Adolfo Bioy Casares

índice

Retrato

El calamar opta por su tinta

La víspera de Fausto

La salvación

Margarita o el poder de la farmacopea

Retrato

   Conozco a una muchacha generosa y valiente, siempre resuelta a sacrificarse, a perderlo todo, aun la vida, y luego a recapacitar, a recuperar parte de lo que dio con amplitud, a exaltar su ejemplo, a reprochar la flaqueza del prójimo, a cobrar hasta el último centavo.

ir al índice

El calamar opta por su tinta

      Más ocurrió en este pueblo en los últimos días que en el resto de su historia. Para medir como corresponde mi palabra recuerden ustedes que hablo de uno de los pueblos viejos de la provincia, de uno en cuya vida abundan los hechos notables: la fundación, en pleno siglo XIX; algo después el cólera _un brote que felizmente no llegó a mayores_ y el peligro del malón, que si bien no se concretaría nunca, mantuvo a la gente en jaque a lo largo de un lustro en que partidos limítrofes conocieron la tribulación por el indio. Dejando atrás la época heroica, pasaré por alto tantas otras visitas de gobernadores, diputados, candidatos de toda laya, amén de cómicos y uno o dos gigantes del deporte. Para morderme la cola concluiré esta breve lista con la fiesta del Centenario de la Fundación, genuino torneo de oratoria y homenajes.
      Como he de comunicar un hecho de primer orden, presento mis credenciales al lector. De espíritu amplio e ideas avanzadas, devoro cuanto libro atrapo en la librería de mi amigo el gallego Villarroel, desde el doctor Jung hasta Hugo, Walter Scott y Goldoni, sin olvidar el último tomito de Escenas matritenses. Mi meta es la cultura, pero bordeo los “malditos treinta años” y de veras temo que me quede por aprender más de lo que sé. En resumen, procuro seguir el movimiento e inculcar las luces entre los vecinos, todos bellas personas, platita labrada, eso sí muy afectos a la siesta que hereditariamente acunan desde la edad media y el oscurantismo. Soy docente _maestro de escuela_ y periodista. Ejerzo la cátedra de la péndola en modestos órganos locales, ora factotum de El Mirasol (título mal elegido, que provoca pullas y atrae una enormidad de correspondencia errónea, pues nos tomas por tribuna cerealista), ora de Nueva Patria.
      El tema de esta crónica ofrece una particularidad que no quiero omitir: no sólo ocurrió el hecho en mi pueblo; ocurrió en la manzana donde transcurre mi vida entera, donde se halla mi hogar, mi escuelita _segundo hogar_ y el bar de un hotel frente a la estación, al cual acudimos noche a noche, en altas horas, el núcleo con inquietud de la juventud lugareña. El epicentro del fenómeno, el foco si prefieren, fue el corralón de Juan Camargo, cuyos fondos lindan por el costado este con el hotel y por el norte con el patio de casa. Un par de circunstancias, que no cualquiera vincularía, lo anunciaron: me refiero al pedido de los libros y al retiro del molinete de riego.
    Las Margaritas, el petit-hôtel particular de don Juan, verdadero chalet provisto de florido jardín a la calle, ocupa la mitad del frente y apenas parte del fondo del terreno del corralón, donde se amontonan incalculables materiales, como reliquias de buques en el fondo del mar. En cuanto al molinete, giró siempre en el apuntado jardín, al extremo de configurar una de las más viejas tradiciones y una de las más interesantes peculiaridades de nuestro pueblo.
      Un día domingo, a principios de mes, misteriosamente el molinete faltó. Como al cabo de la semana no había reaparecido, el jardín perdió color y brillo. Mientras muchos miraron sin ver, hubo uno a quien la curiosidad embargó desde el primer momento. Ese uno infestó a otros, y a la noche, en el bar, frente a la estación, la muchachada bullía de preguntas y comentarios. De tal modo, al calor de una comezón ingenua, natural, destapamos algo que tenia poco de natural y resultó una sorpresa.
