Andrés Neuman

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POEMAS

El tobogán

Jardín del cementerio

Caída de la nieve

El paraíso literal

Albada del joven estudiante

RELATOS

La felicidad

El fusilado

El peligro de amar a Margarita

 

El tobogán

Ya comienzo a notar

una aceleración ajena de los años.

No digo que presienta la vejez

—aunque la veo—

ni inventaré tampoco precoces experiencias.

Es algo diferente:

un vislumbre borroso, una antesala

del tobogan, más breve

siempre de lo que el niño desearía

y mas veloz de lo que el hombre espera.

Pues bien, si ya he dejado bien atrás a aquel niño

—tal vez lo cargue a hombros—

hoy tengo frente a mí al hombre que seré.

Soy, como dicen, joven, y no obstante

ya comienzo a notar esta aceleración

extraña, que no es mía, que es del tiempo

y planea arrastrarme, sin consultar conmigo,

hasta un parque de arena y hierba seca

donde, obligado a ser el niño que he dejado,

subo la escalerilla de un tobogán naranja

para ir al encuentro del hombre que me espera,

familiar, con los brazos abiertos.

(De El tobogán)

 

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Jardín del cementerio
Una hoja resbala desde el árbol
y es tu mirada la que, vuelta mano,
detiene su caída unos instantes;
luego toca la tierra humedecida
por la blanca llovizna del verano
y se confunde
con un montón de hojas arrugadas.
Huele a calas, jazmines, crisantemos.
Das media vuelta y piensas
en cuándo serás tú, si caerá nieve.
Escribe un nombre propio el tiempo
en cada lápida
y sin embargo, hermosas,
cuelgan pequeñas flores del almendro.
 

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Caída de la nieve
Jamás ha sido blanca:
en su origen empuja
sedimentos y tierra,
los negros, naturales
residuos de la vida.
No hay ninguna inocencia que perder,
la inocencia está al fin de la escalada,
lo virgen es impuro, se construye.
La nieve necesita
del barrido interior de la palabra,
de su aguda atención, de su rastrillo,
para tratar de ser
y sostener el blanco cada día.
 

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El paraíso literal
Brilla sin anunciarse.
Apenas hace falta alzar la vista.
Es un ofrecimiento
que la vida nos hace silenciosa
esperando que sean dignos ojos
y digna la alegría.
Sencillamente azul dentro del pecho:
qué dicha haber llegado
al lugar donde estaba.
Hoy quisiera
no añadir una coma
al cielo literal de cada día.

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Albada de la  joven estudiante
Atraviesa el pasillo del hotel
donde ha sido la dulce bacanal
una delgada joven espectral
sin recordar siquiera el nombre de él.
Tiene el rímel corrido y no es Chanel
lo que enciende su cuello: huele a sal.
Suspirando, comprende que es fatal
que sus padres le lean en la piel
todo el placer prohibido que ha probado,
toda la tentación que siempre es buena
si se sacia sin culpa ni pasado.
Y ordenándose un poco la morena
rebeldía del pelo despeinado,
llama a casa poniendo voz de pena.
(De Sonetos del extraño, 1997-2006)

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                                       La felicidad
      Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal. No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo: iba a decir el mejor, pero diré que el único. Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal. Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo y domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto. Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los gruesos brazos de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda desde hace años con los brazos abiertos. A mí me colma de gozo tanta paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas, y algún día, muy pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posi­ble cuando yo sea como él y lo dejemos solo.

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                                                                          El fusilado
       Cuando Moyano, con las manos atadas y la nariz fría, escuchó el grito de «Preparen», recordó de repente que su abuelo español le había contado que en su país solían decir «Carguen». Y mientras recordaba a su difunto abuelo, sintió que era irreal que las peores pesadillas de uno mismo se cumpliesen. Eso pensó Moyano: que siempre se mencionaba estúpidamente (cobardemente, rectificó Moyano) la extrañeza de realizar los propios deseos, y se pasaba por alto la perplejidad siniestra que nos causa, o debería causarnos, la consumación de nuestros temores. No lo pensó quizás en forma sintáctica, palabra por palabra, pero sí recibió el fulgor ácido de esa conclusión: lo iban a fusilar, iban a hacerlo, y nada le parecía más inverosímil, pese a que en sus circunstancias hubiera podido parecer lo más natural del mundo. ¿Era acaso natural escuchar «Apunten»? No, a cualquier persona, al menos a cualquier persona decente, una orden así jamás le llegaría a sonar lógica, por mucho que el pelotón entero estuviese formado con los fusiles perpendiculares al tronco, como la rama atroz de un árbol, y por mucho que durante su cautiverio el general lo hubiese amenazado varias veces con que le pasaría lo que le estaba pasando. Moyano se avergonzó de la poca sinceridad de este razonamiento, y de la hipocresía de apelar a la decencia: ¿a quién a punto de morir le preocupaba semejante cosa?, ¿a quién le interesaba la decencia frente a un fusil recto?, ¿no era en realidad la supervivencia el único valor humano, o quizá menos que humano, que le importaba ahora?, ¿estaba tratando de disculparse?, ¿de morir gloriosamente?, ¿de distinguirse de sus verdugos como una forma de salvación en la que él nunca había creído? No pensaba todo esto Moyano, pero sí lo intuía, lo entendía, asentía mentalmente como ante un dictado ajeno. El general aulló «¡Fuego!», él cerró los ojos, los apretó más fuerte que nunca antes en su vida, buscó esconderse de todo, de sí mismo, por detrás de los párpados, de pronto pensó que era innoble morir así, con los ojos cerrados, que su última mirada merecía ser por lo menos vengativa, pensó en abrirlos, no lo hizo, se quedó quieto, pensó en gritar algo, en insultar a alguien, buscó unas palabras oportunas, no le salieron, qué muerte más torpe, pensó, y de inmediato: ¿nos habrán engañado?, ¿no morirá así todo el mundo, como puede? Lo siguiente, lo último que escuchó, fueron los gatillazos, su estruendo, mucho menos molesto, incluso más armónico, de lo que siempre había imaginado...

