GUÍA Y AVISOS DE FORASTEROS

(fragmentos)

AVISO PRIMERO

Donde se le enseña y advierte al forastero recién venido a la Corte el peligro que corre en el tomar posada en ruin vecindad.

 

P

ero llegado a tratar de que un hombre forastero que viene a negociar a la Corte y quiere escoger posada a propósito de su pretensión o pleito, midiendo a las fuerzas el gasto y a la necesidad el gusto (y que tras la primera palabra, que es Dios os guarde, la segunda ha de ser: Esto ¿en cuánto se alquila?), tengo en semejante trato la crianza por sobrada y la estimación por mal aplicada, la compasión por dura, la vergüenza por ignorancia.

—¡Oh, cómo me he holgado de oíros! —dijo don Antonio—. Porque yo siempre he sido de ese parecer: de que lo que se compra, supuesto que me cuesta mi hacienda, se ha de comprar con desapego y libertad; así, soy de parecer contrario de los que tienen ya por costumbre acudir al mercader que conocen y al oficial que los conoce, adonde, por mezclar los respectos del trato y conocimiento a lo necesario que se ha de comprar, lo llevan al precio que quiere el que lo vende y toman lo que quiere darles el que lo escoge, con que compran lo peor y más caro.

        —A ese propósito —añadió don Diego— me contó cierto hidalgo amigo mío en Granada un cuento donoso de lo que le sucedía con un criado de quien de ordinario se servía para que le trajese de comer: que como el señor siempre le diese el dinero a tiempo y con puntualidad, conforme a los precios no menores, sino mayores, y le trajese siempre lo peor y más desechado que había en la plaza, y reprehendiéndole el señor por ello, añadiendo a esta queja la razón que había tan grande para tenerla dél, pues se la daba en buena moneda y en abundancia, respondió: Señor, muchos días ha que compramos de Fulana. Es pobre, hase perdido este año, atrévese a los amigos, ¿habíasele de perder esto a esta pobre mujer? Alguno había de llevar lo que no quiere nadie: llevémoslo nosotros, pues se da por amiga y conocida nuestra.

—De manera —dijo don Antonio— que este comprador o despensero necio anteponía la ganancia o pérdida de la vendedera a la salud de su señor, y le parecía que era menos inconveniente que ella con las malas mercaderías no se perdiese, que él con los malos mantenimientos enfermase.

—La verdad es ésa, señor don Antonio —replicó don Diego—, que es lo que decía un amigo mío: cuando cuento mis dineros no quiero cuentos, sino cuenta con que sea tal lo que se me da, pues la tienen tal con lo que doy por ello. Pero faltoos, señor don Antonio, por añadir ahí que esa libertad y el no andar corto uno en mirar lo que le venden, pues lo paga, pienso que la concede el señor Maestro y la enseña a los que tienen el dinero en la mano, para que tengan esa facilidad en la lengua.

Pero ¿qué me diréis de los que por no tenerlo y hacer dellos confianza los que se lo dan al fiado,  sufren más que un yunque y callan más que un mudo?, y aunque tengan los ojos como el lince, fingen que los tienen como el topo, dicen bien de lo que sienten mal, lisonjean a quien aborrecen y bendicen a quien abominan: tanto puede  en ellos aquel comprar al fiado.

—¿Sabéis quién hace eso? —dijo el Maestro—. Una ley que no está entre las que hicieron los emperadores Justiniano y Veleyano, sino una señora sin ella, que se llama necesidad, y ella la ley de la trampa.

Bien decís —dijo don Antonio—; que la necesidad hace todo eso. Renegad vos de muchas obligaciones con quien cumplir y pocas fuerzas con que acudir; que el otro que interpretó, no sabiendo latín, que Necessitas caret lege quería decir que la necesidad tenía cara de hereje, advirtió que entendía cara de hereje cuando están quemando al hereje, que por salir con la obstinación y dureza del error de la seta en que acaba, aunque con mala cara, deja que le quemen, no sólo el fuego, sino la infamia, a trueco de salir, como dicen, con la suya. Así el que quiere vivir con la obstentación que no puede y sustentar el gasto que no alcanza, aunque como hombre de entendimiento ha de hacer mala cara al continuo y perpetuo desvelo de cómo ha de pagar y de dónde ha de gastar para no desdecir de quien antes pareció, se deja quemar de quien nunca pensó.

—Señor —replicó don Diego—: también decía otro amigo mío que los que querían vivir con descanso habían de aprender de los tañedores de sacabuches, que forman el punto no todas veces donde quieren, sino donde alcanzan.

—Baste, baste, baste, señores —dijo el Maestro— que nos habemos divertido demasiado del principal intento que yo llevaba, de advertir y dar por primero aviso al forastero venido de nuevo a la Corte que lo que ha de procurar es que la posada sea de gente que viva bien y en buena vecindad, que sea en calle de barrio y población honrada, de lo cual suele ser indicativo el estar adornada de casas y edificios altos, ricos y bien labrados, donde de ordinario vive gente noble y principal, rica y poderosa, con quien por lo menos habrá de ser o más segura o con mayor recato la comunicación.

Novela y escarmiento primero

P

ocos años ha que vino a esta Corte a cierta pretensión que días antes había tenido su padre, un hidalgo mozo, vecino mío y Regidor en mi patria, hombre calificado en la sangre, de los que allá llaman hidalgos, de razonable hacienda, buenas costumbres y no peor presencia, en años mozos (que no pasaban de veinte y dos), pero de ingenio vivo y entendimiento capaz de los negocios que por su padre le eran fiados (con ser de no poca entidad y sustancia).

Acertó su corta dicha (que así podemos llamarla) a darle por posada la casa de un hombre en estado viudo, en edad anciano, presencia compuesta, canas venerables, de quebrada salud, que (por haber andado en la mocedad quizá más de lo que conviniera), cargados los pies de la enfermedad que llaman gota, se ayudaba de un junco marino para hacer ejercicio por la casa hasta el zaguán o antepuerta, adonde sentado en una silla de no menos años, sobre un cojín que fue de terciopelo, leyendo en un libro, a lo que parecía, de devoción, ayudado de unos antojos que hacían más grave su presencia, convidaba a los forasteros que a caballo llegaban a leer la tablilla que estaba sobre la puerta, con el título que dice: Esta es casa de posadas, a quedarse allí sin pasar adelante, pareciéndoles que habían hallado, según la demostración primera de su compostura y modestia, los mozos padre, los viejos hermano, los pobres remedio, los ricos ayo, los pretendientes favor y los pleiteantes abogado de balde.

Aquí llegó a apearse nuestro Feliciano (que este era el nombre del mancebo de mi tierra). No reparó en el precio del cuarto de casa que tomaba, porque demás de que los hombres mozos de suyo son liberales (y en materia de gastar jamás se persuaden a que mañana han de haber menester recoger lo que arrojan hoy, y con cien escudos que se hallen juntos les parece que pueden emprender la jornada de la conquista de Argel) y que se juntase a esta su condición de mozo el haber juzgado a la primera vista del hospedaje y casa lo que yo acabo de decir de su dueño, tenía este venerable viejo una hija doncella, de no mal parecer, que, retirada en un cuarto alto de la casa, vivía con más ostentación que encerramiento, pintándose otra Lucrecia en la defensa de su castidad y otra Penélope en la tela de las tramas, o trampas o trapazas de su vida, y ansí, raras veces y en diferentes ocasiones semejantes a esta de algún recién venido, se asomaba a la sombra de una celosía para ver y ser vista, dando a entender que hacía esto tan a hurto de su padre, que, en alzando los ojos el forastero y nuevo huésped a mirarla, en quitándose la gorra como cortés y comedido, haciéndole ella una escasa reverencia, mostraba por las señas que el temor de su padre y recelo de las criadas la hacían no ser correspondiente en toda la cortesía que debiera, con que pareciéndole que esto bastaba para dejar picado al recién venido, se quitaba de la celosía echándole otra sobrefunda con la puerta de la ventana, que también fingía cerrar muy turbada y de priesa.

Cuando este malogrado mozo me refirió este caso me acordé, y vos, señor Maestro, os acordaréis, de lo que nos contó nuestro amigo de los barrios altos: de que cierto barbero que tenía una mujer moza y hermosa, por que acudiesen muchos a quitarse la barba a su casa, tenía puesta la mujercilla sentada a una ventana baja, con vestido de día de fiesta, haciendo labor, por mostrador de la tienda; y como otros del arte convidan con la limpieza y bacías de plata, él hacía el huchohó a estos gavilanes de Corte con la cara de su mujer, con que acudían como a la miel las moscas, aun los que se hicieron ayer la barba, a hacérsela hoy. Pero apenas se había sentado en la silla al que se la había de cortar, puéstole el paño y bañádole las quijadas, que, en dándole la primera tijerada en parte que ya no podía irse el dicho bañado, cuando se levantaba la mujercilla y, haciéndole una grande reverencia, se entraba, reventando de risa de ver que con tan poco cebo había caído aquel pájaro. Y desta manera jamás faltaban barbas que hacer ni heridos que curar, sin bastar el dar aviso los desengañados a los que venían a caer en el engaño y lazo: tanto puede la opinión en las cosas desta vida. De lo mismo servía la mozuela de la casa de posadas a la sombra y amparo del engañoso padre.

Era buena, como dije, la cara de la nueva huéspeda, o hospedadora, por hablar más en rigor. Venía Feliciano, aunque enseñado a ver caras razonables, pero lavadas con el agua del río de mi pueblo: vio en aquella doncella tantas cintas de color, tantas sortijas, tantos pendientes, tantas cadenillas, tantas bandas, tantos diamantes, falsos o verdaderos, que le entontecieron las galas y le abrasaron los bachilleres ojos de aquella licenciosa doncella.

Luego comenzó Feliciano a hablar con las criadas en secreto, a prometerlas dádivas, a informarse de la calidad del viejo, de la aspereza de su condición o de la experiencia de su trato. Eran éstas gitanas españolas maestras de la jerigonza que les habían enseñado sus dueños, y debajo de su retórica fregonil, a lo mesurado y zonzo, se atrevieran a vender a Ulises en buen mercado. Una dellas que se comenzó a mostrar más familiar con el forastero pareciole a propósito para su intento (que andaba en hábito de dueña y traía las llaves de la casa y parecía como aya y mayordoma de las pajizas fregonas), llamada Brígida. Comenzándola a decir que había puesto los ojos en su señora, que gustaría de servirla, se hizo más cruces que si hubiera visto un endemoniado o alguna fantasma en sueños, y prosiguió diciéndo:

—¡Jesús, señor, cómo se echa de ver que no sabe en qué casa se había apeado y en dónde ha tomado posada! Casos son de fortuna y altos y bajos de los sucesos desta mortal vida. Desde niña me he criado con estos señores: este viejo que vuesa merced encontró a la puerta se llama Anselmo, parte italiano y parte vizcaíno, nacido en el reino de Nápoles, pero trasplantado desde muy niño a España. Su padre, que fue un valeroso capitán, según dicen los que más saben desto, mereció muchas ventajas en la Naval del señor don Juan de Austria… Todo esto sé yo de la boca de mi padre, que se crió en su servicio. Vino su padre de Anselmo a esta Corte y trájole niño y de poca edad, y como la muerte es natural a todos, murió en breve.

Quedó Anselmo en la prosecución de la cobranza de ciertas pagas que en el Consejo de Guerra se le habían de hacer a su padre, y como los negocios iban a la larga, obligole a arrimarse a servir a un señor de título destos reinos. Él le casó, siendo ya de edad para ello, con una criada de su casa, hidalga montañesa, y la dio mil ducados de dote. Vivieron algunos tiempos y años a la sombra y amparo deste príncipe, hasta que murió: faltos de su socorro y sombra, por no ocuparse en cosas indignas de la calidad de Anselmo y su mujer, entretuviéronse acudiendo a los extranjeros y hombres de negocios; que con algunas cobranzas y comisiones suyas se comía para vivir y se vestía para poder parecer… Esto de comisiones, qunque yo no sé de etimologías, no pienso que se dicen comisiones porque se cometen, sino porque todo lo que en ellas se gana se come. No tenían hijos, pasaban con esto moderada y cristianamente; pero mi señor, que de su natural ha sido celoso de su honor y reputación, habiendo entendido no sé qué que dijo no sé quién y que se levantó por no sé dónde y que diz que escandalizó no sé cuánto…¡Que Dios nos libre de lo que no nos sabemos librar, y, sobre todo, de malas lenguas! Mi señora era de las mujeres hermosas que había en Madrid; con aquella cara de ángel habíale dado Dios unas entrañas de una paloma sin hiel, era llana como la palma, no reparaba en puntillos: por no dar a leer las cartas de su marido a otra persona (que este no saber leer las mujeres, que quiera que digan maldicientes, es grande falta) veníaselas a leer a menudo cierto gentilhombre vecino nuestro. Comenzose a mormurar la continuación, y como no hay regla tan general que algo no la excete, aquí fue al revés: que el primero que lo supo fue mi señor. Dejó las comisiones y vínose a su casa; y quizá fuera el Diablo, pues estuvo muy a pique de costar vidas. ¡Bendito sea aquel Señor que lo dispone mejor todo que nosotros merecemos! La inocencia, dicen, salva al acusado sin culpa… ¿Culpa en mi señora? ¡Qué mal dije!, y así me haga Dios como ella era: no era amanecido Dios, cuando tenía el rosario en las manos, jamás pobre se fue desconsolado de su puerta, misa cada día había de oírla, si no es que enfermedad forzosa la tuviese en la cama. Deseaba, aunque pobre, hijos, por tener paz (que suelen serlo y traerla entre los casados más desavenidos). Oyola Dios, como era buena, y dioles esta hija a la vejez. Halláronse con más obligaciones de ponerla en estado, y como ya en este mal mundo que alcanzamos no se casan las doncellas por hermosas, sino por bien hacendadas, y ya primero se pregunta la dote que por la calidad y virtud, escogieron este entretenimiento de tener casa de posadas por menos sospechoso para el trato y por menos desproporcionado para su estado y suerte. A poco tiempo desta manera de vida murió la madre de doña Juana (que este es el nombre de mi señora la doncella), la misma cordura del mundo: ella quedó en el lugar de su madre y por dueño y señora de todo; el dinero que hay, poco o mucho, debajo de sus llaves lo tiene. No es demasiado rica; pero con estas casas, que son suyas, y hallarse bien enjoyada de vestidos y cosas de oro, y con las esperanzas de un patronazgo a que es llamada en la Montaña y un primo hermano suyo que habrá seis años que fue a Indias con un  gran oficio (que yo sé que si Dios le trae con bien a España, lo hará bien con ella), con esto y con las muchas virtudes de que ella es dotada, y su cara sobre todo, por dichoso tendría yo al hombre que la llevase. Yo me hallé presente cuando nació, y por nuestra Señora de Agosto que viene hará diez y seis años; y ver en tal poca edad tanta cordura, espanta. Yo os prometo que para hacerla los días pasados que fuese a ver una comedia que gustó su padre que viese, fue menester que se revolviese todo el barrio y que se enojasen sus amigas, que se lo mandase su padre en obediencia como a fraile novicio. No sé lo que hay en esto, ni el intento que tiene mi señor; que si no fuera por ser sola y llamada, como digo, a este mayorazguillo de la Montaña, ella es tan virtuosa y tan recogida, que si él quisiera que entrara en religión, él con una mano y la muchacha con cincuenta. Con todo eso, me habéis parecido hombre de prendas y que os ha parecido bien mi señora: no desconfiéis, que A los osados favorece la Fortuna y Nunca mucho costó poco.

Todo lo que habéis oído le dejó decir Feliciano a la buena Brígida, y en acabando, la respondió así:

—Yo os agradezco, señora, la buena voluntad que habéis mostrado para conmigo; y si todos los criados fueran con sus señores como vos para con los vuestros, ni se despidieran descontentos tantos ni murieran por los hospitales tantos. ¡Bien haya pan tan bien agradecido y salario tan justamente dado! Yo, señora Brígida, hablándoos claro, tengo padres vivos, a quien no daré ningún género de disgusto por cuanto hay en la tierra; que aunque el casamiento de la señora doña Juana me estuviera a cuento, por merecer su merced tanto, con todo eso, me habrá de perdonar, porque en materia de casarme no traigo poderes bastantes de quien pueda dármelos, demás de que yo allá en mi tierra, como tierra corta, soy uno de los que llaman el gallo del pueblo, y hallarme he mal en tierra tan ancha como ésta, adonde son muchos los entretenidos y pocos los diferenciados por conocidos. Yo había puesto los ojos en la señora doña Juana y mi ánimo era servirla, que a Dios gracias me sobran quinientos escudos que gastar sin que me hagan falta: entretenerme querría y no casarme; si no puede ser, no quiera Dios que yo aspire a lo que no he de alcanzar, quien os dará a conocer mi condición: si vuestra señora no es de las doncellas que pasan, ni yo de los mancebos que se usan. Hombre soy que si me aprietan los zapatos nuevos los doy a mi criado por no traerlos; en mi vida fui a ver fiestas que me costase trasnochar ni caminar el gozarlas; lo que hallo en la plaza por mi dinero, eso estimo. A Dios que os guarde. Aquí me tendréis, mientras duraren estos negocios, a vuestro servicio, si sabéis algo en el barrio que me esté a cuento, otros lo servirán menos y lo agradecerán peor; donde no, haced cuenta que ni vos me habéis dicho a mí nada y que yo a vos no os he propuesto nada, y que todo es nada y nonada.

Con esto se despidieron Feliciano y Brígida, y ella, a lo que se entendió después, contó a su señora el caso, de que quedó por una parte corrida y por otra picada. Una mujer hermosa que se persuade a que no la mira hombre que escape libre, en oyendo lo contrario, al principio se enoja y al cabo quiere: siente con cólera el desprecio, pero resfriado el enojo, ríndese, como mujer flaca, y no tiene la furia más que en el acometimiento, como algunas naciones; y al fin toda privación es causa de apetito, y más en ellas que en ellos. La mozuela dio en abrasarse, y aunque lo disimulaba, deseaba la venganza, no para aborrecer, sino para querer, no para padecer, sino para poseer y mandar: que éstas diz que son las finas y las verdaderas vitorias de los enemigos soberbios; que las otras de matar para vencer, aunque valen mucho, no entran tanto en gusto y provecho; y a la mí fe, que se le vino a las manos lo que quiso a la doña Juana por el camino y medios que ahora veréis.

Es inquieta de suyo la mocedad y juventud: hállase mal sin que la perturben o pensamientos belicosos o entretenimientos libidinosos, con una mano hacen aquí amistades y las rompen allí con otra, no pasa hora sin que traspasen sus deseos mil de las leyes de la madura prudencia, porque todos sus actos son gobernados de su inconstancia. Así me acuerdo haberlo leído en las Éticas de Aristóteles, pienso que ha de ser en el libro otavo, en el capítulo tercero, tratando de la inconstancia de la mocedad.

Vivía en el barrio de doña Juana, pared en medio de su casa, una mujer casada, de no mal talle, no demasiado libre, pero demasiado discreta… Parece que hago aquí lo demasiado vicio, y no digo mal: que en las mujeres el mucho saber ha causado mucho daño; lo cual es al revés en los hombres, y la razón es porque la esciencia en ellos está a cuenta de su prudencia, y en ellas a cuenta de su arrogancia: ellos saben lo que hacen porque miran lo que dicen, ellas saben lo que dicen y no miran lo que hacen. El nombre desta mujer era doña Brianda, amiga de ser vista y amiga de ver, recebía un papel con facilidad y escribíale con artificio, abría las ventanas a sus horas y tenía las puertas cerradas a todas horas, con que vino a ganar nombre de discreta con los cuerdos y de loca con los arrojados. Con todo eso, como era tan buena la cara, la paseaban todos, si bien sus favores nunca fueron tan contra su estimación ni la de su marido (a quien ella estimaba en mucho, por ser un hombre bien ocupado y más bien conocido) que pasasen a ser más que favores de joyería.

—¿Qué llamáis favores de joyería—replicó don Diego—, que no os entiendo?

—Bien parece—dijo don Antonio— que sois tan nuevo en esta arte como forastero en la Corte: hay muchas diferencias de favores, que no hace ahora a mi propósito tocarlos; pero favores de joyería son aquellos que antiguamente, en aquel primero siglo de oro, se usaban dar y recebir cuando tras de haber paseado un caballero a una dama, no meses sino años, recebía por aventajada paga de sus servicios un papel y enviarle una cinta, que es lo que hay en las joyerías: cintas y papel. Ahora, como las cosas van más apriesa y yo no me precio de descompuesto en la lengua, callo la grosería de las pretensiones y la liviandad de las correspondencias. De una cosa me precié siempre con que os es notorio los muchos versos que os he escrito: que en mi vida escribí sátira contra mujer ni hombre, porque he tenido ésta por una venganza villana; y a cierto caballero que me pidió una vez que le escribiese una sátira contra una dama que le había hecho una burla, le respondí que también sabía dar cuchilladas como hacer coplas: que si él no quería aventurar su persona, que yo me encargaría de romper la cabeza a quien le había enojado.

Pero volviendo a nuestro intento, digo que así como Feliciano salió de casa acertó a estar en la ventana doña Brianda. Hízole una reverencia a que ella correspondió con otra semejante y de no menor muestra de cortesía. Es muy de nuestra condición humana mirar lo que es en nuestro favor con antojos, que de hormigas hacen gigantes, y si es en disfavor nuestro, al revés. Ya le parecía a Feliciano que doña Brianda, con ser persona de calidad y prendas y mujer de hombre de reputación (como dijimos) de la República y de Corte, con todo eso, había quedado por suya, siendo bien al contrario: que desta primera vista él quedó prendado y ella libre. No le faltaron inteligencias al nuevo amante para llegar a merecer que le oyese doña Brianda: era Feliciano dotado, demás de un buen talle y agradable presencia, de un ingenio agudo, una lengua fácil y clara, que cayendo esto sobre un buen pedazo de letras humanas que había estudiado en Alcalá de Henares, sabía a sus tiempos ya a lo físico, ya a lo ciceroniano, decir su razón y aun ponderar su pasión; demás de que escribía algunos versos latinos y castellanos con erudición y gala; no como nuestros castellanos Virgilio y Terencio, Lucano y Enio (ya entenderéis por quien digo: don Alonso de Ercilla y Lope de Vega Carpio, monstruoso ingenio destos siglos y edades), pero os doy la palabra que me refirió unas décimas (que encomendé a la memoria al propósito que veréis luego) que no se quedeban nada a lo lírico y satírico de ahora.

Digo, pues, que corrió la Fortuna tan en favor de mi compatriota, que deseando comunicarse a menudo, ya que no podía ser en su casa, siquiera por escrito con doña Brianda, y pidiéndole el medio de que usaría para esto, ella le advirtió que haciéndose amigo de la hija de su mismo huésped, que era Anselmo, podría fiar della los papeles, con que doña Brianda al seguro respondería por mano de doña Juana, porque las dos profesaban amistad tan estrecha, que se alargó a decir que eran un alma en dos cuerpos, demás de que tenían dos ventanas tan juntas, que haciendo labor y puestas a ellas parlaban todo el día con la seguridad y secreto que si estuvieran en una misma casa y dentro de un mismo estrado.

Aquí fue adonde le dio a nuestro forastero enamorado como un pasmo y asombro, y quedó como aquellos que padecen la enfermedad que los señores médicos llaman letargo o olvido de memoria, con alguna profundidad de sueño tras algunos delirios. Admirose Brianda de semejante suspensión. Estaban los dos en la entrada de su casa desta señora, con hartas espías y centinelas, temerosos de que no viniese su marido o algún criado que pudiese verlos, habiéndose encontrado casualmente a la puerta della un poco antes, dándole licencia para hablarla así a la ligera, y no para más; porque el artificio y recato desta dama eran extremos. Díjole que con la brevedad que pedía el lugar y el tiempo le descubriese los misterios de aquella suspensión repentina, y que le hablase verdad; porque bien así como las murallas más fuertes sólo el remedio que hay para derriballas y arruinarlas es la fuerza de la artillería, la continua batería, las minas de fuego y el tesón y perseverancia del enemigo, para avasallar, sujetar, rendir, gozar, obligar a querer a una mujer como ella, tan estimada de todos, tan servida de tantos, jamás inclinada a ninguno si no es a él solo, con tratar la verdad la pondría en estrecho a corresponderle por el camino que jamás pensó. Fue este conjuro tan fuerte, que Feliciano hidalga y desnudamente le dijo lo que había pasado con Brígida Pérez, criada de doña Juana, a lo que respondió la discreta y hermosa Brianda:

—No os dé pena, que todo lo que me habéis referido sé yo de su boca propia; y quizá la estimación que hicistes de vuestra persona en razón de tomar su parentesco, siendo tan desiguales los dos en calidad y cantidad como yo he sabido y me he informado, me obligó a mí a estimaros en más de lo que os podéis persuadir: yo os quiero bien, con una voluntad no linsonjera ni interesada, sino noble y cuerda. Haré por vos lo que permite mi estado y el vuestro; mis favores no serán para deshonorarme ni para que pierda con vos mi marido; pero serán para que podáis gloriaros de que triunfastes de la mayor libertad desta Corte. Apenas creo que hay hombre en ella de entidad y sustancia y consideración (aquél por la grandeza de señor y príncipe, éste por la riqueza y abundancia de bienes de fortuna, uno por constituido en grandeza de oficio y dignidad, otro por excelente en letras y ingenio, cuál por lindo y cuál por bravo) que no hayan picado en el cebo del anzuelo que les han puesto estos mis ojos, que dicen que son buenos, a quien se hizo aquella copla que anda hoy tan común por todo ese Madrid, de guitarra en guitarra y de sarao en sarao:

Ojos claros y serenos

tan lindos para mirados,

si miráis, miradme airados,

y no me miréis ajenos.

Pero bien sabe quien la escribió (y aun quien la mandó escribir, y todos los demás desta hermandad y cofradía) que jamás alguno oyó de mi boca que le quería y recibió de mi mano el menor favor que pedía; sólo vos habréis merecido que esta banda que traigo al cuello ciña el vuestro, trayéndola escondida como arma vedada, porque la premática hecha por mi honor y reputación se ejecutará en vuestro descuido si otro que vos o yo la viéremos en vuestro poder. Y vuélvoos a advertir que lo que os quiero os aborreceré si lo que ahora habéis mostrado de cuerdo amante descubrís después de mozo favorecido. Las cartas y papeles que me escribiéredes fialdos de sólo doña Juana, que de su mano recebiréis los míos, y entraos por las puertas de su amistad, para medianera entre los dos, sin hacer memoria de lo pasado; que yo sé que hallaréis en ella buena amiga, por serlo tan de veras mía.

Y diciendo esto y dándole la banda (que era de un poco de gasa morada con puntas de oro, toda cifrada de unas A y N) y dejándose besar la mano, se subió ella a su casa y Feliciano pasó a su posada, no sé cuál más ufano o cuál más rendido.

—Perdonadme —dijo Leonardo—, que me habéis de dar licencia para reparar en una dificultad que se me ofrece. Supuesto, como vos acabáis de decir, que Feliciano habló claro a doña Brianda, ¿cómo se atrevió a fiar la comunicación de doña Juana con él? Pues mozos y libres entrambos y habiendo precedido poner los ojos el uno en el otro, no sé quién aseguraba esa señora. Yo, a lo menos, os doy la palabra que antes fiara yo de carcelería segura a uno que estuviera sentenciado a ahorcar por una muerte, de que le abrieran la puerta de la cárcel y que volvería para ser ahorcado, que de esa mozuela el secreto de esa discreta señora y la comunicación continua de un hombre mozo que había comenzado a querer bien, y más siendo despreciada y desdeñada de ese mismo.

¡Válgame Dios, y qué grande yerro hizo esa dama!, y más siendo dotada de las peregrinas perfeciones con que la habéis pintado, no sólo en la calidad sino en el ingenio.

—No os engañáis mucho —volvió a decir don Antonio—, como lo veréis al fin del caso; pero la razón que hubo para esto fue esa misma viveza de ingenio que tenía doña Brianda para descubrir por este camino cuál era la entereza y perseverancia del valor de Feliciano; demás de que, a lo que yo pude entender de su boca de doña Brianda, se arrojó a fiarse de veras de la mozuela porque estaba tan enamorada de doña Brianda que la celaba como si fuera galán suyo, y aventuraba su propia vida y honra por ponerla en las manos lo que le era gusto; y bien supe yo que no sólo la hija de la casa de posada, sino otras mujeres casadas, viudas y doncellas estaban enamoradas y aficionadísimas a la discreción y cara de la hermosa y discreta Brianda, y se andaban tras las visitas que ella hacía, o le hacían, como tras de los ojos del buho las otras aves.

Obedeciola Feliciano: fio sus secretos como le fue mandado de la doncella su huéspeda, y precediendo disculpas dadas de la una y otra parte, confesados los yerros por yerros y admitidos los perdones por tales, se dio principio a un entretenimiento sabroso con este triunvirato desta monarquía o aristocracia o democracia amorosa. Continuose esto por algunos meses, y aunque algunas veces la dicha medianera no traía respuesta de doña Brianda a todos los papeles que recebía de Feliciano (y lo que más le admiraba a él, de algunos adonde él hablaba más claro, con mayor terneza y se daba por pagado de algunos favorcillos, si bien recebidos a la ligera), con todo eso, como la confianza que hacía doña Brianda de doña Juana era tan grande y Feliciano no podía comunicarla ni tan a menudo ni con tanta seguridad para gastar el tiempo en pedir la razón desto, pasábase con ello, aunque al mancebo amante le traían ya con algunos desvelos estos descuidos, y comenzó a hacer cotejo de unos descuidos con otros y a irse recatando de dar muchos papeles a la doña Juana para doña Brianda hasta tener de su boca la satisfación desta correspondencia de escribir con tantas intercadencias cuando parecía que la enfermedad del amor de los dos amantes estaba en el estado de aumento y no de diminución; y acabose el pobre mozo de confirmar en su sospecha con lo que ahora veréis.

Habíasele muerto un pariente a doña Brianda, obligole a ponerse luto; y no sé qué se tiene lo negro junto a lo hermoso, que demás de hacerlo más lindo lo hace más digno de mayor estimación y reverencia: no andaba otra cosa en las bocas de los aficionados y aficionadas a doña Brianda, sino de la hermosura de su luto, o del luto que sin tener vida se la daba tan grande a la hermosura de doña Brianda. Creció con esto el paseo de sus antiguos pretendientes, y crecieron al compás propio los celos en Feliciano, viendo demás de los muchos paseantes con quien él no podía competir, ni por tan rico ni por tan gran señor, y habiéndose juntado a esto el no haberle respondido aquellos días a algunos papeles que le había dado a doña Juana, ni aun haberse dejado ver doña Brianda tan a menudo a la ventana como solía, escribiole las estancias castellanas de a diez versos que os prometí referir algún día: cuando venga mejor ocasión conoceréis el ingenio de aquel malogrado.

—No interrumpáis el hilo del suceso —dijo Leonardo—; que me muero por ver si había lumbre viva debajo de la ceniza de este agravio muerto de esa mozuela despreciada.

—Y a mí —añadió el Maestro— hará don Antonio mala obra, porque se dilata el fin de mi intento y se pasa la tarde.

—Digo, señores —prosiguió don Antonio— que Feliciano había dado dos días antes el papel en que iban escritas las décimas a doña Juana para que se las diese a doña Brianda, y como formase algunas quejas de que no le hubiese respondido, levantose airada, mostrando que se había enojado, la doncella; y al levantarse cayósele el papel, el cual cogió al instante Feliciano, y abriéndole y viendo lo que era, dijo:

—Ya, señora, no le echemos toda la culpa a doña Brianda, sino a vos.

—Mucho hay que decir en eso —respondió doña Juana—, y no pasará mucho que no veáis el desengaño de todo.

Y volviéndole las espaldas le dejó con la palabra en la boca.

Bien entrara a entender aquella novedad, y despenarse de una vez Feliciano tras doña Juana, pero saliose muy apriesa del aposento y bajose al suyo, porque la susodicha Brígida Pérez avisó que venía el viejo, y estas visitas y viajes no se hacían sino cuando Anselmo estaba o en la iglesia o en la plaza (jornadas, si bien no largas, pero hechas con mucho espacio, por estar Anselmo tan viejo y tan gotoso), demás de que los aseguraba la buena escolta, atalaya y centinela que hacía Brígida en el entretanto.

Retirose Feliciano en su cuarto y estuvo por más de una hora suspenso y melancólico dándole en qué pensar, y no poco, el ver que no se hubiese dado aquel papel, y, por otra, la resolución y desabrimiento con que le respondió la doña Juana y le dijo. Era sobre tarde, pareció que le había cargado un poco de dolor de cabeza: mandó a los criados que le desnudasen, acostose temprano y quedose dormido. Pero no le duró mucho el sueño, porque al comenzar la noche entraron dos ministros de justicia y le dijeron que se vistiese y se fuese con ellos, porque uno de los señores jueces, y de los mayores tribunales desta Corte, le quedaba esperando; y como él respondiese que no se sentía bueno y que si se podía dilatar para la mañana, y replicando ellos que de ningún modo, se hubo de vestir y irse con ellos, mandando a sus criados que le siguiesen para lo que sucediese y fuese menester. Bien confuso y neutral iba el pensamiento de Feliciano sin poder dar en la razón que había para llevarle en son de preso a la presencia de aquel juez, no siendo de aquellos a quien competía por jurisdición la causa de las pretensiones y pleitos que le habían traído a la Corte. Iba tal, que unas veces se quedaba suspenso y otras veces no acertaba a dar paso adelante, tanto, que les obligó a decir a los alguaciles que le llevaban:

—Ande vuesa merced ¡pesia tal!, que estas no son lanzadas: cosas son de hombres, y como deso pasa cada día. Alguno estimara que le quisieran como a vuesa merced, que en verdad que la moza no es de mal fregado.

Esto le acabó de poner más confuso al pobre Feliciano, en razón de que lo entendía menos. Mas salió presto de la confusión, porque en entrando en la casa del Juez y llegando a la sala donde actualmente estaba dando audiencia, aunque era de noche, lo primero que se le ofreció a la vista fueron Anselmo y doña Juana puestos de rodillas delante del Juez, él, a lo que parecía, muy triste y ella muy llorosa, y Brígida Pérez detrás con una arquilla de tocas llena de papeles y billetes. Mandó el Juez, tomando aquellos papeles en la mano el Secretario ante quién pasaba la causa, que los viese Feliciano y los conociese, y debajo del juramento que se le recibió declarase si aquella letra era suya y a quién los había escrito, a lo que él respondió con mucha hidalguía que no era menester juramento en los hombres de buena sangre para tratar verdad, que aquellos papeles él confesaba haberlos escrito y ser suyos; que en lo que tocaba para quién se habían escrito, que su merced mandase darle término en que con acuerdo y parecer de su letrado respondiese, porque el negocio era de más calidad y entidad que allí parecía. A esto añadió el Juez que no lo hacía sino por no mandarle llevar a la cárcel, pues confesando la verdad se podía ir con su mujer a su casa; pero que habiendo de ir por tela de juicio y con todo rigor, que no le negaría él lo que estaba fundado tan en razón.

—¿Cómo con mi mujer a mi casa? —respondió Feliciano.

