Jesús Felipe Martínez

Estudios
y
ensayos (I)

(Enseñanza)

índice

-Sobre la enseñanza de la literatura

-Algunas reflexiones sobre los talleres literarios

-El aprendizaje de la literatura en el nuevo sistema educativo

-Algunos recursos literarios en el aula. Las robinsonadas

 

 

Sobre la enseñanza de la literatura

Recién acabada la carrera, asistí a uno de esos cursillos sobre didáctica de la literatura que organizaba el pomposamente denominado Instituto de Ciencias de la Educación.

Dictaba dicho cursillo un catedrático de Instituto (naturalmente de Lengua y Literatura) y se destinaba a enseñarnos a enseñar, de manera que, en adelante, pudiéramos acudir a unas oposiciones como Dios manda. Tras aprobarlas (por motivos para mí arcanos mi generación ha estado especialmente dotada para las oposiciones y el divorcio) ya nos podríamos dedicar de por vida a tan mesiánica labor: predicar la literatura a los infieles de las distintas etapas escolares.

Pues bien, mientras nuestro insigne catedrático nos exponía el decálogo que todo buen profesor debe aplicar en sus clases, la mayor parte de los asistentes _chicas y chicos bienintencionados, con ideas progresistas_ decíamos para nuestro coleto: qué va, no es esto, no es esto. Algo así como lo de Ortega y la República.

Sin embargo, tras unos quince años de «labor docente» (son palabras de ellos) he llegado a la triste conclusión de que aquel cátedro tenía más razón que un santo porque, con diferencias nimias, todo quisque aplicamos idénticos mandamientos, también resumibles en dos: las citas y el comentario de textos. En cuanto al primer aspecto, no merece la pena alargarse demasiado. Cójase al autor equis y maréese durante cuatro o cinco sesiones al personal contando lo que sobre él dijeron, han dicho o dirán una plaga infinita de autores cuyo único mérito consiste, precisamente, en haber dicho tal cosa sobre equis o en estar a punto de decirla, Eso sí, para que la clase resulte la auténtica casa de citas que todos propugnamos, el profesor deberá añadir su opinión sobre equis, opinión doblemente subrayada por los alumnos que aspiran a nota.

Más importancia tiene lo del comentario de textos. «Ah, amigo _te explicará cualquier docente literario_, los alumnos de ahora no saben leer. Vienen  de la egebé (o del instituto, o del preescolar o del seno materno, según los casos) sin tener ni puta idea de como enfrentarse a un texto; ignoran cuáles son las ideas fundamentales y cuáles las secundarias; no comprenden lo que el autor nos quiere transmitir».

Ungüento amarillo o bálsamo de Fierabrás resulta ser el comentario de textos para tanta calamidad. Con el comentario de textos el joven aprenderá a resumir treinta o cuarenta líneas de prosa o todo un poema en una sola palabra a ser posible. Ejercicio mental éste sumamente útil que demuestra, al tiempo, la verbosidad impenitente de los escritores. Aprende también el discente a dividir y subdividir el texto con pericia de carnicero, a llegar al contenido a partir del continente, o viceversa, que ya no me acuerdo bien. Los más aventajados de la clase descubrirán en las aparentemente inofensivas líneas, calambures, retruécanos, sinestesias, esticomitias, epianadiplosis, hipérboles, paragoges y un sinfín de horrores más que a buen seguro acojonarían al autor de las mismas.

No olvidó nuestro catedrático enseñarnos otros recursos que todo docente literario debe manejar al dedillo: la continua referencia a las fuentes (todo está en Lope o, más propiamente, en el Génesis), los análisis semánticos y los esquemas estructurales del tipo N = A (a+b+c)+B-Y resultan claramente imprescindibles para mudar a los atolondrados jóvenes en lectores voracísimos.

¿Y EL PLACER DE LA LECTURA?

 ¿O no se trata de esto? Mucho me temo que éste sea el verdadero quid de la cuestión: las clases de literatura puede que sirvan para muchas cosas (vaya usted a saber), para muchas cosas menos para fomentar el placer de la lectura. Y no me vengan ahora con ejemplos concretos que contradicen, aparentemente, esta afirmación y con los cuales matamos todas las mañanas el gusanillo de la conciencia. También yo podría citar el caso de aquel profesor que consiguió que unos cuantos alumnos se aficionaran a leer. ¿Y qué? Más de una docena de amigos se han con­vertido en apasionados lectores por circunstancias más peregrinas (una estancia prolongada en la cárcel, la influencia de una novia, por ejemplo) y no vamos a inferir de ello que el objetivo fundamental del sistema penitenciario o el de la más noble institución del noviazgo sean el de formar lectores. En cualquier caso, se trata de excepciones que nada significan porque los caminos que llevan a la lectura, como los del Señor, son inescrutables aunque, desde luego, insisto en que no pasan por las tediosas clases de literatura. No sé si a algún estadístico se le habrá ocurrido relacionar la tremenda exigencia de los programas de literatura en los estudios básicos y medios (tal vez la más alta de nuestro ámbito cultural) con el exiguo número de lectores existente en España. Seguramente nada tiene que ver la una con el otro, pero, por si acaso, yo que autoridad dedicaría algunas pesetillas al tema y tres o cuatro comisiones de servicio.

Dejemos, sin embargo, los porcentajes y gficos a otros más capacitados y veamos algunas de las circunstancias y peculiaridades de la materia que nos ocupa. Quizá por esta vía lleguemos a comprender por qué algo que debiera suponer un motivo de placer para el alumno se convierte en otra tortura escolar.  

EL EXTRO MARIDAJE LENGUA-LlTERATURA

Lengua y literatura forman, en efecto, una de esas parejas de tebeo cuyo divorcio solamente a un insensato se le ocurriría promover. Ahora bien: ¿tiene más fuste el susodicho contubernio o coalición que el que podría unir, por ejemplo, a la Lengua con la Psicoloa, o a la Literatura con el Arte?

Lo que sí se puede afirmar es que la programación de la iteratura como rémora de la enseñanza de la Lengua suele significar un trasvase de términos, metodología, material y actividades bastante nefasto para ambas. Otro cantar (muy distinto al de la confusión) sería el de las relaciones que la literatura tiene con la lengua que le sirve de vehículo, con la sociedad donde nace o bien con el resto de las manifestaciones humanas (de las llamadas artísticas y de las otras).

  Relaciones que en estos tiempos de incuria la gente denomina interdisciplinariedad con la muy aviesa intención, sin duda, de demostrar que vale más ser mudo que tartamudo. Allá se las vean, pues, nuestros doctores y reformadores oficiales con la palabreja y con lo que oculta en sus entrañas, si es que tan descomunal término oculta algo.

LA CONCEPCION DE LA LITERATURA COMO " ASIGNATURA"

Los docentes formamos uno de los subgéneros con más inclinacn a la poltrona de cuantos se mueven por el mundo, cura y militares con graduación aparte. De manera que cuando he comentado con algún compañero (incluso de los más avanzados en ideas) la posibilidad de que la literatura tuviese un carácter fundamentalmente lúdico, ajeno a la parafernalia de las notas, de los exámenes, de los libros de texto o de las tarimas, las miradas han sido asesinas. Hombre, eso no sería serio. Digo, dedicar el tiempo de la clase a leer novelas, obras de teatro o poesías que los chicos entiendan y con las que se lo pasen bien. ¡Q disparate! Olvidarnos de la prosa de Alfonso X, del Laberinto de la Fortuna, de los Autos sacramentales ... Limitar la función del profesor a la de una especie de director de cine-club que propone textos, modera coloquios, sugiere actividades complementarias o bien interviene para aclarar el sentido de tal palabra o alusión ... ¿Y para eso nos hemos dejado las pestas estudiando lo de las teorías de la épica? ¿Para eso me he pasado yo cinco os en la Universidad y he ganado unas Oposiciones?

No, claro que no. Todos nos hemos pasado media vida estudiando con la única finalidad, según parece, de aprender que la literatura es una ciencia más, que la función de la ciencia consiste en amargar la vida del prójimo (cuánto más la amargue, más ciencia es) y que, por ende, nuestra misión no es otra que la de abrumar a los alumnos con términos seudocientíficos, con teorías seudocientíficas, con textos para ellos tan incomprensibles y fastidiosos como si estuvieran escritos en chino. Cierto que el mismo profesor que prepara series de versos del Cid o capítulos del Libro de las Fundaciones para chicos de catorce, quince o dieciséis años, estará ansioso por acabar su tarea para ponerse las zapatillas, servirse una cerveza y entregarse con fruición a la lectura de cualquier novela policíaca. Pero, amigo mío, cuando seas padre comerás huevo.

Además, si no agobiásemos a nuestros alumnos con apuntes, ejercicios, contando versos como los gitanos cuentan ovejas, lo mismo tenían más tiempo libre y, ya se sabe, lo emplearían fatal. Igual les daba por pasear, o por hacer el amor, o por ir al cine. Hasta es posible que a algunos se les ocurriera leer.

Con todo y con eso, yo sigo considerando que el principal sentido (si es que tiene alguno) de un tiempo semanal dedicado a la ensanza de la literatura en los estudios básicos o medios debiera diferenciarse substancialmente del dedicado a materias como la Física, las Mateticas o la propia Lingüística. Y ello no supondría ninn desdoro para el profesor. Todo lo contrario, pues, a pesar de la ola de amargura que nos invade, me parece mucho más importante contribuir a que alguien se lo pueda pasar bien, que enseñarle a hacer raíces cuadradas. Al menos yo, cuando me paro a contemplar mi estado, tengo mucho más que agradecer a la anciana empleada de la biblioteca municipal de mi pueblo que me recomendaba libros de Karl May y de Salgari, que al profesor de literatura del Instituto, peligroso obseso empeñado en que aprendramos de memoria un número increíble de títulos de Calderón, títulos que, a base de no repetírselos a mis alumnos, he llegado a olvidar. Otra prueba más de los muchos peligros que acarrea el “bajar el nivel de enseñanza”, el “egebeizar el BUP” y otros despropósitos propuestos por algún desaprensivo.