      Bien sabíamos que don Juan no era hombre de cortar el agua del jardín, por descuido, un verano seco. Por de pronto lo reputamos pilar del pueblo. Con fidelidad la estampa retrata el carácter de nuestro cincuentón: elevada estatura, porte corpulento, cabello cano peinado en dóciles mitades, cuyas ondas dibujan arcos paralelos a los del bigote y a los inferiores de la cadena del reloj. Otro detalles revelan al caballero chapado a la antigua: breeches, polainas de cuero, botín. En su vida, regida por la moderación y el orden, nadie, que yo recuerde, computó una debilidad, llámela borrachera, mujerzuela o traspié político. En un ayer que de buen grado olvidaríamos _¿quién de nosotros, en materia de infamia, no arrojó su canita al aire?_ don Juan se mantuvo limpio. Por algo le reconocieron autoridad los mismos interventores de la Cooperativa, etcétera, gente muy poco espectable, francamente pelandrunes. Por algo en años ingratos aquel bigotazo constituyó el manubrio del que la familia sana del pueblo se mantuvo colgada.
      Obligatorio es reconocer que este varón señero milita ideas de viejo cuño y que nuestras filas, de suyo idealistas, hasta ahora no produjeron prohombres de temple comparable. En un país nuevo, las ideas nuevas carecen de tradición. Ya se sabe, sin tradición no hay estabilidad.
      Por arriba de esta figura, nuestra jerarquía ad usum no pone a nadie, salvo a doña Remedios, madre y consejera única de tan abultado hijo. Entre nosotros, no sólo porque manu militari arregla cuanto conflicto le someten o no, la llamamos Remedio Heroico. Aunque burlesco, el mote es cariñoso.
      Para completar el cuadro de quienes viven en el chalet, ya no falta sino un apéndice indudablemente menor, el ahijado, don Tadeíto, alumno del turno de la noche de mi escuela. Como doña Remedios y don Juan no toleran casi nunca extraños en la casa, ni en calidad de colaboradores ni de invitados, el muchacho reúne sobre la testa los títulos de peón y dependiente del corralón y de sirvientillo de Las Margaritas. Agreguen a lo anterior que el pobre diablo acude regularmente a mis clases y comprenderán por qué respondo con cajas destempladas a cuantos, por pifia y maldad pura, le endosan el sonsonete de un apodo. Que olímpicamente lo rechazaran del servicio militar me tiene sin cuidado, porque de envidioso no peco.
      El domingo en cuestión, a una hora que se me extravió entre las dos y las cuatro de la tarde, llamaron a mi puerta, con el deliberado afán, a juzgar por los golpes, de voltearla. Tambaleando me incorporé, murmuré: “No es otro”, proferí palabras que no están bien en boca de un maestro y como si esta no fuera época de visitas desagradables abrí, seguro de encontrar a don Tadeíto. Tuve razón. Ahí sonreía el alumno, con la cara tan flacucha que ni siquiera servía de pantalla contra el sol, de lleno en mis ojos. A lo que entendí solicitaba a boca de jarro y con esa voz que de pronto se ahuyenta, textos de primer grado, segundo y tercero. Irritadamente inquirí:
      _¿Podrías informar para qué?
      _Pide padrino _contestó.
      En el acto entregué los libros y olvidé el episodio como si fuera parte de un sueño.
      Horas después, cuando me dirigía a la estación y alargaba el camino con una vuelta para matar el tiempo, advertí en Las Margaritas la falta del molinete. La comenté en el andén, mientras esperábamos el expreso de Plaza de las 19.30 que llegó a las 20.54, y la comenté a la noche, en el bar. No me referí al pedido de textos, ni menos aún vinculé un hecho con otro, porque al primero, ya dije, lo registré apenas en la memoria.
      Supuse que tras un día tan movido retomaríamos el tranco habitual. El lunes, a la hora de la siesta, alborozadamente me dije: “Esta va de veras”, pero todavía cosquilleaba el fleco del poncho la nariz, cuando empezó el estruendo. Murmurando: “Y hoy qué le ha dado. Si lo pesco a las patadas en la puerta pagará lágrimas de sangre”, enfilé las alpargatas y me encaminé al zaguán.
      _¿Ya es una costumbre interrumpir a tu maestro? _espeté al recibir de vuelta la pila de libros.
      La sorpresa me confundió enteramente, porque oí por toda conversación:
      _Pide padrino los de tercero, cuarto y quinto.
      Logré articular:
      _¿Para qué?
      _Pide padrino _explicó don Tadeíto.
      Entregué los libros y volví al lecho, en pos del sueño. Admito que dormí, pero lo hice, ruego que me crean, en el aire.
