El Cayuelo y fregué como pude los platos en el mar para ir luego a la proa, donde el patrón se había tumbado panza arriba bajo la luna llena. No le dije casi nada, empecé por donde había dejado pendiente la cosa:

    —La pregunta que yo hago no es nada del otro mundo ni de éste.

    Sonrió blandamente bajo la luna. Se incorporó sin palabras, y mientras prendía su tabaco habló, iluminándose la cara a relámpagos.

    —Ya sé lo que puedo contestarte, Lucio, siéntate.

    Pegué la espalda al palo de proa y me fui resbalando hasta quedar sentado.

    —Escúchame, piensa que no está bien de la cabeza y que le vuelve el cuerpo a su dinero por estar aquí.

    —¿Cabecibajo todo el día mirando el agua?

    —El fondo.

    —El agua o el fondo, ¿no es un disparate?

    —¿Y qué importa si un hombre paga por su disparate?

    —Importa.

    —¿Por qué?

    De pronto yo no sabía por qué, pero le dije algo como pude:

    —Porque no basta sólo con tener un dinero ajeno al trabajo, uno quiere saber qué inspira la mano que lo da.

    —La locura, suponte.

    —¿Y es sano estar con un loco a bordo de cuatro tablas?

    —Es una locura especial, Lucio, tranquila, sólo irreconciliable con el viento.

    Aquello otra vez, y me enderecé para preguntarle:

    —¿Qué juega el viento aquí, Mongo? Ya me lo dijo Pedrito. ¿Por qué quiere el mar como una balsa?

    —Lo digo: locura, Lucio.

    —¡No! —le contesté levantando la voz, y miré hacia popa enseguida, seguro de haberlo despertado, pero sólo vi sus pies desnudos que se salían de la sombra del toldo y los bañaba la luna. Luego, cuando me volví a Mongo, vi que tenía toda la cara llena de risa:

    —¡No te asustes, hombre! Es una locura tonta y paga por ella. Es incapaz de hacer daño.

    —Pero un hombre tiene que desesperarse por otro —le dije rápido, y comprendí que ahora sí había podido contestar lo que quería.

    —Bueno, pues te voy a responder: el hombre cree que hay alguien debajo del mar.

    —¿Alguien?

    —Un caballo.

    —¡Cómo!

    —Un caballo rojo, dice, muy rojo como el coral.

    Y Mongo soltó un carcajada demasiado estruendosa, tanto que no me equivoqué; de pronto entre nosotros estaba el hombre, y Mongo medio que se turbó preguntando:

    —¿Qué pasa, paisano, se le fue el sueño?

    —Usted habla del caballo y yo no miento, yo en estas cosas no miento.

    Me fui poniendo de pie poco a poco porque no le veía la cara. Solamente el contorno de la cabeza contra la luna, y aquella cara sin duda había de estar molesta, a pesar de que sus palabras habían sonado tranquilas; pero no, estaba quieto el hombre como el mar. Mongo no le dio importancia a nada, se puso mansamente de pie y dijo:

    —Yo no pongo a nadie por mentiroso, pero no buscaré nunca un caballo vivo bajo el mar —y se deslizó enseguida a dormir por la boca cuadrada del castillo de proa.

    —No, no lo buscará nunca —murmuró el hombre—, y aunque lo busque no lo encontrará.

    —¿Por qué no? —dije yo de pronto, como si Mongo no supiera más del mar que nadie, y el hombre se ladeó ahora de modo que le dio la luna en la cara.

    —Porque hay que tener ojos para ver. «El que tenga ojos vea».

    —¿Ver qué, ver qué cosa?

    —Ver lo que necesitan ver los ojos cuando ya lo han visto todo repetidamente.

    Sin duda aquello era locura; locura de la buena y mansa...

    Mongo tenía razón, pero a mí no me gusta ganar dinero de locos ni perder el tiempo con ellos. Por eso quise irme y di cuatro pasos para la popa cuando el hombre volvió a hablarme:

    —Oiga, quédese; un hombre tiene que desesperarse por otro.

    Eran mis propias palabras y sentí como si tuviera que responder por ellas:

    —Bueno, ¿y qué?

