índice

Antonio García Gutiérrez

La cita a la madrugada

La vida

Respeto

Consejos

Carta a Filena

El Cazador

El Escribiente Memorialista

LA CITA A LA MADRUGADA

No hay pena, no hay dolor, hermosa mía,

que yo no arrostre por tus lindos ojos;

esclavo viviré de tus antojos

en tanto que a mi amor tu amor sonría.

Preso en tus dulces lazos noche y día;

bebiendo el néctar de tus labios rojos,

¿cómo sentir los pérfidos abrojos

que del mundo falaz cubren la vía?

¡Adorarte y no más! Este es mi oficio,

y no hay afecto ni pasión profana

que no venza mi amor en tu servicio.

¡Mas soy flaco mortal, hermosa Juana!

Pídeme de mi sangre el sacrificio,

y déjame dormir por las mañanas.

 

ir al índice

LA VIDA
Traducción de Víctor Hugo
C
uando de noche en tus brazos
oigo, pastora, tu voz,
y no sientes, di, cual palpita
inquieto mi corazón?
¡Oh! que tu acento apacible
me recuerda encantador
de mis días más dichosos
la pasajera ilusión.
¡Ay! ¡canta, pastora,
con tu dulce voz!
 
Cuando ríes, en tu boca
ríe el amor a la par,
y los celos desvanece
con su expresión virginal.
Donde esa risa apacible
no puede el dolo habitar,
o no es cierto que en los ojos
retratada el alma está.
¡Ay! ríe, pastora,
ríe por piedad.
 
Cuando duermes a mi lado
mientras yo velo por ti,
tu dulce aliento murmura
como el céfiro sutil.
Entonces eres más bella,
sin velar, sin encubrir
con enfadosos cendales
tu leve cuerpo gentil.
¡Ay! duerme, pastora,
que estás bella así.
 
Cuando dices que me amas,
creo, pastora, en tu fe,
y pienso que el cielo mismo
me abre su inmenso dosel.
Dudar... ¡oh! que no es posible
para el que un instante ve
el fuego de los amores
que en tus ojos brilla fiel.
¡Ay! ámame, y siempre
verásme a tus pies.
 
¡Y
a lo ves! toda la vida,
pastora del corazón,
se encierra en estas palabras
de inapreciable valor.
Sin esto, todo es mentira,
todo es pesar o ilusión,
que el cielo nuestra ventura
en esto solo encerró;
el canto, la risa,
el sueño, el amor.

 

ir al índice

RESPETO
Niña de los negros ojos,
guarte que no digan ellos
tus amorosos enojos,
que habrás de pisar abrojos
si llegan a comprendellos.
 
Y habrá algún vil seductor
que pise la tierna flor
por más que la encuentre bella,
que no basta a defendella
donde hay pasión, el pudor.
 
Guarte niña de mostrar
que un sentimiento hay guardado
en ese tierno mirar...
Mira que te han de burlar
aunque yo te he respetado.
 
No pienses, no, que es desvío
lo que es tan solo piedad,
que aunque ya gastado y frío,
no es tanto mi desvarío
que ultraje tu castidad.
 
¡N
o es para mí tal belleza,
yo, que mi existencia loca
manché con ciega torpeza!
Basta un beso de mi boca
para manchar tu pureza.
 

 

ir al índice

CONSEJOS

Quieres casarte, buen Juan,
y pides con impaciencia
consejos a mi experiencia;
¿no es así? Pues allá van.
Oye: Tiene mil azares
eso de tomar mujer:
por de pronto suelen ser
malos los preliminares.
Estos son ansias, desvelos,
temores, citas, desvíos,
y peloteras y celos.
Amanece con el día
y vela: no hay más recurso.
Y de novio estudia un curso
completo de astronomía.
Decídeste a ser esposo,
y sufres, que es la más negra,
de la veterana suegra
el examen codicioso.
Entra el gasto, es cosa obvia,
y te exprimen sin piedad,
cuando no la vanidad
los caprichos de tu novia.
Llegamos al desposorio;
das el suspirado sí.
¡Gracias a Dios!, hasta aquí
has pasado el purgatorio.
Mas preso en el lazo tierno
tu amoroso afán reposa.
¡Ay, Juan! ¡Esto es otra cosa!
¡Como que empieza el infierno