Lo importante, lo realmente trascendental, es que el profesor de Institutos se acerque lo más posible al modelo de la Universidad para que, a su vez, el de E.G.B. pueda aproximarse al de Institutos. De esta manera los españoles estaremos, dentro de cuatro días, a la cabeza de las estadísticas de suicidios escolares, pero los niños morirán tranquilos y confortados por aquellos versos que dicen “recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte …” «Estos versos tan bonitos los hizo a su padre el Álvaro de Luna porque el Duque de Santillana tuvo muchas peleas y distensiones con los ricos y con los reyes. También hizo una obra que se llama el Infierno que es como lo de otro escritor francés o provenzal y tiene también muchas poesías. Esn también los remedios que hacen las viejas con el fuego y el laberinto de la suerte donde se dice que la fama ya viene del Renacimiento» (Fragmento de un examen de un alumno de 7º de E.G.B. a quien el profesor haa mandado comentar la primera estrofa de las Coplas y hablar sobre la poesía del Siglo XV…) “Estos chicos son unos zopencos, lo confunden todo. No sé que voy a hacer ya con ellos”, me comentaba, indignado, mi colega. Viéndole tan triste y desasosegado, le recomendé que asistiera a uno de esos cursillos que periódicamente se organizan sobre la didáctica de la literatura. Se aprende muchísimo.

(República de la Letras, número 15)

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Algunas reflexiones sobre los talleres literarios

EN la mitad de la década de los setenta me planteé una experiencia sobre la enseñanza de la lengua y la literatura ajena a los esquemas dominantes.

Mis alumnos de EGB y yo trabajamos durante dos años en la lectura, creación y recreación de textos de intención narrativa. El resultado de aquella experiencia lo plasmamos en un libro (La narración infantil, una experiencia pedagógica, Madrid, 1977) en el que se recogía un conjunto de relatos escritos por chicas y chicos de diez y once años, además de una introducción explicativa sobre las intenciones y fases del proceso.

En realidad, me movía a un nivel bastante intuitivo. 0, sencillamente, trataba de oponerme a la educación que había recibido en los tiempos recios y triunfales de nuestra infancia, haciendo de la creatividad, de la expresión libre, de la elección y disfrute de la lectura tal vez dogmas que se opusieran al rigor de la censura y del dirigismo de cuartel y sacrisa en el que habían transcurrido los años de mi aborrecida escuela.

Tambn intentaba que mis alumnos no tuvieran que pasar por aquel trauma que suponía calcular el tiempo que restaba de clase para, al fin, correr hacia la biblioteca municipal y saber cómo mataría Sandon al tigre, el resultado de la apuesta de Beau Geste, el final de la escapada de los Proscritos o los progresos de Tarzán con su libro de imágenes en la cabaña de la selva.

Ahora todos aquellos libros (o sus equivalentes) serían nuestro único equipaje, puesto que sólo leeríamos y hablaríamos sobre la literatura que nos interesaba. Y, a partir de ella, crearíamos nuestras propias historias, historias que leerían y comentaan los compañeros, que corregiríamos entre todos, que servirían, en suma, para seguir avanzando en ese difícil proceso de jugar con las palabras para comprender a los demás y para que los demás nos comprendieran.

LO QUE VA DE AYER A HOY

Han pasado casi veinte años de aquella primera experiencia y, desde luego, se han producido cambios notables en la sociedad y, consecuentemente, en el sistema educativo. Ahora, por ejemplo, aquellos balbuceos didácticos se llamaan talleres literarios. Se hablaría también de los conocimientos previos, de la motivación, de la estructura conceptual de la disciplina y de la estructura cognitiva del alumno, del dominio funcional de la lengua como necesidad instrumental primaria al que ayuda la literatura, entendiéndose ésta como un conjunto de posibilidades expresivas en las que la lengua alcanza sus mayores logros.

Hoy, en suma, las llamadas fuentes psicológicas y pedagógicas del currículo aportan un caudal de conocimientos impresionante a aquel mísero arroyo de nuestra anterior autarquía.

Ahora bien, si entonces como ahora defiendo una concepción de la enseñanza-aprendizaje de la lengua y la literatura orientada hacia la consecucn de unos objetivos funcionales básicos (expresión oral y expresión escrita), ello no implica una cierta reticencia hacia cualquier metodología basada únicamente en recetas de amplio espectro. En realidad, se trata de anteponer el principio de la duda al de la certeza metodológica y, consecuentemente, de plasmar algunas reflexiones surgidas durante los muchos años en que he tratado de aplicar los talleres literarios a otros niveles educativos (BUP, FP).

 

DUDAS SOBRE LA EXPRESIÓN

Sabido es que las cuatro destrezas básicas lingüísticas (hablar, escuchar, leer y escribir) se adquieren en el período más o menos amplio de nuestras vidas. Su desarrollo, pues, no puede circunscribirse ni a una etapa determinada del aprendizaje, ni a una materia en concreto. Ahora bien, ¿hasta qué punto el centro escolar puede corregir unos problemas que provienen de unas determinadas normas y usos sociales? Comencemos por la expresión oral. Me refiero al lugar común de que los jóvenes se expresan peor ahora que hace unos años, que no se comunican, que emplean un lenguaje depauperado, palabras ómnibus, idiotismos, etc. Es obvio que el centro educativo (y el profesor de lengua en particular) tienen una responsabilidad importante para intentar corregir este defecto. Sin embargo, habría que reflexionar sobre algo que, tal vez por evidente, pasa desapercibido a los más críticos de la supuesta anorexia y torpeza verbal de los jóvenes: en la sociedad actual se ha roto el equilibrio entre emisión y recepción de mensajes. El niño de hace cincuenta años (o de una sociedad motejada de subdesarrollada) emitía tantos mensajes como recibía, en tanto en cuanto el nuestro se ve condenado a la pasividad receptiva en el hogar, en la escuela, en un mundo en el que la comunicación ha abandonado la función poética, entendiendo ésta en el sentido más amplio: en el de la expresión de nuestros deseos, temores, fantasías o problemas cotidianos. Acostumbrado a escuchar la televisión desde que nace, falto del proceso interactivo que se producía con la narración de un cuento, con la discusión o el berrinche, con el juego o la corrección paciente de sus balbuceos, la prolongación de este estado de pasividad verbal serán las discotecas donde nadie protesta porque no se puede hablar, porque hablar está mal visto, o los auriculares que nos traen mensajes musicales en un idioma que tampoco comprendemos.

Y, si no se habla, difícilmente se puede sentir la necesidad de escribir. ¿Diarios, cartas de amor, balbuceos creativos? Es cierto que podemos conseguir que los alumnos y alumnas lo hagan en clase con un alto grado de interés. Lo que me pregunto es si no se convierten en juguetes rotos al finalizar la etapa escolar, si no quedarán arrumbados en su nueva etapa vital como las ropas de Lord Greystoke cuando se convertía en Tarzán y se internaba en la selva: para uno y para otro, inquietudes literarias y trajes son estorbos que comprometen su futuro profesional.

DUDAS SOBRE LA COMPRENSIÓN Y LA LECTURA .

De las reflexiones anteriores podría deducirse que, al incrementarse el número de mensajes recibidos, aumenta la capacidad de comprensión. Sin embargo, tampoco eso es cierto. Primero, porque comprensión y expresión son la cara y la cruz de una misma moneda, porque muchos de los mensajes que recibe el niño o el joven tienen un alto componente icónico, lo cual hace que muchas veces lean con más facilidad imágenes que palabras. Y tercero, y en alta cone­xión con las premisas anteriores, porque, en contra de lo que se piensa, la comprensión adecuada de mensajes (obrvese que al referirnos a la pasividad del joven hablábamos de recepción no de comprensión) exige una participación activa del oyente o del lector. El proceso de descodificación va íntimamente unido con el de codificación, tal y como expresara Quevedo en unos versos que resumen muchos tratados de Psicología:

Retirado en la paz de estos desiertos,

con pocos pero doctos libros juntos,

vivo en conversación con los difuntos

y escucho con mis ojos a los muertos

Tanto la sinestesia final como la paradoja anterior expresan de manera admirable uno de los principios en los que se intentan sustentar casi todos los talleres literarios: la interacción entre la obra y su lector o, dicho con otras palabras, el proceso de creación entendido como un proceso continuo en el que, como señalara Umberto Eco, cada lector añade nuevos elementos a la obra a partir de sus conocimientos, de sus vivencias. Hasta aq, nada pues que objetar a una metodología que se base en la recreación y en ese diálogo continuo y creativo entre el escritor y el lector, dlogo del que ambos deben salir continuamente enriquecidos.

El problema está en que, a veces, la ley del péndulo que también en pedagogía nos hace ir de un lado a otro sin s norte que el de negar el sur, lleva a la entronización del método inductivo: sólo a partir de los conocimientos previos y del texto se puede avanzar. Pues entonces corremos muchas veces el riesgo de quedarnos parados. Para que se produzca esa conversación a la que se refería Quevedo necesitamos conocer una serie de claves verbales o extraverbales (sociales, culturales, políticas ...) que muchas sólo están apuntadas en el texto, cuando no ausentes. Pretender, por ejemplo, que un alumno pueda llegar por sus propios medios y a partir del texto a interpretar un soneto como el de Yo te untaré mis obras con tocino, porque no me las muerdas, Gongarilla, sin saber lo que suponía el insulto de judío en la época o la rivalidad entre Góngora y Quevedo, sería tan absurdo como intentar que comprendiera el significado de Las Meninas de Picasso sin conocimientos sobre la pintura moderna o de la obra de Velázquez. No se trata de negar la validez del método inductivo en literatura, sino de establecer sus límites. Y, entre ellos, está el de la función del profesor que debe proporcionar un conjunto de recursos e informaciones previas, simultáneas o posteriores que permitan el acceso a unos códigos que, de otra manera, resultarían incomprensibles. En definitiva, el profesor debe cumplir la función de un catalizador que puede acelerar o retrasar un proceso (el del aprendizaje), pero nunca sustituirlo. Antonio Machado, muchas de cuyas reflexiones pedagógicas debieran constituir una guía de primer orden sobre los talleres litera­rios, dice por boca de Mairena:

«Se dice que vivimos en un ps de autodidactos. Autodidacto se llama al que aprende algo sin maestro. Sin maestro, por revelación interior o por reflexión autoinspectiva, pudimos aprender muchas cosas, de las cuales cada día vamos sabiendo menos. En cambio, hemos aprendido mal muchas otras que los maestros nos hubieran enseñado bien. Desconfiad de los autodidactos, sobre todo cuando se jactan de serlo.»