—Pues ¿no son escritos esos papeles —prosiguió el Juez— a esta señora que se llama doña Juana, hija deste honrado viejo, la cual fiándose de vuestra palabra, entre los muchos favores que confesáis haber recebido della en esos billetes, jura ella y declara ser el uno de los favores recebidos el estarle vos en deuda de su honra debajo de promesa y palabra de casaros con ella, habiendo, con la confianza de huésped, violado y quebrantado la casa deste honrado viejo (que en rigor de derecho, según lo que disponen las leyes, es delito más circunstanciado y más grave en este género el que comete el familiar y amigo, y aquel de quien se hace confianza, que el del extraño y que pasea y ronda por la calle), en cuya comprobación, demás de la deposición de la misma confesante, son testigos esa criada que dice llamarse Brígida y otra esclava que se llamaba Teresa? ¿Habíaos yo haber mandado llamar y prender a humo de pajas, como dicen? ¿Soy yo, por ventura, algún juez de palo o alcalde de aldea? Mirárades lo que hacíades primero que os cargárades la conciencia, ni quitárades su honor a esta pobre doncella, que es las niñas de los ojos de su anciano padre, tan recatada y recogida que lo comprueba el mismo caso; pues estando vos hospedado dentro de su misma casa fue menester escribirle toda esa resma de papel para que se dejase ver y comunicar de vos. Vos pudiérades mirarlo mejor, que por haberme informado de la nobleza de que abundáis y de la calidad y estado que en vuestra tierra gozáis, me he habido suavemente haciéndoos llamar y comparecer, pues pudiera por la información recebida mandaros poner en la cárcel. Ved qué respondéis desto, pues es tal el delito, que aun después de casado, no queriendo haberse con vos piadosamente, le queda acción a la Justicia para castigaros.

Aquí es adonde Feliciano se halló tan fuera de sí, de impaciente y colérico, y por otra parte tan lejos de saber lo que había de responder, que la perturbación que padecía su ánimo la publicaban bien los colores que por instantes mudaba su rostro. Caía en la cuenta de lo que antes había sospechado cuando halló el papel caído. Echaba de ver lo que se había engañado doña Brianda en hacer confianza de aquella mozuela. Consideraba la cautela del viejo, que se había hecho a la parte de las mentiras de su hija creyendo con tanta facilidad lo que le debía de haber dicho por indignarlo contra Feliciano. Hallaba en Brígida otro retrato de Celestina, aunque a lo más mozo. Sacaba de aquí que Brígida le había engañado y doña Juana se había vengado, y que, al cabo al cabo, todo venía a parar en que aquel mal viejo tenía aquella mozuela en aquella posada por añagaza para que alguno de los forasteros mozos que viniesen a

posar allí picasen el cebo y cayesen en el lazo, y él saliese de cuidado y su hija se hallase con marido mejor que mereció.

Desesperábale sobre todo esto el pensar cuántos habrían posado allí antes que él y por ventura recebido más favores que él y se habrían ido riyendo del padre y de la hija; que él había sido más desgraciado que los demás, pues venía a pagar por todos. ¡Terrible enredo!, decía entre dientes, allá entre sí mismo. Un rayo baje del cielo que consuma y abrase tan malditas y perversas entrañas como las desta mujer. ¡Que se haya ayudado tanto esta malahembra de los papeles que yo escribía por su mano a la otra inocente casada para casarse conmigo contra mi voluntad! Aquí era adonde llegaba a perder el juicio. Por otra parte, como veía que si dijera para quién había escrito los papeles era deshonrar a una casa principal y saltar de un delito de estrupador de una doncella con fin de casarse a delito tan grave como el del adulterio, y que estaba en manos y poder de la Justicia, de que ya no podía salir bien en viniendo a noticia del marido de doña Brianda, siendo la persona que queda dicho (demás de que no hiciera Feliciano semejante villanía, ni pagara tan mal la voluntad que debía a una mujer tan principal como a doña Brianda, antes se dejara hacer pedazos y pasara por mil muertes y afrentas), viendo que lo uno era malo y lo otro peor, y que le apretaban a que respondiese, tomó una resolución de un hombre imposibilitado de poder vengarse y cargado de ofensas: remitiéndolo a mejor sazón y haciendo, como dicen, corazón de las piedras, volviese a doña Juana y dijo:

—Pues ¿a quién confiesa esta dama que yo escrebí estos billetes?

—A mí —respondió ella—; y no entendí yo de vos jamás que fuera menester llevar esto por tela de juicio. Si esos papeles no dijeran sin lengua a lo que se alargó la mía, correspondiéndoos con palabra de esposa, haciéndoos dueño de lo más que os pude dar debajo del siguro de la antecedente palabra que vos me distes de serlo mío, ni yo hubiera llegado a dar cuenta a mi padre, como se la di, obligándole a que hiciera como padre, según habéis visto, lo que ha hecho.

—Por no quitarla la vida —añadió Anselmo— y quitárosla a vos; que este era el camino de satisfacerme de semejante agravio; que mi sangre poco debe a la vuestra: también tengo yo en Vizcaya, sin entrar en la Encartación, mis dos paredes caídas de casa solariega y cuatro árboles de mayorazgo. Gracias a la Fortuna que os hizo rico y poderoso, y a mí pobre para tomar aquella ocupación de tener casa de posadas, que es en lo que podéis reparar, y yo en hallarme, cargado de gota, sin pies ni manos, sobre ochenta y dos años de edad; que yo os dijera si era estilo de hombres bien nacidos engañar a una corderilla simple y a una criada que se perdió de bachillera.

Aquí es adonde comenzaron a llorar ama y moza, y a repetir Brígida muchas veces:

—¡Y cómo que nos engañó el traidor, y cómo que nos engañó!

—Baste, baste, cesen las lágrimas —dijo Feliciano—; ni será bien que yo deshaga cosa que vos afirmáis ser verdad y estaros tan bien, que decís vos, señora, que queréis vos ser mi mujer y poneros en mis manos y fiaros de mí. ¿Paréceos que soy bueno para ser vuestro marido? ¿Heos yo ofrecido palabra de serlo? ¿Queréis vos que nos casemos los dos?

A esto respondió ella que sí muy libremente.

—Volveldo a mirar —replicó Feliciano; y como viese que constantemente decía que sí, prosiguió diciéndole—: Volvé a vuestro padre que está presente: entended dél si os da licencia para hacerlo; mirad que sin su bendición y beneplácito nada os sucederá a derechas. Podrá ser que mirándolo vuestro padre mejor, repare más en si le está a cuento un yerno, sin conocer ni saber quién es, con casamiento y matrimonio tan atropellado.

Aquí es donde Anselmo se enterneció y doña Juana se hincó de rodillas y besó la mano a su padre. Abrazola el viejo y Brígida a entrambos, y el Juez levantándose de la silla donde estaba sentado dijo:

—Mejor fin ha tenido este pleito que esperábamos; sea para bien, que aquí no falta sino que venga el párroco o su lugarteniente y los despose; y porque conforme al santo Concilio de Trento, han de preceder las amonestaciones acostumbradas en días solemnes y festivos, por los impedimentos que podrían resultar, hágase la información luego de que entrambos son libres; que yo me encargo de enviar un recaudo al Illustrísimo Cardenal de Toledo para que dispense en este caso como en otros semejantes a éste que necesiten de tanta brevedad y resolución: usando de su benignidad lo acostumbra tal vez hacer su Illustrísima, como a quien está cometido el poder dispensar en esto.

—Todo eso se hará de esa suerte —dijo Anselmo— luego al instante.

—Luego al punto ha de ser —dijo doña Juana.

—No hay que azoraros —dijo Feliciano—. Venid, señora, conmigo, que en lo que pudistes dudar fue en fiaros de mí; pero en casarme yo con vos, yo os doy la palabra como cristiano y como hijodalgo, delante de testigos tan calificados, de desposarme con vos y no salir de vuestra casa hasta haberlo hecho, si duraran las diligencias muchos meses y años.

—Con ese siguro —dijo el Juez— váyanse a su casa, que yo hago buena la palabra de un hombre tan hidalgo y tan cortés.

—Todavía —replicó Feliciano— mire doña Juana si le está bien mi casamiento; que lo que vuesa merced abona será, o daré yo mi cabeza.

Doña Juana dijo que nada le estaba tan bien como ser su mujer, con que dándola la mano Feliciano, y los demás a ellos el parabién, se fueron, acompañándolos los alguaciles y demás ministros hasta su casa por mandato del Juez, adonde no faltando amigos del viejo que pusiesen diligencia en el negocio, se dieron tan buena maña, que sin perder de vista a Feliciano, que quiso, que no quiso, hechas las diligencias dentro de veinte y cuatro horas, le obligaron a desposarse. Dejáronle con la desdichada señora solo, y en vez de acariciarla, la dijo así:

—Admirado me tenéis, doña Juana, con el pasado suceso; pienso que me ha dado alguna enfermedad y que, loco con el frenesí, desvarío. ¿Soñamos o estamos despiertos? ¡Vos casada conmigo y yo con vos! De tercera entre mí y doña Brianda saltastes a mujer propia: ¿cómo así se paga una tan buena amiga y se engaña a un hombre tan bien nacido? ¿Lo que ha de ser voluntad hacer fuerza? ¿Hay bocado tan ponzoñoso como un casamiento forzado, contra lo que manda Dios y disponen las leyes? ¿Yo os he dado mano de casarme con vos? ¿Yo os debo honra? ¿Qué importa haberos dado la mano si jamás os di la voluntad? ¿Que dirá mañana doña Brianda cuando esto sepa? ¿Qué harán mis padres cuando alcancen a entender este embuste? Alzad los ojos y dadme razón de la que habéis tenido para arrojarnos a tan grande desatino.

A este tiempo queriendo doña Juana echarse a sus pies y derramando muchas lágrimas pedirle perdón confesando que el mucho amor que le tenía le había cegado, él la dejó con la palabra en la boca: se salió y cerró el aposento, llevándose la llave tras de sí, y se pasó al que solía tener cuando era huésped. La pobre doña Juana pasó llorando y sola toda la noche, hasta que otro día siguiente, viendo que pasaba ya lo más dél y que no se abría la puerta ni ella llamaba a las criadas, rompieron la puerta y, entrando dentro, la hallaron caída en tierra y muerta; y como no se le hallase señal de herida ni otra cosa (y declarasen los médicos que la vieron que no había sido muerta violentamente, sino que un profundo dolor le había acabado), como se hubiese hecho la misma diligencia al tiempo que se entró en su aposento en el de Feliciano, no fue hallado en él ni en toda la cuadra otra cosa que un papel sobre la almohada de su cama, que decía así:

Yo me voy porque me voy

tras del pesar que me guía;

llévame quien me tenía

tan otro de quien fui estoy.

Por fuerza casado soy:

por hacer un buen casado,

he callado y me he casado;

el caso ha sido crüel:

echarme al cuello el cordel,

la mano a quien lo ha fiado.

Hiciéronse notables diligencias, fueron presos sus criados y, sobre sospechas (y no bien averiguadas) y indicios, se les dio tormento: aunque como inocentes padecieron sin culpa, pero al cabo de algunos meses, el uno de enfermedad y el otro de la miseria que padecía, murieron entrambos en la cárcel.

Supo el caso doña Brianda, y lastimada como era razón del suceso, por poco perdiera la vida de una melancolía larga que la cargó. Llegó a los oídos del padre de Feliciano el lastimado desposorio, acudió a esta Corte y desde ella hizo las diligencias posibles, a costa de muchos dineros, en Flandes, Italia, Alemania, Indias Orientales y Ocidentales, y jamás se supo rastro ni memoria de Feliciano, con que volviéndose tan lastimado como vino el noble hidalgo a su casa, adonde me refirieron personas fidedignas que dentro de pocos días, del sentimiento de la pérdida y casamiento de su hijo, acabó; que los hombres que tienen honra, cualquiera que padezcan en ella es poderosa a acabarlos, y en los que no la tienen, ni las desgracias ni los años, como se echó de ver en Anselmo y Brígida, que quedaron vivos y tan enjutas las lágrimas, que, viéndose él sin hijos y ella sin ama, por gobernar la posada mejor, se casaron.

—Aunque ha tenido ese sainete el escarmiento y ejemplo referido —dijo don Diego—, harto nos habéis escarmentado con él para que le tomemos en cabeza ajena los hombres mozos forasteros recién venidos a esta Corte, y miremos adónde tomamos posada, en qué casa nos hospedamos y de qué gentes fiamos nuestras haciendas y nuestras vidas.

—Yo os doy la palabra —dijo Leonardo— que ha sido buena la leción y el aviso.

—Ahora en salvo está el que repica —respondió don Diego—: con esta carta de marear miraré yo el rumbo que he de tomar que me guíe al puerto y paraje de una posada segura.

—Todo lo ha de hacer Dios —dijo el Maestro—, en cuyas manos debemos poner todas nuestras acciones. Pasemos al aviso segundo.

 

AVISO SEGUNDO

Adonde se enseña y advierte al forastero lo mucho que ha de mirar qué amigos elige, y el grande peligro que hay en esto.

 

Novela y escarmiento segundo

N

o ha muchos años (porque fue en la segunda venida que yo hice a esta Corte, en el de seiscientos y catorce) que al salir de Palacio un día entre otros, me encontré con un hidalgo que me significó conocerme y se me ofreció por amigo: era un hombre de hasta cuarenta años, algunas canas, agradable presencia, calvo, de mediana estatura, calza de obra, galas al uso, una banda de oro al cuello de las que se comenzaban a usar entonces y dos pajecillos detrás de sí vestidos de una mezcla razonable. ¿Quién no se persuadiera a que un hombre del hábito y modo que os he pintado éste, que no comía mil ducados de renta o era agente de dos o tres potentados de los que llaman soberanos señores las naciones estranjeras, o mayordomo o maestresala de algún príncipe o señor destos reinos? Fuese hablando conmigo desde Palacio hasta la calle de Santiago, y al pasar por aquellas librerías acordeme de cierto libro de devoción que había salido nuevo y me le había enviado a pedir un deudo mío desde mi patria: pedí por el libro, mostráronmele, concertele en un real de a ocho; yendo a echar mano a la bolsa para pagalle, hallé que me la había olvidado en la posada. El gentilhombre que se venía conmigo desde Palacio volvió a uno de los pajecillos que traía detrás y díjole con mucha pompa y majestad:

—Hola tú, saca dineros y paga este libro.

Lo cual el muchacho hizo con tanta puntualidad y diligencia, que, aunque yo procuré resistirlo y excusarlo, con la priesa que el paje daba y la gana que tenía el librero de despachar su libro, me hube de hallar con él en las manos. Dile gracias por la liberalidad usada, pedile dijese a un criado mío dónde era su posada para envialle el dinero, a que me respondió:

—Córrome mucho de que vuesa merced, señor don Antonio, repare en esa niñería para con quien le desea servir en mayores cosas. Ojalá como ha sido un real de a ocho fueran ochocientos; que ni faltaran en oro sin movernos de aquí ni crédito en la calle cuando yo no los trajera conmigo. Córrenme mayores obligaciones que vuesa merced podrá creer de servirle: mi padre fue gran servidor del suyo.

Y al fin, por toda la calle Mayor hasta mi posada me fue dando tan buenas señas de mi linaje y patria que me persuadí muchas veces a que trataba verdad, si bien yo no caía ni jamás pude venir en conocimiento de los que decía él que eran parientes suyos en un lugar cerca del mío, porque como yo desde siete años poco más, en los primeros estudios de Gramática pasé y viví con los padres de la Compañía de Jesús en Belmonte y luego lo demás de la vida lo he pasado en Alcalá y en Salamanca, y después, por los negros pleitos que salieron contra la pobreza de ese patronazgo o mayorazgo, he vivido lo restante de la vida ya en Sevilla, ya en Granada o ya en Madrid, y así, como no tengo noticia ya de la gente de los lugares circunvecinos al mío, fácilmente pudo engañarme.

Mostrele mi posada, ofrecísela, aunque jamás hubo remedio con él tomase los ocho reales.

Este fue el principio y fundamento que tuvo para visitarme a menudo, y aun regalarme, que lo hizo con tanto cuidado que me obligó a convidarle a comer dos o tres veces, si bien jamás acabó de llegarse a ocasión de que yo le pagase estas visitas en su casa; porque cuando se llegaba a tratar desto sabía desobligarme y darse por ocupado con tan grande artificio, que le tuve por disculpado justamente. Obligome también a continuar esta amistad el ver que si alguna vez íbamos juntos por la calle Mayor o de Atocha o de Toledo, no le encontraba señor ni príncipe que no le hablase y quitase la gorra.

En este estado se hallaba nuestra amistad, continuada con mi ignorancia y su malicia, cuando una mañana amanecieron en mi posada dos alguaciles de Corte y me llevaron, aunque con la decencia que se debía a mi persona, ante los señores Alcaldes de Corte, preso, y no era menor la voz que por encubridor de ladrones. Con todo eso, el alcaide que a la sazón era de la cárcel, que me conocía y tenía noticia de quién yo era, me puso en un aposento razonable cerca del suyo, aunque para la seguridad de mi prisión me cargó de dos guardas, a mi costa, que no me perdían de vista.

Yo estaba tan de fuera de mí y tan sin saber por dónde me había venido tan grande trabajo, ni sin poder rastrear quién me había levantado un testimonio de una cosa tan lejos de poder caer yo en ella como hacer sombra y amparo a ladrones, que, aun por sólo la voz falsa, había tomado resolución y hecho propósito firme, como hice, que en saliendo de la cárcel me había de ir hasta donde no pudiera haber noticia de mi nombre y sepultarme y encerrarme en algún desierto a hacer penitencia de mis muchos pecados (pues por ser ellos tan atroces y tantos debía de haber permitido Dios que me viniese tan grande trabajo y desdicha; que con ser, como era, mentira por lo que había venido preso, bastaba para que se cayera muerto de pena un hombre de mi calidad, prendas y opinión), cuando estando yo entre estas tribulaciones y pensamientos, tan lleno de melancolía que no era posible esforzarme a levantar los ojos de tierra, veo entrar al alcaide de la cárcel riyéndose y con los brazos abiertos para abrazarme, que en acabándolo de hacer, me dijo:

—A pocas burlas déstas, señor don Antonio, se podría acabar la paciencia, y aun la reputación, de los hombres de vuestra calidad y prendas por dar el lado a hombres que se quieren honrar con él. No es Madrid, señor don Antonio, como los otros lugares: primero que un hombre salga a pasearse por la calle en esta Corte con otro que no conoce, aunque le vea a caballo y con criados, le ha de haber hecho una información de un proceso de una vara en alto y saber de dónde es y hijo de quién es, y de qué vive y con quién vive; porque, de otra suerte, veranse los que no lo hicieren en lo que vos habéis estado a pique de veros por un ruin hombre que se os dio por amigo y vos, al parecer, tuvistes por hombre de bien. Los señores Alcaldes mandan que os vais a vuestra casa luego. Hasta aquí han procedido rectamente en mandaros prender, y ahora, habiendo constado de vuestra inocencia y sabiendo vuestra calidad, proceden hidalga y cristianamente y me han dado orden para que ni se escriba en el libro la razón de vuestra prisión ni parezcáis en la Sala ni se dé cuenta a nadie, porque se han compadecido que un hombre de vuestras prendas le haya llegado la sencillez de sus entrañas a ponerle en este punto. Andad con Dios, y de aquí adelante examinad más los hombres que se os dieren por amigos.

—Hacedme merced —repliqué yo— de decirme qué es esto, que estoy loco. Siquiera para mi escarmiento, advertidme y dadme luz por dónde me ha venido el mal; que una de las obras de misericordia es enseñar al que no sabe, y más en casos que llegan a correr peligro, por ignorar la causa, el honor, reputación y vida.

—¿Quién diablos —dijo el Alcaide riyéndose —os hizo amigo de Lobatillo?

—¿Quién es Lobatillo? —dije yo.

—¿Quién es? —respondió él—. El que convidastes a comer habrá seis días en vuestra posada.

—¡Jesús! —dije yo—. Pues ¿aquel hombre tan principal tiene nombre tan baladí?

—Peores son sus obras —dijo el Alcaide—: aquel es uno de los famosos ladrones que hay en España. Ayer lo sentenciaron esos señores a él y a otros tres que prendieron con él, convencidos de sus delitos y confesado por su boca, por escaladores de casas, por salteadores famosos, por jugadores con naipes hechos y por públicos rufianes, demás de que se les probaron tres muertes, a arrastrar, ahorcar y hacer cuartos; y si hubiera peor moneda, los mandaran hacer otra peor. El capitán dellos era ese Lobatillo; conocíanle los más de los señores de la Corte porque era continuo en las casas de juego y en las de algunas mujeres cortesanas, jugaba largo, gastaba bien, traía

galas y pajes, tenía algo de bufón, y con esto, como no sabían los caballeros lo interior de su vida, jugaban y parlaban con él.

Y la verdad era que él traía o tres o cuatro ladrones en trato que eran unas águilas en su oficio y le contribuían para sustentar toda aquella obstentación. A uno déstos prendieron los días pasados sacando cien reales en la comedia de la faltriquera a cierto forastero boquiabierto (que estaba oyéndola con más atención que si fuera alguna sentencia en su favor o alguna verdad que le importara). Halláronle en el pecho no sé qué ganzúas y naipes floreados. Con esto, con que le conocieron en la cárcel otros del arte, puesto en el potro cantó, sin ser gallo, como gallina, lo suyo y lo ajeno. Dio por padre desta cuadrilla ladronesca y fulleresca a Lobatillo y otros tres gentileshombres que, presos, confesaron lo mismo. Preso Lobatillo, pasó por las mismas ansias, y confesó esto y otros muchos mayores delitos y enredos; y preguntándole que quién le hacía sombras y espaldas para tan grandes maldades y embustes y si tenía algún amigo con quien comunicaba sus cosas familiarmente, respondió en el tormento que vos érades el mayor amigo que tenía, y que con vos descansaba y érades a quien descubría su pecho. Veis aquí la causa de vuestra prisión; hasta que mandándole ayer por la mañana ratificarse, dijo ser mentira cuanto había dicho acerca de vuestra persona; que la verdad era que habría dos meses o poco más que os conocía y se os había hecho amigo saliendo de Palacio, y lo demás que vos sabéis; y que el ánimo que tuvo de apegárseos fue tener noticia de quién érades para que con la sombra y amparo de un hombre tan principal hiciesen más caso dél los que le viesen y tratasen, y se asegurasen más; y que de vos había tenido noticia hallándoos un día en casa de un mercader adonde hicistes una escritura de fianza y abono por cierto hidalgo de vuestra tierra, adonde se trató de vuestro linaje y casa y de la nobleza, calidad y cantidad de vuestros mayores y antepasados; y el ladrón, a lo descuidado y a lo lejos, estuvo tan atento y tiene tan buena memoria, que no se le perdió letra; y así anduvo buscando ocasión hasta que os encontró en Palacio y se os hizo amigo y dio el real de a ocho del libro que comprastes.

Yo me santigüé mil veces y me quedé suspenso y admirado; y en saliendo de la cárcel, dadas las gracias al Alcaide, me fui derecho a nuestra Señora de los Remedios, de la Merced, a la de Atocha, a la del Buen Suceso y a la de los Peligros, adonde repartí muchas limosnas para que me dijesen misas pidiendo a Dios nuestro Señor que me librase de lo que no me sabía librar, y en particular de los amigos que se usan en esta Corte.

Fuime a mi posada, que era a aquella sazón donde el señor Maestro sabe. Di punto a mis negocios y pleitos y no salí Della por algunos días, y aun meses, disculpándome con que me había cargado cierta melancolía; pero ya que me obligaron y necesitaron mis negocios a salir, os prometo que salía como atónito y asombrado, y que no me llegaba hombre a hablar que no me santiguase primero para responderle, dándole con los ojos mil vueltas desde la cabeza hasta los pies.

—Por eso dicen —respondió don Diego— que de los escarmentados salen los arteros: a la mí fe que yo escarmiente y mire a quién hago amigo y quién se me da por tal. ¡Pobre don Antonio, en la que os vistes!

—Ya yo sabía este caso —dijo Leonardo.

— Y aun yo —añadió el Maestro—, y no entendí que don Antonio quisiera contarle. Mucho le debe don Diego, pues con pesadumbre tan de casa ha querido dar la voz y ejemplo del escarmiento en la ajena, para que cuando don Diego encuentre por las calles de Madrid mansos en la lengua y gallardos en la persona no se persuada que es todo oro lo que reluce, antes crea que muchos de esos corderos son lobos y muchas desas cortesías son socarronerías; ni fíe en galas ni en gracias, ni en apariencias ni presencias ni en riquezas exteriores si no sabe los oficios interiores a que se ganaron.

—¿Sabéis qué tanta verdad es lo que vais diciendo? —dijo Leonardo—. Los días pasados vi yo en una parroquia desta Corte un viejo de buena presencia que se hallaba a ver velar una hija suya con un oficial bien rico, y diciendo uno de los que se hallaban presentes que la daba dos mil ducados de dote, respondió otro:

—Yo conocí a ese viejo sin tener camisa que ponerse menos ha de veinte años, y ahora da esos dos mil a esa hija y le quedan otros tantos; y si supiésedes a lo que los ha ganado os pereceréis de risa. Este hombre ha sido algo bufón; aunque en este oficio no ha tenido mucha suerte, pero con color dél tenía entrada en las casas de personas poderosas; íbase las noches de invierno adonde sabía que había juegos largos y llevábase debajo la capa un orinal nuevo, con su vasera o caja: estábase mirando jugar, y cuando alguno de los jugadores se levantaba a hacer aguas

(que aun el acudir a las necesidades corporales escatiman y son para ellas avaros de tiempo, con aventurarse la vida: tal es la ceguedad deste vicio), llegaba y sacaba el orinal de la vasera y decíale: Señor don fulano, arrímese vuesa merced aquí a un lado y a un rincón, que aquí hay en que vuesa merced cumpla esa necesidad; que de salir desta cuadra tan abrigada con los tapices y gente a otra que no lo esté tanto, se engendran los catarros, las jaquecas, el asma y otras enfermedades semejantes. —Guarde Dios a vuesa merced, señor Milano (que este era el nombre del viejo), decía el caballero, que ese es mucho regalo, y cuidado; yo lo serviré. Volvíase a sentar a jugar, poníasele Milano al lado, y cuando veía que hacía alguna buena suerte de mucha cantidad tirábale de la capa, volvía el caballero y decíale: ¿Qué manda, señor Milano? Respondía él: El orinal suplico a vuesa merced. Decía el caballero: De muy buena gana, y diciendo y haciendo, sacaba un escudo o doblón y dábasele, o un real de a ocho o según era la mano, con que con irse este viejo a las casas de juego con uno o dos orinales no había mañana que no amaneciese en su casa, aunque trasnochado, con cincuenta y aun con cien reales, y aun alguna con docientos, con que ha juntado la hacienda que veis.

—La ganancia es de mayor donaire que oí en mi vida —dijo don Diego.

—¿Eso os espanta? —dijo don Antonio—. Yo sé un hombre que ha hecho en este lugar una casa con levantarse en amaneciendo Dios y irse entre dos luces a los pies de los bancos de las plazas y puestos de las vendederas y tiendas, adonde se suelen caer de parte de noche algún cuarto o real, y me afirmaron que confesaba este hombre que había día que juntaba desto seis y ocho reales.

—Sus dificultades y dudas tiene eso— dijo el Maestro—: harto sudor y trabajo les costaba a esos pobres el buscar con que vivir y pasar. Prométoos que aquí estoy oyéndolo y me duelo dellos en lugar de reírme.

—Todo esto es donaire —dijo Leonardo—; peor es lo que me contó a mí aquel nuestro amigo Gaudencio que, si os acordáis bien, pretendía una conduta que ya llevó.

—Ya me acuerdo —dijo don Antonio—; pienso que ha de ser bien a propósito para los escarmientos de don Diego y para los avisos que le pretende dar el señor Maestro: contaldo si os acordáis bien.

—Sí hago —dijo Leonardo—. Pasa así:

 

Novela y escarmiento tercero

V

ino, como sabéis, Gaudencio a esta Corte, después de haber servido a su Majestad algunos años en Italia y Flandes a satisfación de los capitanes que tuvo, a pretender una conduta que se le dio para Indias. En cuanto se hallaba pretendiente, pegáronsele dos gentileshombres, un día en la comedia y otro en la lonja de San Felipe, que, diciendo le conocían de Flandes, por buen camino hubieron de ser sus convidados.

Era esto a la sazón que había poco que pisaba las calles de Madrid Gaudencio. Con dos sogas que le habían dado cabo a este navichuelo recién echado al agua de la Corte: eran dos hombres bien sobrados en esta república, ociosos y vagantes, sin que lloviese Dios sobre heredad suya en los campos ni ocupación honesta, que se conociese, que les tocase en lo poblado.

Hay desto en la Corte más que conviniera; que por ventura trae y acarrea tras de sí más daños que pudiéramos decir en muchas horas, sin que basten las leyes que tantos emperadores y príncipes, así cristianos como gentiles, no sólo los políticos, sino los bárbaros, han hecho y estatuido contra este género de gente ociosa y vagamunda en sus repúblicas hasta en nuestros tiempos; y los años antes leemos y vemos las que mandaron promulgar en esta razón los reyes don Juan primero y segundo, don Enrique segundo y cuarto, los Reyes Católicos, el emperador Carlos, el prudentísimo Felipo segundo, cuya importancia y necesidad de que se pusiesen en ejecución tocan maravillosamente Simancas en su República, libro 8, capítulo 30, número 9, y el licenciado Castillo de Bobadilla en su Política, libro 2, capítulo 23.

Ya conocisteis la condición de Gaudencio, que cuanto tenía de valiente tenía de sencillo y bueno: era hombre que a cuchilladas resistiera un ejército, y llegado a agudezas y sutilezas de ingenio, le hiciera un niño, como dice el proverbio, del cielo cebolla. Estos dos gentileshombres, o hombres de vida gentil, le persuadieron a que ellos tenían inteligencias con hombres de importancia cuya amistad les sería de consideración para sus pretensiones, y así paseaba con ellos a menudo.

Sucedió, pues, un día entre otros, que pasando Gaudencio a espacio con los dos amigos la calle Mayor, vio como uno dellos se apartaba a menudo y hablaba muy en secreto con cuantos hombres encontraba de buen hábito, y algunos echaban mano a la bolsa y parece le daban dineros. No reparó por entonces Gaudencio en aquello; y estando otro día en una casa de juego jugando largo, y como perdiese, sacó impaciente y colérico un puño de escudos y parolos todos. Aquel con quien jugaba, que era un hombre principal, volvió a otro amigo suyo que le estaba al lado, y díjole:

—Hasta ahora he callado y ya no puedo sufrirlo. Esto tiene malo esta casa y el garitero della: que a trueco de cuatro reales de baratos más, no hay pícaro ni sollastre a quien no abra la puerta y deje que se ponga en la tabla. ¿Quién pensáis que es este hidalgo que para todos estos escudos? Aquel para quien ayer nos pidieron limosna aquellos dos que andaban con él, que debían de ser otros tales, diciéndonos que era un soldado honrado que venía a pretender, y que entre Barcelona y Zaragoza había dado con él una cuadrilla de bandoleros y le habían quitado hasta la camisa que traía puesta, y que por conocerle ellos y haber sido un gran soldado en Flandes, le habían sacado fiado aquel vestido que traía, y para ayuda a pagarlo nos pidieron limosna. Y me acuerdo que vos le distes un real de a ocho y yo le di uno de a cuatro por no llevar allí más.

—Tenéis razón —dijo el otro con quien hablaba éste—; que ahora le he mirado con atención y es el mismo hombre que decís, y esta es una gran desvergüenza y bellaquería. ¡Mirad los escudos que juega y pide limosna! Esta manera de hombres ociosos y desalmados, de día hacen eso y de noche capean. Mejor sería dar cuenta a uno de los señores Alcaldes para que diesen con éstos en el banco de una galera.

No se dijo todo esto con tanto silencio y recato que no entendiese lo más dello Gaudencio. Dejolos acabar de decir, y volviendo los escudos donde los había sacado, les dijo:

—Señores hidalgos, yo me llamo el alférez Gaudencio, por si no saben mi nombre. Habrá quince días que estoy en Madrid, que así he entendido toda esa plática y la razón que ha habido para que dejen el juego. A esos dos hombres que iban ayer conmigo he hablado de dos a tres veces, por haberme dicho ellos eran soldados de Flandes; ni sé quién son, ni en qué parte viven ni de qué. Ayer vi al uno dellos apartarse a menudo, y con lo que he oído ahora he caído en lo que hacía: que debía de pedir limosna para mí. En el juego se habrá echado de ver que no vine tan pobre de Flandes que no me sobren doscientos escudos en oro que juegue. Él mintió como ruin hombre: que

debajo de esa capa de pedirla para mí la pediría para él, y yo haré que la pidan para él y para el otro bellaco antes de muchas horas, si los alcanzo de vista. Y quien pensare que no es verdad lo que digo, también miente.

Y como hombre tan diestro en desenvolverse y menear las manos, dando con la mesa en el suelo, y con los dineros y naipes que en ella había, puso mano a la espada y se vino a quedar dueño de la sala y solo a pocas cuchilladas, aunque no dadas tan en el aire que no hubiese de una dellas abiértole la cabeza al que movió la conversación de la limosna, que salió clamando justicia y pidiendo confesión, diciendo que le habían muerto.

Gaudencio se hizo lugar, y viendo que se llegaba gente a las voces, dio vuelta a la esquina y, volviendo la espada a la vaina con mucha disimulación, como si tal no hubiera hecho, llegó a su posada. Pero no faltó quién le siguió los pasos: uno de otra manera de gente no menos perniciosa; que si aquellos amigos primeros que encontró Gaudencio vivían de pedir, estos enemigos viven de dar, no dineros sino soplos. Fue preso el alférez, y aunque la principal ocasión de la pendencia en los tribunales donde se refirió y pasó, por una parte fue reída y por otra dada por ocasionada justamente, con todo eso, como se le juntó el haber sido en casa de juego al haberse visto el herido muy a pique de costarle la vida la burla, a la mí fe que no salió tan libre que no le costase dineros y días de ausencia de Madrid, aunque lo que él me decía que había sentido más era el no haber podido descubrir a los muñidores o demandadores desta cofradía, nunca oída, de pedir limosna para quien puede darla, dándole tan peregrino color a tan extraordinario modo de hurtar.

—¡Malditos sean tan malos hombres! —dijo don Diego—. ¡En lo que pusieron al pobre alférez!

—¡Como deso hay en Madrid! —dijo don Antonio—: en peor le pusieron a otro los que yo os diré ahora.

Novela y escarmiento cuarto

A

ntes de referir el caso prometido, quiero preguntar al Maestro qué siente acerca de la parte imaginativa, si es verdadero este axioma común: La imaginación hace caso, que es decir que la imaginación a veces es poderosa, siendo vehemente, a hacer prático y ejecutivo lo que es sólo imaginario de quien piensa y imagina que le pasa, y sucede efectivamente aquello en que imagina.

—A eso —respondió el Maestro— se ha de suponer, por primero principio de la dotrina de Aristóteles, en el libro 3 de Ánima, en el capítulo 3, que la imaginación ha de preceder al caso que della resulta, como la causa a su efecto. Y hecha esta suposición, la verdad es la que afirma constantemente toda la escuela de los filósofos: que la aprehensión del bien o el mal en el imaginante, especialmente si el suceso que se espera es malo, tal vez llega a producir efecto real y material. Digo en rigor puesto en propios términos, que es la principal causa, a lo menos la primera, para que semejante efecto se produzga; y así tengo por asentada esa dotrina, como lo afirma Aristóteles en el lugar citado, Marsilio Fisino en el Comento de Platón; y traen en comprobación de Valerio Máximo, Marco Antonio, Coccio Sabelico, Bautista Fulgoso, Eliano, Guido Marullo y Jerónimo Cardano en los libros de Varietate Rerum, libro 8, y el Teatro de la vida humana, en la palabra imaginación y fantasía, volumen primero, libro primero, y otra infinidad de autores antiguos y modernos, diversidad de casos sucedidos que parecen prodigiosos, obrados por la fuerza de la imaginación o ayudados a obrar.

—Huélgome —dijo don Antonio— de que estéis de esa opinión y parecer para el peligroso caso que yo os he de contar.