PULSA AQUÍ PARA LEER POEMAS SATÍRICO-BURLESCOS

ir al índice

CARTA A FILENA

(imitación de una poesía escocesa)

Aunque siempre fuí cobarde
contigo, amoroso alarde
hacer de un recuerdo quiero:
era a mitad de Febrero;
era a mitad de una tarde.
Con el alma de amor llena,
buscando alivio a la pena

que mi corazón traspasa,
llamé a tu puerta, Filena,
y estabas solita en casa.
No sé si aliviar quisiste
mis amantes desvarios:
ello es que viéndome triste
enternecida pusiste
tus labios sobre los míos.
Sin duda fue caridad:
sin duda fue sólo un medio
de mostrarme tu piedad;
pero ¡ay! que ha sido el remedio
peor que la enfermedad.
Mira, Filena querida,
si hay desdicha parecida
a esta mi desdicha fuerte:
lo que a tantos da la vida
a mí me ha dado la muerte.

 

Desde entonces no reposa
mi alma, y sin cesar me quejo:
desde entonces, niña hermosa,
de tu boca temblorosa
guardo en mis labios el dejo.
Es una dicha y la lloro;
pero con tanto egoísmo
la guardo como un tesoro,
que algunas veces, yo mismo
me parece que la ignoro.
Que a más de ser yo muy hombre,
tu concepto me es sagrado;
y, para que más te asombre,
desde entonces he encerrado
en mi corazón tu nombre.
Sólo si alguien por antojos,
o porque ve que ya apunta
la amarillez en mis ojos,
lastimado, me pregunta
la causa de mis enojos;
Porque a las gentes esquivo
y en amoroso embeleso
vagando voy pensativo,
respondo: «¡Me han dado un beso
y desde entonces no vivo!»
 

Postdata.
Pero, oye y valga verdad:
si no tienes otro medio
de mostrarme tu piedad,
vuelve a aplicarme el remedio....
Y siga la enfermedad.

 

ir al índice

EL CAZADOR

L

a caza, es desde luego un ejercicio activo, una distracción del animo, y a veces una ocasión terrible de peligrosas aventuras. El marqués de Mantua en la comedia de Don Gerónimo de Cáncer, titulada La Muerte de Baldovinos, dice, con motivo de una audaz caza de grillos: ¡Oh caza, viva imagen de la guerra! y muchos poetas y no poetas, han dicho lo mismo, antes y después de Cáncer, de manera que lo que a muchos parecerá una atrevida hipérbole, se ha hecho un axioma irrecusable.

En efecto, el Cazador de profesión, el Cazador montaraz quiero decir, el que caza en monte, se ve no pocas veces expuesto a romperse la nuca, a perder la vida entre los colmillos del jabalí, o entre las garras del oso sin otros mil riesgos que el Cazador va a buscar por el placer de arrostrarlos.

Habrá tal vez quien en este valor temerario encuentre algún mérito y, por mi parte, confieso que el perseguidor cruento del inofensivo ciervo y del honrado jabalí, me ha merecido siempre la mayor aversión: me horroriza el nombre manchado con la sangre de sus semejantes. No hablo del cobarde Cazador de liebres y conejos, de  chochas y perdices: este, asesino sin riesgo, este no merece que se le tome en cuenta.

El Cazador de mi elección, el que yo prefiero y  sublimo sobre todos los Cazadores posibles, es el que sale los domingos al Canal, armado de pies a cabeza, con provisiones de boca y guerra para una semana. Por lo regular se trata de algún mancebo de tienda, algún estudiante de Farmacia o escribiente de alguna oficina. Suele llevar escopeta de dos cañones, gran percha, botín cordobés, todo el lujo, en fin, del Cazador perfecto. Antes de salir por la  puerta de Atocha o de Toledo, toma las provisiones para su comida de campo, abundante, pero modesta, y reducida por lo regular a medio queso manchego y una cesta de huevos duros, porque hay que advertir que él no cuenta para nada con lo que ha de cazar, y luego se verá como hace bien.

