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Antonio Marquet

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Una subasta particular

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or lo que se veía, la reunión era un fracaso. No se trataba de un probable descalabro, sino de una posada malograda. Ya eran casi las doce cuando llegaron dos de los últimos invitados, Luis y Jaime, convocados a última hora, y apenas un puñado de personas ocupaba los sillones de una sala de la que se podía emitir cualquier juicio, excepto que careciera de originalidad. Inútil abrigar esperanzas de que un suficiente número de invitados pudiera llegar en grupo para llenar tan amplios espacios. Una de dos: el dueño de la casa había sido desairado o era un pésimo organizador que probablemente había dejado todo para el último minuto. Lo poco elaborado de lo que se podía observar en las charolas apuntaba hacia esta última posibilidad. Tan sólo se había re_abierto bolsas metálicas que no habían sido adquiridas recientemente.

Esa enorme casa era un resultado que, si bien desde el subjetivo punto de vista del buen gusto podía ser puesto en tela de juicio, demostraba ser una edificación de alguien acostumbrado a hacer exactamente lo que quería en la vida, sin consultar pareceres y mucho menos ceder a convencionalismos. Dos colores dominaban una decoración más bien recargada: el rojo que invadía las alfombras y la omnipresente herrería, y el blanco de las paredes, cortinas, tapices, manteles...

Los invitados se veían obligados a atravesar un puente desde donde se veían reflejados en un amplio espejo de agua que llegaba hasta el fondo de la casa. Venciendo los obstáculos de una flamante camioneta Van y de un desmesurado árbol de Navidad, se accedía por allí al comedor y a la sala... ¡cruzando la cocina! Entrar a una casa tan grande, en concepto y realización, por la cocina es algo que seguramente a muchos podría parecer extravagante. Pero apenas llegados, los invitados eran guiados por varios niveles y pisos: se les mostraba incluso la master suite, como el dueño la llamaba, en la que una inmensa cama se adivinaba tras un dosel del que caía una complicada cascada de olanes. Quizá alguien hubiera podido corregir el título concedido a la habitación principal que parecía más bien mistress fantasy.

Sin embargo, el espectador más distraído no podría pasar por alto el número de facsímiles en bulto de iglesias barrocas poblanas, tlaxcaltecas _por allí se encontraba nada menos que el santuario de Ocotlán_, colocadas algunas como maquetas, otras a manera de cuadros suspendidas en las paredes. Se trataba de copias hechas a escala, en las que se reproducía con tal fidelidad las proporciones y los detalles que parecían ser portadas barrocas verdaderas hechas por algún liliputense trasterrado. El Posito ocupaba una superficie que rebasaba con mucho el metro cúbico, al pie de la pasarela que atravesaba el espejo de agua. En la sala había otra portada barroca en una pared de unos cincuenta por ochenta. Uno sentía que la condición para admitir cualquier adorno en ese sitio es que hubiese sido confeccionado por las manos del dueño o, al menos, que hubiera sido hecho por alguien a quien no se le dejaba de vigilar.

El espectador imparcial no sabía qué admirar en el ejecutor de tales obras ¿acaso el poder de observación del artesano? ¿la laboriosidad del fino detallista? ¿La férrea tenacidad de alguien que se propone una tarea y la lleva a cabo aunque la empresa requiera de un esfuerzo fuera de lo común? ¿El lujo, incluso el innegable despilfarro de recursos: tiempo, dinero, aplicación? ¿A cuánto ascendería la energía que estaba invertida en esos proyectos que el artesano vendía en cuatro mil quinientos pesos (se trataba de uno de los más pequeños), como lo había señalado a uno de los invitados que se había quedado pasmado ante el trabajo? ¿Cuánto tiempo habría gastado Jorge en reunir todos los ingredientes necesarios para tal o cual "miniatura"?

