Bartolomé Mitre

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A un ombú en medio de la pampa

El pato

El caballo del gaucho

A UN OMBÚ EN MEDIO DE LA PAMPA

 

Aquí estás, ombú gigante

a la orilla del camino,

indicando al peregrino

no siga más adelante

en la llanura sin fin.

Tú señalas las barreras

que dividen el desierto,

y oyes el vago concierto

que alzan las auras ligeras

de la pampa en el confín.

 

Eres la verde guirnalda

de la cabaña pajiza,

que vas marchando de prisa

con el pasado a tu espalda

y a tu frente el porvenir.

Donde huye el indio salvaje

y el cristiano se adelanta,

tu cabeza se levanta

susurrando tu ramaje:

"El rancho llegó hasta aquí".

 

Eres lo último que muere

de la morada del hombre,

y sin registrar un nombre

estás contando al viajero

memorias de hoy y de ayer.

Al proseguir tu carrera

por la llanura extendida,

sobre tu cima florida

hoy alzas en la frontera

el pendón de nuestra fe.

 

¿Qué ves más allá? ¿La pampa

que en contorno se dilata,

el arroyuelo de plata,

el toldo en que el indio acampa,

o el inmenso pajonal?

Tú miras allá a lo lejos

al trasponer aquel monte

en el remoto horizonte,

como en mágicos espejos

lo que es y lo que será.

 

Miras la pampa argentina

de ciudades matizada,

y por mil naves surcada

la laguna cristalina

que hoy cubre verde juncal;

miras la pobre cabaña,

que en palacio se transforma,

y que al tomar nueva forma,

con nuevas luces se baña

su contorno natural.

 

Miras al indio tostado,

que lanzando un alarido,

va huyendo despavorido

por el llano dilatado,

en pavoroso tropel;

seguido del tigre fiero

que abandona su dominio,

hay teatro de exterminio,

y tras él, el jornalero

que las transforma en vergel.

 

No pases más adelante,

que más lejos, abatido,

marchito y descolorido

verás al ombú gigante

hoy de la pradera rey:

 Y en su lugar la corona

verás alzarse del pino,

que unido al hierro y al lino

sirve al hombre en toda zona

para dar al mundo ley.

 

Ese destino te espera,

árbol, cuya vista asombra,

sin dar al rancho madera,

ni al fuego una astilla dar;

recorrerás el desierto

cual mensajero de vida,

y, tu misión concluida,

caerás cual cadáver yerto

bajo el pino secular.

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EL PATO

 

I

 Clara, bella y perfumada,

era una tarde serena,

de esas tardes en que el cielo

todas sus galas ostenta,

en que la brisa y la flor

nos hablan con voz secreta,

en que las bellas inspiran,

en que medita el poeta,

en que el infame se esconde,

en que el pueblo se recrea.

Y matizando la alfombra

de una extendida pradera

se ve una alegre cuadrilla

con sus vestidos de fiesta,

porque cien gauchos reunidos

las pascuas de Dios celebran.

En las ancas del caballo

cada cual lleva su bella,

el que ufano con su carga

bate el suelo con soberbia,

mientras que el viento levanta

la nevada pañoleta,

que acaricia las mejillas

del jinete a quien estrecha

tal vez por no resbalar...

quizá de puro coqueta.

No llevan collares de oro,

ni caravanas de perlas,

ni relucientes sombreros,

ni corbatines de seda:

humildes son los vestidos

que las mujeres ostentan;

y bajo pieles curtidas

y de ponchos de bayeta

aquel rústico gauchaje

alma independiente alberga

como el tosco ñandubay

bajo su áspera corteza

roba a la vista del hombre

del corazón la belleza.

 II

 Encima de una loma

se ven a las muchachas

haciendo con donaire

pañuelos agitar;

y en tanto, en la llanura

en círculo, formados,

se ven de los jinetes

los ponchos ondear.

