Armando López Salinas

índice

El boxeador

Debajo del cerezo

El calor humano

La muchacha

Caminando por las Hurdes (fragmentos)

EL BOXEADOR

También él tuvo que ir tras el campeón. Delante del «saco» les estuvieron haciendo algunas fotografías. Luego, al campeón, le midieron el pecho y los antebrazos. Después, le pesaron. Setenta y dos kilos, doscientos gramos.

_Se encuentra en plena forma _dijo el patrón.

Dentro de seis días ponía el título en juego y tenía que hacer guantes por consejo del entrenador. Por la mañana, contaba el patrón, el muchacho había saltado a la comba y corrido unos cuantos kilómetros para desengrasar.

Ruiz, delante de los periodistas, inflaba el pecho. El sol que se filtraba por la cristalera del techo le daba en la cara y le hacía engurruñir los ojos. Sonreía mientras escuchaba las conversaciones del patrón y los periodistas. Enseguida comenzó a golpear el saco, hundía los puños hasta hacer crujir la crin.

_ Dale ahora la «punching» _ indicó el entrenador. Era un hombre de mediana estatura que iba embutido en un jersey muy amplio y de cuello cerrado.

Le estuvo cronometrando, tres golpes por segundo durante un minuto y con la mano izquierda.

_No está mal.

_Que va a estar _replicó el patrón.

Los muchachos del rincón que hacían pelea de sombra se habían detenido, también los que hacían piernas en la comba.

_ Vamos a ver al muchacho con los guantes _dijo uno de los periodistas.

_ No está mal el chico, ¿eh? _ volvió a repetir el patrón.

_ Veremos cómo se las apaña delante del negro ese.

_ Ruiz, ¿conoces al negro? _ preguntó uno de los fotógrafos al campeón.

_ Nunca le vi, dicen que es bueno, ¿no?

_ No debe ser fácil de tumbar, parece un buen fajador.

_ Ya veremos.

El entrenador miró a los tres hombres. Luego, se agarró a las cuerdas.

_ Le conviene bajar un poco de peso, ha engordao un poco. Lo malo es que Ruiz apenas suda, le metes tres kilómetros de marcha y se queda más fresco que una lechuga. Ahora Luis le va a trabajar la cintura.

_ Luis _ gritó el campeón _ ya podías estar arriba. Tú eres mi «sparring», ¿no? Pues sube rápido que para eso te pago.

Los periodistas se sentaron cerca de las cuerdas y encendieron los cigarrillos.

_ El negro tiene un buen «swing» de derecha, es una primera serie de Cuba.

_Así le golpearé a ese negro _dijo Ruiz.

Sus dos puños comenzaron una serie en el vació.

_¿Cuántos años tienes?

 _ Veinticinco.

_ ¿No has perdido pelea?

_ De profesional ni una.

_ Lleva diez combates sin besar la lona _ comentó el patrón. 

Luis, el «sparring», se despojó de su jersey. Se había hecho viejo calzándose los guantes. Nunca había llegado a nada en el cuadrilátero pero aún conversaba una buena pegada y un gran aguante. Al poco de nacerle su segundo hijo volvió a su antiguo oficio de descargador en el mercado de Legazpi. Aunque de cuando en cuando  se contrataba como telonero para los programas de boxeo del Campo del Gas, y también de vez en cuando, iba al Cerro de los Locos en la Dehesa de la Villa a correr entre los pinos, cruzar los guantes con algún aficionado y luego remojarse en el caudalillo de Isabel que por allí corre abierto. Pero cuando, tras vencer en dos combates, le ofrecieron el puesto en el gimnasio no lo dudó un solo instante. Tenía mucha afición y aquello le recordaba otro tiempo. Ahora no estaba para mucho. Cuarenta años, setenta y cinco kilos, plomo en las piernas y una ceja que se abría enseguida, casi al primer golpe.

Nunca como en aquel momento temió subir al «ring». Ruiz parecía tenerle manía, siempre se ensañaba con él en los entrenamientos. Y hoy, estando los periodistas, lo haría mucho más. El entrenamiento iba a ser sin casco y con vendajes duros. Con todos los honores de un combate de verdad, para eso se había invitado a la prensa.

       Iban a hacer tres asaltos de tres minutos. El boxeador viejo apartó las cuerdas para que Ruiz entrara en el cuadrilátero. Éste, se sentó en el taburete de su rincón; le pusieron el vendaje y le calzaron los  guantes. Luego, le dieron un masaje en los brazos y le quitaron el albornoz rojo. Después, mordió la goma y se puso en pie. 

_ Tira unas placas. Dijo uno de los periodistas al fotógrafo.

Luis ya estaba en el centro del «ring», nadie le hacia caso. Todos los pupilos del gimnasio se habían sentado en banquetas alrededor de la tarima y miraban al campeón por ver de copiarle el estilo. 

_ Luis, trabájale la cintura.

Cruzaron los guantes. Ruiz tenía la guardia adelantada, el brazo izquierdo extendido. Tieso y elegante, la pierna izquierda adelantada; facha de campeón.

El campeón empezó a bailar alrededor de su contrario, giraba con  movimientos rápidos. Comenzó a fintar con la izquierda casi con la misma velocidad con la que diera al «punching». Enseguida quiso colocar la derecha pero Luis esquivó el golpe. «Hoy viene con ganas de lucirse, maldita sea su leche. Si tuviera diez años menos este se iba a lucir, una leche se iba a lucir».

También Luis empezó a moverse por la tarima siempre buscando el apoyo de las cuerdas. Allí abajo estaba el amo del gimnasio fumando un puro. De cuando en cuando se oía su voz animando a Ruiz:

_ Anda, Ruiz. Ábrele la guardia. Y tú, trabájale la cintura; dale en los costados.

Luis esbozó una serie sobre el campeón, pero éste seguía bailando, y sus golpes sólo segaron el aire. Antes de que pudiera cerrar de nuevo los brazos Ruiz le colocó la izquierda en la cara. Tuvo que encogerse y alzar la guardia. 

Empezó a sudar, las gotas le caían por la cara; escurriéndose hasta la boca. Un sudor ácido con sabor a sangre. Tenía la cara hinchada pero de cuando en cuando lograba colocar sus puños en los costados del campeón.

Ruiz estaba excitado por las voces del entrenador y las luces de magnesio de los fotógrafos. Sus manos se colocaban matemáticas  sobre la cara del «sparring». Este, como buen «hoocker», procuraba trabarse pues conocía todos los trucos del cuerpo a cuerpo y a la salida de ellos colocar algún buen golpe. Empezaba Luis a sangrar por la nariz, el campeón le estaba tratando malamente.

Se sentó en el taburete. Le quitaron la goma de la boca y respiró hondo. Tenía la lengua llena de un sabor amargo, la sangre detenida entre los labios. Cuando le pusieron el hemostático se le cortó la hemorragia.

_No des tan fuerte, Ruiz. Conmigo no estás jugando él título, resérvate para el negro _ dijo.

_ Ruiz está un poco lento de reflejos, tiene una cintura de preñada; apenas se mueve _ dijo uno de los periodistas.

El amo del gimnasio se acercó hasta el rincón de Luis. El humo del puro hizo toser al boxeador.

_ Bien, Luis. Bien, aún te conservas. Pero tienes que entrarle. El domingo que viene no va a tener Ruiz tantas facilidades como tú le estás dando. Me juego mucho dinero en la pelea y no quiero que el muchacho me falle.

El campeón seguía bailando en las cuerdas. De alguna parte llegaba la musiquilla de un aparato de radio. Los periodistas y el fotógrafo bebían cerveza y hacían comentarios.  

Se cubrió bien con los guantes, temía por su ceja. Por entonces haría diez años que se la rompieron. Desde entonces no veía bien  con el ojo izquierdo y Ruiz lo sabía. Muchas veces se preguntaba las causas de la manía de Ruiz. Quizá fuera por aquella vez, cuando el  campeón estaba empezando, que le tumbó delante de una muchacha rubia. Ahora, el campeón era el amo y las estaba pagando todas  juntas. A veces Ruiz le insultaba, le decía que nunca había sido un boxeador, que había sido un saco de recibir golpes.

Flotaba en el aire. Tenía la cabeza hueca, con un gran ruido dentro de ella. Ya tenía la guardia caída y el  campeón le golpeaba insistentemente. De nuevo le sangraba la nariz, el ojo izquierdo cerrado. Pero seguía aguantando, pensando en sus cinco mil pesetas y en los chicos. Les había dicho el dueño. «Si gana Ruiz tendrá cinco de los grandes; si pierde, dos». Luis mordió con fuerza el protector y se  encogió un poco más. «Ruiz es un cerdo, me va a sacar los billetes a tiras. ¿Qué tendría dentro de la cabeza? Llena de ruido. Ahora me tendré que pasar unos días en la cama y me tendré que comprar unas gafas oscuras.»

Ruiz boxeaba mejor que todos aquellos con los que se había enfrentado. Tenía el estilo clásico de los boxeadores ingleses, una gran pegada. Siempre estaba sonriendo. Ni una cicatriz en la cara y la dentadura brillante como un anuncio de pasta dentífrica. Seguro de su pegada no se había puesto el protector. El campeón disparaba su derecha con la seguridad de encontrar la cara del «sparring». Luego, cruzó la izquierda repetidas veces. Luis se doblaba sobre el cuadrilátero. Al ponerse de nuevo en pie, Ruiz le conectó tres series seguidas. Sabía que estaba «grogui» pero no quería hacerle doblar del todo. Aun faltaban tres minutos y los periodistas se tenían que dar cuenta de que se encontraba en plena forma. Además, a Luis le iban a dar cinco billetes y podía aguantar. Pensaba en el coche que viera el día anterior, Jaguar descapotable que hacía los doscientos a la hora. Cuando acabara el combate con el negro iba a ir con Maria Luisa a probarlo a la cuesta de las Perdices.