Reproducir en escala menor esas joyas del pasado también revelaba cierta convicción interior: Jorge Juárez Medel en el fondo estaba persuadido de la imposibilidad de realizar una obra semejante de tamaño natural y se parapetaba en la miniatura. ¿Hacerlo significaba abdicar de la creación para no hacer otra cosa en la vida que reproducir una obra insuperable, dimitir de las propias posibilidades de imaginación, de inventiva y consagrarse a rendir homenaje en el presente a un pasado remoto, inasequible? Hay que señalar que las reproducciones eran tan sólo de las portadas y que no había _por lo menos a la vista_ ningún retablo interior. Quedarse afuera, pasmarse en lo exterior, sin acceder al interior, podría ser la divisa del dueño de la casa, que por lo demás era particularmente extrovertido. Y en efecto, eran objetos maravillosos por su exterior, por un afuera sin profundidad. En el caso de la Modelo Antiguo, como era conocido el dueño por sus amigos que habían deformado su apellido materno, ¿no se trataba acaso de algo semejante? ¿Esa pasión no era plantarse en el mundo de una manera simétrica, lanzando una imagen perfecta, acabada, deslumbrante, recargada del exterior olvidándose del interior? En todo caso Jorge no podía tener secretos, todo lo decía, lo lanzaba en cualquier circunstancia sin arredrarse ante la impertinencia.

¿Qué hacer? Se preguntó por un instante y recorrió algunas posibilidades de respuesta a tan perentoria demanda de atención: no era normal que en una fiesta, en una posada, se abordaran temas de vida o muerte. Aunque Luis sabía perfectamente de qué se trataba, se dijo inmediatamente: Si no pregunto pensará que no me interesa lo que dice, que no le presto atención cuando "eso" es tan grave que, como él mismo lo subraya, pudo haber muerto. Pero si insisto con otra pregunta, también puede sentirse acosado y pensar que prácticamente no existe forma de abrir el tema sin que la gente inquiera hasta sacar toda la sopa; hasta hacerle confesar que está infectado; si abro más el tema, puede sentirse expuesto a preguntas que seguramente lo incomodarán. ¿El acto de preguntar acaso no significa colocar al interlocutor en el banquillo de los acusados? Pero abrir un tema tan importante y no ofrecer precisiones al mismo tiempo significa sembrar de interrogantes la conversación, invitar al interlocutor a...

Por supuesto que sabía de qué se trataba pero nunca se había enfrentado a semejante forma de abrir un fuego tan candente y, al mismo tiempo, no llamar a las cosas por su nombre. A Luis le sorprendía esa mezcla de declaraciones tan abiertas, tan categóricas, que exigían como condición el que no se mencionaran las cosas, las Cosas, por su nombre, o por sus siglas, como era el caso.

Y los invitados soltaron la risa, y miraron directamente a un joven más bien robusto cuya vista se había reducido de tal manera que no podía ver a pesar de los enormes lentes amarillos que portaba como si se tratara de una visera, atados desde la nuca. Dos años antes un virus particularmente agresivo lo había dejado ciego. Ahora Bernardo-Esmeralda había recuperado la suficiente visión para adivinar ciertas sombras.

Cuando Jorge percibió al último invitado que intentaba saludar discretamente para no interrumpir, inmediatamente exclamó:

Claro que eso lo decía Jaime porque era reacio a comentarlo con alguien. Luis estaba seguro de que nadie sabía por la propia boca de Jaime que estaba enfermo. Y cuando ha estado hospitalizado se produce una serie de equívocos porque uno no sabe si visitarlo, si debe mencionar algo, si debe actuar como si no lo supiera. Luis siempre había adoptado una actitud prudente y respetado su silencio. No era requisito indispensable que le dijera todo para ser amigos. Había que conocer los límites de cada persona y respetar aquello de lo que no se quería hablar.

Esa fue una ocasión suplementaria que Jaime tuvo, pero no aprovechó. No quiso decirlo, abrirse a una confesión. Quizá las relaciones necesiten, a fin de cuentas, un espacio de sobreentendidos construido por ambos, espacio de silencio, incluso de complicidades, al abrigo del cual pueda prosperar la amistad.

