José Martínez Ruiz
Azorín

La mariposa y la llama

La ecuación

Los niños en la playa

AL MARGEN DE LOS CLASICOS

LA RUTA DE DON QUIJOTE

CASTILLA

 

 

 

La mariposa y la llama

      _¿Se acuerda usted, Blanca, de aquella plazoleta que vimos en León, hace seis años?

      _¿Hace seis años? ¿Hace ya seis años?

       Y Blanca Durán, recostada en un amplio sillón, indolentemente, pasea una mirada, un poco triste, por la estancia.

      _Sí; hace ya seis años _replica el poeta Joaquín Delgado.

      _¡Cómo pasar el tiempo! __exclama Blanca. Y lanza a lo alto una bocanada de humo. Con el cigarrillo entre los dedos se queda luego absorta, pensativa.

      La comida ha terminado. Después de la comida _no en el comedor grande del palacio; en un comedor chiquito, íntimo_, después de la comida, los cuatro o seis comensales _poetas, novelistas, escritores independientes_ charlan con entera libertad en la estancia cómoda, silenciosa. El tiempo transcurre plácidamente. En tanto que el humillo del cigarro se eleva en caprichosas espirales, Blanca piensa en la lejana y vieja ciudad. Una grata sensación _de melancolía, de voluptuosidad_ embarga sus nervios.

      _¡Cómo pasa el tiempo! _toma a exclamar la dama.

      Los comensales se hallan también arrellanados en anchos divanes; fuman, y de cuando en cuando se incorporan y alargan el brazo para tomar una copita de licor en una mesilla próxima. La conversación es lenta, suave, apacible. No hay en la grata charla ni prejuicios, ni temores, ni escrúpulos. Se habla de todo libremente y con sencillez.

      _¡Cómo pasa el tiempo! _dice por tercera vez Blanca.

      Sus labios, rojos, sensuales, se entreabren para arrojar una bocanada de humo. Con la punta rosada del meñique derriba la ceniza del cigarrillo.

      _¡Yo quisiera ver otra vez esa plazoleta de León! _dice después de un momento de meditación.

      _¿Se acuerda usted, Blanca, qué paz, qué silencio, qué profundo sosiego había en aquella placita? _pregunta el poeta.

      _¡Sí, sí!... _exclama Blanca_. ¡Una paz maravillosa! _¡ Un silencio tan denso, tan profundo, como  si fuera de muerte! _replica su interlocutor.

      _¿Quién habla de muerte? _pregunta otro de los comensales, después de sorber, tumbado, una copita de licor.

      _¡Un silencio maravilloso! _añade Blanca_. ¡Yo quisiera ver otra vez esa plazoleta!

      _Las plazoletas de las viejas ciudades españolas _añade el poeta_ tienen un encanto inexplicable, misterioso.

      _¿Misterioso como la muerte? _pregunta desde lejos el comensal que había sorbido antes la copita de licor.

      _¡No habléis de muerte! _grita otro_. ¡Viva la vida!

      _¡Yo quisiera ver otra vez esa plazoleta! _repite Blanca. Su mirada vaga por el ámbito del salón, ensoñadora, melancólica; de sus labios se escapa otra bocanada de humo. Y ahora, recostada en el sillón, permanece un largo rato absorta, ensimismada, pensando en lo indefinido.  

      Es el otoño. Las arboledas se tiñen de amarillo pálido; luego, el amarillo es más intenso; luego, el matiz es de oro viejo. Blanca ha salido de Madrid para hacer, en automóvil, el viaje a León. Desea ver, en estos días melancólicos del declinar del año, la plazoleta que le encantara otra vez. El automóvil, poderoso, camina rápidamente. Blanca contempla, a lo lejos, la silueta azul de las montañas, y no piensa en nada. A la salida del Guadarrama, un accidente hace detenerse el coche. No ha pasado cosa mayor; los viajeros no han sufrido ningún daño; pero es preciso volver a Madrid para reparar los desperfectos del coche. ¿Podrán a la mañana siguiente reanudar el viaje los distinguidos viajeros? La jornada ha comenzado mal. Dos días después del retorno a Madrid, Blanca recibe un telegrama de París. Es preciso que la dama se ponga inmediatamente en camino; asuntos urgentes reclaman su presencia en la capital de Francia. El viaje a León queda aplazado indefinidamente; pero Blanca piensa en la vieja ciudad, y con los ojos del espíritu ve la reducida plazoleta, donde ella quisiera volver a estar un momento. Un momento en que ella tornaría a gozar del silencio, de la paz, del sosiego profundo.

      ¿Por qué no emprender ahora mismo, en estos días, el viaje a León? ¿Por qué no ponerse de nuevo en camino? El automóvil se halla ya reparado, los asuntos de París tal vez puedan ser resueltos sin su presencia. De Madrid a París y de París a Madrid van y vienen telegramas. Blanca trata de excusar su presencia en la gran ciudad; a un telegrama urgente, conminatorio, contesta con otro terminante, categórico. Desea no hacer en estos días su viaje a París; que se arregle todo sin ella; que hagan lo que les parezca pertinente; ella irá más tarde... Y todo es en vano. La plazoleta de León _tan silenciosa, tan sosegada_ no podrá ahora ser vista por la romántica dama. La presencia de Blanca en París es imprescindible. Y allá se va, entristecida, contrariada, nuestra bella viajera...

      Pero de París puede ir a todas partes. De París, indudablemente, se puede ir a Roma, a Berlín, a Viena, a Constantinopla. De París se puede ir también a León. En su cuarto del hotel, en París, Blanca piensa en la placita de León. El cielo es gris, de plata, en estos días invernizos; la temperatura es templada, no aprietan los fríos; una sensación agridulce de frialdad, no mucha, incita al paseo, al paseo largo, tonificador. A lo largo de los pretiles del Sena, Blanca, la ensoñadora, la romántica; Blanca, la generosa, va marchando rápidamente bajo el cielo de color de ceniza. De cuando en cuando se detiene un momento ante un puestecillo de libros viejos; sus finas manos cogen un volumen, , pasan sus hojas negligentemente. Lo toman a dejar con cuidado. .. Y el pensamiento de Blanca, divagador, ensoñador, va lejos, muy lejos; va a la plazoleta de la vieja ciudad.

      Dentro de dos días, resueltos los asuntos de París, Blanca marchará a León. Ya es cosa decidida. Dos días en León, y después a Madrid. Pero al volver esta tarde al hotel esperaba a la viajera una grata sorpresa. Han venido de Londres a verla unos antiguos amigos. La alegría de Blanca ha sido sincera, cordialísima. Los queridos amigos vienen a París a ver a Blanca, y luego han de proseguir su viaje hacia el Mediterráneo. ¡Qué hermoso viaje este que van a emprender los amigos de la distinguida madrileña! Y Blanca debía de acompañarles; ellos no se consolarían nunca de que su amiga, su querida amiga, no vaya con ellos. Las instancias son tan reiteradas, tan cariñosas, que Blanca decide acompañarles en su peregrinación.

¡Qué azul es el Mediterráneo! En el azul del mar, bajo el azul del cielo, se ve allá, a lo lejos, emerger el resalto de una isla. No hay en toda la inmensidad _llana y plácida_ más que dos colores, dos matices de azul, el del cielo y el del mar. Dos colores que son uno mismo; un mismo color de azul, con combinaciones y matices diversos. A veces, el del cielo más intenso; a veces, más intenso el del mar. Y de tarde en tarde, arriba y abajo, unos penachos, unos burujones blancos, espumosos, que se mueven y caminan lentos o rápidos. Arriba, las nubes; abajo, la crestería de las olas. Y ahora, a lo lejos, en la remota lejanía, después de la embriaguez del azul, los ojos comienzan a distinguir una pincelada _tenue, sutil_ de violeta, de morado y de oro.

      Sobre cubierta, Blanca, sentada en una larga silla, contempla este surgimiento lejano de una isla. Y su pensamiento, del cielo, del mar, de la isla remota, pasa en un instante a la placita silenciosa de la vieja ciudad.

      Después del largo viaje por el Mediterráneo, por oriente, Blanca ha invitado a sus amigos a pasar unos días en su casa de San Sebastián. Cuando, dentro de un par de semanas, sus amigos regresen a Londres, ella emprenderá el viaje a León. De camino a Madrid, torcerá un poco la ruta: se detendrá unas horas en la histórica ciudad y luego continuará su marcha hacia la capital de España.

      Al día siguiente de marcharse los amigos de Londres, Blanca se siente un poco indispuesta. No es nada, sin embargo. No es nada; pero el médico le aconseja que no vuelva a Madrid. Lo indicado, dada la naturaleza de la enferma, es que Blanca vaya a pasar un mes o dos en Suiza. Blanca necesitaba, en realidad, hace tiempo haber estado en un clima de altura. El médico insiste en su recomendación. No es posible hacer por ahora el viaje a la ciudad castellana.

      Y ya se halla la viajera en un hotel de la montaña suiza. Desde su cuarto, con las ventanas abiertas, Blanca contempla ahí cerca, muy cerca, la cumbre alba, cana por las nieves, de un monte. ¿Cerca, muy cerca? La transparencia del aire es tal, que, estando muy distante la montaña, parece que se va a tocar con la mano. Y en el aire, tan sutil, tan transparente, se eleva y resalta la blancura de la montaña. Luego, debajo, en las vertientes, todo es oscuro, negro, hosco. Los barrancos son de una profundidad tenebrosa; acá y allá, en la negrura, brilla, resplandece, una arista cubierta de nieve.

La mirada de Blanca se apacienta de lo blanco de la nieve, penetra en lo hondo de las quiebras, corre por el cielo translúcido. Y el pensamiento de la dama, ensoñador, corre en tanto hacia la plazoleta de la vieja ciudad.

       Ya se divisa, a lo lejos, la vieja ciudad. El viaje ha sido, por fin, realizado. La fatalidad ha ido haciendo que esta visita a León se demore. Los días, los meses, han ido pasando. Diríase que una fuerza oculta, misteriosa, iba poniendo obstáculos para que el viaje no se realizase. Y diríase también que otra fuerza, igualmente misteriosa y potente, iba poco a poco, con perseverancia, luchando por destruir esos obstáculos. Una lucha terrible, trágica, entre dos fuerzas contrarias, enemigas, se había entablado alrededor de tal viaje. Como una brizna, como una hoja seca que rueda por el suelo, la vida de Blanca, en la región insondable del misterio, iba y venía, llevada y traída, agitada por un vendaval de fatalidad. En tanto que su destino se decidía _allá, en lo Infinito_, Blanca contemplaba el Guadarrama, el cielo de París, el Mediterráneo, las montañas suizas...

      Ya está Blanca _tras tantos obstáculos vencidos_ en la vieja ciudad. La plazoleta no es ya la misma; han derribado parte de sus casas; en un lado, en unas edificaciones nuevas, han establecido un bar... La dama se halla en la plazoleta. Se oyen, de pronto, furiosas vociferaciones en el bar. Salen dos hombres corriendo; suena un disparo; la dama vacila un segundo; se lleva las manos al pecho; cae desplomada.

      En la región del insondable misterio, la batalla ha terminado. De las dos fuerzas contrarias, enemigas, ha vencido una: la muerte. Desde la nebulosa _la nebulosa del planeta_ acaso estaba dispuesto que una mujer ensoñadora, fina, delicada, romántica, había de vencer mil dificultades, mil obstáculos, que se oponían a su muerte, para ir _como la mariposa a la llama_ a buscar su fin a una placita llena de silencio, de paz, de sosiego, en la vieja ciudad.

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 La ecuación

A Francisco de Cossío

     Manchas verdes, redondas, cuadradas, de blando, suave, sedoso césped.

     _¿No puedo yo coger todo ese césped, acariciarlo con la mano, pasármelo suavemente por la cara? ¿Esta mi cara ardiente?  Entre el césped, caminitos de arena; arena dorada, menuda, cernida, que hace un leve ruidito, como un gemido, al ser pisada.

     _Y esta arenita, ¿no puedo yo cogerla también y hacerla escurrir entre mis dedos? Sí; como hacía cuando era niño y estaba yo en la playa. ¿He sido yo niño alguna vez?