Con las espaldas en las cuerdas Luis no podía pensar en nada. Las voces del patrón y de los periodistas resbalaban dentro de su cabeza, solo escuchaba la musiquilla. Pensó que sería el aparato de pilas del patrón; lo había comprado hacía poco y siempre lo dejaba funcionando en el despacho. Luis se repetía la copla insistentemente como si aquella música fuera capaz de vaciar su dolor.

_ Anda, Luis, ya sólo quedan tres minutos.

No sabía de quién era la voz pero le daba lo mismo. Nunca había odiado cuando peleaba, pero el campeón no tenía necesidad de golpearle como lo estaba haciendo. Ahora sí que le odiaba, a él y al patrón. Además eran los que ganaban dinero de verdad, el patrón no exponía nada. El había hecho de «paquete» muchas veces cuando dejó de cotizarse. Para ganar unos billetes se enfrentaba con todos aquellos que iban para campeones, se dejaba aporrear por dos o tres mil pesetas. Pero en la prensa le llamaban el fajador y mantenían su nombre para que se ¡llenara el local. Siempre tenía que perder, pero lo hacía sin odio, como algo irremediable.

Uno de los fotógrafos le hizo un plano de la cara, la debía tener bonita, pensó. Un ojo cerrado y la nariz sangrando, Luis se sabía todos los trucos de la prensa, mañana en los periódicos dirían que Ruiz le había tumbado. Pero eso era lo que menos le importaba si era capaz de aguantar hasta el final. Se puso en pie para el último asalto.

De salida el campeón le santiguó la cara con un zurdazo a la ceja. Luego, un derechazo al hígado, le dolía más que cuando se la partieron. Fue en aquel combate con el francés, aquel sí que era un tipo serio, boxeaba como los ángeles. Fue el último combate honrado que pudo hacer, aguantó hasta el final sin doblar la rodilla. Estuvo en el hospital mucho tiempo pero perdió como un hombre, pegando de firme hasta el final como un buen encajador.

 Otro golpe de Ruiz en la ceja. El «sparring», con el ojo ya completamente cerrado, se incorporó contra las cuerdas. Luis piensa que le va a dejar ciego si le sigue golpeando. Muerde sus labios hasta hacerse sangre en ellos. Ya no piensa en nada, ni siquiera en el dolor.Delante de él I solo ve una figura borrosa, tiene que apartarla, tiene que matar al Ruiz antes de que este termine con él. Lanza la derecha y siente como el guante se clava en la carne del otro hombre. El campeón se tambalea.

 Luis le insulta y lanza la derecha, para doblar luego con un gacho al estómago. No ve a su contrario pero sabe que le ha dejado clavado en el ring. De nuevo sus puños se hunden en el cuerpo del campeón. Ya no le duele la ceja, no siente nada. Solo nota la proximidad del otro hombre, su respiración.

Ruiz retrocede, se encoge. Con los guantes trata de guardarse la cara. Pero un «uppercut» le deja desencajada la mandíbula.

Se oye la voz del dueño.

_Luis, ¿te has vuelto loco? Baja del ring o te despido.

Los periodistas se han puesto en pie, los pupilos gritan enardecidos. Los fotógrafos tiran placa tras placa. Va a ser un escándalo, había que suspender el combate del domingo. El campeón destrozado por el «sparring».

El campeón ha caído al suelo, ha perdido el sentido y sangra por la boca y la nariz. Luis se ha quedado quieto, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Se vuelve hacia las cristaleras que quedan a su espalda. El sol le da en la cara y le hace cerrar los ojos aún más.

Tambaleándose cruza por bajo de las cuerdas. Se cae al suelo y queda un momento como un ovillo. Otra vez ha luchado como un hombre. Renqueando se va hacia la ducha. El patrón le sigue, los periodistas también. El entrenador de Ruiz ha tirado el puro y masculla cien blasfemias.

_ Vete. Vete a descargar sacos. Para eso es lo que vales. Me has hecho perder veinte mil duros y por esas que no te lo perdono.

 Jura sobre los dedos cruzados, escupe.

El agua fría le hace estremecerse. Abre su ojo derecho. Mira al patrón y quiere disculparse. Pero no puede, no le salen las palabras. Bebe un trago de agua de la que cae de la ducha.

Después, se viste. Cruza por delante del ring. Un periodista llama a un médico. El campeón ha vuelto en sí. Los dos hombres se miran un instante, ya apenas con odio.

En la primera taberna Luis pide una cerveza, necesita algo fresco que le apague el calor que tiene en la cabeza. Bebe de un trago y pide otra botella. Se deja caer en una silla y, de nuevo, vuelve a pensar en sus hijos, en lo que iba a hacer con los cinco billetes grandes.

Abre y cierra los puños hasta hacerse daño en las manos. Volverá a descargar sacos y les comprará la bicicleta.  

El tabernero le mira y Luis se tienta la nariz y la ceja. La sangre le aflora a los labios pero sonríe.

_¿Fue buena la pelea?

_ Buena.

Hace un gesto con la mano como para indicar que ya se encuentra bien, que la pelea fue buena y que luchó como un hombre.

PULSA  AQUÍ PARA LEER RELATOS PROTAGONIZADOS POR BOXEADORES

 

ir al índice

 

DEBAJO DEL CEREZO

    Cuando Antón se bajó del tranvía ya era la atardecida. Un sol de membrillo se ocultaba tras los edificios de la Castellana y el aire se levantaba fresco. Con el cuello de la chaqueta subido, las manos  dentro de los bolsillos del pantalón, cruzó el ancho recibimiento del cine. Debajo del brazo derecho llevaba un pequeño paquete.

    Hasta él llegaba el ruido acompasado que hacían las bolas al correr por las pistas. Bajó los escalones con curiosidad. Nunca había ido a una bolera y, a no ser porque había quedado citado allí con Joaquín, cualquiera sabe cuándo hubiera ido.

    Abajo la temperatura era agradable en extremo. Las chicas que servían las mesas, bonitas de verdad, como escogidas. Como aún no había llegado Joaquín, se sentó junto a una de las mesas próximas a las pistas. En la más cercana jugaban unas muchachas. Las otras cuatro mesas estaban ocupadas por soldados americanos de la base de Torrejón, los cuales, de cuando en cuando, bebían a morro botellas de Coca_Cola. Las muchachas vestían pantalones ceñidos y chalecos de punto muy amplios, como de hombre. Fumaban pitillo tras pitillo y salpicaban su conversación con frases en inglés. Paredan conocer a los americanos de la mesa tercera, pues, más que jugar, se entretenían en hacer posturas y reír a carcajadas con las bromas de los otros.

    Pidió Antón un café y, luego, tras probarlo, se ensimismó en el correr de las bolas. Eran negras y tenían tres agujeros para meter los dedos y poder lanzarlas con facilidad. Corría la bola sobre la madera encerada para estrellarse en el bolo del centro. Cayeron siete bolos. Después, con la segunda bola, tiró los tres que quedaban en pie.

    _¡Spare! _gritó la chica.

    Los americanos que andaban en mangas de camisa bromearon a la muchacha, agitaban en el aire las botellas de Coca Cola.

    Al final de las pistas se encontraban una especie de jaulas numeradas por las cuales se podían ver, colgando las piernas de cinco hombres. Uno por cada pista. Al final de cada tirada, los empleados de la bolera quedaban a gatas sobre el entarimado, ponían en pie los bolos caídos. Y de nuevo se encaramaban en algo que había por detrás de las fachadas de las jaulas.

    Estaba Antón pensando en aquellos hombres cuando sintió que le golpeaban ligeramente en la espalda. Volvió la cabeza para saludar a Joaquín. Hizo éste un gesto de saludo para, enseguida, pedir a la camarera una cerveza.

    _Qué, ¿me habrás traído los libros?

    Antón hizo un gesto señalando el paquete que se encontraba encima de la mesa y que Joaquín abrió para, seguidamente, hojear uno de los libros. Otra vez vio cómo las piernas de aquel hombre de la pista se descolgaban en la jaula.

    _Estrai _decía una voz de hombre.

    Joaquín seguía hojeando libros cada vez más interesado, al rato levantó la cabeza para preguntar a su amigo.

    _Oye, ¿de dónde sacas tú estos libros?

    _ Verás, me los dio hace tiempo mi padre. Tienen una historia muy larga estos libros y la escopeta. Yo creo que más que la historia de los libros es la historia de mi padre.

    La camarera puso encima de la mesa el batido de vainilla. La muchacha tenía los ojos grandes, rasgados. La boca roja, como un tomate abierto. Antón, luego de mirarla, continuó contando la historia.

    _ Fue el día en que acabó la guerra de Madrid. Aún se pegaban tiros en Usera cuando mi padre vino a casa. Tu ya conoces mi casa, es un barrio bonito. Hotelitos baratos y casas de una planta, con jardín. Yo estaba jugando a la puerta de casa, con los amigos de entonces, era un crió como te puedes suponer. Quítame veinte años y casi ando a gatas. Como te decía, mi padre, aún no habían entrado los nacionales como se les llamaba, igual que otras veces vino andando desde el frente. Llegó, se quitó el uniforme y se tumbó en la cama. Yo le sentí triste, como si algo grande le pasara. Le puse la mano en la cara y, entonces, te lo juro, Joaquín, me dio un abrazo tan grande que casi me hizo gritar. Yo vi que le caían las lágrimas y salí corriendo a buscar a mi madre que estaba en la cocina. Mi madre, tú no la conociste en aquellos años, siempre tan alegre, tenía la cara más larga que un día sin pan.

    Antón calló un momento, el cigarro apretado entre los dedos y la mirada perdida entre las manos del hombre de la jaula que, una vez más, levantaba los bolos para colocarlos en pie.

    _ ¿Esos hombres, Joaquín?

