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André Carranque de Ríos

El método

Un astrónomo

El método

      El fabricante de la tinta "Nunca se borra" tenía delante a un hombre mal trajeado, con una cabeza expuesta a una calvicie prematura y unos ojos de mirar débil, que demostraban una alimentación deficiente.

   Si el fabricante de la tinta "Nunca se borra" hubiera observado los zapatos del nuevo comisionista, habría descubierto la menor cantidad posible de tacón. Pero el despacho del fabricante, en estos momentos invadido de frascos de tinta, se hallaba mal alumbrado, debido a la luz que descendía por el hueco de un patio sombrío. De esta manera, los zapatos de Julián Gutiérrez quedaron en lo desconocido. El nuevo comisionista se exhibía en un estado defectuoso, y, sin embargo, todavía navegaba en los treinta y cuatro años.

  _ Estas son las muestras _señaló el fabricante_. Usted percibirá dos céntimos por tintero vendido, y el veinte por ciento sobre la venta de frascos. Su trabajo se reduce a visitar estancos y papelerías. Puede sacarse un buen sueldo, porque nosotros ofrecemos nuestras tintas en mejores condiciones que los demás fabricantes. Ahora todo depende de la forma que usted utilice para trabajar.

   _De eso no se preocupe _contestó el comisionista_, porque puedo asegurarle que yo trabajaré con un método distinto a los usados por otros agentes. Primero hay que acertar con los estancos y papelerías que expenden más tinta.

   _Sin embargo _interrumpió el fabricante_, usted no ha trabajado nunca el asunto de las tintas.

   _Es verdad lo que usted dice. Pero cuando le traiga la primera nota con los pedidos se convencerá de la eficacia de mi método.

   _Pues ahí tiene las muestras, y hasta pronto _terminó el fabricante, empujando con suavidad el cuerpo espiritualizado de Julián Gutiérrez.

   El nuevo comisionista desapareció con la discreción de su calzado inútil. No era muy dado a la filosofía, pero al cruzar unos jardines vio a unos niños jugando sobre la orilla de un estanque. Entonces Julián Gutiérrez utilizó estos argumentos: "Como Madrid tiene un millón de habitantes, a dos céntimos por tintero ... Con mi método puedo ganar tres duros diarios."

   Y mirando el agua verdosa del estanque, pobló su imaginación de hermosos chorros de tinta.

II

  Madrid quedó dividido en zonas buenas, semibuenas y zonas malas. Una zona mala era la que correspondía al barrio de Salamanca. Su método le prohibía llegarse a aquel distrito aristocrático, y, en cambio, le sugería _ahora caminaba por este barrio_ ofrecer sus productos en los establecimientos del distrito de la Latina. No dudó un instante que la gente que habitaba estas calles debía gastar mucha tinta. En los primeros estancos y en las papelerías le rechazaban el producto "Nunca se borra", porque aún poseían tinta para algún tiempo. Era inútil que Julián Gutiérrez explicara:

  _Las tintas "Nunca se borra" están elaboradas escrupulosamente. Además, esta casa que represento ofrece unos precios inferiores a los que usted paga. Vea: esta clase de tinta es de un negro absoluto. En cambio, esta otra de color azul es de clase superior.

  Estas explicaciones pertenecían a su método, y su método llegaría a triunfar definitivamente.

  A la una de la tarde se retiró a comer, y lo hizo en una taberna. Después de dos huevos fritos con mucho aceite y del panecillo acompañado de un vaso de agua, Juln Gutrrez dudó que la venta de tinteros fuera tan segura como él había pensado al leer en la última plana de un periódico: "Se necesitan corredores de tinta. Grandes comisiones. Dirigirse a Roberto, Alberto Aguilera, 32, primero."

  Aparte de la cuestión económica, sentía su fracaso por lo que afectaba a su método. Julián Gutiérrez llamaba a todos sus proyectos el resultado de ver las cosas, o sea, su método. Cuando un hombre llega a poseer un método está más cerca del triunfo que aquel que carece de método. Salió de la taberna, bostezó dos veces, y le pareció que su estómago demandaba una comida superior a la que había efectuado. A las tres y media empezó nuevamente el trabajo. Dejaba un estanco para entrar en una papelería. En todos los establecimientos le respondían de forma parecida. Lo único que variaba eran las caras de los dependientes, a los que él señalaba con gran voluntad.