En la ciudad de Bruselas, corte de los Países Bajos, quedó sin padres un gallardo mancebo llamado Filardo. Había comunicado desde que tuvo uso de razón con españoles, con que perdió tanto los resabios de la pronunciación de su lengua nativa, que nadie le juzgara, oyéndole hablar, sino por español. Era de buen ingenio y claro, de ánimo gallardo. Oía decir tanto de las cosas de España a los nuestros, que concibió un notable deseo de ver a España: hizo una razonable cantidad de dineros de una pequeña parte que vendió de su hacienda, porque era gruesa; no quiso aventurarse a los peligros de aquel mar del Setentrión (adonde aunque la navegación es tan corta, se han visto infortunados sucesos), con que tomó resolución de venirse por tierra y gozar de paso de la grandeza de algunas ciudades de Francia.

Entró en la de París, admirole su grandiosa población y aquella multitud de gente, oficios, artes y trajes, tantos y en tanto número, que es una de las cosas grandes de Europa. En la casa que tomó aposento halló paseándose un español ya de mayor edad, grave en la presencia y que, demás de mostrar en su aspecto la grandeza de su corazón, valor de su ánimo, mostraba en el hábito ser hombre de letras y persona que en alguna plaza y tribunal había ejercido oficio de abogado o juez. Con todo eso, mostraba alguna tristeza en su exterior del rostro, aunque con su prudencia, sagacidad, procuraba disimularla. Llegose la hora de cenar, y Filardo, que de suyo era liberal y magnífico, convidó al español, que aunque se procuró excusar por muchos caminos, Filardo con mucha gala y cortesía supo obligarle a que acetase el convite. Acabose la cena, los criados del uno y del otro dejáronlos solos, y el flamenco dijo así al español:

—La afición que tengo a vuestra nación es tan grande, que no me saca de mi casa otra cosa que deseos de ver a España; que aunque parezco español en la lengua, soy flamenco en la sangre, natural de la ciudad de Bruselas, corte de los serenísimos príncipes el Archiduque Alberto mi señor y madama Isabel Eugenia Clara, condesa de Flandes, mi señora y infanta de Castilla: mi nombre es Filardo de Ardesi, familia conocida en aquellos países.

—Aunque he estado de paso en ellos —replicó el español—, tengo noticia de ese apellido, con que podré estimaros en lo que es justo, porque estoy cierto que sois de calificada familia.

—Gracias a Dios —dijo Filardo— que en materia de padres y abuelos honrados, no tengo por qué bajar la cabeza. De vuestros criados he entendido que vais la vuelta de España, y derecho a la corte della, que es Madrid: si me dais licencia, los míos y yo os iremos sirviendo.

—Gustara en el alma —dijo don Duarte, que así se llamaba el español— de poder gozar de vuestra compañía y conversación: aguardo un criado que ha de venir de Bruselas, que me ha de alcanzar en esta corte de Francia. No sé lo que tardará. Es forzoso aguardarle; que a fe de hijo de quien soy y por lo que ya debo a la mucha afición que os he cobrado y a la gentileza y cortesía con que habéis sabido obligarme, que para mí fuera particular gusto el iros yo sirviendo.

Con que despidiéndose los dos con harto sentimiento del flamenco, se fue cada uno a su aposento a descansar, y en especial Filardo para prevenir su jornada para el día siguiente.

Estábale descalzando un criado para acostarle, y Filardo no cesaba de repetir:

—¡Oh, lo que me pesa que este español no se pueda partir en mi compañía o yo en la suya! Porque me ha parecido hombre principal y, demás de haberle cobrado yo una voluntad grande, me fuera de mucha consideración su amistad para darme luz de la tierra donde voy, nueva y estraña. ¡Oh, cuánto daño me hacen sus ocupaciones y negocios!

—Las ocupaciones y negocios que le detienen en París a ese español, bien las sé yo —dijo el criado que le descalzaba—, y pudiera vuesa merced remediarlas, si le es de tanto gusto y provecho el irse juntos.

—¿Cómo las sabes tú? —dijo Filardo.

—Porque me las han contado sus criados —respondió el de Filardo—, que hemos cenado juntos. Cierto que a mí me han hecho lástima: una jornada antes de llegar a París, sacando unas cartas de un portamanteo se cayó una letra de dos mil escudos, librada en un mercader rico desta corte de Francia de otro su correspondiente de la ciudad de Sevilla de España, para que se le diesen a dos días vista a este caballero para hacer este viaje.

Hállase, sin el crédito de la letra y sin conocimiento de persona que le abone en París, necesitado de volver a Bruselas donde partió, y sin dineros para lo uno ni lo otro; que esta es la melancolía que tiene y los negocios que le detienen.

No aguardó más Filardo, que, mandando que le volviese a calzar el criado, se pasó al aposento de don Duarte, que le halló acostándose; y refiriendo todo lo que le había dicho, le ofreció todo el dinero que fuese necesario para su jornada, protestándole que de no recebirlo le obligaría a estarse en París hasta que viniese la certificación de la letra, ora hubiese de venir de Bruselas, ora de Sevilla. Corriose en alguna manera don Duarte, porque de suyo era bonísimo y estaba más enseñado a dar que a recebir; pero al fin, convencido con la verdad y obligado de la hidalguía de las entrañas del nuevo amigo, acetó la oferta del dinero dentro de término limitado para volverlo en Madrid, con que hicieron juntos su jornada y viaje hasta llegar a él. Allí pagó puntualmente don Duarte a Filardo lo que le había prestado, y le regaló reconocido del beneficio recebido en París.

Tenía don Duarte por deudo cercano un juez de los desta Corte, en cuya casa estaba hospedado y de cuyo amparo y favor se venía a valer para cierta pretensión de una regencia en Italia; porque también don Duarte había estudiado la facultad de Leyes y era ésa su profesión. De aquí nació el venir este señor juez a conocer a Filardo y saber la buena obra que le había hecho en París a su primo; y así, le ofreció que haría de su parte, ofreciéndose, lo que le fuese posible.

Filardo vivía en Madrid entreteniéndose y  holgándose, como hombre rico y mozo y que no le traía otro fin a España que ése. Quiso ver algunos lugares de España, como Toledo, Córdoba, Valencia, Lisboa y Sevilla, y últimamente, desde Sevilla se volvió a Madrid.

En este camino, como era de su natural amigo de gastar y regalar, encontró cuatro gentileshombres de buen hábito que venían de Sevilla a la Corte. Acariciolos, y pasando la amistad adelante, la tuvo con ellos en Madrid tan estrecha, que se visitaban y convidaban los unos a los otros a menudo. No pasaron, pues, muchos días que uno de los amigos, llamado Croto, dijo a Filardo que tenía que hablarle aparte; y llevándole al Prado, después de muchas protestas y salvas en su nombre y de los otros amigos, jurando que todos, siendo necesario, pondrían por él las vidas y honras, le vino a declarar cómo ellos cuatro no habían venido de Sevilla a Madrid que a matar cierto caballero mozo que había hecho una ofensa y agravio notable a un caballero indiano, rico y poderoso, y que por que le matasen les habían dado diez mil escudos; que con él partirían los dos mil, y pues él era menos conocido que ellos en España, que lo matase él, que ellos se lo pondrían en las manos una noche, con que los dejaría para siempre obligados a todos cuatro a hacer otro tanto por él y aventurar las vidas y honras de todos juntos.

Era Filardo de su natural colérico, sintió notablemente que hubiese tenido aquel hombre atrevimiento aun para proponerle de palabra semejante maldad: no se supo ir a la mano con el enojo que tenía, y, diciendo y haciendo, metió mano para él, y si no hubiera tanta gente en el Prado que las espadas desnudas se metieran por medio de entrambos, le hiciera pedazos.

Quisieron algunos de los que llegaron a poner paz, saber de Filardo la ocasión de tanto rompimiento, habiéndolos visto a los dos hablar tan familiarmente poco había, a que satisfizo Filardo diciendo:

—Ese hombre me tuvo por otro con quién había tenido no sé qué enfado: no me quiso creer, obligome con algunas palabras que dijo, apretándome demasiado, a hacer lo que habéis visto.

Y con esto, volviendo la espada a su lugar, se alargó hacia San Jerónimo y se entró en él, porque habían acudido al reclamo y golosina de las espadas algunos alguaciles; y en cayendo la noche, que es la capa que cubre y disfraza a muchos y a muchas, que hacen sus sayos y aun sus mangas de esa capa, se salió de San Jerónimo y se fue a su posada. Allí estaba acostado en su cama, y se estaba arrepintiendo de no haber muerto aquel bellaco que había hecho tan ruin concepto de su persona que le juzgó por tal; que por dos mil ducados, ni por un millón ni por todo el mundo, hiciera cosa que desdijera de quien era ni de las obligaciones que le corrían de proceder como tal. En este pensamiento y otros semejantes se le pasó lo más de la noche. Amaneció, levantose y fuese la vuelta de nuestra

Señora del Buen Suceso a oír misa, y halló en la Puerta del Sol un grande concurso de gente: acercose a ver lo que era, y vio puesto sobre las andas un hombre mozo, de buen hábito y que le estaban llorando dos criados suyos, muerto de una terrible estocada que tenía sobre el corazón. Estaba vestido el muerto con hábito de noche, de color y gala. Lastimábanse allí algunos de los que llegaban, de tanta mocedad y tan grande desgracia. Estábase como suspenso Filardo, y no sabía qué le daba el corazón, cuando llegó un tropel de alguaciles de Corte y corchetes, y se abrazaron con él; y sin darle lugar que fuese dueño de sí ni a que hablase palabra, cargaron con él y le pusieron en la cárcel de Corte en un calabozo bien oscuro, y demás de echarle una cadena y un par de grillos, le dejaron dos guardas. No sabía por qué le habían tratado de aquella suerte, sólo lo que más oyó fue a uno de los alguaciles que dijo:

—No puede llegar el desalmamiento deste hombre a más que ponerse a mirar el mismo que él había muerto anoche.

De aquí pudo colegir algo de si le achacaban aquella muerte; pero como estaba tan libre y tan inocente, no se acababa de persuadir que aquello podía ser. Dos días estuvo Filardo en el calabozo, sin que se permitiese que aun el que le llevaba de comer le hablase, ni oyese razón ninguna. Últimamente, llegando la hora de que se visitase, el visitarle y el condenarle a muerte fue todo uno, diciéndole cómo estaba probado con cuatro testigos mayores (de toda excepción: que le habían visto por sus ojos, viniendo rondando) matar a aquel caballero de una estocada que le dio a traición; y aunque Filardo protestó de probar la cuartada y los demás requisitos que el Derecho dispone, y negó en su confesión el haber hecho semejante muerte, como era verdad que no la había hecho, con todo eso, como estaba tan fuertemente probado, le mandaron volver al calabozo con el mismo rigor, y le previnieron que tratase de las

cosas de su alma, porque de las de su vida era tarde y por demás, porque el delito estaba probado suficientemente.

Quedó solo y a escuras Filardo aquella noche, y aunque era hombre de valor, perturbole tanto el ánimo la consideración de la afrenta e infamia en que se veía (que del perder la vida no hacía caso), que acabó en él esta imaginación tan fuertemente (porque su complexión era colérica y melancólica), que a la mañana los que le guardaban no le conocían, respeto de que amaneció todo cano, como si fuera un hombre de sesenta años,  siendo la verdad que no tenía sino veinte y ocho: en que se echa de ver que la imaginación es poderosa a ser causa de semejantes efectos; que por eso pregunté al Maestro su opinión y parecer acerca desto.

La novedad del haber encanecido en una noche hizo tanto ruido en la cárcel, que llegando a noticia del tribunal de aquellos señores Alcaldes, mandaron para verlo que le llevasen a la sala. No había estado el día que le sentenciaron en ella el uno dellos, y así sólo había habido cinco alcaldes: estábalo este día, que era el que faltó, el primo de don Duarte. Vio a Filardo, que aunque en el aire del rostro le pareció el mismo, no le acababa de conocer viéndole cano; pero como le dijesen que aquella noche había encanecido y que era hombre mozo, acabose de enterar en que era el mismo que él conocía y el que había prestado el dinero a su primo don Duarte en París. Con esto fue en que le mandasen volver al calabozo y pidió a toda la sala se suspendiese la ejecución de la muerte de aquel hombre hasta que se hiciese mayor averiguación, porque Dios le había puesto en el corazón que aquel hombre estaba sin culpa.

Hízose ansí; contó aquel señor Alcalde a su primo don Duarte el caso; visitó don Duarte al preso, compadeciose dél, preguntole que si tenía algunos enemigos en Madrid que le hubiesen levantado aquel testimonio, porque como él conocía a Filardo su nobleza y entrañas y cuán rico era, decía a todos los que le querían oír que él pondría muchas vidas que tuviera por Filardo, en razón de que ni aun por el pensamiento le debía de haber pasado semejante maldad. En este tiempo que don Duarte satisfacía a los que le querían oír de la inocencia de Filardo como si la supiera, dijo Filardo:

—He estado tan ciego y tan fuera de mí, que jamás he dado en lo que esto podía ser hasta ahora. Ya sé de dónde me ha venido este daño: todo esto causa el admitir por amigos un hombre a hombres que no conoce.

Y contole con esto lo que le había pasado en el Prado con el uno de los cuatro amigos que había granjeado en el camino de Sevilla. Díjole don Duarte que callase; preguntole por las señas dellos y de su posada, dióselas, refirió el caso al juez su pariente, hiciéronse de secreto las diligencias necesarias, y sacado en limpio quién eran los testigos que condenaban a Filardo, eran los cuatro amigos del camino de Sevilla: prendiéronlos, y con el dicho de Filardo, que se añadió a otros indicios suficientes al justificar la causa de darles tormento, se les dio, y tal, que confesaron la verdad y el ser ellos los homicidas: gente distraída y de una manera de hombres que hay en Sevilla, que viven de matar hasta que dura el llegar para ellos la hora de su castigo y muerte en la horca, que es adonde todos paran.

Esa misma les dieron a ellos, y les hicieron cuartos, y Filardo fue dado por libre y suelto, aunque del susto pasado, como hombre de honra y vergüenza, se le recreció una enfermedad peligrosa, que a no ser por el regalo y consuelo de don Duarte, que acudió a ello con su hacienda y presencia, Filardo quedara desta vez para siempre en Madrid. Con que es bien que se pondere de paso la verdad de aquel proverbio antiguo: Haz bieny no cates a quién, haz mal y guárdate, pues lo primero dio la vida al flamenco y lo segundo la quitó a los valentones y malos amigos: que bien puede bastar este ejemplo para escarmentar y mirar en lo que ponen tal manera de amigos aun a los hombres más ricos y honrados y de mayor valor y pecho.

AVISO TERCERO

Adonde se le avisa al forastero que mire por qué calles pasea, y los peligros que le pueden suceder pisando las que no ha menester para sus negocios

 

H

a ponderado tan bien —prosiguió el Maestro— el peligro de las malas y ruines amistades don Antonio, que confieso que me deja satisfecho; mas, supuesto que ya me encargué de hacer el oficio de guía y centinela fiel al forastero venido de nuevo a la Corte, antes que pase a darle mayores avisos, pues le he enseñado la posada y descubiértole el pecho de los amigos quiero enseñalle las calles, que, como cosas inanimadas, parece que no prometen peligro al que la pisa de nuevo, y para decir verdad, no es el menor peligro el que trae a los forasteros en la Corte el pisar las calles que no han menester; básteles andar por las que les es forzoso para ver a aquellos de quien penden o sus pretensiones o pleitos, y para acudir a la solicitud de sus negocios, sin distraerse por las demás; porque las calles pisadas en Corte, al que pisa las que ha menester traen descanso al que le busca y provecho al que le desea; pero calles de Corte pisadas del que no tiene necesidad de ellas, suelen acarrear unos gastos no deseados y otros disgustos no imaginados; y podríamos decir destas calles al revés, lo que de la albahaca: que ella cuanto más pisada huele más bien y ellas más mal.

—¡Oh, cómo habéis tocado una materia —dijo Leonardo— que la he deseado ver averiguada por algún hombre docto y versado en todo género de letras! De la albahaca he oído decir (y aun pienso que lo he leído) una cosa notable: que el olerla a menudo hace tanto daño al celebro, que muchas veces ha causado espantosas enfermedades; pero lo que me admira más es lo que se cuenta de un hombre muy dado a criar y oler albahacas: que como padeciese tan grandes dolores de cabeza que daba gritos y se volvía loco, viéndole los grandes tumores, en forma de lobanillos, que le iban creciendo entre la dura y pía mater, se resolvieron los médicos y cirujanos que le curaban en abrirle la cabeza, y le hallaron abriéndole, una forma de animalejo como el escuerzo o sapo, de que después el hombre a pocos días murió, conviniendo los médicos en que el continuo olor de la albahaca había hecho aquello.

—La verdad que eso tenga —respondió el Maestro— no la sé, ni si ello sucedió así o no; sé a lo menos dónde podéis haber leído eso, que será o en Jerónimo Cardano, en sus libros de Varietate rerum, o en Juan Jacobo Vuequero o en Bautista Mizaldo, que no son autores de tanta verdad como vos pensáis, ni aun tengo por muy sigura su dotrina. Mientan o digan verdad, ora pasase eso así o no, lo que yo os podré afirmar es que la albahaca de su naturaleza es intensamente fría, y cualquiera intensión de olor, mediante el sentido del olfato, en el celebro ha de causar calor, y él, con la continuación, al cabo al cabo, sequedad; y respeto desto, no sería mucho que como en la mitad de la canícula las gotas grandes de la nube, caídas de repente en la tierra seca, se convierten en sapos, se convirtiese en el celebro esa misma continuación del olor y frialdad de la albahaca en lo propio, desecada la parte que recibe y abrasada la humedad; que juntas la frialdad y sequedad, que es naturaleza de muerte, y la de ese animalejo ponzoñoso, dispuesta la materia a recebir tal forma, no sería mucho que Naturaleza acudiese a introducirla, y más en esas sabandijas, adonde no es necesario otro agente para engendrar su semejante. El dotor Juan Bustamante de la Cámara, catedrático de Prima de Medicina en Alcalá de Henares, un otro Aristóteles de nuestros siglos en materia de Filosofía, tocó y enseñó esto maravillosamente, oyéndole yo la materia de generación y corrupción, pues tuvo cátedra de Artes.

—¿El dotor Cámara el médico? —dijo don Antonio—. Porque ya sabéis que yo concurrí con vos en esos tiempos y oí el curso de Artes del dotor Valdivieso, y no me acuerdo que el dotor Cámara el médico leyese el otro curso.

—Decís bien —replicó el Maestro—; que habiendo perdido la cátedra el maestro Fructuoso por la Mancha, la llevó por esta tierra (que es el lenguaje de aquella universidad) el dotor Cubillo, colegial mayor y natural de Sigüenza, que murió en el fin del tercero curso, y para leer el cuarto año se opuso el dotor Cámara el médico, y llevó la cátedra.

—Ya me acuerdo, que así es verdad —dijo don Antonio—, y el no haber leído más de ese año me deslumbró. Y volviendo a lo de la albahaca, digo que en toda mi vida la pienso oler ni dejar que se críe en mi casa.

—Yo sé —dijo el Maestro— adónde fue bien celebrada, porque fue tenida por símbolo de la virtud perseguida, y así en Italia ciertos académicos la tomaron por empresa.

—Pésame —dijo Leonardo— que os haya divertido tanto don Antonio con su pregunta y dificultad del albahaca, pues quería yo preguntar otra y temo enojaros.

—Mayor es mi paciencia —respondió el Maestro—; pero sed breve, que me dan gritos las calles de Madrid.

—Sólo deseo que me digáis —dijo Leonardo—, pues fue vuestro maestro el dotor Cámara el médico, si es verdad lo que dél se dice en ser tan agudo y tan discreto como publica su fama.

—Todo es poco lo que dél habéis oído para lo que él era —respondió el Maestro—. En Filosofía no había quien no temblara de su argumento; su donaire era tanto, que pienso que le hizo daño para sus pretensiones; en Medicina no le vi demasiado de bien afortunado en curar, ni en la praxis de la obra manos; pero en la profundidad de enseñar y saber lo teórico del arte, pienso que todos los que profesaron esta ciencia en su tiempo eran niños comparados con este gigante.

Acuérdome a este propósito, que le sucedió una vez una cosa de mucha risa con un médico que vino desde Coimbra a verse con él. Arguyeron los dos en escuelas toda una mañana y concluyó muchas veces el dotor Cámara al portugués, y viéndose apretado el coimbricense dijo: Señor dotor Cámara, curando un tabardillo me quisiera ver con vuesa merced; que en esto de Metafísica confiésole que no estoy tan adelante como vuesa merced, porque por allá no se lee. —Luego ¿no leen allá Metafísica? (dijo Cámara). —No señor (respondió el portugués). —Pues a Medicina sin Metafísica (replicó Cámara) no la llame vuesa merced de aquí adelante Medicina, sino metamelecina. Con que se salió el portugués de las escuelas y fue diciendo a voces por aquellas calles diversas alabanzas de la agudeza del dotor Cámara. Y pues otra vez la conversación nos ha puesto en las calles de Alcalá, tan cerca de las de Madrid que con menos de media jornada que se camine se puede estar en ellas, prosigamos en la materia que tratábamos antes.

Con grande acuerdo determinó la antigüedad romana (como lo refiere Blondo en sus libros de Roma triunfante y Rosino en sus Antigüedades romanas) que en las calles de las ciudades populosas estuviesen los nombres dellas puestos en las encrucijadas y esquinas, y los títulos de las artes y oficios que en ellas se ejercitaban y usaban, para que ninguno entrase por la calle que no había menester; hasta las fúndulas, que eran las calles sin salida, tenía castigo el que permitiese labrarlas y edificarlas, y los barrios y cuarteles de tal manera estaban edificados y repartidos, que ningún oficio ni arte, ejercicio ni ocupación, tribunal ni templo estaba en parte que impidiese el viaje y camino del uno para el otro; hasta las entradas de los pórticos y puertas de las ciudades (a que llamaban vías reales), tenían sus nombres; y los barrios y vecindades de gente distraída, o de gente principal, estaban diferenciados y distantes, y aun había penas, a lo menos perdía de su crédito y reputación la persona senatoria o calificada que entrase en los barrios que llamaban Sandalarios o Sandálicos, por ser las sandalias una manera de calzado de que usaban algunas mujeres libres y fáciles con que eran conocidas y diferenciadas de las graves y honestas, que, hecho cotejo con el calzado de las mujeres de nuestros tiempos, es lo mismo que las chinelillas bajas y abiertas, llenas de cintas de colores, que ahora usan estas mujeres de Corte y que la antigüedad griega no permitía usar a todas mujeres, como puede verse en Sindembruchio en sus Observaciones sobre Terencio, en Elio Donato, en Eufragio, gramático antiguo, y en Pedro Vitorio, en el libro 14 de sus Varias lecciones, capítulo 15. Y pues (aunque no con esta distinción) todavía las calles de Corte luego descubren y indician qué manera de gente ocupa y habita aquellos barrios y casas que las rodean y adornan, huya el forastero de no pisar las que no hubiere menester.

—Yo os diré a ese propósito —dijo Leonardo— lo que sucedió a un forastero de la Mancha en esta Corte, por arrojarse a ver calles en Madrid que pudiera excusar.

 

Novela y escarmiento quinto

S

 

alieron de un lugar de la Mancha que se llama San Clemente, población de más de tres mil casas, dos hombres, de razonable suerte y hacienda y de no malos entendimientos, la vuelta de Madrid a ciertos pleitos que tenían. Ya que llegaban a la Corte, al salir de Villaverde encontraron echado cerca del camino un hombre de razonable hábito, tan parecido al uno de los dos manchegos, que se admiraron notablemente, y el mismo que estaba descansando se admiró.

Preguntáronle que de dónde era, respondió que de tierra de Valladolid, de un lugar que se llama Mojados. Replicó el manchego que le era tan parecido:

—Digno es de consideración el ver lo que nos parecemos vos y yo; que a no estar vestidos diferentemente, no hubiera quien no nos juzgara sino por un mismo hombre a entrambos: ya pudo ser que pasando mi padre a Valladolid tuviese ocasión de que la tengamos yo y vos de algún parentesco.

—¿De dónde sois vos? —respondió el que estaba en el camino.

—De San Clemente —replicó el que le parecía tanto.

—Ahora —dijo el del camino— me persuado con facilidad a que podemos ser parientes, porque según oí decir a mi padre, yendo a Murcia pasó muchas veces por ese lugar, y pudo ser lo que vos decís.

—Bueno está —dijo el otro manchego—; no es cosa nueva parecerse un hombre a otro. A Dios que os guarde.

—Antes —dijo el del camino— se me ha acordado en qué me puede hacer merced este señor que me parece tanto: yo vengo de Valladolid y voy a Cartagena a llevar unos despachos de importancia; encomendáronme que diese una carta al que hace oficio de hermano mayor en los hermanos del Hospital de N; con la priesa que llevo, olvidóseme de darla; estimaré mucho que la deis para quien va; que ya podrá ser, aunque valgo poco, ofrecerse en que servirlo.

—Eso haré yo de muy buena gana —dijo el manchego—; que demás de parecernos tanto, me tenéis ya obligado: de mi natural es hacer amistad y gusto a los que se quieren encomendar a mí.

Y tomando la carta y despidiéndose, él se fue la vuelta de Villaverde, y ellos de allí a poco llegando a Madrid, se hospedaron en la calle de Toledo. El que tomó la carta en el camino, que era más inquieto de ánimo que el otro, dijo que no quería en aquellos dos días tratar de negocios y pleitos, y que pues en su vida había visto este lugar tan celebrado por fama en el mundo, quería verlo de espacio y gozar del modo de su sitio, de su numerosa población y, sobre todo, de encontrar un caballo bueno y otro mejor: una mujer hermosa y otra más, que son los encuentros ordinarios que dicen que hay en estas calles de Corte. Llamábase éste Méndez.

No le pareció al compañero de hacerlo así, antes lo primero a que salió fue a oír misa y a encomendarse a Dios, y a poner sus papeles en la mano de un relator y abogado. Vistiese Méndez de rúa, púsose muy galán, echose no sé qué reales en la bolsa, por lo que se le ofreciese, y la carta del caminante para darla en el Hospital; y así, preguntando por esta iglesia, se fue la vuelta de aquellos barrios; pero como no llevaba tanta devoción como su compañero, no preguntó primero por aquel Hospital, sino por la calle de las damas cortesanas. Viéndole aquel a quien se lo acertó a preguntar en buen hábito, le respondió así:

—Que vuesa merced sea forastero y nuevo en esta Corte, la pregunta se lo dice, pero en el hábito y en la presencia parece hombre honrado, y así, no es a propósito eso que busca para el intento que lleva. Éntrese por esas calles adelante, que hallará de esa mercadería tanta, que a pocas horas le sobre: esas cadenas o lazos por que pide, son de oro de candeleros, y podríale salir la compra a la cara y aun a la salud; que por eso lo barato es caro. Otra gente hay de más zumbido, que no sé por qué de unos años acá las llaman con cierto nombre que no me está bien decirlo, ellas se darán a conocer a pocos lances. Eche por ahí los ojos.

Con esto se fue Méndez algo corrido de lo que le había pasado con este cortesano, pero no por eso desistió de su mal propósito: fue discurriendo por diferentes calles, y al entrar de una, una mujer de razonable talle y cara, no en mal hábito, le comenzó a cecear y llamar. Volvió la cara, atendió a lo que decía, que era se llegase a su casa, que tenía con él un negocio.

Admirole de que tan presto, no habiendo entrado en su vida en Madrid, hubiese quién le conociese; pero no mirando tanto en esto cuanto en el donaire que la mujer mostraba, deseoso de parlar un rato y aun picado no poco del garbo, galas y buena presencia, se entró y admitió una silla con que le convidaron.

Sentose la dama en un estrado que había de razonables cojines en una sala cuyo adorno era de unos guadamaciles, al quitar cuando los pidiese su dueño. Parecieron luego en presencia del forastero un escudero, no de los que ahora se usan (que según son de mozos, no sé que estén tan bien como piensan a mujeres mozas), porque el desta buena señora pasaba de la edad de los testigos de la inmemorial destos tiempos (porque se arremetía a ochenta años), y una entre fregona y mujer de llaves. Preguntó Méndez a la señora de la casa, que qué mandaba de su servicio.

—Yo —dijo ella—, señor, luego que os vi os tuve por un don Pedro deudo mío, natural de Salamanca.

—Ni tengo don —dijo Méndez— ni en mi linaje hay hombre que se le ponga, ni en mi vida he estado en Salamanca. El don es el de vuestro donaire, que os doy la palabra que le tenéis notable. Mirad si os puedo servir en algo, que aunque no soy vuestro deudo, soy un hombre de bien de la Mancha que sabré agradecer el favor que me hiciéredes, porque a recebirlos y a recompensarlos de semejantes personas he salido de mi tierra a ver esta que piso, adonde hasta hoy jamás puse los pies.

—¿Que de la Mancha sois y tan forastero en la Corte? — respondió la dama.

—Buena tierra la Mancha —replicó Laínez, que así se llamaba el escudero—: buen pan, buen vino, buen carnero, pero de regalos, frutas y sobre todo de agua dulce, es pobre y necesitada.

—No tan pobre —dijo Teresa, que era el nombre de la criada—: yo me acuerdo haber pasado por San Clemente y Albacete cuando el malogrado del capitán don García, siendo yo más moza y teniendo otra cara, gustó de que fuese en su compañía hasta Cartagena llevando a embarcar una compañía de bisoños, y en verdad que podré decir que jamás he comido mejor fruta ni más en abundancia. Era por el principio de otoño, y en aquella ribera de Júcar en unos lugares que nos fuimos alojando, Alarcón, Villanueva de la Jara, Vara de Rey, Tébar, Pozoamargo y otros que no me acuerdo, a fe de mujer de bien que los melocotones que me sobraban, las uvas crujideras o colgaderas, los higos bujalazores, los membrillos ocales, las granadas agridulces y abrideras, que se podían poner por acá a  la mesa del propio Rey, y no faltaban de cuando en cuando los perdigones tiernos y los capones que ellos llaman de cresta abierta, que no son mejores los cebados de por acá.

—¡Pesia a mí —dijo Laínez—, señora Teresa! Vuesa merced gozó de la Mancha llevando por galán un capitán tan valiente, que a trueco de que se desaloje y alce las posadas y pase de paso de un lugar a otro, le bailaran, como dicen, el agua delante. Yo, señora mía, cuando pisé la Mancha iba, por aquel testimonio que vuesa merced sabe que me levantaron, en la sarta de unos galeotes por mis pasos contados, caminando como los otros que iban y como yo no podía, a cuenta de una guarda (que lo podía ser del mismo Demonio y de las vacas de Admeto que fingieron los poetas que guardaba Argos; que, en descuidándose un hombre y pasando del pie a la mano para coger un racimo de uvas o una gallina desmandada o un cuarto no pedido de limosna, sino tomado antes que le pasase por la imaginación a su dueño darlo, nos molía a palos y nos libraba la ración en pesadumbres), durmiendo en el suelo y comiendo como de limosna. ¿Qué había yo de decir de la Mancha, señora Teresa? Cada uno habla de la feria como le va en ella.

—¡Basta, basta, majadero desvergonzado! —dijo doña Quiteria, que era el nombre de la dama—. La Mancha será muy buena tierra, y basta ser este señor della para que yo la juzgue por tal. Dejadnos a solas, que tengo que decir a este hidalgo.

Fuéronse los criados y quedáronse los dos; comenzó doña Quiteria a acariciar al forastero, pidiole no sé qué, hallole más enamorado que dadivoso. Viendo que por aquí no había sido bueno el lance, dio la vuelta a la hoja, y como maestra del arte pelativa, ya prática en el lenguaje de aquella bellaca vida (porque estas mujeres son como los bufones, que si no se ríen los que los oyen de las frialdades que ellos dicen se desesperan, y si ellas no tocan dinero, o por gusto o por engaño, lo tienen por caso de menos valer), para traer el agua a su molino y condenar en cien reales aquella inocente y manchega bolsa, mesurose mucho, y fingiendo que se había enternecido, sacó un pañuelo de puntas de la manga, hizo que iba a enjugar los ojos de las lágrimas que no había llorado, y tras un grande suspiro añadió:

—¡Quién pensara de ti, doña Quiteria, que dieras la baja que hoy has dado! ¿Cuántos príncipes y señores hicieran esta casa de oro, si se les hubiera ofrecido una razonable correspondencia? No tengo estrella, fáltanme los caminos de las mujeres fáciles: una vez que me arrojé a descubrirme a un hombre por forastero, le hallo tan corto. Yo, señor, os quiero decir verdad: casada soy y mujer de un hombre principal que está aquí días ha en cierta pretensión; va tan a la larga que, como dice aquella copla vieja:

Engañando el día de hoy

y esperando el de mañana

pasamos, pero tan mal, que ya no tenemos qué empeñar ni vender, si no es lo que forzosamente se ha de conservar o morir: un vestido de gala y otro de por casa, un razonable estrado y dos sillas de recebimiento, cuatro criados, un machuelo en que salga mi marido y una silla en que yo vaya a pagar visitas; todo esto tan forzoso como el comer. Mal dije; que en Corte la gente que nos corren obligaciones para las personas que saben quién somos, así habemos de vestir aunque no comamos; así, quizá ha dos días que en esta casa no se come sino fruta, por dar ración a los que conservan, con servirnos, la opinión della. Hombre me habéis parecido de prendas; de cien reales tengo necesidad al presente; no quiero que me los deis sobre mi palabra; esta firmeza de oro pesa docientos (y diciendo esto, se quitó una que traía al cuello), la cual quiero llevéis en este pañuelo de puntas por ser mío y estimarle yo: dádmelos sobre ella, que mayor confianza hago yo de vos que vos habéis de hacer de mí; que demás de volvéroslos con la brevedad posible, esta casa tendréis llana cuando os quisiéredes servir della y de su dueño, y con que digáis que sois de Salamanca y amigo de don Pedro mi deudo, tendréis libre la entrada, y a mí por vuestra si sabéis callar lo que os espero servir.

Estaba Méndez enamoradísimo de la mujer, quisiera gozarla y no comprarla; pero juzgándose por dueño della, creyendo todas aquellas mentiras que le había dicho por verdades, y viendo que los cien reales no corrían peligro, pues ya tenía en las manos la firmeza y el pañuelo, metiéndosela en la faltriquera y sacando el dinero y dándoselo, entre estas obras la satisfizo con estas palabras:

—Yo os confieso que cuando os vi os juzgué por hermosa, mas no por quien sois. Voluntad me debéis ya, y yo a vos el favor recebido en haberos fiado de mí. La merced que me hiciéredes sabré servirla: el dinero que tengo será vuestro, ofreciéndose en qué emplearlo. No tomo estas prendas en resguardo del que os acabo de dar, sino en señal de la estimación que sabré hacer dellas, por ser vuestras, en cuanto en mi poder duraren, demás de que me serán de consideración, como lo son en el esclavo el hierro y marca de su señor para ser conocido por suyo.

A este punto llegó Laínez, atalaya y centinela hecha a salir de semejantes sustos y sobresaltos, que habiendo tenido el oído puesto adonde acostumbraba, que era en el eco de la presa, y habiendo oído sonar dinero y entendiendo que era a menos costa de su ama, salió diciendo:

—¡Mi señor viene!

Levantose Méndez, fingió asustarse doña Quiteria, íbase a salir a la calle el manchego, cuando ella, echándole mano de la capa, comenzó a dar voces y a decir:

—¡Justicia, justicia! ¡Al ladrón, al ladrón, que me ha robado!

