El ä©o rostro es el rostro con el que te recibe la
muerte.
as pá§©nas que van a leerse pertenecen a un legajo de manuscritos vendidos en la subasta de un librero de Londres pocos aï³ despué³ de terminada la segunda guerra mundial. Formaron parte estos escritos de los bienes de la familia Nimbourg-Napierski, el ä©o de cuyos miembros muri८ Mers-el Kebir combatiendo como oficial de la Francia libre. Los Nimbourg-Napierski llegaron a Inglaterra meses antes de la ca� de Francia y llevaron consigo algunos de los má³ preciados recuerdos de la familia: un sable con mango adornado de rub� y zafiros, obsequio del mariscal José oniatowski al coronel de lanceros Miecislaw Napierski, en recuerdo de su heroica conducta en la batalla de Friedland; una serie de bocetos y dibujos de Delacroix comprados al artista por el pr�ipe de Nimbourg_Boulac, la colecciî ¤e monedas antiguas del abuelo Nimbourg-Napierski, muerto en Londres pocos d� despué³ de emigrar y los manuscritos del diario del coronel Napierski, ya mencionados. Por un azar llegaron a nuestras manos los papeles del coronel Napierski y al hojearlos en busca de ciertos detalles sobre la batalla de Bail鮬 que all�e narra, nuestra vista cay೯bre una palabra y una fecha: Santa Marta, diciembre de 1830. Iniciada su lectura, el interé³ sobre la derrota de Bailé® se esfumࢩen pronto a medida que nos internᢡmos en los apretados renglones de letra amplia y clara del coronel de coraceros. Los folios no estaban ordenados y hubo que buscar entre los ocho tomos de legajos aquellos que, por el color de la tinta y ciertos nombres y fechas, indicaban pertenecer a una misma é°¯ca. Miecislaw Napierski hab�viajado a Colombia para ofrecer sus servicios en los ejé²£itos libertadores. Su esposa, la condesa Ad騡ume de Nimbourg-Boulac, hab�muerto al nacer su segundo hijo y el coronel, como buen polon鳬 busc८ Am鲩ca tierras en donde la libertad y el sacrificio alentaran sus sueï³ de aventura truncados con la ca� del Imperio. Dejà³µs dos hijos al cuidado de la familia de su esposa y embarcà°¡ra Cartagena de Indias. En Cuba, en donde tocଡ fragata en que viajaba, fue detenido por una oscura delaciî ¹ encerrado en el fuerte de Santiago. All�adecià¶¡rios aï³ de prisiî ¨asta cuando logrॶadirse y escapar a Jamaica. En Kingston embarc८ la fragata inglesa "Shanon" que se dirig�a Cartagena. Por razones que se verá® má³ adelante, se transcriben 飡mente las pá§©nas del Diario que hacen referencia a ciertos hechos relacionados con un hombre y las circunstancias de su muerte, y se omiten todos los comentarios y relatos de Napierski ajenos a este episodio de la historia de Colombia que diluyen y, a menudo, confunden el desarrollo del dramá´©co fin de una vida. Napierski escribiॳta parte de su Diario en espaשּׁ idioma que dominaba por haberlo aprendido en su estada en Espaá ¤urante la ocupaciî ¤e los ejé²£itos napoleî©£os. En el tono de ciertos pá²²afos se nota empero la influencia de los poetas poloneses exiliados en Par�y de quienes fuera �imo amigo, en especial de Adam Nickiewiez a quien aloj८ su casa. 29 de junio. Hoy conoc�l general Bol�r. Era tal mi interé³ por captar cada una de sus palabras y hasta el menor de sus gestos y tal su poder de comunicaciî ¹ la intensidad de su pensamiento que, ahora que me siento a fijar en el papel los detalles de la entrevista, me parece haber conocido al Libertador desde hace ya muchos aï³ y servido desde siempre bajo sus ⤥nes. La fragata anclॳta maᮡ frente al fuerte de Pastelillo. Un edecá® llegà°¯r nosotros a eso de las diez de la maᮡ. Desembarcamos el capitᮬ un agente consular britᮩco de nombre Page y yo. Al llegar a tierra fuimos a un lugar llamado Pie de la Popa por hallarse en las estribaciones del cerro del mismo nombre, en cuya cima se halla una fortaleza que antaï ¦uera convento de monjas. Bol�r se traslad࡬l�esde el pueblecito cercano de Turbaco, movido por la ilusiî ¤e poder partir en breves d�. Entramos en una amplia casona con patios empedrados llenos de geranios un tanto mustios y gruesos muros que le dan un aspecto de cuartel. Esperamos en una pequeá ³ala de muebles desiguales y destartalados con las paredes desnudas y manchadas de humedad. Al poco rato entr६ seï² Ibarra, edecá® del Libertador, para decirnos que Su Excelencia estaba terminando de vestirse y nos recibir�en unos