Gente Morena I
«Muchachas de tez de nieve II
Así, pidiendo a la historia,
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1 Era una noche del mes de diciembre de 1718. Bilbao, y sobre todo la plaza Vieja y sus inmediaciones, ofrecían un aspecto inusitado y pavoroso. Acababa de cerrar la noche y ya no se veía tienda alguna abierta ni circulaba persona alguna por las calles. Los vecinos de una y otra orilla del río asomaban tímidamente la cabeza por ventanas y balcones para observar lo que pasaba en la plaza, donde a la luz de unos opacos farolillos, se ocupaban varios hombres en levantar un tablado. Algunos soldados de caballería protegían la operación, apostados en las avenidas de la plaza. Al pie de la iglesia del convento de San Francisco, que dominaba a la ría, ardía una hoguera en la que se calentaban algunos soldados blanquillos. El resplandor de esta hoguera dejaba ver una verdadera fortaleza recientemente construida en aquel sitio, y provista de siete piezas de artillería enfiladas a la ría y a la plaza. También el débil resplandor de los faroles que alumbran la construcción del tablado permitía distinguir la fortificación de las casas consistoriales, cuyos arcos se habían cerra o dejando en ellos troneras por las cuales mostraban esta boca tres cañones apuntados a la plaza y a las bocacalles. En otros puntos de la villa, tales como en las cercanías del convento de San Agustín en el Campo de Volantín y en altura que domina las casas de la Sendeja, donde a la sazón se elevaban algunos añosos pinos, se habían establecído tropas de las llamadas blanquillas y walonas y se habían hecho fortificaciones más o menos respetables. Cerca de media noche, el tablado de la plaza quedó terminado y los carpinteros se retiraron, quedando, sin duda para custodiarle, los centinelas de caballería apostados en sus inmediaciones. El silencio era profundo a una y otra orilla del Ibaizábal. De repente se oyeron pisadas de hombres y caballos que, partiendo de hacia el lado de San Francisco, cesaban hacia la cárcel, situada en Íturburu, o sea Bilbao la Vieja, en el edificio que hoy se llama casa-galera. Este movimiento de tropas volvió a avivar la curiosidad el vecindario, que creía ver de un momento a otro conduir al tablado de la plaza hasta dieciséis reos condenados a muerte; pero el alto puente de San Antón permanecía desierto y el silencio volvió a reinar en torno de la galera habilitada para cárcel hacía algunas semanas. En medio de este silencio, oyéronse en la cárcel gritos que helaron de terror a los vecinos de lturburu asomados a las ventanas y a los balcones. La voz de los padres agustinos Adrián, Egaña y Ascondo llamaba a la contrición a algunos hombres y los exhortaba a levantar sus últimos pensamientos al cielo. A aquella voz contestaban otras dolorosas y débiles ue terminaban con las primeras palabras del Credo. Poco después cesaron 1os lamentos y las exhortaciones en la cárcel; oyóse el paso de las tropas que tornaban a San Francisco, y quedaron en el más profundo y triste silencio ambas orillas del Ibaizábal. |
II El día que siguió a la triste noche de que acabamos de hablar, el cielo amaneció velado de espesas nubes. Hasta la naturaleza contribuía a aumentar la tristeza que dominaba a los habitantes de Bilbao. De las casas consistoriales de San Francisco y de hacia el lado de la Sendeja salieron tropas de infantería y caballería, y se fueron situando en la plaza Vieja y en sus avenidas. En el tablado erigido en la plaza no se veía instrumento alguno de suplicio, y por otra parte se sabía que dieciséis presos habían sido ejecutados en garrote en una de las salas de la cárcel. ¿Qué destino pues era el de aquel tablado? Esta pregunta se hacían los bilbaínos, sin que nadie la contestara de un modo concluyente. Si bien en el tablado no se veía el terrible torniquete que había jugado en la cárcel, se veía un tajo, y esto daba ocasión a creer que se había conservado la vida a alguno de los sentenciados a muerte, para quitársela en la plaza por medio de la decapitación. Hasta se indicaba el nombre del reo que debía ser decapitado; decías e que este reo era don Francisco de Otañez, síndico de la villa de Portugalete, a quien el juez que le había sentenciado a muerte había tratado de salvar aconsejándole bajo cuerda antes de prenderle que se pusiese en salvo, consejo que Otañez no quiso seguir, alegando que era inocente y por tanto no temía el rigor de la justicia. Sin embargo don Francisco de Otañez, a quien se suponía aún vivo había sido agarrotado como sus compañeros tras aquellas dobles rejas de la galera, bajo las cuales no pasó nunca sin que me parezca oír el su único hijo interrumpido por la infame mano del verdugo. Poco después de amanecer, una parihuela conducida por dos hombres, cubierta con un paño negro y escoltada por cuatro soldados, apareció sobre el puente de San Antón. En aquella parihuela venía el cadáver de un hombre agarrotado. Este cadáver fue puesto sobre el tablado y sus conductores volvieron por otro y otro hasta el número de quince, que del mimso modo fueron colocados en torno del tajo. Allí permanecieron aquellos quince cadáveres horrorizando al público con su aspecto, pues tenían las facciones espantosamente descompuestas, la lengua sacada, boca, narices y oídos brotando aún sangre, y el cuello reducido a flexible cartílago. Serían las once de la mañana cuando por el puente de Antón aparecieron los garnachas, que así llamaba el público ál fiscal del Consejo de Castilla don Tomás Melgarejo y Gamboa y al juez mayor de Vizcaya don Francisco de Boedo y Garcés, acompañados de otros funcionarios, entre lo cuales se contaba uno a quien el público miraba con ojos espantados, y a quien nosotros designaremos sencillamente con el nombre de verdugo. El verdugo llevaba al hombro un hacha, y detrás de él arrastraban un par de bueyes una narria cargada con unas jaulas de hierro. Aquella fúnebre y siniestra comitiva subió al tablado. Una señal del juez impuso silencio a la multitud, y ésta salió de su incertidumbre al oír la sentencia en cuya virtud habían sido agarrotados los quince infelices que yacían sobre el patíbulo, y don Francisco de Otañez a cuyo cadáver eximía la sentencia de la decapitación: el verdugo iba a cortar la cabeza a los agarrotados para colocarla en diferentes puntos a la expectación pública. En efecto, el verdugo fue colocando sobre el tajo el cuello de los ajusticiados y separando de un hachazo la cabeza del tronco. Enseguida, cada cabeza fue colocada en una jaula de hierro, y de estas jaulas, una se fijó en uno de los pinos del alto que domina la Sendeja, otra en un árbol del Arenal, otra en Begoña en un pino que estaba delante del palacio del Patrón, incendiado hacía pocos meses y célebre en nuestros tiempos por haber recibido en él el general carlista Zumalacárregui la herida que le condujo al sepulcro; otra en la Encarnación, otra en Albia y las restantes en Ochandiano y Bermeo. |
III ¿Cuál era la causa de estas terribles ejecuciones? La Machinada del mes de septiembre anterior, es decir, el acto reprobado por las leyes y la conveniencia social de tomarse el pueblo la justicia por su mano. El gobierno central había conculcado la libertad de comprar y vender sin traba alguna que poseía Vizcaya, trasladando las aduanas a la lengua del agua; los guardas de aduanas habían dado en vejar brutalmenteal pueblo vizcaíno; este pueblo se había levantado en algunos puntos para oponerse a estas vejaciones, y había sucedido lo que siempre sucede cuando el pueblo se toma la justicia por su mano, que es ejercerla contra el que más exento debía estar de sus rigores.
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