 

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Error

"E

rase un hombre a un error pegado". Podría ser un inicio categórico, contundente y al mismo tiempo clásico y retórico. Sería un incipit falso, sin duda. Aunque debo confesar que no se me ocurre otra manera de hacerlo. De todas formas, el rasgo que mejor lo definía, era la manera en que veía a su alrededor: tan sólo podía percibir faltas, desperfectos, errores, mal gusto, idiotez, defectos, cosas malhechas, torpeza, imperfección, naquería, descuidos, necedad, fallas de toda índole, retraso, desidia...

Cuando empezaba a leer una novela, que rara vez terminaba, estaba atento a las faltas: bien podían ser de ortografía, de edición, de verosimilitud o de ritmo... Poco importaba. Me parece que encontrar un error le proporcionaba la coartada necesaria para no continuar leyendo y, sobre todo, le brindaba tema inagotable de conversación que siempre dirigía: en el futuro cuando en una plática sonara el nombre de tal autor, él se apresuraría a decir que había leído las primeras páginas de tal obra y que le había sido imposible proseguir puesto que había encontrado la expresión "una mujer viuda" y si el autor había cometido semejante desacierto, si no era capaz de prestar atención a las tautologías y no se sometía a una estricta economía de expresión, no tenía por qué perder su tiempo.

Casi no había comentario que saliera de sus labios que no fuera una evaluación negativa. Su mundo estaba claramente definido; había luz y sombra bien delimitada. Carecía de la capacidad del matiz. Sin embargo, y a excepción suya, no sé quién hubiera podido encontrarse del lado luminoso de manera permanente.

Como saludo utilizaba alguna forma, que podría parecer ambigua a quien aún no lo conocía: ¡qué colorcito de suéter te pusiste hoy! para inmediatamente abordar el tema del buen gusto en el vestido. Si se acercaba a dar alguna caricia a su interlocutor era para señalarle lo calvo que se estaba quedando o al tocarle cariñosamente el vientre ponía en evidencia la redondez que estaba adquiriendo y, sin transición alguna, hablaba de recetas para evitar la caída del cabello o de ejercicios abdominales.

Nadie puede decir que fuera tonto. Era incluso brillante y además de su inteligencia impresionaba la agilidad mental y el notable sentido del humor que desplegaba. Su seguridad estaba fuera de duda y era magistral para ocupar las cámaras y acaparar la palabra. Por ello, cada vez que era necesario hablar en público, la gente lo escogía para que los representara. Ya que además de tener una voz agradable, hablaba con tal aplomo que no mostraba el menor titubeo, la menor duda y además era muy articulado y contundente. No había quien se animara espontáneamente a contradecirlo. O por lo menos eran muy pocos quienes lo interrumpían. Pero cuando eso pasaba, uno sabía que la discusión terminaría en pleito y que de tal enfrentamiento, por banal que fuera el tema, nacería un violento encono que se prolongaría por tiempo indefinido.

La capacidad de conversar no le había sido concedida, por supuesto. Y esto es obvio no solamente porque salía al universo vestido con atuendo de gala de Gran Inquisidor en tiempos de quema de herejes con todo el aparato: desde capucha, hasta leña verde con qué alimentar hogueras, ungido con la solemnidad necesaria. Para él lo importante era interrumpir a su interlocutor; demostrarle lo estúpido que era. Como norma en la vida, él debía estar por encima de todos y en primer lugar de quien tenía enfrente.

Imposible contar con él. Era incapaz de cualquier favor; y en el remoto caso de que accediera, después tenía que disculparse porque o bien lo olvidaba o cuando había intentado hacerlo ya no estaba la gente en la ventanilla, o la oficina había cerrado antes de la hora... Mostraba una reserva sistemática y una desconfianza en el otro, que no sé si pueda atribuirse a una especie de escepticismo en la condición humana, más que a una paranoia de ser utilizado: en todo caso lo que solía argumentar irritado era que fulano había querido valerse de él.