     En el cielo azul _azul en este momento_, nubes redondas, blancas, de nácar, que caminan lentas.

     _¡Las nubes blancas! Borritas, corderitas; todas con lana suave y blanca. ¿No puedo yo coger estas corderitas?

     Entre el boscaje de los árboles, acá y allá, a cada momento, una tapia gris, se pierde el camino de arena entre los árboles; desaparece la tapia gris; el camino tuerce a un lado; aparece otra vez el muro negruzco.

     _¡Qué angustia! ¡Qué angustia! _piensa Pablo Cendra_. ¡Siempre ese muro gris! ¡No poder salir de aquí! ¿Quién me ha traído aquí? ¿Por qué estoy yo en este jardín?

     Y de pronto, después de haber estado con la cabeza baja, absorto, indiferente a todo, con profunda meditación, se yergue y exclama:

     _¡Mi ecuación! ¿Me había yo olvidado de mi ecuación? ¿Dónde está? No la he visto hoy. ¿Está entre las nubes blancas? ¿Entre las copas de los árboles? ¡Yo quiero mi ecuación!

     Se detiene Pablo Cendra, el dramaturgo tan aplaudido; mira al aire, a lo lejos, indefinidamente; otra vez grita:

     _¡Allí la veo! Sí; está allí; es como una mariposa de colores. Ya se acerca a mí; ya está aquí. Silencio; silencio.

     Y, como los niños que van a cazar una mariposa, se acerca pasito, con los labios contraídos por un mohín de atención, de ansiedad; extiende la mano blandamente sobre la hoja de una planta, y hace ademán de atrapar la mariposa. Sí; la tiene ya entre las manos. No se le escapará, tiene entre sus dedos blancos y suaves la codiciada ecuación. Con suavidad se aparta la americana y pone la ecuación dichosa entre el pecho y el paño de la chaqueta. Luego hace un gesto de apretar delicadamente contra el pecho la mano para hacer presión y que la ecuación no pueda escaparse. En los ojos de Pablo luce un relámpago de infantil contentamiento. Sí, sí; aquí está prisionera esa pérfida, maldita, condenada ecuación. Ya era hora de que la tuviera cautiva; ya puede ser feliz. Y un hondo suspiro de satisfacción se escapa de su pecho. Luego, poquito a poco, va apartando la americana del pecho; su cabeza se inclina; él quiere ver, contemplar, hartarse de mirar  su ecuación. Aparta la americana i investiga con la vista el pecho. ¿Será posible? ¿No está aquí la ecuación? ¿Por dónde se habrá marchado? Sí, sí; se ha marchado; no cabe duda. No está; no está aquí. Y de pronto, Pablo Cendra, el aplaudido dramaturgo, rompe en un largo, ruidoso, sentido lloro. En el mismo instante, un caballero se ha acercado a él _venía siguiéndole desde lejos_; le pone la mano cariñosamente en el hombro y le dice, con una voz paternal, afectuosa:

     _Vamos, Pablo, vamos; no se preocupe usted; otro día la cazará; no se ha perdido; la tendrá usted.

     _¿Ha estado usted esta tarde en el manicomio?

     _Y he visto a Pablo Cendra.

     _Cuente, cuente, doctor. ¿Cómo está Cendra?

     _Lo mismo que antes.

     _Decía que estaba mejor.

     _Es posible; yo lo he visto como siempre.

     _¡Caso extraño! ¿Y no tendrá cura?

     _Puede tenerla. Sí tuviera otro éxito grande, unánime, clamoroso.

     _Pero en el manicomio, ¿cómo va a escribir?

     _¡Y estando como está!

     _¡Claro!

     _¡Pobre Pablo Cendra!

 

     El primer éxito, fracaso, incondicional, sin discrepancia, sin estridores; el primer éxito de Pablo Cendra fue su comedia El beso en la mejilla. Era una obra bonita, correcta, de un humorismo simpático, con ciertos toques de sentimentalismo grato. El público, en masa, salió del teatro diciendo: “¡Qué bonito!” La segunda obra, Cendra la estreno ya casado; se casó con una hermana del novelista Eladio Peña. Todos sabemos la gran autoridad de Peña. Sus novelas _de puro y penetrante análisis_ son para pocos; el público de Peña es reducido y selecto. Peña cultiva lo que podíamos llamar la novela pura. Amalia, su hermana, había crecido, junto al novelista, en el culto ferviente por este arte delicado, fino, no de muchedumbre clamorosa. Y al enlazarse con Pablo Cendra pasaba del dominio de un público, el reducido y exigente, a otro, al vasto y frívolo. Los éxitos de su marido no disgustaba a Amalia. ¡Le veía ella tan esponjado de satisfacción volver al teatro! ¡Lucía en sus ojos un tal candor de niño! No le disgustaban los éxitos de Pablo; pero… en el otro lado estaba Eladio, su hermano, con su práctica sutil, aristocrática, de un arte selecto, y su desdén por la frivolidad de los grandes públicos burgueses. Y los amigos de la casa, los deudos, los íntimos, participaban del mismo callado, discreto, prudente sentir de Amalia. La segunda comedia de Pablo Cendra se titulaba Vergel de amor. El éxito fue tan brillantísimo. Se había establecido ya una perfecta correspondencia _una ecuación_ entre la sensibilidad del dramaturgo y la sensibilidad de la burguesía que iba al teatro a aplaudirle. No había exceso, ni en más ni en menos, en la personalidad de Pablo respecto de la masa burguesa que gustaba de su teatro. “¡Qué bonito es esto!”, era la frase de los espectadores cuando abandonaban el teatro, después de haber asistido a una representación de Cendra. Pero en la casa, entre los íntimos y familiares de Pablo, las sonrisas de satisfacción encubrían algo que Pablo _lleno de ingenuo contentamiento_ no veía. Y, sobre todo, Eladio Peña tenía un modo tan peculiar, raro, extraño de aprobar el arte de Pablo…

     _Pero bien. ¿Cree usted que con este humito bastará para lograr el efecto logrado?

     _Vamos, Amalia; usted es una incrédula.

     _¿Yo? Cualquiera se resistiría en creer en tal patraña.

     _¿Llama usted patraña a lo que es el secreto profundo, maravilloso, de un sabio del Tibet?

     _De modo, querido amigo, que usted ha estado en la India…

     _He estado en la India.

     _Ha encontrado un sabio budista en una caverna…

     _En una caverna.

     _Ese sabio la ha entregado a usted el secreto de la autocrítica.

     _Me ha entregado el secreto de la autocrítica.

     _Y ese secreto consiste en quemar esta pastillita en la habitación del hombre al que se quiere transformar.

     _Exactamente. Y con ese perfume, con esa fragancia del humito de esa pastilla se llega a la concentración de sí mismo, a la meditación profunda, al conocimiento del propio yo, de sus relaciones con las cosas, con el mundo.

     _¡Y esa autoconsideración, es autocrítica, transforma a un hombre por completo!

     _Naturalmente, Y hace que un artista, de frívolo y superficial, se convierta en original y profundo.

     _¡Bah, bah, bah!

     _Ea, Amalia, poco cuesta probarlo.

     _Pues lo probaremos.

     Pablo Cendra, después del grande, clamorosa unánime éxito de Los sueños están servidos, su tercera comedia, ha querido escribir la cuarta. El éxito de esta obra ha sido inmenso; pero el gesto de Eladio Peña, de Amalia, de los más íntimos de la casa, se ha pronunciado en un sentido extraño, raro, incomprensible. Incomprensible para el candor de Pablo Cendra. Pablo Cendra está seguro de sí mismo; no lee nada; no necesita informarse de nada _por medio de libros y revistas_; si él entrara en contacto con las modalidades distintas de la suya, su personalidad se disgregaría. No podrá él escribir _leyendo cosas extranjeras_ como él escribe ahora. Y escribe con aplauso fervorosa, entusiasta, del público. “¡Qué bonito es esto!”, exclama el público ante una obra de Pablo Cendra. Y ésta es la más alta recompensa del comediógrafo.

     Pablo se ha sentado ante su mesa para comenzar a escribir una nueva obra. Ya están listas las cuartillas sobre la mesa. Pero, ¿no se percibe en la estancia un ligero perfume? Sí, sí; algo han quemado aquí. A duras penas se nota; pero, sí hay algo en el ambiente que indica un sahumerio . Pablo ha trazado unas cuantas líneas en la primera cuartilla. Pero no le gusta lo que acaba de escribir. La luz del despacho es de un ligero matiz rosa. El cesto de los papeles _que está junto a la mesa_ estorba un poco los movimientos del dramaturgo. Nunca ha sucedido esto. Este cesto de los papeles rotos es ahora más grande que antes. Y las líneas rectas de la estancia, de todo lo que hay en la estancia, van tomando una curvatura extraña. Las líneas de las jambas de las ventanas, la de los estantes de los libros _libros anodinos, vulgares_, las de los cuadros colgados de las paredes se abomban, se hinchan de un modo raro. Pablo ha comenzado a escribir en otra cuartilla. Tampoco lo escrito le satisface. La luz ha ido tomando un tinte violáceo. Y el cesto de los papeles ha crecido de un modo colosal; no puede apartar la vista Pablo de ese cesto, grande, formidable, inmenso. De su borde se escapan las cuartillas rotas, estrujadas, apelotonadas… Decididamente, Pablo Cendra, tan fácil, tan fluente, no puede trabajar hoy. No sabe lo que le sucede. Piensa en sí mismo; se hace él mismo la crítica de su obra, de su modo de trabajar, de su modo interior. Y comienza a sentir un desasosiego, un descontento de sí, que no asentido nunca.

     El segundo día que Pablo Cendra se ha sentado a trabajar la luz era de color verde. Pablo ha escrito la primera cuartilla; luego la pasado la segunda. Las líneas de la ventana, de los muebles, de los cuadros parecían retorcerse, formar arabescos, raigambres . El cesto de los papeles, que antes ha estado formidable , ahora, a medida que va escribiendo Pablo, disminuye de tamaño, recobra sus dimensiones naturales. Poco a poco el dramaturgo ha ido trazando escena tras escena; la luz es de un intenso color verdoso. Ya no rebasan las cuartillas estrujadas del cesto de los papeles rotos. La mirada del dramaturgo, en un instante de respiro, se ha posado allí enfrente, en un estante, donde se hallan encuadernadas primorosamente las anteriores obras del comediógrafo, y Pablo ha experimentado una honda sensación de disgusto.

     La nueva obra va marchando. La luz, en los días sucesivos, es de rojo brillante _color cálido, férvido_; ya Pablo Cendra ha encontrado de lleno en la comedia. Las líneas de estancia, las del balcón, de los estantes, de los cuadros, se retuercen en un baile fantástico de ondulaciones y engarabitamiento. Se ha acabado la placidez y regularidad de la línea recta, igual, uniforma. Todo es ahora raro, extraño, misterioso en la estancia. Y Pablo Cendra piensa en sí y en su obra, se autoanaliza. La autocrítica ha entrado en su espíritu.

     Todo, en la casa, en el mundo, en las relaciones de las cosas, es distinto que antes. ¿Está satisfecho Pablo de sí mismo y de su obra? Y el público, ¿Qué dirá de esta nueva obra del aplaudido comediógrafo?

     En fracaso de Las cosas y el mundo, de Pablo Cendra, fue terrible. ¡Y, sin embargo, qué bella, magnifica, soberana obra! Todos los familiares de Pablo _y, en primer término, Amalia y Eladio Peña_ estaban encantados. Por primera vez Pablo había hecho una positiva obra de arte y de teatro a la par.

     Sí, había hecho una maravillosa obra; pero la ecuación, la gratísima ecuación entre el comediógrafo y el público, estaba perdida, rota. El choque nervioso sufrido por Pablo, con el disgusto y las protestas de público, fue terrible; todo el organismo del comediógrafo se conmovió profundamente. No le servían de contrapeso las aprobaciones de un público reducido, selecto, el público de Eladio Peña. No pudo sobreponerse a su derrota. Y poco tiempo después…

     ¡Nubes, nubecitas! ¡Camino, caminito de arena! ¡Árboles, árboles verdes! ¡Césped, césped sedoso que yo quisiera acariciar con mis manos!... ¿Y mi ecuación? ¿Dónde está? ¿He sido yo niño alguna vez? Quiero llorar, quiero llorar…

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  Los niños en la playa.