Por lo regular, este Cazador elige un buen día; sale de su casa tres horas después que el sol abandona el regazo de Anfítrite, y paso a paso, sin fatigarse y haciendo fuego contra todo volátil que acierta a pasar a doscientas varas de él, llega por fin a la primera esclusa del Canal, término de su carrera. Aquí se sienta, come con envidiable apetito, bebe del primer vinagre que encuentra, y vuelve a emprender de nuevo su terrible y ruidosa marcha. Si quisiéramos oír y creer al Cazador del Canal, sus tiros son generalmente mortales: a cada disparo cae una víctima: siempre queda alguna pluma, alguna gota de sangre que acrediten los crueles estragos del plomo y la exactitud matemática del Cazador.

Pero en honor a la humanidad, en obsequio a la exactitud, no le creamos: esa sangre no caerá sobre su cabeza: esas plumas son hijas de su voladora fantasía. Si alguna vez cae a sus pies herido y palpitante el inocente pajarillo no se haga ilusiones, no crea que ha sucumbido a otro golpe que al de su destino; no crea sino que la fatalidad ha escogido de su bolsa de perdigones  un grano de mostacilla como instrumento de sus rigores.

Así es que nada hay más inocente, nada más inofensivo que el Cazador del Canal; pero tampoco le hay más vano y presuntuoso. Lo que le distingue entre todas sus cualidades es la tenacidad: alcanza a ver en la copa de un árbol algún pajarillo que retoza y revolotea, sin figurarse en su bien fundada modestia que puede ser blanco envidiado de la codicia del hombre, pero nuestro Cazador que hacía fuego contra una mosca, encárase el mortífero instrumento, dirígele contra el ave descuidada, y quédase por espacio de dos o tres minutos más inmóvil que la mujer de Lot después de haberse vuelto a mirar el incendio de Sodoma. Cuando se cree seguro de acertar, aprieta vigorosamente el gatillo, el cañón de la escopeta describe un cuarto de círculo, y el tiro sale ruidoso y fulminante. El corazón del Cazador late con violencia y apresuradamente: susojos desencajados miran ávidamente caer una por una las hojas de las ramas desprendidas por el tiro, y en todas ellas cree ver bajar la víctima inmolada.

En vano da una y otra vuelta al rededor del tronco: inútilmente levanta sus ojos tristes para ver si ha quedado el pajarillo suspendido de alguna rama.

No se convencería al cabo, si dirigiendo más allá sus miradas, no viese al ave incorregible columpiarse en las ramas de otro árbol, insultando con su intempestiva alegría la cólera que le hierve en el pecho. Adelántase paso a paso, búscale la espalda, apunta, dispara Nuevas sensaciones, nuevas esperanzas, y por último, nuevo desengaño. Así corriendo tras el blanco de su encono, atraviesa por sembrados y zarzales, destruye cuanto al paso encuentra, y no para hasta que habiendo terminado el sol su carrera, se despide el inquieto pajarillo, y vuela presurosamente hacia su nido. Aquí empieza a sentir el Cazador su cansancio y abatimiento: aquí la tristeza se apodera de su corazón, al mismo tiempo que la noche avanza majestuosamente cubriendo la tierra con su velo.

      La alondra cruza los aires chillando tristemente, en busca de la perdida compañera: el fatídico vencejo vuela a acogerse al campanario de Atocha: todo lo demás calla con sombrío silencio, y el Cazador contristado se dirige rápidamente a la coronada villa, descorazonado y abatido. En cada árbol, en cada mata, cree ver escondido un hombre de colosal estatura, que le pide limosna con la boca de un trabuco, a semejanza del ladrón de Gil Blas. Carga la escopeta con bala, se estremece con el movimiento de su sombra, y si logra llegar al fin sano y salvo a las puertas de la corte, se cuenta por un momento el más dichoso de los mortales.

Y a decir verdad, los recelos del Cazador, son bien fundados: desgraciadamente muy fundados. Si llegara yo a ser algún día Jefe Político de Madrid, (figúrense Vds. si es fácil) toda mi policía no se había de ocupar en otra cosa que en la seguridad de los Cazadores domingueros. Desde luego puede creerse que protegía a gente más inofensiva y pacifica que Madrid encierra.

Hemos dejado a nuestro héroe a las puertas de la villa, postrado, pero libre de todo percance. Dirígese en derechura a  su casa, cena con voraz apetito, obsequia a algún tremendo gatazo con el pobre botín de aquel día, y en seguida se tumba patriarcalmente en el mullido lecho donde duerme con el sueño de los justos.