      Luego, camino de la estación, comprobé que el molinete no había retomado su puesto y que el tono amarillo se difundía en el jardín. Conjeturé, por lógica, despropósitos y en pleno andén, mientras el físico se lucía ante frívolas bandadas de señoritas, la mente aún trabajaba en la interpretación del misterio.
      Mirando la luna, enorme allá por el cielo, uno de nosotros, creo que Di Pinto, entregado siempre a la quimera romántica de quedar como hombre de campo (¡por favor, ante los amigos de toda la vida!), comentó:
      _La luna se hizo de seca. No atribuyamos, pues, a un pronóstico de lluvia el retiro de un artefacto. ¡Su móvil habrá tenido nuestro don Juan!
      Badaracco, mozo despierto, que presenta un lunar, porque en otra época, aparte del sueldo bancario, cobraba un tanto por delación, me preguntó:
      _¿Por qué no apestillas al respecto al taradito?
      _¿A quién? _interrogué por decoro.
      _A tu alumno _ respondió.
      Aprobé el temperamento y lo apliqué esa misma noche, después de clase. Traté de marear primero a don Tadeíto con la perogrullada de que la lluvia entona al vegetal, para atacar por fin a fondo. El diálogo fue como sigue:
      _¿Se descompaginó el molinete?
      _No
      _No lo veo en el jardín.
      _¿Cómo lo va a ver?
      _¿Por qué cómo lo voy a ver?
      _Porque está regando el depósito.
      Aclaro que entre nosotros llamamos depósito a la última barraca del corralón, donde don Juan amontona los materiales de poca venta, por ejemplo, estrafalarias estufas y estatuas, monolitos y malacates.
      Urgido por el deseo de notificar a los muchachos de la novedad sobre el molinete, ya despachaba a mi alumno sin interrogarlo sobre el otro punto. Recordar y chillar fue todo uno. Desde el zaguán don Tadeíto me miró con ojos de oveja.
      _¿Qué hace don Juan con los textos? _grité.
      _Y... _gritó de vuelta_ los deposita en el depósito.
      Alelado corrí al hotel, ante mis comunicaciones, tal como lo preví, cundió la perplejidad entre la juventud. Todos formulamos alguna opinión, pues el buen callar en aquel momento era un bochorno, y por fortuna nadie prestó oídos a nadie. O quizá prestara oídos el patrón, el enorme don Pomponio del vientre hidrópico, a quien los del grupo a gatas distinguimos de las columnas, mesas y vajilla, porque la soberbia del intelecto nos ofusca. La voz de bronce, apagada por ríos de ginebra, de don Pomponio, llamó al orden. Siete caras miraron para arriba y catorce ojos quedaron pendientes de una sola cara roja y brillante, que se partía en la boca, para inquirir:
      _¿Por qué no se dan traslado en comitiva y piden explicación a don Juan en persona?
      El sarcasmo despabiló a uno, de apellido Aldini, que estudia por correspondencia y lleva corbata blanca. Enarcando cejas me dijo:
      _¿Por qué no ordenas a tu alumno que espíe las conversaciones entre doña Remedios y don Juan? Después le aplicas la picana.
      _¿Qué picana?
      _Tu autoridad de maestro ciruela _aclaró con odio.
      _¿Don Tadeíto tiene memoria? _preguntó Badaracco.
      _Tiene _afirmé_. Lo que entra en su caletre, por un rato queda fotografiado.
      _Don Juan _continuó Aldini_ para todo se aconseja de doña Remedios.
      _Ante un testigo como el ahijado _declaró Di Pinto_ hablarán con entera libertad.
      _Si hay misterio, saldrá a relucir _vaticinó Toledo.
      Chazarreta, que trabajaba de ayudante en la feria, gruñó:
      _Si no hay misterio ¿qué hay?
      Como el diálogo se desencaminaba, Badaracco, famoso por la ecuanimidad, contuvo a los polemistas.
      _Muchachos _los reconvino_, no están en edad de malgastar energías.
      Para tener la última palabra, Toledo repitió:
      _Si hay misterio, saldrá a relucir.
      Salió a relucir, pero no sin que antes giraran días enteros.
      A la otra siesta, cuando me hundía en el sueño, resonaron, cómo no, los golpes. A juzgar por las palpitaciones, resonaron a un tiempo en la puerta y en mi corazón. Don Tadeíto traía los libros de la víspera y reclamaba los de primer año, segundo y tercero, del ciclo secundario. Porque el texto superior escapa a mi órbita, hubo que comparecer en el negocio de librería de Villarroel, a vivo golpe en la puerta despertar al gallego y aplacarlo posteriormente con la satisfacción de que don Juan reclamaba los libros. Como era de temer, el gallego preguntó:
      _¿Qué mosca picó al tío ese? En la perra vida compró un libro y a la vejez viruela. Va de suyo que el muy chulo los pide en préstamo.
      _No lo tome a la tremenda, gallego _le razoné con palmaditas_. Por lo amargado parece criollo.
      Referí los pedidos previos de textos primarios y mantuve la más estricta reserva en cuanto al molinete, de cuya desaparición, según él mismo me dio a entender, estaba perfectamente compenetrado. Con los libracos debajo del brazo, agregué:
      _A la noche nos reunimos en el bar del hotel para debatir todo esto. Si quiere aportar su grano de arena, allá nos encuentra.
      En el trayecto de ida y vuelta no vimos un alma, salvo al perro barcino del carnicero, que debía de estar de nuevo empachado, porque en sus cabales ni el más humilde irracional se expone a la resolana de las dos de la tarde.
      Adoctriné al discípulo para que me reportara verbatim de las conversaciones entre don Juan y doña Remedios. Por algo afirman que en el pecado está el castigo. Esa misma noche emprendí una tortura que, en mi gula de curioso, no había previsto: escuchar aquellos coloquios puntualmente comunicados, interminables y de lo más insulsos. De cuando en cuando llegó a la punta de mi lengua alguna ironía cruel sobre que me tenían sin cuidado las opiniones de doña Remedios acerca de la última partida de jabón amarillo y la franeleta para el reúma de don Juan; pero me refrené, pues ¿cómo delegar en el criterio del mozo la estimación de lo que era importante o no?
      Por descontado que al otro día me interrumpió la siesta con los libros en devolución para Villarroel. Ahí se produjo la primera novedad: don Juan, dijo don Tadeíto, ya no quería textos; quería diarios viejos, que él debía procurar al kilo, en la mercería, la carnicería y la panadería. A su debido tiempo me enteré de que los diarios, como antes los libros, iban a parar al depósito.
      Después hubo un período en que no ocurrió nada. El alma no tiene arreglo: eché de menos los mismos golpes que antes me arrancaban de la siesta. Quería que pasara algo, bueno o malo. Habituado a la vida intensa, ya no me resignaba a la pachorra. Por fin una noche el alumno, tras un prolijo inventario de los efectos de la sal y otras materias nutritivas en el organismo de doña Remedios, sin la más leve alteración de tono que preparara para un cambio de tema, recitó:
      _Padrino dijo a doña Remedios que tienen una visita viviendo en el depósito y que por poco no se la lleva por delante los otros días, porque miraba a una especie de columpio de parque de diversiones al que no había dado entrada en los libros y que él no perdió el aplomo aunque el estado de la misma daba lástima y le recordaba un bagre boqueando fuera de la laguna. Dijo que atinó a traer un balde lleno de agua, porque sin pensarlo comprendió que le pedían agua y él no iba a permitir cruzado de brazos que un semejante muriera. No obtuvo resultado apreciable y prefirió acercar un bebedero a tocar la visita. Llenó el bebedero a baldazos y no obtuvo resultado apreciable. De pronto se acordó del molinete y como el médico de cabecera que prueba, dijo, a tientas los remedios para salvar a un moribundo, corrió a buscar el molinete y lo conectó. A ojos vista el resultado fue apreciable porque el moribundo revivió como si le cayera de lo más bien respirar el aire mojado.   Padrino dijo que perdió un rato con su visita, porque le preguntó como pudo si necesitaba algo y que la visita era francamente avispada y al cabo de un cuartito de hora ya picoteaba por acá y por allá alguna palabra en castilla y le pedía los rudimentos para instruirse. Padrino dijo que mandó al ahijado a pedir los textos de los primeros grados al maestro. Como la visita era francamente avispada aprendió todos los grados en dos días y en uno lo que tuvo ganas del bachillerato. Después, dijo padrino, se puso a leer los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo.
      Aventuré la pregunta:
      _¿La conversación fue hoy?
      _Y, claro _contestó_, mientras tomaban el café.
      _¿Dijo algo más tu padrino?
      _Y, claro, pero no me acuerdo.
      _¿Cómo no me acuerdo? _protesté airadamente.
      _Y, usted me interrumpió _explicó el alumno.