A las voces y alboroto acudió todo el barrio, y a vueltas dél un alguacil y un escribano (que parece que los unos se traían a los otros en las faltriqueras); quisiéronse informar de la causa, y ella se adelantó y dijo que ya sabían que ella era dama de Corte, que aquel hombre forastero había entrado en su casa como entraban otros, y que dejándola descuidar, burlando con ella, la había cogido una firmeza que tenía envuelta en un pañuelo de puntas en la manga; que le despojasen y mirasen.

El pobre Méndez contaba la verdad a gritos como había pasado; pero la dama, como aquella que iba previniendo lo que había de suceder, cuando la dio los cien reales Méndez, haciendo que los echaba en la manga, los dejó al descuido, sin que él lo viese, caer, en un pañuelo en que los había atado, detrás de los cojines del estrado. Miraban el alguacil y  escribano al forastero atribulado, halláronle la firmeza de oro en el pañuelo de puntas, miráronle a ella las mangas y no la hallaron los cien reales, con que haciendo de su malo bueno, echaron mano los corchetes del pobre forastero, y volviéndola a ella sus prendas, le llevaron a él a la cárcel bien inominiosamente, diciendo que era un grande ladrón y que no bastaba holgarse de balde, sino robar a las pobres mujeres lo poco y malo que tenían.

Puesto Méndez en la cárcel para abonar su persona y salir della, no fue tan a la ligera ni tan barato que, demás de haberse quedado los cien reales por mostrencos, no le costase otros docientos reales. Digo que a no probar tan bien quién era, las costas en que al principio parecía que le habían de condenar más olían a galeras o azotes que a reales. Esto es para que se vea a los peligros que se pone un hombre honrado buscando lo que no ha menester y gastando el tiempo en lo que pudiera excusar.

—Notable ha sido el caso —dijo don Antonio—, pero déjase Leonardo por decir si escarmentado Méndez de lo que le había sucedido con la cortesana, no se atrevió a ir a llevar la carta al Hospital.

—No hace al propósito para el escarmiento de las calles — dijo Leonardo—, y por eso lo pasaba en silencio; que os prometo que por su camino es desgracia no menor que la referida, si bien esta es de risa y aquella es de lástima.

—En verdad —replicó don Diego— que nos la habéis de contar, con licencia del señor Maestro; que también hay sus peligros, y no pequeños, en encargarse un hombre de lo que no le va ni le viene, y más en tomar cartas cerradas; que ya yo he oído y leído desgracias notables, y de todo querría tener ejemplares y dotrina para escarmentar y aprender a vivir en el mundo que alcanzamos.

—Sea como mandáredes —dijo Leonardo, y prosiguió así: A pocos días de como salió de la cárcel tan escarmentado Méndez, llevada una buena reprehensión de su compañero (cuyo nombre era Ribera), desvolviendo unos papeles los dos, encontraron con la carta que les había dado el caminante para que la diesen en el Hospital al hermano mayor o al que hiciese oficio de superior allí; y viéndola, dijo Ribera a Méndez:

—Harto mejor hubiera sido acudir a dar esta carta que no buscar, como dicen, cinco pies al gato y dar con quién os costó dineros y os pudiera costar honra.

—Pecados son míos —dijo Méndez—; ahora bien, ya he caído en la cuenta. Más vale tarde que nunca: quiérome llegar a dar esta carta.

Con esto salió para el Hospital, pidió por el hermano mayor, llevole el portero a su celda y diole Méndez la carta con la cortesía posible, refiriendo el cómo y dónde, y quién se la había dado. Aquel padre o mayor hermano estimó el cuidado y le mandó sentar en cuanto leía la carta, por ver lo que se le avisaba en ella.

Iba leyendo la carta y suspendiéndose el Hermano Mayor, y a cada renglón que leía miraba a Méndez de los pies a la cabeza una y muchas veces, que vista la dilación y como no le despedía, dijo:

—Padre, yo dejo el compañero en la posada esperándome, tenemos negocios a que acudir juntos, pierdo tiempo y hágale mala obra; si acerca desa carta hay que acudir y yo puedo hacer algo que sea de provecho en servicio de vuesa caridad, yo volveré por acá mañana; y si se espanta y hace cruces de que me parezca tanto al hombre que me dio la carta en el camino, lo mismo hice yo cuando le vi a él la primera vez.

—No es eso —respondió el Hermano Mayor— de lo que me santiguo y espanto; espérese y tenga un poco de paciencia, que luego lo verá.

Y con esto, llamando al portero y hablándole al oído, de allí a poco espacio entraron hasta diez o doce hermanos; y cerrando la puerta de la celda, les dijo el Hermano Mayor:

—El que ven presente en hábito seglar es el hermano N, que ya saben que ha ocho años que anda fuera de la obediencia, distraído y perdido por el mundo: véanle la cara que es la propia, la habla y el talle. Esta carta es del Hermano Mayor del Hospital de la Ciudad de N; dice que no le quiso castigar compadeciéndose dél; me le remitió a mí: vuesas caridades vean lo que les parece que se haga, para que sea más en servicio de Dios, honra del hábito, el camino mejor y más suave para ganar esta alma perdida.

Méndez se levantó impaciente, y daba voces diciendo cómo había pasado la verdad del caso y cómo había tomado la carta, y que aunque era así, que era tan semejante en rostro, talle y en todo al hombre que se la dio, si aquel hombre era el hermano huido que ellos decían y afirmaba la carta, la culpa estuvo en el que se la dio; que él con buen celo la tomó y por hacerle buena obra; pero no era el hermano que la carta decía, sino un hombre natural de la villa de San Clemente en la Mancha, con casa, hijos y hacienda, y que desto daría bastante información. Pero viendo que nada bastaba, queriendo salirse por fuerza, los hermanos, por mandado del superior, con el menor ruido y escándalo que se pudo, persuadiéndose que era el hermano N, le quitaron las armas y el vestido de seglar, le raparon la barba y le dieron una muy buena diciplina, y después de haberle dado una gran reprehensión le echaron en el cepo.

El hombre perdía el juicio, daba voces, y fue tanto lo que dijo y hizo, que, de común acuerdo de todos, se llegaron dos de aquellos hermanos a la posada donde decía que estaba su compañero, y le contaron el caso y le trajeron a su presencia.

Así como vio Méndez a Ribera, comenzó a levantar más la voz y a decirle:

—¿Qué os parece de la crueldad que se ha usado conmigo por haber tomado aquella carta? ¿No me conocéis? ¿No sabéis quién soy?

A que respondió Ribera, no pudiendo contener la risa:

—Vos estáis tal, que no os conozco.

Y volviéndose al Hermano Mayor y a los demás, les dijo la verdad de quién era Méndez y el cómo había venido aquella carta a sus manos, y  reprehendió el desalumbramiento grande que se tuvo en no informarse primero bien, antes que llegaran a hacerle el agravio primero que le hicieron. Pidiéronle perdón los hermanos, volviéronle sus vestidos y dejáronle ir libre, aunque él iba tal, de impaciente y ofendido, que a no reportarle y consolarle su amigo y compañero, no sé en qué parara.

Últimamente hubo de prestar paciencia y estarse más de un mes encerrado en la posada, hasta que le creció la barba; pero luego que se vio de modo que pudo salir en público, dio priesa a acabar los negocios, y saliendo de Madrid juró de jamás volver a él, escarmentado de las desgracias que en él le habían sucedido.

—Paréceme —dijo don Diego— que en Madrid en todo hay peligro: en las calles y en las cartas.

—Ya lo veréis ahora —dijo el Maestro— en los avisos que os restan por oír.

AVISO CUARTO

Adonde se le avisa y aconseja al forastero que mire en qué manos da y en qué manera de hombres pone la solicitud de sus negocios.

 E

 

n mi tierra —dijo Leonardo— cayó un labrador enfermo, de mediana hacienda y capacidad: era la enfermedad desta que los médicos llaman angina y el vulgo garrotillo. El labrador vio su garganta muy apretada, dijéronle que tomase devoción con señor san Blas, obispo de Sebaste, y se ofreciese a él: que había Dios hecho muchos milagros por la intercesión deste santo en algunas personas que se habían visto apretadas desta enfermedad, y que por su intercesión (a lo que se podía entender piadosamente) les había dado Dios salud.

El labrador que le pareció bueno el consejo y deseaba verse sano, no sólo tomó devoción con el Santo, pero le prometió que si se veía con salud entera, le haría una imagen de bulto de todo relieve, y un nicho o arco a forma de altar, adonde le pusiese, en una de las paredes de la iglesia.

Cobró salud, y viéndose sano y obligado a cumplir el voto y promesa hecha, hacíasele de mal, porque le pedían por hechura de la una imagen como él la prometió, de treinta a cincuenta escudos: hacíasele caro el cumplimiento de la promesa, y andaba por los talleres de los ensambladores y escultores de los pueblos grandes y ciudades circunvecinas al mío, si había quien le vendiese un san Blas traído, porque no le quería nuevo, que era muy caro. Reían todos la extraordinaria petición y celebraban la nueva demanda juntamente con la miseria y avaricia del labrador, pues se veía nacer della semejante deseo de comprar barato y hallar lo que no podría ser.

Con todo eso, vino a su noticia que en cierta villa habían deshecho un retablo de una iglesia vieja para hacer uno nuevo: acudió allá y acertó a hallar una figura de san Blas antigua, que se la dieron por dos ducados, con que volvió contentísimo. Como era tan miserable, no se contentó con este ahorro, sino que cuando llegó a hacer el nicho y arco donde había de poner la imagen, también le pareció mucho lo que le pedían los albañiles y carpinteros, y él propio por sus manos trajo una escalera y un pico, y abrió un pedazo de pared de la iglesia en alto, y revocándolo con un poco de yeso bien a lo tosco, subió la imagen del santo arriba y la puso allí harto indecentemente.

Iba bajando la escalera sin mirar a la imagen, y como él no entendiese el arte y oficio que había hecho y quedase la base desigual y la imagen mal asentada, antes que él acabara de bajar toda la escalera, cayó sobre él y le dio en la cabeza, haciéndole una muy grande herida, tan peligrosa, que el labrador estuvo muy a punto y peligro de perder la vida, y le costó la cura y enfermedad más de docientos ducados, que no le costara la mitad si hiciera la imagen y el nicho como se lo había prometido al Santo; que esto tienen los dineros de los miserables y avaros: que por donde piensan ahorrarlos los gastan; que es el alma de la sentencia de nuestro proverbio castellano antiguo: El dinero del mezquino dos veces anda el camino.

—Donoso estuvo el labrador —dijo don Diego.

—Pues para que veáis —replicó el Maestro— cuánta verdad tenga lo que os iba diciendo de que hombres embusteros sobrados que andan en esta Corte con nombre de que solicitan negocios, median y tercian, tienen favor con personas poderosas, siendo todo esto mentira, con todo eso, se atreven a

sacar dineros de los recién venidos negociantes y pretendientes, oíd lo que me contó persona a quien se debía dar crédito, que le había sucedido a un buen hombre de tierra de Zamora que vino aquí a un pleito.

 

Novela y escarmiento sexto

L

 

legó a Madrid un labrador de tierra de Zamora en prosecución de un pleito, el conocimiento de cuya causa tocaba al Consejo Real de Hacienda. Era hombre no de mucho dinero, veníase por sus pasos contados y traía los procesos, que no eran pequeños, en unas alforjas que también venían sobre sus hombros. Al entrar que entró por la Puerta de Segovia, llegáronsele dos hombres vestidos de negro y preguntárosle que qué papeles eran aquellos, a que respondió que eran unos procesos en razón de un pleito que se había causado en su lugar sobre el arrendamiento de las alcabalas reales, y que se había de presentar ante uno de los secretarios del Real Consejo de Hacienda de su Majestad, y que por ser él persona a quien tocaba, por haber hecho unas fianzas de la seguridad de los papeles, se le habían entregado y venía en la prosecución del pleito a Madrid.

—¿Habéis venido a esta Corte? —le preguntó el uno.

—No señor —respondió el labrador—. Ni aun ahora quisiera venir, que no soy muy amigo de pleitos.

—Bien se os echa de ver —respondió el que se lo había preguntado—, pues habiendo mandado poner su Majestad tan rigurosas penas para los que vinieren a pleitos a esta Corte y no se registraren ante el Mequetrefe, os entrábades sin hacer caso de quebrantar esta nueva premática y ley, por lo cual, demás de haber incurrido en doce mil maravedís para la Cámara, habréis de estar treinta días preso.

Y con esto hicieron muestras de quererle llevar asido. El pobre labrador comenzó a temblar, y a hincárseles de rodillas y a decir que por amor de Dios se doliesen dél, que había cuatro días que caminaba a pie, cargado de aquellos procesos, y que por no llegar al dinero que traía para dar al solicitador, al procurador y a los demás, no había comido en todo el camino sino pan y uvas, y unas bellotas que había cogido de unas encinas en un monte; que él no había oído decir aquel oficio de mequetrefe jamás, ni sabía de tal registro; que si hubiera venido a su noticia, que al llegar a la puerta registrara los procesos y advirtiera al señor Mequetrefe o a sus oficiales para que se escribiera en el registro el pleito a que venía; que ya el yerro era hecho, que mirasen cómo se podía reparar de modo que él no entrase en la cárcel, y advirtiesen que él no había pecado de malicia sino de ignorancia: que se hubiesen piadosamente con él, que él lo quería servir.

Confirieron entre los dos lo que en esto se podía hacer buenamente; y el uno de los dos hacía muchas piernas, mostrándose muy enojado, a quien el otro parecía rogar, pidiéndole se doliese de aquel pobre hombre, a que replicó el otro:

—¿No sabéis que si se sabe esto nos castigarán a nosotros? ¿Para qué se publican las premáticas nuevas con trompetas y atabales en la Corte y en las ciudades cabezas de reinos, sino para que venga a noticia de todos? Lo otro, si vos y yo, que estamos puestos por guardas de aquesta puerta por orden del señor Mequetrefe, no ejecutamos a los que se entraren sin registrar ni cumplimos con nuestros oficios fielmente, ni podemos llevar con buena conciencia el salario que se nos da por esta ocupación.

—Ahora yo os pido —dijo el que parecía mostrarse más piadoso— que pasemos y disimulemos con este labrador, que me parece hombre de bien y sencillo, y que en él no ha habido género de malicia ni desacato contra los mandamientos reales; antes, si él lo supiera, me persuado yo que se hubiera registrado, como obediente a las justicias de su Majestad, a ley de buen cristiano y buen vasallo.

—¡Jesús, señores! —dijo el labrador—. Pondré yo no una vida, sino mil que tuviera, por no enojar a los monasterios de su merced del señor Rey.

Ministros queréis decir —dijo el que hablaba con él.

—Ministros o monstruos —replicó el labrador—, perdónenme; que de turbado no sé lo que me digo. Háganme a mí este servicio de que no me lleven a la cárcel, que yo les prometo de hacelles merced en que ganen muchos dineros con el aprovechamiento del registro del señor Mequetrefe, porque lo avisaré en toda mi tierra a cuantos pleiteantes vinieren, y todos registrarán sus pleitos o procesos; y miren, más valen dos en paz que ocho en guerra: ven aquí un real de a ocho como un hueso; déjenme ir con Dios, que Él sabe lo que se pasó para trocallo de cuartos en plata.

         Riyéronse mucho desto los que le tenían asido, llevárosle hacia una callejuela angosta, entráronle en el portal de una casa y allí le desvalijaron, y hallaron que en todo su poder no había sino ocho ducados; y después de muchos dares y tomares que hubo entre los tres, y que el labrador, entendiendo que ya estaba en las manos del verdugo y en la horca, se remitió a todo lo que ellos quisiesen, por bien de paz, de los ocho ducados le llevaron los seis y le dejaron los dos: uno para que comiese y otro para que diese a buena cuenta al solicitador del pleito.

Con esto le dejaron, y él se fue derecho a casa del solicitador, de quien traía nombre y una carta de la Justicia y Regimiento de su pueblo, y hallándole en su casa, le entregó la carta y los procesos. Ofreciose el solicitador de hacer la diligencia, pidiole dineros para el procurador y letrado, a que respondió el labrador, dándole una docena de reales:

—Señor, perdone su merced, que no doy ahora más porque no puedo más. Yo escribiré a mi casa y lugar para que me envíen dineros; que bien proveído venía yo, sino que los mostruos, o ministros, del Mequetrefe me cogieron en la puerta y me llevaron seis ducados porque no registré los procesos; y no he tenido a poca dicha haber escapado de sus manos sin estar en la cárcel treinta días y pagar los doce mil maravedís en que me parece están condenados los que no registraren sus procesos, parte para la Cámara y parte para el señor Mequetrefe.

—¿Qué diablos de mequetrefe ni qué registros —dijo el solicitador— son los que decís? Hermano, ¿venís en vos?

—Señor —volvió a responder el labrador—, la verdad es la que digo: seis ducados me han llevado para el señor Mequetrefe en la puerta de la puente de Segovia.

Y prosiguiéndo adelante, le contó todo lo que le había sucedido con aquellos dos hombres.

—¿Conocereislos vos? —dijo el solicitador.

—Sí por cierto —le respondió el labrador—, porque como me llevaban mis seis ducados, se me iban los ojos tras ellos. Por amor de Dios que se dé noticia deste oficio de mequetrefe y se sepa en todos los lugares, porque no habrá forastero que venga a pleito que no se entre sin registrar y incurra en las penas y le cueste su hacienda a cada uno.

—Callad, que sois un necio —le respondió el solicitador—; que no hay oficio de mequetrefe ni mequetrefa: esos serán algunos grandes ladrones vagamundos, que conociendo de vos que érades un asno, os echaron esa zancadilla contra vuestra bolsa y os estafaron a lo socarrón en esos seis escudos. Venid conmigo, que esa no es burla para que se pase en silencio.

Fuese con el labrador, diose parte a la Justicia, anduvo el nuevo oficio del mequetrefe celebrado con mucha risa por los escritorios y entre los hombres de negocios; pero aunque más diligencias se hicieron, los ladrones jamás pudieron ser habidos: el labrador se quedó sin sus seis ducados y con el diablo del oficio del mequetrefe se comió en más de dos casas de conversación por algunos días, y aun se lo atribuyeron a algunos que decían que no les venía mal, aunque, corriéndose dello, por que no parase en mayor pesadumbre, se hubo de poner perpetuo silencio al nombre de mequetrefe.

Novela y escarmiento séptimo

E

 

nviudó en Sevilla una mozuela criolla que había venido casada de los reinos del Pirú con un soldado, y como moza y libre y no de demasiado buenas inclinaciones, apenas acabó el

luto cuando dio en el lodo arrimándose a un gentilhombre mancebo, de buen talle, entre estudiante y valiente, de los que comienzan en Sevilla a ganar nombre de hombres de bien.

Habíase ya acuchillado una o dos veces, y aunque no mató ni hirió, no huyó, que son principios de la jerigonza valentónica.

Con todo eso, aunque por los padres o padrastros de la facultad matante fue aprobado y se gastaron en el día de su examen espadachil algunos tragos, roscas y ostiones crudos y se le dio la borla, con todo eso, no se inclinaba tanto Aguado (que este era su nombre) a esto de lo valiente cuanto a lo de ingenio y agudeza; y así, luego fue descubriendo más inclinaciones a sastre que a herrero, quiero decir que cortaba, sin seda y paño, lo que era bueno, y trazaba mejor un embuste y embeleco que Juanelo una casa o castillo. Era entre galán y lindo, calzaba puntos menos, cubría con el cabello las orejas, a lo inglés, hablaba en falsete, gastaba goma para los bigotes y alzacuello para el colodrillo; al fin, para decillo de una vez, ya que no era ninfa, tenía mucho de ninfo.

Picole a la criolla este tapador de espejo flamenco; son estas mujeres de allá, entre pardillas y españolas, viciosas y vivas: encontráronse Sancho con su rocín, andaban a Hazme la barba y harete el copete. Despolvoreoles la flor no sé qué alguacil del Alcalde de la Justicia, y ciertas primerizas estafas que se les probaron que habían hecho, ella a lo mulato y él a lo socarrón, con que salieron desterrados a letra vista; y a no haber buenos terceros y buen porqué, se vieran en mayores peligros, traspasándolos del mar Océano al Mediterráneo, sin ser jugadores de pelota de viento, a jugar palas de manos. Tomaron por buen partido el destierro, y recogiendo no sé qué dinerillos, que no eran pocos, y un ajuar de más ruido que sustancia, dieron consigo en Córdoba, aunque no había menester Aguado pasar por el Potro para ser padre de caballos voladores.

Allí, los días que estuvieron, como era tan gran quimerista y tenía tanto aire en los cascos, y la compañera a propósito para cualquiera trapaza y nueva invención de mentir y engañar (a que ayudaba aquella su carilla morena, lucia y bruñida como hoja de espadero nuevo, ojos grandes y cavos negros y aquello poco de cecear para remate de cuentas), dieron los dos en una de todos los diablos.

Entraron en Córdoba iguales, reducida toda su recámara a la que podía traer con sus personas un carro manchego, y salieron de allí para venir a Madrid, ella en un machuelo sardesco con jamugas doradas, cabos de plata, alzaprima de lo propio, y de repuesto una literilla del  camino para cuando le cansase el sardo, dos criadas un poco más morenas que ella, y ella por nombre la señora doña Lucía Pestaña, viuda de un caballero indiano que murió en Sevilla, que venía con ciertas pretensiones muy graves a la corte del Rey nuestro señor.

Aguado, que solía ser galán de la susodicha, amaneció transformado en su escudero y mayordomo, con media sotanilla de camelote, ferreruelo de perpetuán, el cabello llano, el sombrero sin oro, con dos o tres pajes a mula de la señora, uno para la almohada de estrado y otro, también pequeño, para recaudos (a que llaman mandaderos), y el paje de espada, que en casa es gentilhombre, en la mesa trinchante, en la sala portero, en la despensa contador, escudero junto a la silla y lacayo delante del coche.

Todo esto trazó, estudió y dispuso Aguado, que ya sellamaba Celinos, aquellos días que estuvieron en Córdoba, y todo esto fue fácil de ponerse en ejecución y prática, para el fin que adelante veréis, en aquella ciudad más que en otra, por amanecer y anochecer en ella unos que van de Madrid a Sevilla y se cansan, y otros que salen de Sevilla para Madrid y se arrepienten.

Otras ciudades suelen ser aduanas de registros y Córdoba lo es de desengaños; porque la mulata que sale de Sevilla de mala gana con sus amos para la Corte (así por lo que ella se sabe que deja, como porque los carreteros y arrieros en cuyas manos la dejan aquellos para cuyo servicio viene, ya en las veinte leguas la han desengañado lo que es Madrid y de la poca seguridad que hay, por la mucha justicia que se usa, para vivir, como en Sevilla, en la libertad mulatesca), procura allí escaparse, y húyese y escóndese; y el paje y el lacayo que salió de Corte en

servicio del que iba al oficio, o comisión o vivienda, experimentando que el amo no promete lo que cumplió y que va recogiendo las libreas y cercenando las raciones, también se procuró esconder en Córdoba y huir. Y así, hay tanta abundancia desta manera de gente: pajes, lacayos, escuderos, cocineros, mozos de cocina, mozos de cámara, cocheros, mozos de caballos, dueñas, doncellas, fregonas, mulatas, esclavas ahorradas; y como éstas y éstos a dos días no tienen que comer, fácilmente entran con quien se lo da a servir, como no saben otro oficio.

Todo esto he traído para que se entienda que otra persona de mejor ingenio que Aguado con razonable diligencia podía juntar en Córdoba mayor casa que él juntó, con la cual prosiguiendo su camino, llegaron a Madrid.

Tomó casa Celinos a su ama y señora doña Pestaña en barrios honrados, entre gente recogida; pagó luego en oro seis meses de alquiler adelantados, con que ganó crédito de rica su señora con el dueño de la casa y con la vecindad; púsose estrado negro, claváronse ventanas, dobláronse las celogías, renováronse los canceles, comprose silla de manos (y no se salía en ella sino muy a lo encubierto y a misa), recibíanse visitas pocas, y ésas casi como por torno.

Celinos, antes que se le acabase el dinero, comenzó a entablar sus enredos y embustes, que no fueron tantos los de Pedro de Urdimalas; compró un librillo de memoria, íbase por las calles de Madrid y, en encontrando algún caballero o hidalgo forastero de buen hábito, pegábase a uno de los criados o pajes de los que le parecía que llevaban la boca más abierta y pisaba más a lo zambo; informábase de quién era su señor, qué negocios tenía en Corte, qué pleitos o pretensiones, ante qué tribunal, cuál era su apellido y linaje, qué renta comía, en qué calle posaba, hasta hacer la información de manera que no le dejaba hueso sano, y antes de perderlo de la memoria, remitíalo a la de su libro, y de allí lo trasladaba en su casa con pluma y tinta a un libro grande, a modo de los de caja: de Debe y Ha de haber.

Otras veces se iba al patio de Palacio por las mañanas, a las tardes a las comedias o al Prado, casas de conversación, trucos o otros juegos, adonde mezclándose a lo que allí se trataba y haciéndose amigo de algunos, les sacaba del pecho sus intentos, sus negocios, sus pesadumbres, con que dentro de pocos meses, escribiendo esto como lo demás en el libro de caja, se vino a hacer dueño, entre otras cosas, de algunos pleitos y pretensiones desta Corte, que, según iban a la larga, parecía que no había de llegarles el cuándo tuviesen fin.

Por otra parte, la señora doña Pestaña no holgaba: íbase a las iglesias, y como llevaba criados y criadas y autoridad, débanle oído aquella a quien se acercaba (y nunca era a las de peor manto ni cara, sino a gente principal y poderosa), que como la vían tan compuesta y tan a lo viudo (informándose de sus criadas de quién era, y diciendo ellas como era una señora criolla muy rica que viniendo del Pirú a España murió su marido en Sevilla), todas la daban el lado y la admitían a conversación; y ella, con aquella carilla hechicera y aquella lengua donosa, sabía tan bien granjearlas y obligarlas, que en pocos meses se halló con tantas amigas y tan de buen hábito, que ya tenía hartas envidiosas unas de otras y a ella le faltaban horas para recebir visitas y pagarlas.

De todas era regalada, porque a todas sabía engañar con el mayor donaire y embeleco del mundo: a unas que las sentía con algún mal olor de boca, les prometía unos polvos de Indias para quitársele; a otras que se iban a Villavieja, ofrecía aguas destiladas para alisar y desarrugar el rostro; hasta para sosegar a muchas que sentía celosas de sus maridos, las hacía creer que tenía remedios eficaces y experiencias certísimas dello, que prometía, y que para todo daría remedio.

Hecha esta prevención por entrambos, lo que hacía Celinos1 era llegarse a uno de los que él ya tenía noticia, preguntábale en qué entendía, tras de qué pretensión caminaba o qué pleito le traía apretado, y decíale:

—Vuesa merced no me conoce cuán servidor y aficionado soy suyo y las razones que hay para que yo me ofrezca a su gusto y servicio.

Y apoyaba tan bien el cómo le conocía y de qué, que le obligaba a aquel con quien hablaba a que le diese entero crédito. Asentada, pues, esta mentira por verdad y hecho el agradecimiento debido a semejantes ofertas, proseguía Celinos diciendo:

—Y ¿qué es lo que le detiene a vuesa merced aquí en esta Corte tan de asiento?

El otro, creyendo que se podía asegurar, dábale cuenta de su pretensión o de su pleito.

—Pues ha venido de molde —respondía Celinos—; porque yo sirvo aquí a una señora viuda de todo lo bueno de España: persona es que, sin ser titulada, oye de mala gana a quien no la llama señoría. Tiene cabida con cuantos señores y señoras hay en la Corte: difícil cosa será la que ella no alcanzare si interpone su autoridad y favor, aunque esto hace de mala gana y pocas veces, porque es moza y trata de tomar estado, y de tarde en tarde sale, y a hurto; pero con todo eso yo buscaré ocasión para que vuesa merced la hable; póngase en sus manos y fíese de mí, y verá el suceso de su pretensión.

El pobre pretendiente o pleiteante, que pensaba haber resucitado de muerte a vida en haber hallado semejante favor y medio para conseguir lo que tantos años había que deseaba, no se hartaba de darle gracias, y abrazarle y ofrecerle su hacienda, y aun darle allí, de contado, ya los escudos, ya la joya, lo cual él tomaba, a fuer de estilo de médico rico, diciendo que no era menester y abriendo la mano; pero luego decía:

—Conmigo cumplido está, a mí no hay que regalarme; a mi señora procure vuesa merced obligar; que ahí está toda la llave del negocio.

—Pues ¿cuándo quiere vuesa merced que la bese las manos o vaya a su casa? —respondía el otro.

—No ha de ser de esa manera —decía Celinos—; mejor lo trataré yo: váyase vuesa merced esta tarde, entre cuatro y cinco, hacia los joyeros de la calle Mayor, hacia tal tienda; verá en el portal de la casa una silla negra, y dentro della una señora viuda y hermosa, echado el manto sobre los ojos, que ha de salir a comprar no sé qué cosillas esta tarde de su gusto. Allí me verá vuesa merced a mí descubierto entre otros criados que lo estarán alrededor de la silla. Hable vuesa merced recio y diga: ¡Oh señor Celinos, de casa vengo de buscarle; yo, que ya tendré hablada a mi señora, direla: Aquí está aquel hidalgo de mi tierra por quien supliqué a vueseñoría; y diciendo y haciendo, yo le daré lugar. Lléguese a la silla y ofrézcase a su servicio; cuéntele su negocio, pídale el favor para con quien lo ha menester, y calle y déjeme a mí. Ya yo sé que le ha de responder brevemente y no muy blando, ofreciendo que hará lo que pudiere con alguna tibieza; pero no por esto desmaye ni se me aparte de la silla.

Estas señoras salen a comprar una cosa de su gusto y antójanseles ciento, raras veces llevan toda la cantidad de contado: cuando ella dijere al mercader o joyero: Vayan poresto a casa, traviésese vuesa merced y diga: Así como así, tengo yode ir a casa de vueseñoría por este memorial, y me hallo aquí de presente con ese dinero: a mí me podrá mandar dar allá en casa, y ahorraremos a este señor que ocupe un criado; y aunque ella porfíe y diga que no, calle, y ponga el dinero en la tabla y déjeme a mí hacer, y fíese de mí y verá en lo que para su pretensión.

Con este artificio y estas trazas y enredos, unas tardes saliendo a las joyerías, otras a la platería, otras a los mercaderes de sedas, robaron Celinos y la señora doña Pestaña mucha cantidad de ducados, porque como a ella la veían entrar en las casas de tantas señoras y señores, y el agasajo y recebimiento que se le hacía en todas partes, persuadíanse los que negociaban por su mano que con todos podía lo que quería y les podía hacer suficiente favor y buen medio. Los que asentaban el pie llano y no trataban más que de sus pleitos y pretensiones, a dos o tres dádivas viendo que sus negocios estaban tan muertos como de antes, amainaban, aunque ninguno llegó a hablar a su señoría que lo comprase de balde; pero otros, que eran lindos y galanes, y que de pleiteantes saltaban a enamorantes, del primer voleo dejaban colgada la ropa de su libertad en el garabato de la viuda, y ella, que los sabía entretener y pelar, a pocos meses, cuando sentía que andaba dando las últimas boqueadas la bolsa, o fingía algún enojo o soñaba unos celos, o levantaba un testimonio al barrio o vecindad de que causaban escándalo las entradas en su casa tan a menudo de hombres tan mozos, con que poniéndole al pobre galán en la calle, le dejaba cual merecía su entontecida pasión.

¿Quién sabe lo por venir? A diferentes casos y sucesos dijo el otro poeta que estaban sujetas las más de las acciones humanas; demás de que no está tan salido de crédito aquel proverbio castellano Adonde las dan las toman, que se pudiese escapar de sus manos mi señora doña Pestaña: entre algunos de los pretendientes o pleiteantes mozos que le acarreó Celinos para que estafase, fue un mancebo dado al arte militar, don Lauro por nombre, galán en la persona y agudo en el ingenio; pretendía no sé qué de guerra, y hízosela tan grande con su buena presencia a doña Pestaña que desde que le vio se enamoró desatinadamente dél.

—Por vida de Leonardo —dijo don Antonio— que me digáis, que he deseado preguntároslo, ¿no reparaban esas señoras con quién ya tenía cabida, en que era mal nombre el de doña Pestaña?

—Vos habéis tenido razón en dudarlo —dijo Leonardo—, y yo tengo la culpa en haber calládoos que el nombre propio que se había puesto era doña Lucía, y el apelativo de Pastaña, o Pestaño; que el uno es muy antiguo en las Indias y el otro muy calificado en otras provincias.

Volviendo, pues, al principal intento, estaba tan enamorada de don Lauro, que, sin saberlo disimular, lo vino a entender y conocer el tal pretendiente. Tenía más de bellaco que de bobo don Lauro: comenzó a hacer piernas y a estarse en su casa, a fingirse enfermo, a formar celos del aire que pasaba, y él, que había dado no sé qué niñerías (cosa de poca sustancia, cual que medias de color de Italia, una telilla falsa de Milán, y algún paisillo flamenco), comenzó a dejarse regalar y a recebir las camisas de holanda a docenas y los pañuelos de puntas a cientos: hurtábase y pelábase en otras partes para dar en ésta. Olió el poste Celinos, y viendo que se habían mudado los bolos, y que si hasta allí los otros eran los estafados y él el querido, ahora él y los demás eran los pelados y olvidados, y don Lauro el amado y servido; comenzó a llevar mal esta nueva granjería, pesada para la frente y peligrosa para lo mal ganado.

El que era en la calle escudero, volviose, las puertas adentro de la casa, señor; sentenció a perpetuo destierro la amistad de don Lauro, y anduvieron de por medio no sé qué mojicones y bofetadas, amenazando a la señora doña Lucía Pestaña con que la volverían al estado de criolla si no arrimaba como gigante al soldado y le veía ni hablaba más en su vida.

No sé qué mercaduría es esta de querer bien, que todos los tratos admiten compañía y éste no; ni quiero creer lo que se dice por ahí, por lenguas maldicientes, de que hay quien sufra; hablillas son, y en materia de celos, habiendo razón para tenerlos, a las hormigas les nacen alas, y las liebres son leones, y ya hemos visto no hacer caso de personas que parece que pasaran por todo, y suceder hartas desgracias por los confiados.

Celinos andaba tan celoso y loco, doña Lucía Pestaña tan arrojada y ciega, que cuanto había cogido a otros lo iba poniendo en manos de don Lauro; hoy hurtaban lo uno, mañana faltaba lo otro, y, a la verdad, todo lo que se perdía, si lo buscaran, lo hallaran en poder de don Lauro. Habíale dado, entre otras joyas, no sé quién a doña Lucía una sortija riquísima de un maridaje de un rubí y un diamante; viola Celinos en poder de don Lauro y aquí fue donde se le acabó toda la paciencia y el juicio; aguardó que anocheciese, púsose debajo del vestido Celinos un muy buen jaco, y llegándose a la posada de don Lauro, le sacó paseando hasta el Prado, diciendo que tenía qué decirle de importancia.

Puestos en el campo los dos, y habiendo pedido Celinos a don Lauro no sé qué condiciones en que no vino bien (porque como no sabía la verdad de la historia y no tenía a Celinos por competidor, sino por criado de la dama de quien era querido), pensando que por su orden della le despedía, y que debía de haber otro amor nuevo, no respondió tan bien como debiera, antes le habló con tanta libertad y desigualdad que hubieron de venir a las manos. Teníanlas los dos razonables, y así, escaparon entrambos bien heridos, mas no las hubieron tan a solas: que acertando a pasar de ronda cierta justicia, que los prendió, dieron con ellos en la cárcel.