    Joaquín giró el cuerpo sobre la silla para mirar hacia donde señalaba su amigo.

    _ ¿Quiénes? ¿Los de los bolos? No son hombres, son chicos de quince a diecisiete años.

    _ Pues vaya un trabajo puñetero, todo el día arriba y abajo, y para nada. Como te decía, tú conoces mi casa y sabes que tiene un pequeño jardín y que allí está plantado un cerezo, seguro que alguna vez has comido nuestras cerezas, son gordas como nueces. Pues bien, aquella mañana estuvimos un rato bien juntos los tres, apretados como si nunca se fuera a repetir el abrazo. Luego, al rato, mi padre se levantó y como si yo fuera un hombre, un camarada suyo, me dijo que le acompañara al jardín. Como era tan chico y me gustaba jugar a guerras, me dejó llevar la escopeta de dos caños y la caja de los cartuchos. Casi no podía con la escopeta. Madre cogió los libros y padre se echó el azadón al hombro. ¡Si vieras qué bien me acuerdo de todo! Hacía una mañana tan buena como la que hizo hoy, o mejor. Mientras mi madre engrasaba la escopeta y la envolvía en trapos mojados en aceite, él, debajo del cerezo, cavó un hoyo grande y profundo. Después hizo un paquete con los libros que hoy te dejo y con otros más que tengo. Lo metimos todo en un arcón y tapó el hoyo. Entre todos apisonamos la tierra con los pies. No sé por qué, pero recuerdo que lo primero que dijo mi padre al acabar la faena fue que los libros había que guardarlos como fuera, que algún día yo tendría que leerlos.

    Antón encendió de nuevo el pitillo.

    _Como ya te dije es toda una historia. Hará un año o así que desenterramos el arcón entre los dos, lo desenterramos cuando volvió de Burgos. Lástima que ya no estuviera mi madre, mucho le hubiera gustado. Pero el padre aún está tieso, aún está para hacer cosas. Yo ya he leído los libros, quiero que tú los leas.

    Los dos amigos quedaron en silencio. Antón terminó de tomarse el café mientras su camarada envolvía los libros.

    _ ¿Me los llevo todos? _ preguntó.

    _ Todos, los traje para ti. Cuando los leas, los pasas a otro amigo, sobre todo el Manifiesto.

    Por los canales volvían las bolas negras. Una de las chicas, la más feúcha, se secaba las manos con un trapo colgado en la pared. Luego, se restregó las palmas con polvos de talco. En el mostrador de la bolera unos hombres se jugaban la consumición a los dados, cantaban las jugadas. En el tocadiscos se escuchaba otra canción. Antón, de nuevo, preguntó lo mismo.

    _Esos chicos, vaya trabajo puñetero. Te digo Joaquín, las cosas que tiene que hacer un hombre para vivir.

    _Se llevan bastante dinero con las propinas. Fíjate en esos de la pista segunda. 

    Ya se habían ido los soldados americanos y cuatro hombres de mediana edad ocupaban la pista. Uno de ellos sacó un montón de billetes del bolsillo derecho del pantalón. Después, introdujo uno de cinco pesetas en uno de los agujeros de la bola. Luego, la rozo rodar sobre la pista y el muchacho de la jaula tuvo que dar un salto para que no le cogiera agachado.

    El hombre gritaba, reventando su risa.

    _ Toma, niño. Para que te des prisa.

     Se volvió hacia sus amigos de partida.

    _ ¿Habéis visto cómo salta el canario? Tienen gracia esos uniformes amarillos que llevan, parecen pájaros.

    Joaquín, al levantarse preguntó a su compañero.

    _Antón, ¿y la escopeta? ¿Qué hicisteis con ella?

    _ Verás, la engrasamos de nuevo y allí está.

    La tarde ya se había ido del todo. Sólo, por poniente, quedaba un jirón rojizo.

 

ir al índice

 

El CALOR HUMANO

     Llegaban los tranvías con su luz amarilla. Daban vuelta al jardín y luego quedaban quietos. Los viajeros descendían rápidamente para meterse en el metro. Una neblina gris se agarraba al suelo y casi no dejaba ver la hondonada de Canillas. La carretera de Aragón se perdía entre los altos de Ventas, las luces de los faroles, las casas sucias y un cielo apizarrado.

     Se puso a llover.

    En la estación de espera del tranvía un hombre acostado, y una mujer sentada, miraban caer el agua. El hombre estaba tumbado a la larga, en el banco de piedra que corría a lo largo de las paredes de la espera. La mujer, en un rincón, se calentaba las manos en los brasas que se consumían en una pequeña lata.

    El hombre acostado se arrebujaba con la chaqueta, tosía de cuando en cuando. La mujer vestía gabardina y calzaba chanclos, se cubría la cabeza con una boina muy chica que llevaba ladeada.

    De lo oscuro, por entre la niebla y la lluvia, se acercaba la figura de un hombre.

    _Hola, Luisa _saludó el recién llegado. _ Hola, López, siéntese a la lumbre.

    _¡Vaya noche!  _contestó este frotándose las manos_ .Ya tenía ganas de llegar.

    El tranvía se detuvo en la curva, frente a la puerta grande de la Plaza de Toros. A través de las cuadrículas amarillas de los cristales se veían difusamente las caras de los viajeros.

    _ ¿Tienes un cigarro? _ pidió ella.

    _ Negro de picadura.

    _ Bueno, dame papel que lo líe.

    Lió el pitillo despacio, con calma, recreándose en ello. Luego, mordió la punta del cigarro y escupió un trozo de papel. Lo encendió en una brasa. Dos guardias de la policía armada se refugiaban de la lluvia bajo el alero del puesto de refrescos.

   _ Ahí están los de gris _ murmuró López mirando a los guardias.

    Fumaban en silencio. Luisa revolvía las brasas con un palo. Los camiones, con los faros encendidos, ascendían lentamente la cuesta del fielato. Las busconas de Ventas se morían de frío bajo los soportales de la Plaza de Toros. No se veía un alma.

    _ ¡Vaya noche!

    _ Una noche como para destetar hijos de puta.

    _ ¿Qué tal por el Abroñigal?

    _ Como siempre _dijo ella.

     _ Decían que os iban a echar con lo de las obras, que no iban a dejar una chabola en pie.

    _  Eso decían, tantas cosas dicen... Pero han abandonado las obras, ya no hay obreros. Y tú, ¿qué haces?

    _ Trampeando por ahí. Cojo papeles y botellas. De vez en cuando voy a la Parroquia, algún día dan vales para sopa.

    _ La Nochebuena pasada fueron unas señoras al barrio, fueron a llevar leche en polvo de los americanos. Después del reparto nos echaron un sermón.

    Luisa se calló de pronto, estaba como pensándolo.

   _ ¿Pero para qué quiere una ser honrada me pregunto yo? ¿Para pasar hambre? Más vale el andar en la vida, al menos se tiene para comer y vestir, para dar alguna perra a los viejos. ..

     El cobrador descendió del vehículo e hizo el cambio de vía con la palanqueta en la mano. El tranvía partió de vacío. La lluvia caía mansa, resbalaba en las hojas de los árboles de la rotonda, cantaba en los charcos.

    El hombre acostado tosía.

    _ ¿Quién anda ahí? ¿Es el Juan? _ preguntó López a la mujer.

    _ No es el Juan, el Juan hace mucho que no cae por aquí. Es uno nuevo, no le conozco.

    Delante del cobertizo de la espera dos hombres jóvenes hablaban.

    _ Pregunta cuánto lleva.

    _ Pregúntale tú.

    Uno de ellos encendió un cigarro tapando la cerilla con la mano.

    _ Nos estamos poniendo como sopas.

    _ Anda, pregúntala _ insistió el otro.

    Pasaron bajo el techado de la espera. La mujer no se movió, les miró a la cara aguardando las palabras. Seguía hurgando en la lumbre. López secaba su abrigo.

    _ ¿Cuánto? _ dijo uno de los hombres.

    _ Cinco duros.

    _ No tengo más que catorce pelas.

    _ No _ contestó la mujer _ por catorce pelas me quedo aquí, llueve mucho.

    Los hombres permanecieron indecisos un instante, enseguida se marcharon. Luisa les siguió con la mirada hasta que definitivamente se perdieron entre la niebla.

    _ ¡Desgraciaos! _ gritó como con rabia.

    López sacó una botella del bolsillo de su abrigo.

      _ ¿Quieres un trago? _ofreció.

     _ Bueno, nunca viene mal el calentarse por dentro.

    Bebió a morro y luego secó su boca con el revés de la mano.

    _ Es un chico joven, no le conozco, se ha tumbao en tu sitio, no hace más que toser _ dijo, señalando al rincón oscuro donde alguien rebullía.

    _ Pues verás como lo espabilo. Solo faltaba eso, que un gilipollas cualquiera le quitara a uno el sitio.

    López se puso en pie. López era un hombrachón viejo con el pelo algo cano. Con sus manos grandes tanteó al hombre acostado.

    _ Que te levantes _ dijo en voz baja para que los guardias no se enteraran.

    El que dormía abrió los ojos para fijarlos en la cara del que le za randeaba. Tenía la mirada turbia, afiebrada.

   _ No chille tanto, que no estoy sordo _dijo.

    _Chillo por que quiero, estás durmiendo en mi sitio _gritó López pérdida ya la paciencia.

    _ Bueno ¿Y que? ¡Ni que esto fuera un hotel!

    López abría y cerraba sus manos grandes a la altura de la cara del muchacho. Agarró la chaqueta de éste y de un tirón la arrojó al suelo.

    _¡Que ahueques el ala! ¡Que te voy a meter el puño por bajo de las narices!

    _Déjeme en paz _contestó secamente el muchacho.

    Luisa se acercó al rincón oscuro donde los hombres discutían, miró para el puesto de refrescos.