Y ahora creerán Vds. sencillamente, que porque el Cazador ha dejado la escopeta en el rincón de su alcoba, y ronca tranquilo entre sábanas, ha llegado la hora de abandonar mi penosa tarea. No, amados lectores, no: desgraciadamente para mí, no todos los que cazan gustan de hacerlo con la escopeta, arma algunas veces peligrosa. No todos gustan de hacer las cosas con ruido: cada  Cazador tiene su genio y sus particulares inclinaciones. Los hay que prefieren el reposo, caracteres sedentarios y metódicos, para quienes el ejercicio corporal tiene sus límites, y que tienen bastante amor a sus piernas para no trazarles su línea de conducta. Estos, apasionados también por la caza, suelen hacerla generalmente con redes y reclamos; no buscan al pájaro, sino que lo esperan, y  tendidos y a la sombra en el verano y al sol en el invierno, pasan el día, embriagados en las delicias del dolce far niente que tanto adoran los italianos y tanto idolatramos los españoles.

 

Verdad es  que el Cazador de red (llámase en lenguaje técnico, el Cazador de alforja) es un tanto cuanto traidor y sanguinario,  que ha de tener el corazón endurecido como el diamante. Seguramente que sí, por eso lo he pospuesto al Cazador de escopeta: por eso me ocuparé de él lo menos que me sea posible.

Este, como hombre de más dañinas intenciones, madruga con el alba: lleva sobre sus espaldas un descomunal jaulón, destinado a encerrar en él sus víctimas. Una porción de pequeñas jaulas, que encierran otras tantas aves traidoras y que han de servir de reclamo, embarazan su marcha. Una red, un ciento de palitroques, y un celemín de trigo, natural golosina del incauto pájaro, completan los preparativos de la cacería.

Elegido el sitio, tiende el Cazador su red, la afianza cuidadosamente, ata media docena de jilgueros a otros tantos hilos, de modo que dejándolos revolotear a distancia de un palmo de la tierra, engañen mejor la confianza de las otras aves. Todo su trabajo está reducido a esto: cuando la tarde empieza a declinar, recoge apresuradamente los trebejos, y el sol no ha empezado a

ocultarse tras de la ermita de los Ángeles, cuando el Cazador de red, hombre prudente y precavido, ha saludado ya sus lares.

Réstame el Cazador con liga, casta degenerada y con justa razón perseguida.

Este lleva por lo regular un feo y soñoliento  mochuelo al que ata a la rama de un árbol: siéntase frente a frente de su triste compañero, y allí escondido, aguarda a que los burlones pajarillos vengan a picotear al terrible enemigo nocturno. A veces el mochuelo bosteza, y el Cazador bosteza, y ambos se quedan dulcemente aletargados, sin cuidarse del ave inocente que revolotea cogida en la liga, y que a veces logra escapar a costa de la mitad de sus plumas.

Este Cazador, tiene por enemigo natural, aunque involuntario, al Cazador de escopeta, (no el de profesión.) Si por desdicha alcanza este a ver al cuitado mochuelo, agitándose en la rama del árbol, triste de él; entonces, y solo entonces es su puntería fija y mortal, por cuanto la dirige contra su bolsillo, regularmente pobre. Cuando llega este caso, los dos Cazadores se encuentran cara a cara, como dos enemigos terribles, como el tigre y el león encerrados en una misma jaula.

Afortunadamente estas reyertas acaban sin explosión: a las amenazas suceden las razones, al furor el convencimiento: el matador paga el daño causado, desata la víctima, y colgándola de la percha entra con ella triunfante en Madrid.

He concluido por fin esta breve reseña, y ya ven Vds. que no me he extendido en reflexiones generales, que he preferido contar las cosas lisa y llanamente, así como yo las he visto cuando fui también Cazador, cuando experimenté todas las dulces y amargas sensaciones que con tanta sencillez os he narrado. Ahora me permitiréis que os dé un buen consejo: si alguna vez os tienta la afición a la caza, no salgáis de los alrededores del pueblo, no dejéis remontar vuestras ambiciosas esperanzas más allá del gorrión o la alondra. Esta es la sola caza pacífica y sin riesgos: la única que conviene al ciudadano tranquilo y bienaventurado.