Don Lauro, viéndose herido, con la cólera, al tomarle su confesión dijo la verdad de cuanto había pasado. Andaba ya no sé qué mala voz en Madrid de doña Lucía Pestaña, y no se le daba ya entrada en todas casas ni a todas horas, como solía.

Con estos y otros indicios, y no sé qué presos que conocieron a Celinos desde que vivía en Sevilla por nombre de Aguado, le pusieron en el potro: cantó en bien bellaco tono lo que no debiera. Prendieron a doña Pestaña; de los criados, unos huyeron, otros pagaron: convencidos de sus delitos, sentenciáronlos a azotes, y a ella a perpetuo encierro en la Galera y a él a las galeras.

Despoblose Madrid y alquiláronse ventanas para ver semejante tragedia. El uno decía cuando los llevaban azotando: A mí me cogió docientos escudos; el otro: A mí tal joya, o tal pieza deplata. Las señoras hacíanse cruces, y no osaban decir lo que con ella les había pasado, corridas de haberle dado almohada en su estrado y puerta en su casa a semejante mujer. Duró un mes, y más, en Madrid que no se comía sino con los enredos y cuentos de Aguado y la criolla.

—Así es la verdad —dijo don Antonio—; que yo volví a esta Corte cuando estaba bien fresco en las memorias de todos el cuento.

AVISO QUINTO

 Adonde se le enseña y advierte al forastero que huya de los entretenimientos vanos y ocupe el tiempo en sus negocios, y se le propone el daño que se sigue de lo contrario

 

Novela y escarmiento octavo

T

 

enía un señor destos reinos pleito pendiente ante el Consejo Real de su Majestad, adonde se había traído con las mil y quinientas en grado de apelación de una de las Reales Chancillerías desta Corona. Era sobre la acción y derecho a una hacienda calificadísima: la renta más de diez mil ducados, y la jurisdición sobre cuatro o cinco lugares de buenas poblaciones y posesiones. Pareciole a este señor, para mejorar la solicitud de su pleito y pretensión, de dar la agencia y asistencia dél a un criado de su casa, en edad mozo, pero de ingenio agudo: señalole particular salario y gajes y enviole a Madrid.

Entró en esta Corte con la ostentación digna de la agencia de un tan gran príncipe: puso razonable casa, traía criados y aun galas (que no sé si son muy a propósito para negociantes), acudía a los negocios, si bien con puntualidad, pero no con la inclinación a ellos que ellos piden.

Aristóteles en el libro séptimo de sus Políticas y Cicerón en su Retórica, dicen: Al mozo más le tira el rato del entretenimiento del gusto que la asistencia a las obligaciones domésticas y a las causas forenses. Así lo hizo don Filarco (que este era el nombre deste nuevo agente y solicitador). Los señores y príncipes cuerdos y poderosos tendrán más mirado esto; pero verdaderamente siempre ha enseñado la experiencia que se tiene su vigor y

valor el dicho del otro poeta: Traten los herreros en hierro y los carpinteros en madera, que es decir que a cada uno se le deje ejercitar el arte y oficio que sabe y seguir la inclinación que le tira. No son los pleitos ni la solicitud dellos para hombres mozos, y más si pican de caballeros y señores. El mozo de buena sangre o arrastre la pica o sirva en el palacio del príncipe, y los papeles, la solicitud y procuración quédese a los que nacieron tratándolos y a los que mueren por salir con el pleito que tomaron entre manos: lo primero por la acción y justicia que parece tener su parte, lo segundo por conservar la opinión y nombre que tienen de hombres en su república, de famosos en entender lo que tratan y de venturosos en conseguir lo que pretenden; de donde nace la tercera razón, de por qué son fieles en lo que se les confía, y solícitos y puntuales: porque desean ganar cuatro reales para su pobre familia, y no los ganarían si perdiesen la buena fama y opinión ganada hasta allí. A mí a lo menos, si he de decir lo que siento, no me suena bien a los oídos don solicitador y don procurador; don Filarco así lo hizo: fuese por este camino de la mocedad y caballería: en casa del abogado y letrado estaba con el cuerpo y con el pensamiento en el juego de la pelota y en la casa del truco, pensando en qué se erró el partido que había hecho los días pasados con los que jugó, y cómo le había de hacer y con qué ventajas la tarde siguiente para no perder. Madrugaba antes que amaneciese, no guardaba siesta y salía a la una para visitar al señor que era de la sala adonde pasaba su pleito: parecía solicitud y puntualidad aquella diligencia, y era prevención para que le sobrase tiempo para irse con la mujercilla liviana y cortesana, adonde tenía apercebida ya la merienda o ya el almuerzo. Llamábanle en Palacio los porteros del Consejo para que asistiese cuando informaban los letrados de la parte contraria y suyos, y en vez de estar esperando en la puerta la hora, estaba en las tiendas de aquellos estranjeros mirándose al espejo para componerse el cuello, la nueva manera de polvos para azulalle, la goma para rizar el bigote y copete, los guantes para calzar y los estuches para dar. No son éstos la manera de hombres que ha menester la solicitud de negocios graves, y aun de menos entidad, como sean pleitos o negocios. Don Filarco, al fin, era don, y caminaba donde le llevaba su inclinación… No digo que el don es malo donde hay buena sangre que lo abrace y buena renta que lo conserve.

Entre algunas amistades de don Filarco en las casas de juego, en las comedias, en los festines y saraos, en las visitas de mujercillas cortesanas, fue la de Duardos, un gentilhombre paseante en Corte, buena capa, buen hábito, a tercero día zapato nuevo, guantes cada semana, tantos como los días, de galán talle, de razonable mesa, bien conocido y bien hablado…

Y sabido de qué se sustentaba esto, no llovía Dios sobre cosa suya; pero lo que le faltaba de posesiones le sobraba de ayudas de costa. Tenía una madre y hermana, la madre de humor mozo y la hermana golosa; aquélla consentía y ésta hurtaba, no digo que eran ladronas, sino matantes, ni quiero decir que acuchillaban ni reñían, pero picaban y parlaban; no capeaban, pero campeaban de suerte, con unas razonables caras y unos agudos picos de que las dotó Naturaleza, que no picaba pez en el cebo que no quedase en el garlito del pescador. Visitolas, que no debiera, en compañía del hijo y hermano, no sé qué veces don Filarco. Hizo lo que todos: dio de ojos, como mozo de medio a medio, en el lodo; enamorose de una vez por no regatearlo de tantas. Pudiera contentarse con la cara y conversación de doña Adelfa (que este era el nombre de la madre), que ni estaba tan pasada de memoria ni tan arrugada de rostro que no pudiera vivir a su lado y a su sombra cualquiera hombre de razonable talle y bolsa; pero no se contentó don Filarco con ser padrastro, sino que quiso ser cuñado de don Duardos.

Era este negocio muy grave, y entraba la conversación desta amistad muy en hondo; no se gastaban en aquella aduana sino excelencias españolas y señorías ginovesas; y para hacer competencia don Filarco con los arroyuelos de invierno de sus salarios y gajes, y las avenidas y sobresalientes de los gastos forzosos destos Corzos y Fúcares, no habiendo socorros de diez años para dar una merienda a la señora doña Petronila (que era el nombre de la hermana de don Duardos) si se le antojaba alguna tarde de ir a ver a la Casa del Campo aquel grandioso caballo de bronce que envió el serenísimo gran duque de la Toscana al Rey nuestro señor, con la imitación tan al vivo sobre él de la real persona de la misma Majestad católica. No reparó en nada desto el nuevo galán y cuñado de don Duardos; arrojose a este charco de los atunes poniendo el pecho al agua, como si no fuera este mar enseñado a tragar tantos ríos poco más de media azumbre (como dijo agudamente, hablando de Hero y Leandro, el ingenioso y agudo poeta cordobés).

Pero no pasaron muchos días que no se halló bien desengañado de su loca pretensión el pobre de don Filarco: los antojos de doña Petronila eran de tan larga vista, que nunca se quedaban en rubíes y esmeraldas: siempre llegaban a joyas de diamantes de a trecientos y cuatrocientos escudos; nunca mudaba vestidos de camelote de aguas o de pelo de camello; cuando variaba de colores, las guarniciones y bordados de las telas solían costar más que el gasto ordinario de la casa de un hombre de bien, demás de que siempre entraba en semejantes ferias un vestidillo al uso para don Duardos y una ropa de algún terciopelillo de Toledo para su madre.

Con estos y otros semejantes gastos vino a empeñarse de suerte don Filarco, que apenas había calle en Madrid por donde pudiese pasar seguro de que no le llamasen sus acreedores.

Crecía, con todo eso la pasión, y a compás della el desvelo de dónde se había de sacar el gasto para doña Petronila, su madre y hermano y demás adherentes. No sabía qué hacerse, veíase perdido… ¡qué no hará la desesperación en un hombre ciego!

No debía de tener buena sangre ni buenas inclinaciones, pues dio en tan grande maldad. Éntrase por la puerta de los agentes y solicitadores de la parte contraria, promételes que como se le acuda con tanta cantidad de dinero en cada un año, no sólo se irá poco a poco en el negocio, pero les avisará de todo lo que pasare, para que conforme a ello se defiendan, o, a no poder más, lo entretengan para que no los desposean.

Estaba la parte contraria en posesión de la renta, temía que le despojasen; llévase mal el venir de más a menos: acetaron el partido que les ofrecía. Dábale ochocientos ducados de partido cada año el príncipe o señor cuyo agente era, por la solicitud, y diole la parte contraria otros ochocientos cada año por que no hiciese nada. Nada tiene disculpa; todo fue mal hecho, el pedirlos y el dárselos; pero con esta invención y engaño pasaron doce o catorce años de dilaciones, y en todos ellos ni cayó en la cuenta de la vida que traía don Filarco ni se abstuvo de sus vicios y desórdenes, juegos y deshonestidades, y en vez de desempeñarse se empeñó más, y para acudir a los gastos de doña Petronila, que siempre eran excesivos, no bastando los mil y seiscientos de cada año, dio en mohatrero.

—¿Dábalas o tomábalas? —dijo don Antonio.

—¿Ahora se os olvida —respondió Leonardo— que era el que las tomaba? ¿No os acordáis una vez que nos dijo a los dos el desventurado, que había tomado una mohatra de disciplinas y túnicas que no podía salir dellas ni quien le diese una sola blanca?

—¡Estraña manera de mohatra! —dijo don Diego—. Tomarla de oro, seda, paño, plata, pase; pero de disciplinas y túnicas ¿cuándo pensaba ese hombre salir dellas?, supuesto que las mohatras se hacen para socorrer con brevedad las necesidades que se ofrecen.

—No os admire eso —replicó don Antonio—; que cada día se ven en esta Corte en razón deso cosas que no se imaginó que jamás pudieran dar hombres. Un hombre mozo, con inclinaciones de gastar, ya enamorado, ya jugador, ya amigo de fiestas y galas, que, o no lo tiene o aún no lo ha heredado, ¿en qué locuras no dará para cumplir con sus desordenados apetitos? Yo sé de cierto personaje, y no de los de por ahí, que, hallándose sin un real, tomó una de las más graciosas mohatras que vi en mi vida. Concertó con un pintor que le había de hacer dos mil retratos de las personas que él le señalase o dijese, vivas o muertas, y que había de fiarle la paga por cuatro años. Eran los precios que le daba por cada retrato excesivos, y el codicioso y el tramposo dicen que con facilidad se convienen.

Hecha la escritura y asentado el concierto, lo que hacía el que tomó la mohatra era irse hoy a un amigo, mañana a otro, y decirles: ¿Por qué no os hacéis retratar, pues ya está puesto en uso el retratarse? Cada uno daba su razón diferente, pero de ordinario todo venía a parar en decir: ¿Para qué quiero yo gastar ahora veinte o treinta escudos en retratarme? Decía el de la mohatra: Pues dadme cuatro o seis escudos y yo os haré retratar. Los otros, por gozar del barato, dábanle el dinero de contado, y el de la mohatra dábales una libranza por escrito que decía ansí: N, pintor: retrate a N, o a doña N, sin pedirles nada, y póngalo por mi cuenta.

Con esto él tuvo dineros y el otro pinturas, aunque después, al cobrarlo, el uno sintió más el pagarlo y el otro trabajó más en cobrar que en pintarlo, y en toda la Corte se rio la mohatra.

—Dejadle proseguir su cuento —dijo el Maestro—; que nos desazonáis a los que estamos con gusto de oírle.

—Lo que queda por referir —dijo Leonardo— es tan malo, que más valiera dejarlo aquí.

—¿No veis que se cuenta —dijo el Maestro— para escarmiento de don Diego y de los demás negociantes y pleiteantes? Ya yo sé el fin que tuvo, y me duele harto el acordarme dél; pero para eso se cuenta.

Con que prosiguió Leonardo, y dijo:

—Estas mujeres de Corte distraídas, cuando se ven pasado lo mejor de su vida y que ya ni las festejan tanto ni las dan tanto, las más dellas dan en lo que dio ésta: con lo que había ahorrado de los gastos de don Filarco y de otros que había pelado a hurto, compró una razonable casa y buena parte de ajuar para ella, y puso los ojos en un mozuelo tratante, no de mal talle, hombre aplicado y que con acudir a las ferias y hacer sus empleos, ya en mulas, ya en ganado de cerda y algunos cordellates y paños bastos, medias de aguja, estambre hilado y otras cosillas semejantes, iba creciendo en crédito de inteligente y ahorrador. Aficionósele, y pareciole a propósito para acabar a su sombra aquella su vida distraída y libre; admitiole en casa, y no pudo ser tan a escondidas que no lo entendiese don Filarco.

Formó quejas de la novedad; ella al principio comenzó a excusarse, pero últimamente quitándose la máscara (no la de su cara sino la de sus cautelas y engaños) para taparle la boca con el buen color del fin que pretendía, al cabo al cabo le vino a decir que si él no caía en la cuenta, ella había caído; que fin habían de tener las cosas, y más era razón que le tuviesen las que de suyo no eran buenas; que ella tenía alma y temía a Dios, y que bastaban catorce años de mala vida; que aquel mancebo se había ofrecido, que era de buena gente y tenía razonable caudal y se quería casar con ella; que ella quería vivir en servicio de Dios lo que le quedaba de vida, y que donde él no diese lugar a ello, ella procuraría que se pusiese remedio por justicia.

—¡Oh traidora, mala mujer! —respondió él—. ¿Después de haberme consumido más de quince o veinte mil ducados de hacienda y lo mejor de mi vida y años, sales con que quieres casarte con otro? Pues ¿cómo? ¿Para parlar y hablar de prestado te parecían humildes y cortas las mayores grandezas de los mayores príncipes desta Corte, y para lo que ha de ser propio y ha de durar para siempre, te abates y humillas a contentarte con un pobre mozuelo tratante? Pues si yo entendiera o alcanzara de tu gusto y ventolera, de tu libre vida y distraídas costumbres, que te habías de rendir y sujetar en algún tiempo debajo del yugo del matrimonio, quien te ha querido tanto como yo, ¿en qué reparara en casarse contigo? ¿Sabes tú que por acudir a tus desordenados y excesivos gastos he sido traidor y desagradecido a aquel cuyo pan como? Ni he reparado en la reputación de mi persona ni en el crédito de mi honra. Y cuando pienso que te tengo más obligada y más mía, ¿sales con que has puesto en otro los ojos y le quieres no menos que para marido?

Aquí fue adonde turbándosele el juicio, no acertando a hablar, repitiendo muchas veces esta palabra: ¡Otro para maridoque yo! metiendo mano a la daga, arremetió a ella.

¡Oh secretos juicios de Dios! ¿Quién no teme su justicia? ¿Quién no considera los ocultos caminos de sus juicios, y tiembla y se encoge, pensando que ha de haber hora de dar la cuenta de todo, y que plega a Dios que le den lugar para que la dé? La mano y la daga tenía levantada don Filarco, casi ya cortando las tocas que caían sobre la cabeza de Petronila (que no escapó tan bien que no quedase mal herida en ella), cuando entrando el mozuelo que había de ser el desposado, a quien dio voces Petronila que la socorriese y vengase, sin reparar en otro que el caso que veía presente, le dio a don Filarco una estocada por las espaldas, de que cayó diciendo a voces:

—¡Jesús, confesión, que me han muerto!

Ella y el mozuelo, dándole lugar el herido por ahogarle la sangre y estar caído en tierra, se desaparecieron de modo que hoy es y no se sabe dellos. Acudió el barrio, vino la Justicia, volvió un poco en sí el herido, cuanto pudo declarar quién le había muerto, la razón de la pendencia, las muchas deudas y mohatras de que estaba cargado, la traición que había hecho a su señor de recibir los ochocientos ducados de la parte contraria cada año, pidiendo a Dios a voces perdón de todo, pero esto con tanto atropellamiento y priesa, que de allí a un instante espiró: cosa que dejó absorta y espantada a toda la Corte, escarmentados a hartos y acobardados a otros muchos para hacer confianza unos hombres de otros, y más de los que no se conocen ni tienen entera satisfacción.

AVISO SEXTO

Adonde se le avisa y enseña al forastero se guarde y huya de otra manera y suerte de hombres que de

ordinario andan en la Corte, cuyo trato y conversación también es peligrosa y dañosa.

 

Y

o, señores, tengo larga experiencia, por los muchos años que ha que en esta Corte vivo y habito, que, demás de los hombres ociosos y sobrados, invencioneros y cavilosos de que hemos avisado y advertido al forastero que se aparte y guarde, hay otras muchas diferencias y géneros dellos, que al principio parece que es de poca consideración el daño y perjuicio que su comunicación y trato puede hacer; tocado después con las manos, se han visto ser notables los que se han seguido a los que los han admitido y tratado.

Primeramente, hay una manera de hombres en la Corte, que quien los conoce bien les ha dado el nombre que se les debe; y así, les llaman pegadillos, porque bien ansí como entre la obra de manos de Medicina y Cirugía se usan para contra caídas y dolores una manera de emplastos o parches a que llaman pegadillos (porque no se desapegan ni desasen de la parte a que los aplicaron hasta que o chupan el humor o quitan el dolor), así este género de hombres que digo, si una vez se os hacen encontradizos y se arriman a vos y os güelen que sois forastero y traéis dinero fresco, no se desapegarán de vos hasta que os acaben o la paciencia o la bolsa, y muchas veces entrambas.

Acuérdome que, recién forastero y nuevo yo en esta Corte, la primera vez se allegó a mí un hombre de buen talle y hábito, y viéndome preguntar por la casa de cierto consejero, me dijo adónde era y me acompañó hasta allá. Entró dentro, habló con los criados, diose tan buena maña y diligencia, que, aunque tardamos un rato, al fin me dio audiencia aquel señor del Consejo. Yo salí de allí agradecido, y queriéndome despedir dél en la calle diciéndole que bastaba la merced que me había hecho sin haberle servido en nada, que yo iba hacia la calle Mayor a comprar no sé qué niñerías de encomiendas; a que él respondió que de ninguna manera me dejaría, porque si en algo me había servido en casa del señor del Consejo, más me podía servir en aquello (porque allí tenía particular conocimiento con aquellos joyeros y me podía hacer haber aquellas cosas con más comodidad), yo procuré excusarme y excusarle, y con todo eso, porfió tanto que hube de llevarle conmigo; y si se ha de decir todo, no me hizo mal tercio en la compra. Era tarde, corría ya la una; preguntome que adónde tenía posada, y señalándole yo parte donde la tenía, que era a los Caños de Alcalá, él me respondió que como hombre que sabía más bien la tierra y el lugar, me llevaría por parte que me diese menos el sol, que le hacía a esta sazón bien grande, respeto de estar los días caniculares en su principio. Vile tan cuidadoso de mi salud y tan diligente en mis negocios y tan cortés y aprovechado en mi favor (que, aunque yo le porfié, no hubo remedio, sino que se cargó, aunque yo no quise, debajo de su capa, de algunas cosas que no pudo llevar el esportillero), que, puestos en mi posada, me pareció demasiada grosería y cortedad no convidarle a comer, a que se hizo él poco de rogar, diciendo que lo acetaba por no volver con la siesta hasta su casa. Añadimos a la pobre olla de forastero un poco de fruta y unos pasteles; comimos y parlamos, y haciéndose hora de salir a negociar, no fue menester poco para despedirle de mí.

No era, pues, amanecido otro día, cuando mi hombre estaba en mi aposento; diome los buenos días; dijo que pasando de San Jerónimo, de adonde venía, le pareció que no cumplía con la voluntad y amor que me había cobrado si se pasara sin saber cómo me había ido aquella tarde de negocios. Yo le agradecí el cuidado, y diciéndole si quería desayunarse, a lo que él respondió que por haberse sentido la noche antes con un poco de dolor de cabeza se había acostado sin cenar, y que yo comía tarde, que sería bien que nos desayunásemos antes de salir de casa, aunque no fuese sino con un bizcocho mojado en un poco de vino de lo caro, que con esto se solía hallar él bien, a esa cuenta repliqué yo:

—¿También me quiere hacer merced hoy de honrar mi posada y comer conmigo?

—Siento tanto —dijo— el comer solo, que por gozar de su buena conversación de vuesa merced me quedaré de mucho gusto; demás de que no quiero comer el pan de balde: desayunémonos y vamos a negociar lo que hay que hacer, que a todo vengo dispuesto.

Vista su resolución, hube de prestar paciencia; y supuesto que, como él decía, había de comer mi pan, valime de su razón y ayudeme dél para saber las casas de aquellos con quien había de negociar.

No pudimos despachar nada por la mañana; comimos y volvimos sobre tarde, y fue de modo que eran las diez de la noche, y no pudiendo apartarle de conmigo, fue fuerza que, como comió, cenase. Yo le previne de que yo no cenaba carne, por tener flaco estómago. Él me respondió que se holgaba que hasta en esto nos pareciésemos; que tenía por cosa sospechosa para la salud cenar mucho; que su cena era unas lechugas o borrajas cocidas, dos huevos en cáscara, frescos y blandos, y un bizcocho y unos granos de anís. Hízose así. Después de haber cenado, deseando yo abreviar y despedirle, él alargó la conversación de modo que ya eran las doce; a que él añadió otra que yo no esperaba, que fue la del decir que él vivía con un hermano suyo de mala condición; que era tan tarde, que no se atrevía a desasosegarle; que hiciese a la huéspeda que hiciese una cama, que él la pagaría; y yo haciendo muy del cortesano y muy del obligado, me corrí de oírle decir semejante cosa, y añadí que todas las veces que quisiese y le fuese de gusto la haría yo hacer; palabra que él tomó tan de veras y con tanta puntualidad, que en tres meses que estuve de aquella vez en la Corte, jamás faltó a comida, cena y cama; y aun si parara aquí…; pero algunas veces se alargó a sacarme, por gentiles trazas, para zapatos, medias, cuello y sombrero, y aun alguna vez para la comedia; de modo que sin haberle menester (porque, como sabéis, yo siempre me he servido de un hombre con espada y otro sin ella), halleme con un mayordomo, demás de un solicitador o agente, y un compañero de mesa y aposento; que en la mula estaba para irme y en el camino, y allí entendí que no se desasiera y desapegara de conmigo.

¡Mirá si a esta manera de hombres con razón les dan el nombre de pegadillos!, de que no hay poca abundancia en esta Corte.

—¡Notable suerte de gente! —dijo don Diego—, y me habéis hecho grande bien en avisarme.

—¡Si no hubiera más de ésos! —replicó Leonardo—; pero hay infinidad dellos, hay los capigorras y mílites.

—Holgaré de que me deis a entender esos nombres —replicó don Diego.

—Eso haré de buena gana —dijo Leonardo— con licencia del Maestro. Cuanto a lo primero, los mílites son un género de gente de razonable hábito, que, aunque vistan de negro, traen medias de color, jubón de gamuza, plumas en el sombrero, plateado y guarnecido el aderezo de espada y daga, bigotes robustos, aspecto terrible, que pisan por la calle Mayor como en campaña a compás de la caja; acuden a las lonjas, saben nuevas, tienen avisos de los intentos del Turco, las revoluciones de los Países Bajos, el estado de las cosas de Italia, descubren nuevas Indias, y, últimamente, a la una del día comen si se lo dan; y aunque no hayan salido sino hasta Cartagena a despedir una compañía y a embarcalla, se llaman los señores mílites. Suélense hacer convidados sin convidarlos, piden prestado, fiado a no volvello, comen a costa de los que han de matar. Yo os prometo que habiéndole dado a uno mi mesa y casa más de seis meses, ofreciéndoseme en la Puerta del Sol una pendencia con un hombre que se arrojó conmigo algo de palabras, hube de reñirla yo por mi persona, y me valió el saber yo menear los puños, que, donde no, me matara mi enemigo; y este tal mílite, en todo el discurso de la pendencia, no sólo fue para desenvolverse en mi favor, pero ni aun para poner paz; con que él corrido y yo enojado, deshicimos la compañía para siempre jamás; y déstos lo que ha de hacer don Diego es huirles el aire y guardarles la boca; y si alguna vez encontrare con alguno, darle de comer caridad es; oírle, tiempo ocioso; y creerle, cosa peligrosa. Si se le ofreciere alguna pesadumbre, ríñala y averígüela por su persona, y no sustente valientes o hablantes de ventaja, por mejor decir, porque dos cosas decía un hombre, gran cortesano, que eran malas para compradas: la valentía y la honra; porque en la una lo barato es caro, y en la otra lo verdadero es falso.

Hay otro modo y suerte de gentes, que se llaman capigorras, los cuales con hábito de hombres estudiosos y de escuelas, se entretienen en esta Corte vanamente; unos haciéndose astrólogos, sacando pronósticos de las cosas por venir, anunciando sucesos, levantando figuras, haciéndose oráculos, siendo la verdad que en toda su vida abrieron libro ni estudiaron proposición de Astrología. Otras veces se hacen conocedores fisonómicos: declaran por las rayas de manos cuando se hallan entre gente ignorante y fáciles de persuadir, como son mujeres, adonde muy a lo gitano les venden el gato por liebre, diciéndoles desde una mentira hasta ciento. [...]

        —Cuando yo andaba en hábito de estudiante en Madrid —dijo don Antonio— me sucedió con uno déstos una cosa graciosísima; a lo menos, sin ser yo gracioso, me enseñó a decille una gracia o donaire que se celebró no poco. Había yo acabado de hacer un manteo y sotana de unas lanillas que se usaban entonces, traídas de Ingalaterra y Flandes; traía este señor licenciado, que se me había dado por amigo, un manteo y sotana de una bayeta que no había en ella más de la memoria de haberlo sido; que, como decía bien otro amigo mío, aquel proverbio antiguo Rábanos y queso tienen la Corte en peso, se ha de entender así: rábanos y queso tienen en peso los estómagos y la bayeta los cuerpos.

Pues llegó a mí un día el bueno de mi licenciado, diome cuenta de que ciertos deudos suyos principales habían venido a esta Corte, y que para visitarlos, por no ir en tan ruin hábito, que le prestase yo mi manteo y sotana, que, hecha la visita, me lo volvería al punto. Yo no tuve cara para negárselo, que por esto se llaman gentileshombres, literatos o semiliteratos, capigorras: porque no sólo se hacen gorras de la comida, si una vez se la dais, sino de la casa, vestidos y dinero, coche, caballos y criado, y aun otras veces de otras cosas que entran más en hondo.

Vistiose el manteo y sotana, y vínole por mis pecados tan al justo, que parece que se había hecho para él, tanto, que no sólo pareció que se había hecho para él, sino que era él el que lo había hecho, según lo iba deshaciendo sin querérselo quitar.

Venía un día cansado y díjome:

—Comamos, que os prometo que vengo hecho una pera de molido.

Respondile yo:

—¡Ojalá vos fuérades pera y no hombre!

Y replicándome él que para qué, dije yo:

—Para mondaros y quitaros la corteza, que es mía.

Entendió el símile y comparación, y aunque no era de cera ni se corría de nada, confundiole la sentencia y picole a gracia, y cayó en la culpa y yerro que había cometido, y quitose el manteo y sotana a tiempo que, aunque yo no era rico ni entonces estaba heredado, pareciera más pobre de lo que era si me lo volviera a vestir; y así, volviéndoselo a dar, le dije:

—Hasta aquí le habéis traído por fuerza; desde ahora le traed por mi gusto.

—Con razón —dijo don Diego— se celebró el dicho, porque verdaderamente fue agudo y mordaz. No os divertáis de lo que nos íbades prometiendo destos capigorras o estudiantes falsos, acerca de los daños que hacen con fingirse astrólogos y matemáticos, quirománticos, adivinadores, o por mejor decir, embusteros: podrá ser que de ahí salga algún ejemplar escarmiento como yo le he menester, porque soy tentado por saber cosas nuevas, y si no me espantáis las orejas con algo que me haga asombro, me sirva de freno, podrá ser que me pierda por ahí más que por otra parte, porque soy amicísimo de saber.

—Algunas cosas —dijo Leonardo— han sucedido, unas de risa y otras de lástima. Oíd lo que me contó cierta persona los días pasados.

 

Novela y escarmiento nono

T

enía cierto hombre deste lugar, hombre de tratos y de negocios en diferentes mercadurías, altas y bajas; al fin, por decirlo de una vez, hombre ocupado en materia de ganar hacienda, una mujer muchacha y hermosa, en quien jamás había tenido hijos. Son los hijos una de las trabazones y lazos que hay en el estado del matrimonio que ayudan a conservar la paz y el amor de los casados, y tal vez de no haberlos resultan

algunas desazones y sinsabores, si bien en los que son buenos casados y buenos cristianos pequeña ocasión es ésta para la obligación que hay para conservar la uniformidad conyugal.

Una mujer muchacha, de buena cara, de ojos despabiladores, cascos livianos, pies sueltos, amiga de galas y de inclinaciones ruines, casada con un hombre rico, más inclinado a ganar hacienda que a decir amores, compuesto de costumbres, ni demasiado curioso ni demasiado mozo, aquí sin mucha astrología se suele adivinar el suceso: viviendo en Corte, sobrando la hacienda y no faltando la libertad, uno de los muchos paseantes que hay en Madrid (que se llaman paseantes de a pie y de a caballo, que otros por otro nombre les dicen aventureros porfiados, porque en todas calles pisan y a todas horas pasean) dio en pasear y solicitar esta mujer casada.

El negocio llegó al peor estado que pudo: que persuadida de las mentiras del hombre, de su talle y algunas dádivas bien flacas, se rindió, que no debiera; y como estos enamorantes cortesanos, ricos de palabras y pobres de obras, primero estudian en cómo han de enamorar y luego en cómo esquitar lo que dieron, cuando vio caído el pájaro en la red, íbala pelando suavísimamente, y entre otras cosas que la quitó fue una riquísima sortija de diamantes: habíasela dado su marido a ella cuando se casó, respeto de estimarla en mucho, por haber sido de su padre y abuelo.

Pidiole un día el marido la sortija para cotejar el diamante con otro que le vendían; y como no la tenía en su poder, pareció que satisfacía al marido con decir que se le había perdido, cosa que el marido llevó mal y mandó que desvolviese toda la casa de alto abajo para buscarle, y no sólo esto, pero amenazó a la mujer, si no parecía la sortija, de que serían desde aquel día malos amigos, porque era argumento de poco amor hacer tan poca estimación de lo que él tenía en tanto. Aunque la mujer de suyo era libre y soberbia, con todo eso se acobardó y temió al marido. Estaba tan abrasado por la pérdida de la sortija, que diera gran parte de su hacienda porque pareciera. Tenía por amigo a uno destos matemáticos o astrólogos, que algunas veces comía en su casa sin convidarlo: pidiole encarecidísimamente que echase un juicio y alzase una figura sobre en qué parte estaba aquella sortija, y si había de parecer o si se la habían hurtado a su mujer: que es una de las cosas más perniciosas y peligrosas que hay en esto, que dicen que saben estos astrólogos y matemáticos el adivinar los hurtos, de donde se sigue de semejante permisión grandes daños y inconvenientes para las haciendas y aun para las conciencias, y aun un universal escándalo en los ánimos de los que se precian de buenos cristianos.

El susodicho licenciado huésped del tendero no sabía más astrología que un caballo; tenía unas Efeméridas y unas tablas de mágico y una esfera de Sacro Bosco, más por cumplimiento que por entenderlas, como libros de médico de aldea, con que tenía persuadido al marido de aquella dama que era otro Can o Zoroastes. Pidiole que mirase esto de la sortija, y ofreció de hacerlo con ánimo de decirle dos mentiras cuando le apretase, como me contó a mí cierto hombre de crédito (porque era un gran señor y príncipe que tenía en su casa, viviendo en Sevilla, un comprador o despensero que hacía estos pronósticos

de si ha de llover, si ha de ser bueno el año, y como lo supiese este señor a quien servía y le preguntase que cómo hacía aquello sin saber latín ni haber estudiado jamás, respondiole: Señor, esto hago por entretenerme y sacar cuatro reales a costa de los

labradores que lo creen como si fuera verdad, y lo que hago es: tomo un Almanac o Pronóstico del año pasado y póngolo todo al revés, de modoque adonde dice que se ha de coger mucho trigo, se cogerá poco; y si dice que tal día hará sereno, digo que hará nublado; y he tenido tal dicha, que dos o tres años arreo ha sucedido como yo lo he dicho, con que he ganado la mayor opinión de astrólogo de todo el mundo. Riolo mucho este señor, pero mandole que de allí adelante no lo hiciese. No sé si le obedeció, pues andan tantos pronósticos).

Nuestro licenciado era desta manera de astrólogos; con todo eso, como tenía más de socarrón que de letrado, y deseaba conservarse en la amistad del tendero, echose a soñar sobre qué se podía haber hecho la sortija: dejó de poner los ojos en las nubes y las manos en el astrolabio, que no entendía, y púsolos en la facilidad de la mujercilla y en algunas conversaciones que admitía; y como es mal ladrón el de casa, fue con más malicia aquellos días mirando en un hombre que paseaba más que otros la casa y calle, y dio en mirarle de los pies a la cabeza, y luego haciendo un juicio con la astrología de las tejas abajo, dijo: Esta mujer ha dado esta sortija a este hombre.

Y haciendo y diciendo, hallándose solo con la mujer, le dijo así:

—No es cosa nueva que un hombre quiera a una mujer y una mujer a un hombre, y más en esta Corte, adonde una buena cara de una mujer y la mucha solicitud de un cortesano holgazán son como el codicioso y el tramposo, que luego se encuentran; y llegado el negocio a que se quieran bien, tampoco es dificultoso de persuadir que a compás de como se quieren se regalen, pues obras dicen que son amores y Dádivas quebrantanpeñas, y la fineza del amor consiste no en esperar a que se pida lo que se apetece, sino en adivinar lo que se desea y madrugar a darlo antes que se imagine lo que se quiere pedir. Estas son las finezas de amar, que estotras son fullerías de pelar. Todas estas salvas os he hecho para que sepáis que soy perro viejo, que nada me espanta, porque por todo he pasado. Yo he echado de ver (porque ya sabéis que soy astrólogo y medio adivino) que queréis bien a cierto gentilhombre, no de mal talle, vestido de luto, que ya vos me entendéis. Yo sé que los días pasados, burlando este hombre con vos, os quitó de las manos aquella sortija de diamantes por que anda tan penado vuestro marido; ya sabéis en lo que él la estima, a ese galán le es de poca consideración, y cuando queráis obligarle y regalarle, en vuestra casa hay harto con qué; dad traza como la sortija parezca y se vuelva, que os va toda la paz de vuestra vida con vuestro marido, que de mí haced cuenta que esto cayó en un pozo: más me cabe en el estómago.