    _ No griten, si gritan los guardias nos van a llevar a todos a la trena.

    _ Déjeme en paz_volvió a decir el muchacho. Mas, luego, al ver las amenazadizas manos y el corpachón de López, se incorporó. Tiritaba.

    _ Tengo frío, me duele aquí _añadió con gesto cansado, llevándose las manos al pecho.

    _¿Vas a acabar? Yo también toso ¿Y qué? Revienta, pero ahueca el ala.

    _ El muchacho se sentó en el poyete. Tenía aspecto de campesino.

    Un aire triste, dulce. Llevaba la camisa rota, la chaqueta mojada.

    _¿Usted siempre duerme aquí? _preguntó.

    _Sí _López miró para los ojos del muchacho.

    _ Perdone, pero no sabía que estuviera ocupao el sitio, es la primera noche que vengo aquí.

    _ ¿Dónde vives? _preguntó Luisa.

    _ Dormía en la obra, pero hace tres días se acabó el tajo, me despidieron. ¿Saben? Yo soy de Cuenca y me vine a trabajar, a Madrid. No tengo a nadie aquí.

    _Vete a tu pueblo muchacho_dijo Luisa.

    _No.

    _Vete.

    _ ¿Para qué? _dijo_ allí tampoco hay donde ganarlo, al menos quito una boca en casa.

    _ Pues no te quejas poco por dormir al aire libre, haberte ido al refugio de la Corredera, por dos pelas dan cama _ intervino López.

    El muchacho no dijo nada, volvió a sujetarse el pecho con las manos. Quedaron los tres en silencio. Los tranvías iban y venían por  la carretera. Por cima del Barrio de la Concepción refulgía la mancha acardenalada de un anuncio luminoso. Un cielo insensible se desplomaba sobre la ciudad. En la oscuridad de la noche la gente del suburbio escupía para el cielo.

    _ Esos son cuentos para que me dé pena y te deje dormir en mi sitio, pero a Faustino López no le da pena nadie ¿sabes?

    _ Estos días dormí en la obra, el vigilante me dejaba. Pero ayer el capataz nos echó a los dos. Tuve que dormir aJ raso, me mojé y me duele el pecho del frío.

    Luisa acercó la lata con brasas, miró para el muchacho.

    _Caliéntate _dijo.

    _ Está enfermo, eso dice _murmuró López.

     _ ¿Qué tienes? _preguntó Luisa.

   _No se, me silba el pecho al respirar, me hace daño. Como si tuviera una mano apretándome la garganta.

    _ Eso es que has pillao un trancazo, la gripe _ terció López.

    _ Espera _la mujer revolvió en los bolsillos de su gabardina..

    _ Espera, toma una aspirina, te vendrá bien. ¿Cómo te llamas?

    _ Me dicen Pedro.

    López desconfía aún. Se agarró al cuerpo del muchacho y puso su oído derecho sobre el pecho del otro. Silbaba el aire con un ruido sordo.

     _ Parece que tienes una locomotora ahí dentro. Anda, Luisa _añadió_ trae la botella y dale vino para que sude, que beba un buen trago, aunque se emborrache no importa.

    _Gracias _dijo Pedro.

     _ No me des las gracias, te tengo lástima. Sois de mantequilla de Soria los jóvenes de ahora. Estas más flaco y demacrao que una recién parida. Fíjate en mí, con mis setenta y siete cumplidos de un cogotazo te partía la espina de la espalda.

    El hombrachón se puso a respirar ensanchando el pecho.

    _ De un cogotazo te aplastaba _repitió presumiendo.

    _ El invierno no es bueno para los pobres, cuando mañana salga el sol se te pasará todo. Cuando el sol calienta parece que a una persona le entran ganas de vivir. Yo me llamo Luisa.

    _ Anda, duerme, Si quieres puedes venir todos los días, nos turnaremos el sitio.

    _Caliéntate, bebe más vino _añadió Luisa.

    La lluvia seguía cayendo. Los tranvías dejaron de pasar. Los guardias se habían ido, carretera de Aragón adelante, con el mosquetón por bajo del capote. López, el vagabundo viejo, dormía abrazado al muchacho por darle calor.

    La noche era interminable. La prostituta miraba para el cielo y se calentaba las manos en las últimas escorias. La caída del agua y el cantar de la mujer se confundían en un solo compás. Después, con el nuevo día, llegaron los tranvías con su luz amarilla. Hacía un frío que calaba hasta el tuétano.

PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS PROTAGONIZADOS POR VAGABUNDOS O MENDIGOS

 

 

ir al índice

 

LA MUCHACHA

     La mujer regañaba a la muchacha. Esta tenía la mirada perdida entre las manos del hombre que bebía cerveza. Aquellas manos, grandes y morenas, sujetaban toda su atención. La muchacha, de un tiempo a esta parte, miraba a las cosas y a las personas como si les viera por vez primera, como si hasta entonces no hubieran existido.

    Intranquila y nerviosa continuó comiendo. Su padre hablaba con un hombre flaco que se había sentado al otro lado de la mesa a despacharse un vaso de vino. El hombre tenía facha de arriero y ganas de conversar.

    _ ¿Ustedes viven aquí, en la fonda?

     _ Sí, señor

    _ Oiga ¿Y que tal se come de costumbre?

    _ Vaya, parece que bien. Nosotros lo hacemos por nuestra cuenta, solo nos sube la cuenta del vino, solo tenemos alquiladas las camas. Es lo mejor para el bolsillo, y mire que de esto yo sé bastante.

    _ ¿Ustedes son veraneantes?

    _ No señor, estamos trabajando aquí. Somos artistas.

    El arriero le miró a la cara; luego, se bebió el vino de un solo trago.

    _ ¿Titiriteros? _ No señor.

    _ ¿Cómicos entonces?

    _ Artistas de teatro, señor. Damos una representación esta noche en el local del cine.

     _ Yo soy verato, voy para la feria de Ávila con dos muletos de un año, buenas bestias que me van a valer mis buenos duros.

    Después, al tiempo que pedía otro vaso de vino al ventero, el feriante añadió.

    _ Así que usted es cómico. Una vez estuve en Madrid, vi a Borrás haciendo el Manelic, también vi el Juan José. El Juan José es una buena obra, se decían muchas cosas.

    _ Esa obra está prohibida, nosotros la teníamos en el repertorio antes de la guerra. Porque la compañía, aquí donde nos ve, ha recorrido todo el mundo. En América, antes del treinta y seis, hicimos más de cuarenta mil duros. Pues tierra para ganar cuartos es aquella, Méjico, Venezuela, Cuba... Pero todo se lo llevó el diablo. El año que viene trabajaremos en Barcelona con obras buenas, Calderón, Lope, Benavente...

    La muchacha, con los ojos entornados, escuchaba a su padre. A veces, oyéndole, terminaba por creerse lo que éste decía. Cuando el padre empezaba su retahíla de embustes ella, soñadora, le adoraba. En su entender, aunque era muy joven, solo tenía diecisiete años, aquel hombre impresionable y soñador al que todos querían, siempre andaba inventando historias fabulosas que no se podían creer, pero que a ella le llenaba la vida. Ofelia, Romeo, Othelo, todos los personajes hablaban por boca de su padre. «También tu estás pálida, amor mío. El dolor bebe nuestra sangre. Adiós». «¡Tornadiza fortuna! A ti te lo entrego. Y si es verdad que eres tornadiza, devuélvemelo pronto». Aplausos en todos los escenarios del mundo, le decía muchas veces.

    Sí. Aquí daban la representación en el cine pues no había otro local. Ya sabe, no hay protección para el teatro.

    _ Cobramos un duro a los caballeros, las señoras y los niños entran gratis. Nosotros alquilamos el local, el dueño pone, de su cuenta, el decorado. La ropa es nuestra. Algunas noches fin de fiesta al terminar la obra. Yo recito a Lorca y mi mujer me acompaña la guitarra. La chica canta cuplés, que tiene voz para ello, aunque más le gusta el drama o la alta comedia.

    Podían hacerlo barato por que todo quedaba en familia. Todos eran artistas: su compañera y él, los cuatro hijos, el sobrino y la madre de su mujer.

    _ Los chicos han mamao en las tablas, entre los telones.

    Hoy daban «El derecho de nacer». «Una cosa mejicana de mucho sentimiento, la misma vida puesta en las tablas. Usted me comprende, ¡no!» El padre hablaba, hablaba y hablaba, y todos los hombres del pueblo que se encontraban en la taberna le hicieron corro junto a la mesa. Bebían anís con agua y fumaban tabaco de picadura. Junto al mostrador un perro canelo husmeaba a la busca de los desperdicios.

    El muchacho de las manos morenas se había marchado. Las mujeres de la compañía, tras la comida, subieron al primer piso de la fonda para dormir la siesta. Era un mediodía de cielo despejado, pegajoso y cálido.

    La abuela regañó a la muchacha porque ésta se tumbó vestida encima de la cama. Había veces que la moza no podía soportar la compañía de la abuela ni la de nadie.

    _ No tienes que ponerte nerviosa, hay días que pareces estar en Babia. Ayer mismo te equivocaste en la letra del cuplé.

    _ Sí, abuela.

    _ No me llames abuela, que no me gusta. Me parece que me haces más vieja.

    _ Sí, abuela.

    No prestaba atención a las palabras, tampoco podía dormir. Se encontraba como desasosegada, como si tuviera un avispero entre los pechos. Con los ojos muy abiertos intentaba ver las manchas del techo, recordar lo que las manchas le sugerían. Su pensamiento volaba de un lado a otro, como en sus juegos de niña.

    _ Sí, abuela.

    La abuela no había dicho nada, dormía profundamente.

    Subían las voces de la taberna, el canto del vino al ser trasegado de una cuba a otra, el golpear de los cascos de las caballerías arriatadas en la cuadra de junto a la posada.

