Antonio Pereira

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Oración con mi cuerpo

Oración

La aprendiza

Lenta es la luz del amanecer...

El pozo encerrado

 

Oración con mi cuerpo

Me desnudo.
            Estreno una manera
de sentirme de sangre y no de ropas.
¿Cómo saber, si el frío los ataba,
la posible extensión de nuestros brazos?
Aquí me llama el mar hasta su boca,
y el hombre aquel que se tendía oscuro
desenreda su cuerpo y lo levanta
lento de asombro hacia la luz hermosa.

Hoy rezo con mi cuerpo, por mi cuerpo,
tan cercano de mí, tan fiel y amigo,
verdad a la que toco y que me toca

 

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 Oración

Señor ya sabes mis cuidados con el butano y los grifos
todo lo cierro bien pero es difícil desentenderse
inspecciono la antena
las macetas con tantas criaturas que por debajo pasan
sufro mucho Señor
y aunque te agradezco no haberme hecho cirujano
ni conductor del autobús escolar
te pido que un ratito te quedes responsable
que aguantes todo esto mientras voy a un recado
y cualquier día no vuelvo.

 

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 La aprendiza

De quién la culpa. No sé.
Mujer con cuerpo de niña
y entresueños de mujer.

Marzos airosos y abriles
lluviosos, mayo otra vez. . .
Sobre la blusa doncella
aún no se tiene el clavel.

Delgada y blanca se mira
en el espejo de pie,
desnudita en el espejo
y no ve lo que no ve.

Las más pequeñas, ¡qué risas
jugando al condelaurel!
Las de los pechos henchidos,
¡qué orgullo de redondez!

Sólo la niña crecida
de prisa, con hambre y sed
de sueño largo y naranjas,
triste y no sabe por qué.

 

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LENTA ES LA LUZ DEL AMANECER
EN LOS AEROPUERTOS PROHIBIDOS
 

Una  vez estaba en la taberna el poeta inspirado haciendo su papel de poeta inspirado. Todos lo respetamos mucho en sus esperas de la voz misteriosa, aunque nunca se le haya visto una página terminada. Vino un parroquiano de la taberna con la alegría lúcida de los primeros vasos, y fisgó el renglón que campeaba en la hoja:

Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos.

El verso hermoso, todavía único, con que iba a arrancar el poema.
El parroquiano suspiró:
—Es un buen empiece, poeta. Pero ahora qué.

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El pozo encerrado

        «Tienes dos caminos», me dijo Pepín Lamela desde detrás de su mesa, vencida por el desorden de los papeles y los códigos voluminosos. «Uno es que aceptes desde ahora mismo, y el otro, menos airoso, pero también legal, que te disculpes con la salud o con un viaje inaplazable.» «No sería una falsedad», le dije, «es verdad que la llegada de las nieblas me perjudica y que tengo por ahí unos asuntos pendientes». Pero no debió de creerme. El abogado puso la misma cara cachazuda y componedora que siempre gastó su padre el abogado veterano. También influiría el despacho heredado, de estilo renacimiento español. Pepín sacó del cajón una pipa que acaso había estrenado don José, y encendiéndola sin ninguna prisa me habló como probablemente le hubiera hablado su padre a mi padre: «Ser albacea no es un plato de gusto, pero piensa que si el pobre Gayoso se acordó de ti al dejar dispuestas sus cosas... ».

        «Pero qué puede haber dejado el señor Baltasar Gayoso tras un empleo en la Brow Boveri, y además jubilándose antes de tiempo.»

        «Pues por eso mismo», dijo Pepín. Y ya me pareció un definitivo reproche.

        Ahora pienso que yo no necesitaba consejos morales.

        Que antes de limpiarme las suelas en el felpudo de la entrada de la consulta, sabía que no hubiera vuelto a dormir ni dos horas si le fuera desleal al señor Gayoso. Lo malo es que hace unas noches que tampoco pego un ojo por esta historia.