La mujer, si bien al principio comenzó a negar, y aun a enojarse con el estudiante, al cabo al cabo (al fin, como mujer), persuadida de que aquel hombre sabía aquello por arte del Diablo (porque había sido decir mentira y sacar verdad, pues estuvo su fortuna del estudiante en hablar acaso y dar en el caso como había sucedido), ella toda turbada, robado el color del rostro, comenzó a llorar y a decir:

—Vos, señor, sabéis mucho. Esa es la verdad: yo di esa sortija a ese hombre; temo pedírsela porque le quiero bien, temo a mi marido porque estima la sortija; deseo que vuelva a mi poder y no sé cómo; en vuestras manos pongo mi vida y mi honra, y aun mi gusto: pues sabéis tanto, aconsejadme lo que deba hacer para que salga bien del peligro en que me veis puesta, que os doy la palabra que si hasta aquí no os he sido buena amiga y he reñido a mi marido porque os traía a comer tan a menudo y os presta tantos dineros sin tener vos de qué volvérselos, que desde hoy en adelante os seré leal y fiel servidora, haciendo buena cara y aun buena correspondencia a todas vuestras necesidades.

El estudiante agradeció esta oferta, y protestando ante todas cosas el silencio y secreto, le dijo que pidiese al amigo la sortija diciéndole la estimación que su marido hacía della, y si reparaba en el interés y el valor, que le diese otra joya que valiese dos tantos, y que si picaba en celos y en sospechas de que era de otro para darla a otro, que cuando la viese fuera de su mano o de la de su marido, tomase la venganza que le satisfaciese más en cualquiera de los dos. Pareciole bien a la mujer este consejo, y que el galán vendría en darle, pero añadió a esto:

—Vuelta la sortija a mi poder, ¿cómo tengo de decir que ha parecido?

—A eso —respondió el estudiante— también diré lo que se ha de hacer: luego que tengáis la sortija, id a uno de vuestros cofres adonde más ropa tenéis y ponedla en el suelo dél debajo de la ropa; dadme las señas del cofre y de la parte adonde está, y dejadme a mí lo demás.

Con esto la mujer se partió agradecidísima. Hízose todo como había dicho y aconsejado el dómine, y de allí a dos días llegose el estudiante al marido, y abrazole y díjole:

—Gracias a Dios, que ya no se perderá la sortija de los diamantes que vuestro abuelo dio a vuestro padre y vos a vuestra mujer.

—¿Qué me decís? —respondió el marido—, que no me podíades dar nueva de mayor gusto y contento; ¿hurtáronsela o perdiola?

—A la mí fe, que me ha costado —respondió el estudiante— un buen porqué el sacarla de rastro, porque no ha quedado libro de astrología que no he revuelto. Dentro de vuestra casa está la sortija, en una cuadra adonde, entre otras cosas, están puestos arreo tres cofres de pellejo de caballo; en el postrero, que está debajo de una ventana, en la parte que mira al Oriente, en el suelo del mismo cofre, debajo de una pieza desta manera de telas blancas que llaman cotonía, se le cayó a vuestra mujer sacando otra pieza de tocas que allí tenía; llamáronla de priesa cuando quería volver por la sortija y cerrar el cofre; puso el cuidado en el negocio que la estaban diciendo, cerrolo y olvidola; vino la noche, acostose, y cuando a la mañana hizo memoria de la sortija, nunca pudo dar en si se le había caído, si se la habían tomado; pero vayan al cofre y veréis cómo es verdad lo que os digo.

Fueron allá al momento, hallando las propias señas que le había dado y la sortija en la parte que decía, con que ganó notable crédito de grande astrólogo y matemático con el tendero o tratante, y por el consiguiente con la mujer, por lo que queda dicho. Pero no paró aquí el suceso del caso, porque como la mujer vivía temerosa, persuadiéndose a que el estudiante por su astrología y ciencia sabía todo lo que ella hacía, dio en regalarle y acariciarle, y la que hasta allí gruñía y reñía su asistencia en casa y lo que el marido gastaba con él, ahora era la primera que le favorecía, y que le repartía en la mesa el mejor bocado y le socorría sus necesidades a hurto del marido.

Todo esto se le hizo muy de nuevo al señor de casa, y comenzó a sentir mal dello, y habiendo hallado familiarmente y en secreto hablando a horas extraordinarias al estudiante con su mujer, lleno de celos y de impaciencia, le llamó aparte y le dijo así:

—Señor astrólogo o matemático, o lo que es: teniéndole lástima por haberle conocido en mi mocedad en Salamanca, ya sabe que sin otras obligaciones, desde que un día me llegó a pedir en esta Corte ocho reales prestados contándome sus trabajos y pobreza, todas las veces que él ha querido ha tenido mi mesa y plato, y sin eso, ya los cuatro, ya los ocho reales cuando los ha tenido necesidad. Paréceme que desde unos días a esta parte mi mujer, que era la que no podía verle, le oye sus embustes y embelecos más espacio y más con gusto que solía, y le veo más medrado de ropa y con más buen pelo. No querría que esto segundo fuese a costa de mi hacienda y aquello primero a costa de mi honra, ni que haya de salir tan caro el diamante perdido que pierda yo mi honor y reputación; y aunque más astrología sepa, sabré yo matarle a palos si tal imaginase; y para excusar este inconveniente y desgracia, hágame gusto que no atraviese más los umbrales destas puertas.

Suspenso estuvo el estudiante un rato; pero volviendo luego en sí, medio riyendo le dijo:

—Bellacamente paga vuesa merced, señor compadre, lo que yo he vuelto en su ausencia por su honra y aun por su hacienda; que pudiera ser que si no fuera por mi astrología estuviera más de lodo que está: no soy yo el que le hago la guerra, y si su mujer me regala y acaricia, no lo hace porque le diga amores, sino por que calle quién se los dice; ni ella es amiga de astrólogos ni matemáticos, sino de galanes y amantes; abra los ojos y cierre la boca, y quéjese de quien le ofende y no de quien le ha servido como yo.

Y diciendo esto le volvió las espaldas, sin que fuese poderoso a hacerle esperar por cuanto le dijo ni hizo. Veis aquí de lo que sirve el amistad y trato destos echacuervos, charlatanes y chocarreros. Era hombre de bien el tratante o tendero; comenzó a cavar sobre lo que le había dicho, y en el pensamiento y en el corazón con la melancolía, dio en rondar y velar su casa a todas horas: encontró en una, bien desgraciada, al galán de la sortija con su mujer: matola a ella y él escapó tan mal herido, que, aunque no se supo jamás dél, se presume y sospecha que también acabó y murió.

—¡Terrible lástima! —dijo don Diego—. En verdad que me habéis escarmentado de suerte, que huya trecientas leguas destos semejantes estudiantones que hablan tan largo y les coge tan poco en el estómago.

—También —dijo don Antonio— hay otra manera de hombres en esta Corte, entre estudiantes y seglares, que los llaman semipoetas o coplistas, que se precian de que traducen o que trabucan libros y componen o descomponen comedias.

Aunque la amistad y conversación déstos no es tan dañosa ni perniciosa, sino más entretenida, también, si cogen a manos a un forastero que le huelen que tiene un poco de humor, ni le dejan en la posada ni en la calle, gastándole el tiempo que ha menester para sus negocios llenándole la cabeza de vanidades; y como nunca son muy ricos ni sobrados, también se pegan a la bolsa y le sacan la parte que pueden.

—¿Son —dijo Leonardo— unos que ahora se llaman críticos?

—Algo es deso —respondió don Antonio—; y ni yo sé por qué se pusieron ese nombre (digo éstos, que de los observantes y estudiosos antiguos no hablo), porque crisis es un vocablo de naturaleza griego, de la facultad de la arte médica, que quiere decir juicio, del verbo crino, que es juzgar, porque en los días que llaman los médicos días de juicios, como son en las enfermedades agudas el seteno, el onceno o catorceno, con la observancia de sus eventos y sucesos, conforme a sus entradas o salidas hacen juicio de la enfermedad.

—No está tan sin propósito puesto el nombre como vos decís —dijo el Maestro—, porque llamar críticos esos hombres ingeniosos es querer dar a entender que son observantes del rigor de los términos del arte y que profesan y juzgan la verdad del rigor de la observancia, y como jueces se llaman críticos.

—Y ¿qué me diréis —replicó don Antonio— de un modo de hablar que han inventado tan escabroso y obscuro estos críticos, que apenas hay hombre que los entienda, poniendo, contra todo el estilo del arte antigua, el sustantivo dos leguas del adjetivo y el nominativo supliéndolo a catorce renglones del verbo, y la oración con más intercadencias adverbiales que un pulso de una enfermedad letal a los fines? Os doy la palabra que son enfadosísimos, y que me pensé caer de risa leyendo los días pasados cierta obra de uno destos críticos, que él tiene por grandiosa y heróica, y que se acabó un capítulo y otro iba casi a la mitad y todavía se sobreentendía el nominativo antecedente del otro capítulo en el verbo del otro, que era menester un perro perdiguero para que sacara por el olfato el principio de la oración. Estos hombres verdaderamente con esta jerigonza de oraciones en cifra y españolizando vocablos griegos y latinos, que apenas tienen parentesco fuera del cuarto grado con el idioma de nuestra nativa lengua, han de venir de aquí a cincuenta años a perturbar la castidad de nuestro romance, o a necesitar a la república a que vede sus escritos o los haga vocabularios nuevos. Contome una cosa de mucha risa cierto amigo mío, diciendo que uno déstos que se le había dado por muy familiar, después de haberle escrito en su alabanza y para ciertos amorcillos ciertos sonetos y romances, le envió a pedir veinte reales prestados, y este hidalgo, no por no dárselos, le respondió en su estilo crítico un billete a lo socarrón de harto donaire.

—Por vida de don Antonio —dijo Leonardo— que nos le refiráis.

—No era cosa para tomar de memoria —respondió don Antonio—, pero diré lo que me acordare: Los veinte que me pidió reales no tengo, si bien mi deseo con vuesa merced grande de servirle, los posibles pasa límites de gratisfacerle, la más que conocida ha mostrado voluntad en todas las ocasiones de me honrar y favorecer con sus extremadas en todo visitas, sutil que, e ingeniosa conversación, en que mejore y aumente el que puede, que es Dios, y pudo dársela. El que le guarde Dios, amén.

—¡Donoso estuvo ese gentilhombre vuestro amigo!, y sin darle los dineros que le enviaba a pedir, le respondió a lo socarrón dándole una estocada crítica por los propios filos.

 —No todos —dijo el Maestro— tienen autoridad para formar estilos y modos de hablar nuevos, y siempre se ha de observar el estilo de los mayores, y se le debe a la antigüedad aquella reverencia; como dijo el otro labrador: bueno es lo que es bueno, cuando es bueno, y primero por el camino carretero. Aunque Justo Lipsio escribió tan bien, siempre se reconocerá aquella castidad por lo limpio y puro en el latín ciceroniano.

         —¿Quién me mete a mí —dijo don Diego— con Justo Lipsio,ni con Cicerón? Yo procurara huir esos ratos ociosos, si Dios me guarda mi juicio.

        —A la mí fe, señor —dijo Leonardo—, no todas veces está en la mano de los hombres el librarse en la Corte desta gente sobrada; porque huelen a una legua a un forastero con dinero fresco, y unos por poeticantes y otros por cantantes o encantantes, han de comer de aquel dinero recién venido, que quiera que no quiera el que lo viene a gastar. ¿Hay cuento de mayor donaire que el que nos refirió don Sancho, si os acordáis bien? Había venido de la Andalucía, tomó posada en buena parte en uno de los mejores barrios desta Corte, en un cuarto bajo de una casa de razonable presencia. Ya sabéis que don Sancho se trata bien y que hace más de lo que puede su renta. Olió al forastero recién venido cierto guitarrista de repente, medio bufoncillo: como la sala del recebimiento estaba casi en la calle, entrose de golpe, cogiole comiendo, y don Sancho llevado de su buen natural y obligado de dos frialdades que le cantó con una voz de azuda de Toledo, con dos o tres mentiras que le refirió venidas de sobre mar en carreta, mandole dar un doblón. Acudió el guitarrista al cebo, y no había día que faltase a comida y cena, como si los doblones fueran juros sobre muy buenas fincas. Enfadáronle a don Sancho sus frialdades y cansole el gasto de los doblones, y como entraba ya el invierno mudose al cuarto de arriba, y dijo al señor de la casa que le hiciese gusto de que si viniese a preguntar por él aquel chocarrero, que le respondiese que ya se había mudado a otra posada. Hízose así; sintió el susodicho gracioso la falta del doblón cotidiano, estuvo a la mira y vio cómo don Sancho no se había mudado, antes vivía en el cuarto alto, y como no le daban los criados entrada por haberlo mandado así su señor, aguardó que un día estuviese comiendo, trajo una escalera, arrimola a la pared y entró con la guitarra en la mano por la ventana de arriba:

Buen don Sancho,

buen don Sancho,

no se me irá el doblón

por alto ni por bajo;

de modo que le obligó a que, cayéndose de risa, mandase que se continuase el darle el doblón hasta que se fue de la Corte.

—Aun ese donaire tuvo —dijo don Diego—, si bien estuvo pesado y porfiado; pero yo desengañárale desde luego con cortesía, para que no me obligara en ella a que hiciera con él más de lo que podía mi caudal.

—Otros hombres —prosiguió el Maestro— hay peores que éstos y que suelen hacer mayores tiros a los forasteros que se meten con ellos, a que llaman arbitrarios o hombres que dan arbitrios. Contaros he lo que sucedió a un pobre labrador de mi tierra que vino a ciertos negocios suyos a esta Corte, con uno destos que llaman arbitrarios o hombres de arbitrios, con quien le encontró su fortuna.

Novela y escarmiento décimo

E

s  la Mancha una tierra, como ya sabéis, necesitadísima y falta de agua toda la parte que la antigüedad llamó Espartaria. Padécese en ella notablemente, así en aquel pedazo que mira al Mediodía como la que está pegada a las faldas de las sierras Valerianas, llamadas así de Tolomeo y ahora sierras de Cuenca. Es esto en tanto grado, que en un lugar de tan grande población como San Clemente, que tiene de tres mil casas arriba, no hay más de un pozo de agua dulce, y en Villarobledo, que es de otra tanta población como éste, no hay más de otro que llaman la Mina.

Aun en la villa de Vara de Rey, adonde yo nací, hay agua dulce, y entre los demás pozos, un cuarto de legua del lugar hacia la parte que mira al Mediodía, hay un pozo que llaman de doña Elvira, de agua tan dulce y delgada, y de tan notable propiedad, que si echa un pastor o se le cae un caldero de los de su ganado en el pozo, a pocas horas de como está en él sale tan limpio y tan resplandeciente como si fuera nuevo, comido toda la corteza y la tez y suciedad que tenía; que es argumento que la agua deste pozo es corriente, y que pasa y se baña por algunas minas de acero; y verdaderamente si se pusiera cuidado y se abriera la tierra, cerca del pozo se hallaran minerales de hierro y de acero, y por ventura de alguna plata.

Volviendo, pues, a nuestro principal propósito, digo que un labrador que vivía hacia el campo de Barrax, que es otra tierra más abajo, vino a esta Corte a ciertos negocios de importancia.

Padécese y pásase en su tierra, como he dicho, grandemente necesidad de agua, así para beber como para las moliendas, y acertole su fortuna a encontrar en la posada donde posó con un hombre ingeniero o tracista que había dado un arbitrio para que un molino moliese sin agua, ni sin que trajese la rueda ningún animal, como la tahona, ni sin que le tocasen mano ni pie de hombre, ni sin que moviese sus velas viento ni aire; antes era un modo de molino a la forma de un reloj, que con el artificio de unas pesas y ruedas, llamándose unos movimientos a otros y unos pesos a otros, venía a hacer una moción tan grande, que traía la rueda con tanta velocidad y fuerza como los molinos de agua. No le creían a este hombre, ni se podían persuadir los que le comunicaban a que tuviese tan grandioso el efecto como él decía; y para esto, como el modelo que él había hecho era tan pequeño que no pasaba de tres cuartas en alto, quisiera hacer un molino tan grande como los demás molinos de agua. Tenía de costa lo que él decía la fábrica, trecientos ducados; no se hallaba con ellos ni quien se los prestase, porque ya en el mundo que corre el ingenio más agudo y sutil no es buena fianza para la seguridad de un real castellano, y mejor se presta sobre una prenda que sobre un entendimiento; porque dice el tratante o mercader que de más importancia le es una pieza de plata que pese cien reales que la agudeza de un ingenio que parta un cabello.

De la melancolía de hallarse sin este dinero había caído en la cama el ingeniero o artífice del molino a tiempo que el bueno de nuestro labrador de la Mancha llegó a esta posada a posar: era hombre de sencillas entrañas, tenían los aposentos juntos, era al principio del invierno y las noches largas: pasose a ver al enfermo y a consolarle, y preguntándole por su enfermedad, diole cuenta de todo lo que hemos referido, y añadió a esto que si hubiera quien le prestara los trecientos ducados para hacer el primero molino se atreviera a ganar con él en dos años más de dos mil. El labrador procuró enterarse más de la traza del molino, y pareciéndole buena y que en su tierra había tanta necesidad della, se concertó con el ingeniero y le prestó docientos ducados que traía para dar a un señor de un censo de su lugar. Hicieron su escritura entre los dos de concierto, y entregándole el modelo pequeño el ingeniero al labrador, dejando los negocios en el estado que estaban, se volvió con el modelo a la Mancha para mostrarlo por allá y hacer los cien ducados que le faltaban para trecientos, y traérselos luego al punto al artífice.

Llegó con su invención el labrador a su tierra y sin sus docientos ducados, y su mujer y los parientes no sólo hicieron burla dél, sino que perdían el juicio de ver que con unas matracas de tinieblas, que ansí llamaban los labradores a la invención que traía de su molino, le hubiesen cogido su dinero; y más que aquellos docientos ducados no eran suyos, y era forzoso que vendiese para pagárselos al señor del censo que se los dio, el trigo y vino que había cogido, y aun las mulas de la labor, y los frutos andaban aquel año tan baratos, que apenas había para todo. Él daba voces y decía que se empeñasen y comprasen el molino, que los había de hacer a todos ricos; pero ellos se dieron tal mano a reñirle (y el señor del censo, sabido el caso, que apretaba por su parte por su hacienda), que le obligaron a volver a Madrid con su modelo y a deshacer el contrato y a tornar a cobrar el dinero que había dado.

Pero fue su desgracia que en los días que él hizo esta ausencia de Madrid al ingeniero se le agravó de suerte la enfermedad, que al catorceno vino a morir della, y como había estado en Madrid dos o tres años en la asistencia y prosecución deste su arbitrio, estaba tan cargado de deudas y trapazas (porque tenía llenos de esperanzas a trecientos codiciosos con aquel su molino soñado), que no hubo en los docientos ducados para pagar la cuarta parte de sus deudas, antes el entierro y funerales se hizo de limosna. Vino el pobre labrador, y cuando pensó cobrar su dinero, halló muerto y en la forma que hemos dicho al autor del molino, y fue tal el sentimiento que tuvo y la pesadumbre que le dio el suceso, que perdió el juicio. Yo le vi por mis ojos en la ciudad de Toledo loco, hecho pedazos, sin camisa, que andaba cantando por las calles aquel cantar viejo que dice:

Molinico, ¿por qué no mueles?

Porque me beben el agua los bueyes;

y últimamente, después me dijeron que acabó miserablemente en un hospital. Veis aquí lo que trae y acarrea el allegarse a semejantes hombres y el darles crédito.

—Aun eso —dijo don Antonio— no me espanta, y otro cualquiera de más ingenio y experiencia que el labrador se pudiera cegar con la cudicia de ganar en cada un año dos mil ducados con prestar trecientos. Sucedió desgraciadamente: muriósele el ingeniero, que ya pudiera ser ver rico al labrador.

—Señor don Antonio —respondió el Maestro—: no niego yo que eso no pudiera ser así, pero he traído este ejemplo para que escarmiente don Diego; y los demás forasteros que vinieren a sus negocios a la Corte, no se entremetan en más que en sus negocios, que unos por creer a hombres como éstos, otros por hacer fianzas, otros por arrendar puertos, otros por tratar en mercadurías, los hemos visto venir a la Corte muy ricos y volver en camisa, y aun sin ella y pidiendo limosna.

—Aun otro género de gente, señor Maestro —dijo don Antonio1—, os diré yo de más peligro y que cada día hacen sus heridas en forasteros, si bien no son tan grandes ni tan terribles los golpes, que son una manera de hombres que llaman barateros o del baratillo, y se entran por las casas de posadas, y en conociendo al forastero (que lo huelen a tiro de arcabuz), sacan a vender bujetas de algalia, que son por de dentro un poco de miel melada o carne de membrillo, que untada por de fuera con un poco de algalia y ámbar, venden la onza a doce y a diez y seis y a veinte escudos. Otros traen pastillas, sartas y rosarios de olor, que es un poco de carbón y pan mazcado; otros cadenas y joyas contrahechas que aunque las venden por de plata y bronce, después tocadas y miradas vienen a no ser nada ni tener ningún valor. Pero a nadie le ha sucedido cuento tan de risa con estos barateros como a mí me sucedió un día.

Yo había dejado el caballo a mi lacayo en la plaza, mandándole que se fuese a la posada con él, porque tenía que averiguar unas cuentas con un ropero en la calle Mayor.

Acabadas las cuentas, en que me detuve un gran rato, salí con un paje y a pie para irme a casa, porque comenzaba ya casi anochecer, y cuando llegaba ya cerca de la parroquia de San Ginés, llegose un hombre a mí de razonable hábito y díjome:

—Yo soy un hombre honrado que estoy aquí en ciertos pleitos; hame faltado el dinero y es mi necesidad tal, que me obliga a que me deshaga de mis prendas: aquí traigo un sombrero bueno y al uso, que no me le he puesto dos veces; es fino, porque le hice hacer aposta en casa del Portugués; el casco solo me costó dos escudos, y con toquilla, cairel, tafetán y manos me estará en otro tanto. Vuesa merced se sirva dar lo que mandare por él; a mí se me cae la cara de vergüenza de andar hecho pregonero; por eso me he atrevido a vuesa merced, que me parece hombre principal; haga cuenta que lo que me diere me da de limosna, y lléveselo por lo que mandare.

Yo quise llegar a tocar el sombrero, y no hacía sino sacarlo y tornarlo a esconder debajo la capa. Yo entendiendo que lo hacía de vergüenza, dije al paje: Toma ese sombrero, y sacando un doblón se le di y le despedí. Llegamos a la posada, y yo por ver lo que era el sombrero, pedí luz y diéronmela. Diciendo yo, Pues aunque fuera de borra era de balde: más costó él de guarnecer que yo he dado, llegándolo a tentar un poco recio para ver si era fino el casco, me salí con el pedazo de donde así, y lo mismo hizo el paje de las otras partes que tiró, porque la verdad era que era

de borra engomada y encolada, y la toquilla era de una calza vieja de aguja.

Corrime notablemente, y confiésoos que si hallara luego al hombre, le rompiera la cabeza; pero después, cayendo más en la cuenta y viendo que a mí me hacía poca falta el doblón y aquel miserable hombre comía con aquellas trazas, no hacía sino reírme, y lo mismo hicieron algunos amigos a quien conté el cuento.

—Bien importante es —dijo Leonardo— que los forasteros estén sobre aviso con estos vendedores de barato, porque cada día hacen mil déstas; aun en el trocar dineros hacen veinte trapazas y hurtos. Los días pasados había yo acabado de cobrar hasta cuatrocientos o quinientos reales allí en la calle Mayor; diéronmelos en buena moneda, en doblones y en reales de a cuatro. Ya que llegaba junto a nuestra Señora de los Peligros, allí a la vuelta de la misma esquina de las monjas que llaman de Vallecas, llegó un hombre a mí de más que buen hábito, traía un doblón en la mano, y díjome: ¿Vuesa merced lleva reales poreste doblón? Yo, con la codicia del doblón, dije que sí; saqué un pañuelo de reales en la palma de la mano y entre ellos salieron algunos doblones. No valían entonces los doblones más de veinte y cuatro reales: contele seis reales de a cuatro y púsome el doblón sobre mis reales y doblones, y a lo que parece no fue así; porque como era gran jugador de manos, cuando fue a poner el doblón se quedó con él y con todos los seis reales de a cuatro. Me volvió a decir: No hago nada con esta moneda; si vuesamerced trajera reales de a dos me estuviera más a cuento. Yo me enfadé, y diciéndole: Eso pudiera vuesa merced decir al principio y no detenerme, y tornando a tomar mis seis reales de a cuatro, tomé un doblón y díjele: Tome vuesa merced su doblón y váyase con Dios. Tomole y fuese. Pareciome que al tomar el doblón se había mudado de color y turbádose, y con esto entrando en la portería de las Monjas, sospechando que aquél me había hecho algún engaño, pues se turbaba, saqué mi dinero y contelo, y hallé que me faltaba un doblón. Corrime no poco y salí tras el hombre y no le pude dar alcance; y refiriendo el caso a un alguacil de Corte amigo mío, me desengañó y dijo que aquella manera de ladrones se llamaban landreros, que hacen que ponen la moneda y no la ponen, y luego se llevan la otra. Yo le respondí que le agradecía el aviso, aunque me había costado caro el saberlo.

—Pues aun no es ese solo el peligro que hay para los forasteros en la Corte —dijo don Antonio—, porque aun en las almonedas y en las mismas plazas y tiendas hay trecientas maneras de engaños, porque allí tienen hombres echadizos que llegan a comprar para encarecer la mercaduría y decir que es buena y que vale a tanto, y dan algo más por ella, para que el que compra entienda que no le engañan y que lo vale. Otras veces no quieren dar una mercaduría sin otra, haciendo que aunque un hombre no la haya menester, la lleve; y aunque son cosas rateras y de poca entidad, os contaré lo que me sucedió a mí propio con toda mi autoridad.

Tenía a mi sobrino don Alonso (a quien ya conocisteis) muy enfermo: pasando por la plaza a caballo, pareciéronme unas aves muy buenas y híceles comprar, y en cuanto volví a un criado a decir que las pagara, era tan sutil de manos quien las vendía, que en el aire las trocó con otras muy malas. Habíalo visto un paje mío, y al pagarlas dijome: Vuesa merced no laspague, porque no son ésas las que compró. Averiguamos la verdad, y era así lo que decía el paje, y yo me vine haciendo cruces, admirado de que ni en precio ni en mercaduría se trata verdad.

Y si esto hacen con los cortesanos viejos, mirá qué harán con los que huelen que son forasteros.

—Aun esos engaños —dijo el Maestro— son engaños de poca sustancia; y como son criados los que han de comprar, a ellos les corre obligación de abrir los ojos. De otra cosa más importante tengo que avisar al forastero, de quien le importa que se guarde y escarmiente, que es del trato y amistad de una manera de hombres que llaman quimeristas, porque algunos déstos han hecho a forasteros burlas muy pesadas. Y en comprobación desta verdad os contaré lo que sucedió habrá diez o doce años en esta Corte a un pobre forastero de Tierra de Campos con uno destos quimeristas o alquimistas, que el caso fue bien público, no sólo en esta Corte donde sucedió, pero en

lo más de Castilla la Vieja.

 

Novela y escarmiento once

E

staba en un pleito de consideración en este lugar un labrador rico de Tierra de Campos; era hombre de gruesa hacienda y tratábase bien, así en la posada como en la calle. Estando comiendo un día, entró un hombre de muy gentil presencia con hábito de hombre de letras, y dijo que tenía que hablarle aparte. Acabose la comida, alzose la mesa, saliéronse los criados fuera, y habiendo quedado solos, dijo el estudiante o recién venido así:

—Yo, señor, me llamo don Juan de N; de mi apellido conoceréis cuán calificado es mi linaje (y, para decir verdad, el nombre que él se había puesto y apellido era de los mejores y más calificados de España). Habrá cuatro años que, muertos mis padres, me fui a Roma: teniéndose atención a mi sangre y letras, se me hizo merced de una canongía y dignidad en la iglesia de N, que vale todo de cuatro a cinco mil ducados de renta. Contento con la provisión, no quise aguardar a las galeras de España o de Nápoles, que las unas y otras habían de venir a Génova: de allí a pocos días de como yo llegué a esa misma ciudad para venir a España, hallé un bergantín que fletaron no sé qué pasajeros que venían a Barcelona. Entreme con ellos, y, para no cansaros, dieron con nosotros casi a vista de Marsella dos o tres galeotas de turcos: por escaparnos echamos y alijamos cuanta ropa traíamos, hasta los vestidos más necesarios; al fin, con la buena diligencia escapamos de entre los turcos y saltamos en tierra en Francia. Pero vímonos en tierra en otra tormenta yo y dos criados míos, porque, con la turbación, por echar un baúl echaron otro a la mar en que venía el dinero, con que me vine a hallar en tierra extraña y sin remedio. Despedí los criados, y yo he venido hasta Madrid cual Dios sabe: no estoy en hábito para parecer delante de deudos y parientes principales que tengo en esta Corte. Habeisme parecido hombre de prendas y de importancia, heme querido fiar de vos y descubriros mi necesidad; yo sé que sois rico y estáis sobrado de dineros; yo soy solo, sin hermano ni pariente cercano que me haya menester, antes todos son más ricos y poderosos que yo; prestadme docientos o trecientos escudos con que podré ponerme a mula y recebir dos pajes para poder visitar algunos señores de título deudos míos; que os doy la palabra como caballero, que si en algún tiempo se ofreciere a cosa vuestra, que yo haga por él; que demás de volveros aquí vuestro dinero con puntualidad, veréis en las obras si yo soy agradecido.

No venía a humo de pajas este quimerista, ni hablaba a tiento: habíase informado y sabía que este labrador rico tenía un hijillo estudiante, y para hacerle este tiro en los trecientos ducados descubriole este blanco. Era la iglesia catedral adonde él decía que traía la dignidad y canongía cerca de su tierra del labrador, el cual habiéndole mirado y oído con atención, le respondió así:

—Por cierto, señor don Juan, conocido quién es vuesa merced y sabidas sus partes y prendas, más ha hecho vuesa merced en fiarse de mí y descubrir su necesidad que yo haré en socorrérsela, demás de que trecientos ducados, gloria a Dios, no es cantidad que hará mella en mi bolsa, aunque los arrojara al aire: hágame vuesa merced una escritura de que vuesa merced me los volverá dentro de un año; que en la misma iglesia donde vuesa merced goza esa renta tengo yo en qué cobrarme de mi mano.

—Sea norabuena —respondió don Juan—. Y por gozar más de la comodidad de vuestra amistad en cuanto dispongo mis cosas, quiero alquilar este cuarto de casa junto al vuestro.

Hízose así y el don Juan fingido compró una mula de rúa y recibió un lacayo y dos pajes. A pocos días pidió otros cien ducados prestados al labrador, el cual picado ya como los que juegan y pierden, le fue prestando en veces hasta mil ducados.

Llegaron las ferias de Madrid, que son por setiembre, y avisáronle de su tierra su mujer y una hija que tenía muchacha y hermosa, que pues su estada en Madrid iba tan a la larga, le querían venir a ver y a ver las ferias y la Corte. Acetolo el buen hombre con mucho gusto y dioles licencia para que viniesen.

Vino la madre y el hijo estudiante y la hija doncella: era la muchacha hermosa, de parecer agradable, y aunque a lo labrador y de aldea, tenía en su carilla un no sé qué que se llevaba los ojos a quien la miraba. Acabadas de entrar en la posada, vino el señor don Juan, arcediano de donde él lo soñó y canónigo de donde él quisiera: estaba en buena edad, traía ya galas, visitábase con personas de buen hábito, llegaban ya los pajes a cuatro y los lacayos a dos, a costa del pobre labrador, a quien ya debía más de mil y docientos escudos, y en la calle Mayor, en fe del buen nombre de arcediano, arcipreste o lo que

dijo que era, más de otros quinientos ducados de joyas, galas, sedas, así para su persona y criados como para dádivas que comenzó a dar presumiendo del rico y haciendo del galán (porque era en razón de enamorarse un Macías). A la mí fe que se echó bien de ver en que mirando a la campesina hija del labrador, quedó más picado que bota justa de hombre prolijo.

Enamorose della, no así comoquiera, sino de modo que bebía los aires: en casa la rondaba, en la calle, pospuesta su autoridad, saltaba de galán a escudero, empeñándose hasta las entrañas, celándola con los ojos y haciéndola escolta con los criados. El negocio vino a tanto rompimiento que lo entendieron el padre y la madre, con no ser de los más entendidos del mundo; con todo eso, como esto de honor y de hija es pesadumbre que entra en costa y cuidado que desvela entre gente que teme a Dios y tiene honra, el labrador se determinó un día de hablar al susodicho señor don Juan, y estando los dos solos le dijo:

—Cuanto vuesa merced es más principal, le corren mayores obligaciones de hacerme más merced, y cuanto yo más he deseado acertar a servirle, tanto que más obligado vuesa merced a honrarme: adonde pone esta muchacha mi hija los pies pongo yo los ojos, es el único consuelo y regalo mío y de su madre; si la he permitido que venga a Madrid ha sido porque se desenfade y alegre; y si tuviere suerte de que algún hombre principal ponga los ojos en ella, la daré en dote diez mil ducados, no en haciendas en aventura ni en trastos viejos, sino de contado, que se vean un real sobre otro. Si vuesa merced, señor don Juan, hubiera echado aunque fuera por el cimenterio y no por la iglesia, y quisiera honrar nuestro pobre linaje, si bien de labradores, pero rancio y castizo en lo cristiano viejo, como tocino de Legañal, en tal caso, vuesa merced con una mano y yo con cincuenta; pero, hábito clerical, evantar vuesa merced los ojos a mirar mi hija y regalarla como la regala, pasando de los límites que pide la cortesía de los caballeros bien nacidos y la obligación de los amigos honrados y obligados de sus amigos, como vuesa merced lo está de mí, confieso que lo he sentido notablemente y que temo que hemos de romper la amistad por este camino.

—Antes —dijo don Juan riyéndose y abrazándole— por éste hemos de quedar amigos mientras viviéremos y más obligados el uno del otro. Solamente se ha de añadir una cosa nueva a lo que hasta aquí ha pasado entre los dos (tan otro me tiene del que entré en Madrid la hermosura y donaire de vuestra hija), que es que hemos de mudar los nombres, y vos os habéis de llamar mi padre y yo vuestro hijo, vos mi suegro y yo vuestro yerno: desde que me hicisteis aquella buena obra de prestarme con tanta liberalidad y largueza los docientos ducados casi sin conocerme, me reconozco tan obligado y adeudado de vos, que no hay noche que no gaste gran parte della desvelándome en cómo podré pagaros semejante amistad y beneficio; y vuestra buena fortuna (que así podemos llamarla, aunque lo diga yo) ha dado una vuelta a las cosas trayendo vuestra hija a Madrid; que ella ha sido sola poderosa a que os pague yo de contado no sólo los dineros que me prestastes, sino cuantas buenas obras pudiérades hacerme todos los días de vuestra vida, pues habéis visto por vuestros ojos y oído con vuestros oídos quién son los parientes que tengo y que pocos señores y príncipes hay en España con quien no esté emparentado; y con todo esto, me he resuelto, si bien estoy cierto que doy que decir a todo el mundo, de renunciar mi dignidad y canongía en vuestro hijo el estudiante y casarme con vuestra hija: por mil y doscientos ducados que me habéis prestado, doy a vuestro hijo cuatro mil de renta, y junto a vuestra hija la mejor o de la mejor sangre de Castilla: un hombre de mi talle y suerte. Sólo os quiero advertir que diez mil ducados son corta dote para las obligaciones en que me pongo, llegadlos a veinte, que yo sé que lo podéis bien hacer; que dándome el sí desto os le doy, y la mano de esposo de vuestra hija.