    La muchacha seguía inmóvil, pensando. Su imaginación se sumergía en las más extraordinarias aventuras y en las ideas más atrevidas. El calor de la tarde le taladraba la carne hasta llegar al tuétano. Se puso en pie para desnudarse. Se quitó todas las prendas delante del espejo, contemplando su cuerpo magro, la punta de sus pechos, con una sensación oscura y extraña. Desde el espejo volvió los ojos hacia su abuela por si esta le veía, pero la mujer seguía durmiendo.

     Anduvo, así, desnuda por la habitación. Haciendo posturas, bailando. Fue hasta el palanganero. Se chapuzó la cabeza silenciosamente y encontró algo de alivio a la quemazón.

Las voces de la taberna habían menguado. Alguien roncaba en la habitación vecina. Las cuatro paredes de la alcoba parecían desplomarse, aplastarla el vientre, morderla el pecho y los ojos. Entreabrió el ventanuco y miró a la calle vacía. A la vía pueblerina, golpeada por el sol, por la que de vez en vez rodaba una pelota de polvo. Sentía, no sabía por qué, la necesidad de hablar con alguien, huir de aquella soledad, nadar en el río que serpenteaba entre las breñas del pinar.

    Se puso el traje de baño y se vistió con la falda nueva. Luego, bajó los escalones de madera que daban a la puerta trasera de la taberna. Su padre seguía bebiendo anís, emborrachándose lentamente, rodeado por los hombres del pueblo que mataban el tiempo escuchando al cómico. El tabernero, apoyado en el mostrador, atendía a los dichos de los hombres. El ventero tenía la cara amarilla y escuálida; desde joven, según dijo una vez, padecía el mal del cobre.

    La muchacha salió a la calle, un sur caliente rastreaba la vía. En la reja de la ventana estaba atado un caballo, pasó su mano por la estrella blanca que adornaba la cabeza del animal.

    _ Hola, amigo _ dijo. '.

    Después, continuó callejeando durante largo rato. Se detuvo un instante a beber agua en la fuente de la plaza. Al final de la calle se alzaba la silueta ocre del castillo. Anduvo hasta allí pensando en lo mucho que la gustaría corretear por las almenas, por las vacías habitaciones. Pero no dejaban subir. El castillo servía de garaje a unos cuantos camiones.

    Estuvo palpando las piedras antes de cruzar por delante del portón grande, por el jardín de la Prisión Municipal y por el puente. Bajo las arcadas, en la sombra que se proyectaba sobre el ribero, algunas mujeres jabonaban la colada; luego, extendían la ropa sobre el herbazal.

La muchacha no pensaba en nada. O, mejor dicho, sus ideas se habían hecho como bolas de escarabajo y rodaban empujadas por ella misma. De cuando en cuando, una ráfaga de viento oloroso llegaba desde el cercano pinar.

    Sin razón alguna, sólo por escucharse, se puso a cantar en voz alta una tonada antigua perdida en su memoria de niña.

Como quieres que tenga

La la la

Si soy carbonerita

De de de

De Salamanca

De Salamanca.

 

    Al verla, un grupo de madereros de la factoría de junto al arroyo dejaron sus trabajos. Miraron a la cómica y se metieron con ella diciendo algunas procacidades. Mas ésta no les hizo maldito caso y tomó el camino que bordeaba el río. Junto al ribera se hallaba el hombre de la taberna, el de las manos morenas. Al sentir los pasos de la muchacha se volvió para mirar y sonreírla. El muchacho tenía la camisa entreabierta y daba  espaldas al grupo de bañistas que se chapuzaban en lo hondo de la barranca.

    La chica miró al hombre y le devolvió la sonrisa. Lo hizo sin pensarlo bien, quizá sólo porque le gustaban las manos morenas.

    _ Buenas tardes _ dijo.

    Subió la pequeña pendiente del ribazo; llevaba la cabeza cubierta con un gorro como el de los jugadores de «jockey».

    _ ¿Te vas a bañar?

    _ Sí.

    _ Allá arriba está mejor el río. Aquí, en esta parte, los de las huertas revientan el regato y el agua se pone sucia. ¿Estás solo?

    _Sí.

    _ Vente para allá arriba.

    La muchacha  v el hombre fueron caminando  por la trocha, luego por el veril que se perdía entre  unos matojos junto al río. La jara, crecida, les llegaba hasta los hombros. Allí se sentaron.

    El agua se remansaba hasta parecer de cristal. En el bosque, los viejos pinos movían el aire. Unos pececillos se escondían bajo las piedras del alveo y María Luisa, por verles huir, tiró una piedra al agua.

    Olía a jaras y fresquedal, también olíaa el agua y el barco de la orilla. La muchacha tocó la piel del río y sintió ganas de separar las aguas como si fueran ramas del camino.

     Era menuda y dorada, como el trigo en agosto. Los senos duros, apenas florecidos. Se lanzó al agua para sentir los fríos brazos del río ceñidos a su cuerpo. En el centro de la charca se puso en pie, tiritaba. En los labios tenía el sabor dulce del río.

    El muchacho se desnudaba en la orilla, entre los jarales. Pensaba en la chica. Ella también pensaba en él, en su nombre.

    _ ¿Como te llamas? ~"7

    _ Me llamo Miguel.

    _ Yo, María Luisa.

    Se zambulló de nuevo para dejar en lo hondo lo que le angustiaba el corazón. Luego, mientras nadaba, salió del agua para ocultarse entre unas ramas. Allí permaneció con las manos estiradas en la arena, sin recordar nada, dejándose besar. Cantó un pájaro y pensó tranquila que jamás volvería a tener otra vida y otro río como aquel.

    _ ¿Qué haces tú en este pueblo?

    _ Yo canto, trabajo en el teatro, con mi padre. El año que viene debutaremos en Barcelona.

    _ Iré esta noche a verte.

     _ Bueno.

    Sonrió recordando a su padre. Seguiría en la taberna deslumbrando a las pobres gentes del pueblo, bebiendo y poniéndose triste.

    _¿Y tú?

     _ Soy maderero. 

    _ Oye, Miguel, te contaría...

    _¿ Qué?

    Pero no dijo nada, difícil sería que pudiera entenderla. Siguió allí, abrazada a él, dejándose hacer. AL caer la tarde se marchó. Tenía que arreglarse para la representación. Miguel quedó allí, sin saber qué hacer o qué decir. Contento por lo que la aventura le había deparado sin ninguna complicación. Una bonita historia para contar en la taberna a los amigos.

    María Luisa corrió por el camino y ya en el cielo se alzaban las estrellas. Su padre, como pensó, seguía en la taberna bebiendo anís, ya  casi borracho. No había gente y el tabernero, apoyado en el mostrador, parecía tener la cara más amarilla a la luz de la bombilla. El mal del cobre, se dijo otra vez.

    _ ¿Dónde has estado?

    _ En el río

     _ ¿Hasta ahora?

    No contestó y pidió cerveza al tabernero. No había y bebió un vaso de tinto. El vino le calentó las venas, igual que la tierra del río.

     Miró a la cara de su padre, a la de todos, como temiendo  que en  su rostro hubiese quedado reflejada la imagen de  aquella tarde  calurosa. Pero todo seguía igual.

     Cenó aprisa. Camino del teatro la abuela le estuvo recordando que no tenía que equivocarse en los cuplés, y que pusiera más vida en las escenas de amor.  

PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS DE INICIACIÓN ERÓTICA:

 

 

ir al índice

 

Caminando por las Hurdes

III

L

os viajeros se sientan junto al río a pasar la tarde del domingo.

El manantial canta mansamente. Las aguas del Ladrillar se deslizan entre los canchales negros de la hondonada.

Por la carretera que bordea el río y cruza el puente, una mujer arrea a dos muletas. Su voz choca contra los cantiles y el eco la repite muchas veces.

El manantial canta mansamente y un muchacho llena un botijo. En el margen de enfrente se desploma un pequeño olivar.

_Buenas tardes.

_Buenas.

Tiene cara espabilada y viste camisa caqui de soldado.

_¿Quiere fumar? _Armando le ofrece la petaca.

_No señor, no fumo. Aquí en la Mesta la mocedad no fuma, no tenemos vicio; ni siquiera hay sitio donde vendan tabaco.

El muchacho mordisquea una manzana y escupe la piel a las aguas del río. Un pez se acerca y luego huye hacia el fondo.

_¿Trabaja usted en el pueblo? _pregunta Antonio al muchacho.

Les mira a la cara como extrañado por la pregunta; sigue mordisqueando la manzana.

_¡Huy en el pueblo! Ya quisiera. Ya ven, tenemos un cachito de tierra en el monte, pero mi padre basta y sobra para trabajarla; algunos días voy con García a la carretera que está haciendo.

El muchacho calla y las nubes se aborregan sobre la cortada. La mujer que arranca las muletas ha abandonado la carretera. Se la ve en la lejanía, sigue una senda que trepa por la pina vertiente, está cruzando la sierra por el camino de la Horcajada, aún se distingue su figura pequeña, oscura, casi oculta entre las grandes piedras.

_Con García hay que tener cuidado _dice el muchacho_. No nos paga eso de los puntos, creo que tenemos derecho, ¿verdad? _les mira preguntando.

_Sí, protesten _contesta Antonio.

_¿ De quién son esos olivos? _Armando señala a los de la orilla de enfrente.

_La tierra y los olivos son de Sánchez.

Cae el silencio. Un callar casi trágico. El muchacho, puesto en pie, hace equilibrios en las agudas piedras del álveo. Por la carretera pasea un guardia civil.

De nuevo cruzan el río y toman asiento cerca del puente. Los niños desnudos tienen carne de pez. Salen del agua y retozan junto a la orilla. Uno de ellos caza saltamontes a los que arranca las alas y mete en un bote. Tienen una caña con cordel donde otro pequeño coloca el anzuelo. Clavan el saltamontes. El niño que maneja la caña tiene cara de tonto.