        Era un hombre instruido el señor Gayoso. Un tipo extraño, en la forma del pañuelo saliendo del bolsillo de la americana, en los grandes cuadros insólitos de sus camisas, durante años, como si hubiera traído de América ropa destinada a sobrevivirle. Se trataba muy poco con los vecinos. En cambio, con cierta frecuencia recibía correo de fuera de España, y no sé por qué me entregaba a mí con un gesto predilecto y rápido los ángulos recortados del sobre, para la colección de sellos.

        «Quiere usted venir conmigo a la viña», me dijo un día sin apearse de la barandilla del puente donde solía estar sentado por las mañanas leyendo, con susto para quien viera por primera vez aquel número de equilibrista. Me lo dijo con una voz uniforme, sin poner ningún signo de interrogación. «He recibido unos periódicos», añadió; «aunque las estampillas de los impresos valgan menos que las de las cartas».

        Marchamos los dos juntos sin hablarnos una palabra, y había en la cabaña sellos de distinto valor facial. Cuando Gayoso no estaba enganchado por los pies en los hierros del puente, es que había marchado a su viña, aunque eran ganas, llamarle a aquello una viña. Allí se metía en la cabaña y nadie ha podido saber _salvo yo, después de su muerte_los quehaceres o vicios que ocupaban a un hombre tan solo e independiente. No era posible que se le perdonara en una villa de unos miles de almas. Donde no podían entrar los ojos y los pies, entraba la fantasía, también es verdad que la finquita limita por poniente con el cementerio, y sólo a dos pasos se alza el ábside carcomido de San Benito de Nurcia, con la fama de los cien esqueletos de la francesada y los ruidos y esas cosas que se sienten algunas noches del año.

        Gayoso, a lo largo de confidencias más bien lacónicas, se revelaba contrario o por lo menos indiferente para su parentela de la montaña. Pero ha prevalecido el tirón de la sangre, y ahora que el hombre ha muerto, los llamados a heredarle son Gayoso, Gayoso Pedregal, Remolanes Gayoso. Bajaron en un Land Rover pagado a escote, pero luego ha ido volviendo a verme por separado, en sus caballerías. Yo, el albacea, les explico las cosas de la mejor manera. Una casa en esta villa sita en la calle Padre Sarmiento número dieciséis de alto y bajo con un patio a su espalda ningún problema. Una huerta en esta villa al sitio de Caparrós de una cabida de ocho áreas y no sé cuantas centiáreas ningún problema. Y lo mismo los demás bienes. Es la viña la que me viene trayendo de cabeza para contentarlos en el reparto, el que de todo el capital sea eso, precisamente eso lo que encandila a los parientes del muerto. Total cuatro cepas con la cabaña y el pozo, en un paisaje, esto sí, que es una gloria para la mirada.

        Pero no creo que a esta gente les interese el paisaje.

        Todo fue desde que vino Balbino, el que está casado con la más ruinzalla de las sobrinas de Gayoso, que aunque se puso a fingir no supo sostener el tipo por bastante tiempo, de manera que fue notársele el interés y encapricharse todos con esa hijuela. Empezó a crecer el deseo como si fuese un fuego. Desde fuera les alimentan el fuego a los interesados. El forense, que nunca se sabe si habla en serio o en broma, dice que Baltasar es nombre asirio y significa «el que guarda el tesoro». De mí mismo puedo decir que unas me iban y otras me venían hasta que vino a resolverlo la carta. Porque a qué acudía el señor Gayoso a la cabaña a las horas menos corrientes, por qué un hombre con idiomas y tantos viajes iba a estarse allí de gratis y bajo cerrojos, cuando ni siquiera se le conocía apaño con alguna mujer. Y sobre todo, la ocurrencia de mandar hacer la cabaña de manera que el pozo se quedara dentro, en el centro justo del recinto como si fuera un altar o algún monumento. Minas, alijos. Las riquezas enterradas de los romanos. Pero yo no quise profundizar allí por mi cuenta, ni que nadie meta las manos mientras no se haya rematado la testamentaría hasta el último pelo que manda la Ley.