    —Usted se desespera por mí.

    —No me interesa si quiere pasarse la vida mirando el agua o el fondo.

    —No, pero le interesa saber por qué.

    —Ya lo sé.

    —¿Locura?

    —Sí; locura.

    El hombre empezó a sonreír y habló dentro de su sonrisa:

    —Lo que no se puede entender hay que ponerle algún nombre.

    —Pero nadie puede ver lo que no existe. Un caballo está hecho para el aire con sus narices, para el viento con sus crines y las piedras con sus cascos.

    —Pero también está hecho para la imaginación.

    —¡¡Qué!!

    —Para echarlo a correr donde le plazca al pensamiento.

    —Por eso usted lo pone a correr bajo el agua.

    —Yo no lo pongo, él está bajo el agua; lo veo pasar y lo oigo. Distingo entre la calma el lejano rumor de sus cascos que se vienen acercando al galope desbocado y luego veo sus crines de algas y su cuerpo rojo como los corales, como la sangre vista dentro de la vena sin contacto con el aire todavía.

    Se había excitado visiblemente y sentí ganas de volverle la espalda. Pero en secreto yo había advertido una cosa: que es lindo ver pasar un caballo así, aunque sea en palabras, y ya se le quiere seguir viendo, aunque siga siendo en palabras de un hombre excitado. Este sentimiento, desde luego, tenía que callarlo, porque tampoco me gustaba que me ganara la discusión.

    —Está bien que se busque un caballo porque no tiene que buscarse el pan.

    —Todos tenemos necesidad de un caballo.

    —Pero el pan lo necesitan más hombres.

    —Y todos el caballo.

    —A mí déjeme con el pan, porque es vida perra la que llevamos.

    —Hártate de pan y luego querrás también el caballo.

    Quizás yo no podía entender bien, pero hay una zona de uno en la cabeza o una luz relumbrada en las palabras que no se entienden bien, cuya luz deja un relámpago suficiente. Sin embargo, era una carga más pesada para mí que echarme todo el día boca abajo tras la langosta. Por eso me fui sin decir nada, con paso rápido que no permitía llamar otra vez, ni mucho menos volverme atrás.

    Como siempre, el día volvió a apuntar por encima de El Cayuelo y el viento a favor trajo los chillidos de las corúas. Yo calculé encontrarme a solas con Mongo y se lo dije ligero, sin esperar respuesta, mientras entraba con Pedrito en el bote:

    —Olvídate de la parte mía, no le quito dinero al hombre.

    Y nos fuimos a lo mismo de toda la vida: al agua transparente, el chapingorro y el fondo sembrado de hierbas, donde por primera vez me eché a reír de pronto, volviendo la cabeza a Pedrito:

    —¿Qué te parece —le dije—, qué te parece si pesco en el chapingorro un caballo de coral?

    Sus ojos inocentes me miraron sin contestar, pero de pronto me sentí estremecido por sus palabras:

    —Cuidado, Lucio, que el sol te está calentando demasiado la cabeza.

    «El sol no, el hombre», pensé sin decirlo y con un poco de tristeza no sé por qué.

Pasaron tres días, como siempre iguales, y como siempre el hombre callado, comiendo poco y mirando mucho, siempre inclinado sobre la borda sin hacerles caso a aquellas indirectas de Vicente que había estado anunciando en sus risitas y que acabaron zumbando en palabras:

    —¡Hey!, paisano, más al norte las algas del fondo son mayores, parece que crecen mejor con el abono del animalito.

    Aquello no me parecía una crueldad, sino una torpeza. Antes yo me reía siempre con las cosas de Vicente, pero ahora aquellas palabras eran tan por debajo y tristes al lado de la idea de un caballo rojo, desmelenado, libre, que pasaba haciendo resonar sus cascos en las piedras del fondo, y tanto me dolían que a la otra noche me acerqué de nuevo al hombre, aunque dispuesto a no ceder.

    —Suponga que existe, suponga que pasa galopando por debajo. ¿Qué hace con eso? ¿Cuál es su destino?

    —Su destino es pasar, deslumbrar, o no tener destino.

    —¿Y vale el suplicio de pasarse los días como usted se los pasa sólo por verlo correr y desvanecerse?