Otra duda que puede plantearse al referirse a la lectura tiene tambn estrechas conexiones con la fuente sociológica del currículo. Sabido es que nadie lee, en el sentido expresado por Quevedo, sino aquello que quiere leer. De ahí que casi todos los talleres literarios se planteen el tema de la lectura a partir de los intereses de los alumnos y alumnas en sus diferentes etapas vitales, de sus experiencias lectoras previas, en definitiva, de lo “que les gusta leer”.

Ahora bien, la duda que me asalta es la siguiente: ¿cómo se puede intervenir con ciertas esperanzas de éxito futuro en un proceso en el que ya nadie busca “la paz, con pocos pero doctos libros juntos”? El libro se va convirtiendo progresivamente en un artículo más de consumo, en algo que, como mucho, está bien para rellenar la librería o para regalar en un cumpleaños. En tanto en cuanto exige un entrenamiento lector y un esfuerzo cuya recompensa y satisfacción son íntimas y no cotizan en Bolsa, el libro es una rareza que la sociedad actual ha ido arrinco­nando con métodos más sutiles pero tal vez más eficaces de los que Bradbury imaginara en su Fahrenheit 451.

El niño y el joven leen. Los talleres lite­rarios potencian esa lectura. Hasta aquí, de acuerdo. Basta con analizar las publicaciones editoriales para darse cuenta de que, no ya sólo los llamados libros infantiles y juveniles sino clásicos y contemporáneos reducirían casi hasta la nada sus tiradas sin el concurso de los escolares. El problema está en que se ha invertido el proceso: hace sólo treinta años había pocos lectores, pero todos fuera de las aulas. Hoy, hay bastantes lectores, pero casi todos ellos relacionados con la educación. ¿Qué ocurrirá entonces con estos lectores cuando acaben su proceso de enseñanza? ¿Servirán los desvelos de los talleres y otros métodos para contrarrestar los valores y hábitos dominantes?

En definitiva y, como decía al principio de estas reflexiones, creo en la bondad de los talleres literarios como método didáctico … siempre y cuando se dude de esa bondad.

(República de las Letras, nº 34)

 

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El aprendizaje de la literatura en el nuevo sistema educativo

     La realidad y el deseo

Consideraciones previas

         Cuando en diferentes medios y auditorios me manifiesto a favor de cualquiera de los presupuestos de la reforma educativa, me siento como Gulliver en el momento de sofocar con su meada descomunal el incendio del palacio de la reina y ver que su acción generó agresividades compulsivas: importan más las normas y valores  ancestrales _por absurdos que sean_ que los beneficios de una acción transgresora de los mismos.

         Las consabidas descalificaciones cuando se habla de reforma educativa tienen un tono banal[1] y sentencioso: "Antes sabíamos más", "Se baja el nivel", "Son cosas políticas que no nos afectan".

          En primer lugar, convendría considerar que tanto la LOGSE como las distintas disposiciones  que la desarrollan no son patrimonio del PSOE. La reforma educativa se inicia con el gobierno de UCD y responde a unas exigencias de los sectores más dinámicos de la sociedad (especialmente del profesorado) que reclaman una reforma en profundidad de la Ley del 70. Las escuelas de verano,  colegios de Doctores y Licenciados, contados profesores universitarios, sindicatos de estudiantes y profesores y algunas asociaciones de padres inician, a partir de los años 70, un movimiento reivindicativo para conseguir una educación diferente en una sociedad diferente, una educación basada en el desarrollo integral de la persona y no en la aplicación de las técnicas de la rentabilidad empresarial a las aulas. En definitiva, plantear que el acuerdo con los presupuestos generales de la reforma educativa significa una adscripción partidista es un disparate del mismo calibre que el de identificar a los partidarios de la Constitución con los votantes de UCD o de quienes defienden la despenalización del aborto con los del PSOE.

         En segundo lugar, también mi experiencia me ha enseñado que los más furibundos críticos de la reforma educativa son los que menos información tienen sobre ella. Cuando se hurga un poco en las causas de este rechazo visceral, se llega a una conclusión desoladora: no es el conocimiento y estudio de los nuevos programas o currículos el que provoca esta aversión, sino el terror al cambio. Porque el cambio significa, lisa y llanamente, la necesidad de preparar algo distinto a la lección magistral que se ha venido repitiendo desde que un nombramiento en el BOE te dio licencia para seguir transmitiendo las futilidades aprendidas en cualquier manual sobre las amantes de Lope de Vega  o las fuentes de El Quijote.

         Recuerdo que el profesor Zamora Vicente solía decir que, dado que gran parte de nosotros nos dedicaríamos con toda seguridad a la enseñanza, evitáramos caer en uno de los defectos más graves y extendidos entre los docentes: la poltronería profesoral. Entonces, en los años dorados de la juventud, aquellas palabras me parecían consejos de vieja. Pero hoy comprendo el significado profundo de las mismas, cuando me paro a contemplar el estado de quienes han hecho de su aula un santuario para ejercer de sacerdotes y continuar repitiendo una letanía  cuya única finalidad consiste en que el coro de feligreses la repita sin variaciones significativas.

         Sería cansado y reiterativo argüir que España es uno de los países occidentales que dedican más horas a la enseñanza de la literatura y con un porcentaje más ridículo de lectores; que el divorcio entre los libros que se leen como tarea escolar y los que leen los más directamente interesados en el proceso (profesores y alumnos) es un hecho; que las explicaciones sobre autores con frecuencia serían más propias de revistas del corazón que de manuales o que, en definitiva, la enseñanza de la literatura, convertida en transmisión de conocimientos y ajena a las necesidades lúdicas y expresivas del alumno, se ha distanciado tanto del principio del placer froidiano como de sus funciones de agente lúdico y socializador que señalara Riesman.

         Así, cuando en el currículo de ESO, leemos los procedimientos que se fijan en literatura para toda la etapa (del primer al cuarto curso, es decir, de 12 a 16 años) no podemos sino sorprendernos ante las reacciones contrarias que suscitan en parte del profesorado. Véase si no la concepción absolutamente abierta de estos enunciados y si, a partir de los mismos, el profesor no puede desarrollar la enseñanza de la literatura como mejor lo considere y como mejor convenga a sus alumnos: apenas se trata de un esbozo de guión que debe ser completado y concretado por quien únicamente tiene capacidad para hacerlo desde el análisis de la realidad.

         Estos son los procedimientos que se establecen en el Real Decreto 1345/1991 para toda la Educación Secundaria Obligatoria en literatura:

         1) Lectura e interpretación de textos literarios

         2) Reconocimiento de las relaciones entre los textos literarios, y el entorno histórico, social y cultural de su producción.

         3) Lectura expresiva (entonación, pautas, énfasis, etc.) de textos literarios.

         4) Elaboración de un juicio personal argumentado sobre algunos textos literarios.

         5) Producción de textos literarios y de intención literaria de los diferentes géneros, respetando sus características estructurales y buscando un estilo propio de expresión.

A modo de ejemplo

         Es cierto que las premisas anteriores pueden parecer excesivamente ambiguas desde una experiencia en la cual el profesor o profesora debía ejecutar un programa previamente establecido por los cerebros pensantes. Sin embargo, creo que esa es su principal virtud: la ambigüedad que permite dignificar la enseñanza-aprendizaje de la literatura no desde un saber dogmático, sino desde el disfrute de la lectura y la creación.

         Lo cual no supone ningún obstáculo para la profundización y el rigor analítico. Con toda seguridad, sí para el tedio y el rechazo a la lectura.

         En las páginas que siguen intentamos mostrar cómo la enseñanza de la literatura no necesariamente tiene que seguir unos moldes académicos, sino que puede realizarse desde una visión que, conjugando diacronía y sincronía, relaciones entre literatura, sociedad y pensamiento y partiendo de textos diversos, eduque al alumno en el sentido más completo del término.

        

         La función iniciática de la literatura

 

                   Como indica Jaeger en su monumental obra  Paideia la educación es una función tan natural y universal de la comunidad humana, que por su misma evidencia tarda mucho en llegar a la plena conciencia de aquellos que la reciben y la practican...Su contenido es en todos los pueblos aproximadamente el mismo y es, al mismo tiempo, moral y práctico.

                   También resulta evidente que las formas de transmisión de estos valores y normas han variado a lo largo de la historia, si bien han tenido en común el propósito de integrar al individuo en el grupo mediante la asunción de los principios considerados válidos por sectores más o menos amplios, según las formas de organización social y los valores dominantes, de manera que la historia de la educación se halla esencialmente condicionada por el cambio de los valores válidos para la sociedad.

                   Pero en todas las épocas y latitudes, la literatura ha tenido un protagonismo destacado en la transmisión de una serie de preceptos sobre la moralidad externa y la conducta, preceptos que facilitarán el tránsito entre las distintas etapas de la vida o la integración en el orden social.

                   Como trataremos de analizar en estas páginas, la unión de ética y estética, de lo útil y lo bello permite que el individuo integre el principio del placer y de realidad en sus esquemas cognitivos y en sus hábitos cotidianos. Lo cual no significa que esta integración no produzca conflictos, sino que estos conflictos resultan más fácilmente superables si se ven reflejados en las peripecias del protagonista con el que el lector o el oyente se identifican. Recordemos que Stendhal afirmaba que la novela es un espejo situado a lo largo del camino de nuestras vidas. Pues bien, las imágenes que nos proporciona ese espejo reflejarán  los avatares del modelo, del ideal de conducta cuyos pasos hemos de seguir para sentirnos tan fuertes, tan prudentes o tan justos como él.

                   Esta función iniciática de la literatura se ha mantenido desde sus orígenes hasta nuestros días, si bien con notables cambios en los valores éticos a transmitir y, en menor medida, en los soportes formales o en los canales de transmisión de la obra de intención literaria.