Más allá de estos límites, están los peligros, las terribles aventuras que rodean comúnmente a la caza mayor. Mil ejemplos históricos podrían presentarte en apoyo de esta verdad, empezando por Endimion y acabando por Arco-Agüero.

Nada, honrados lectores míos; todo lo que sea pasar de la primera esclusa del Canal, es llevar la inclinación hasta el vicio, agraviar a la humanidad, ya sobradamente vilipendiada, y gastar el sentimiento en vuestros corazones con el continuo espectáculo de escenas sangrientas y feroces.—Vale.

PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS SATÍRICO-BURLESCOS

ir al índice

 EL ESCRIBIENTE  MEMORIALISTA

o es mi intención, benévolo lector, trazar aquí un cuadro completo de la existencia  del Escribiente Memorialista: se necesitarían más páginas que tiene un Calepino, solo para trazar el cuadro exterior, la existencia aparente, el panorama material del pobre y desdeñado Memorialista; porque si hubiese de penetrar en el caos de esa vida agitada, si hubiese de reducir a palabras todo lo que encierra su alma de delores, de abatimiento, de proyectos y esperanzas, todo el papel de Burgos y Candelario, no bastaría a contener mis reflexiones; toda tu paciencia sería poca para sufrirme. Así, pues, pasaremos rápidamente por ambas fases, desterraremos el insoportable análisis, y como la abeja volaremos de una en otra flor, salvo que no libaremos miel ni cosa parecida, porque, caro lector, en la vida del Memorialista, apenas hay otra cosa que acíbar y cicuta, amargura y dolor.

Vedle, escondido a medias, detrás de su biombo, sudando tinta, derramando el genio a borbotones, poniendo continuamente en prensa una inteligencia no vulgar, y todo a tan módico precio, que apenas basta a satisfacer la menor de sus necesidades. Vedle otras veces cruzar las calles de la corte, ligero como una ardilla, activo como el más activo corredor de la Bolsa. A veces parece ina sombra, una pesadilla: por todas partes se le encuentra, siempre incansable, siempre impulsado como una máquina de vapor cuyo motor es el hambre. Verdadero judío errante, apenas el cansancio le detiene algunos momentos, cuando la voz de la necesidad, le grita: “¡Anda!”, ¡Anda!”,   y el  Memorialista con un sacudimiento que puede llamarse galvánico, se despoja de su flaqueza mortal y vuelve a cobrar vigor para emprender su camino.

¿Y qué necesidad tiene el escribiente, cuya vida parece que debía ser poltrona y sedentaria, de tanta actividad, de tan incansables incursiones, fuera del techo de su vivienda?

Esta es acaso la primera reflexión que se te ocurre, ¡oh inconsiderado lector!

¡Oh lector de alma marmórea y berroqueña! ¿Piensas tú que el Escribiente Memorialista, escribe las más veces memoriales ni otra cosa ninguna?

¿Piensas tú que todos los que esta profesión ejercen, saben escribir? Si esto consideraras, conocerías todas las amarguras que el Memorialista sufre, todo el talento que emplea, y el inmenso tesoro de ingenio y de memoria que a veces malgasta, para vivir siempre pobre, para arrastrarse en la abyección de la servidumbre y acabar su peregrinación en el hospital general o el rincón estrecho de alguna portería. Por mi parte, te lo digo con verdad, creo que el ser más desdichado de la tierra, el más combatido por la fortuna entre todos los otros seres, es el Memorialista.

¿Y en qué se ocupa el Memorialista?, ¿por qué se llama así? ¿En qué se ocupa?, ¿porqué se llama así?—Se ocupa en todo, y se llama así, porque no hay una palabra que pueda significar una profesión tan universal y heterogénea.

Podía llamarse omnibus, pero por una parte, el Memorialista no es pedante ni sabe latín, y por otra ya está profanada la palabra por asquerosas tartanas e inmundos carro-matos. Otros mil sustantivos podrás encontrar sin duda; pero aun cuando hallases al fin, que no lo creo, la calificación exacta de este ente universal, reducida a un vocablo, el memorialista no adoptaría la innovación, porque es enemigo de novedades, y el nombre que lleva, heredado de sus antecesores, es para él más sagrado, más noble y respetable, que para un hidalgo de provincia los signos heráldicos de su escudo de armas.