  _Las tintas "Nunca se borra" son elaboradas escrupulosamente. Los precios son excelentes...

  Llegó la noche sin que sus trabajos hubieran obtenido un resultado práctico. Cenó un plato de guisado y buscó inmediatamente la cama. Pensó que su método necesitaba una prueba más definitiva. Aún no había sonado la hora de un total escepticismo, y Julián Gutiérrez dedujo antes de dormirse:

  _A dos céntimos por tintero, para ganar tres duros de comisión, necesito vender cada día setecientos cincuen ta tinteros ... "

  Había apagado la luz, y la obscuridad de la habitación era como un mar. Un mar chorreante, resbaladizo, que empezaba a amenazar su existencia. El agua de aquel mar era tinta negra, "de un negro absoluto" ...

III

   El segundo día comenzó con la entrada de Julián Gutiérrez en un estanco cercano a la plaza Mayor. Detrás del mostrador despachaba una mujer algo pasada, pero de la que podía esperar un hombre que no fuera muy exigente una ternura adornada por curvas de grasa. La mujer acababa de despachar dos pólizas de una peseta cuando Julián Gutiérrez inició su demostración.

   _ Voy a enseñarle unas muestras de tinta. Son de la célebre marca "Nunca se borra".

   La mujer lo miró complacidamente, y él cogió el hilo de su método.

   _ Estas tintas están elaboradas escrupulosamente, y los precios son inferiores a los que usted paga en la actualidad.

  Alguien entró para comprar cigarrillos. En cuanto el comprador se volvió hacia la puerta, el comisionista se apoyó en el mostrador y continuó:

  _Esta clase de tinta es de un negro absoluto. Esta, en cambio, es de un azul inalterable. Las dos clases de tinta son de calidad superior.

 La estanquera escuchaba interesada, y hasta se llevó una de las manos al vestido para cuidarse la parte que le cubría su abundante pecho. Julián Gutiérrez mezcló en sus ofertas.

_Sin duda, usted se aburre detrás de este mostrador, ¿verdad?

La estanquera sonrió, acogedora, cuando se oyó una voz que pedía:

  _ Una de canarios cortos.

Faltaban unos minutos para que el destino de Julián Gutiérrez tomara un rumbo nuevo.

IV

  La estanquera esperó a que Julián oprimiese el botón de la luz eléctrica para despojarse de la dentadura y hundirla en un vaso de agua. De la cocina llegaba un olor desagradable, y él se levantó para cerrar la puerta de la alcoba. Al estar otra vez en la cama sintió cierta dejadez. Ella le acercó una pierna y le susurró:

   _ Hoy hace dos meses que nos casamos.

 Julián Gutiérrez no quiso decir nada, y su mujer habló de nuevo:

 _ ¿Sabes lo que más me gustó de ti el dia que viniste con los tinteros?

   _No _respondió, como si estuviera muy lejos.

   _Me gustó tu manera de hablar. ¡Hablabas tan bien y tan seguido!

 La estanquera le sobó la cara con una mano sudorosa, obligando a Julián Gutiérrez a quejarse:

 _Hace unas noches que no cesas de roncar. No duermas boca arriba ... Acuéstate de costado.

* * *

 Y Julián Gutiérrez sintió en la vulgaridad de aquella habitación el leve derrumbamiento de su libertad y el fracaso de su método ...

    Menos mal que su sistema caía sin ruido ... , blandamente.

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Un astrónomo

Me desperté. Un ruido molesto e intermitente parecía sonar en la pared donde estaba empotrada mi cama de hierro.

        Aquel ruido isócrono perduraba después de oírlo en mi cerebro, exaltado por lo inactual de aquel acontecimiento. Cuando intentaba reflexionar si era aquello debido a un sueño de preso, oí unos golpes iguales a los anteriores, que, en un golpear suave y monótono, guardaban un intervalo de segundos entre sí.

Mi asombro era grande; yo nunca fui miedoso, y esperaba un poco excitado el final de aquel extraño suceso en mi vida presidiaria.