¿Un

 cuento de niños en la playa? Perfectamente. Principiemos. Pues, señor, una vez había un poeta; se llamaba Félix Vargas. El poeta está al lado del mar, en una casa ancha, clara, limpia. No es un poeta pobre; es, sí, una excepción entre los poetas. Y tiene buen gusto; esto no era preciso decirlo tratándose de un verdadero poeta. En la casa hay una terraza embaldosada con grandes losas; el poeta ama la piedra, la piedra granulienta _la del Guadarrama_, la piedra arenisca, fácil y blanda para el trabajo; dura en cuantos los vientos la van azotando y las aguas la mojan; la piedra tallada por cincel ingenuo, en populares imágenes; la piedra tosca, irregular, que se traba en los muros con dura argamasa. El poeta ama la piedra y el agua. Desde la terraza de su casa de verano se divisa un panorama de mar espléndido. De día el mar es azul, verde, glauco, gris, ceniciento. De noche, allá arriba, fulge, con intermitencias, la luz de un faro, y las olas hacen acompasadamente, un son rítmico y ronco, un son que en los primeros instantes del sueño, entre vigilia y sueño, el poeta escucha complacido, voluptuoso. Y aquí, en la playa, a dos pasos de la terraza, durante toda la mañana, entre los bañistas extendidos por la dorada arena, los niños, van, vienen, triscan, devanean, corren delante de las olas cuando las olas avanzan; las persiguen, las pisotean, chapoteando con sus piececitos desnudos cuando las olas, después de haber hecho un esfuerzo avanzando hacia los bañistas se retiran cansadas para arremeter luego de nuevo.

      El poeta trabaja a primera hora de la mañana, cuando el aire es delgado y fresco, cuando la luz es cristalina y virginal; luego, próximo al mediodía vienen a verle tres, cuatro o seis amigos. Félix Vargas a esa hora está un poco cansado de la meditación. Los tertuliantes charlan; pero él, como si hubiera interpuesto una neblina entre los amigos y su persona, escucha vagamente, como en ausencia, como desde lejos, las palabras frívolas, ligeras, actuales de señoras y caballeros. Y sólo cuando habla Plácida Valle parece que la neblina se desgarra y que el poeta escucha claras, distintas, las palabras. Plácida Valle es alta, esbelta, con el pecho armoniosamente levantado, sin exageración; todas sus líneas son llenas, henchidas, y en su faz, con tornasoles de gravedad, de alegría, los labios forman un breve trazo rojo, carnosito, fresco. ¿Dónde vive Plácida Valle? Allá arriba, en un monte en otra casita frete al mar. La soledad le place un poco a esta mujer; ya los años han ido pasando, y el goce de la vida, para Plácida, ha de ser hondo, sosegado y estable. Toda la persona en Plácida respira serenidad y señorío. Cuando habla, sus palabras son lentas y discretas; su mano, una blanca mano gordezuela, se mueve con imperio y con gracia. No dice nunca nada Plácida; no profiere cosas agudas, profundas; pero estas palabras vulgares, corrientes, que ella pronuncia, al ser dichas de modo tan pausado, grave, producen en el poeta el encanto de una inaudita melodía.

      Plácida Valle habla, y el poeta, tendido en una larga silla, se incorpora un poco, la mira, la escucha en silencio, embelesado. ¿Podrá haber para el poeta algo nuevo en la vida? La fama le ha dado sus goces, es popular y es selecto al mismo tiempo. Ser para pocos un artista, es vivir confinado en un ambiente estrecho, limitado, angosto; se tiene la aprobación, el fervor de unos pocos discípulos, de un puñado de admiradores. Pero ¿y esta mirada larga, curiosa, ansiosa de un transeúnte que pasa y os reconoce? ¿Y esta sonrisa afable en el tren, en un restaurante, en un museo, de tal o cual lectora que sigue paso a paso vuestra obra? ¿Y esta resonancia grata, especial _y fecunda_ que vuestra obra produce en la inmensidad de la muchedumbre? De la muchedumbre que, dichosamente, con vuestras obras y con las similares de compañeros vuestros, van afinando poco a poco su sensibilidad para llegar a un nivel elevado de paz y de confraternidad mundiales. El poeta Félix Vargas gusta de lo selecto, de lo recoleto e íntimo; pero al mismo tiempo él padecería un poquito si, limitada su obra a un grupo, el público grande no la conociera. Hay en él, en el fondo de su espíritu, en lo más reservado, un suave desdén para os públicos grandes; pero la vanidad tal vez, tal vez la suprema piedad, piedad para todo ser humano, protestan y le sacan como a rastras, pero con suavidad, del estrecho círculo de los selectos del área grande, donde el sol es pleno y los vientos azotan.

      Lo ha visto todo Félix Vargas, y está un poco cansado de la vida. El cielo es bajo y gris en esta mañana de verano; los niños, sobre la dorada arena, van y vienen y retozan. En la terraza del poeta se ha charlado un momento; todos los tertuliantes han ido desapareciendo. Todos, no; queda aquí rezagada, como idealmente prendida en una redecita de ensueño, de deseos, de esperanzas, la señoril Plácida Valle. Plácida pasa las páginas de un libro sin ver el texto, y Félix lanza a lo alto una bocanada de humo. Estos días un joven crítico le ha visitado para pedirle datos sobre su vida. Para el poeta es un tormento el regresar desde el momento presente al pretérito. Tiene la superstición del tiempo; la evocación del pasado le agobia; diríase que el evocar el pasado, su pasado _la niñez, la adolescencia, la juventud_, ese cúmulo de horas, de días, de meses y de años, se yergue frente a él y le anonada con su peso terrible. Para contestar _en las cuatro sesiones_ al crítico, el poeta ha tenido que pensar y pensar muchas horas. Y pensaba, evocando su niñez, su juventud, por las noches, a primera hora, en tanto que en la playa, las olas, en lo oscuro, iban y venían sobre la arena.

       Con Plácida habla ahora Félix de su pasado.

      _¡Qué mundo de recuerdos tan angustiosos! _exclama Félix.

      _Habitualmente, el pasado para mí es un caos negro, un espacio tenebroso. No quiero ver nada en él; es grato para mí el no distinguir nada en mi pasado; tengo así la sensación de ser siempre joven, de ver siempre nueva la vida. Y mi trabajo, estando yo siempre en el presente, siempre y con toda mi personalidad, es más grato, más fácil y más fecundo.

      Plácida escucha de pie, majestuosa, al poeta, a su poeta; de poco tiempo a esta parte datan sus amistades. La mano gordezuela y rosada de la dama se ha posado, como una flor, en las páginas blancas del libro.

      Y el poeta añade:

      _Estos días he tenido que evocarme niñez. Y la he visto toda, toda, con una claridad deslumbradora. Al hacer el más ligero esfuerzo para escrutar lo pretérito se hace de pronto una luz en mi cerebro y desaparece la oscuridad, a grata, la fecunda oscuridad. Lo ha visto todo, Plácida. ¿Y sabe usted lo que no he podido ver claro?

      Félix Vargas se detiene, y Plácida posa en él, en sus ojos de poeta y de ensoñador, una mirada maternal, amorosa.

      _¿Ve usted los niños que juegan en la playa? Obsérvelos usted _ha continuado el poeta_. Corren, saltan, se cogen de la mano y avanzan en hilera… Mire usted aquellos dos, un niño y una niña. ¿Lo ve usted? Están allí, delante de aquel montón de arena; él tiene en la mano un bastón. Pues como ese niño y esa niña he estado yo… Yo, sí; yo he estado en la misma playa, como ese niño, cuando yo lo era, en compañía de una niña como ésa. Todos los días diez o doce amiguitos jugábamos en la arena. Y una vez me eche una novia; fue una novia de tres o cuatro días; no duró más el noviazgo. Como prenda de eterno amor eterno, sí, eterno, ella me regaló a mí una caracolilla de mar, y yo a ella exactamente lo mismo. Encontré ayer, rebuscando papeles en un cajón, esa caracolita. ¡Y cuánta emoción me produjo el hallazgo! La voy a traer; la verá usted.

      Félix Vargas se ha levantado rápidamente, ha entrado en la casa y ha traído la caracolita.

      _Lo que yo quisiera saber _ha añadido el poeta_ es quién era la niña que cambió conmigo esta prenda de eterno amor. ¡Eran tantas las niñas que he conocido en aquellos años de la infancia! No tengo ni la menor idea de ésta. ¡Y cuánto daría por verla ahora, después de tantos años!

      Plácida miraba en silencio al poeta. Durante un momento sus mejillas se han encendido con vivo carmín, sus ojos han brillado con una luz misteriosa. Y al despedirse ha dicho:

      _Félix, quiero que venga usted a mi casa. ¿Vendrá usted? Pasado mañana; tenemos que hablar. Le espero a usted.

      Y había una ligera emoción en sus palabras. Y su mano se ha abandonado unos segundos entre las manos del poeta.

      Dos días después Félix Vargas ha ido a ver a Plácida Valle. La emoción del poeta ha sido tremenda. Ha quedado un rato en suspenso, indeciso, puesta su mirada en los ojos azules y dulces de Plácida. En la mano, el poeta tenía una caracolita igual exactamente igual que la suya. Los mismos puntos negros en el reborde, en una y en otra, en la de Félix y en la de Plácida.

      _¿Usted, Plácida? ¿Usted? _repetía el poeta_ ¿Era usted… o es usted… aquella niña? ¡Qué terribles coincidencias del mundo! No puedo, Plácida; no puedo decir lo que siento. Me faltan palabras...

      Y la mano de Plácida, tan carnosita, tan rosada, tan suave, se ha posado un momento maternal, amorosa en la frente del poeta.

      De noche. Fuera, tinieblas. En las tinieblas, allá lejos, la luz que brilla, que desaparece, que torna a brillar, del faro. Y el ronco son de las olas, que también se percibe desde la casita de Plácida. La dama está sentada frente a una mesa, debajo del ancho y luminoso círculo de la lámpara. Con ella está su fiel y reservada camarista Tomasita. Todo es serenidad y silencio. Por la ventana, abierta de par en par, se ven fulgir las estrellas, rutilantes, en la inmensa bóveda negra.

      _La verdad _dice con voz grave y dulce Plácida_, la verdad, Tomasita, es que hemos trabajado bien. ¡Qué afanes y que trabajos! ¿Eh? Yo creí que no íbamos a poder encontrarla. ¡Cuánto hemos corrido! Pero la carocolita es igual, completamente igual que la de don Félix, con sus pintitas negras

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Al margen de los clásicos

 

Querido Juan Ruiz: sosiega un poco; siéntate; las gradas de este humilladero, aquí fuera de la ciudad, pueden servirnos de asiento durante un momento. Has corrido mucho por campos y ciudades y todavía no te sientes cansado. Tu vida es tumultuosa y agitada; quien te vea por primera vez sin conocerte, dirá sin equivocarse cómo eres, cuál es tu espíritu, lo que deseas y lo que amas. Tienes la cara carnosa y encendida; en la grosura de la faz aparecen tus ojos chiquitos como dos granos de mostaza. La nariz, recia, una nariz sensual, avanza como para olfatear olores de yantar o de mujer. Tu pestorejo revela obstinación y fuerza. ¿Y dónde dejamos los labios? Tus labios, Juan Ruiz, son el complemento de esa nariz recia y sensual: son unos labios gordos, colorados, que parecen estar gustando a toda hora mil gratísimos gustores. Has corrido mucho por la vida y todavía te queda que correr otro tanto. Descansa un momento aquí, en la serenidad de la tarde.  Allá en lo alto se yergue la ciudad _Segovia_ ; de esta ciudad tú has dicho que has estado en ella y que en ella no has hallado pozo dulce ni fuente perennal: non fallé poso dulce nin fuente perennal. ¿Qué querías decir con esto? ¿Es simbólico lo que has dicho? ¿Querías tú expresar la tristeza que sientes al no encontrar en la vida un poco de reposo y olvido? Pero el reposo y el olvido no son para ti; tú necesitas la animación, el ruido , el tumulto, el color, las sensaciones enérgicas, los placeres fuertes; tú necesitas ir a las ferias, estar en compañía de los estudiantes disipadores, tratar a las cantarinas y danzaderas; tú necesitas exaltarte, enardecerte con las músicas, los cantos amatorios, las alegres comilonas. El silencio, la paz. el recogimiento íntimo, la emoción delicada y tierna no son para ti. Tú no aspiras a eso tampoco. ¡Ya ves! Ahora, en estos momentos dulces y melancólicos de la tarde que muere, frente a la ciudad, en el sosiego de la campiña, tus ojos no recogen toda esta poesía delicada y profunda; tus ojos _¡oh querido Juan Ruiz_  van hacia aquel caserón, adonde tú dirigirás tus pasos esta noche, y en que tú sabes que hay unas lindas mujeres que cantan y danzan maravillosamente.