                            Dado que el análisis de estos cambios significaría un recorrido por toda la historia de la literatura universal, lo cual obviamente resulta imposible por nuestras limitaciones personales y temporales, vamos a tratar de ejemplificarlos con la comparación entre los dos géneros narrativos más antiguos (el relato maravilloso y la epopeya) y dos relatos de autores actuales (Howard Fast y José María Merino) que se sirven del material clásico para recrearlo desde unos valores sociales y personales muy diferentes.

   A)EL RELATO MARAVILLOSO

 

         Si en algo están de acuerdo casi todos los estudiosos del relato maravilloso es en sufunción iniciática. Riesman, en su estudio titulado  La muchedumbre solitaria señala que los narradores de historias tienen una función de socialización en las sociedades de dirección tradicional, ya que los cuentos son uno de los mecanismos que transmiten la unidad relativa de sus valores, relatando lo que les ocurre a quienes desobedecen a las autoridades comunitarias o sobrenaturales,  "o bien indican mediante referencia a los individuos ilustres qué clase de persona debería ser uno en la cultura, en términos como valentía o resistencia".

         Esta función de socialización del relato maravilloso fue perfectamente comprendida por los predicadores que hicieron buen uso de los mismos para transmitir a los indios americanos  valores y normas que ellos creían concordantes con los de la sociedad cristiana, de manera que cuando el Concilio de Burdeos (1624) prohíba tales prácticas la transmisión de historias del folclore universal cumplida[2]. En realidad, franciscanos y dominicos no hacían sino trasladar a América una estrategia ampliamente utilizada en España: la del ejemplo literario. Recuérdese que el  Conde Lucanor  no es sino la transformación literaria de un conjunto de sentencias moralizantes.

         Bettelheim, desde  psicoanálisis, analizará también las virtudes del relato maravilloso para lograr el equilibrio personal al permitir que el niño empiece a ordenar sus tendencias contradictorias cuando todos sus pensamientos llenos de deseos se expresen a través de una bruja malvada; sus temores a través de un lobo hambriento; las exigencias de la conciencia, a través de un sabio hallado durante las peripecias del protagonista, y sus celos a través de un animal que arranca los ojos a los rivales".

         Sin embargo, el estudio más completo sobre el valor iniciático del relato se debe a Vladimir Propp en  Las raíces históricas del cuento.

         Propp analizará que el joven, al llegar la pubertad, era separado de sus padres, sometiéndose a una serie de ritos que incluían danzas ceremoniales, simulaciones de combates y de muerte, actos de tortura y sufrimiento que preparaban al iniciando en su nueva etapa de cazador. Entre los ritos, la narración de cuentos cobraba gran importancia, ya que los relatos revelaban al neófito el sentido de los actos a que era sometido y le hacían semejante a aquel que les guiaba en el camino de una nueva existencia. El rito significaba el paso de una vida a otra. De ahí que el sueño como muerte aparente tuviera una gran importancia ya que, cuando el joven despertaba, había abandonado la vida anterior e iniciaba una nueva existencia.

         Propp señala también la estrecha vinculación entre el mito y el relato maravilloso, indicando que este último no es sino una variante del mito con muchas más carga literaria y menos dependencia del ritual. Como última característica que nos interesa señalar a los efectos de comparación con el relato de José María Merino, está la del final feliz como indicador de que, una vez superadas las pruebas de valor, resistencia, fuerza, etc. el joven se había desprendido de su anterior existencia y podía integrarse en una sociedad cuyos valores había asumido.

 El desertor, cuento de José María Merino.

                   Esquema argumental:

                   - Durante la guerra civil, una pareja de recién casados se ve separada cuando el debe marchar al frente.          

                    -La noche de San Juan él vuelve porque ha desertado.

                    -Viven felices y en secreto hasta finales del verano en que él vuelve a desaparecer

                    -La guardia civil aparece un día y comunica a la joven que han encontrado muerto a su marido: llevaba muerto desde la noche de San Juan.

 

                   Pautas para el comentario:

         El autor nos dice que  en este relato, como en el resto de los que forman el libro  Cuentos del reino secreto, se ha propuesto  "reelaborar literariamente materiales e incluso modos narrativos procedentes de la tradición oral".

         El relato constituye, en efecto, un acertado equilibrio entre realidad y fantasía, demostrando cómo trasladar distintos materiales tradicionales a unos propósitos distintos sin que estos pierdan su encanto ni belleza. En definitiva, cómo mantener la carga estética del mito y del relato maravilloso con otras intenciones ideológicas: el protagonista es un antihéroe, un desertor, la virtud no consiste en la pelea, sino en la huida, y el término peyorativo desertor se transforma en un mensaje positivo: lo absurdo e inhumano es la guerra; lo inteligente y humano, el amor y la vida. Por tanto, las pruebas iniciáticas deben reconvertirse de acuerdo con los  códigos morales propios de una sociedad civilizada, y no con los de la tribu primitiva e irracional.

         Por lo demás, la estructura del cuento no difiere mucho de la fijada por Propp para los de transmisión oral: alejamiento del héroe, superación de pruebas dolorosas (heridas en la guerra, hospital, huida) y reencuentro con la amada, si bien el final altera intencionadamente la conclusión del cuento maravilloso, planteando el triunfo del amor sobre la muerte.

         También los elementos maravillosos del relato tradicional se manifiestan claramente en  El desertor, especialmente en lo que se refiere al marco que lo encierra desde el principio hasta el final: la noche de San Juan.

         Efectivamente, la noche más corta del año (el solsticio de verano) será  objeto de cultos solares relacionados con el triunfo de la vida sobre la muerte, entendiéndose el sol como principio de vida que hace renacer el espíritu del grano y, con él, las posibilidades de subsistencia de la comunidad.

         Los cultos al sol que culminan en el día en que más horas luce implicarán rituales de encendido de hogueras que rindan tributo a la luz del astro a la par que iniciaciones amorosas cuyo realismo y concreción acarrearán la condena de los obispos de tales juegos torpes y obscenos realizados sin recato ni pudor. Las condenas y admoniciones conseguirán suavizar el contenido sexual de estas ceremonias, si bien no impedirán que el solsticio de verano conserve connotaciones mágicas en la literatura y en nuestras expresiones coloquiales. En lo que a su presencia literaria se refiere, tal vez los dos ejemplos más rotundos sean la obra de Shakespeare  Sueño de una noche de verano (noche de San Juan) y el  Romance del conde Arnaldos, cuya aureola fantástica en la que el reino de la belleza y del amor triunfan sobre el tedio cotidiano sólo puede explicarse a partir de los primeros versos:  Quién hubiera tal ventura sobre las aguas del mar, como hubo el Conde Arnaldos la mañana de San Juan.

         La asociación de este día con el triunfo del amor también perdura en nuestro lenguaje cotidiano, si bien, como explicaba Frazer, los hombres repetimos lo que decían nuestros antepasados aunque hayamos olvidado los orígenes de estas expresiones:

         En la comedia de nuestro Siglo de Oro se encontrarán abundantes referencias a un rito casi obligado en este día: los jóvenes deberían recoger  una planta y entregársela a la enamorada para que danzara con ellos hasta la madrugada, hora en que se tomaba una infusión de esa planta llamada verbena que aseguraba la felicidad futura.

         También la expresión  Noche toledana tiende su origen en la creencia mítica de que las jóvenes, especialmente las de Toledo, encontrarían la felicidad con el joven cuyo nombre fueran el primero en escuchar después de la medianoche del solsticio veraniego.      

         José María Merino ha hecho un hábil uso de estos y otros materiales populares en su relato: los cultos del sol no sólo se reflejarán en hogueras que encienden los mozos, sino también en el triunfo del amor como principio de vida sobre la guerra como principio de muerte: he ahí la importancia de que la fantasía de la resurrección del prometido comience y acabe con el verano, ya que la llegada del otoño significa la muerte de la naturaleza y, con ella, del protagonista de la historia.

         Si el autor enmarca su narración en el enfrentamiento entre guerra-amor es porque está eligiendo una opción en la que el heroísmo está en la paz, no en una guerra que queda como telón ominoso de fondo, sin más referencias que el triste desfile de unos cautivos que desfilan ante una comunidad adoctrinada también con fábulas que definen al enemigo con la iconografía de la Edad Media.

         De esta manera, al igual que en el  Decamerón, la iniciación no consiste en la preparación para la muerte, sino para la vida. O, dicho con palabras del propio autor en las que se explicitan el tema y su intención ética:"el cuento trata principalmente de la obsesión amorosa, imaginando en el amor un poder capaz de superar las barreras físicas. El amor entre el desertor y la mujer es el elemento vivo en el marasmo de la colectividad apesadumbrada e inerme. El amor, uno de los principales sentimientos de relación y comunicación entre los seres humanos, frente a la guerra, que es una de las actividades humanas con mayor capacidad de generar la incomunicación, el enfrentamiento y la desgracia de los pueblos".[3]        

    [1]Empleo el adjetivo con el significado de "algo común a todos los habitantes de un ban o circunscripción feudal"(diccionario de uso de Maria Moliner), por considerar que algunos de los comportamientos que hoy se denominan corporativos no se alejan demasiado de la banalidad feudal.

    [2]En los libros de la colección de  El cuento en la escuela de ediciones Akal (El cuento popular español, América y África, Europa y Asia...) presento algunos relatos de estos lugares, así como breves estudios sobre las características del relato maravilloso y sugerencias para su utilización en el aula.

[3]Véase el relato y comentario al mismo del autor en  Guía de la narrativa española contemporánea de ediciones Akal. O bien pulsa aquí para leer el relato completo y el comentario del autor.

    B) LA EPOPEYA GRIEGA

         Jenófanes clama contra el oprobio y vergüenza que supone Homero para los hombres; Heráclito pide que sea apaleado sin piedad. El propio Platón que conocía de memoria La  Odisea y La Iliada, se muestra implacable con el poeta: "Homero, que atribuye a los dioses actos indignos y escandalosos, debería ser desterrado de la sociedad".