_¿Pescáis mucho?

_Cachos y machos, pero este no sabe _dice dándose importancia uno que tiene la cara chupada y que ya se ha vestido.

_Yo no sabré, pero mi padre tira un rato bien la caña.

_¿Vais al colegio? _Antonio se acerca al pequeño.

Los niños callan y se miran, cuchichean por lo bajo.

_Este sí sabe algo _el niño que maneja la caña se ha vuelto y señala al de la cara chupada.

_Luis quiere ser cura _el pequeño se recrea cortando las alas a otro saltamontes.

_Mi madre quiere que vaya al seminario.

_¿Y tú quieres ir?

El de la cara chupada se ha sacado un mendrugo de pan del bolsillo del pantalón y se pone a morderlo.

El muchacho que llenó el botijo se queda parado sobre una piedra mirando a los viajeros. Una mujer descalza y preñada desciende la cuesta con un hato a la cabeza.

Por el alto corretea un rebaño de cabras.

_Vamos a sonar cebollas _dice un chico barrigón.

Dos de ellos salen corriendo. Vuelven al poco con un manojo de cebollas silvestres, de las que crecen entre los pedruscos de la orilla. Se ponen a hacer música, a soplar por las vainas. Pero lo hacen seriamente, no ríen.

_Me hacéis sombra en el río, no me dejáis pescar_grita el chico de la cara de tonto.

Junto a la poza del manantial bebe un macho de cuernos empinados y pelo brillante. La mujer que lava ropa mira al grupo que forman los viajeros y los chiquillos.

El hilillo del agua de la fuente llena los silencios cuando callan los chicos su juego de sonar cebollas.

Grita el pastor, rueda una piedra y el macho cabrío salta peñas arriba para unirse al rebaño.

_De modo que quieres meterte a cura _repite Armando.

_Lo dice mi madre, ojalá pueda.

Los viajeros suben a la carretera. Ven un grupo de muchachas, medio niñas, solas, vestidas de domingo con batas de percal que recuerdan los uniformes de un orfanato. Todas iguales con el mismo gesto y el mismo andar. Miran a los viajeros, casi sonríen. Una de ellas vuelve su cara de pronto muy alegre, pícara.

_¡So aburríos! ¡Hoy es domingo!

Antonio y Armando, llenos de nostalgias, regresan a la taberna. Por las calles del pueblo los candiles asoman su luz temblona a las puertas. Los taberneros, marido y mujer, tienen las manos cogidas. Un hombre solo, sentado en una banqueta, bebe vino colorado. Se anima cuando ve llegar a los viajeros.

_¿Todavía en el pueblo?

_Sí, pasando el domingo. Mañana continuaremos el camino.

_Si van a Vegas, por el atajo, nos encontraremos a lo mejor en mi huerto, por allí tengo el cachino de tierra.

_Por allí iremos a cortar la carretera.

_Si van temprano a lo mejor ven correr algún jabalí; hoy mismo maté uno chiquitino que venía a robarme patatas, le di con el sacho en mitá la cabeza.

_¿Hay tantos?

_Muchos por toas estas sierras _el hombre extiende  sus brazos como señalando.

Después que el campesino marcha, la tabernera lespone la cena. Abre una lata de sardinas y otra de pimientos. A la luz del candil los taberneros, muy juntos, cuchichean detrás del mostrador. Miran a los viajeros como deseando que se marchen, como deseando que el día y el trabajo acaben. Seguro que para quedarse solos, para subir los escalones que dan a la alcoba, a la soledad, a su amor.

Los viajeros, envidiosos, comen aprisa y se van. La casa donde han de dormir está tres callejas más allá. Es una especie de fonda con tres camas en el mismo cuarto.

En la pieza contigua unos campesinos duermen en el suelo sobre un lecho de hojas de maíz.

Muy de mañana los viajeros comienzan su camino. La trocha de cantos rodados sigue el perfil del río durante unos cientos de metros, luego se empina bruscamente y para trepar hay que echar mano a los matojos que bordean la senda. Abajo, en lo hondo, en el Vado Morisco, el arroyo Lagarteras brilla herido por los primeros rayos del sol. Las enormes y rodadas piedras que hay en toda la vertiente, parece que hubieran caído ayer mismo desde las cumbres. La cuesta se empina más buscando la crestería de un pinar nuevo.

El paisaje se aprieta, es duro; retamas, pinos, jaras, chaparros. Entre las grandes piedras peladas, árboles raquíticos. Lagartos y lagartijas. Los viajeros se detienen para almorzar. Un ligero viento con olor de pinos mueve la hojarasca del suelo y hace que caiga desde un árbol un nido abandonado. La voz del viento calla y se oye piar un pájaro.

Un hombre asciende por la vertiente opuesta. Los viajeros, tumbados en la tierra, por entre la uve que forman sus pies, ven cómo se oculta y aparece muchas veces la cabeza del hombre que viene. Llega a lo alto, trae una azada al hombro.

_Es el hombre de la taberna, el que mató al jabalí _dice Antonio.

_Buenos días, ¿ya de camino? _se para el hombre.

_Para Vegas de Coria.

_Aún tienen un buen rato que andar, en seguida verán la carretera. Allí tengo el cachino de tierra.

_¿Quiere vino? _ofrece Armando.

_Hombre, eso no se desprecia, da fuerza a la sangre, con pan y vino se anda el camino.

El hombre se sienta sobre sus piernas cruzadas.

_Lo más difícil en estos pueblos de sierra es poner el culo en sitio llano _dice.

_¿Y los jabalíes?

_Ya no verán hoy, se habrán escondido. Todos los días no hay suerte para encontrar carne. Anoche nos dimos una panzada yo y los chicos.

El hombre, cincuentón, con poca barba y piel amarilla, tiene el cuello hinchado como un pavo. Se anima con un nuevo trago de vino.

_Hace cuatro meses maté otro, desde entonces no comía carne.

_En las Mestas no hay mucho bocio _comenta Antonio.

_Sí hay, sí. Pero más por la Huetre y Carabocino.

Los viajeros ofrecen al campesino pan yfoie_gras. Dice que ha almorzado ya, pero luego, después de mirar cómo untan el pan, se decide y extiende la pasta torpemente.

_Está bueno, ¿qué es?

_Hígado de pato, fuagrás _dice Antonio.

_Está bueno _repite el hombre.

El campesino y los viajeros beben un trago de tinto de Salamanca.

_Por aquí vino Alfonso XIII a caballo. Fue a Riomelo y por esas alquerías, no como esos señores que vienen en coche y sin salir de la carretera dicen que han visto las Jurdes.

Calla un instante y luego dice:

_También venía un francés, le decían Don Mauricio, dicen que dejó un millón a los dominicos de la Peña.

Otra vez se ha levantado viento. Un muchacho que pastorea seis cabras anda entre el pinar. Las cabras están quietas mordisqueando un espino. El día se pone gris.

_A lo mejor llueve; como decimos los de por aquí en los días claros; no hay clara de mañana que no sea ...

_¿Qué tal es Vegas?

El campesino ríe.

_¿Vegas?, peor que las Mestas. Estas tierras quedan fuera de la mano de Dios. ¿Qué va a haber en Vegas? Hambre y mucha hambre. Aquí estamos algo mejor, al menos tenemos médico. Esto casi no son las Jurdes.

El hombre se excita un poco y palpa de nuevo la bota. El vino le canta al pasar por el garganchón.

_Cuando vino Franco nos juntaron en la carretera. Estábamos todos, mujeres, hombres y niños. Nos preguntó qué queríamos, todos gritamos a una que luz y médico, que las Jurdes estaban abandonadas. Trajeron médico y le están haciendo una casa a tó lujo.

Caen algunas gotas. Los viajeros y el hombre se refugian debajo de una piedra grande. El cabrero se tapa la cabeza con un saco y apedrea a las cabras.

_Pues aquí donde me ven ya tengo cincuenta y dos años, soy de los más viejos del pueblo, soy del veintiséis. Tengo seis hijos y estoy viudo no sé si para bien o para mal.

_Pues las mozas del pueblo son buenas, hay alguna de buen ver, eso se arregla fácil _bromea Armando.

_La mujer del tabernero era guapa _Antonio todavía está lleno de nostalgia.

_Una mujer no trae nada a casa, viene a comer. Y a mí me ha costao muchos años de trabajo lo poquino que tengo.

Los viajeros concuerdan en que todo está muy mal, pero que una mujer es siempre una mujer.

_Así que dando una vuelta por estas tierras. No tién ná que ver, toas son pobres. Yo de joven viajé por Salamanca y por ahí, he visto mucho mundo. Mi casa ya no es de pizarra, ya no hay que entrar a gatas como en otras, bueno _el hombre se disculpa_, el techo tiene pizarras.

Los ojos del hombre brillan con fuerza, con la fuerza de un pueblo que arrastra su prehistoria hasta hoy mismo.

Escampa y el campesino se va. Los viajeros continúan su camino por el atajo. En la vertiente sobre la carretera hay dos cultivos en terraza. Cuentan siete olivos y una higuera.

Por la sierra del Cordón se apelmazan las nubes.  Los viajeros llegan a la carretera, al otro valle, al del río Hurdano. Hace fresco y los viajeros caminan a gusto. Van adentrándose poco a poco en las tierras hurdanas, tan pobres, tan bellas, donde hambrea un pueblo.

Por la carretera nadie va ni viene. Solo se oye el rumor del Arrelobos. Un abejaruco despliega sus alas rojizas y cruza volando el valle. La carretera va encajonada entre riscos. A la izquierda queda una casilla de camineros en ruinas. Aprietan el paso. De cuando en cuando se ven algunos huertos en las márgenes del río, chicos como la palma de la mano.