—Mire vuesa merced lo que dice, señor don Juan —replicó el labrador—, que eso es levantar mi linaje adonde yo jamás pensé. Mírese bien en ello, que estas no son cosas de burlas ni para un día: aventúrense los mil y docientos escudos que le he prestado y no mi honra, que aunque de labrador la tengo en mucho. Mire que es emparentado con grandes caballeros y yo un hombre llano, pechero de Tierra de Campos, pero cristiano viejo y con treinta mil ducados de hacienda; y si una vez saco de la boca que es mi yerno y lo digo al más triste hombre que de mi lugar esté en esta Corte al presente, o se ha de cumplir o nos ha de costar la vida a entrambos.

—Que se haga y se cumpla millones de millones de veces —respondió don Juan—; y para que veáis si son cosas de burlas o de veras, llámese luego a un notario y a uno de esos curiales de Roma, para que yo haga la renunciación en vuestro hijo de mi dignidad y canongía, y pasemos al aposento donde están vuestra mujer y hija; que delante de vos y de los que están en la posada la quiero dar la mano y palabra de esposo, para que estéis cierto que mi señora doña María ha de ser mi mujer.

—Mari Hernández se llama, y así le basta —dijo el labrador.

—Hasta hoy —replicó don Juan— sería eso, pero desde hoy en adelante se llama doña María, y no será Dios amanecido cuando yo haga traer galas, joyas y ferie un razonable coche en que ande, y para cuando la cansare el coche, una silla de manos, de damasco azul con clavos de oro, que ayer vi en la calle Mayor, y casi adivinando esto, la concerté en mil y trecientos reales; y no sería malo que dos esclavos berberiscos que andaban ayer en venta en la Puerta del Sol sepáis si se remataron, que demás de que servirán para la silla, serán a propósito para otras muchas cosas de casa.

Echose a sus pies de don Juan el labrador, y aunque él le porfiaba, no se quería levantar, diciendo:

—Ahora digo que fue dichosísimo el día en que yo os encontré y vos me hablasteis.

Luego se publicó por la posada lo que había pasado entre los dos, y tenían por más que venturoso aquel hombre, pues de labrador lo había levantado su fortuna a caballero con una hija tan bien casada, un hijo con dignidad en una iglesia tan grave.

Otro día, después de hechas las renunciaciones y despachado a Roma por un curial, se publicó el casamiento, se trajo la silla y coche, y la nueva doña María que anocheció María Hernández, amaneció hecha infanta de comedia. El labrador rico, con las esperanzas de tantos aumentos, envió por otros dos mil ducados a su casa, y gastaba largo y tendido, porque de suyo no era nada escaso. Mudó de hábito don Juan, pasó de mula a coche y el estudiante tomó posesión en la mula y en los pajes de hábito largo, y habiendo anochecido Sancho, también amaneció don Sancho.

Estas aventuras soñadas duraron como tres meses, en cuanto se esperaban las bulas de Roma de la dignidad y canongía; en el entretanto comían a una mesa don Juan y doña María. No es muy falso el refrán o proverbio que dice que La mucha conversación es causa de menosprecio o de menos estimación, y casándolo con el otro proverbio, de que La estopa puesta junto alfuego arde, viene a parar de ordinario en lo que paró esto. Como este caballero viandante, segundo don Quijote de la Mancha, aunque se parecía a Amadís y al caballero del Febo en las aventuras soñadas, no se les parecía en la cortesía y castidad, y la susodicha doña María tenía poco de Lucrecia, sin esperar a las bendiciones conyugales ni aun a que se hicieran las amonestaciones (porque no se podía hacer nada, ni querían sus padres, hasta que se trajesen las bulas de la colación de la dignidad y canongía), que, quisieron o no quisieron sus

descuidados guardadores, remaneció antes de los dos meses y medio, sin ser desposada, preñada. Sintió el padre, que era hombre de veras, esto notablemente, y daba priesa a costa de sus muchos dineros, como los tenía, con los curiales por la brevedad del despacho de Roma.

En este estado estaban las buenas fortunas del labrador y las mentiras de don Juan, cuando pared en medio de donde posaba él y su desdichado suegro llegó a apearse a otra casa de posadas un hombre de buen hábito, que informado de quién posaba allí junto, sin decir a nadie a lo que venía, se fue a uno destos señores jueces de Corte, a cuyo tribunal tocaba el conocimiento del caso. Diole cuenta como venía de Barcelona en seguimiento de aquel embelecador que decía llamarse don Juan, que había hecho otro semejante enredo y engaño a un mesonero de allí,

empreñándole otra hija; requirió con sus letras, mostró sus poderes, con que le dieron dos alguaciles de Corte para que trajesen preso aquel embaidor. Fueron los alguaciles con el que traía las cartas requisitorias a la posada del labrador, a tiempo que lo hallaron todo muy alborotado y dando voces el labrador y el don Juan con un curial de Roma que se había encargado de los despachos, diciendo al don Juan que era un engañador, porque el don Juan que él se había puesto con aquel mismo apellido y nombre, estaba actualmente vivo en Roma y era dignidad y canónigo de la iglesia que él decía.

Con esta nueva información que hallaron y con la que traían los alguaciles de Corte, echaron mano del triste don Juan y le llevaron asido como a un pícaro a la cárcel. Averiguose el caso, súpose la verdad, y él sin ser maestro de capilla, cantó en canto llano en el facistol del tormento este y otros muchos embelecos que había hecho mudándose los nombres, siendo el verdadero suyo Bonilla o Bonillo, hijo de un soldado español y de una calabresa, nacido en Nápoles. No tenía de contado, ni aun al fiado, con que pagar tantas deudas ni obligaciones: pagáronlo sus espaldas con cuatrocientos azotes, dados a no dejalle con vida, y si escapase con ella, diez años a las galeras, al remo y sin sueldo.

Harto hubo que reír en Madrid con el diablo del embuste, y aun que ver el día del azotado de don Juan. El de las requisitorias se volvió a Cataluña, librándole las pagas en velle azotar de buena mano. El labrador era hombre de bien, y de corrido y apesarado, se lo llevó a la otra vida al seteno un tabardillo. La mula, la silla y el coche se restituyeron en pública almoneda a los que tuviesen calidad para poder andar en ellos; los pajes y lacayos se volvieron a la plazuela de los Herradores para que los recibiese quien los hubiese menester. Don Sancho volvió a ser Sancho y a estudiar su Gramática en Palencia; doña María, llevada no de muy buena gana por su madre a su lugar, hizo lo que hacen las otras mujeres: que en llegando el tiempo parió, y un hombre viudo de su propia tierra, no muy rico, entre labrador y hidalgo, recibió por suyo aquel hijo que no había hecho y se casó con ella; y aun me afirmó quien lo sabía bien, que cada día le repasaba a la novia las espaldas con una rociada de palos, porque se le iban los ojos tras cualquiera forastero galán que pasaba por el pueblo, y más si decía que venía de la Corte.

Veis aquí, señor don Diego, un buen ejemplo y un grande escarmiento, para que esté advertido el forastero que viniere a Madrid de los peligros que hay en él.

AVISO SÉPTIMO

Adonde se le enseña al forastero, si fuere mozo y quisiere tomar estado en la Corte, cómo se ha de haber en ella; y si fuere casado y trajere consigo hijos, cómo los ha de criar y enseñar para que no se le pierdan

Novela y escarmiento doce

 A

quí conocimos en esta Corte una mujer de buena cara, algunos dicen que del Andalucía venida a Madrid y otros la hacen extremeña. Su nombre era Luisa, con más  el don que ella le añadió por acá, lucia de cara y viva de ingenio.

Entró en este lugar muy a lo sordo; pero acertando a dar con dos o tres hombres destos que con ceros hacen cera las haciendas de los otros, se hizo ella, como dicen, de oro en pocos días. Viéndose rica subió de persona común a persona de cuenta, con estrado, silla de manos, esclavos y esclavas, mona y papagayo, criado gracioso y escudero y portero y otra gente semejante.

—¿Por qué le llamaron —dijo Leonardo— la Volandera, si os acordáis?

—Era sutil —dijo don Antonio—, aguda de ingenio, bizarra de corazón, grande inventora de nuevas galas: dio principio a unas tocas que llaman volante y quedose con Volandera.

—Graciosa etimología —respondió Leonardo—. ¿Es ésta la de el encuentro de aquel gentilhombre nuestro amigo que se fingió que era un ginovés muy rico y la libró cuatrocientos ducados en uno de los Ordinarios de Toledo, y el bellacón, que estaba hecho de manga con el otro, acetó la libranza y dijo que

estaba en cuartos, que los daría a otro día en buena moneda y en fe de habella acetado, tuvo efeto la burla, y no pagándosela después, vinieron a parar todos en la cárcel y hubo harta risa en la Sala de los Señores?

—Esa propia es —respondió don Antonio—, la cual, caminando adelante con su buena fortuna, después de pasadas no sé qué calamidades en la salud corporal, hallándose en Villaharta y caminando a Villavieja, se determinó de retirarse y tomar estado. Dejemos ahora esta buena señora en este punto, como dicen los libros de caballerías, y vamos a otro:

Habíase criado al amor de la Corte, entre las ollas de la Puerta del Sol y el derramo de las mesas de las fruteras, cierto mozuelo que no sabe qué padres le echaron a la luz deste mundo; pero él, que quería hacer cabeza de su linaje, entre aquella poca ropa que le cubría descubría una cara de flamenca y encubría un corazón español. Tuvo suerte en no sé qué ferias con ciertas tercerías de corredor de lonja, y vino a medrar un vestido al temple, que apenas se vio con él cuando se soñó Archipámpano y echó a dos carreras, por si saliese la una falsa; que picaba de galán y reventaba de valiente: en su vida mató a nadie, aunque tenía harto buena voluntad de reñir con todos, si bien es verdad que la virginidad de su espada era una probanza bien segura.

Como no sabía principio de quién era, y había de dar en otra cosa, dio en que era bien nacido y de buenos parientes, y escogió como entre peras; con esto y con decir un dicho extrajudicialmente, más frío que gracioso, entraba ya en el corrillo de los hombres humanistas, dábanle el lado los poetas y no pagaba la comedia. Los buenos amigos le hicieron más conocido, y por no andar ocioso dio en enamorarse, no para comunicar su talento, sino para comer, demás de que tenía una particular habilidad; que a pocas visitas de las ninfas, cuyo Apolo se fingía, convertía una saya de color en calzones, y un envoltorio de tocas en cuello de cien anchos. Al fin, hay hombres dichosos: que por aquí que por allí vino a tener una casa propia y no sé qué reales sobrados; y aunque él se puso por nombre don no sé quién, el vulgo le puso por sobrenombre Casquillos, y aun me dicen que salió la invención de buena aljaba, de un hombre de prendas y suerte, y que le hizo el tiro el mayor amigo. Sea como fuere, él murió perpetuado con el nombre de Casquillos, como si lo hubiera heredado de su bisabuelo.

Este buen hombre, cansado de la vida de Corte (que todo cansa), esperando al otro señor que viniese a comer a las dos y, contándole una mentira por verdad, obligándole a que se levantase uno o dos platos de la mesa con que él comiese en su casa una semana entera, y esperando que el otro príncipe se le muriese un pariente en el quinto grado y le sacasen a él entre los otros lutos de los criados uno de añadidura, que por ser de refino de Segovia, a segundo día lo ponía en la bolsa, no reparando en dar a cuarenta reales la vara, habiendo costado el día antes a cincuenta, y poniéndose otro de bayeta que él tenía hartas veces repasado y que guardaba en los cofres del Cid, que con estos ahorros y con un poco de prosa que gastaba razonable entre las damas de Manzanares, vino, como digo, a hallarse holgado, y viéndose así, se resolvió en casarse.

Era marrajo y bellacón, había pasado por todos los lances de bien y mal tratar, y quisiera una mujer con quien tuviera gusto y no gasto, persona que hubiera sido hermosa y que ya no lo fuera, ni muy conocida ni demasiado codiciada; porque, como decía él, aunque en dos fiestas se había visto casi en los cuernos del toro, temblaba como un azogado de verse en los de una vaca; y para esto, habiendo echado sus redes y trazas, al cabo al cabo vino a dar en que estaría muy bien casado con la Volandera. Comunicolo con uno de sus amigos, de los que llaman del alma, y aunque entonces estaba picadillo de aquella famosa mozuela, que Leonardo conoció bien, que llamaban Beatricilla, de lindo garbo y agrado, con todo eso, lo echó todo por ahí y se resolvió en casarse. Demás que diciéndole este amigo que le estaría bien la Volandera, porque entrambos tenían de comer y entrambos sabían vivir, y saltando y bailando de contento, dándolo por hecho, dijo: Para en uno son los alcaldes de Alcorcón.

Tratose el negocio por buenas manos, y aun dicen que las puso en ello una persona que era más que merced. Venido a tomar resolución con este amigo de Casquillos la Volandera, antes de dar la respuesta le dijo así:

—Señor, la verdad es que aunque yo he tomado resolución de casarme, y, supuesto eso, me está tan a propósito la persona y compañía de don Berenguel (que así se había puesto por nombre Casquillos), con todo eso, como la experiencia es maestra de las cosas y esto de casarse no es negocio de para un día, sino para en cuanto la vida durare, dígale vuesa merced a don Berenguel de mi parte que doña Luisa queda por suya y que seré su mujer; pero que ha de ser con esta condición: queyo tengo hecho por curiosidad mía, de mi propia mano, un arancel de cómo ha de ser un buen marido; que se venga a mi casa y estemos un mes juntos como dos hermanos, y si le estuvieren bien las condiciones y capítulos de mi cartapacio, nos casaremos en haz y en paz de la Iglesia, y donde no, cada uno se quedará para quien es.

—Por vida mía —respondió el tercero— que me había dicho él a mí otro tanto, sino que no me había atrevido a proponerlo; pero sea de esa manera, que yo sé que él vendrá en eso: que también tiene él hecho otro arancel o abecedario de las partes de que ha de constar la mujer honrada casada y de los límites de que no ha de exceder para que el marido viva en paz con ella.

Fuese el tercero, tratolo con don Berenguel, vino en las condiciones y hiciéronse las escrituras de un contrato condicional. Comenzaron a vivir, aunque honesta y recatadamente, como si fueran los tales marido y mujer, pero usando don Berenguel de la potestad absoluta de dueño y señor de casa.

Sucedió, pues, que a pocos días de como vivían juntos la Volandera dijo que se le habían antojado unos botones contrahechos de diamantes que había visto en un jubón de una amiga suya y se comenzaban a usar, cuya hechura era peregrina; que con su licencia los compraría, que era negocio de cien escudos de costa, que ella tenía de su laborcilla con que sin tocar a la hacienda de ninguno de los dos se pudiesen comprar.

A esto respondió Casquillos que miraría en su libro lo que en aquello se debía hacer: sacó un cartapacio que traía en el pecho y leyéndolo recio, que ella pudiese oírlo, leyó:

Capítulo de las galas que es lícito traer a una mujer ordinaria:

Sospechosa cosa es que una mujer de ordinario estado y hacienda traiga las galas que una señora de vasallos o de título.

—Veis aquí —dijo Casquillos— cómo no podéis traer esos botones: porque botones de diamantes sólo una señora principal o muy rica puede traerlos.

—Y si yo he ahorrado de mi laborcilla cien escudos —replicó ella—, ¿por qué no he de poderlos gastar en lo que yo quisiere?

—También hay capítulo de eso en mi libro —dijo

Casquillos; y hojeando el libro, leyó un capitulo que decía así:

Capítulo donde se trata si está bien a un marido dejar a su mujer que compre joya o vestido o gala del dinero que ella ha ganado y ahorrado de su labor: No está bien al marido que la mujer compre ni una sola cinta no habiéndole él dado el dinero para ello, porque con color que es de su labor lo podrá tomar de otra parte que no le esté a él bien; demás de que nunca la labor de las mujeres es de tanta sustancia que se puedan comprar con la ganancia della vestidos ni galas de mucha costa.

—Veis aquí —dijo Casquillos— cómo tampoco os puedo por ahí conceder esa licencia, pues, como vos confesáis, por lo menos menos valen esos botones cien escudos.

Con esto la Volandera quedó triste, pero calló. No pasó mucho rato que no llamasen a la puerta de casa, y preguntando quién llamaba, dijeron que era un paje del conde de N, que quería besar las manos a la señora doña Luisa.

—Ábranle —dijo ella—, y respondedle cortésmente, que es un gran señor.

—¡Esperad! —respondió Casquillos—. Abriré el libro —y abriéndole y leyendo el capítulo de visitas, decía así:

La visita de un señor poderoso en la casa de un hombre humilde casado no es muy a propósito, antes sospechosa; más en su lugar está que el hombre humilde y ordinario vaya a casa del señor y príncipe a ver lo que le manda o es de su gusto y servicio; sólo en dos ocasiones no es sospechosa, antes parece bien que un señor honre la casa de un hombre pobre: o para casarle o para enterrarle.

Con esto cerró el libro Casquillos y respondió al paje diciéndole:

—Decid a vuestro señor que le beso las manos y que yo, por ahora, ni me caso ni me muero; que yo iré a besar los pies a su Señoría a su casa, a saber qué me quiere mandar.

Fuese el paje con esta respuesta, y la Volandera muy colérica dijo alzando un poco la voz:

—A la mí fe que también traigo yo libro — y sacando uno que traía en la manga, le abrió, y como aquella que sabía muy bien leer, leyó un capítulo que decía así:

Capítulo de cómo se ha de haber el marido con su mujer cuando lepidiere alguna cosa que se le antojare. Conocida la condición de las mujeres, que por cumplir un antojo suyo aventuran no una honra y vida, sino muchas, si la mujer pidiere al marido alguna cosa que se leantojare, especialmente si la ha visto en poder de alguna amiga ovecina por nuevo uso, lo que el marido ha de hacer, aunque se empeñe y necesite, comprar la joya o la gala y dársela; porque al cabo al cabo, ella ha de salir con traer la tal gala o joya, y más vale empeñar la hacienda que ella le empeñe la honra.

—Ahora os diré —dijo ella cerrando el libro— lo que quería el Conde: es mi compadre, habíame ofrecido para esos diamantes. No hay mal en ello; pero pues no queréis que entre en casa, no haréis mucho en comprármelos.

Voceose un rato sobre ello, y como no había otros jueces ni abogados, quedose por sentenciar aquella causa por esta vez.

La semana siguiente, queriendo poner la casa en forma, recibió la Volandera una criada sagacísima, limpia como el oro, ligera como una águila, que hacía las haciendas de la casa en un instante, y con ser ya mujer mayor, porque pasaba de los treinta, gobernaba las llaves y hacía más oficios que un mayordomo de un señor pobre; pero todo el día estaba hablando secretos al oído con su ama, y no se hablaba de persona de la Corte que no la conociese. No le pareció bien esto a Casquillos, y trujo otra criada labradora, muchacha de una cara, aunque de su monte, como unas perlas. Pareciole a la Volandera que la miraba su velado con demasiado de buenos ojos: quiso despedirla, y porque, según el contrato, no se había de hacer ni deshacer cosa que no se regulase por los capítulos de sus libros, sacaron cada uno el suyo, y leyendo primero, como era razón, Casquillos, decía así:

La criada no ha de ser muy conocida en el lugar, ni muy andariega, ni en tal edad que le obligue a dar de segunda en tercera.

—Veis aquí —dijo Casquillos— cómo esa criada no puede estar en casa.

—Tampoco puede estar la vuestra, por lo que dice mi libro —y, sacándole, leyó ansí:

No se ha de recebir criada, en donde hay marido mozo y travieso, ni de buena cara ni de corto entendimiento, porque con lo primero suele picar a su señor y por lo segundo se deja engañar fácilmente dél, y con prometerla que la casará, viene a parar en que la criada haga mal casados a los señores.

—Ahora veréis —dijo doña Luisa— cómo también se habrá de despedir la vuestra.

Anduvo el tiempo adelante, y como Casquillos tenía conocimientos anexos y más nidos que el milano, como dicen, quedose no sé qué día a comer en casa de cierta dama. Súpolo la Volandera, disculpose él diciendo que había estado con unos amigos en una huelga. Calló ella, dejole otro día salir de casa, fuese y no volvió hasta la noche. Enojose Casquillos, diciendo que aquello era contra lo contratado, a que respondió ella:

—Yo fuime a la comedia, que era nueva y me convidaron unas amigas.

—Veamos lo que dice el libro —dijo Casquillos; y abriéndole y leyendo, decía:

Capítulo de las salidas que ha de hacer una mujer de su casa: No ha de salir la mujer casada y honrada sino muy raras veces de su casa, y ésas ha de ser a misa o al sermón o a ganar las indulgencias, a visitar los hospitales, o a las amigas y parientas o enfermas o recién casadas o recién paridas.

—También —dijo la Volandera— tengo yo libro —y, sacándole, leyó así:

Los maridos honrados, aunque no tienen obligación a pedir licencia a sus mujeres para las cosas que tocan a urbanidad y buena política, con todo eso, han de procurar unas cosas de entretenimiento y gusto, de que sean y se hagan con el de su mujer.

Riñose esta pendencia y también se quedó así. Íbase gastando la hacienda de los dos, y don Berenguel levantábase a las once, habiendo tardado dos horas en mirarse al espejo, rizarse los bigotes, bruñirse los zapatos, calarse el sombrero y arbolar la espada, y volvía a las dos a comer y preguntaba que por qué no estaba la mesa puesta y qué tenía él que comer.

Por otra parte doña Luisa, por ligeras ocasiones, por que no se le enmoheciesen las galas a tercero día, hoy era convidada a la boda, mañana a la Casa del Campo, esotro día a la comedia, con que jamás paraba en casa, y lo que estaba en ella lo gastaba a la mañana en afeitar el rostro y vestir el cuerpo, y a la noche en quitarse alfileres y cintas de la cabeza, ocupando dos criadas: una en sacudir los vestidos y otra en lavar las viras de los chapines y darlas lustre, sin que en todo un mes hubiese habido tiempo desocupado para decir una sola palabra a la almohadilla, adonde estaba puesto un ancho de un cuello del señor novio, tan desfavorecido de las manos de su ama, que no acertaba a ponerlas en él. Sobre esto llegaron los dos un día a palabras, riñeron sobre el mucho pasear y holgar de entrambos; dijo ella sacando su libro:

—Oíd, hermano, el sustentar la casa vuestro es: escuchad lo que dice este capítulo:

El marido que no tiene cuidado de  sustentar su casa y familia, demás de que no cumple con sus obligaciones, se pone a peligro de aventurarsu honor.

—También tengo yo libro —dijo Casquillos; y, sacándolo, leyó así:

La mujer casada ociosa,

 o dará en liviana o golosa,

y la andariega y galana,

en perdida o vana.

—Lo que habéis de hacer es trabajar, que yo también trabajaré.

—Vos sois —respondió ella— el que tiene obligación a eso, que yo no la tengo; por eso se llama el matrimonio carga, porque la carga de uno solo es llevada; demás de que el trabajo de las mujeres es de tan poca consideración, que pocas veces por él se hicieron los hombres ricos.

—A eso —replicó Casquillos— hay mucho que decir y mucho con que satisfacer. Antiguamente las cargas del matrimonio se llamaban carga, y ahora, como han crecido tanto, se llaman carretada, y a la carretada dos son a llevarla; y a aquel proverbio o refrán antiguo que dice El consejo de lamujer es poco y el que no le toma es loco, leen —añadió— los más práticos: y la mujer que vela y remienda, regalo hace al marido y provecho a la hacienda.

Al fin, de palabra en palabra, como los capítulos de los libros no bastaron a contentarlos, vinieron una vez a reñir de suerte, sobre el comer todos y no trabajar ninguno, que la Volandera escapó descalabrada y Casquillos despedido. Y como dice la ley que no cumplida la condición no queda absoluto el contrato, disolviose el casamiento de promesa y cada uno se volvió a su libertad.

—Yo pienso —dijo Leonardo— que muchos os dieran mucho por poderlo hacer así.

—Harto me habéis avisado —dijo don Diego— de lo mucho que debo mirar el casarme en Corte con ese casamiento de burla o donaire; y yo os prometo que me han contentado tanto los libros, que yo los haga de memoria en la consideración cuando tratare de tomar estado. ¿Qué me decís acerca de lo segundo que me prometistes, acerca de traer mis hermanos a la Corte, que son niños?

 

Novela y escarmiento trece

T

enía un hidalgo honrado que vivía en esta Corte dos hijos pequeños; el uno dellos inclinose a los estudios, y habiéndolos proseguido en la Compañía de Jesús y en sus seminarios y colegios, que tanto fruto han hecho a toda la cristiandad, perseveró en ellos, graduose, tomó estado y vivió y acabó con opinión de varón de virtud.

El otro, que echó por otro camino, comenzó a profesar amistad y admitir en su compañía a un mozuelo, hijo de un hombre común, de un oficio tan baladí que le paso en silencio.

Aficionósele de verle una fiesta en la tarde jugar las armas en la plazuela de Antón Martín, y sin poderlo remediar el maestro y ayo que lo criaban, le hizo llamar a casa y tomó liciones de la esgrima, y él, que la tenía buena en la lengua, le comenzó a enseñar otras liciones de distraerse, ir de noche a casa de mujeres, comer golosinas, echar pullas, dar matracas, y de ahí vino a enseñarle a hacer llaves falsas para los escritorios de su padre, a coger las piezas de plata, las joyas de oro, a dar cuchilladas de noche, a azotar mujercillas, huir de la justicia, comer en bodegones, sacar fiado, estar toda la noche en la casa del juego, toda la mañana en casa de la mujercilla deshonesta y

toda la tarde en la comedia.

¿En qué había de parar esta vida y qué fin habían de tener estos pasos? Hicieron no sé qué agravio a su amigote dos cortesanos ricos y mozos, tomó la causa por suya, buscároslos una noche con una gavilla de bellacos, y bien o mal muerto, mataron al uno. No osó volver a la casa de su padre el hijo del hijodalgo, ni se atrevió a parecer en mucho tiempo en la Corte.

Habíase encenagado con una mujercilla el otro ruin amigo, saliose con ella y fuéronse la vuelta de Córdoba. Allí la puso en el lugar más deshonesto que pudo, y le obligó a comer de lo que ella le daba; sobre no sé qué agravio que la hizo otra tal como ella, necesitó al pobre mancebo a cortarla la cara.

Fuéronse a Málaga, y allí no corriendo los tiempos como ellos pensaron, topáronse con otro amigo peor que el primero, que también comía al tercero día; era más prático en la tierra: enseñoles no sé qué casas de hombres ricos, y entre los dos y la mujercilla escalaron una noche una dellas y robáronla.

Andaba ya la Justicia con vislumbres y asombros de dar con ellos, y tomaron la derrota para Sevilla; y estando ya a pocas leguas de la ciudad, sesteando en una venta, sobre la paga de lo que habían comido el hijo del hidalgo se atravesó con el ventero y le tiró un almirez, y por darle a él le dio a la mujer y la mató.

Prendiolos la Hermandad, y puestos presos en Sevilla, los de Málaga, que andaban en su seguimiento, dieron con ellos en la cárcel: reconociolos el dueño de la hacienda robada en Málaga, acomuláronle al mozuelo la muerte de Madrid (que no faltó en la plaza de San Francisco quién diese soplo), pusiéronle en el tormento, confesó la verdad.

Yo estaba entonces a unos negocios en Sevilla, y vi a la mujercilla azotarla y a él ahorcarlo y hacerle cuartos; y decía el pregón no menos que por homicida, y a él por rufián y escalador de casas. Veis aquí un mozo, hijo de un padre de buena sangre, criado en su casa con ayo y maestro (que en esto se dice si era rico y si tenía harto regalo), y por criarse con libertad y pegarse a ruines amigos paró en la horca. Yo conté a algunas personas que se hallaron presentes a verle ajusticiar, de cuán buena gente era y con el regalo que se había criado, y se hacían un mar de lástimas y de lágrimas y decían que dieran sus haciendas para librarlo, si sus delitos fueran tales que tuviera lugar la misericordia en la Justicia.

—Grande compasión me ha hecho —dijo don Diego— ese pobre mozo; bastantemente me habéis espantado las orejas para que no traiga a mis hermanos a la Corte, y también para que si mi fortuna fuere tal que tomare aquí estado, procure mirar con un amor entrañable de padre y un desvelo y atención cristiana, cómo crío mis hijos y mis hijas, si me los diere Dios.

—Pues para acabaros de obligar de una vez —replicó Leonardo— a esa paternal prevención, para que si os casáredes en Corte y tuviéredes hijas miréis por ellas, os quiero escarmentar con otra lástima mayor que la pasada.

 

 

Novela y escarmiento catorce

Y

o conocí a un hombre en Madrid de edad mayor, que había perseverado en vivir sin casarse hasta la edad de cuarenta años.     Hallábase con buena hacienda, era hombre de buenas prendas y partes y de calificados deudos y parientes, cuyo nombre era don Martín. A él no le conocí yo hasta después de muchos años, casado y con hijos mayores; pero lo que os he referido hasta este punto oí a boca de mi mismo padre, que esté en el Cielo, que le trató y comunicó familiarmente, asistiendo en esta Corte por muchos años en la prosecución de aquellos negocios que el señor Maestro sabe; y de mi padre supe que haciendo instancia los amigos de don Martín en que se casase, últimamente, a puras persecuciones, lo hizo con una mujer natural deste lugar, igual a él en sangre, aunque no tan hacendada como él. Diole Dios en ella, en el discurso del tiempo que estuvieron casados, dos hijos y una hija. Cuando éstos tenían edad de catorce a quince años vine yo a esta Corte, que fue la primera vez que en ella entré, y respeto de la amistad que don Martín tuvo con mi padre, continuela yo con él y él conmigo.

        Era su casa de don Martín un monasterio de religiosos con mucha recolección; vivía en cuarto apartado de su mujer y hija, y ellas y sus criadas libraban sus negocios por un torno, como monjas, ni sabían cuál era la puerta de la sala del recebimiento de la casa, si no era para ir a misa o sermón, o para recebir visitas iguales a ellas en la calidad, y ésas eran pocas. El acudir en su casa a frecuentar los sacramentos era muy a menudo, el dar limosnas hacíase copiosamente. Procurábase que no hubiese rato ocioso, y los que parecía que sobraban de labor ordinaria de las mujeres se gastaban en la leción de libros santos, porque don Martín, como era rico, bastantemente llegaba su renta a cumplir con sus obligaciones y a traerle sobrado.

Son secretos juicios de Dios que no alcanzamos los hombres; ¿quién pensara que en paño tan fino cayera tal mancha, ni que castillo con tan vigilante alcaide fuera entrado del enemigo a escala vista? Era esta hija que tenía de hasta quince a diez y seis años, linda cara y gallarda presencia, de tan honestas costumbres, que todos la tenían por una santa. Hartos pretensores hubo de matrimonio y que gustaran ser yernos de casa, hombres de prendas, y que el menor dellos le estuviera a cuento a don Martín para emparentar con él. Y aunque él holgara de poner su hija en estado, si bien podía estar satisfecho de su cordura, pero, con todo eso, causan desvelos a los padres cuerdos las hijas mozas y hermosas en Corte, mas como la veía tan inclinada a las cosas de religión y espíritu, habiendo entendido de sus padres espirituales que quería ser monja, siempre dio por respuesta a los que se la pidieron lo que acabo de decir.

Sucedió que por este tiempo un hombre de los ociosos y sobrados en Corte paseaba a una mujercilla casada que vivía frontero de la casa de don Martín, y para hacer tiempo hasta que el maridillo se fuese de casa, entrábase este Pedro Pordemás al zaguán de don Martín y estábase leyendo en un libro de Diana, y para que no le viesen de la calle, escondíase en un rincón de un corredor que venía a caer junto al torno del cuarto de las mujeres. Y como en estas casas grandes todas veces no se repara en quién entra o quién sale, pudo este hombre entrar más a menudo que debiera en aquella casa.

Acaso, una vez entre otras, llegó una doncella al torno por la parte de adentro a llamar a un criado; no estaba tan cerca que respondiese luego, y respondió aquel gentilhombre que qué era lo que mandaba, que él lo haría. La privación dicen los filósofos que es causa del apetito: esta doncella de labor, privada de conversaciones de afuera, era tentada de hablar, vínosele ésta a las manos, y diose una y buena. Resultó de aquí un grande conocimiento, aunque por entre tablas, para con el forastero, y como él le preguntase quién era y en qué se entretenía, ella se arrojó (que era algo muelle de boca): contó lo suyo y lo ajeno, y, entre otras cosas, pintó la gracia y hermosura de su señora. El bellacón de afuera, que no quiso más, dijo:

—Pues advertí que yo soy un caballero mozo desta Corte que ha muchos días que pierdo el juicio por esa señora, desde tal día que la vi en tal iglesia. Yo os doy la palabra de sabéroslo servir, si me hacéis merced de darla parte de mi pasión.

Tenía en las manos cuando decía esto Roberto (que así se llamaba este mancebo) el libro en que leía, y puesto sobre él un agnus (o firmeza, que ahora llaman) con un listón pajizo, que era de la casadilla a quien hablaba, y se le había dado a aderezar y él le traía para volvérsele; y estando parlando con la doncella, quiso su desdicha que entró don Martín en su casa: cortose notablemente Roberto, y por que no viese don Martín la firmeza y libro que estaban sobre el torno, diole una vuelta y volviole para dentro, a tiempo que le preguntó don Martín que qué hacía allí y qué buscaba.

—Yo, señor —respondió Roberto— soy criado de un joyero rico desta Corte, de donde se han traído para estas señoras algunas varas de randas y puntas flamencas; pidieron otras y helas venido a traer, y acábolas ahora de dar por el torno.

—Andad con Dios —respondió don Martín—, que yo haré que se despache por acá ese recaudo, que por ese lugar no negocian sino mis criados y criadas; y pues en casa saben de dónde es esa mercaduría, allá a la tienda se enviará razón de todo.

Con que le fue fuerza a Roberto el irse, y la criada, que sintió desde adentro la voz de su señor, también se fue; pero como las mujeres son tan amigas de ver y saber, aunque se pongan en notables peligros, luego que sintió que su señor se había apartado del torno y se había entrado, volvió a él y tomó la firmeza y el libro, y a la noche, al desnudar a la hija de don Martín, hallándose las dos solas, le contó todo lo que había pasado. Y aunque al principio la riñó y reprehendió porque había tomado lo que halló en el torno y por haber dado oídos a aquel hombre, con todo eso, después la dio tentación de ver el libro y la joya, lo cual le trajo y dio de muy buena gana la criada. Ella desde aquel día se encerraba algunos ratos y decía que no se sentía bien dispuesta, y todo era para leer en el libro, porque se había embebido tanto en sus enredos y cuentos amorosos, que no sosegó hasta verle el fin. Quedó tal de haberlo leído, y convirtiose tan en otra mujer, que arrojó las diciplinas, dejó las contemplaciones, y la que hasta allí no llegaba en un mes hacia las celogías de las ventanas de la calle y en sintiendo visitas de hombres en el cuarto de su padre huía una legua, ya era tan otra, que se moría por mirar y ser vista, y poco a poco se desasosegó de suerte que la obligó a llamar a la criada, y hallándose sola con ella, la dijo así:

—Álvarez —que este era el nombre de la doncella—: no sé qué me trajiste en este libro y en esta cinta, que muero por saber quién es ese hombre; ¿qué medio te parece que tomemos para saber quién es?

—Yo, señora —dijo Álvarez—, poco podré decir acerca de eso, porque jamás le había visto ni oído, ni después acá sé lo que se ha hecho; pero lo que a mí me parece es que te arrojes a ponerte en las manos de la Fortuna: si te sientes con tanta pasión, ponte esa firmeza con ese listón pajizo al cuello, y si te preguntare mi señora quién te la ha dado, yo diré que es mía y que desde que vine a servir a casa la tengo, y porque se echa a perder estando en el cofre y no me estará bien a mi ponerme joya tan rica hasta tomar estado, y más que me la dejó un tío mío en su testamento con esa condición, y yo te supliqué que tú la honrases trayéndola y me has hecho ese favor.