    —Todo lo nuevo vale el suplicio, todo lo misterioso por venir vale siempre un sacrificio.

    —¡Tonterías, no pasará nunca, no existe, nadie lo ha visto!

    —Yo lo he visto y lo volveré a ver.

    Iba a contestarle, pero le estaba mirando los ojos y me quedé sin hablar. Tenía una fuerza tal de sinceridad en su mirada y una nobleza en su postura que no me atreví a desmentirlo. Tuve que separar la mirada para seguir sobre su hombro el vuelo cercano de un alcatraz, quien de pronto cerró las alas y se tiró de un chapuzón al mar. El hombre me puso entonces su mano blanda en el hombro:

    —Usted también lo verá, júntese conmigo esta tarde.

    Le tumbé la mano casi con rabia por decirme aquello. A mí no me calentaba más la cabeza; que lo hiciera el sol que estaba en su derecho, pero él no, él no tenía que hacerme mirar visiones ni de éste ni del otro mundo.

    —Me basta con las langostas. No tengo necesidad de otra cosa —y le volví la espalda, pero en el aire oí sus palabras.

    —Tiene tanta necesidad como yo. «Tiene ojos para ver».

    Aquel día casi no almorcé, no tenía apetito. Además, había empezado a correr en firme la langosta y había mucho que hacer. Así que antes de que se terminara el reposo me fui con Pedrito en el bote y me puse a trabajar hasta las cinco de la tarde en que ya no era posible distinguir en el fondo ningún animalito regular. Volvimos al barco, y lo peor para mí fue que los tres, Vicente, Pedrito y Mongo, se fueron a la costa a buscar hicacos. Yo me hubiera ido con ellos, pero no los vi cuando se pusieron a remar. Me quedé en popa remendando jamos y buscando cualquier trabajo que no me hiciera levantar la cabeza y encontrar al hombre. Estábamos anclados por el sur de El Cayuelo, en el hondo. La calma era más completa que nunca. Ni las barbas del limo bajo el timón del «Eumelia» se movían. Sólo un agujón verde ondeaba el cristal del agua tras la popa. El cielo estaba alto y limpio, y el silencio dejaba oír la respiración misma en el aire. Así estaba cuando lo oí:

    —¡Venga!

    Se me cayó un jamo de la mano y las piernas quisieron impulsarme, pero me contuve.

    —¡Venga, que viene!

    —¡Usted no tiene derecho a contagiar a nadie de su locura!

    —¿Tiene miedo de encontrarse con la verdad?

    Aquello era mucho más de lo que yo esperaba. No dije nada entonces. De una patada me quité la canasta de enfrente y corrí a popa para tirarme a su lado.

    —Yo no tengo miedo —le dije.

    —¡Oiga..., es un rumor!

    Aguanté cuanto pude la respiración y luego me volví a él:

    —Son las olas.

    —No.

    —Es el agua de la cala, las basuras que fermentan allá abajo.

    —Usted sabe que no.

    —Es algo entonces, pero no puede ser eso.

    —¡Óigalo, óigalo..., a veces toca en las piedras!

    ¿Qué oía yo? Y lo que oía, ¿lo estaba oyendo con mis oídos o con los de él? No sé, quizás me ardía demasiado la frente y la sangre me latía en las venas del cuello.

    —Ahora mire abajo, mire fijo.

    Era como si me obligara, pero uno pone los ojos donde le da la gana y yo volví la cara al mar, sólo que me quedé mirando una hoja de mangle que flotaba en la superficie junto a nosotros.

    —¡Viene, viene! —me dijo casi furiosamente, agarrándome el brazo hasta clavarme las uñas, pero yo seguí obstinadamente mirando la hoja de mangle. Sin embargo, el oído era libre, no había donde dirigirlo, hasta que el hombre se estremeció de pies a cabeza y casi gritó:

    —¡Mírelo!

    De un salto llevé los ojos de la hoja de mangle a la cara de él. Yo no quería ver nada de este mundo ni del otro. Tenía que matarme si me obligaba, pero súbitamente él se olvidó de mí; me fue soltando el brazo mientras abría cada vez más los ojos, y en tanto yo, sin quererlo, miraba pasar por sus ojos, reflejado desde el fondo, un pequeño caballito rojo como el coral, encendido de las orejas a la cola, y que se perdía dentro de los propios ojos del hombre.