El Memorialista vende cosméticos que vuelven en blanco o rojo el pelo negro, que quitan el cutis de las manchas y producen otros milagros tan sorprendente o mas que los dichos.

Proporciona criados de ambos sexos. (No seamos rigoristas: quieere decir de uno u otro sexo.)

Da razón de casas de huéspedes, desde por seis reales diarios satisfacen todas las exigencias.

Tiene amas de cría. (No para él: para él que las pida.)

Ajusta cuentas en toda clase de idiomas.

Enseña a hacer aguado colonia, betún, cerillas de fósforo y otras ciencias.

Tiene amos que colocar.

Hace toda clase de negocios: es corredor universal.

Por ultimo, (y este es el Memorialista privilegiado, el aristócrata, el doctor in utroque de la profesión,) escribe cartas y memoriales, da el ser a los villancicos de noche buena, y a los estrechos para damas y galanes, y si no le confían el juicio del año para el calendario, cúlpese a la oscuridad que le rodea, y que no deja descubrir al genio sumido en el rincón en que se oculta, pero del que mal su grado, ha de salir hoy a donde le vean el sol y el mundo.

Así verás, lector, que hago bien en clasificar el Memorialista en dos distintos órdenes.

1.º El Memorialista que sabe escribir.

2.º El Memorialista que no sabe escribir, ni leer.

El primero es desde luego hombre pachón y bien hallado, avaro, sedentario tal como tú le concibes: es por último, el memorialista vulgar, sin poesía, todo carne y positivismo. Y sin embargo, si en su cabeza cupiese una idea de lo bello, si un solo rayo de ilusión cupiese en aquel cerebro macizo y apelmazado, ¿qué felicidad envidiaría?, ¿qué existencia correría más venturosa y risueña en la populosa corte, aun de escaleras abajo, que es donde se anida la felicidad si es que hay alguna?

Considérate tú, lector, sentado en tu cómoda banqueta, mirando tras de tus vidrios y esperando a la fortuna; (es decir, al parroquiano,) figúrate que ves abrirse la portezuela de tu jaula, y que entra una sonrosada muchacha de ojos vivarachos, modestamente vestida con su limpio traje de percal, arrebujada en su negra mantilla, y sustentando en el siniestro brazo da cesta de la compra.

Ya te parece que la ves acercarse a ti....Detente, lector mío, y no arranques al Memorialista la poca ventura que goza. Tú no serías, además, tan reservado y prudente como él: Tú no sabrías guardar en tu corazón todo el tesoro de preciosos secretos, de dulces palabras, de amantes propósitos, de frases apasionadas, que se escapan involuntariamente de aquellos dulces labios, con la sonora entonación de las Maravillas y el Rastro.

Tú te sonreirías malignamente, tú la echarías a hurtadillas alguna mirada poco casta, que revelaría al instinto de la muchacha que tú no ejercías de mucho tiempo la profesión de Memorialista, de ese intérprete de sus amores en quien está acostumbrada a mirar un ente bruto, una máquina inanimada, que no ve sino para escribir, que no oye sino para trasmitir sus palabras al papel, como si estas palabras corriesen a manera de un fluido eléctrico desde su oído hasta su pluma, sin dejar el menor rastro de sí. Verías entonces cómo retrocedía asombrada, cómo las palabras se perdían entre sus labios, cómo no articulaba más que frases vagas e incoherentes, sin vida, sin calor.

Retrocede pues, y no turbes al Memorialista en su blando somnambulismo, y a la pobre muchacha en las ilusiones de su ausente amor.

Pasemos ahora al memorialista que no sabe escribir, al memorialista activo, emprendedor. Este  es el que más trabaja y el que hace menos fortuna, cosa que no te sorprenderá si consideras que en está tierra de desalmados, lo mismo nos sucede a todos, desde el patán hasta el covachuelista, desde el zapatero de viejo hasta el ministro de Hacienda. Nuestro desdichado escribiente, necesita vegetar sin escribir; engañar con sutileza al que le encarga un memorial, una carta, un comunicado para un periódico, la copia tal vez de algún drama o novela original.