      _Te doy la razón. Pero no me vas a dejar así _argumenté_, muerto de curiosidad. A ver, un esfuerzo.
      _Y, usted me interrumpió.
      _Ya sé. Te interrumpí. Yo tengo toda la culpa.
      _Toda la culpa _repitió.
      _Don Tadeíto es bueno. No va a dejar así al maestro, en la mitad de la charla, para seguir mañana o nunca.
      Con honda pena repitió:
      _O nunca.
      Yo estaba contrariado, como si me sustrajeran una ganancia de gran valor. No sé por qué reflexioné que nuestro diálogo consistía en repeticiones y de repente entreví en eso mismo una esperanza. Repetí la última frase del relato de don Tadeíto:
      _Leyó los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo.
      Mi alumno continuó indiferentemente:
      _Dijo padrino que la visita quedó pasmada al enterarse de que el gobierno de este mundo no estaba en manos de gente de lo mejorcito, sino más bien de medias cucharas, cuando no de pelafustanes. Que tal morralla tuviera a su arbitrio la bomba atómica, dijo la visita, era de alquilar balcones. Que si la tuviera a su arbitrio la gente de lo mejorcito, acabaría por tirarla, porque está visto que si alguien la tiene, la tira; pero que la tuviera esa morralla no era serio. Dijo que en otros mundos antes de ahora descubrieron la bomba y que tales mundos fatalmente reventaron. Que los tuvo sin cuidado que reventaran, porque estaban lejos, pero que nuestro mundo está cerca y que ellos temen que una explosión en cadena los envuelva.
      La increíble sospecha de que don Tadeíto se burlaba de mí, me llevó a interrogarlo con severidad:
      _¿Estuviste leyendo Sobre cosas que se ven en el cielo del doctor Jung?
      Por fortuna no oyó la interrupción y prosiguió:
      _Dijo padrino que la visita dijo que vino de su planeta en un vehículo especialmente fabricado a puro pulmón, porque por allá escasea el material adecuado y que es el fruto de años de investigación y trabajo. Que vino como amigo y como libertador, y que pedía el pleno apoyo de padrino para llevar adelante un plan para salvar el mundo. Dijo padrino que la entrevista con la visita tuvo lugar esta tarde y que él, ante la gravedad, no trepidó en molestar a doña Remedios, para recabarle su opinión, que desde ya descontaba era la suya.
      Como la pausa inmediata no concluía, pregunté cuál fue la respuesta de la señora.
      _Ah, no sé _ contestó.
      _¿Cómo ah no sé? _repetí enojado de nuevo.
      _Los dejé hablando y me vine, porque era hora de clase. Pensé yo solo: cuando no llego tarde el maestro se pone contento.
      Envanecida la cara de oveja esperaba congratulaciones. Con admirable presencia de ánimo reflexioné que los muchachos no creerían mi relato, si no llevaba como testigo a don Tadeíto. Violentamente lo empuñé de un brazo y a empujones lo llevé hasta el bar. Ahí estaban los amigos, con el agregado del gallego Villarroel.
      Mientras tenga memoria no olvidaré aquella noche:
      _Señores _grité, a tiempo que proyectaba a don Tadeíto contra nuestra mesa_. Traigo la explicación de todo, una novedad de envergadura y un testigo que no me dejará mentir. Con lujo de detalle don Juan comunicó el hecho a su señora madre y mi fiel alumno no perdió palabra. En el depósito del corralón, aquí nomás, pared de por medio, está alojado _¿adivinen quién?_ un habitante de otro mundo. No se alarmen, señores: aparentemente el viajero no dispone de constitución robusta, ya que tolera mal el aire seco de nuestra ciudad _todavía resultaremos competidores de Córdoba_ y para que no muera como pescado fuera del agua, don Juan le enchufó el molinete, que de continuo humedece el ambiente del depósito. Es más: aparentemente el móvil del arribo del monstruo no debe provocar inquietud. Llegó para salvarnos, persuadido de que el mundo va camino de estallar por la bomba atómica y a calzón quitado informó a don Juan de su punto de vista. Naturalmente, don Juan, mientras degustaba el café, consultó con doña Remedios. Es de lamentar que este mozo aquí presente _agité a don Tadeíto, como si fuera monigote_ se retiró justo a tiempo de no oír la opinión de doña Remedios, de modo que no sabemos qué resolvieron.
      _Sabemos _dijo el librero, moviendo como trompa labios mojados y gordos.