         Los filósofos de la polis griega no comprenden, en efecto, que los dioses se pongan como modelo y que, a su vez, engañen, practiquen el adulterio, devoren a sus hijos o los despeñen desde el Olimpo. Su moral ciudadana les impide  entender que la moral divina era aceptable cuando se medía según los módulos de la humana, es decir, de la moral aristocrática de unos héroes para quienes el engaño, la tortura, el asesinato y el adulterio constituían el pan nuestro de cada día. El único código válido para los héroes de los poemas homéricos era el de los valores de la aristocracia dominante, valores que la gente debería aprender a respetar por cuanto los nobles no eran sino la representación de los dioses en la tierra. Homero no se mueve en el terreno de la paideia (término que se comenzara a usar en el siglo V), sino en el del ejemplo de la areté y, recuérdese que areté y aristoi comparten la misma raíz. Se trata, por tanto, de transmitir un ideal ético aristocrático que no se basará en el deber, sino en el ser: los mejores gobiernan porque tienen una naturaleza superior basada en sus mejores cualidades físicas, en su bravura, sentido del honor y asunción de un destino que, como en el caso de Aquiles o Héctor, les llevará a despreciar la muerte que les ha sido anunciada con tal de demostrar su superioridad sobre el resto de los mortales. El rango y dominio preeminente de los nobles exige la obligación de estructurar sus miembros desde la más temprana edad de acuerdo con unos ideales válidos en su círculo, ideales que vienen impuestos por al tradición y en los que el ejemplo cobra una importancia pedagógica trascendental. Además de las acciones heroicas se beneficiará la familia y los descendientes de quien las lleva a cabo, de la misma manera que una acción impropia de la naturaleza caballeresca no sólo perjudica al que la comete, sino a toda la parentela y aún a los súbditos y allegados: el incumplimiento de las normas de hospitalidad por parte de Paris provocará la ruina de Troya.

         La polis griega y aun sociedades posteriores heredarán parte de este código de la nobleza caballeresca, especialmente en lo que se refiere a la exigencia del valor como una de las más altas virtudes. Sin embargo, las convenciones del deber irán poco a poco limando los aspectos más chirriantes de la ética aristocrática, haciendo recaer la responsabilidad del mantenimiento y la protección de los valores no en el individuo o en los mandamientos y normas de moralidad externas transmitidas a través de los siglos,  sino en la sociedad o en sus órganos de dirección.

         En la sociedad que describe Homero un hombre aventajado o virtuoso es ante todo un guerrero denodado, de notable constitución física y apariencia imponente, alguien que debe tratar de enseñar a los demás cómo destruir al mayor número posible de enemigos mediante cualquier procedimiento. En su bajada a los infiernos, Odiseo resume las virtudes de Neoptolemo explicando que en la toma de Troya mataba a tantos hombres que no los puede nombrar a todos. Entonces Aquiles, su padre, se retira feliz y orgulloso de su hijo.

         La Iliada se centra, pues, en el canto de las virtudes del héroe entendidas como grandes pasiones, entre las cuales el valor, la cólera y la némesis cobran un protagonismo especial. Se trata de ofrecer una serie de modelos humanos y divinos que deben imitar los jóvenes de la clase superior, para seguir ostentando el puesto preeminente que ocupan en la sociedad. Aquiles representa un modelo a imitar en su ferocidad, bravura, crueldad y venganza despiadada. Pero también en su sentido hacia la amistad con Patroclo y en su obediencia a los dioses una vez disipadas las nubes que ciegan su ingenio. El pathos del alto destino heroico del hombre es el  aliento espiritual de la Iliada, y ese pathos, que alcanza su máxima expresión en la guerra, debe conmover y provocar la emulación del individuo.

         En  la Odisea se mantienen en gran parte los ideales de valor, fuerza física, orgullo y amor al peligro. Sin embargo, el poeta da un giro muy importante en su concepción del héroe al combinar estas virtudes con la prudencia y la astucia. La fuerza, las pasiones, se ven controladas por la reflexión, con lo que la conciencia individual adquiere un protagonismo decisivo para la evolución del género narrativo. No en vano la  Odisea es considerada el primer gran relato novelesco de las historia de la humanidad.

         Es cierto que el destino sigue teniendo un importante protagonismo y que Odiseo se muestra como el más fuerte en el combate y más diestro en las pruebas físicas. Pero también es cierto que, a diferencia de Aquiles, casi nunca se deja llevar por las pasiones ciegas, sino por la astucia y la razón: no en vano su guía es la diosa Atenea.

         La unión de estos paradigmas de fortaleza, bravura e inteligencia dará, sin duda, ese ideal al que según Aristóteles todo hombre noble debe aspirar y que, siglos más tarde, se reflejará en el lema pedagógico de  mens sana in corpore sano.

         Es obvio que las sociedades medievales de estructura feudal desarrollarán, con mayor o menor acierto, poemas épicos con unos códigos éticos semejantes a los de los héroes homéricos. También el tema de la fortaleza, la habilidad para matar al enemigo, la crueldad y la venganza encontrará un admirable desarrollo en el western cinematográfico, cuyos protagonistas se mueven  dentro de una escala de valores muy semejante  a los de la epopeya heroica: no en vano se ha dicho que este género constituye la contribución americana a la épica.

        

        Catón el marciano, cuento de Howard Fast            

 Sin embargo, lo que nos interesa analizar ahora es el tratamiento absolutamente dispar de un pretexto bélico, por cuanto el autor quiere transmitir unos valores que están en las antípodas de sus predecesores. He aquí la sinopsis argumental de  Catón el marciano de Howard Fast:

         -Un marciano apodado Catón convence a sus compatriotas de que los habitantes de la Tierra son crueles y significan un peligro para Marte: por ello deben ser destruidos.

         - Para hacerlo inventa una estratagema: tirar una bomba atómica sobre Estados Unidos, otra sobre la URSS y otra sobre Inglaterra con el fin de que se desencadene una guerra nuclear.

         - Sin embargo, el efecto no es el deseado: los terrícolas comprenden de dónde viene el ataque, arrojan sus bombas atómicas sobre Marte e invaden este planeta.

                    Aunque sólo la lectura reflexiva del relato nos puede dar una verdadera visión de las intenciones del autor plantearemos algunas sugerencias:

         Obsérvese que la acción se inicia con la discusión sobre un término que los marcianos desconocen: righteousness, término inglés que recogería todos los valores éticos de una sociedad moralmente avanzada: rectitud, virtud, honradez, probidad, justicia...

         Lo que al autor nos está planteando desde el principio no es que los marcianos desconozcan el significado exacto de este término. Lo que tal vez no quiera sugerir es que toda civilización, todo pueblo que ha destruido a otro pueblo también desconocía el valor exacto de esta palabra, es decir su aplicación a los demás y no en beneficio propio. El pretexto épico queda invertido desde el principio: no se cantan las virtudes de quienes destruyeron o conquistaron la ciudad: se hace constar su estupidez y su barbarie, estupidez y barbarie que, como en el caso de Catón, acabará por provocar su propia destrucción.

         Asimismo, en la discusión en el consejo planetario, el protagonista  citará una frase de Samuel Johnson que significa la negación de otro de los valores más usados por los héroes de la epopeya. Frente al dulce y necesario es morir por la patria, el marciano filósofo recordará que "el patriotismo es el último refugio de los canallas."

         La fuerza, el desarrollo tecnológico superior y la astucia (que casi siempre han significado el triunfo del fuerte y la aniquilación del débil) provocan en este caso resultados inversos: los superiores son derrotados; la combinación ideal de Aquiles y Odiseo no resulta la panacea, sino el desastre cuando se aplica a fines destructivos.

         A diferencia de otros relatos antiépicos o antibelicistas, entre los cuales podrían citarse como modelos muchos de Max Aub o  Sin novedad en el frente de Remarque, el acento no se pone aquí en la crueldad de la guerra, en sus consecuencias desastrosas o en la destrucción de la vida. Se trata de mostrar hasta dónde llega la estupidez y la soberbia de los señores de la guerra que, al igual que los dioses homéricos pero desprovistos de su grandeza poética, sólo quieren actuar como catalizadores para acelerar una reacción que ellos saben imprevisible: los marcianos no intervendrán directamente," no haremos mas que apresurar un accidente inevitable": el que, de cuerdo con los oráculo marcianos, originará antes o después la guerra entre Estados Unidos y la Unión Soviética. El relato de H. Fast cobra aún más significado en nuestros días: ni oráculos ni dioses deben tener vela en ningún entierro que no sea el propio.

                                      (República de las Letras. Número 42)

 

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ALGUNOS RECURSOS LITERARIOS EN EL AULA. LAS ROBINSONADAS.

 

                                          I)  De otras censuras

         Del feroz expurgo que J. J. Rousseau hace en la biblioteca de su Emilio, sólo salva un libro: Las aventuras de Robinson Crusoe. El autor del  Contrato Social no se mueve por criterios literarios. Ni siquiera, como el cura y el barbero, realiza su escrutinio intentando mantener ese difícil equilibrio entre lo humano y lo divino, entre la poética y la ramplonería novelesca, equilibrio cuya descompensación en uno u otro de los platillos de la balanza dará lugar al burdo censor o al lector crítico.

         Cervantes, ya se sabe, es un novelista genial, y, en consecuencia, un lector capaz de distinguir las voces de los ecos. Pero también es un creador que duda de los modelos definitivamente acabados, de unos valores cuya mera imitación, sin el concurso activo y contradictorio del individuo, conduzcan a la felicidad. Rousseau es, por el contrario, un filósofo preocu­pado por calcular el enigma del futuro desde un riguroso análisis del presente, por establecer unas leyes de validez universal. Y, entre sus cálculos acertados, está el de ver la función trascendental  de la educación en una sociedad de dirección interna: se trata de mostrar a cualquier joven _cuyo paradigma recibe el nombre de Emilio_ la variedad de los roles adultos que puede desempeñar para que siga el que su preceptor considera más adecuado.