 

Sus ojos resplandecen

radiantes de alegría,

que templa con sus sombras,

del rostro la altivez.

con juegos herculáneos

festejarán el día,

que el pueblo hasta jugando

respira robustez.

 

Diríase campeones

que esperan la pelea

que anuncian con estruendo

las lenguas del clarín:

la inercia los consume,

mas si el cañón humea,

con varonil coraje

buscan glorioso fin.

 

Tal vez unas carreras

esperan a porfía

para cubrir de palmas

al potro más veloz...

Mas no, todos desean

robustecer el alma,

por eso ¡El pato! ¡El pato!

repiten a una voz.

 

¡El Pato! ­ juego fuerte

del hombre de la pampa,

tradicional costumbre

de un pueblo varonil

para templar los nervios,

para extender los músculos

como en veloz carrera,

en la era juvenil.

 

Las fiestas populares

de un pueblo de valientes

semejan a las rudas

caricias del león,

porque el pampero raudo

batiendo en esas frentes

parece que inocula

vigor al corazón.

 

Ya todos se aprestaban

a comenzar la pugna,

asiendo de las garras

con fuerza de titán:

los pies en los estribos

apoyan con pujanza,

y esperan afanosos

de jefe la señal.

 

Las madres, las esposas

contemplan aquel grupo,

pendientes del latido

del brazo muscular;

mas de repente vese

que las manijas sueltan,

y se oye entre el corrillo

sordo rumos vagar.

 

¡Quién les armó la fuerza

de los cincuenta brazos,

que un pingo gigantesco

podrían sacudir?

Dos hombres que se acercan

al medio de la liza,

y muestran ser campeones

que quieren combatir.

 III

 El uno es Diego Zamora

apellidado el "valiente"

cuya daga vencedora

a sus contrarios devora

y es el terror de la gente.

 

Su mirada decidida

y negra su cabellera;

y una sonrisa atrevida

del labio está suspendida

revelando un alma fiera.

 

Lleva un facón en la falda,

lleva un poncho balandrán

terciado por media espalda,

y del campo la esmeralda

huella en un potro alazán.

 

El otro es Pedro de Obando,

compañero de fatigas

de Zamora, y peleando

anda con él desafiando

llas partidas enemigas.

 

Estriba con bizarría

y la espuela nazarena

suspira en dulce armonía,

como grillos a porfía

lloran del preso la pena.

 

Guapos el Pago los llama,

y el alcalde salteadores,

pero publica la fama

que no la avaricia inflama

su pecho en vivos ardores.

 

Ligados por nudo fuerte,

los dos siguen un camino;

hermanos de vida y muerte

aceptan la misma suerte

bajo el yugo del destino.

 

IV

 

Adelantóse Zamora

y sujetando la rienda,

pidió parte en la contienda

con altanera atención.

Todos a una voz gritaron

"que entren Zamora y Obando".

Y entonces el pato tomando,

Zamora con él salió.

 

Picaron todos de espuelas

galopando a rienda suelta

para procurar la vuelta

del jinete vencedor;

mas en vano corren, vuelan,

gritan, pegan, forcejean,

y resudan y espolean,

y le siguen con furor.

 

Hasta que al fin un jinete

lo alcanza, y con mano fija

asiendo de la manija

hizo el caballo cejar,

pero Zamora con furia

lo lleva de una pechada,

dejando en tierra estampada

de un triunfo la señal.

 

Pero tres nuevos atletas

dispútanle su presea,

y él en tremenda pelea

la disputa a todos tres.

Forcejean, y tendidos

furiosos luchan en vano

por quebrantar una mano

que hierro parece ser.

 

Crujen, se estiran los miembros,

se hinchan de sangre las venas,

y enronquecidos, apenas

pueden el aire lanzar;

mas él, firme en sus estribos

como animado centauro

disputa a todos el lauro

en combate desigual.