Un punto que no puede omitirse es la manera en la que hablaba: siempre en un volumen que sobrepasaba con mucho los decibeles que cualquier gente hubiera tolerado. Su afán en la vida era difundir sus verdades a los cuatro vientos, que el mundo supiera quién era, y dónde se encontraba. Debo confesar que sólo en la discoteca lo escuchaba con la tranquilidad de no ser el centro de atención. En un banco o en un restaurante era una catástrofe porque toda la sala era incorporada a sus jeremiadas cuyo tema era descalificar el servicio de las meseras, la dudosa calidad de la comida o lo estúpido que resultaba el que hubiera tantas cajas y tan pocas cajeras, o que en la ventanilla frente a la cual la gente avanzaba con mayor lentitud justamente estuvieran dos cajeras, una enseñando a la otra; le enfurecía perder el tiempo de esa manera y que la banca no instruyera adecuadamente a su personal antes de exponerlo a una clientela que tenía el derecho _y el deber_ de exigir y ser impaciente e intolerante. Acto seguido volcaba su furia contra la gente que en ocasiones ni percibía el malfuncionamiento que lo había sacado de sus casillas.

No podía decirse que tuviera caridad cristiana. De tal mujer, por ejemplo, criticaba su labio leporino con una vehemencia digna de mejor causa. Y quien hasta no hacía mucho había sido la delicia de sus pupilas se transformaba de vieja chingona en idiota. No había otro tipo de variación en sus relaciones. Pasaba de la admiración, cosa en extremo rara en él, a una crítica devastadora, compulsiva: era como una metralleta que una vez accionada ya no podía detenerse. Las tres o cuatro personas cercanas a él, ya estaban acostumbradas a este tipo de oscilaciones.

Amaba corregir en público: y no sólo a su interlocutor. No temía entrometerse en conversaciones ajenas: sin el menor tacto intervenía en público para "poner en su lugar" a los otros. "Poner en su lugar" era una fórmula que a menudo venía a sus labios. Y de allí se puede imaginar una de las aristas de su personalidad: amaba el orden y que todas las cosas estuvieran colocadas en un lugar determinado. Claro que ahora vengo a comprender que él debió de sentirse el gran "colocador" universal y que consideraba a la gente como objetos que debían ser ordenados. De la misma manera que tenía su colección de discos compactos en perfecto orden, bien clasificados e incluso minuciosamente catalogados, así asignaba lugares para las personas. Claro que los sitios que concedía hacían poco favor a la gente.

Los memoranda que algún subalterno incauto le presentaba, no eran leídos: lo echaba de su oficina con cajas destempladas argumentando que no podía seguir leyendo tal maraña, mal redactada, además de pésimamente estructurada. De allí pasaba a echar pestes contra el departamento de selección de personal, contra el sindicato y terminaba hablando de política y del país. Si alguien estaba haciendo planes para sus futuras vacaciones y no tenía otra oportunidad para derramar hiel en la situación, llamaba la atención corrigiendo: "Se dice si Dios me lo permite..." y ante el extrañamiento del interlocutor que seguía refiriendo sus planes de renta de un vehículo, insistía:

_Se dice, si Dios me lo permite...

No es que fuera particularmente religioso, se trataba simplemente de interrumpir el curso de una plática; romper los momentos de atención que el grupo concedía a alguien que no fuera él mismo.

La crítica que más disfrutaba era la que soltaba en público. ¡Qué mayor satisfacción que la de robarse la atención y entrar en la arena con el pie derecho usufructuando un lugar que no le correspondía, ridiculizando al otro y al mismo tiempo apropiándose del haz del reflector con el expediente de corregir! Dije arena porque él no entraba en escena. Si la luz no iluminaba un enfrentamiento, poco le interesaba.