        En ésas estábamos cuando ocurrió lo de la carta que digo. Llegó el cartero con la correspondencia, y entre mis propias cartas, como si fuese la cosa más natural del mundo, me había dejado un sobre del extranjero, dirigido con letra clara y alargada a Mr. Baltasar Gayosso. Esto de las dos eses me pareció una ortografía ennoblecedora. Las señas de Gayoso, a continuación, venían perfectamente correctas. No traía remite, y todo hacía pensar en un asunto personal y privado.

        «¡Eh, Óscar!», quise detener al cartero.

        No habla Óscar, no saluda, tira los objetos postales en donde puede y ya está en el final de la calle haciendo él solo el trabajo de cuatro repartidores.

        Hace unos días, hubiera ido yo a consultar. Pero a Lamela el abogado lo noto harto, y en el propio Juzgado me han despedido casi con enfado cuando repetí preguntando esto y lo otro. Si se puede romper el candado de la carbonera anegada en la casa. Si procede recoger los boletines de la Sociedad Geodésica Mexicana que vienen contra reembolso.

        Francamente, según fue creciendo el día pensé que no me disgustaría saber el contenido del sobre, al que le encontraba ese olor a mar que tanto nos gusta a los hombres de tierra adentro. Esperé a quedarme solo. Todavía esperé un poco más hasta verme en la impunidad de mi noche, que ahora suele ser una cueva de insomnio. Entonces rasgué el borde desatentamente, increíblemente a riesgo de estropear unos sellos gloriosos con el escudo de New Zealand y el centenario de Cook, el señor James Cook desembarcando de punta en blanco en una playa desierta. Sin ninguna lógica había echado la llave en la cerradura de mi dormitorio. A la luz del flexo de la mesa, la carta apareció firmada por una mujer, Margaret, aunque al final venía con la dirección el nombre completo, Margaret Campbell. Empecé a traducir despacio, con un esfuerzo que iba siendo vencido por el interés, a medida que los párrafos avanzaban: «Cómo no voy a aceptar gustosa y hasta emocionada su gentil propuesta de que nos tratemos por nuestros nombres de pila (Christian names).»

        Ciertamente, en el encabezamiento hay un «Querido señor Gayosso», inmediatamente corregido: «O sea querido Baltasar». Y sigue:

        «Ha sido un regalo su última carta, esperada semana tras semana en el ferry que trae el correo desde la isla principal. Pero no exactamente una sorpresa. Yo esperaba este evento porque nunca jamás, ni en vida de mi difunto y recordado Mr. Campbell, llegué a sentir la noción cálida de cercanía que casi me sofoca al saberle a usted ahí, comunicable y concreto. Yo creo que ni una vida sumamente larga bastaría para mi agradecimiento a la Providencia, pero también a quienes fueron sus instrumentos: el Department of Lands and Survey, la cátedra de Geografía de nuestra University of Otago... Y por supuesto la tenacidad amistosa de la Esoteric Fraternity, que consiguió afinar hasta el punto exacto las mediciones. Oh, amigo mío, cuán hermoso es enlazar los designios de dos seres tan en apariencia alejados.» (En apariencia, viene subrayado en la carta.) «Yo no era más que una niñita de cinco años cuando mi padre el reverendo Marlyle me sorprendió tendida sobre el césped junto al presbiterio con los ojos enrojecidos de querer perforar la tierra, los oídos tensos por la auscultación de las profundidades. Después, en los años del internado de New-Salford que acoge a las huérfanas de los hombres de iglesia (orphans, daughters of clergymen) la manzana del postre se convertía en globo terrestre, atravesado por el largo alfiler cuya cabeza de color rojo era yo misma; cuya punta, pasando por el centro de la esfera alcanzaba a un ser opuesto pero igualmente a la escucha... Ahora poseo la exacta situación de usted, en grados, minutos y segundos. Pero lo que me fascina es el terreno rojo de su viñedo... »

        Evidentemente, el señor Baltasar Gayoso le había contado de su viñedo, y la señora Campbellle correspondía con el mismo término exagerado, así es como viene escrito en la carta.