    Hace algún tiempo de todo esto, y ahora de vez en cuando voy al mar a pescar bonito y alguna que otra vez langosta. Lo que no resisto es el pan escaso, ni tampoco me resigno a que no se converse de cosas de cualquier mundo, porque yo no sé si pasó galopando bajo el «Eumelia» o si lo vi sólo en los ojos de él, creado por la fiebre de su pensamiento que ardía en mi propia frente. El caso es que mientras más vueltas les doy a las ideas, más fija se me hace una sola: aquella de que el hombre siempre tiene dos hambres.

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HIERRO VIEJO

Ilustraciones de José Rosero

    El viejo Lucas pasaba los dedos sobre el rejón del arado calculando el tiempo que llevaba sin usarlo por la mancha que la herrumbre le dejaba en la mano, cuando sintió unos pasos a su espalda y lo primero que vio fue las polainas del soldado. - El cabo que se llegue por el puesto, Lucas. Hay noticias que darle.
    Lucas se puso en pie con una ligereza que ya no era para sus años, y buscó afanoso la cara del soldado, pero el guardia dio media vuelta alejándose y Lucas se quedó con una pregunta en los labios que le estaba quemando el corazón desde veinte meses atrás.
    Sintió impulsos entonces de volverse al portal y darles la noticia a la vieja y a las tres hijas, pero enseguida se detuvo y echó a andar hacia su caballo. Un momento después hincaba el pie en el estribo y por primera vez no supo calcular instintivamente la altura del naranjo. Sintió las hojas y las espinas arañarle el sombrero y metió las espuelas a la bestia.
    Luego, al primer golpe de viento, unas hojas maduras cayeron del sombrero a la montura, y al verlas, Lucas tuvo un recuerdo de quince años atrás.
    Fue una tarde de chubasco y de tierra caliente. Él mismo puso en las manos de Fernandito la postura del árbol, y abriendo un hoyo en la tierra con sus dedos largos y duros le habló al hijo:
    —Entiérrala bien y espera. De esta postura tú mismo vas a hacer la mancera para el arado.
    Y la cosa se cumplió. Fue el único gajo que se le arrancó al naranjo, pero al llegar el hijo a los veintidós años, desnudó la rama de su corteza mientras Lucas miraba complacido las espaldas de mocetón donde la camisa empapada mostraba dos lomas de músculos separadas al medio por la espina dorsal
    Todavía estaba el arado sujeto a su cabo de naranjo, todavía estaba en los dedos de Lucas el polvo de la herrumbre. ¿Cuánto tiempo hacía entonces que la mano de Fernando no apretaba la mancera con los bueyes por delante y las gallinas detrás, cazando a picotazos los bichos del suelo? No lo sabía justamente, porque unos meses antes de irse Fernando hubo muchas aguas y la tierra no pudo ser arada entonces. Bueno, ¡qué más daba eso y ahora iba a tener noticias!
    Pensando así, Lucas no se dio cuenta de que ya estaba en el lindero de don Federico Luna, pero las patas de su caballo sobre el puente de madera le avisaron la noticia.
    ¡El viejo don Federico Luna! Un vez le dijo, entre sonreído y malicioso, que hablaba demasiado de su hijo. Todo porque Lucas, sin intención, al mentar la gente a su Fernando, añadió su parte:
    —Miren ustedes, yo cojo un camino de noche y atrás Fernando me saca de perderme, porque todo lo que van dejando de ver mis ojos, empiezan a verlo los suyos para él y para mí. Y otra cosa es cuando me fallan las manos, sí señor. Antes, de dos tajos, yo cortaba un mangle nuevo. Ahora que me voy poniendo viejo, lo hago de uno y medio... ¿Por qué? ¡Ah!, porque detrás del golpe mío viene el de Fernando y con medio tajo me acaba la obra el muchacho.
    Y como viera en la cara de los compadres una sonrisita como en la de Luna, sentenció para disimular su adoración del hijo:
    —No porque yo lo quiera para mí y de ahí le vea la gracia y la exagere, no. Yo digo que mi muchacho es completo, pero también digo que los hijos son como las semillas de la ceiba, que hay que darlas para otras tierras y para otros hombres.
Pero bien lejos había ido a dar ahora su Fernando, pensó en cuanto el caballo abandonó los tablones del puente y enderezó por la vereda que iba al cuartel. Bien lejos, tanto que él no podía saberlo. Porque una tarde vino el cabo con el teniente y dos números, y se levantó comité o cosa así, en la misma casa de Lucas, y la juventud de la zona vino a inscribirse.
    Luego pasó el tiempo y un día vino la orden para que Fernando saliera de la casa a la capital. Hubo pocas palabras. La vieja estuvo un rato prendida al cuello del hijo y luego los veinte meses justos sin salir de la casa. Él, por su parte, acompañó al mocetón hasta el caballo y el muchacho, quizás por no tener mucho que decirle, o acaso por callar lo mucho que pensaba, se volvió al arado y logrando una sonrisa:
    —No me pruebe la mancera nueva hasta que yo vuelva, viejo. Quiero darme el gusto.
    Así habían pasado las cosas al principio. Luego vinieron los comentarios:
    —Dicen que el mundo se está cayendo a pedazos.
    —Hasta la naturaleza, amigo. Nunca hubo esta seca tan larga.
    —¡Oiga, que no es de creerlo! Dicen que la tierra se queda hirviendo y no hay semilla que le venga bien, luego que pasan sobre ella, lo mismo de un bando que de otro.
Todos los comentarios hablaban de lo mismo. Sólo que el viejo Lucas tenía una sentencia en la boca y muy mal humor para decirla por respuesta:
    —No hagan caso, basura de muchas bocas siempre crece más al decirse.
    Pero por lo bajo era como darles la espalda a las cosas que estaban mucho más allá de las montañas azules... ¿Total, para qué?... No había más que una razón: Fernando no fallaba nunca, y si dijo que volvería a apretar en sus manos el cabo del arado, allí estaría para hacerlo alguna vez.
    En ese punto de sus reflexiones, el viejo Lucas sintió que el caballo se inclinaba de atrás, y vio que estaba subiendo la lomita frente al puesto de la rural.