Su única manera de relacionarse con el mundo era a través de la agresión. Como norma general, causaba un malestar constante en la gente que le rodeaba. Y justamente ese desazón ajeno le producía un goce sin límites. Recordaba lo que le había dicho a tal o cual colega en el trabajo, el ridículo en el que lo había dejado. Tenía una memoria prodigiosa incluso para recordar los ya remotos días en que estuvo en la universidad y contaba anécdotas en que aparecía siempre riendo, siempre satisfecho, siempre disputándole a otra persona la razón sobre un punto, generalmente intrascendente.

Obviamente vivía sólo. Esporádicamente había compartido un departamento con algunos amigos pero las relaciones con los coarrendatarios terminaban en odios cerriles. Por otro lado, a todos sus partenaires encontraba un defecto: falta de independencia o de dinamismo, egoísmo... Claro está que el relato de sus ligues tenía una fórmula perfectamente establecida: cada fin de semana, cuando hablaba de su nuevo ligue, ensalzaba primero los diferentes atributos de su cuerpo, luego subrayaba lo feliz que estaba y la suerte que había tenido en encontrarlo. A mitad de la semana se multiplicaban los signos inequívocos de rechazo. Empezaba con que le había molestado que le hablara tan temprano, _o que no le hablara antes_; no toleraba su impuntualidad o todo hubiera ocurrido de la misma manera; era imperdonable que no hubiera traído dinero para pagar la cuenta o que hubiera postergado el reencuentro; no resistía la manera en que hablaba o que le hubiera llamado desde un teléfono público; era revelador que no hubiera hecho nada interesante durante la semana... Si repaso sus quejas en realidad todas tenían que ver con que sus aventuras "hablaran".

Definitivamente es simplista creer que no tenía caridad cristiana, como dije antes. Era sistemático e incluso resultaba monótono en sus críticas; más que bueno o malo, era simplemente su manera de ser: la única posible. Por lo demás, por supuesto que podía mostrar caridad a condición de que hubiera testigos que pudieran repetir posteriormente sus buenas acciones.

Esto es lo más cercano a lo que puede llamarse perfección que he conocido. Esta es la única felicidad completa, sin pero alguno; sin la amenaza del temor de perderla. Su risa, que aún resuena en mi mente, es la más franca, la más sonora, la más constante que haya escuchado...

No sé por qué me he colocado desde el inicio en el error. Al tratar de denunciar, muy a posteriori, este caso tan definido, tan claro de arrogancia, de narcisismo, de un ser tan pagado de sí mismo, he iniciado con un incipit en falso. Al hablar de él, sintomáticamente me coloco en una posición que él criticaría fácilmente.

Al pretender denunciarlo, abro con un error, con una culpa. ¿Escribo para ponerme en la mira de la crítica, en el fuego? ¿Escribo para ir por el lado oscuro de la calle, por la banqueta que no está barrida; la acera de la falta, por el lado peligroso? ¿A dónde puede encaminarse una escritura de tal naturaleza?

Denunciarlo, a fin de cuentas, ha terminado por exhibirme. 

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Una subasta particular

Quieren que vivamos en el mundo
redondo que nos aprisiona.
Pero hay el otro, el mundo tendido,
hermoso como una lengua
de fuego que nos devora
.
Elena Garro

N

o basta un placer. Es preciso su reverberación a través _por ejemplo_ de un escenario que lo magnifica con la confluencia de otros placeres: gozar y exhibir el goce; "pagar" públicamente para acceder a una satisfacción que sobreviene ante la misma mirada del espectador; y costeársela, además, con una moneda acuñada por el propio cuerpo; es preciso convertirse en el único que goza mientras el espectador se ve reducido a testificar. Hay que obligar a las figuras que simbolizan el poder a que autoricen los medios para procurarse el deleite, cualquiera que éstos sean. Es necesario gozar y convertir en fuente de placer el posible castigo por la transgresión que significa la concentración de goces... Activación de los sentidos, intensidad de la imaginación que crea sus propias fantasías para extender el terreno del placer de lo puramente corporal a una mente cuya temperatura también se eleva. Y todo al mismo tiempo, si no ¿qué chiste? Resultaría muy estratégico; tramado al extremo.