         Y en la etapa conflictiva entre el mundo de la realidad y de los deseos (entre el  ello y el  yo, según el análisis posterior de Freud) el modelo a imitar debe servir para que nuestra fantasía recorra previamente las etapas que ha de atravesar cuando el verbo, o la palabra, se haga carne. Frente al modelo trentiano donde al hombre sólo le es dado representar pasivamente el papel que le ha sido asignado, Robinson Crusoe encarna el modelo ideal de una nueva clase: la autoinsp­iración, la seguridad del individuo en sí mismo bajo la guía de una ética protestante que basa en el diálogo con Dios la lectura creativa de sus mensajes, la confianza de una clase social que aspira a sustituir el in­movilismo y adocenamiento de la nobleza caduca por el hombre. De hecho, Rousseau no justifica la elección exclusiva de  Robinson Crusoe por sus virtudes novelescas para la biblioteca de su  Galatea (retomando el mito de autor-obra que también subyace en el  Emilio), sino por intuir que esta obra explicita de manera extraordinaria los viejos presupuestos de Galileo: al hombre, como criatura predilecta de Dios, no sólo le es dado odedecer a la naturaleza, sino que debe interpretarla, leerla sin inter­mediarios, sólo a partir de su propio raciocinio y cultura, del bagaje  de lo que hoy se denominan conocimientos previos. Por ello,  al individuo le cabe también actuar sobre la naturaleza para adaptarla a sus necesidades, a las de la sociedad ideal, la sociedad burguesa que aún  está semir­recluida en las catacumbas del poder político; el individuo puede modificar el papel que le ha sido asignado en el gran teatro del mundo y, bajo la divina guía, superar la contradicción de generar la riqueza para que otros se apropien de los frutos económico­s, políticos e ideoló­gicos (incluidos  los valores dominantes). Robinsón no se limita a sobrevivir. Crea un emporio económico, excedentes, valores que no le servirán a él en su islote, pero que demuestran cómo el hombre debe ir más allá de sus necesidades in­mediatas y plan­tearse la lucha por la vida de manera que transcienda su propia existencia. Marx también analizará en  El Capital este fenómeno curioso del  valor robinsoniano: la mercancía no tiene valor en sí misma, sino en cuanto todos los productos salen de sus propias manos y él establece las relacio­nes que deben existir entre los mismos, sean éstas de uso o de cambio. En definitiva, Robinsón Crusoe está estableciendo todos los valores del valor al decidir cómo deben cotizarse en un mercado bursátil cuyas leyes sólo domina él. Por lo que, también dando un paso más allá de la lectura rousseaniana de  Robinson Crusoe, Marx no se plantea ya que hay que interpretar la naturaleza, sino que transformarla. Como apuntaremos más adelante, la escala de valores ha ido avanzando desde un determinismo pasivo pero seguro, a un protagonismo contradictorio y problemático.

         Tal vez sea ese el recorrido de la aventura en el mísero espacio de los tres últimos siglos. Pero en absoluto lo es desde sus orígenes inciertos.

         Veamos algunos ejemplos.

 

     II) Del relato popular al cómic

         Si en algo están de acuerdo todos los estudiosos del relato maravilloso es en su función iniciática o de agente de socialización. Como señala Riesman[1]  una sociedad que depende de la dirección tradicional utiliza tradiciones orales, mitos, leyendas y canciones como uno de los mecanismos para transmitir la unidad relativa de sus valores. Los cuentos relatan lo que les ocurre a quienes desobedecen a las autoridades comunitarias o sobrenaturales, o bien indican mediante referencias a los individuos ilustres qué clase de persona debería ser  uno en la cultura en términos de rasgos de valentía y resistencia.

         El cuento maravilloso cumple la función de completar unos ritos iniciáticos que aseguren el paso de la infancia a la madurez mediante fuertes traumas que alivien los traumas venideros. Obsérvese que infancia (al igual que adolescencia) conserva aún su carácter peyorativo ( el que no habla, al que le falta algo), en tanto que madurez significa el individuo capaz de integrarse en el esquema de normas, valores y usos propios de su clan.

         De ahí que el cuento maravilloso se una a otros ritos que el iniciando debe superar para integrarse en su etapa plena en la comunidad: la de cazador, guerrero o agricultor. El aislamiento, el hambre, la tortura y la simulación de la muerte serán pruebas físicas que ha de sufrir, de la misma manera que debe aprender a identificarse con los sufrimientos y anhelos que el protagonista de la historia debe vencer  para controlar sus pasiones venideras. Esa corriente de simpatía /empatía entre el oyente y el hablante, de recrear hechos que suscitan el temor o la compasión estableciendo un vínculo dramático entre emisor y receptor analizada por Eloy Martos[2] nos conduce a una sociedad en la que los roles comunicativos no constituían compartimentos estancos. La identificación con el protagonista cuya historia debía de servirnos como modelo de conducta era total, se integraba en nuestro esquema de valores éticos y sociales. Recuérdese, al especto que los predicadores utilizaron hasta el siglo XVII en América el cuento popular como vehículo de transmisión de una serie de valores y normas morales que los indios aceptaban gustosamente por cuanto podían "vivir" prendidos de los labios del narrador la aventura ajena como propia. O véase en la actualidad la utilización que, desde otros presupuestos, se hacen de los llamados culebrones para producir una empatía entre las frustraciones cotidianas del ama de casa y las de la protagonista del relato.

          Parece, pues, que, desde que el mundo es mundo, la literatura ha cumplido una función de enseñar deleitando, es decir, de preparar al individuo para empresas que, recorridas previamente en los vericuetos de la imaginación, aseguren su inserción social. Dicho con otras palabras, la interiorización de unos determinados valores éticos o morales resulta más sencilla por la vía del discurso narrativo que por la del dogma admonitorio. Por ello el evangelio utilizará la parábola, y buena parte de nuestra literatura medieval no será sino una recopilación  de la llamada  divisio extra, es decir ejemplos con mayor o menor carga literaria mediante  los que poetas como Gonzalo de Berceo o narradores como Don Juan  Manuel transformaban la aridez del sermón admonitorio en una historia con cuyos protagonistas, paisajes y peripecias el oyente se podía sentir identificado, extrayendo las conclusiones de comportamiento previamente establecidas por el teólogo.

         Ahora bien, que estas intenciones educativas  a las que nos hemos referidos desde el principio con la cita de Rousseau estén presentes en buena parte de la literatura desde sus orígenes a nuestros días, no significa que esta transmisión de valores se produzca de manera paritaria o unívoca.

         El largo tránsito desde el relato maravilloso a la novela de aventuras, o al cómic y las películas de héroes puede ser significativo.

         Reflexionemos, por ejemplo, sobre algunos hechos.

        

           Empecemos por el núcleo fundamental de casi todo pretexto narrativo, más aun de la aventura: la muerte. Es obvio que para que el héroe tenga alguna credibilidad debe ser vulnerable. Los propios dioses griegos adoptaban la figura humana y aún sus imperfecciones para determinadas aventuras por lo que podían llegar a ser vencidos por la fuerza del héroe o los encantos de la ninfa. Cualquier planteamiento narrativo debe incluir un proceso de identificación en el que nuestros temores más fuertes y ocultos salgan a flor de piel para superarlos de la mano del protagonista. De ahí que la muerte sea el adversario formidable y de mil rostros al que, tras muchas penalidades, vencerá el héroe y, con él, el oyente, lector o espectador. Por ello, cuanto más vulnerable sea el héroe, más creíble, más fácil resultará la identificación con las pruebas iniciáticas que ha de superar, especialmente si nos referimos a relatos dirigidos a adolescentes.

         El protagonista del relato maravilloso casi siempre es un ser desvalido o poco dotado: el más pequeño de los hermanos, el más joven, el aparentemente más torpe. Sólo a partir de uno o varios ayudantes mágicos consigue salir adelante de un mundo erizado de peligros, de enemigos infinitamente más poderosos que él, a los que, por cierto,  muchas veces burla, pero no destruye. Y, si lo hace, él o ella sólo tienen una mínima par­ticipación en el triunfo, participación que, como en el caso de Blancaflor o Sherezade, se debe más a la astucia que a la fuerza.

         Sin embargo, conforme la transmisión de valores se va uniendo a determinados arquetipos con los que ya no se trata tanto de identificarse sino de seguir, el héroe se hace más invulnerable. Obsérvese, por ejemplo, cómo sociedades con clases dominantes distintas pero con vocación igualmente de perpetuidad crean modelos que transmitan los valores a partir de la adoración, no de la simpatía. La epopeya griega, la épica o la novela caballeresca nos crean un universo de héroes ante los que sólo cabe la actitud de papamoscas, de obediencia establecida ante los seres superiores. Pero también el cómic moderno creará seres inmortales o casi inmortales, de cuyo triunfo jamás se duda. Con  Robinson Crusoe, con el joven protagonista de  La Isla del tesoro , con los niños de  A través del desierto el lector podía sentirse identificado. Con Supermán o el Hombre Araña cualquier identificación resulta harto problemática. Como señala Riesman, ahora ya no se trata de ir descubriendo los valores de la mano del héroe, sino de aceptar los valores que el héroe nos impone. No debemos imitar al héroe, debemos votarle porque ha hecho lo que nosotros no seríamos capaces de hacer: hemos pasado de la sociedad de dirección interna a la sociedad dirigida de consumo.

         Junto a la vulnerabilidad del héroe, la aventura tendrá otra constante iniciática que también ha sido objeto de un trato desigual: lo que Fernando Savater llama  salir del reino de la madre para entrar en el reino del padre.

         Dentro de una escala de valores con connotaciones fuertemente impregnadas de la sociedad patriarcal, el joven debe aprender que ha de ser más hombre que su propio padre, es decir, más arrojado, más listo, con mayor capacidad de vencer en las pruebas imaginarias que ha de superar y que luego se trasmutarán en pruebas reales y cotidianas.

         Lord Greystoke, el padre de Tarzán, también es un héroe que casi domina un motín, un hombre blanco que casi domina la selva, pero su hijo lo superará con creces en estas y otras facetas. No en vano es un aristócrata que ha heredado las virtudes de una nobleza victoriana en su estado más puro, lejos de los vicios de la sociedad. Pasará del  casi al sobresaliente cum laude. De esta manera, el joven de la sociedad  comprenderá que lo importante no es quedarse en el punto de partida de las virtudes de su estirpe, sino dar un paso más que sus progenitores para demostrar al mundo la justeza del dominio del hombre blanco sobre todos los seres creados, incluida su compañera cuyo papel queda reducido también a las virtudes de la esposa-madre victoriana recluida en su hogar, sea una lujosa mansión o la selva virgen.