—Pues ¿qué hemos de sacar de ponérmela? —dijo doña Leonarda, que así se llamaba la hija de don Martín.

—De mucha consideración será —respondió Álvarez—: porque llevándola puesta siempre que vayas a misa o sermón, es forzoso que una vez o otra te la ha de ver puesta ese caballero, si, como dijo, te quiere bien y te sigue los pasos, y él buscará ocasión para acercársete y hablarte, aunque no sea sino con los ojos: verás el talle y presencia del que te quiere; sabré yo, en conociéndole, por mano de quien yo me fíe, qué calidad tiene, qué prendas y partes; que si fuere tal, pocos hijos tienen tus padres, y no sabes la fortuna que tu suerte te tiene guardada.

Estaba ya algo perdigada doña Leonarda con el libro, y con el repaso de la lición desta tercera (que lo podía ser de una vigüela de arco) acabose de rematar el recato de la pobre señora y vino en lo que le aconsejó aquella criada fácil y liviana.

Acuérdome de haber entrado un día, entre otros, en nuestra Señora de la Merced, y oyendo predicar al padre Maestro Ramón, le oí dar grandes voces, advirtiendo que mirasen las madres de qué amigas, criadas y vecinas fiaban sus hijas. Salió algunas veces a la iglesia doña Leonarda con la firmeza y listón en el pecho, y una entre otras, vio que llegó un mozo de razonable talle y hábito, y se puso a sus espaldas a rezar, y en voz que no lo oyesen los que estaban cerca, le dijo así:

—Mi señora, el esclavo vuestro y el dueño de esa joya que traéis al cuello tenéis aquí a vuestras espaldas, en fe de que están seguras contra todos los golpes de fortuna. La brevedad del tiempo y el lugar adonde estamos no le da para deciros más de que soy vuestro y seré mientras viva. Mi calidad es conocida: nací noble, aunque por no ser tan rico como la Fortuna pudiera hacerme, sirvo al conde de N, que vive pared en medio de vuestra casa. Mi nombre es Roberto. Ya sé quién sois; si informada la verdad, pagáredes la voluntad vista, como mi voluntad tenéis mi mano de esposo vuestro.

No pudo doña Leonarda responderle porque a este tiempo su madre se levantó, y así se hubo de contentar con haberle mirado y conocido. Después, estando en casa, contole a Álvarez lo sucedido en la iglesia, y de parecer desta buena consejera metieron en la danza a un escudero, de más años que juicio, que se obligó a ir y venir sin ser correo, y con poco que le dieron echó a perder mucho. Éste llevaba y traía los recados, papeles y favores, pasando a la casa del Conde, que era otra casa inmediata a la de don Martín, yendo a Roberto y volviendo a doña Leonarda, con que se encendió de suerte la negra amistad, que hallándose la pobre señora empeñada en más que debiera, dio cédula a Roberto de casarse con él, y puso su honor en sus manos. ¿De qué sirven tornos adonde andan tan lindos torneadores de juicios? ¿De qué sirven desvelos de padres y madres, si viven en compañía de las hijas tales madrastras de sus honras?

Como Roberto se vio tan favorecido de Leonarda, comenzose a helar en los amores de la casadilla. El amor con seguridad bien dijeron los gentiles que era ciego, pero en dejando de andar desnudo y vistiéndose de celos y sospechas, más ve que un lince y más ojos tiene que Argos: la  susodicha casada, viendo tan tibio a su amante, dio en celarle y seguirle los pasos, viole hablar con el escudero de casa de don Martín y otros indicios que fue descubriendo; pero como la casa era de tanto recato y encerramiento, y la gente tan principal, no acababa de persuadirse a caso tan semejante; a lo que más se alargó su pensamiento fue a que podía haber puesto los ojos Roberto en Álvarez, hasta que un día, estando a la ventana de su casa y mirando con más atención que otras veces a doña Leonarda y a su madre que salían a misa, le vio puesta al pecho la firmeza con la misma cinta que ella le había dado a Roberto, porque ella, como mujer de aire en los cascos, tenía por su color el pajizo, y así usaba mucho dél. Aquí fue donde habiendo visto semejante cosa, ella se acabó de enterar en quién era la que la había quitado el galán y la que favorecía a Roberto.

Espantose y hízose mil cruces, y paseándose por el aposentillo de su casa, abrasada en celos de Leonarda, falta de juicio y de paciencia, andaba diciendo:

—¿Qué hay que fiar de mujeres, si ésta ha hecho semejante bajeza? ¡Una mujer tan rica, tan hermosa, tan principal, tan muchacha, ha puesto los ojos en un pícaro sin camisa, de la más vil gente del mundo, que si yo no le sustentara y vistiera, pidiera limosna!

Y decía en esto la verdad, porque sabía ella que Roberto era de Sevilla, hijo de un cortador de carne, embelecador, embustero, de donde estaba huido por tres o cuatro delitos que había cometido, y habiendo venido a la Corte se había pegado a unos lacayos del conde de N, y ella viéndole un día en la comedia, se había aficionado a él, y pagada de no sé qué frialdades que le dijo, como ella tenía un marido viejo y de mal talle, se metió con el mozuelo y le sustentaba con galas y dineros, y él se recogía en aquella casa del señor con aquellos sus criados, diciendo que lo era suyo.

Es una mujer agraviada la misma resolución; ni la espantan peligros ni repara en dificultades. Anduvo pensando qué venganza tomaría de Roberto y de Leonarda, y últimamente la descubrió el Demonio un camino arrojadísimo, que fue la ruina de la pobre señora. Cubriose su manto, fuese al cuarto de don Martín, dijo que tenía que decirle un negocio gravísimo a solas, y contole palabra por palabra quién era Roberto, y sin saber más de lo que había sospechado añadió lo que le pareció a propósito para descomponer a doña Leonarda con su padre, demás de que, como daba tan buenas señas de la firmeza y listón pajizo que ya don Martín había visto al cuello de su hija, atravesole al pobre viejo las entrañas con sus palabras, y aunque disimuló como cuerdo y prudente el dolor, como noble y como padre se pensó caer allí muerto; pero al fin, reportándose lo más que pudo, la despidió diciendo:

—Andad, amiga, volveos a vuestra casa, y por hacerme a mí gusto, no comuniquéis esto con otra persona del mundo; y volvedme a hablar mañana; que aunque yo estoy satisfecho de cómo se vive en mi casa y estoy cierto que esa es alguna ilusión del Demonio y algún engaño suyo, yo os volveré a ver y satisfaré dentro de pocas horas, y os enteraréis de la verdad y desengaño o del mayor castigo que padre haya hecho a hija.

Con que la mujer se fue y don Martín quedó recostado sobre una silla, tal, que por más de media hora no volvió en sí. Era, cuando entró la mujercilla a hablar a don Martín, de noche, a la prima della (que eligió esta hora porque no la viese Roberto entrar ni diese en quién le hizo el tiro). Solía Álvarez, que era este su oficio, pasar al cuarto de su señor a aquella misma hora todas las noches, para dar en una salvilla un pañuelo y valona a su señor, llevarle el cuello y dejarle otro abierto para el día siguiente, y llegó a tiempo que la casada comenzaba a dar cuenta a don Martín del caso: como oyó nombrar a Roberto puso el oído en el caso, retirada detrás de una antepuerta, y fue la desdicha, para que se juntasen unas a otras, que no oyó lo del linaje de Roberto, de cuán ruín gente era, porque ya la casada lo había dicho cuando ella pudo oír algo. Oyó cómo don Martín decía que si su hija estuviese culpada en algo con Roberto, que no había de quedar piedra sobre piedra en su casa; y que después de haber muerto y hecho tajadas a su hija, a su mujer y a sus criadas, había de poner a la casa fuego. Con esto, sin darle el cuello ni valona, con pasos bien turbados, volvió adonde estaba doña Leonarda en una galería a la luz de una vela escribiendo un papel para Roberto (porque si no es en los zaquizamíes o guardapolvos, o en los corredores altos, fingiendo que iba a otras necesidades, no se atrevía doña Leonarda, por su madre, a tomar papel ni pluma en la mano).

Llegó Álvarez, contó todo lo sucedido, añadiendo que si no tomaba resolución con brevedad, la había de ahogar su padre y quitarla la vida. Quedose helada y muerta la pobre Leonarda; animola Álvarez y díjole:

—¿Vuesa merced no conoce a su padre y sabe su entereza y que hará lo que dice? ¿No es mejor ahorrar de lances y peligros y ir a buscar a Roberto, a quien tiene dada palabra y cédula de mujer, que no verse, si tarda un momento, ahorcada por la mano de su padre de alguna viga déstas, adonde no sólo se ha de temer el perder la vida, sino las almas, según el mal estado en que a entrambas nos coge este negocio? Yo, a lo menos, dentro de un punto pienso estar en la calle, porque conozco a mi señor y no quiero morir de repente.

—¿Por dónde —dijo doña Leonarda— puedes tú salir sin que te vea?

—Si todo estuviera en eso —dijo Álvarez—, presto estaba remediado: el torno sé yo cómo se quita y pone con harta facilidad, y yo tengo la llave de la cadena, que aún no se la he dado a mi señora: coge por ahí de presto algunas desas tus sortijas y una buena vuelta de cadena, y vente conmigo, que yo te pondré en el aposento de Roberto.

Temblaba Leonarda, y no se determinaba, aunque Álvarez apretaba con que se fuese, que Roberto se casaría con ella y su padre al cabo al cabo la perdonaría. Estando en esta confusión, buscolas otra criada, y díjolas que toda la casa estaba alborotada, porque don Martín su señor había clavado las puertas que salían a la sala del recebimiento y se había puesto una cota, y su señora la vieja estaba llorando hincada de rodillas delante dél. Con esto se acabaron de resolver las dos en irse, y diciendo a la otra criada que las dejase a solas, que tenían que hacer, caminaron muy apriesa hacia el torno. Quitole Álvarez, salió y ayudó a salir a su señora. Fuéronse en casa del Conde, hallaron a Roberto en un pobre aposento jugando a los naipes, llamáronle, contáronle el caso: no se sabe lo que hizo

dellas, porque hoy es y Roberto no ha parecido jamás.

Don Martín, después de haber dado cuenta a su mujer de lo que sabía de la boca de la casada, entró adentro con ánimo de matar a su hija, sabida la verdad; y así lo era lo que decía la otra criada: que su señora estaba llorando y de rodillas, pidiéndole que no se arrojase a aventurar la honra de su casa y reputación; que ella, como madre, lo averiguaría con más recato y mejor.

En esta contienda estaban marido y mujer, cuando otras dos criadas que había en casa vinieron dando voces y llorando, diciendo que el torno estaba arrancado y que su señora doña Leonarda y Álvarez no parecían. Don Martín como se hallaba, armado con un montante en las manos, llevado de la cólera y pasión que tenía buscando a su hija y no hallándola en su casa, pasó a casa del Conde y a casa de la casada, andúvose a todo Madrid y jamás se halló rastro de ninguno de los tres. No os quiero cansar con lo que hizo don Martín, las diligencias, gastos y caminos, ni jamás se pudo dar aun con sombra ni pensamiento de quien los hubiese visto, aunque se anduvieron todas las más ciudades de España.

Costó la vida el pesar a la mujer de don Martín, y los dos hijos que tenía, ya en edad para ello, el uno pasó a Flandes y el otro se entró en religión. Tenía don Martín un hermano muy rico en Zaragoza, murió y fuele fuerza ir a acomodar a sus sobrinos, porque era nombrado tutor dellos y testamentario del hermano, y era gruesa la hacienda.

Habían pasado ocho años, cuando fue don Martín a Zaragoza, desde que sucedió la desgracia de la pérdida de doña Leonarda; y entre los días que en Zaragoza asistió don Martín, pasando un día a caballo por un barrio bien distante de su posada, vio cruzar la calle a dos mujercillas, que la una dellas le

dio un aire terrible de su criada Álvarez: mandó a un paje que siguiese aquellas mujeres y supiese adónde vivían, y de allí a un rato volvió el paje riyéndose y diciendo:

—¡Con gentil mercaduría habíamos dado! En verdad que es buena gente para que vuesa merced sepa quién son: dos mujeres eran de la casa pública, y aun me convidaban con la posada, sino que ni yo soy tan mal cristiano ni de tan bellaco gusto.

Calló don Martín y no respondió más al paje. Fuese a acostar y en toda la noche pudo dormir; estaba tan inquieto y desasosegado, que se levantó en amaneciendo; no había cosa que le contentase ni le diese gusto, todas sus ansias eran por ir a la casa pública. Al fin, luego que llegó la noche siguiente, casi sin estar en lo que hacía, mudando de hábito, sin criado ninguno fue solo a ella, y en entrando acabó de reconocer mirándola de espacio, como tuvo lugar, aunque flaca, afeitada, fea y vieja, que era Álvarez, la propia criada de su hija. Llegase embozado a ella y díjole que si quería venir a casa de un hombre principal a estar un rato, porque aquel lugar no era a propósito para la persona que quería hablarla, que era un caballero principal y amo suyo, que se fuese con él adonde la llevase; y para que entendiese que no era cosa de burlas ni cosa de su agravio ni ofensa, se quitó una cadena de oro que llevaba al cuello y se la dio. Puso la mujercilla la cadena, y dando cuenta del caso a quien tiene cuidado y cargo dellas,

asegurándole la ganancia y ofreciéndole parte, le dieron licencia para irse con aquel hombre aquella noche.

Jamás Álvarez pudo conocer a su señor, según estaba de desfigurado y viejo; demás de que, como disimulaba la voz y encubría el rostro, ni cayó en él ni los demás tomaron sospecha, porque entendían que lo hacía por ser la casa tan ruin y el antojo tan bajo, y él alguna persona honrada. Llevola don Martín a su casa, y entrándola en un aposento, cerró la puerta, y así como se quedaron solos, en volviendo don Martín su voz y autoridad y diciendo: Pues, Álvarez, ¿es buena vuelta de vida ésta?, se cayó como muerta en aquel suelo, tanto, que hizo grandes diligencias don Martín para que volviese en sí. Vuelta en su acuerdo, asegurándola de la vida y preguntándole por su hija y por aquel traidor, Álvarez, tras de muchos suspiros y lágrimas dijo:

—Así es, señor: yo soy la culpada en todo; aquí está mi vida, que honra no tengo que dar, que ya la perdí.

Y contándole el principio del libro de Diana y de la joya que quedó en el torno y por donde vinieron en conocimiento de Roberto, y de lo que estaba culpado el escudero, aunque ése, como dijo don Martín, ya era muerto sin haber declarado cosa, y viniendo a referir lo que sucedió desde que se salieron por el torno las dos y hallaron a Roberto jugando a los naipes, dijo que Roberto dejó el juego muy turbado y se fue con ellas hasta sacarlas a la puente de Toledo, y desde allí, aunque con mucho trabajo, por hacer la noche muy obscura, pagándoselo a un arriero que encontraron, los llevó a todos a caballo hasta Toledo, adonde Roberto dijo que tenía un grande amigo y se fueron a su casa, y el no encontrarlas en el camino nadie de los que las iban siguiendo fue porque se lo pagaron al arriero por que caminase de noche y no de día.

—Llegados a Toledo en casa de aquel amigo, Roberto quiso mostrarse hombre y mi señora se resistió y juró que antes se dejaría hacer pedazos si primero no se casase con ella. A lo cual respondió Roberto que para esto era menester ir a Sevilla.

        Resolviéronse en la jornada, vendió Roberto una cadena de oro que llevaba mi señora; engañonos a nosotras con decir que tomaba mulas para Córdoba y tomolas para Cuenca. Desde aquella ciudad nos pasó a un lugar de Aragón que se llama Teruel, y apretándole mi señora en que se casase o que daría a la Justicia parte del caso, dijo que salía a buscar unos amigos que tenía en aquel lugar, que le conocían, para que jurasen cómo era libre y lo efetuarían. Salió de la posada y hasta hoy no le hemos visto. Traía él las pocas joyas y dineros que mi señora tenía, y así hallámonos solas y en un mesón, en tierra ajena y sin remedio.

Acertó a venir a aquella posada un mercader de sedas que venía de Valencia, supo el caso, aficionose a mi señora; lo que pasó con él no lo sé más de que mi señora se puso nombre de doña Juana y él nos llevó consigo con mucho regalo a Barcelona. Allí estuvimos dos años, adonde un criado deste hidalgo, que se llamaba Pablo, con quien yo andaba de mala, me sacó y llevó a Valencia, y de lance en lance mi vida y la suya fueron tales, que he parado en el lugar que estoy, y mi señora, según he sabido después, perseveró con aquel mercader rico, hasta que en Barcelona los dio en perseguir la Justicia sabiendo que no eran casados; y así los dos han peregrinado estos años por diferentes partes, hasta que se murió el padre del mercader, que era natural de aquí, de Zaragoza.

Hallábase Bernardo, que así se llama este gentilhombre que tiene a mi señora, ya con dos hijos en ella, vino a la herencia de su padre y trájola consigo con ánimo de casarse con ella, sabiendo quién es, habiendo heredado, según dicen, más de treinta mil ducados, porque en vida del padre no se osó casar con ella, respeto de que el padre decía que mi señora era una mujer perdida. Yo, por ver a mi señora, me vine con un hombre perdido que me trajo a la casa de Zaragoza, para que, en sabiendo que era casada y estaba tan rica, me favoreciese para salir de tan mala vida: ayer fui a su casa, que lo es bien principal desta ciudad, y como me vieron en este hábito me la negaron. Esta es la tragedia de nuestras locuras, representada en el teatro de nuestros desatinos y mocedades: yo soy el autor de tan mala obra y quien merece la pena de semejantes culpas: aquí estoy, haga de mí vuesa merced lo que fuere servido.

Y con esto comenzó a derramar muchas lágrimas y a dar muchos suspiros. Don Martín la sosegó y consoló, y no sufriéndoselo el corazón, con ser de noche, informado de las casas de Bernardo en la de sus sobrinos (porque era conocidísima), tomando sólo un criado y llevando consigo a Álvarez, fuese allá; y pidiendo por Bernardo, que era el dueño de todo y el tutor y amparo de otras dos hermanas menores que le habían quedado, hizo con demasiada instancia y perseverancia que se le dejasen hablar. Entró dentro y estaba cenando a la mesa con doña Leonarda, que ya se llamaba doña Juana. Así como entró y le vio Leonarda, conoció a su padre y comenzó a temblar. Levantose Bernardo a tiempo que don Martín iba con una daga desnuda sobre ella a matarla, abrazose con él, y si ella no diera voces y dijera que era su padre, le matara. Al fin de dadas quejas unos a otros, enterado Bernardo de quién era doña Leonarda, se vino a casar con ella, habiéndose de contentar don Martín, que esperaba un yerno caballero, con un yerno mercader, aunque quien la tuvo por tan perdida harto ganada la hallaba, de que daba infinitas gracias a Dios muchas veces, y como prudente y cuerdo, húbose de acomodar al tiempo y correr al compás de la Fortuna que le corría.

Celebráronse las bodas y súpose el caso en toda Zaragoza.

Doña Leonarda volvió a su primero nombre y dio ochocientos ducados a Álvarez, con que hubo un hombre ordinario que casó con ella y la sacó de mal vivir. Pero fue la desgracia que de allí a un mes, saliendo de noche don Martín a visitar a su hija y yerno, teniéndole por otro, le mataron en la calle de un  pistoletazo. Lleváronle muerto en casa de su hija, y del susto que recibió, habiendo malparido una criatura de quien estaba preñada en seis meses, con el mal sobreparto murió; que por eso llamé al principio lastimoso este suceso. Mirad lo que pasa en la vida de Corte, y cuán a peligro se crían de perderse los hijos y hijas en ella, y por qué de caminos, si no son demasiado buenas las inclinaciones, hay quien los distraiga.

        —Harto le habéis dicho a don Diego —dijo el Maestro—. Dejadme que sólo le advierta de cómo ha de repartir el tiempo y acudir a sus negocios, porque ya anochece y yo soy convidado a cenar donde sabéis; y adonde se usa cortesía, dicen que no se convida a esperar, sino a que esperen los que han de comer a que les den de comer o cenar.

 

AVISO OCTAVO Y ÚLTIMO

Adonde se le enseña al forastero cómo ha de repartir el tiempo y acudir a sus ocupaciones cristianamente.

 

H

abiéndole  ya advertido al forastero de los grandes peligros que hay en la vida de Corte y lo mucho que dellos le conviene guardarse para no distraer su persona ni perder sus negocios, no me parece que hemos cumplido con los avisos que le hemos prometido de dar, ni yo le hago la guía que es razón, si no le pinto y acomodo una forma de regla y estilo que observe y guarde para que cumpliendo con sus obligaciones, no saliendo de los límites de buen cortesano y haciendo como buen cristiano, entable sus pretensiones y acuda a sus negociaciones con la puntualidad que piden las obligaciones que le trajeron a la Corte desde su tierra.

Y con todo me parece que habremos cumplido si le enseñamos a repartir el tiempo; que es un arte y facultad de tanta importancia, que dijo Anaxágoras que quisiera más saber repartir el tiempo de su vida que saber toda la filosofía natural perfectamente. Y Simónedes, según refiere Estobeo en el Sermón 95, dijo que todo el tiempo de la vida era corto para saber acomodar el tiempo a la vida de manera que fuese frutuoso para la vida el tiempo; pero mejor lo dijo san Pablo en la Carta que escribió a los de Éfeso, capítulo 5, diciendo que mirásemos cómo aprovechábamos los días y el tiempo de la vida, usando dellos con sagacidad y cautela, porque los días mal empleados son malos; que fue decir que para quien los empleare mal, serán su fiscal y cuchillo a la hora del dar la cuenta, pues se ha de tomar tan estrecha de cómo se gastó y en qué se empleó, como lo dice David en el Psalmo 74.

Digo, pues, que el forastero estando sobre aviso con los escarmientos vistos, luego que se levantare por la mañana, tomándola desde la primera luz, lo primero que haga sea oír misa en la iglesia más cercana de su posada, y desde ahí, al salir de la iglesia signándose con la señal de la cruz, diga siempre las palabras del Psalmo 26: Señor, guiadme por camino derecho, con que con grande confianza y seguridad de ánimo puede acudir a sus negocios sin distraerse por calles no importantes, ni en conversaciones impertinentes. Cuando allegare a dar a los jueces sus memoriales o a informar de boca en el derecho de sus pleitos o razón de su pretensión, no sea importuno ni pesado: procure que con graves y comprehensivas razones se entienda la verdad que trata.

—Algunos —dijo Leonardo— hay pesadísimos en informar, con que desabren y desazonan a los que los han de oír y favorecer; y a este propósito oí decir que sucedió un caso gracioso: habían venido dos colegiales de cierto colegio de la ciudad de Salamanca a informar al rey católico don Felipe II, que está en gloria, sobre cierto negocio grave, y el que le tocaba hablar por más antiguo, aunque era docto en la facultad que profesaba, era tan pesado y prolijo en repetir una razón misma muchas veces, y de su natural en su lenguaje era tan tosco, que por lo uno y lo otro en el semblante de la Majestad católica se echó de ver que se había cansado de oírle. El compañero, que era más agudo y más desenvuelto, y hasta allí no había hablado palabra, al despedirse los dos, dijo al Rey: Suplico a vuestra Majestad se sirva de mandar que tenga efeto lo que mi compañero ha suplicado en nombre de mi colegio, porque, donde no, volverá otra vez a informar de nuevo a vuestra Majestad. Celebrolo el Rey, aunque con la modestia que acostumbraba, y mandó despacharlos.

—De otra cosa también —prosiguió el Maestro— se le avisa al negociante o pretendiente, y es que ni por sí o por otro intente ni trate cosa injusta o no merecida; porque el que pretende lo que no merece y pleitea sobre lo que no tiene justicia, decía Alejandro (como se refiere en el libro de sus dichos y hechos) que caminaba con pies de plomo sobre pantuflos de paja. Y el rey don Alonso de Nápoles dijo mejor: que porfiar sobre un pleito sin justicia y apretar una pretensión sin merecimientos era dar indicios de mal entendimiento y peor conciencia; y no le podemos negar a Lucio Eneo Séneca en sus Proverbios, que no dijo esto agudamente: No pidas lo que negaras si fueras juez, ni niegues lo que pidieras si fueras inferior. Aunque esta sentencia, como dijo un moderno, su haz y envés tiene, y ni toda parece obligatoria ni toda conveniente, ¡oh, qué cara tan descubierta puede llevar el que pleitea con justicia y pide con razón!

También es menester advertirle al forastero que en materia de reconocimiento a los beneficios y buenas obras que recibiere, no sea ingrato, antes se muestre liberal. No quiero decir que caiga en el indicio de prodigalidad, mas conozca el que le hubiere hecho buena obra y gusto que si no tiene hacienda con que pagarlo, tiene ánimo y corazón con que agradecerlo. Francisco Petrarca en sus Diálogos, en el Diálogo 18, dice que la ingratitud no está en el no dar, sino en el no reconocer. ¡Qué de negocios ha perdido el desconocimiento, qué de pretensiones bien guiadas ha desbaratado y turbado la ruin correspondencia!

Aquel grande capitán Paminondas decía que el agradecido era logrero, porque con poco que aventurase ganaba mucho.

De otra cosa hemos de advertir y avisar también a nuestro forastero y negociante: de que tenga paciencia y sufrimiento, y no piense que el señor y juez con quien negocia ha de atender a sólo él, porque penden tantos de ese mismo juez y señor, que, si lo supiese, se quedaría admirado de cómo aquel señor o juez tiene tiempo para comer ni para dormir.

—Hoy me habéis de dar licencia —dijo don Antonio— que os cuente una cosa de mucho donaire que me refirieron que sucedió en Sevilla años atrás: desembarcó un capitán de galera en el río y traía cometidos unos negocios de hacienda a un juez de los de aquellos tribunales. Pasaron dos días sin despacharle, y pareciéndole mucha la dilación, comenzó a quejarse al Juez; y el Juez, que era muy sagaz y muy prudente, le respondió, riyéndose: Señor capitán, en la mar navégase con viento contrario o favorable; acá estamos en tierra: camínase con pasos, unos que da la razón y otros la ocasión; hágame a mí merced que se esté aquí unahora y verá lo que pasa. Fueron, pues, tantos los que en aquella hora entraron a negociar y que referían haber muchos días que estaban sus negocios pendientes en aquel tribunal, que, volviéndose el Juez al Capitán, le volvió a decir: Y ¿qué haremos de todos éstos, que tanto tiempo ha esperan y que tanto ha oímos y no podemos más? El Capitán quedó confuso, y se despidió diciendo que los jueces habían de ser de bronce, que los soldados bastaba que fuesen de carne.

—También quiero avisar —dijo el Maestro— a nuestro forastero que sea cortés en las palabras y bien criado en sus acciones, de modesta presencia y de mirar humilde: no intente sus cosas con soberbia, que es vicio aborrecido en todas partes y en nadie parece peor que en el negociante y en el pobre. Ignorancia sobrada es (dijo Sófocles) venir a rogar y entrarmandando. Los atenienses tuvieron al ganso o pato por símbolo de la cortesía, porque cuando entra en otra casa ajena, va mirando desde antes que entre, y primero ocupa los umbrales con el pescuezo que con las patas. Hay hombres arrojadísimos en esta materia. Dos Maximinos tuvo el Imperio Romano, el menor era superbísimo, y, así, fue aborrecido, el mayor fue la misma humildad, y, así, fue muy amado, y con ser tan compuesto de palabras cuando daba audiencia pública, cuando alguno de los que entraban a negociar pisaba recio, se volvía a

los que estaban con él y decíales: Mucho me pesaría que éste tuviese sobrada razón en lo que pide, porque ya me coge desabrido y desazonado, queriendo dar a entender con esto que aun los pies han de pisar con encogimiento del que viene a pedir y a rogar.

Ni tampoco quiero decir por esto que el negociante o pleiteante ha de ser tan cobarde que no ha de osar hablar en su negocio, porque por eso y otras cosas semejantes se dijo: Tanto es lo de más como lo de menos, y aquel proverbio castellano que Al hombre vergonzoso el Diablo le trajo a Palacio, como la vergüenza sea ignorancia y cobardía, bien dicen; porque el que viene temiendo ya viene desconfiando, y la desconfianza o nace de cobardía o

de poca razón, y así, en las averiguaciones de los casos criminales repentinos, por sospechoso se tiene el que muda el color del rostro. Y Séneca dijo en sus Proverbios: El que ruega con temor, enseña a negar al que ruega, que no se pudo decir más.

Confíe y tenga valor el que pretende y negocia si los pasos que da son sobre razón y justicia; que en el juez o príncipe que le ha de premiar o juzgar Dios pondrá afabilidad en el rostro, tiento en la pluma y luz en el corazón.

Últimamente, de lo que tengo que avisar a nuestro forastero es de que al compás de como debe ser solícito (ora sean suyos los negocios o ajenos a que viene a la Corte), a compás de la solicitud sea el silencio si quiere que le entren los favores recebidos en provecho; cállelos si quiere conseguir lo que pretende con medios justos y favores merecidos; cállelos si quiere no perder la acción y derecho de sus pleitos por los puntos de justicia y razón que le han advertido sus abogados y amigos; cállelos, que me holgué de leer en un libro que anda por ahí, que se llama El Pastor de Filida, un terceto de unas razones tan fuertes y verdaderas, que lo encomendé a la memoria, que dice:

Y aquel refrán que tan valido pasa,

que el bien no es bien si no es comunicado,

no atraviese las puertas de tu casa.

—Yo también lo he leído —dijo don Diego—, y voy tan advertido y consolado con los avisos y ejemplos referidos, que me prometo en mis negocios bonísimos sucesos. Sólo lo que tengo que replicaros es aconsejastes al forastero, en saliendo de casa a negociar, lo primero que hiciese fuese oír misa: querría que no estuviese lejos mi posada de la iglesia.

—No os dé pena eso —respondió don Antonio—, porque pocas calles hay ya en esta Corte, que merezcan este nombre, que no haya iglesia, monasterio o parroquia o hospital.

Hagamos aquí una división de Madrid, o descripción, no en rigor cosmográfico, sino por mayor, y dividámosle en las cuatro partes que miran al Oriente y Poniente, al Mediodía y al Setentrión. Comencemos por las entradas de la parte de Oriente:

Por la parte de Oriente que mira al Mediodía, siguiendo la calle de Atocha hasta la plaza Mayor, está, aun antes de entrar en Madrid, nuestra Señora de Atocha, monasterio de religiosos de la orden de santo Domingo, y el monasterio de Santa Isabel, de monjas Agustinas recoletas, monasterio Real, y Fundación de las Doncellas, hijas de criados de su Majestad; luego, a pocos pasos, el Hospital General y frontero dél las Monjas Capuchinas, y a corto trecho déstos los Desamparados, el Hospital de Antón Martín, las Niñas de nuestra Señora de Loreto, las monjas de la Madalena, la parroquia de San Sebastián, el monasterio de la Santísima Trinidad, el monasterio de los religiosos de santo Domingo, que se llama el Colegio de Atocha, y la parroquia de Santa Cruz.

Y si volvéis a entrar por la parte misma de Oriente que mira hacia el Setentrión, tomando el Prado de San Jerónimo, está el monasterio real de San Jerónimo en el Prado y la Compañía de Jesús, casa profesa, y los Recoletos Descalzos del glorioso Padre san Agustín, los Carmelitas Descalzos, las monjas Bernardas de Vallecas, los religiosos Capuchinos, los clérigos Menores, las monjas de santa Catalina de Sena, el Hospital de los Italianos, las monjas de la Concepción Bernarda, que dicen de Pinto, los Padres Mínimos de san Francisco de Paula, que dicen la Vitoria, el Hospital de la Corte, que dicen nuestra Señora del Buen Suceso, los Niños Expósitos, que dicen nuestra Señora de la Inclusa, la parroquia de San Luis, el Carmen Calzado, las Mujeres Recogidas, que es el Hospital de los  Peregrinos, Hospital Real de la princesa doña Juana, el monasterio real de la misma princesa, que dicen las Descalzas de la Emperatriz, la parroquia de San Martín, que es el monasterio del glorioso Padre san Benito, la parroquia de San Ginés, el monasterio de San Felipe, de los religiosos Calzados del glorioso Padre san Agustín.

Si entráis por la parte del Setentrión, está, antes de entrar en Madrid, San Bernardino, monasterio de religiosos Franciscos Descalzos, y en entrando en la calle de Fuencarrán, la casa del Noviciado de la Compañía de Jesús; y al entrar en Madrid por la calle Hortaleza, Santa Bárbara, que es monasterio de  religiosos Descalzos de nuestra Señora de la Merced, y más adentro de Madrid, el Hospital y Fundación de San Antón, y luego, a pocas calles, el monasterio de religiosas Descalzas de nuestra Señora de la Merced, y el monasterio de los religiosos del glorioso Padre san Basilio, y el Hospital de la parroquia de San Martín, y el monasterio del Caballero de Gracia, de las monjas de la Limpísima Concepción, recoletas Descalzas, y el Hospital de San Luis, de los Franceses, el monasterio de los religiosos Permostenses, el monasterio de los religiosos del glorioso Padre san Bernardo, que es Santa Ana, el monasterio de monjas Franciscas, que es Los Ángeles, el monasterio de Santo Domingo el Real, que es de monjas Dominicas, el Hospital de Santa Catalina, de los Donados.

Si entráis por la parte de Poniente, en el mismo Real Palacio está la capilla de su Majestad, cerca de allí el Real monasterio de la Encarnación, que es de monjas Agustinas recoletas, San Gil, que es monasterio de religiosos Descalzos del glorioso Padre san Francisco, la parroquia de San Juan, la parroquia de Santa María, el monasterio de las monjas Bernardas Descalzas, la capilla del Obispo, la parroquia de San Andrés, Corpus Christi, que es monasterio de monjas Jerónimas Descalzas, la parroquia de San Miguel, la parroquia de San Nicolás, las monjas de nuestra Señora de Constantinopla, que son de la orden de san Francisco, el monasterio de Santa Clara, que también son monjas Franciscas, la parroquia de Santiago, la parroquia de San Salvador, la parroquia de San Pedro, la parroquia de Santiuste.

Y si entráis por la parte del Mediodía, está el recogimiento de las mujeres perdidas, que llaman la Galera; a la Puerta de Toledo está el monasterio del Seráfico Padre san Francisco, de los religiosos de su orden, está el Hospital de los Catalanes, Aragoneses y Valencianos, está el monasterio de monjas de la Concepción Francisca, está la Imperial casa del colegio de la Compañía de Jesús, está el monasterio de nuestra Señora de la Merced, de religiosos desta sagrada religión Calzados, está el Humilladero de la plazuela de la Cebada, el Hospital de la Pasión y la parroquia de San Millán, el monasterio de la Concepción Jerónima, de las monjas Jerónimas.

Y sin estas parroquias y monasterios y hospitales, hay otras capillas, oratorios y ermitas adonde se dice misa: tan adornado está Madrid, como Corte de monarca tan poderoso y rey tan cristiano, de templos y iglesias adonde se celebren los oficios divinos, se frecuenten los sacramentos y se predique la palabra de Dios.

—Bastantemente —dijo el Maestro— ha cumplido don Antonio con el número de las iglesias, aunque no con la proporción de la descripción; pero yo ofrezco, la primera vez que nos volviéremos a juntar, de haceros una descripción cosmográfica del sitio y población de Madrid, de su latitud y longitud, de la tierra en que está, del clima que goza, de los aires que la bañan, del número de sus casas y vecinos, poniendo cada cosa en su lugar; y no faltarán otros avisos que dar al forastero. Ahora me habréis de perdonar, porque me llama la cena y me esperan los amigos.

Sed omnia sub correctione

F I N

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