Definitivamente era pésima la idea de ir al Tom’s. Los repetidos anuncios celebratorios del tercer aniversario habían creado demasiada expectación entre los parroquianos. ¿Ir para ser una y otra vez empujado con el incesante ir y venir de la gente que se dirige al baño, que sale del cuarto oscuro, que decide buscar un trago? ¿Para padecer el agobio del calor, el humo asfixiante en un local que carece de ventilación? Incluso se había formulado la aspiración de que sería bueno pasar un mes sin bar, por lo menos una vez en el año.

A pesar de haber invocado todas las objeciones razonables, se encontraban a la puerta del bar, pagando el derecho de admisión. Claro que decir puerta del bar es todo un eufemismo pues como todo mundo sabe se accede al Tom’s por el reducido vano de una cortina metálica, de una fachada entre neutra y descuidada, oscura y pintada de negro, bajo los restos de lo que alguna vez fue un anuncio que probablemente haya sido luminoso.

Adentro, todo sucedía exactamente como lo pronosticaban sus temores. Aunque las molestias disminuían frente a algo, que evidentemente no podían externar, que les preocupaba: ¿qué harían? en el remoto caso de que se lo sacaran. Y es que la atracción principal, la carnada para atraer a más clientes, así como la manera de agradecerles por tres años de apertura, consistía en la rifa de un estríper. Yo suponía que esa rifa se realizaría por medio de la distribución de boletos a la clientela, mismos que una mano "inocente" habría de sacar... Sin duda alguna, tal mano sin culpa sería la de Miguel, el sonriente cancerbero del lugar, cuyo rostro se encuentra reproducido en por lo menos tres óleos que lo representan: el primero está a la derecha en leather, Miguel con el torso desnudo aparece tras su amante que porta un fuete. El segundo anuncia el cuarto oscuro, al fondo a la derecha; en él Miguel se traviste de ángel cuyas alas poco le han servido para evitar la caída en un pantano. En el tercero, descubrimos tan sólo su torso que se ofrece desnudo a la mirada de la clientela; está a la izquierda, justo al lado del gran pendón con una salamandra, símbolo de poder de Francisco I, otra simbolización de poder que se suma al águila bicéfala que se encuentra en frente y al sol radiante de Luis XIV que preside el lugar no sólo por su tamaño de tres por tres metros, sino porque lo observa todo y divide el lado tenuemente iluminado y la parte más oscura del bar; el pendón absolutista representa la frontera de los placeres: los de la palabra y los corporales tras las cortinas negras _negras como los altos muros_ que se levantan a más de seis metros del piso.

Las doce de la noche habían sonado hacía mucho tiempo, lapso suficiente para terminar un generoso vodka-tónic cuando se empezaron a escuchar los acordes puccinianos del "O! mio babbino caro", aria que en el contexto del Tom’s adquirió alusiones sobredeterminadas. Por supuesto que el diminutivo de babbo no aludía al padre... Por la magia de la tenue luz de las velas que son las protagonistas de la iluminación del Tom’s, el babbino se convierte en el papito, en el papucho mío. Mientras la exclamación le quita todo el afecto filial y lo transfiere a la sorpresa ante la belleza del papucho, o más bien a su cachondez.

Los acordes de esa grabación histórica anunciaban la salida del estríper quien para una ocasión tan especial subió en tanga, lo cual recibió una aprobación inmediata: ¿para qué esperar la paulatina caída de las prendas que innecesariamente se prolonga? Impactaba más una minúscula tanga a rayas, blanco y negro. Sin duda alguna se trataba de la anunciada rifa del estríper lo cual quizá formaría parte de una nueva concepción del espectáculo en el bar leather.