momentos. Poco despué³ se entreabri൮a puerta que yo hab�cre� clausurada y asomଡ cabeza un negro que llevaba en la mano unas prendas de vestir y una manta e hizo a Ibarra seá³ de que pod�os entrar. Mi primera impresiî ¦ue de sorpresa al encontrarme en una amplia habitaciî ¶ac� con alto techo artesonado, un catre de campaá ¡l fondo, contra un rincî¬ y una mesa de noche llena de libros y papeles. De nuevo las paredes vac� llenas de churretones causados por la humedad. Una ausencia total de muebles y adornos. Ú®icamente una silla de alto respaldo, desfondada y descolorida, miraba hacia un patio interior sembrado de naranjos en flor, cuyo suave aroma se mezclaba con el de agua de colonia que predominaba en el ambiente. Pensé¬ por un instante, que seguir�os hacia otro cuarto y que esta ser�la habitaciî °rovisional de algࡹudante cuando una voz hueca pero bien timbrada, que denotaba una extrema debilidad f�ca, se oyÍŠ tras de la silla hablando en un francé³ impecable traicionado apenas por un leve 㣥nt du midi༯span> _Adelante, seï²¥s, ya traen algunas sillas. Perdonen lo escaso del mobiliario, pero estamos todos aqu�n poco de paso. No puedo levantarme, excå®e ustedes. Nos acercamos a saludar al h鲯e mientras unos soldados, todos con acentuado tipo mulato, colocaban unas sillas frente a la que ocupaba el enfermo. Mientras é³´e hablaba con el capitá® del velero, tuve oportunidad de observar a Bol�r. Sorprende la desproporciî ¥ntre su breve talla y la ené²§ica vivacidad de las facciones. En especial los grandes ojos oscuros y h夯s que se destacan bajo el arco pronunciado de las cejas. La tez es de un intenso color moreno, pero a travé³ de la fina camisa de batista, se advierte un suave tono olivᣥo que no ha sufrido las inclemencias del sol y el viento de los trà©£os. La frente, pronunciada y magn�ca, está ³urcada por multitud de finas arrugas que aparecen y desaparecen a cada instante y dan al rostro una expresiî ¤e atî©´a amargura, confirmada por el diseï ¤elgado y fino de la boca cercada por hondas arrugas. Me record६ rostro de C鳡r en el busto del museo Vaticano. El mentî pronunciado y la nariz fina y aguda, borran un tanto la impresiî ¤e melancì©£a amargura, poniendo un sello de densa energ�orientada siempre en toda su intensidad hacia el interlocutor del momento. Sorprenden las manos delgadas, ahusadas, largas, con uá³ almendradas y pulcramente pulidas, ajenas por completo a una vida de batallas y esfuerzos sobrehumanos cumplidos en la inclemencia de un clima implacable. Un gesto del Libertador _olvidaba decir que tal es el t�lo con que honrà¡ Bol�r el Congreso de Colombia y con el cual se le conoce siempre má³ que por su nombre o sus t�los oficiales_ me impresionÍŠ sobremanera, como si lo hubiera acompa᤯ toda su vida. Se golpea levemente la frente con la palma de la mano y luego desliza é³´a lentamente hasta sostenerse con ella el mentî ¥ntre el pulgar y el �ice; as�ermanece largo rato, mirando fijamente a quien le habla. Estaba yo absorto observando todos sus ademanes cuando me hizo una pregunta, interrumpiendo bruscamente una larga explicaciî del capitá® sobre su itinerario hacia Europa. _Coronel Napierski, me cuentan que usted sirviࢡjo las ⤥nes del mariscal Poniatowski y que combati࣯n é¬ en el desastre de Leipzig. _S�Excelencia _respond�onturbado al haberme dejado tomar de sorpresa_, tuve el honor de combatir a sus ⤥nes en el cuerpo de lanceros de la guardia y tuve tambié® el terrible dolor de presenciar su heroica muerte en las aguas del Elster. Yo fui de los pocos que logramos llegar a la otra orilla. _Tengo una admiraciî uy grande por Polonia y por su pueblo _me contest¯l�r_, son los 飯s verdaderos patriotas que quedan en Europa. Qué ¬á³´ima que haya llegado usted tarde. Me hubiera gustado tanto tenerlo en mi Estado Mayor _permaneci൮ instante en silencio, con la mirada perdida en el quieto follaje de los naranjos_. Conoc�l pr�ipe Poniatowski en el salî ¤e la condesa Potocka, en Par� Era un joven arrogante y simpá´©co, pero con ideas pol�cas un tanto vagas. Ten�debilidad por las maneras y costumbres de los ingleses y a menudo lo pon�en evidencia, olvidando que eran los má³ acerbos enemigos de la libertad de su patria. Lo recuerdo como una mezcla de hombre valiente hasta la temeridad pero ingenuo hasta el candor. Mezcla peligrosa en los