En febrero de 1903 fuimos nosotros, desde el bullicio de la Corte, en pleno carnaval, hasta la silenciosa Villanueva de los Infantes. Los muros se agrietan y desmoronan; las puertas y las ventanas de los viejos caserones están siempre cerradas; los anobios van calladamente taladrando las maderas. Profunda sensación de reposo y de silencio invadió nuestro espíritu. Desde las afueras del pueblo contemplamos la llanura y seguimos con la vista el camino que se aleja hasta la torres de Juan Abad. La misma tarde de nuestra llegada visitamos la casa en que murió Quevedo. Tiene la casa un zaguán estrecho y un patizuelo con una galería en que se ve una barandilla tosca de madera. A la izquierda, entrando a la casa, se abre una estancia reducida, con una ventana que da a la calle. No puede darse nada ni más sencillo ni más pobre. En tal estancia vino a acabar sus días, lejos del tráfago de las grandes ciudades, en el silencio, en la humildad el hombre que más que nadie en su tiempo había representado la agitación, la energía, el tumulto y la efervescencia de ideas. En la escala social, al lado opuesto del ocupado por Quevedo, polígrafo, poeta, filósofo, diplomático, hombre de acción, podemos imaginarnos a una viejecita de pueblo que no sabe nada ni ambiciona nada: una de estas viejecitas vestidas de negro era quien, al cabo de tres siglos, nos enseñaba la estancia en que murió el grande hombre.

Aquí _nos decía_; aquí, en este cuartito, es donde dicen que murió Quevedo.

 

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LA RUTA DE DON QUIJOTE

IV

El ambiente de Argamasilla

¿C

 

uánto tiempo hace que estoy en Argamasilla de Alba? ¿Dos, tres, cuatro, seis años? He perdido la noción del tiempo y la del espacio; ya no se me ocurre nada ni sé escribir. Por la mañana, apenas comienza a clarear, una bandada de gorriones salta, corre, va, viene, trina chillando furiosamente en el ancho corral; un gallo, junto a la ventanita de mi estancia, canta con metálicos cacareos. Yo he de levantarme. Ya fuera, en la cocina, se oye el ruido de las tenazas que caen sobre la losa, y el rastrear de las trébedes, y la crepitación de los sarmientos que principian a arder. La casa comienza su vida cotidiana: la Xantipa marcha de un lado para otro apoyada en su pequeño bastón; Mercedes sacude los muebles; Gabriel va a coger sus tijeras pesadas de alfayate, y con ellas se dispone a cortar los recios paños. Yo abro la ventanita; la ventanita no tiene cristales, sino un bastidor de lienzo blanco; a través de este lienzo entra una claridad mate en el cuarto. El cuarto es grande, alargado; hay en él una cama, cuatro sillas y una mesa de pino; las paredes aparecen blanqueadas con cal, y tienen un ancho zócalo ceniciento; el piso está cubierto por una recia estera de esparto blanco. Yo salgo a la cocina; la cocina está enfrente de mi cuarto, y es de ancha campana; en una de las paredes laterales cuelgan los cazos, las sartenes, las cazuelas; las llamas de la fogata ascienden en el hogar y lamen la piedra trashoguera.

      –Buenos días, señora Xantipa; buenos días, Mercedes.

      Y me siento a la lumbre; el gallo –mi amigo– continúa cantando; un gato –amigo mío también– se acaricia en mis pantalones. Ya las campanas de la iglesia suenan a la misa mayor; el día está claro, radiante; es preciso salir a hacer lo que todo buen español hace desde siglos y siglos: tomar el sol. Desde la cocina de esta casa se pasa a un patizuelo empedrado con pequeños cantos; la mitad de este patio está cubierto por una galería; la otra mitad se encuentra libre. Y de aquí, continuando en nuestra marcha, encontramos un zaguán diminuto; luego una puerta; después otro zaguán; al fin la salida a la calle. El piso está en altos y bajos, desnivelado, sin pavimentar; las paredes todas son blancas, con zócalos grises o azules. Y hay en toda la casa –en las puertas, en los techos, en los rincones– este aire de vetustez, de inmovilidad, de reposo profundo, de resignación secular –tan castizos, tan españoles– que se percibe en todas las casas manchegas, y que tanto contrasta con la veleidad, la movilidad y el estruendo de las mansiones levantinas.

     Y luego, cuando salimos a la calle, vemos que las anchas y luminosas vías están en perfecta concordancia con los interiores. No son estos los pueblecillos moriscos de Levante, todo recogidos, todo íntimos; son los poblados anchurosos, libres, espaciados, de la vieja gente castellana. Aquí cada imaginación parece que ha de marchar por su camino, independiente, opuesta a toda traba y ligamen; no hay un ambiente que una a todos los espíritus como en un haz invisible; las calles son de una espaciosidad extraordinaria; las casas son bajas y largas; de trecho en trecho, un inconmensurable portalón de un patio rompe, de pronto, lo que pudiéramos llamar la solidaridad espiritual de las casas; allá, al final de la calle, la llanura se columbra inmensa, infinita, y encima de nosotros, a toda hora limpia, como atrayendo todos nuestros anhelos, se abre también inmensa, infinita, la bóveda radiante. ¿No es este el medio en que han nacido y se han desarrollado las grandes voluntades, fuertes, poderosas, tremendas, pero solitarias, anárquicas, de aventureros, navegantes, conquistadores? ¿Cabrá aquí, en estos pueblos, el concierto íntimo, tácito, de voluntades y de inteligencias, que hace la prosperidad sólida y duradera de una nación? Yo voy recorriendo las calles de este pueblo. Yo contemplo las casas bajas, anchas y blancas. De tarde en tarde, por las anchas vías cruza un labriego. No hay ni ajetreos, ni movimientos, ni estrépitos. Argamasilla en 1575 contaba con 700 vecinos; en 1905 cuenta con 850. Argamasilla en 1575 tenía 600 casas; en 1905 tiene 711. En tres siglos es bien poco lo que se ha adelantado. «Desde 1900 hasta la fecha –me dicen– no se han construido más allá de ocho casas». Todo está en profundo reposo. El sol reverbera en las blancas paredes; las puertas están cerradas; las ventanas están cerradas. Pasa de rato en rato, ligero, indolente, un galgo negro, o un galgo gris, o un galgo rojo. Y la llanura, en la lejanía, allá dentro, en la línea remota del horizonte, se confunde imperceptible con la inmensa planicie azul del cielo. Y el viejo reloj lanza despacio, grave, de hora en hora, sus campanadas. ¿Qué hacen en estos momentos don Juan, don Pedro, don Francisco, don Luis, don Antonio, don Alejandro?

      Estas campanadas que el reloj acaba de lanzar marcan el mediodía. Yo regreso a la casa.

      –¿Qué tal? ¿Cómo van esos duelos y quebrantos, señora Xantipa? –pregunto yo.

      La mesa está ya puesta; Gabriel ha dejado por un instante en reposo sus pesadas tijeras; Mercedes coloca sobre el blanco mantel una fuente humeante. Y yo yanto prosaicamente –como todos hacen– de esta sopa rojiza, azafranada. Y luego de otros varios manjares, todos sencillos, todos modernos. Y después de comer hay que ir un momento al Casino. El Casino está en la misma plaza; traspasáis los umbrales de un vetusto caserón; ascendéis por una escalerilla empinada; torcéis después a la derecha y entráis al cabo en un salón ancho, con las paredes pintadas de azul claro y el piso de madera. En este ancho salón hay cuatro o seis personas, silenciosas, inmóviles, sentadas en torno de una estufa.

      –¿No le habían hecho a usted ofrecimientos de comprarle el vino a seis reales? –pregunta don Juan tras una larga pausa.

      –No –dice don Antonio–; hasta ahora a mí no me han dicho palabra.

      Pasan seis, ocho, diez minutos en silencio.

      –¿Se marcha usted esta tarde al campo? –le dice don Tomás a don Luis.

      –Sí –contesta don Luis–, quiero estar allí hasta el sábado próximo.

      Fuera, la plaza está solitaria, desierta; se oye un grito lejano; un viento ligero lleva unas nubes blancas por el cielo. Y salimos de este casino; otra vez nos encaminamos por las anchas calles; en los aledaños del pueblo, sobre las techumbres bajas y pardas, destaca el ramaje negro, desnudo, de los olmos que bordean el río. Los minutos transcurren lentos; pasa ligero, indolente, el galgo gris o el galgo negro, o el galgo rojo. ¿Qué vamos a hacer durante todas las horas eternas de esta tarde? Las puertas están cerradas; las ventanas están cerradas. Y de nuevo el llano se ofrece a nuestros ojos, inmenso, desmantelado, infinito, en la lejanía.

      Cuando llega el crepúsculo suenan las campanadas graves y las campanadas agudas del Ave María; el cielo se ensombrece; brillan de trecho en trecho unas mortecinas lamparillas eléctricas. Esta es la hora en que se oyen en la plaza unos gritos de muchachos que juegan; yuntas de mulas salen de los anchos corrales y son llevadas junto al río; se esparce por el aire un vago olor de sarmientos quemados. Y de nuevo, después de esta rápida tregua, comienza el silencio más profundo, más denso, que ha de pesar durante la noche sobre el pueblo.

      Yo vuelvo a casa.

      –¿Qué tal, señora Xantipa? ¿Cómo van esos duelos y quebrantos? ¿Cómo está el salpicón?

      Yo ceno junto al fuego en una mesilla baja de pino; mi amigo el gallo está ya reposando; el gato –mi otro amigo– se acaricia ronroneando en mis pantalones.

      –¡Ay, Jesús! –exclama la Xantipa.

      Gabriel calla; Mercedes calla; las llamas de la fogata se agitan y bailan en silencio. He acabado ya de cenar; será necesario el volver al Casino. Cuatro, seis, ocho personas están sentadas en torno de la estufa.

      –¿Cree usted que el vino este año se venderá mejor que el año pasado? –pregunta don Luis.

      –Yo no sé –contesta don Rafael–; es posible que no.

      Transcurren seis, ocho, diez minutos en silencio.

      –Si continúa este tiempo frío –dice don Tomás– se van a helar las viñas.

      –Eso es lo que yo temo –replica don Francisco.

      El reloj lanza nueve campanadas sonoras. ¿Son realmente las nueve? ¿No son las once, las doce? ¿No marcha en una lentitud estupenda este reloj? Las lamparillas del salón alumbran débilmente el ancho ámbito; las figuras permanecen inmóviles, silenciosas, en la penumbra. Hay algo en estos ambientes de los casinos de pueblo, a estas horas primeras de la noche, que os produce como una sensación de sopor y de irrealidad. En el pueblo está todo en reposo; las calles se hallan oscuras, desiertas; las casas han cesado de irradiar su tenue vitalidad diurna. Y parece que todo este silencio, que todo este reposo, que toda esta estaticidad formidable se concentra, en estos momentos, en el salón del Casino y pesa sobre las figuras fantásticas, quiméricas, que vienen y se tornan a marchar lentas y mudas.

