Ana Isabel Conejo

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PORQUE SÉ QUE ME ESCUCHAS

YA, PERO EL AMOR...

NEGRO

 

PORQUE SÉ QUE ME ESCUCHAS
Hablo como si fuera la reina de la nieve,
la bailarina que perdió una zapatilla
de raso rojo
en un sombrío pliegue del invierno,
la que se protegía con un toldo de lluvia
de los peligros de la exactitud.
la ladrona nocturna de relojes.
Hablo así, de ese modo que trastorna
el azaroso vuelo de los pájaros,
porque sé que me escuchas;
como quien cuenta a un búho sus secretos
creyendo que en sus ojos amarillos
encontrará un refugio contra todos
los imprevistos de la oscuridad.

(Deborah Kerr,)

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Ya, pero el amor,
los relojes, las madreselvas, la brisa de las pistas
de aterrizaje, los pañuelos
anudados al cuello,
las gabardinas de color pistacho.
Pero siempre el amor, sus escalpelos
de cirujano de Beverly Hills,
su costura invisible en los bajos de una falda.
Ya, pero siempre el frío, los reflejos
de los escaparates sobre las avenidas,
siempre la luz del miedo de una pérdida
sobre tu cara triste,
de persona sin suerte.
Pero siempre el amor, esos aviones
que parten, esas huellas de neumáticos
en los senderos de grava del jardín.
Pensamientos y dalias
y otras lujosas flores
del otoño.
Pero siempre el aroma delicado
de las intimidades sin futuro...

( Del libro Rostros )

 

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                                                                     NEGRO


     Hay en los trajes de los muertos arrugas tan perfectas como el instante; puede verse en cualquier fotografía.
     Mi bisabuelo con bigote, sombrero y ojos tristes, con todas las
golondrinas de África pasando muy deprisa por detrás de sus párpados, mi bisabuela vestida de silencio y de sombra, sus labios sin sonrisa apretados como lazos de corsé (qué pensaría ella del azul, de los desvergonzados colores del verano y del cielo),  mi padre inconcebiblemente joven, con la sotana de seminarista y, detrás de las gafas, una ignorancia total de la alegría, mi madre caminando con su falda de tubo por una calle arbolada de Madrid (todos esos zapatos y bolsos de charol que su memoria expone como trofeos juveniles en los rastrillos de la conversación),  aquel vestido mío de terciopelo, tan cálido, tan triste y ajustado como entonces las noches a la ternura desolada de mis dieciocho años,
 todas las ocasiones perdidas, todas esas
 eternidades fraudulentas,
 todas esas miradas coaguladas
 en el instante de atención más falso,
 todo ese hollín del fuego de la vida,
 ese luto
 de los cuerpos inmóviles revelados en plata
 y en emulsión de olvido,
 de rencor.

  

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