Los viajeros, con el corazón dolido, se preguntan en qué mundo han caído, en qué sitio oscuro y olvidado. Un instante se miran sin saber qué decirse. Un águila vuela trenzando círculos.

_¿A qué iría ese hombre a Castilla? _dice Antonio.

_A mendigar, habla bien.

Los viajeros recuerdan a los mendigos que iban, aún van a Castilla por pan, por ropa de los hospitales. Andan de un lado para otro la mayor parte del año y luego regresan a sus alquerías, aprenden a leer por los caminos. Son la gente ilustrada, echada para adelante, sus antecesores llevaron las noticias y las herramientas para cultivar el campo. Los mendigos llevaron durante cientos de años la civilización a las Hurdes dentro de

sus zurrones.

_¿Desde cuándo? _pregunta Armando.

_Quizá son solo pueblos pastores que se quedaron aislados, no sé.

_O moriscos.

        _ Nadie lo sabe.

Lo viajeros se detienen para descansar en medio de tanto silencio. Consultan el mapa. El arroyo Riscalos y el Pico de Orégano quedan a su derecha. A su izquierda el caserío Arrolobos y el Pico de los Conejos. Dos o kilómetros más allá hay un nuevo pueblo.

VII

L

a sierra del Horno queda a la derecha. La de la Corredera a la izquierda. El arroyo Gineta y el arroyo Cerezal confluyen dentro de las calles de la alquería, en el sitio llamado la Vega. Cincuenta metros más allá, el Malvellido vierte sus aguas al Hurdano.La alquería es chica y está rodeada por castaños. Se llama Cerezal como el arroyo que nace entre los riscos del Capallar. No habrá más de veinticinco o treinta casuchas.

En las huertas de junto al río trabajan unas mujeres. Tienen los pies descalzos, hundidos entre la tierra

humedecida por las lluvias de la noche anterior. Las azadas golpean acompasadamente deshaciendo los terrones acres. Una muchacha y unos niños quitan las piedras que las azadas encuentran y, echándolas en unas serillas, las transportan hasta la orilla del río donde las vierten.

Las mujeres no se dan punto de descanso, y solo cuando los viajeros se detienen para miradas, hacen un alto para enderezarse, doblan de nuevo el espinazo y vuelven a lo suyo.

_Pobres gentes, son como las hormigas cuando termina la lluvia y trajinan a la entrada de los hormigueros; hacer y deshacer ... _dice Antonio.

_Pobres mujeres _añade Armando_. Siempre dobladas sobre la tierra. Estarán ahí, dale que dale, solo esperando a que llegara el agua, con un ojo puesto en el cielo, temiéndolo, y otro en los chicos, por ver si llenan la tripa con una buena cosecha. Y las muchachas esperando para ir al Cottolengo o a que un mozo les diga algo y les haga un hijo. Para después, lo mismo, cavar, transportar piedras, ir a misa a un pueblo que está a tres kilómetros más allá y dejarse los hígados tras la azada.

Los viajeros, conversando, van haciendo camino. Atrás, en lo hondo del valle, quedan las mujeres y el pueblo de Cerezal esperando cualquier milagro.

La carretera describe curvas y más curvas por encima de las eses del Malvellido. El valle ya no existe, es una garganta que separa las dos vertientes. En la otra ladera se ven unos bancales, toda la civilización de las Hurdes ciñéndose al río. Las Hurdes son aquí tan estrechas como estos cañones que forman sus ríos; el resto son riscos, montañas. El sol sólo brilla tres o cuatro horas al día, luego se oculta y se asoma al otro valle o mancha las cumbres de amarillo.

Las tardes están llenas de sombras y los pájaros huyen.

En un recodo llamado la Sarafina, unos campesinos metidos hasta las corvas en el río criban arena con unos cedazos grandes.

Se oyen las voces de un hombre que arrea una bestia. El hombre va montando a la mujeriega sobre una albarda de colores. La bestia trae buen paso pues pronto llega a la altura de los viajeros.

_¿Ande van, escoteros?

_A El Gasco _contesta Antonio.

_Yo me quedo en Martilandrán.

El hombre se apea del burro. Viste pantalón de pana y una chaquetilla deshilachada que no le tapa la culera. Calza abarcas de goma y se cubre con un sombrero negro harto mugriento. Es bajito y metido en carnes.

El burro tiene buena alzada, y aunque algo flaco, pues se le notan las costillas, parece animal de precio. Va cargado con dos sacos repletos de abarcas de llanta.

_Buen burro parece _comenta Armando.

_Bueno que es. Me costó casi quinientos duros en la feria de Plasencia. No me ha dao disgusto salvo que a veces se encalabrina pues todavía está entero. Pero buen burro sí que es. Este año pasao me dieron veinte duros en el Casar porque el animal padreara a una yegua.

El hombre calla. Antonio le pregunta si conoce bien estos caminos.

_ Tós los años vengo pa esta parte. Yo soy de Caminomorisco y me llamo Emiliano Jimeno para servirles.

El burro, bestia de buena andadura, casi hace correr a los tres hombres. Emiliano carga la impedimenta de los viajeros sobre los lomos del bicho.

El barranco es aún más angosto según se va subiendo los repechos de la carretera. Cardos borriqueros, lajas de pizarra y algún pino desmedrado adornan la serranía.

El sol de mediodía cae a plomo sobre los eriales. Los viajeros sudan y las moscas no dejan en paz al burro que mueve la cola incansablemente.

Por la derecha del camino forestal un arroyo seco baja desde los pelados roquedales.

_Esa torrentera se llama la Sierpe, hay que verla en invierno. Salta por encima del camino y los pueblos se quedan incomunicados _Emiliano indica los nombres de los picos, señala con el dedo:

_Ese cabezo se llama Arrobuey. Ese, Collado Riscosilla; y aquel otro, Cotorro de la General, allí nace el Avellanar.

_Así que usted se dedica a vender abarcas. ¿Y eso le da para vivir? _pregunta Armando a Jimeno.

_Yo vendo de todo, traigo telas, agujas ... Soy representante de una casa de candiles de carburo. En invierno voy a Plasencia y a Béjar a por recortes de llantas, y como no hay ná que hacer por los caminos, yo y mi mujer cosemos las abarcas.

_¿Está mucho fuera de casa?

_Hasta que vendo todo. Muchas veces voy hasta la raya de Portugal y me vengo con café para Badajoz.

Los viajeros, por no perder compás, han de apretar el paso, tienen doloridas las plantas de los pies, pues el camino está salpicado de guijarros. Armando piensa que mejor les habría venido el no tropezar con hombre y burro tan andarines. Pero siempre hacia el oeste siguen el camino.

Poco más adelante, sobre una quebrada del Malvellido, aparece la mancha oscura de un castañar. Como una piña seca y abierta se aprieta un pueblo mísero como la tierra misma. Cincuenta o sesenta tejados de pizarra. Parece como si no hubiera calles, como si fuera una sola edificación negra, una masa oscura, mimética con las cosas: con las murallas que sostienen los cultivos, las cercas próximas, la piedra del río donde las mujeres lavan; con la otra orilla, con el paisaje entero. El pueblo está partido en dos por un barranco. Encima de algunas techumbres se secan al sol las cortas cosechas de habichuelas de los vecinos de Martilandrán.

_Vamos a tomar un vino _invita Emiliano.

Por un veril que nace en la carretera bajan tras el burro. Una mujeruca desdentada da de mamar a una criatura. La mujer está sentada en una piedra a la entrada del pueblo, tiene los pechos por fuera de la blusa negra.

Los pechos fláccidos y caídos, en forma de berenjena, escurridos, como si no tuvieran leche.

El pequeño tiene la cabeza llena de pupas, las moscas revolotean y se posan en la cara sucia del niño. La mujer mueve sin cesar una rama para espantar las moscas; pero lo hace sin gracia, sin ninguna gana. Se la nota cansada, aburrida ...

La calle que lleva a la taberna más parece un lodazal que camino de las gentes. Es estrecha, tanto que los viajeros, haciendo equilibrios por no caer en las inmundicias, se apoyan indistintamente en las casuchas que la flanquean. Huele a cochiquera, a tierra fermentada. Unos cerdos con aire de jabalíes domesticados se hunden hasta la tripa en el barro.

En la misma calle está la fuente, al lado de ella hay un grupo de gente esperando llenar sus cántaros. Parte de ella, descalza, con los pies llenos de la porquería de la calle. Otra, calzada con abarcas de llanta como las que vende Emiliano, el representante de candiles.

Los campesinos de la fuente rodean a los recién llegados. Los viajeros se sientan en una piedra. El vendedor descarga al burro, lo desalbarda y ata el ronzal a la fuente. Después, extiende sobre una manta la mercancía.

_Vamos por el tinto _dice, y sube los escalones que dan a una puerta cerrada. Golpea con el puño y nadie contesta. La puerta de madera es tan alta como la casa y más baja que un hombre corriente.

_No habrá nadie _murmura, y se sienta junto a la manta que antes extendió.

Van llegando los vecinos y forman una especie de corro en medio de la calle. Los niños, de ojos achinados, miran oscuramente. Los hombres y las mujeres se ponen en cuclillas dando cara a los viajeros.

_La María está en el campo. Ha ido a por los habichuelos.

No hay nadie para despachar _dice un hombrecillo cubierto con un sombrero negro de ala estrecha; un sombrero peludo. Parece un sombrero de cura.

Antonio, para romper el silencio, ofrece tabaco. El hombrecito coge la petaca, mete sus dedos sucios y pellizca un montón de picadura como para pitillo sacado de petaca ajena. De uno de los bolsillos de la chaqueta saca una cachimba y apelmaza la picadura con la yema del dedo gordo.

Armando, por el qué dirán, haciendo de tripas corazón, también saca tabaco y lía un cigarrillo. Antonio pregunta por la cachimba. El hombrecillo contesta:

_La he hecho de brezo y un trozo de higuera.