      Yo salgo a la calle; las estrellas parpadean en lo alto misteriosas; se oye el aullido largo de un perro; un mozo canta una canción que semeja un alarido y una súplica... Decidme, ¿no es este el medio en que florecen las voluntades solitarias, libres, llenas de ideal –como la de Alonso Quijano el Bueno–; pero ensimismadas, soñadoras, incapaces, en definitiva, de concertarse en los prosaicos, vulgares, pacientes pactos que la marcha de los pueblos exige?

 

VIII

La Venta de Puerto Lápiche

 

C

uando yo salgo de mi cuchitril, en el mesón de Higinio Mascaraque, situado en Puerto Lápiche, son las seis de la mañana. Andrea –una vieja criada– está barriendo en la cocina con una escobita sin mango.

–Andrea, ¿qué tal? –le digo yo, que ya me considero como un antiguo vecino de Puerto Lápiche–. ¿Cómo se presenta el día? ¿Qué se hace?

–Ya lo ve usted –contesta ella–; trajinandillo.

      Yo le pregunto después si conoce a don José Antonio; ella me mira como extrañando que yo pueda creer que no conoce a don José Antonio.

      –¡Don José Antonio! –exclama ella al fin–. ¡Pues si es más bueno este hombre!

Yo decido ir a ver a don José Antonio. Ya los trajineros y carreros de la posada están en movimiento; del patio los carros van partiendo. Pascual ha salido para Villarrubia con una carga de cebollas y un tablar de acelgas; Cesáreo lleva una bomba para vino a la quintería del Brochero; Ramón va con un carro de vidriado con dirección a Manzanares. El pueblo comienza a despertar; hay en el cielo unos tenues nubarrones que poco a poco van desapareciendo; se oye el tintinear de los cencerros de unas cabras; pasa un porquero lanzando grandes y tremebundos gritos. Puerto Lápiche está formado sólo por una calle ancha, de casas altas, bajas, que entran, que salen, que forman recodos, esquinazos, rincones. La carretera, espaciosa, blanca, cruza por en medio. Y por la situación del pueblo, colocado en lo alto de la montaña, en la amplia depresión de la serranía abrupta, se echa de ver que este lugar se ha ido formando lentamente, al amparo del tráfico continuo, alimentado por el ir y venir sin cesar de viandantes.

      Ya son las siete. Don José Antonio tiene de par en par su puerta. Yo entro y digo dando una gran voz:

      –¿Quién está aquí?

     Un señor aparece en el fondo, allá en un extremo de un largo y oscuro pasillo. Este señor es don José Antonio, es decir, es el médico único de Puerto Lápiche. Yo veo que, cuando se descubre, muestra una calva rosada, reluciente; yo veo también que tiene unos ojos anchos, expresivos; que lleva un bigotito gris sin guías, romo, y que sonríe, sonríe, con una de esas sonrisas inconfundibles, llenas de bondad, llenas de luz, llenas de una vida interna, intensa, tal vez de resignación, tal vez de hondo dolor.

     –Don José Antonio –le digo yo, cuando hemos cambiado las imprescindibles frases primeras–; don José Antonio, ¿es verdad que existe en Puerto Lápiche aquella venta famosa en que fue armado caballero Don Quijote?

      Don José Antonio sonríe un poco.

      –Esa es mi debilidad –me dice–; esa venta existe, es decir, existía; yo he preguntado a todos los más viejos del pueblo sobre ella; yo he recogido todos los datos que me ha sido posible... y –añade con una mirada con que parece pedirme excusas– y he escrito algunas cosillas sobre ella, que ya verá usted luego.

      Don José Antonio se halla en una salita blanca, desnuda; en un rincón hay una estufa; un poco más lejos destaca un aparador; en otro ángulo se ve una máquina de coser. Y encima de esta máquina reposan unos papeles grandes, revueltos. La señora de don José Antonio está sentada junto a la ventana.

     –María –le dice don José Antonio– dame esos papeles que están sobre la máquina.

     Doña María se levanta y coge los papeles. Yo tengo una grande, una profunda simpatía por estas señoras de pueblo; un deseo de parecer bien las hace ser un poco tímidas; acaso visten trajes un poco usados; quizá cuando se presenta un huésped, de pronto, en sus casas modestas, ellas se azoran levemente y enrojecen ante su vajilla de loza recia o sus muebles sencillos; pero hay en ellas una bondad, una ingenuidad, una sencillez, un ansia de agradar, que os hacen olvidar en un minuto, encantados, el mantel de hule, los desportillos de los platos, las inadvertencias de la criada, los besuqueos a vuestros pantalones de este perro terrible a quien no habíais visto jamás y que ahora no puede apartarse de vuestro lado. Doña María le ha entregado los papeles a don José Antonio.

     –Señor Azorín –me dice el buen doctor alargándome un ancho cartapacio–; señor Azorín, mire usted en lo que yo me entretengo.

     Yo cojo en mis manos el ancho cuaderno.

      –Esto –añade don José Antonio–, es un periódico que yo hago; durante la semana le escribo de mi puño y letra; luego, el domingo, lo llevo al Casino; allí lo leen los socios y después me lo vuelvo a traer a casa para que la colección no quede descabalada.

     En este periódico don José Antonio escribe artículos sobre higiene, sobre educación, y da las noticias de la localidad.

      –En este periódico –dice don José Antonio– es donde yo he escrito los artículos que antes he mencionado. Pero más luz que estos artículos, señor Azorín, le dará a usted el contemplar el sitio mismo de la célebre venta. ¿Quiere usted que vayamos?

      –Vamos allá –contesto yo.

Y salimos. La venta está situada a la salida del pueblo; casi las postreras casas tocan con ella. Mas yo estoy hablando como si realmente la tal venta existiese, y la tal venta, amigo lector, no existe. Hay, sí, un gran rellano en que crecen plantas silvestres. Cuando nosotros llegamos ya el sol llena con sus luces doradas la campiña. Yo examino el solar donde estaba la venta; todavía se conserva, a trechos, el menudo empedrado del patio; un hoyo angosto indica lo que perdura del pozo; otro hoyo más amplio marca la entrada de la cueva o bodega. Y permanecen en pie, en el fondo, agrietadas, cuarteadas, cuatro paredes rojizas, que forman un espacio cuadrilongo, sin techo, restos del antiguo pajar. Esta venta era anchurosa, inmensa; hoy el solar mide más de ciento sesenta metros cuadrados. Colocada en lo alto del puerto, besando la ancha vía, sus patios, sus cuartos, su zaguán, su cocina estarían a todas horas rebosantes de pasajeros de todas clases y condiciones; a una banda del Puerto se abre la tierra de Toledo; a otra, la región de La Mancha. El ancho camino iba recto desde Argamasilla hasta la venta. El mismo pueblo de Argamasilla era frecuentado de día y de noche por los viandantes que marchaban a una parte y a otra. «Es pueblo pasajero –dicen en 1575 los vecinos en su informe a Felipe II–; es pueblo pasajero y que está en el camino real que va de Valencia y Murcia y Almansa y Yecla». ¿Se comprende cómo Don Quijote, retirado en un pueblecillo modesto, pudo allegar, sin salir de él, todo el caudal de sus libros de caballerías? ¿No proporcionarían tales libros al buen hidalgo gentes de humor que pasaban de Madrid o de Valencia y que acaso se desahogarían de la fatiga del viaje charlando un rato amenamente con este caballero fantaseador? Y, ¿no le dejarían gustosos, como recuerdo, a cambio de sus razones bizarras un libro de Amadís o de Tirante el Blanco? ¡Y cuánta casta de pintorescos tipos de gentes varias, de sujetos miserables y altos no debió de encontrar Cervantes en esta venta de Puerto Lápiche en las veces innumerables que en ella se detuvo! ¿No iba a cada momento de su amada tierra manchega a las regiones de Toledo? ¿No tenía en el pueblo toledano de Esquivias sus amores? ¿No descansaría en esta venta, veces y veces, entre pícaros, mozas del partido, cuadrilleros, gitanos, oidores, soldados, clérigos, mercaderes, titiriteros trashumantes, actores?

      Yo pienso en todo esto mientras camino, abstraído, por el ancho ámbito que fue patio de la posada; aquí veló Don Quijote sus armas una noche de luna.

      –Señor Azorín, ¿qué le parece a usted? –me pregunta don José Antonio.

      –Está muy bien, don José Antonio –contesto yo.

      Ya la neblina que velaba la lejana llanura se ha disipado. Enfrente de la venta destaca, a dos pasos, negruzca, con hileras de olivos en sus faldas, una montaña; detrás, aparece otro monte. Son las dos murallas del puerto. Ha llegado la hora de partir. Don José Antonio me acompaña un momento por la carretera adelante; él está enfermo; él tiene un cruelísimo y pertinaz achaque; él sabe que no se ha de curar; los dolores atroces han ido poco a poco purificando su carácter; toda su vida está hoy en sus ojos y en su sonrisa. Nos hemos despedido; acaso yo no ponga de nuevo mis pies en estos sitios. Y yo he columbrado a lo lejos, en la blancura de la carretera, cómo desaparecía este buen amigo de una hora, a quien no veré más...

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La Cueva de Montesinos

 

Y

a el cronista se siente abrumado, anonadado, exasperado, enervado, desesperado, alucinado por la visión continua, intensa, monótona de los llanos de barbecho, de los llanos de eriazo, de los llanos cubiertos de un verdor imperceptible, tenue. En Ruidera, después de veintiocho horas de carro, he descansado un momento; luego, venida la mañana, aún velado el cielo por los celajes de la aurora, hemos salido para la Cueva de Montesinos. Cervantes dice que de la aldea hasta la cueva median dos leguas; esta es la cifra exacta. Y cuando se sale del poblado, por una callejuela empinada, tortuosa, de casas bajas, cubiertas de carrizo; cuando, ya en lo alto de los lomazos, hemos dejado atrás la aldea, ante nosotros se ofrece un panorama nuevo, insólito, desconocido en esta tierra clásica de las llanadas, pero no menos abrumador, no menos monótono, no menos uniforme que la campiña rasa. No es ya la llanura pelada; no son los surcos paralelos, interminables, simétricos; no son las lejanías inmensas que acaban con la pincelada azul de una montaña. Es sí, un paisaje de lomas, de ondulaciones amplias, de oteros, de recuestos, de barrancos hondos, rojizos, y de cañadas que se alejan entre vertientes con amplios culebreos. El cielo es luminoso, radiante; el aire es transparente, diáfano; la tierra es de un color grisáceo, negruzco. Y sobre las colinas sombrías, hoscas, los romeros, los tomillos, los lentiscos extienden su vegetación acerada, enhiesta; los chaparrales se dilatan en difusas manchas; y las carrascas con sus troncos duros, rígidos, elevan sus copas cenicientas que destacan rotundas, enérgicas, en el añil intenso...

      Llevamos ya una hora caminando a lomos de rocines infames; las colinas, los oteros y los recuestos se suceden unos a otros, siempre iguales, siempre los mismos, en un suave oleaje infinito; reina un denso silencio; allá a lo lejos, entre la fronda terrera y negra, brillan, refulgen, irradian las paredes nítidas de una casa; un águila se mece sobre nosotros blandamente; se oye, de tarde en tarde, el abaniqueo súbito y ruidoso de una perdiz que salta. Y la senda, la borrosa senda que nosotros seguimos, desaparece, aparece, torna a esfumarse. Y nosotros marchamos lentamente, parándonos, tornando a caminar, buscando el escondido caminejo perdido entre lentiscos, chaparros y atochares.

      –Estas sendas –me dice el guía– son sendas perdiceras, y hay que sacarlas por conjetura.