      Me incomodó que me corrigieran la plana en una novedad de la que me creía único depositario. Inquirí:
      _¿Qué sabemos?
      _No se amosque usted _pidió Villarroel, que ve bajo el agua_. Si es como usted dice aquello de que el viajero muere si le quitan el molinete, don Juan le condenó a morir. De acá pasé frente a Las Margaritas y a la luz de la luna vi perfectamente el molinete que regaba el jardín como antes.
      _Yo también lo vi _confirmó Chazarreta.
      _Con la mano en el corazón _murmuró Aldini_ les digo que el viajero no mintió. Tarde o temprano reventamos con la bomba atómica. No veo escapatoria.
      Como hablando solo preguntó Badaracco:
      _No me digan que esos viejos, entre ellos, liquidaron nuestra última esperanza.
      _Don Juan no quiere que le cambien su composición de lugar _opinó el gallego_. Prefiere que este mundo estalle, a que la salvación venga de otros. Vea usted, es una manera de amar a la humanidad.
      _Asco por lo desconocido _comenté_. Oscurantismo.
      Afirman que el miedo aviva la mente. La verdad es que algo extraño flotaba en el bar aquella noche, y que todos aportábamos ideas.
      _Coraje, muchachos, hagamos algo _exhortó Badaracco_. Por amor a la humanidad.
      _¿Por qué tiene usted, señor Badaracco, tanto amor a la humanidad? _preguntó el gallego.
      Ruborizado, Badaracco balbuceó:
      _No sé. Todos sabemos.
      _¿Qué sabemos, señor Badaracco? ¿Si usted piensa en los hombres, los encuentra admirables? Yo todo lo contrario: estúpidos, crueles, mezquinos, envidiosos _declaró Villarroel.
      _Cuando hay elecciones _reconoció Chazarreta_, tu bonita humanidad se desnuda rápidamente y se muestra tal cual es. Gana siempre el peor.
      _¿El amor por la humanidad es una frase hueca?
      _No, señor maestro _respondió Villarroel_. Llamamos amor a la humanidad a la compasión por el dolor ajeno y a la veneración por las obras de nuestros grandes ingenios, por el Quijote del Manco Inmortal, por los cuadros de Velásquez y de Murillo. En ninguna de ambas formas vale ese amor como argumento para demorar el fin del mundo. Sólo para los hombres existen las obras y después del fin del mundo _el día llegará, por la bomba o por muerte natural_ no tendrán ni justificación ni asidero, créame usted. En cuanto a la compasión, sale gananciosa con un fin próximo... Como de ninguna manera nadie escapará a la muerte ¡que venga pronto, para todos, que así la suma del dolor será la mínima!
      _Perdemos tiempo en el preciosismo de una charla académica y aquí nomás, pared por medio, muere nuestra última esperanza _dije con una elocuencia que fui el primero en admirar.
      _Hay que obrar ahora _observó Badaracco_. Pronto será tarde.
      _Si le invadimos el corralón, don Juan a lo mejor se enoja _apuntó Di Pinto.
      Don Pomponio, que se arrimó sin que lo oyéramos y por poco nos derriba con el susto, propuso:
      _¿Por qué no destacan a este mozo don Tadeíto como piquete de avanzada? Sería lo prudente.
      _Bueno _aprobó Toledo_. Que don Tadeíto conecte el molinete en el depósito y que espíe, para contarnos cómo es el viajero de otro planeta.
      En tropel salimos a la noche, iluminada por la impasible luna. Casi llorando rogaba Badaracco:
      _Generosidad, muchachos. No importa que pongamos en peligro el pellejo. Están pendientes de nosotros todas las madres y todas las criaturas del mundo.
      Frente al corralón nos arremolinamos, hubo marchas y contramarchas, cabildeos y corridas. Por fin Badaracco juntó coraje y empujó adentro a don Tadeíto. Mi alumno volvió después de un rato interminable, para comunicar:
      _El bagre se murió.
      Nos desbandamos tristemente. El librero regresó conmigo. Por una razón que no entiendo del todo su compañía me confortaba.
      Frente a Las Margaritas, mientras el molinete monótonamente regaba el jardín, exclamé:
      _Yo le echo en cara la falta de curiosidad _para agregar con la mirada absorta en las constelaciones_. Cuántas Américas y Terranovas infinitas perdimos esta noche.
      _Don Juan _dijo Villarroel_ prefirió vivir en su ley de hombre limitado. Yo le admiro el coraje. Nosotros dos, ni siquiera a entrar aquí nos atrevemos.
      Dije:
      _Es tarde.
      _Es tarde _repitió.