 

Llegan tres más, y Zamora

con la presteza del rayo

dando riendas al caballo

las manijas les quitó:

dos de ellos fueron al suelo

en pos del tremendo empuje,

y el que queda firme ruge

de vergüenza y de furor.

 V

 Y corriendo

desbandados,

y empapados

en sudor,

a Zamora

todos siguen,

y persiguen

con furor.

 

Ya lo alcanzan

o despuntan,

ya se juntan

en redor,

cual las hojas

de una planta

que levanta

el ventarrón.

 

Cual relámpago

flamígero,

el alígero

alazán

los zanjones

que encontraba

los salvaba

sin parar.

 

Y por último,

rendidos,

alaridos

dan de paz,

y las gorras

que se quitan

las agitan

en señal.

 

VI

 

Zamora entonces levantando en alto

el pato, cual si fuese una bandera,

detiene del caballo la carrera

y le hace el freno con furor tascar,

y  así parado en medio de la pampa

con su ademán a todos desafía;

mas viendo que ninguno se movía

dirige a todos la señal de paz.

 

Torció las riendas del soberbio bruto

y a trote largo adelantándose al rato

llevando al lado el disputado pato

que a gruesas gotas de sudor ganó;

y al acercarse ante el vencido corro,

se desciñó del rostro su barbijo,

y estas palabras atrevidas dijo

que la turba entre aplausos recibió:

 

"Si hay quien dispute que gané la palma

átese al punto a la cintura un lazo,

que yo tan sólo con mi izquierdo brazo

jinete, y pingo, y pato arrastraré".

Nadie admitió su formidable reto:

tan sólo Obando en ademán airado

sacó del anca un lazo que arrollado

una serpiente parecía ser.

 

Por la presilla lo fijó en su cuerpo

y por la argolla se lo dio a su amigo

quien se admiraba hallar un enemigo

en el hermano que le diera Dios;

pero impulsado por feroz orgullo,

asió del lazo en la siniestra mano,

y a gran galope atravesando el llano,

tirante el lazo entre los dos quedó.

 

Cual hosco toro que en lazada envuelto

se niega altivo a obedecer la fuerza,

y rebramando con furor se esfuerza,

y aspa y pezuña quiere allí clavar,

tal Pedro Obando con poder resiste

al férreo brazo de que está pendiente,

mientras el lazo entre los dos, crujiente,

se ve como una víbora oscilar.

 

Silencio pavoroso en torno reina:

enmudece el frenético alarido,

y sólo se oye el fúnebre quejido

del lazo palpitante entre los dos;

mas de repente resonó un gemido

dos espirales al formar el lazo,

y en cada cual llevando su pedazo,

envuelto en él al polvo descendió.

 

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EL CABALLO DEL GAUCHO

 Mi caballo era mi vida,

Mi bien, mi único tesoro.

Juan M. Gutierrez

 

Mi caballo era ligero

como la luz del lucero

que corre al amanecer;

al instante se veía

en los espacios perder.

 

Sus ojos eran estrellas

sus patas unas centellas,

que daban chispas y luz;

cuando lejos divisaba

en su carrera alcanzaba,

fuese tigre o avestruz.

 

Cuando rendía mi brazo

para revolear el lazo

sobre algún toro feroz,

si el toro nos embestía,

al fiero animal tendía

de una pechada veloz.

 

En la guardia de frontera

paraba oreja agorera

del indio al sordo tropel,

y con relincho sonoro

daba el alerta mi moro

como centinela fiel.

 

En medio de la pelea,

donde el coraje campea,

se lanzaba con ardor;

y su estridente bufido

cual del clarín el sonido

daba al jinete valor.

 

A mi lado ha envejecido,

y hoy está cual yo rendido

por la fatiga y la edad;

pero es mi sombra en verano,

y mi brújula en el llano,

mi amigo en la soledad.

 

Ya no vamos de carrera

por la extendida pradera

pues somos viejos los dos.

¡Oh mi moro, el cielo quiera

acabemos la carrera

muriendo juntos los dos!

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