      Otro largo rato ha transcurrido. El paisaje se hace más amplio, se dilata, se pierde en una sucesión inacabable de altibajos plomizos. Hay en esta campiña bravía, salvaje, nunca rota, una fuerza, una hosquedad, una dureza, una autoridad indómita que nos hace pensar en los conquistadores, en los guerreros, en los místicos, en las almas, en fin, solitarias y alucinadas, tremendas, de los tiempos lejanos. Ya a nuestra derecha, la tierra cede de pronto y desciende en una rápida vertiente; nos encontramos en el fondo de una cañada. Y yo os digo que estas cañadas silenciosas, desiertas, que encontramos tras largo caminar, tienen un encanto inefable. Tal vez su fondo es arenoso; las laderas que lo forman aparecen rojizas, rasgadas por las lluvias; un allozo solitario crece en una ladera; se respira en toda ella un silencio sedante, profundo. Y si mana en un recodo, entre juncales, una fuentecica, sus aguas tienen un son dulce, susurrante, cariñoso; y en sus cristales transparentes se espejea acaso durante un momento una nube blanca que cruza lenta por el espacio inmenso. Nosotros hemos encontrado en lo hondo de este barranco un nacimiento tal como estos; largo rato hemos contemplado sus aguas; después, con un vago pesar, hemos escalado la vertiente de la cañada y hemos vuelto a empapar nuestros ojos con la austeridad ancha del paisaje ya visto. Y caminábamos, caminábamos, caminábamos. Nuestras cabalgaduras tuercen, tornan a torcer, a la derecha, a la izquierda, entre encinas, entre chaparros, sobre las lomas negras. Suenan las esquilas de un ganado; aparecen diseminadas acá y allá las cabras negras, rojas, blancas, que nos miran un instante atónitas, curiosas, con sus ojos brillantes.

      –Ya estamos –grita el guía de pronto.

      En La Mancha «una tirada» son seis u ocho kilómetros; «estar cerca» equivale a estar a distancia de dos kilómetros; «estar muy cerca» vale tanto como expresar que aún nos queda por recorrer un kilómetro largo. Ya estamos cerca de la cueva famosa; hemos de doblar un eminente cerro que se yergue ante nuestra vista; luego hemos de descender por un recuesto; después hemos de atravesar una hondonada. Y, al fin, ya realizadas todas estas operaciones, descubrimos en un declive una excavación somera, abierta en tierra roja.

–«¡Oh, señora de mis acciones y movimientos, clarísima y sin par Dulcinea del Toboso!» –gritaba el incomparable caballero, de hinojos ante esta oquedad roja, en día memorable, en tanto que levantaba al cielo sus ojos soñadores.

      La empresa que iba a llevar a cabo era tremenda; tal vez pueda ser esta reputada como la más alta de sus hazañas. Don Alonso Quijano el Bueno está inmóvil, arrogante, ante la cueva; si en su espíritu hay un leve temor en esta hora, no lo vemos nosotros.

      Don Alonso Quijano el Bueno va a deslizarse por la honda sima. ¿Por qué no entrar donde él entrara? ¿Por qué no poner en estos tiempos, después que pasaron tres siglos, nuestros pies donde sus plantas firmes, audaces, se asentaron? Reparad en que ya el acceso a la cueva ha cambiado; antaño –cuando hablaba Cervantes–, crecían en la ancha entrada tupidas zarzas, cambroneras y cabrahígos; ahora, en la peña lisa, se enrosca una parra desnuda. Las paredes recias, altas, de la espaciosa bóveda son grises, bermejas, con manchones, con chorreaduras de líquenes verdes y de líquenes gualdos. Y a punta de navaja y en trazos desiguales, inciertos, los visitantes de la cueva, en diversos tiempos, han dejado esculpidos sus nombres para recuerdo eterno. «Miguel Yáñez, 1854», «Enrique Alcázar, 1861», podemos leer en una parte. «Domingo Carranza, 1870», «Mariano Merlo, 1883», vemos más lejos. Unos peñascales caídos del techo cierran el fondo; es preciso sortear por entre ellos para bajar a lo profundo.

      –«¡Oh, señora de mis acciones y movimientos –repite Don Quijote–, clarísima y sin par Dulcinea del Toboso! Si es posible que lleguen a tus oídos las plegarias y rogaciones de este tu venturoso amante, por tu inaudita belleza te ruego las escuches, que no son otras que rogarte no me niegues tu favor y amparo ahora que tanto lo he menester».

      Los hachones están ya llameando; avanzamos por la lóbrega quiebra; no es preciso que nuestros cuerpos vayan atados con recias sogas; no sentimos contrariedad –como el buen don Alonso–, por no haber traído con nosotros un esquilón para hacer llamadas y señales desde lo hondo; no saltan a nuestro paso ni siniestros grajos y cuervos ni alevosos y elásticos murciélagos. La luz se va perdiendo en un débil resplandor allá arriba; el piso desciende en un declive suave, resbaladizo, bombeado; sobre nuestras cabezas se extiende anchurosa, elevada, cóncava, rezumante, la bóveda de piedra. Y como vamos bajando lentamente y encendiendo a la par hacecillos de hornija y hojarasca, un reguero de luces escalonadas se muestra en lontananza, disipando sus resplandores rojos las sombras, dejando ver la densa y blanca neblina de humo que ya llena la cueva. La atmósfera es densa, pesada; se oye de rato en rato en el silencio un gotear pausado, lento, de aguas que caen del techo. Y en el fondo, abajo en los límites del anchuroso ámbito, entre unas quiebras rasgadas, aparece un agua callada, un agua negra, un agua profunda, un agua inmóvil, un agua misteriosa, un agua milenaria, un agua ciega que hace un sordo ruido indefinible –de amenaza y lamento– cuando arrojamos sobre ella unos pedruscos. Y aquí, en estas aguas que reposan eternamente, en las tinieblas, lejos de los cielos azules, lejos de las nubes amigas de los estanques, lejos de los menudos lechos de piedras blancas, lejos de los juncales, lejos de los álamos vanidosos que se miran en las corrientes; aquí en estas aguas torvas, condenadas, está toda la sugestión, toda la poesía inquietadora de esta Cueva de Montesinos...

 Cuando nosotros hemos salido a la luz del día, hemos respirado ampliamente. El cielo se había entoldado con nubajes plomizos; corría un viento furioso que hacía gemir en la montaña las carrascas; una lluvia fría, pertinaz, caía a intervalos. Y hemos vuelto a caminar, a caminar a través de oteros negros, de lomas negras, de vertientes negras. Bandadas de cuervos pasan sobre nosotros; el horizonte, antes luminoso, está velado por una cortina de nieblas grises; invade el espíritu una sensación de estupor, de anonadamiento, de no ser.

      –«Dios os lo perdone, amigos, que me habéis quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto ni pasado» –decía Don Quijote cuando fue sacado de la caverna.

      El buen caballero había visto dentro de ella prados amenos y palacios maravillosos. Hoy Don Quijote redivivo no bajaría a esta cueva; bajaría a otras mansiones subterráneas más hondas y temibles. Y en ellas, ante lo que allí viera, tal vez sentiría la sorpresa, el espanto y la indignación que sintió en la noche de los batanes, o en la aventura de los molinos, o ante los felones mercaderes que ponían en tela de juicio la realidad de su princesa. Porque el gran idealista no vería negada a Dulcinea; pero vería negada la eterna justicia y el eterno amor de los hombres.

     Y estas dolorosas remembranzas son la lección que sacamos de la Cueva de Montesinos.

ArribaAbajoXIII

En el Toboso

E

 

l Toboso es un pueblo único, estupendo. Ya habéis salido de Criptana; la llanura ondula suavemente, roja, amarillenta, gris en los trechos de eriazo, de verde imperceptible en las piezas sembradas. Andáis una hora, hora y media; no veis ni un árbol, ni una charca, ni un rodal de verdura jugosa. Las urracas saltan un momento en medio del camino, mueven nerviosas y petulantes sus largas colas, vuelan de nuevo; montoncillos y montoncillos de piedras grises se extienden sobre los anchurosos bancales. Y de tarde en tarde, por un extenso espacio de sembradura, en que el alcacel apenas asoma, camina un par de mulas, y un gañán guía el arado a lo largo de los surcos interminables.

      –¿Qué están haciendo aquí? –preguntáis un poco extrañados de que se destroce de esta suerte la siembra.

     –Están rejacando –se os contesta naturalmente.

Rejacar vale tanto como meter el arado por el espacio abierto entre surco y surco con el fin de desarraigar las hierbezuelas.

      –Pero, ¿no estropean la siembra? –tornáis a preguntar–. ¿No patean y estrujan con sus pies los aradores y las mulas los tallos tiernos?

      El carretero con quien vais, sonríe ligeramente de vuestra ingenuidad; tal vez vosotros sois unos pobres hombres –como el cronista– que no habéis salido jamás de vuestros libros.

      –¡Ca! –exclama este labriego–. ¡La siembra en este tiempo contra más se pise es mejor!

      Los terreros grisáceos, rojizos, amarillentos, se descubren, iguales todos, con una monotonía desesperante. Hace una hora que habéis salido de Criptana; ahora, por primera vez, al doblar una loma distinguís en la lejanía remotísima, allá en los confines del horizonte, una torre diminuta y una mancha negruzca, apenas visible en la uniformidad plomiza del paisaje. Esto es el pueblo del Toboso. Todavía han de transcurrir un par de horas antes de que penetremos en sus calles. El panorama no varía; veis los mismos barbechos, los mismos liegos hoscos, los mismos alcaceles tenues. Acaso en una distante ladera alcanzáis a descubrir un cuadro de olivos, cenicientos, solitarios, simétricos. Y no tornáis a ver ya en toda la campiña infinita ni un rastro de arboledas. Las encinas que estaban propincuas al Toboso y entre las que Don Quijote aguardara el regreso de Sancho, han desaparecido. El cielo, conforme la tarde va avanzando, se cubre de un espeso toldo plomizo. El carro camina dando tumbos, levantándose en los pedruscos, cayendo en los hondos baches. Ya estamos cerca del poblado. Ya podéis ver la torre cuadrada, recia, amarillenta, de la iglesia y las techumbres negras de las casas. Un silencio profundo reina en el llano; comienzan a aparecer a los lados del camino paredones derruidos. En lo hondo, a la derecha, se distingue una ermita ruinosa, negra, entre árboles escuálidos, negros, que salen por encima de largos tapiales caídos. Sentís que una intensa sensación de soledad y de abandono os va sobrecogiendo. Hay algo en las proximidades de este pueblo que parece como una condensación, como una síntesis de toda la tristeza de La Mancha. Y el carro va avanzando. El Toboso es ya nuestro. Las ruinas de paredillas, de casas, de corrales han ido aumentando; veis una ancha extensión de campo llano cubierta de piedras grises, de muros rotos, de vestigios de cimientos. El silencio es profundo; no descubrís ni un ser viviente; el reposo parece que se ha solidificado. Y en el fondo, más allá de todas estas ruinas, destacando sobre un cielo ceniciento, lívido, tenebroso, hosco, trágico, se divisa un montón de casuchas pardas, terrosas, negras, con paredes agrietadas, con esquinazos desmoronados, con techos hundidos, con chimeneas desplomadas, con solanas que se bombean y doblan para caer, con tapiales de patios anchamente desportillados...

      Y no percibís ni el más leve rumor: ni el retumbar de un carro, ni el ladrido de un perro, ni el cacareo lejano y metálico de un gallo. Y comenzáis a internaros por las calles del pueblo. Y veis los mismos muros agrietados, ruinosos; la sensación de abandono y de muerte que antes os sobrecogiera, acentúase ahora por modo doloroso a medida que vais recorriendo estas calles y aspirando este ambiente.

      Casas grandes, anchas, nobles, se han derrumbado y han sido cubiertos los restos de sus paredes con bajos y pardos tejadillos; aparecen vetustas y redondas portaladas rellenas de toscas piedras; destaca acá y allá, entre las paredillas terrosas, un pedazo de recio y venerable muro de sillería; una fachada con su escudo macizo perdura, entre casillas bajas, entre un montón de escombros... Y vais marchando lentamente por las callejas; nadie pasa por ellas; nada rompe el silencio. Llegáis de este modo a la plaza. La plaza es un anchuroso espacio solitario; a una banda destaca la iglesia, fuerte, inconmovible, sobre las ruinas del poblado; a su izquierda se ven los muros en pedazos de un caserón solariego; a la derecha aparecen una ermita grietada, caduca, y un largo tapial desportillado. Ha ido cayendo la tarde. Os detenéis un momento en la plaza. En el cielo plomizo se ha abierto una ancha grieta; surgen por ella las claridades del crepúsculo. Y durante este minuto que permanecéis inmóviles, absortos, contempláis las ruinas de este pueblo vetusto, muerto, iluminadas por un resplandor rojizo, siniestro. Y divisáis –y esto acaba de completar vuestra impresión–; divisáis, rodeados de este profundo silencio, sobre el muro ruinoso adosado a la ermita, la cima aguda de un ciprés negro, rígido, y ante su oscura mancha, el ramaje fino, plateado, de un olivo silvestre, que ondula y se mece en silencio, con suavidad, a intervalos...