ir al índice

La víspera de Fausto

            Esa noche de junio de 1540, en la cámara de la torre, el doctor Fausto recorría los anaqueles de su numerosa biblioteca. Se detenía aquí y allá; tomaba un volumen, lo hojeaba nerviosamente, volvía a dejarlo. Por fin escogió los Memorabilia de Jenofonte. Colocó el libro en el atril y se dispuso a leer. Miró hacia la ventana. Algo se había estremecido afuera. Fausto dijo en voz baja: "Un golpe de viento en el bosque". Se levantó, apartó bruscamente la cortina. Vio la noche, que los árboles agrandaban.Debajo de la mesa dormía Señor. La inocente respiración del perro afirmaba, tranquila y persuasiva como un amanecer, la realidad del mundo. Fausto pensó en el infierno.Veinticuatro años antes, a cambio de un invencible poder mágico, había vendido su alma al Diablo. Los años habían corrido con celeridad. El plazo expiraba a medianoche. No eran, todavía, las once.Fausto oyó unos pasos en la escalera; después, tres golpes en la puerta. Preguntó: "¿Quién llama?". "Yo", contestó una voz que el monosílabo no descubría, "yo". El doctor la había reconocido, pero sintió alguna irritación y repitió la pregunta. En tono de asombro y de reproche contestó su criado: "Yo, Wagner". Fausto abrió la puerta. El criado entró con la bandeja, la copa de vino del Rin y las tajadas de pan y comentó con aprobación risueña lo adicto que era su amo a ese refrigerio. Mientras Wagner explicaba, como tantas veces, que el lugar era muy solitario y que esas breves pláticas lo ayudaban a pasar la noche, Fausto pensó en la complaciente costumbre, que endulza y apresura la vida, tomó unos sorbos de vino, comió unos bocados de pan y, por un instante, se creyó seguro. Reflexionó: "Si no me alejo de Wagner y del perro no hay peligro".Resolvió confiar a Wagner sus terrores. Luego recapacitó: "Quién sabe los comentarios que haría". Era una persona supersticiosa (creía en la magia), con una plebeya afición por lo macabro, por lo truculento y por lo sentimental. El instinto le permitía ser vívido; la necedad, atroz. Fausto juzgó que no debía exponerse a nada que pudiera turbar su ánimo o su inteligencia.El reloj dio las once y media. Fausto pensó: "No podrán defenderme". Nada me salvará. Después hubo como un cambio de tono en su pensamiento; Fausto levantó la mirada y continuó: "Más vale estar solo cuando llegue Mefistófeles. Sin testigos, me defenderé mejor". Además, el incidente podía causar en la imaginación de Wagner (y acaso también en la indefensa irracionalidad del perro) una impresión demasiado espantosa._Ya es tarde, Wagner. Vete a dormir.Cuando el criado iba a llamar a Señor, Fausto lo detuvo y, con mucha ternura, despertó a su perro. Wagner recogió en la bandeja el plato del pan y la copa y se acercó a la puerta. El perro miró a su amo con ojos en que parecía arder, como una débil y oscura llama, todo el amor, toda la esperanza y toda la tristeza del mundo. Fausto hizo un ademán en dirección de Wagner, y el criado y el perro salieron. Cerró la puerta y miró a su alrededor. Vio la habitación, la mesa de trabajo, los íntimos volúmenes. Se dijo que no estaba tan solo. El reloj dio las doce menos cuarto. Con alguna vivacidad, Fausto se acercó a la ventana y entreabrió la cortina. En el camino a Finsterwalde vacilaba, remota, la luz de un coche."