....Eso debió ser lo último, pero escuchó algo más. Para su sorpresa, para su confusión, también escuchó otras cosas. Con los ojos todavía cerrados, pegados al pánico, escuchó al general pronunciando en voz muy alta «¡maricón, llorá, maricón!», al pelotón retorciéndose de risa, olió temblando el aire delicioso de la mañana, oyó el canto inquieto de los pájaros, saboreó la saliva seca entre sus labios. «¡Llorá, maricón, llorá!», le seguía gritando el general cuando Moyano abrió los ojos, mientras el pelotón se dispersaba dándole la espalda y comentando la broma, dejándolo ahí tirado, arrodillado entre el barro, jadeando, todo muerto.

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 El peligro de amar a Margarita

    Son malos tiempos para el romanticismo. Margarita es elegante, lista, decidida. Me quiere. Trabaja demasiado, tiene insomnio, parece siempre preocupada. No me quiere. Como es madrugadora, suele preparar el desayuno para dos. Me quiere. Detesta que me haga el remolón. No me quiere. Cuando nos duchamos juntos, como por arte de magia, hacemos el amor en equilibrio. Me quiere. Después se queda absorta y se viste rápido. No me quiere. A veces me pide que le seque el pelo, cierra los ojos, ronronea. Me quiere. Hace llamadas extrañas, se va hablar a otra habitación, nunca sé quién la llama. No me quiere. Margarita tiene un buen sueldo y le gusta salir a cenar, comprarme camisas, irse de vacaciones conmigo. Me quiere. Lo que más me molesta es que, cuando estamos juntos, mire constantemente su reloj deportivo. No me quiere. No te preocupes, príncipe, me consuela, te llamo en cuanto pueda, te lo prometo, adiós. Me quiere.

     Ahora, no sé por qué, vigila la ventana y me pregunta por los vecinos. No me quiere. Me acerco y, al besarla, Margarita sonríe con ternura. Me quiere. De pronto se separa de mí sobresaltada. No me quiere. Su precioso vestido blanco le deja al descubierto medio pecho. Me quiere. Ahora no, me ordena, estate quieto. No me quiere. Me toma del brazo con fuerza. Me quiere. Shh, susurra agazapada. ¿No me quiere? Margarita..., suspiro. ¿O me quiere? ¡Abajo!, chilla ella: no me quiere. Rodamos juntos por el salón hasta quedarnos hechos un ovillo debajo de la mesa. Me quiere. Algo impacta contra el cristal de la ventana y lo hace añicos. No me quiere. ¿Estás bien, vida mía?, me pregunta al oído. Me quiere. ¿Y tú?, le contesto con un hilo de voz, pero no obtengo respuesta. No me quiere. Ella se incorpora delicadamente y gatea por el pasillo. Me quiere. ¿Adónde vas?, ¿qué haces?, protesto ansioso, y desaparece. No me quiere.

      Un minuto después, Margarita regresa con su bolso y se acurruca junto a mí. Me quiere. Abre el bolso, intento mirar qué busca, ella se aparta. No me quiere. Mi vida, me advierte, ten cuidado con los cristales del suelo. Me quiere. Saca un revólver del bolso, un revólver con el cañón muy grueso. ¡No me quiere! Me acaricia una mejilla. Me quiere. Desde mi refugio debajo de la mesa, la veo alejarse de nuevo y avanzar agachada hacia la ventana rota. No me quiere. La tela de su vestido se tensa como una piel pálida y fina. Me quiere. Se pone en pie de un salto, saca un brazo por la ventana y dispara varias veces. No me quiere. Al escuchar mi respiración entrecortada, se acerca a mí, me ayuda a salir de la mesa y dice: Ya ha pasado, cariño, ya ha pasado. Me quiere. Pero añade: Ahora tengo que irme. No me quiere. Me besa la comisura de los labios: huele a pólvora y perfume. Me quiere. Se marcha de mi casa apretando ese bolso que nunca sé qué esconde. No me quiere. Antes de abrir la puerta y salir tan veloz que parece de viento, se vuelve un instante para guiñarme un ojo verde. Me quiere. No me dice cuándo me llamará ni dónde nos veremos otra vez. Definiti

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