         Un esquema de valores tan perfectamente engarzado no ofrece demasiadas dificultades para su traspase a sociedades aparen­temente distintas. Si Burroughs incluyó algunos retoques sobre el  genial modelo de Kipling (especialmente en las descarga del protagonismo alegórico de los animales y en la sustitución de la astucia de Mowgli por la fuerza de Tarzán, como corresponde a una etapa más agresiva del colonialismo), también la sociedad americana necesitó realizar algunos cambios en sus versiones cinematográficas. Obviamente había que sustituir al lord por el burgués medio y transformar la morada del héroe en un sucedáneo de apartamento-chalet en el que ni siquiera debería faltar un híbrido entre el perro de compañía y la mucama negra ansiosa por heredar las ropas o los cosméticos de la ama blanca: Chita estaba servida.

         Un caso curioso  de esta superación de los valores del padre a partir de los avances del hijo es el de Indiana Jones. El héroe, moldeado en el crisol de la aventura y del relato maravilloso (ayudante mágico, huida, retorno, antihéroe, etc.) hereda también unos valores físicos y espirituales que son los de su progenitor (de su madre nada se nos dice en las pelícu­las), pero los supera, hasta el punto que el papel de guardián-guía asignado  en las sociedades primitivas al padre se invierte y es el hijo el que no sólo demuestra más vigor, sino también más cordura que el padre. Indiana Jones enlaza más con el Tarzán de Burroughs que con la versión americana (en las que no existe padre del héroe), ha sustituido la transmisión dinástica de la nobleza por la del hogar, pero ha dado un paso más en in­teligencia y osadía como cor­responde a cualquier ciudadano con vocación de triun­fador.

         En todo caso, si los valores del hombre reflejan (por asunción o por deformación) los espejos de Stendhal o Valle Inclán), los del héroe novelesco no son sino un espejo en los que se muestran o deforman los que quiere transmitir. Y el devenir de los robin­sones ejemplifica ese largo e intenso tránsito en dos siglos y medio de la civilización occidental: desde la ética de un individualismo acrisolado entre las seguridad religiosa protestante y la económica de una clase que se sabe superior, a los tamices al que someterá el colonialismo y los intereses de las grandes compañías al buen salvaje, o al desencanto siguiente a la segunda guerra mundial.

 

III) Del desencanto de los robinsones

         Ya me he referido a algunas de las coordenadas que encuadran la obra cumbre del género, Robinson Crusoe, y no sólo por el éxito de la misma, sino porque suele considerarse uno de los pilares de la novela moderna. De hecho, Daniel Defoe se plantea un gran reto: centrarse en los cambios del héroe, no del entorno, subordinar la acción al personaje, reduciendo las peripecias y el medio físico para que adquieran sentido únicamente en función de las necesidades evolutivas del protagonista. En definitiva, el arquetipo zarandeado por sucesos y entornos, se convierte en héroe problemático que zarandea y organiza los episodios de su propia existencia. El hombre domina la naturaleza y, con ella, las leyes del relato novelesco. No en vano casi todos los críticos están de acuerdo en que el desarrollo de la novela sería incomprensible sin el de la conciencia de una burguesía que reclama un protagonismo activo en la historia, una confianza en sus propias fuerzas arropada por unos descubrimientos científicos y unos presupuestos ideológicos que afianzan sus creencias morales y apoyan sus pretensiones políticas.

         Robinsón Crusoe se encuentra en un estado natural y, por lo tanto, es dueño de su propia persona, de sus actos y de sus posesiones sin tener que dar cuenta a nadie de todo ello. El límite sólo está en esa Biblia con la que el náufrago dialoga cada día, sin más intermediarios que su propia fe para captar el mensaje divino. Por lo tanto, al hombre no debe limitarse a aceptar pasivamente el papel que le ha sido asignado en el teatro del mundo. Su esfuerzo, su afán de superación y la ayuda divina le conducirán a metas más altas.

         Frente al pesimismo de nuestros pícaros, cuya únicas aspiraciones al intentar cambiar de estado son convertirse en pobres cornudos consentidos, en galeotes o en bufones zaran­deados por haber querido transgredir las leyes divinas de un orden inmutable, Robinsón demostrará la fe en las posibilidades del individuo para progresar aun en las condiciones más arduas. Aunque para ello Defoe tenga que alterar en 360º el modelo real en el que se basa, ya que lejos de la prosperidad y los avances del protagonista de su novela, el náufrago de la isla de Juan Fernández sólo era un pobre imbécil anémico en el momento de su rescate.    

         Robinsón Crusoe  recorrerá todos los ciclos de la humanidad (cazador, ganadero, agricultor y artesano), creará excedentes que superan sus necesidades inmediatas y, con la sola ayuda de Dios, demostrará que el hombre debe apropiarse de cuantos medios naturales estén a su alcance.

         Tal vez Defoe sólo esté novelando una idea expuesta por Locke treinta años antes[3] :

         "El trabajo producido por su cuerpo y la labor producida por sus manos podemos decir que son del hombre. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la modifica con su labor y añade a ella algo que es de sí mismo, es , por consiguiente, propiedad suya. Pues al sacarla del estado común en que la naturaleza la había puesto, agrega a ella algo con su trabajo, y esto hace que no tengan derecho a ella los demás hombres".

         Según Locke, el hombre en el estado de naturaleza goza de libertad absoluta,  "es el señor absoluto de su propia persona y de sus posesiones en igual medida que pueda serlo el más poderoso; y si no es súbdito de nadie, ¿por qué decide mermar su libertad? ¿Por qué renuncia a su imperio y se somete al dominio y control de otro poder? La respuesta a estas preguntas es obvia. Contesto diciendo que, aunque en el estado de naturaleza tiene el hombre todos los derechos, está sin embargo, expuesto constantemente a la incertidumbre y a la amenaza de ser invadido por otros. Pues como en el estado de naturaleza todos son reyes lo mismo que él, cada hombre es igual a los demás; y como la mayor parte de ellos no observa estrictamente la equidad y la justicia, el disfrute de la propiedad que un hombre tiende en un estado así es sumamente inseguro. Esto le lleva a querer abandonar una condición en la que, aunque él es libre, tienen lugar miedos y peligros constantes; por lo tanto, no sin razón está deseoso de unirse en sociedad con otros que ya están unidos o que tienen intención de estarlo con el fin de preservar sus vidas, sus libertades y sus posesiones, es decir, todo a eso a lo que doy el nombre genérico de "propiedad"[4].

         Evidentemente a Robinsón Crusoe no se le plantea este problema. Su convivencia se reduce a Viernes y, en este caso, los papeles sí que están claros. Al salvaje sólo le queda disfrutar de las sobras del ser superior que además le ha salvado la vida, aprender su religión, lengua, y costumbres, obedecer al amo que todavía conserva rasgos de paternalismo colonial moderno.

         Es curioso, sin embargo, que el planteamiento de Locke (o el más pesimista de Hobbes) corra también parejo con la evolu­ción de las robinsonadas.

         Está claro que al náufrago solitario le está permitido atesorar cuanta riqueza pueda, crear un emporio, no someterse a más leyes que a las  de la naturaleza cuyo mejor y único compendio es la Biblia. Pero, ¿qué ocurre si son varios los robinsones?

         Las respuestas novelescas son varias. Wyss en Los robinsones suizos solventará el expediente con la armonía de una familia cristiana regida por las mismas normas que, al menos en teoría, guiaban a aquellos robinsones que se establecían en Norteamérica: la palabra de Dios y la tradición patriarcal.

        

         La cuestión se complica cuando nos encontramos ante un grupo homogéneo, es decir, sin los roles propios de la sociedad de dirección interna.  La isla del coral y  El señor de las moscas son ejemplos de cómo un mismo pretexto narrativo puede desembocar en obras diferentes, no ya en lo que se refiere al esquema argumental o a las técnicas novelescas, sino a los valores que quieren transmitir.

         Los jóvenes protagonistas de La isla del coral no dudan, ni sufren las penurias de un medio salvaje, ni más inconvenientes que los derivados de unos seres desprovistos de la evan­gelización, sean piratas o salvajes no colonizados.

         Robinsón intentaba apoderarse de la naturaleza, transformarla más allá de sus necesidades. Los jóvenes de  La isla del coral sólo quieren disfrutar de un paraíso natural. Entre la burguesía emprendedora de los albores de la ilustración y la crisis de las grandes compañías coloniales de mediados del siglo pasado ha habido un gran trecho.

         Ballantyne da una larga cambiada a las dudas que, entre otros, se habían planteado Rousseau, Locke, Hobbes o Marx sobre las normas que rigen el comportamiento del hombre con el hombre, sobre el porqué, cómo y cuándo se establecen el contrato social y las normas de convivencia.

         Con una mezcla de romanticismo e ideología acuñada en su oficio de pasante de la gran compañía de la Bahía de Hudson, Ballantyne no tiene dudas: las virtudes morales se heredan o se adquieren de la misma manera que se heredan los rasgos físicos o se adquieren las normas civilizadas que el imperio británico va transmitiendo a los pueblos salvajes. Cierto es que existen algunos facinerosos que, contraviniendo las normas de las compañías regladas, se comportan como salvajes y entorpecen la labor del Imperio. El despropósito de estos desalmados (el capitán del barco que osa competir con las compañías gubernamentales en la expropiación de materias primas) es similar  al de quienes en nuestros días trafican por su cuenta y chapuceramente con armas o drogas.