En abierto contraste con el preludio de la música operística, el estríper bailó al compás de una de las canciones que gozan de mayor favor entre la clientela "¿Crees en la vida después del amor?" repetía en un ritmo disco la cantante; luego se movió cadenciosamente con la razones que daba una voz masculina nasal para acallar una disputa: "Pues siempre vamos a estar juntos, tú y yo; siempre volando alto en el cielo, amor". Las letras de las canciones entraban en franca oposición en la atmósfera del Tom’s, en particular con las prácticas del amor exprés que de alguna manera juegan con el peligro de que haya vida después del "amor" y que conjugan tanto el fugaz encuentro en las tinieblas con un adiós que suele reducirse a un ligero apretón de mano, antes de franquear la zona de unas cortinas que no están firmemente detenidas y que tampoco parecen ser enviadas a la tintorería con demasiada regularidad.

Cuando el estríper terminó, Jorge, el dueño, acompañado de Miguel subió a la barra que es al mismo tiempo pasarela para un espectáculo que describe el sinuoso camino que el diseñador le impuso a aquélla. Aunque fue construida para las bebidas, para separar al público de su mesero y de las refrescantes bebidas, sirve exclusivamente como pista de baile para el estríper que se pasea de un lado al otro mientras se desnuda y luego se ufana de su eréctil dureza mientras trata de hacer una serie de pases para demostrar _infructuosamente_ que sus bíceps poseen una consistencia similar a la de su miembro. En su incesante ir y venir, suele tomar las velas de los grandes candelabros ya sea para arrojar la cera líquida sobre su pecho o para apagar la flama con un movimiento sorpresivo y contundente de su glande, seguramente con el ánimo de sugerir que él puede sofocar todos los fuegos, ya sean provocados por el deseo, el amor o una simple vela...

No está por demás decir que los estrípers, cuando no son espontáneos que saltan de las filas de la clientela, casi siempre son ejemplares salidos del gimnasio. No menos de dos horas diarias debe de exigirles el marcado tono de su cuerpo, las tenues olas musculares que firmemente se agolpan en el vientre para formar lo que se ha dado en llamar vientre de lavadero.

Nadie por supuesto tenía que evocar en esos momentos la venta de esclavos, esas subastas que se realizaban lo mismo en el Caribe, en Nueva Orléans, en el Mediterráneo. Esas connotaciones habrían quedado más que latentes tras el hecho de que se trataba de la subasta de un estríper. Se pretendía que eso tenía que ver más con un espectáculo, con una pantomima, con la ilusión de obtener un esclavo de placer... Por otra parte, la suerte fue descartada en favor de la abierta confrontación de ofertas.

La subasta, que fue explicada de una manera que no resultó muy ágil, consistía en pujar por el estríper de una manera particular. Había dos monedas, el pago con efectivo, a través de la compra de un determinado número de cervezas o el corporal. La tasa de partida eran cinco coronas o en su defecto, había que recibir cinco azotes del fuete que orgulloso blandía el propietario del lugar que se singularizaba por ser el único que lo portaba en una comunidad que sin embargo pretende ser leather. Sólo el dueño tiene el derecho a utilizar el fuete de la misma manera que el padre se arroga el "deber" de propinar un castigo al niño para volverlo todo un hombre. A tan sólo unos minutos del aria de Puccini, la figura del padre ya no se asomaba a través del papacito, sino a través del ceño cruel de quien castiga. Y sin embargo, su aparición aseguraba el placer. En tales circunstancias, es preferible que el babbino caro adopte la figura del padre que castiga, del padre cruel que blande amenazadoramente el fuete y que además lo utiliza, porque a la postre se encuentra al servicio de la demanda delirante, sangrienta del hijo.