      ¿Cómo el pueblo del Toboso ha podido llegar a este grado de decadencia? –pensáis vosotros mientras dejáis la plaza–. «El Toboso –os dicen– era antes una población caudalosa; ahora no es ya ni sombra de lo que fue en aquellos tiempos. Las casas que se hunden no tornan a ser edificadas; los moradores emigran a los pueblos cercanos; las viejas familias de los hidalgos –enlazadas con uniones consanguíneas desde hace dos o tres generaciones– acaban ahora sin descendencia». Y vais recorriendo calles y calles. Y tornáis a ver muros ruinosos, puertas tapiadas, arcos despedazados. ¿Dónde estaba la casa de Dulcinea? ¿Era realmente Dulcinea esta Aldonza Zarco de Morales de que hablan los cronistas? En El Toboso abundan los apellidos de Zarco; la casa de la sin par princesa se levanta en un extremo del poblado, tocando con el campo; aún perduran sus restos. Bajad por una callejuela que se abre en un rincón de la plaza desierta; reparad en unos murallones desnudados de sillería que se alzan en el fondo; torced después a la derecha; caminad luego cuatro o seis pasos; deteneos al fin. Os encontráis ante un ancho edificio, viejo, agrietado; antaño esta casa debió de constar de dos pisos; mas toda la parte superior se vino a tierra, y hoy, casi al ras de la puerta, se ha cubierto el viejo caserón con un tejadillo modesto, y los desniveles y rajaduras de los muros de noble piedra se han tabicado con paredes de barro.

      Esta es la mansión de la más admirable de todas las princesas manchegas. Al presente es una almazara prosaica. Y para colmo de humillación y vencimiento, en el patio, en un rincón, bajo gavillas de ramaje de olivo, destrozados, escarnecidos, reposan los dos magníficos blasones que antes figuraban en la fachada. Una larga tapia parte del caserón y se aleja hacia el campo cerrando la callejuela...

      –«Sancho, hijo, guía al palacio de Dulcinea que quizás podrá ser que la hallemos despierta» –decía a su escudero don Alonso, entrando en El Toboso a medianoche.

      –«¿A qué palacio tengo de guiar, cuerpo del sol –respondía Sancho– que en el que yo vi a su grandeza no era sino casa muy pequeña?».

      La casa de la supuesta Dulcinea, la señora doña Aldonza Zarco de Morales, era bien grande y señoril. Echemos sobre sus restos una última mirada; ya las sombras de la noche se allegan; las campanas de la alta y recia torre dejan caer sobre el poblado muerto sus vibraciones; en la calle del Diablo –la principal de la villa– cuatro o seis yuntas de mulas que regresan del campo arrastran sus arados con un sordo rumor. Y es un espectáculo de una sugestión honda, ver a estas horas, en este reposo inquebrantable, en este ambiente de abandono y de decadencia, cómo se desliza de tarde en tarde, entre las penumbras del crepúsculo, la figura lenta de un viejo hidalgo con su capa, sobre el fondo de una redonda puerta cegada, de un esquinazo de sillares tronchado, o de un muro ruinoso por el que asoman los allozos en flor o los cipreses...

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CASTILLA

LA CATEDRAL

    Durante la dominación romana _ochenta años antes de la era de Cristo_ se levantaba en la pequeña ciudad un vasto y sólido edificio de tres naves: era un gimnasio público y una casa de baños. En las agua, frías o templadas, de las piscinas sumergirían sus cuerpos recios mozos y bellas jóvenes; acaso, en aquellas estancias, algún romano, ya pasada la juventud, cansado, fatigado, expatriado de Roma, amigo de la poesía y de las estatuas, recitaría un fragmento de Virgilio:

Hos ego digrediens lacrimis adfabar abortis:
Vivite felices, quibus est Fortuna peracta
Jam sua: nos alia ex aliis infata vocamur.

      El maestro Fray Luis de León, en su traducción de la Eneida, ha puesto así en castellano este pasaje: «Yo, desviándome, les
hablaba sin poder detener las lágrimas, que se me venían a los ojos: Vivid dichosos, que ya vuestra fortuna se acabó; mas a nosotros, unos hados malos nos traspasan a otros peores ...»

      El edificio de los baños era recio, sólido: un rey godo lo hizo su palacio dos siglos después; otro rey, en 915, dedicó a iglesia este palacio suyo y de sus antecesores. En la nave central puso el altar de Nuestra Señora; en las laterales, el de los Apóstoles y el de San Juan Bautista. El año 996 Alrnanzor entró en la ciudad; hizo estragos su bárbara gente. Destruyeron el caserío, arrasaron las murallas, demolieron el templo. A Córdoba regresó el caudillo cargado con las lámparas de la iglesia. Reedificó la iglesia en el año 1002 el obispo Fruminio; a la piadosa obra consagró sus riquezas; en torno del viejo edificio _ahora restaurado_ edificó viviendas para los canónigos _que entonces hacían vida regular_. Hasta finales del siglo XII duró la nueva edificación. Florecía ya en Europa en este tiempo el airoso arte gótico; otro obispo, Ordoño, quiso levantar un templo de traza gótica en el propio emplazamiento del antiguo. Reinaban entonces don Alfonso IX y doña Berenguela. Trazó el proyecto de la catedral el maestro Diego de Prado, cien años duraron las obras .
      La catedral era fina y elegante. Se perfilaban sus torres en el cielo limpio y azul; en los días de lluvia los canes, dragones, lobos y hombrecillos corcovados de las gárgolas, arrojaban por sus fauces un raudal de agua que bajaba formando un arco hasta chocar ruidosamente en el suelo. A mediados del siglo XIV ya hubo que reformar las fachadas de Mediodía y Poniente; al levantar un sillar se encontró debajo un rodillo de madera, olvidado allí cien años antes. La fachada del Norte era la más segura; no la azotaban los ventarrones huracanados; se extendía más por este lado la población; arrancaba de aquí una callejuela poblada de correcheros, guarnicioneros, boteros, chicarreros. En 1564 se construyó en la fachada principal _la del Mediodía_ el ático en el cual se representa la Anunciación de Nuestra Señora.
      Cuarenta años más tarde, se echó de ver que la bóveda crucera se hallaba grandemente resentida; los cuatro gruesos pilares centrales se habían ido separando y torciendo. Achacábase por las gentes su curvatura a intrépido artificio de alarifes; viose después que se debía a flaqueza de los cimientos.
      La catedral no tenía cúpula; la tenían otras catedrales. Quisieron el Cabildo y la ciudad que no faltase este primor a su iglesia; comenzose en 1608 a construir una cúpula. Las obras se suspendieron en 1612. Acabadas las Vísperas, una tarde de 1752 _el 25 de julio, día de Santiago_ se derrumbó de pronto la capilla del Niño Perdido; hacía tiempo que la pared exterior tenía un desplome hacia afuera de seis pulgadas. Ocurrió en 1775 el formidable terremoto de Lisboa; el estremecimiento de la tierra se extendió a larguísima distancia. Se quebró el rosetón de luces de la fachada; abriéronse en la fábrica de la catedral numerosas hendiduras; datan de entonces multitud de pequeñas reparaciones. En 1780, el obispo don Juan García Echano rehízo la antigua puerta de los Monos; desaparecieron
unas esculturas de esos animales _en actitudes algo procaces_; echose abajo todo lo antiguo; se colocó en su lugar una puerta de la más limpia traza greco-romana, en pugna con la catedral entera. Fue el obispo Echano varón piadosísimo, de una inagotable y angélica caridad, ni reparaba,encendido por divinas llamas, en las materialidades del arte. En 1830, un rayo destrozó una vidriera; quitáronse entonces otras y se tapiaron varios ventanales.

*

     La catedral es fina, frágil y sensitiva . Tiene en su fachada principal dos torres; mejor diremos, una; la otra está sin terminar; un tejadillo cubre el ancho cubo de piedra. Tres son sus puertas: la de Chicarreros, la del Perdón y la del obispo Echano. Sus capillas llevan denominaciones varias: la del Niño Perdido, la de los Esquiveles, la de Monterón, la de la Quinta Angustia, la del Consuelo, la de la Sagrada Mortaja. En la capilla del Consuelo está enterrado Mateo Fajardo, eminente jurisconsulto, autor de las Flores de las leyes. La capilla de Monterón es del Renacimiento; la mandó labrar don Gil González Monterón; costó la obra 32.000 maravedís. En la pared hay una inscripción que dice: «Esta obra la mandó hacer don Gil González Monterón, Adelantado de Castilla, señor de Nebreda; acabola su hijo don Luis Ossorio, Marqués de los Cerros, año 1530, a 15 de marzo». En el suelo, en medio del recinto, se lee sobre una losa de mármol, que cierra un sepulcro, debajo de una calavera y dos tibias cruzadas: «Aquí viene a parar la vida». En la capilla de los Esquiveles están enterrados don Cristóbal de Esquivel y varios descendientes suyos. Se halló don Cristóbal de Esquivel en la conquista de Arauco, allá por 1553; su mujer fue de las que, entre todos los moradores atemorizados, abandonaron la ciudad de la Concepción, amenazada por las tropas salvajes. Ercilla cuenta _en versos admirables_ cómo las mujeres huían por los cerros y vericuetos, aterrorizadas, «sin chapines, por el lodo, arrastrando a gran priesa las faldas» . Vueltos a España don Cristóbal y su mujer, hicieron la fundación de esta capilla.

       La sacristía es alargada, angosta. El techo, de bóveda, está artesonado con centenares, millares de mascarones de piedra; no hay dos caras iguales entre tanta muchedumbre de rostros; tiene cada uno su pergeño particular; son unos jóvenes y otros viejos; unos de mujer y otros de hombres; unos angustiados y otros ledos. Se guardan en la sacristía casullas antiguas, capas pluviales, sacras, bandejas, custodias. Una de las casullas es del siglo xm y está bordada de hilillos de oro _en elegante y caprichosa tracería_ sobre fondo encarnado. Causole tal admiración a Castelar, en una visita que éste hizo a la catedral, y tales grandilocuentes encomios hizo de esta pieza el gran orador, que desde entonces se llama a esta casulla la de Castelar. Se guarda también en la sacristía el pectoral de latón y tosco vidrio del virtuoso obispo Echano.
     El archivo está allá arriba; hay que ascender por una angosta escalera para llegar a él; después se recorren varios pasillos angostos y obscuros; se entra, al fin, en una estancia ancha, con una gran cajonería de caoba. Allí, en aquellos estantes, duermen infolios y cuadernos de música. Las ventanas se abren junto al techo. Una gruesa mesa destaca en el centro. La estera es de esparto crudo. Se goza allí de un profundo silencio; nada turba el reposo de la ancha cámara.
      En la catedral hay falsas, sobrados y desvanes llenos de trastos viejos, pedazos de tablas pintadas, bambalinas, bastidores de un túmulo que se levantó en los funerales de un obispo. Crece un alto ciprés y varios laureles y rosales en el huertecillo del claustro. En el claustro se halla la capilla de la Blanca; se dice que en una tabla del altar _ahora abandonado, roto, polvoriento_ estaban retratados, a los lados de la Virgen, los Reyes Católicos. Los hierbajos han invadido el jardín del claustro; los gorriones pían estridentes durante el día; cuando llega la noche y comienzan a brillar las primeras estrellas, salen de los mechinales los murciélagos y van revolando con sus vuelos callados y tortuosos.