         Frente a este mundo corrompido, tres niños-jóvenes blancos viven felizmente en el paraíso porque el escudo de los valores y normas de la sociedad cristiana-occidental los hace invulnerables. Representan las virtudes del hombre blanco educado en los sagrados principios del imperio, y, por lo tanto, su función está muy clara: demostrar la superioridad de unos principios que van más allá de cualquier contingencia temporal o espacial. Rodolfo, Peterkin y Juanito viven dichosamente en su isla del coral, disfrutan de la naturaleza y del momento y, para evitar los problemas que atormentaran a Locke, no acumulan ninguna propiedad. A diferencia de Robinsón Crusoe, viven el  carpe diem, disfrutan del edén antes que se presente la serpiente: los negros no bautizados y los blancos que hacen la guerra por su cuenta, al margen de los misioneros: "Habíamos vivido por espacio de muchos meses en un clima tan bello, que muchas veces nos había hecho pensar si podía haber sido más agradable el paraíso de Adán y Eva, y, de pronto, aquellas tranquilas soledades de nuestro edén habíanse visto turbadas por los feroces salvajes y las blancas arenas teñidas de sangre y sembradas de cadáveres. Y, sin embargo, en aquellos caníbales habíamos observado muchos síntomas de índole bondadosa. Con­sideré detenidamente estas cosas, y pensando en ellas, acudie­ron a mi memoria las palabras que había leído en la Biblia: las obras de Dios son maravillosas y sus modos inescrutables"(pg., 165)

         Recojamos otros fragmentos de la novela:[5]

          Los hombres eran salvajes excepto en aquellas islas donde había sido llevado el Evangelio

 ( pg.,25)

         Tenemos una isla para nosotros solos. Tomaremos posesión de ella en nombre del Rey. Empezaremos por coger a nuestro servicio a sus negros habitantes, y no hay que decir que nos pondremos al frente de sus negocios. Los blancos siempre lo hacen así. Tú serás Rey, Juanito, Rodolfo presidente del Consejo de Ministros (pg., 35)

          -Bill _ le dije _, aunque tus pecados sean rojos como el carmín, se tornarán blancos como la nieve. Basta creer. (pg., 222).

         Frente a este mosaico de convivencia ideal que solamente se puede romper por la subversión de agentes desconocedores de la ética de las Sagradas Escrituras ( leídas y aplicadas por las grandes compañías marítimas), Golding nos ofrece una visión más pesimista del hombre.

         Lo cierto es que el mundo ha cambiado mucho. Las masacres de la segunda mitad del siglo XIX estaban muy localizadas y, si acaso, constituían motivo de tertulia para los expertos en los comedo­res de sus clubs. Sin embargo, las dos guerras mundiales llevarán la barbarie a los hogares del hombre blanco. Además, los estudiosos demostrarán que el comportamiento hereditario o la herencia psicológica no son sino cortinas de humo para encubrir el racismo. Solamente del medio recibe el hombre la propia definición de lo bueno y de lo malo, de lo cómodo y de lo incómodo, y aún así, estas categorías o valores son tan efímeros que, cambiado el medio de cultivo en el que se desarrol­lan, se volatilizan sin dejar más que un vacío tras ellas.

          A diferencia de los animales considerados inferiores, el hombre es un ser desvalido. El niño o el adulto aislado de la vida social pierde unas señas de identidad que sólo tienen razón de ser en su medio; ya no es ni animal ni humano, se hunde en el abismo de una cerrilidad no organizada por cuanto no hereda instinto alguno relacionado con sus congéneres [6]

         Behaviorismo, marxismo y psicoanálisis están de acuerdo en que la construcción del edificio que se llama persona (y con él los valores y normas sociales) no se debe a la herencia ni al instinto, sino a su existencia. Y que, por tanto, desaparecidas todas las inhibiciones o normas sociales, el hombre no es sino un ente flo­tante, un monstruo, ya que, como señala Lévi-Strauss, en el hombre no hay un estado precultural que pudiera surgir por regresión: tan sólo el vacío impuesto por la ausencia de leyes intrínsecas y extrínsecas.

 

       Pero volvamos al tema de los robinsones, esta vez vistos desde la óptica pesimista de la posguerra mundial, del inicio de la guerra de Corea y de la perspectiva de una guerra atómica. Golding escoge también a un grupo de chicos que, tras un accidente aéreo, se convierten en robinsones en otra isla del coral. Los chicos viven unos pocos días de acuerdo con esas normas pero, en seguida, el paraíso idílico de  La isla del coral se convierte en un infierno en el que se reflejan los deseos de destrucción del hombre por el hombre, casi sin ningún motivo, tal vez se podría argüir que porque el planteamiento de Golding ha perdido los ribetes rusonianos de Ballantyne para teñirse del pesimismo de Hobbes. O, simplemente, porque sabe que la falta de una herencia mínima hace que la existencia se erija en centro activo de síntesis de las pasiones capaz de dar sentido a cualquier acto cotidiano. Y, convertida esa existencia en un campo de batalla absurdo, cualquier acción arbitraria cobra tanto sentido como la opuesta.

   El paisaje al principio difiere poco del de su modelo, pero en seguida se convierte en un fondo fantasmagórico porque la naturaleza sólo tiene sentido en tanto en cuanto está en función del hombre. O dicho con otras palabras: ¿puede este grupo de jóvenes no ya cambiar la naturaleza como Robinsón, sino disfru­tarla a la manera de los protagonistas de  La isla del coral? Ni una cosa ni la otra.

         Si retomamos los poderes que Locke asigna al hombre en su estado natural, encontramos que se reducen a dos:

         -El hacer todo lo posible para su propia conservación y la de su especie.

         -El de castigar a quien transgrede este principio.

         Lévi-Strauss señalará también algunas actitudes presentes en todo hombre, en todo lugar y en todo tiempo: la exigencia de reglas, el deseo de reciprocidad y el movimiento oblativo.

         Añadamos a estos considerandos  los anterior­mente señalados referidos a la justificación de los valores morales y de convivencia tan sólo en cuanto esa convivencia está organizada, es decir, no por instinto o herencia y tendremos una visión relativamente aproximada de  El señor de las moscas.

         Algunos críticos han señalado que Golding plantea en su obra una regresión del género humano cuando se aparta de las normas de convivencia. Es posible. También es posible que Golding convierta en una maravillosa alegoría novelesca esos postulados de Locke a los que nos referíamos antes. Y aún esos postulados reducidos. Porque los jóvenes de la  Isla del coral se preocupan efectivamente por su propia supervivencia, no por la de su especie, y porque también les preocupa castigar a quien transgrede unos principios, quiere decirse cualquier principio, ya que todo principio tiene de válido fundamental­mente el que sea obedecido, no la lógica del mismo. Piggy es un chico inteligente, preocupado porque se respeten esas normas de convivencia que señala Lévi-Strauss. También lo es Ralph. El caracol y el mantener el fuego se erigen como normas únicas, como puentes entre el mundo perdido y el actual. Sin embargo, Jack impone las normas y valores de su superviven­cia, de la aniquilación gratuita del congénere y, con ello, de cualquier norma que no se base en el capricho personal. El análisis de que Ralph, como cazador, representa una  regresión hacia un estado animal se tambalea. Efectivamente, en lo que podríamos llamar la ley de la jungla la relación predador-presa se erige como norma moral definitiva. Pero, por mucho que retrocedamos en los depredadores animales, no encontraremos una agresión permanente intraespecífica: el tigre, el león o el leopardo no se plantean la exterminación de sus congéneres más débiles, porque para ellos eso significaría un juicio de valor ajeno a unas necesidades y esquemas de conducta que sí han adquirido. El hombre es lobo para el hombre gratuitamente, pero no el lobo para el lobo.

         Jack y sus cazadores "descubren" la magia, el rito, las técnicas primitivas de la caza. Pero también la agresividad gratuita y la eliminación del otro. Y no porque existan, como plantearían Locke o Marx, problemas del propiedad económica o política. Simplemente porque el comportamiento del ser humano es un misterio. Un misterio tan grande que, no contento con casi haberse aniquilado en la guerra mundial, se propone dar un paso más en sus propósitos de exterminio, de un mundo tan absurdo como el diálogo que pretende explicarnos qué ha ocurrido y dónde están los protagonistas de la novela:

         -Ellos no. ¿No oíste lo que dijo el piloto? ¿De la bomba atómica? Están todos muertos.

         Ralph se arrastró fuera del agua, se incorporó mirando a Piggy, y consideró este insólito problema.

         Piggy insistió.

         -Esto es una isla, ¿no?

         Tal vez la genialidad de Golding, virtudes narrativas aparte, se sintetice en la visión final del joven protagonista, tan desconcertado de su propia personalidad como cualquier adulto sensato, tan perplejo de la estupidez humana como cualquiera que se pare a contemplar el estado de ese paraíso natural absurdamente destruido:

         " El oficial asintió animándolo.

         -Sí. Ya sé. Hermoso espectáculo. Como en la Isla del Coral.

         Ralph lo miró silenciosamente. Durante un momento vis­lumbró fugazmente la imagen de aquel raro encanto que una vez había envuelto las playas. Pero la isla estaba ahora chamuscada como leña, y Simón había muerto y Jack había...Las lágrimas le corrieron por las mejillas y unos sollozos lo sacudieron. Se entregó al llanto por primera vez en la isla; grandes, convul­sivos espasmos de pena que parecían retorcerle todo el cuerpo. Su voz se alzó bajo el humo negro, ante las ruinas quemadas de la isla;  y contagiados por aquella emoción, los otros niñitos empezaron a sacudirse y a sollozar también. Y en medio de ellos con el cuerpo sucio, el pelo enmarañado, moqueando, Ralph lloró el fin de la inocencia, la oscuridad del corazón del hombre y la caída por el aire del sincero y juicioso amigo llamado Piggy.

         ¿Enlaza este dramático final con el principio de unos niños que han caído en un isla no se sabe si como consecuencia de una absurda guerra? ¿Es esta isla y esta convivencia destrozada un  aviso alegórico sobre la estupidez y la crueldad humana que están a punto de acabar con el planeta? ¿Significa la muerte del "sincero y juicioso Piggy" el triunfo de la fuerza sobre la razón?

         Estos y otros muchos interrogantes nos plantea la lectura de  El señor de las moscas, una novela que demuestra cómo utilizar y recrear los "conocimientos previos" (la amplia nómina de robinsonadas) para adaptarlos a nuevas situaciones. 

(Ponencia recogida en las Actas del IV Congreso internacional sobre el Libro Escolar y el Documento Didáctico en Educación Primaria y Secundaria, celebraddo en Badajoz en diciembre de 1992)


    [1]D.Riesman,  La muchedumbre solitaria, Paidós, 1964

    [2]Eloy Martos Núñez,La poética del patetismo, Editora Regional de Extremadura, 1988

    [3]John Locke,  Segundo tratado sobre el Gobierno Civil

    [4] Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil

    [5]Citamos siempre por la edición de  La isla del coral de Ed. Legasa de 1981

    [6]Véase a este respecto el interesante estudio de  Lucien Malson,  Los niños selváticos, Alianza,Ed., 1973

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