La subasta duró muy poco: no sólo porque estuvo mal conducida, sino por la sorpresa que había causado en el público la naturaleza de la moneda que había que utilizar para el pago: comprar seis cervezas o recibir seis fuetazos a la postre remiten a lo mismo: el placer: ya sea a través del alcohol o de la satisfacción de mostrarse y además ser golpeado. (¿Qué hacer frente a una hilera de siete cervezas? ¿Cómo decidirse a recibir públicamente siete fuetazos? Y al final ¿qué hacer con el profesional? eran preguntas que me hacía) Hubo sólo una persona que pujó: solicitó seis fuetazos y a pesar de la insistente invitación del subastador, nadie ofreció más.

Si la mercancía estaba exhibida a los ojos de los posibles subastadores, paralelamente el premio debía ser objeto de espectáculo. Después de bajarle los pantalones al premiado _ropa interior no llevaba_, uno a uno resonaron los fuetazos en unas nalgas nada espectaculares de quien se ofreció con inflamado orgullo masoquista a recibirlos. A menudo, yo lo había visto: me encantaba la promesa velluda de su amplio pecho. Me gustaba que lo exhibiera en el cuarto oscuro y que saliera a la zona iluminada del bar abotonándose despreocupadamente, con una actitud de abierto desafío a quien lo mirara. Para muy pocos podría ser un secreto que el azotado era un experto buzo en el cuarto oscuro. Incluso he "visto" _y escuchado_ cómo se entrega a fantasías sádicas en el espacio oscuro que precede al mingitorio; cómo entrecierra el baño para madrear a alguien. La sonoridad de las acompasadas nalgadas y gemidos de las víctimas convoca a no pocos que inmediatamente rodean a la pareja en medio de las sombras. Siempre había sido él quien asestaba los castigos _o por lo menos así lo suponía yo. Hay que reconocer que propinaba sólo unos cuantos golpes; no más de diez, lo cual revela una naturaleza controlada. Por otro lado, las sesiones nunca se prolongaban arriba de unos cinco minutos, acompasadas por los gemidos de placer, ¿o de dolor?, de placer_dolor, en todo caso, de quien las recibía. Sus incursiones al cuarto oscuro ritmaban cada una de las noches de los fines de semana.

Después de pagar el precio del placer, al dueño o amo, se abría el inalienable derecho al placer. Pero ¿de qué se trataba? ¿Adónde lo llevaría? Para desilusión general, el premio sólo consistía en pasar unos instantes con el estríper frente a todos, con lo cual el premiado se convertía por segunda ocasión en un objeto exhibido. El estriper lo abrazó, se le acercó e incluso lo cargó. Luego colocó las piernas del azotado en sus hombros, y sus nalgas quedaron evidentemente frente a su arma erectil que resbalaba sudorosa por la entrepierna. Después la paseaba por las piernas, por el vientre. El supuesto premio fue tan breve como delusorio: ¿tanto alarde para una simple relación intercrural sin emisión alguna?

Después lo vi vestido. Al bajar de la barra en donde fue doblemente exhibido, primero nalgas al aire, luego totalmente desnudo, recibiendo las pseudocaricias del estríper, se refugió en su grupo de amigos con los que había llegado. Eran dos. Y él sonría al tiempo que terminaba de fajarse. No creo que su cara estuviera iluminada por un placer intenso. Más bien adivinaba un titubeo en su actitud. Una especie de sorpresa porque no había adivinado qué es lo que iba a acontecer en los quince minutos que siguieron a su demanda de seis fuetazos. Llevaba una camisa azul a cuadros, y unos jeens, zapatos negros, era un muchacho con sonrisa amable. Sus mejillas sonrosadas marcaban un rostro que anunciaban una personalidad más bien cálida, abierta y amigable.

Nunca lo he visto pasear por las calles; nunca me he topado con él en un cine, en un café. Tan sólo lo encuentro, sin falta, en la sombría atmósfera del Tom’s. En Insurgentes, muy cerca de Sears. No hay número ni índice alguno que permita adivinar la originalidad de los espectáculos que se ofrecen en uno de los sitios preferidos por la comunidad. 

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