      La catedral es fina, frágil y sensitiva. La dañan los vendavales, las sequedades ardorosas, las lluvias, las nieves. Las piedras areniscas van deshaciéndose poco a poco; los recios pilares se van desviando; las goteras aran en los muros huellas hondas y comen la argamasa que une los sillares. La catedral es una y varia a través de los siglos; aparece distinta en las diversas horas del día; se nos muestra con distintos aspectos en las varias estaciones. En los días de espesas nevadas, los nítidos copos cubren los pináculos, arbotantes, gárgolas, cresterías, florones; se levanta la catedral entonces, blanca sobre la ciudad blanca. En los días de lluvia, cuando los canales de las casas hacen un ruido continuado en las callejas, vemos vagamente la catedral a través de una cortina de agua. En las noches de luna, desde las lejanas lomas que rodean la ciudad, divisamos la torre de la catedral destacándose en el cielo diáfano y claro. Muchos días del verano, en las horas abrasadoras del mediodía, hemos venido con un libro a los claustros silenciosos que rodean el patio: el patio con su ciprés y sus rosales.

*

      ¿No habéis visto esas fotografías de ciudades españolas que en 1870 tomó Laurent? Ya esas fotografías están casi desteñidas, amarillentas; pero esa vetustez les presta un encanto indefinible. Una de esas vistas panorámicas es la de nuestra ciudad; se ve una extensión de tejadillos, esquinas, calles, torrecillas, solanas, cúpulas; sobre la multitud de edificaciones heteróclitas, descuella airosa la catedral. De entre algunos muros, en ese paisaje urbano, sobresalen copas de árboles plantados en algunos patios. Fijándonos bien veremos en esa fotografía la fachada de una casa alta. La parte posterior de esa edificación tiene una galería ancha, con una barandilla de madera. Una recia puerta, con ventanas chiquitas de cristales, da a la galería. Desde ella se columbran una porción de tejados, de ventanas lejanas, y en el fondo, la torre de la catedral. En las salas vastas de la casa, en los pasillos baldosados con ladrillos rojos, resuena una tosecita seca, cansada, de cuando en cuando, y todas las mañanas, al abrir la ventana de la galería, unos ojos contemplan la torre de la catedral. Allí donde está la catedral, donde se hallan sepultados guerreros y teólogos, dos mil años antes un romano acaso recitara unos versos de Virgilio:

Hos ego digrediens lacrimis adfabar abortis ...

      Yo, desviándome, les hablaba sin poder detener las lágrimas que se me venían a los ojos: Vivid dichosos, que ya vuestrafortuna
se acabó; mas a nosotros unos hados malos nos traspasan a otros peores.

CERRERA, CERRERA...

       Espléndidamente florecía la Universidad de Salamanca en el siglo XVI. Diez o doce mil estudiantes cursaban en sus aulas durante la segunda mitad de esa centuria. Hervían las calles, en la noble ciudad, de mozos castellanos, vascos, andaluces, extremeños. A las parlas y dialectos de todas las regiones españolas mezclábanse los sonidos guturales del inglés o la áspera ortología de los tudescos. Resonaban por la mañana, a la tarde, los patios y corredores con las contestaciones acaloradas de los ergotizantes, las carcajadas, los gritos, el ir y venir continuo, trafagoso, sobre las anchas losas. Reposterías y alojerías rebosaban de gente; abundaban donilleros que cazaban incautos jóvenes para los solapados garitos; iban de un lado a otro, pasito y cautas, las viejas cobejeras, con su rosario largo y sus  alfileres, randas y lana para hilar. Los mozos ricos tenían larga asistencia de criados, mayordomos y bucelarios, que revelaban el atuendo y riqueza de sus casas _tales como nos ha pintado Vives en sus Diálogos latinos_. Vivían estrechamente los pobres: con tártagos mortales esperaban la llegada, siempre remisa, del cosario con los dineros; arbitrios y trazas peregrinas ideaban para socorrerse en los apuros; las cajas de los confiteros escamoteaban; las espadas empeñaban o malvendían; a pedazos llegaban a hacer los muebles y con ellos se calentaban; en mil mohatras y empeños usurarios se metían hartos ya de apelar a toda clase de recursos. Ricos y pobres se juntaban, como buenos camaradas, en los holgorios y rebullicios. No pasaba día sin que alguna tremenda travesura no se comentara en la ciudad; cosa corriente eran las matracas y cantaletas dadas a algún hidalgo pedantón y espetado; choques violentos había cada noche con las justicias, que trataban de impedir una música; en las pruebas por que se hacía pasar a los estudiantes novicios, agotábase el más cruel ingenio.
      Cursaba en la Universidad, allá por la época de que hablamos, un mozo de una ciudad manchega. No gustaba del bullicio. Su casa la tenía en una callejuela desierta, a la salida de la ciudad, cerca del campo. Vivía con una familia de su propia tierra nativa. Aposentábase en lo alto de la casa; su cuarto daba a una galería con barandal de hierro. Desde ella se divisaba, en la lontananza, por encima de la muchedumbre de tejados, torrecillas y lucemas, la torre de la catedral que se destacaba en el cielo. De entre las paredes de un patio lejano sobresalían las cimas agudas, cimbreantes, de unos cipreses. Muchas veces nuestro estudiante pasábase horas enteras de pechos sobre la barandilla, contemplando la torre sobre el azul, o viendo pasar, lentas o rápidas, las blancas nubes. Y allí, más cerca, resaltando en lo pardo de las techumbres, aquellas afiladas copas de los cipreses que desde la prisión de un patio se elevaban hacia el firmamento ancho y libre, eran como una concreción de sus anhelos y sus aspiraciones.

      Rara vez aportaba por las aulas de la Universidad nuestro escolar. Sobre su mesa reposaban cubiertos de polvo, siempre quietos, las Sumas y Digestos; iban y venían de una a otra mano, en cambio, los ligeros volúmenes de Petrarca, de Camoens y de Garcilaso . Largas horas pasaba el mancebo en la lectura de los poetas y en la contemplación del cielo. De cuando en cuando, un amigo y conterráneo suyo, venía a verle y juntos devaneaban por la ciudad y sus aledaños. Les placía en esas correrías a los dos amigos escudriñar todos los rincones y saber de todas las beldades de la ciudad; entusiastas de la poesía en los libros, uno y otro, amaban también, férvidamente, la poesía viva de la hermosura femenina o la del espectáculo del campo. Luego, cuando ya habían apacentado sus ojos de tal manera, volvía cada cual a sus meditaciones, y nuestro amigo, solo otra vez, se ponía de pechos largos ratos sobre la barantilla o iba gustando _lejos de las áridas aulas_la regalada música de Garcilaso o de Petrarca.
      Un día nuestro amigo en una de sus peregrinaciones vio una linda muchacha. Nadie, entre sus camaradas, la conocía. Era una moza alta, esbelta, con la cara aguileña. Su tez era morena, y sus ojos negros tenían fulgores de inteligencia y de malicia. Como quien entra súbitamente en un mundo desconocido quedose el estudiante a la vista de tal muchacha. Fue su pasión violenta y reconcentrada: pasión de solitario y de poeta.
      Vivía la moza con una tía anciana y dos criadas. Súpose luego a luego que sus lances y quiebros habían sido varios en distintas ciudades castellanas. No reparó el estudiante en nada; no retrocedió ante la pasada y aventurera historia de la moza. A poco, casose con ella y se la llevó al pueblo. Al llegar díjole a su padre _ya muy viejo_ que la muchacha era hija de una casa principal, de donde él la había sacado.
      El suceso se comentó en toda Salamanca. Relatado se halla menudamente en La Tía Fingida. Cuando el casamiento del estudiante se supo, no faltaron quienes escribieran al padre del muchacho informándole de la bajeza de la nuera. «Mas ella _dice el autor de la novela_ se había dado con sus astucias y discreción tan buena maña en contentar  y servir al viejo suegro, que aunque mayores males le dijeran de ella, no quisiera haber dejado de alcanzarla por hija». Sí; eso es verdad; encantó a todos en los primeros tiempos la moza. Pero ...

*

      (En el Quijote _capítulo L, de la primera parte_ el cura, el barbero y el canónigo llevan hacia el pueblo, metido en una jaula, al buen hidalgo. Han llegado todos a un ameno y fresco valle; se disponen a comer; sobre el verde y suave césped han puesto las viandas. Ya están comiendo; ya departen amigablemente durante el grato yantar. De pronto, por un claro de un boscaje, surge una hermosa cabra, que corre y salta. Detrás viene persiguiéndola un pastor. El pastor le grita así, cuando la tiene presa, cogida por los cuernos:
      _¡Ah, cerrera, cerrera, Manchada, Manchada, y cómo andáis estos días vos de pie cojo! ¿Qué lobos os espantan, hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa? Mas ¡qué puede ser, sino que sois hembra, y no podéis estar sosegada; que mal haya vuestra condición y la de todas aquellas a quien imitáis ...!
      Los circunstantes, al ver al cabrero y escuchar sus razones, han suspendido durante un momento la comida. Les intrigan las extrañas palabras del pastor.

      _Por vida vuestra, hermano _le dice el canónigo_, que os soseguéis un poco, y no os acuciéis en volver tan presto esa cabra a su rebaño; que pues ella es hembra, como vos decís, ha de seguir su natural instinto, por más que vos os pongáis a estorbarlo ...
      Ha de seguir su natural instinto. El pasaje referido del Quijote ha sido señalado por comentaristas que ven en tal episodio algo de simbolismo y de misterio. ¿Qué perdurable emblema hay en esta cabra, cerrera y triscadora, que va por el valle, o de peña en peña, llevada de su impulso, siguiendo su instinto?)

*

       El hidalgo _antiguo alumno de la Universidad salmanticense _ está solo en su casa. Hace dos años que no vive en ella más que él. Todas las tardes, en invierno y en verano, el caballero se encamina hacia el río. Hay allí un molino a la orilla del agua; junto a la puerta se extiende un poyo de piedra; en él se sienta el caballero. Dentro, la cítola canta su eterna y monótona canción. No lejos de la aceña, allí a dos pasos, desemboca un viejo puente. Generaciones y generaciones han desfilado por este estrecho paso, sobre las aguas: sobre las aguas que ahora _como hace mil años_ corren mansamente hasta desaparecer allá abajo entre un boscaje de álamos en un meandro suave. El hidalgo se sienta y permanece absorto largos ratos. Por el puente pasa la vida, pintoresca y varia: el carro de unos cómicos, la carreta cubierta de paramentos negros en que traen el cuerpo muerto de un señor, unos leñadores con sus borricos cargados de hornija, un hato de ganado merchaniego que viene al mercado, un ciego con su lazarillo, una romería que va al lejano santuario, un tropel de soldados. Y las aguas del río corren mansas, impasibles, en tanto que en el molino la taravilla canta su rítmica, inacabable canción.

      Un día, al regresar al anochecer el hidalgo a su casa, encontrose con una carta. Conoció la letra del sobre; durante un instante
permaneció absorto, inmóvil. Aquella misma noche se ponía en camino. A la tarde siguiente llegaba a una ciudad lejana y se detenía, en una sórdida callejuela, ante una mísera casita. En la puerta estaba un criado que guardaba la mula de un médico.

*

      El caballero, en su ciudad natal, ha vuelto a encaminarse todas las tardes, a la misma hora, al molino que se halla junto al río.
Ahora viste todo él de luto. Horas enteras permanece absorto sentado en el poyo de la puerta. Desfila por el puente la vida, varia y pintoresca _como hace cien años, como dentro de otros doscientos. Las aguas corren mansas a perderse en una lejanía en que los finos y plateados álamos se perfilan sobre el cielo azul. La citola del molino sigue entonando su canción. Todo en la gran corriente de las cosas es impasible y eterno; y todo, siendo distinto, volverá perdurablemente a renovarse.
      Allá en la casa del caballero, entre los volúmenes que hay sobre la mesa, está el libro que el poeta Ovidio tituló Los tristes; una señal se ve en la elegía XII, de la primera parte, que comienza:

Ecce supervacus (quid enim suit utile nasci ... ?)

      «Ha llegado el día _dice el poeta_ en que conmemoro mi nacimiento: día superfluo. Porque, ¿de qué me ha aprovechado a mí el haber nacido?» . Una mañana no se abrió más la casa del hidalgo ni nadie le volvió a ver. Diez años más tarde, un soldado que regresó de Italia al pueblo, dijo que le parecía haberle visto de lejos; no pudo añadir otra cosa.

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