Aquel vivir duro me había acostumbrado a la soledad, y tenía la certeza de conocerme perfectamente. El miedo era una creación de la colectividad, nunca de un hombre como yo, que por única distracción rumiaba mi propio aburrimiento. Estaba sentado en la cama en una indecisión absurda. Pegué el oído derecho a la pared divisoria, y tuve que esperar unos minutos para volver a escuchar aquel golpeteo. Los golpes llegaban a mí vagos, imprecisos; parecían los ecos de otros golpes más fuertes. Además, lo raro estaba en que el individuo que los producía no se moviera en aquellas llamadas. Yo suponía que era imposible que estuviese mucho tiempo sin cambiar de posición. Acostumbrado a hablar con el último recluso que estuvo anteriormente en la celda misteriosa, se había afinado mi oído derecho de una manera sorprendente, y podía escuchar la voz de mi antiguo camarada, que, al llegar a mis oídos, tomaba un tono subterráneo. Nos adiestramos con lentitud, y así pudimos entendernos, sin que nuestras conversaciones trascendieran al corredor, por donde frecuentemente vigilaba la guardia. Por eso mi extrañeza aumentaba prodigiosamente; ni el más leve indicio de realidad obtenía de aquellas llamadas suaves, como producidas con una mano enguantada. Me acerqué al otro muro divisorio y sentí el sueño pesado del asesino Simón. Indudablemente, había sido ocupada la celda sesenta y tres.

Los golpes hacía media hora aproximadamente que no sonaban en la pared. Me tumbé en la cama de mal humor y con la cabeza pesada. El tiempo que dormí, no puedo asegurado; creo que dos horas lo más. Unos golpes más duros y más secos que los anteriores se repetían continuos. Golpes duros, que un tictac estúpido los hacía solemnes. Desistí de dormir. Con pasos iguales me distraje, recorriendo la breve longitud de mi celda.

Ya una luz lechosa clareaba en la penumbra de mi ca­labozo. Amanecía ...

Los golpes habían cesado de sonar en la pared; mas yo los guardaba en mi cerebro.

Tac, tac, tac, tac. Las viejas cornetas de la prisión toca­ban diana.

 

El patio de nuestro paseo tenía una humedad penetrante de invierno. A grandes zancadas gastábamos las dos horas en que todos los presos podíamos hablarnos. Visto desde el exterior, aquel enjambre de carne sucia y mal cubierta debía de dar la sensación de una gente maldita, condenada a andar eternamente de prisa. Todos los presos se agitaban con una mecánica absurda y bailarina. Los más castigados por el frío eran dos viejos que andaban a saltitos; los pobres, en cuanto se paraban, el frío los hacía largos y solemnes. Unas barbas negras y descuidadas caían en sus rostros como vendas. Miraba entre todas aquellas caras conocidas buscando un rostro desconocido: el del sesenta y tres.

Creía ya imposible dar con él, cuando vi en un rincón del patio, debajo de la garita del centinela, a un hombre envuelto completamente en una manta y con la mirada fija en un cielo plomizo de invierno. Como estaba todo él enfundado en una enorme manta, su rostro surgía más agrandado en el cruzamiento de los dos extremos de la misma.

Observé un detalle: por las ventanas de la nariz y de los oídos le brotaban pequeños agrupamientos de un pelo fuerte y negro. Debía mirar una cosa visible e invisible, pues su rostro alternaba entre la tristeza y la alegría. No sé qué sabor amargo sentí al ver aquella mirada perdida y sin retorno en una lejanía brumosa de invierno. Hacía tiempo que yo no miraba de aquella manera imprecisa que miraba el preso nuevo. Mi cabeza iba tomando con los días sin rumbo vividos en la prisión una claudicación sombría. Y sobre aquel hombre joven, que un día dudoso y olvidado entró en la prisión, comenzaba a nacer un hombre sin sensibilidad, sin percepción de las cosas buenas o malas, en un embotamiento general. Yo nunca miraba más allá de las rejas de mis compañeros. Recuerdo que los primeros días vividos en la prisión tenían para mí una sensación de eternidad.

Mi ventana daba al exterior, y durante la primavera y verano me asomaba tembloroso para ver cómo un compañero preso cuidaba los pequeños jardines de la prisión.