        «Su viñedo, imaginado desde este islote del Pacífico donde la vid y el vino son sólo frases de la Biblia, Lavará en vino sus vestidos / y en la sangre de las uvas su ropa, Génesis, 49,11. Y sobre todo la boca del pozo cuyo frescor me alcanza como si estuviera a sólo unos metros de donde le estoy escribiendo... Estoy sentada en la hierba, debajo mismo del sicómoro. La luz del día se está alejando poco a poco hacia el mar de Tasmania, pero habrá luna llena y a su luz yo podría seguir hilvanando palabras. No olvide que nuestras latitudes son idénticas pero de signo contrario, y que las estaciones y las horas están rigurosamente invertidas.»

Ahora soy yo el que no lo olvida. Van varios días y noches de mirar a cada paso el reloj, pensando en la correspondencia de las horas y de las estaciones en los continentes. Como si yo tuviera algo que ver con toda esta novelería.

        «De manera que en este tiempo las noches de Oceanía son bellas, bellas hasta doler si una mujer está sola y siente. Pongo mi mano abierta sobre la tierra cálida y húmeda de neblina. Es muy excitante esta certeza de una línea recta que rompe la corteza del globo, luego son mantos de níquel resplandeciente, quién sabe si hermosuras magnéticas alumbradas por colores distintos a los conocidos del arco iris, y en el centro de la tierra lagos tranquilos como nuestro Wakatipu y músicas ambientales... Oh, Baltasar. Perdóneme estas fantasías un poco idealistas. Pero lo verdadero y seguro es que al cabo de seis mil kilómetros _apenas nada, el salto que hacemos en avión para la boda o el funeral de un allegado_, está usted en este mismo instante al otro extremo del cable ideal, mi único correspondiente entre todos los seres de la creación. Le pienso. Le imagino. Le veo asomado al brocal determinado sin error por la ciencia, tanteando con su mano probablemente nervuda el comienzo ¡y el fin! de esa distancia que a su pozo no lo separa de mi sicómoro, porque los une pasando por el centro de la esfera ... »

        Son cinco hojas escritas por las dos caras, así se comprende lo de los varios sellos para el franqueo aéreo. Las he leído no sé cuantas veces, y en medio de los sentimientos digamos íntimos, la carta trae detalles que no dejan de tener interés, pienso que hacemos mal en no paramos a pensar en esos archipiélagos tan perdidos del mapa. Ahora sé que el Día de Nueva Zelanda lo celebran en de febrero, y que tienen un médico por cada setecientos treinta habitantes y un enfermero por cada doscientos. Todo tan romántico y bien redactado que parece que se está viendo y tocando a la mujer que lo escribe, también me había interesado en tiempos la grafología, estas eses ondulantes, la calidad del trazo y el vuelo tendido de las uves (Very exciting) como gaviotas. Así hasta los saludos finales, en espera de una respuesta. De una respuesta que el barco correo no podrá llevar, nunca, hasta la pequeña isla olvidada de la señora Campbell. Creo que deberé ponerle unas letras de cortesía a la señora Campbell.

        «Usted puede hacer todo lo que haga falta en la herencia yacente», me riñe el juez. «Propiamente como si fuera usted mismo el difunto.»

        El caso es que el sábado que viene es la feria mensual de ganado. Bajarán a la villa los Gayosos y voy a llevarlos allí para que se dejen de fantasías y vean que no hay nada de valor, pero sin calentarles más la cabeza, porque sabe Dios cómo les sonaría a éstos de Caborcos de Mora lo de nuestros antípodas. Lo mejor será que me vendan a mí la dichosa viña, ahora que me encuentro en ella tan acompañado y a gusto.

                                                        (Del libro Cuentos para lectores cómplices)

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