_¿Aquí hay tabaco? _pregunta Armando.

_Aquí no, señor. En Nuñomoral sí. Yo fumo tabaco verde, el de la tienda es caro.

Los niños pequeños se agarran a las faldas de sus madres. Hay muchos, todos parecen iguales, como hombres pequeños. Hay un silencio y los viajeros no hacen más que espantar moscas. La gente que les rodea está quieta, mirando.

_¿A cómo vende usté el calzado? _pregunta Antonio al vendedor.

_A siete y ocho duros, según tamaño _Emiliano enseña a los viajeros cómo están cosidas las abarcas.

_A mano, mi mujer se da buena maña con la aguja.

Una piara de cerdos irrumpe por medio de la manta que Emiliano tiene extendida. La manta se pone perdida de barro y el vendedor echa mano a un palo y la emprende a estacazos con los cerdos.

_¡La p ... ! ¡Me habéis perdido la manta! _blande la vara por encima de su cabeza.

Los gorrinos gruñen, chillan, y como gatos escaldados huyen dando trompicones.

Emiliano sigue gritando. Deja la vara.

Las mujeres ríen y manosean el calzado. El vendedor hace su artículo. Tiene labia el hombre.

_El año pasao las traía usté a cinco duros _dice una mujer al tiempo que calza unas abarcas a sus pies desnudos.

_Ha caído mucho agua desde el año pasao. También vosotros vendéis el carbón más caro. Por un chivatillo de ná pedís veinte duros.

El hombre que fuma en cachimba dice a los viajeros que se llama Gonzalo y que tiene un hijo mozo. Da grandes chupadas a la pipa, y tan fuerte lo hace, que parece que va a tragarse la nuez.

_Es buen tabaco _afirma.

La mujer del niño en brazos no hace más que mirar a las abarcas que ha comprado. Sus dedos asoman por la puntera, los mueve.

_¿Ustés venden algo? _pregunta con la cabeza gacha.

_No.

_Como venían con Emiliano...

_Estamos en Nuñomoral_contesta Armando_; vamos por estas tierras, queremos ganarnos la vida haciendo libros, tenemos que ver cosas para contarlas.

Una mujer dice:

_Hay muchas maneras de ganarse la vida, pero ustés la ganarán mejor que nosotros _levanta la mirada para observar a los viajeros y al pobre atuendo que estos llevan.

_Nosotros también somos pobres y también trabajamos. Mientras los campesinos y los obreros sean pobres y no sepan leer, los escritores seremos tan pobres como ellos.

_¿Ustés escriben en los papeles? _pregunta el vendedor de abarcones.

_No, y nos gustaría contar esto en los periódicos. ¿Ustés leen algunos?

_No señor, aquí no traen, a más casi nadie sabe leer. Algunos niños que van al Cottolengo saben.

_Yo sí sé _dice Jimeno.

El calor del mediodía aprieta y los viajeros buscan la sombra de un castaño.

_En el río hemos visto a unos hombres sacando arena _comenta Antonio.

_Estamos haciendo un cementerio allí arriba, pa eso sacaban arena.

_Todavía enterramos en Nuñomoral _habla Gonzalo.

Una mujer y un hombre suben al tejado de una casa y extienden una carga de habichuelas.

_Son habichuelas verdes, son muy blandas _la mujer que compró las abarcas se sienta de nuevo. No deja de mirar para las abarcas.

_¿ Cogen muchas? _interviene Armando.

_Ya quisiéramos. Esas poquinas que ven, más o menos.

_Es mú pobre esto, no agarra casi ná, no hay ni un deo de tierra. Claro que cuando mi hijo vino de la guerra, contó que en España hay todavía tierras más pobres que esta. Estuvo por un sitio que le dicen Guadalajara.

_¿Más pobres, Gonzalo? _dice una mujer con un cuello hinchado por el bocio.

_Más _asegura el hombre.

_¿Cómo va tu chico, Engracia? ¿Ya no se priva? _uno de los hombres del corro se dirige a una mujer joven que lleva una cántara. El niño está junto a ella, sentado en el suelo, no juega, tiene la mirada perdida.

_Lleva unos días que no, pero me da miedo el verlo así, como si se hubiera dao un aire, tan quieto ...

El pequeño, chupado de cara, marfileño, ojeroso, parece un muñeco, una criatura muerta.

Antonio bebe agua de la fuente. _Está fresca _dice a su compañero; este también bebe y llena la cantimplora.

_¿No se quedan? _pregunta el vendedor.

_Vamos a Fragosa a comer.

      _Está cerca, en una hora más o menos se plantan. Ya saben, me llamo Emiliano Jimeno pa todo lo que gusten. A lo mejor nos vemos por esos caminos.

_A lo mejor _contesta Armando.

Los viajeros se despiden. Toman el veril que sube la carretera. Desde allí ven las calles del pueblo, las grietas por donde a duras penas penetra el sol. Por una cortada, de forma inverosímil, como una cabra, una figura femenina salta de piedra en piedra. Lleva un hato a la cabeza. Va a lavar al río.

De nuevo en la carretera, Antonio dice:

_Estos pueblos son peor que los otros, parece que no hayan cambiado desde los tiempos del viaje de Marañón, de aquella época de la tierra de jambri.

_Pérez Victoria, no hace mucho, en el año 54, decía al Congreso de Endocrinología que, sin exagerar, por estas alquerías, de cada familia alguien padece bocio. Por la Huetre y Robledo y Carabocino señalaba otro foco endémico.

Por los altos del camino suena una campana. Su voz vibra. Donde la carretera se curva y parece tocar a la ladera de enfrente, se yergue la casa de las monjas. El edificio tiene un mirador y en él hay una monja con los brazos cruzados. El tañer de la campana se pierde. En lo alto de un risco hay una imagen blanca que mira para Martilandrán.

VIII

F

 

ragosa está cerca. La alquería de Fragosa habrá tomado su nombre del lugar en que se asienta, áspero, fragoso.

Apenas hay cultivos, apenas viste verde sobre estas tierras antiguas. Es toda la antigüedad de la tierra antes de los hombres. Las Hurdes primarias, cambrianas. Son los montes de la Corredera, la Labiada y Roblerredando.

Los viajeros están un rato parados, mirando las vaguadas, las secas torrenteras, las encaramaduras, las trochas que se pierden entre las cretas plomizas. Se acercan al pueblo.

Por las callejas los viajeros caminan con los brazos en cruz, apoyándose en las apizarradas techumbres. Van buscando la taberna, pues para ellos ha llegado la hora de comer.

_Esa casa es la taberna _les dicen.

Dos mujeres, vieja y joven, limpian la cosecha de habichuelas. Desgranan las vainas amarillas. Un enjambre de avispas revolotea por encima de sus cabezas.

La joven deja su trabajo para abrir el portillo de la taberna. El portillo de madera no tendrá más de setenta centímetros de altura. La muchacha, y los viajeros tras ella, entran a gatas en la taberna.

La habitación es estrecha, oscura, con el techo tan bajo que no puede permanecerse en pie. Solo entra luz por el portillo y por una tronera abierta en la pared. La chica y los hombres permanecen encorvados, casi en cuclillas.

Antonio y Armando se sientan en un banco que está adosado a la pared. El banco lo forma una lámina de pizarra que descansa sobre tres cubos de piedra toscamente labrados. Las paredes sin revocar son un amasijo de cantos y barro. El suelo, una plataforma de piedra; pues la casa se asienta sobre un canchal. La plataforma está horadada por tres agujeros, comunicados entre sí por una falla del terreno. Por el canal discurre agua, y en los agujeros se refrescan unas vasijas llenas de vino. En un rincón se amontonan unas ramas de brezo. La muchacha, encorvada, mira a los viajeros.

_Pónganos un poco de vino.

Se arrodilla y coge una lata del suelo. Mete la lata en una de las vasijas y llena dos cuencos de barro. El vino tinto, de Salamanca, parece más oscuro, casi negro.

_¿Tienen pan?

_No, señor.

_¿Carne?

La joven sonríe.

_No, señor.

_¿Huevos?

_No, señor.

_¿En Fragosa no hay nada para comer? _dice Armando.

_Hay un poquino para los del pueblo.

Antonio abre una lata de sardinas y otra de mermelada. Comen con apetito pues la caminata ha sido larga. El pan de Nuñomoral se ha puesto algo correoso.

_Parece una madriguera de topos _señala Armando a la reducida habitación.

Por el portillo asoma la cabeza de la mujer vieja. Mira con curiosidad a los viajeros y luego dice a la muchacha:

_Si has terminado, sal.

Sale a gatas, enseña las piernas. El cuadradito de luz se recorta a ras del suelo. Hay un olor a humedad, a moho.

Los viajeros también salen, a gatas, detrás de la muchacha. Cruzan deprisa las callujas de la alquería. Hay una sola edificación moderna, la Escuela. Un edificio chiquito, blanco. Los viajeros se vuelven varias veces para mirarlo, perdido entre las casas negras.

Armando piensa en las tardes del invierno hurdano, cuando quizá, a la luz de los candiles, un hombre lea en voz alta y unos niños escriban torpemente en una hoja blanca de papel.

_Me hubiera gustado conocer al maestro _dice.

_Hace falta tener mucho amor a los hombres para vivir y enseñar aquí.

Los viajeros van más deprisa, como si les urgiera algo, carretera adelante, hasta que esta se pierde en una explanada cubierta de guijarros. La carretera choca contra una pared rocosa. La carretera no llega a El Gasco.

Los viajeros consultan el mapa. Hay un camino pedregoso, una derechera difícil de seguir por la que los viajeros se adentran monte arriba.

PULSA AQUÍ PARA LEER TEXTOS DE VIAJES Y COSTUMBRES

 

ir al índice

 

 

IR AL ÍNDICE GENERAL