Metió los ojos en el portalito y miró las cosas de siempre: los taburetes recostados a los lados de la puerta y un muchacho del poblado con camisa gastada de un guardia, limpiando unas botas en el portal.
    Lucas recordó las palabras del cabo: «Cuando haya cartas no se las mando con nadie, no señor, con gusto se las guardo yo mismo». Eso había sido lo último que habló con el militar tres meses antes, cuando le entregara la primera carta de Fernando, y Lucas suspiró ahora:
    —¡Este cabo cumple su palabra!
    Así, pensando ni desmontarse siquiera, se apareó al portalito saludando. Mas en la silla del cabo había otro hombre. El viejo lo reconoció enseguida y se enderezó sobre la bestia. Era el alcalde del barrio, pero al momento la voz y los pasos del cabo vinieron desde el otro extremo del portal:
    —¡Desmóntese, Lucas, aquí dentro lo esperamos!
Lucas quiso responder, mas comprendió que había algo de evasivo en la actitud y los pasos del militar. Entonces se desmontó ligero detrás de él.
    —¿Qué pasa, cabo, no hay cartas?
   —Mire, esto es para usted y tenemos que informarle. —Esta vez hablaba el alcalde, tendiéndole un objeto de metal entre los dedos. Lucas quiso mirarlo, pero vio primero los yugos rojos de la guayabera y recordó otros iguales que viera una tarde en la tienda del pueblo, pensando regatearlos para su Fernando. —Tome, Lucas —y el viejo vio ahora el objeto. Era una cadenita de metal cifrada—. Esto era de su hijo. Se lo ponen a los soldados para identificarlos.
    —¿Era?
    La palabra quedó en el aire, y parecía no tener respuesta nunca más, hasta que el cabo levantó la cabeza:

    —Ha muerto en campaña, Lucas.
   