¡Huir en ese coche!", murmuró Fausto y le pareció que agonizaba de esperanza. Alejarse, he ahí lo imposible. No había corcel bastante rápido ni camino bastante largo. Entonces, como si en vez de la noche encontrara el día en la ventana, concibió una huida hacia el pasado; refugiarse en el año 1440; o más atrás aún: postergar por doscientos años la ineluctable medianoche. Se imaginó al pasado como a una tenebrosa región desconocida: pero, se preguntó, si antes no estuve allí ¿cómo puedo llegar ahora? ¿Como podía él introducir en el pasado un hecho nuevo? Vagamente recordó un verso de Agatón, citado por Aristóteles: "Ni el mismo Zeus puede alterar lo que ya ocurrió". Si nada podía modificar el pasado, esa infinita llanura que se prolongaba del otro lado de su nacimiento era inalcanzable para él. Quedaba, todavía, una escapatoria: Volver a nacer, llegar de nuevo a la hora terrible en que vendió su alma a Mefistófeles, venderla otra vez y cuando llegara, por fin, a esta noche, correrse una vez más al día del nacimiento.Miró el reloj. Faltaba poco para la medianoche. Quién sabe desde cuándo, se dijo, repre_sentaba su vida de soberbia, de perdición y de terrores; quién sabe desde cuándo engañaba a Mefistófeles. ¿Lo engañaba? ¿Esa interminable repetición de vidas ciegas no era su infierno?

         Fausto se sintió muy viejo y muy cansado. Su última reflexión fue, sin embargo, de fidelidad hacia la vida; pensó que en ella, no en la muerte, se deslizaba, como un agua oculta, el descanso. Con valerosa indiferencia postergó hasta el último instante la resolución de huir o de quedar.

         La campana del reloj sonó...

pulsa aquí para leer relatos de tema mítico o fantástico

ir al índice

La salvación

         Ésta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. "¿Cómo un ser tan ínfimo" _sin duda estaba pensando el tirano_ "es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?" Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. "Por humildes que sean" _dijo indicando al pájaro_ "hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros.

ir al índice

Margarita o el poder de la farmacopea

         No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión:

         _A vos todo te sale bien.

         El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:

         _No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.

         _El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho _contestaba.

         _Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.

         _No el triunfo _me interrumpía  _sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.

         A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de productos farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de todas las farmacias de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa. Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de "Caras y Caretas", la gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano recurre el mundo hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio.

         Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo XIX, la típica niña que según una tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano con los ángeles.

         Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.

         _Margarita no tiene la culpa.

         Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba conmigo.

PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS SOBRE CRÍMENES

ir al índice

 

IR AL ÍNDICE GENERAL