Ahora que todo me parece estúpido y aburrido, recuerdo dolorosamente aquel anhelo mío antiguo. Por entonces tuve un deseo _ingenuo tal vez_: ser como aquel jardinero compañero de prisión; cuidar aquellos jardines, y algún día sorprender un gesto cordial en el rostro de cualquier transeúnte. De esos transeúntes que, agarrados a la verja larga  y alta de la cárcel, miran con curiosidad a ese jardinero vestido con un traje pardo y uniformado. En este momento _ha pasado mucho tiempo_ surge confuso y mezclado el recuerdo de aquel hombre que miraba la bruma invernal y el recuerdo de mi vida en aquellos días. No sé cómo nació la conversación con el hombre desconocido. Caminamos lentamente por el patio, ante el asombro de los demás presos. Yo iba intrigado con mi nuevo amigo. Un objeto raro debía llevar oculto tras la manta, ya que a cada instante se tocaba en el lado izquierdo, como asegurándose de que seguía en posesión de ese objeto. Hablaba por palabras cortas, de una brevedad casi monosilábica. Cuando le pregunté acerca de los golpes dados por él en el muro divisorio, me miró muy severamente, y, como haciendo memoria, me dijo:

_Hablaba con Marte, y de esto le ruego que guarde silencio. Mi viaje está cercano, en la primavera próxima, ¿sabe usted? _y al decir estas palabras miraba al cielo cárdeno y se tocaba en el lado izquierdo.

En uno de los silencios, que parecía prolongarse indefinidamente, me hizo una señal de seguirlo hasta el rincón donde lo encontré anteriormente. Estábamos bajo la garita del centinela. En aquel instante se introdujo una mano vellosa y enorme entre la manta, hizo un gesto de conquista y surgió de entre el paño un tubo de treinta centímetros de largo y que tenía en los extremos dos aros de metal. Era un telescopio. Me miró como asegurándose de mi discreción y me dijo:

        _Esta primavera próxima, ¿sabe usted?

        Y señalándome una nube negra cargada de agua:

        _Hacia aquel punto oscuro será el viaje; pero de esto, ¡silencio! _subrayó, amenazador, volviéndose a esconder misteriosamente el telescopio en los abismos de su manta.

Amanecía una mañana de primavera. Un estrépito de cerrojos descorridos sonó en las amplias galerías como una descarga. Cuando salí al corredor para dejar la basura de mi celda, vi a Simón que, un poco desconcertado, estaba en el umbral de la puerta del sesenta y tres. Me acerqué para ver qué extraño diálogo sostenía con el otro preso, y un gesto de asombro debió dar a mi rostro una postura grotesca. Simón me miraba con una mueca burlona. Miré mejor; abrí los ojos desmesuradamente y divisé al fondo del calabozo el cuerpo colgante y monstruosamente alargado del sesenta y tres. Con la cabeza ligeramente doblada hacia el pecho, parecía orar. Simón bajó a avisar a la guardia, mientras yo buscaba algún indicio que aclarara aquella resolución del suicida. No sé cómo, atraído, miré al muerto; una atracción magnética _esa atracción la he sentido alguna vez pasados muchos años_ me hizo levantar los ojos y mirar los del ahorcado, cárdenos e hinchados. En aquella mirada se hizo un silencio; después pude escuchar una voz conocida que repetía unas palabras dichas en una mañana de bruma. La voz era más opaca que entonces. Parecía sonar lejos... , muy lejos. «Esta primavera próxima, ¿sabe usted? ¡Hacia aquel punto negro, hacia allí! Pero de esto, ¡silencio!» Y aquel silencio exigido tomó forma de nuevo en el gesto lacio del muerto. Busqué en la mesa pequeña de pino. Sobre ella había un libro abierto de astronomía, con anotaciones en las márgenes, que trataban del sistema planetario. En la página derecha terminaba un capítulo a la mitad de la hoja. Más abajo había escrito con trazo seguro la mano del ahorcado: «Señor director de la cárcel ... ¿Qué hora es? ... Bien, bien; su reloj marcha perfectamente y es testigo de mis palabras. Señor director: quiero ser enterrado con mi telescopio y con este libro mío, que ha sido para mí lo que a linterna a un cínico». Y firmaba: «Un astrónomo».

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