     Había que conocer al viejo Lucas para saber por qué pasó aquello. Ninguno de los hombres pudo entenderlo. Lucas dio media vuelta y cuando el cabo quiso alcanzarlo en el portal ya estaba sobre la montura de su caballo. Luego las cosas empezaron a borrarse ante sus ojos, y supo que había pasado el puente de don Federico Luna porque otra vez le avisaron las patas de su caballo.
    Fue mucho tiempo después, cuando ya estaba medio curado el muñón del naranjo y la hierbaluisa ahogaba las azucenas de los canteros. El cabo Pérez irrumpió una mañana en el sitio en busca del viejo:
    —Ahora no se sabe nunca de fijo dónde está —dijo la vieja, vestida de negro y medio asomada por la puerta—. A veces por la casa del tabaco; otras por los corrales, pero siempre por donde menos haya con quién hablar.
    El militar dio las gracias, y paso entre paso de su trotón, anduvo por el batey, hasta que vio al viejo cerca del pozo, recostado al brocal y destornillando la mancera del arado. Los ojos del cabo miraron por un momento el rejón oxidado, y tirando de las riendas fue a desmontarse frente a Lucas.
    —¿Cómo andamos, viejo Lucas?
    —Ya puede ver. Haciendo que se hace.
    Su voz sonó baja, pero profundamente. Era otra voz y otro hombre que no levantaba la cara de lo que hacían sus manos.
    —Sabe, Lucas, yo vengo a ver si me da una manita si puede.
    —Usted dirá.
    —El caso es que la capitanía no para de tenerlo a uno en jaque. Hoy son unos maderos que conseguir y mañana un censo a la carrera, todo pedido por circular de ordeno y hágase.
    —Sí, señor.
    —Ahora... Usted sabe que la guerra sigue todavía...
    —Sigue.
    —Pues como ayuda a la causa piden material desechado, lo que no sirva para nada, hierro viejo, digamos.

    —Sí, señor.
    —Y claro, yo no puedo dejar que mi puesto quede mal. Algunos cacharros que no sirvan tengo que conseguirme. Malo que esto no es zona de industria, que si no, en un ingenio lo conseguía todo de un golpe.
    —Tiene razón, sí, señor.
    —Pero bueno... —y el cabo se detuvo, corriendo la vista sobre el rejón entre las piernas del viejo Lucas—, pedazo a pedazo lo consigo si usted me da la mano con ese rejón.
    —¿Este arado, cabo?
    —Ése y lo que pueda, si hay más.
    Lucas calló un instante sin quitar los ojos del cabo y luego, apretando entre su manos la mancera del arado:
    —Dígame... ¿Para qué quiere el hierro?
    —Bueno... para ganar la guerra... Dicen que todo el material que se consigue siempre es poco.
    —¿Poco para matar, no?
    —Justo, Lucas.
    Los dos hombres callaron. El cabo Pérez no entendía los ojos del viejo ahora. Estaban muy lejanos de los suyos, y porque no los entendía fue que creyó añadir una hermosa razón para el corazón de Lucas:
    —Mire, tal vez ese hierro sirva para matar al que mató a su hijo; así son las cosas de la vida, Lucas. Todo llega a su tiempo.
    Lentamente, como si fuera creciendo desde el mismo suelo, el viejo se puso en pie. Ahora una extraña luz le brillaba en los ojos, como el día que dijo adiós al hijo en el lindero.
    —Cabo, y ese que mató a mi hijo, ¿no será un muchacho como él, de veintidós años y unos padres en su casa esperando que regrese?
   —Ese..., es un enemigo, Lucas.
    Lucas no preguntó más. Se le fueron las manos para el arado, tiró del tornillo libre de la tuerca, zafó el rejón, y levantándolo en sus brazos dio dos pasos hacia el brocal del pozo. La voz del cabo sonó extraviada a su espalda:
    —¿Qué va a hacer, Lucas?
    Pero el viejo no contestó nada. Por él habló el chapuzón profundo en la entraña del pozo, y cuando se volvió, sus brazos estaban limpios de carga, dispuestos a levantar del suelo la mancera, hecha con el gajo arrancado de allí donde todavía estaba curándose al sol el muñón del naranjo crecido

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