Discúlpase con algún quehacer importante, oye que lo llaman, se mueve convulsivamente sobre su banco, como hombre a quien aguijan urgentes negocios, se da en fin la importancia de un secretario del Despacho, y atrapando ya en borrador, ya en la memoria la carta, memorial, etc., corre como un relámpago a subarrendar el escrito: quédale por consiguiente tan módica ganancia, que es ventura para el asendereado corredor, que no se haya inventado moneda menor que la calderilla.

Le encargas algún criado, nodriza, cochero, mozo para cuidar caballos, etc. No habrá pasado media hora, y tu casa se verá inundada de todos los vagos que en Madrid hurtan pañuelos, de todas las pasiegas de los portales de santa Cruz, de todo cuanto necesites, en fin. Y cuando consideres que el Memorialista ha corrido en este tiempo los 50 barrios intramuros de Madrid, te reirás, como yo lo hago, de todas esas peligrosas invenciones de los  caminos de hierro que tú no has visto ni verás en España. Bien puedes apostar por él contra el mejor caballo del lord Sidney, porque yo tengo para mí que el mas aéreo y ligero de cuantos posee el opulento aristócrata inglés, ha de tener huesos y pellejo como el de Gonela, y el Memorialista todo es momia y cartílagos. Tal le ha parado su pasmosa actividad, tal vive siempre famélico y vacío, que si obedece a las leyes de la gravedad, puede agradecerlo al supremo Autor que sujetó a la tierra con una cadena invisible, con aire, como al Memorialista. Y solo así pedía tener esa envidiable celeridad: con él es pesada la ardilla y perezoso el gavilán. Si tuviera el olfato del perdiguero, grande sería su fortuna: pero, ¿quién posee juntas tantas perfecciones ? ¿A quién no le falta algo para hacer completa su felicidad?

Pero si el Memorialista que no escribe, está flaco y digámoslo así, evaporado, goza en cambio de una salud a prueba, resiste al frío, al calor, al viento, al agua. Es preciso conceder que el ejercicio es un gran elemento de higiene; es fuerza confesar que la dieta es un gran preservativo, y que no en vano la recomiendan los Brusistas.¡Ahí tenéis la prueba, incrédulos! El famélico y activo corredor, desafía a Codorniú y a Delgrás: nunca ha entrado en boticas; jamás ha querido imponer leyes a la naturaleza. Ella que le ha curtido, escudándole así contra todos los sistemas conocidos de la medicina, ella tendrá cuidado de llamarle a su hora, sin ruido y sin violencia. Esta es una de las pocas venturas que el pobre Memorialista disfruta.

Y ya que hablamos de sus venturas, no las dejemos pasar por alto, pues que de sus desdichas hemos hablado. El domingo, día de descanso para todos los que trabajan, (los que no trabajan, no descansan nunca) el domingo como digo, es el día de sus mayores felicidades, porque está consagrado al reposo del alma, a las ilusiones risueñas, a la vanidad de que no está exento el más humilde de los mortales. La mañana está destinada a las obligaciones religiosas: ayuda a misa o acompaña al Viático. Por la tarde va a Chamberí o a la Virgen del Puerto, se pasea gravemente por entre la canalla, saluda a las criadas que le deben su colocación, permite que le den tratamiento, y envuelto en su ancha levita y blandiendo su nudoso bastón de encina, olvida por un momento su miseria pavoneándose con ridícula gravedad.

Pero el Memorialista debe al fin envejecer, como envejece todo, como el mundo mismo, como la naturaleza misma. Considera su desesperación, ¡oh lector mío!, el ave encerrada en su estrecha jaula, ansiosa de aire y de espacio

no sufre lo que él sufre, ligado por la edad, cogido en el lazo inflexible de la vejez. Entonces empieza el reposo de su cuerpo: su destino regular, es la portería. ¡La portería! ¡Lo que él considera como su degradación y afrenta!

¡Pobre Memorialista!,  antes tan activo, libre como el aire, ligero como el águila; ahora encerrado en una angosta celda, ¡antes tan bullicioso y decidor! ¡ahora, tan meditabundo y silencioso! ¡A Dios, esperanzas, proyectos, ilusiones! Ya habéis muerto para el viejo Memorialista, que ya no aguarda sino el momento de que le saquen de aquella tumba para encerrarle en otra aún más  estrecha.

PULSA  AQUÍ PARA LEER RELATOS DE VIAJES Y COSTUMBRES

ir al índice

 

IR AL ÍNDICE GENERAL