vericuetos que llevan al poder. Muri࣯mo un gran soldado. Cuá®´as veces al cruzar un r�(he cruzado muchos en mi vida, coronel) he pensado en 鬬 en su envidiable sangre fr� en su espl鮤ido arrojo. As�e debe morir y no en este peregrinaje vergonzante y penoso por un pa�que ni me quiere ni piensa que le haya yo servido en cosa que valga la pena. Un joven general con espesas patillas rojizas, se apresurÍŠ respetuosamente a interrumpir al enfermo con voz un tanto quebrada por encontrados sentimientos: _Un grupo de viles amargados no son toda Colombia, Excelencia. Usted sabe cuá®´o amor y cuá®´a gratitud le guardamos los colombianos por lo que ha hecho por nosotros. _S�contest¯l�r con un aire todav�un tanto absorto_, tal vez tenga razî¬ Carreï¬ pero ninguno de esos que menciona estaban a mi salida de Bogotᬠni cuando pasamos por Mariquita. Se me escap६ sentido de sus palabras, pero noté ¥n los presentes una sé´¡ expresiî ¤e verg y molestia casi f�ca. TornÍŠ Bol�r a dirigirse a m�on renovado inter鳺 _Y ahora que sabe que por acá ´odo ha terminado, å© piensa usted hacer, coronel? _Regresar a Europa _respondíŸ lo má³ pronto posible. Debo poner orden en los asuntos de mi familia y ver de salvar, as�ea en parte, mi escaso patrimonio. _Tal vez viajemos juntos _me dijo, mirando tambié® al capitá®® ɳte explic࡬ enfermo que por ahora tendr�que navegar hasta La Guaira y que, de all�regresar�a Santa Marta para partir hacia Europa. Indicà±µe sì¯ hasta su regreso podr�recibir nuevos pasajeros. Esto tomar�dos o tres meses a lo sumo porque en La Guaira esperaba un cargamento que ven�del interior de Venezuela. El capitá® manifestà±µe, al volver a Santa Marta, ser�para é¬ un honor contarlo como hué³°ed en la "Shanon" y que, desde ahora, iba a disponer lo necesario para proporcionarle las comodidades que exig� su estado de salud. El Libertador acogiଡ explicaciî ¤el marino con un amable gesto de iron�y comentê ¼/span> _Ay, capitᮬ parece que estuviera escrito que yo deba morir entre quienes me arrojan de su lado. No merezco el consuelo del ciego Edipo que pudo abandonar el suelo que lo odiaba. Permaneci८ silencio un largo rato; sì¯ se escuchaba el silbido trabajoso de su respiraciî ¹ algà´mido tintineo de un sable o el crujido de alguna de las sillas desvencijadas que ocupᢡmos. Nadie se atrevià¡ interrumpir su hondo meditar, evidente en la mirada perdida en el quieto aire del patio. Por fin, el agente consular de Su Majestad britᮩca se puso en pie. Nosotros le imitamos y nos acercamos al enfermo para despedirnos. Salià¡°enas de su amargo cavilar sin fondo y nos mir࣯mo a sombras de un mundo del que se hallaba por completo ausente. Al estrechar mi mano me dijo sin embargo: _Coronel Napierski, cuando lo desee venga a hacer compa�a este enfermo. Charlaremos un poco de otros d� y otras tierras. Creo que a ambos nos hará ucho bien. Me conmovieron sus palabras. Le respond� _No dejaré ¤e hacerlo, Excelencia. Para m�s un placer y una oportunidad muy honrosa y feliz el poder venir a visitarle. El barco demora aqu�lgunas semanas. No dejaré ¤e aprovechar su invitaciî® De repente me sent�nvarado y un tanto ceremonioso en medio de este aposento má³ que pobre y despué³ de la llaneza de buen tono que hab�usado conmigo el h鲯e. Es ya de noche. No corre una brizna de viento. Subo al puente de la fragata en busca de aire fresco. Cruza la sombra nocturna, allá ¥n lo alto, una bandada de aves chillonas cuyo grito se pierde sobre el agua estancada y a媡 de la bah� Allá ¡l fondo, la silueta angulosa y vigilante del fuerte de San Felipe. Hay algo intemporal en todo esto, una extraá ¡tm㦥ra que me recuerda algo ya conocido no sé ¤î¤¥ ni cuᮤo. Las murallas y fuertes son una reminiscencia medieval surgiendo entre las ci鮡gas y lianas del trà©£o. Muros de Aleppo y San Juan de Acre, kraks del L�no. Esta solitaria lucha de un guerrero admirable con la muerte que lo cerca en una ronda de amargura y desengaï® ã®¤e y cuᮤo viv�odo esto? 30 de junio. Ayer envié µn grumete para que preguntara c�segu�el Libertador y si pod�visitarle en caso de que se encontrara mejor. Regres࣯n la noticia de que el enfermo hab�pasado p鳩ma noche y le hab� aumentado la fiebre. Personalmente, Bol�r me enviaba decir que, si al d�siguiente se sent�mejor, me lo har�saber para que fuera a verlo. En efecto, hoy vinieron a buscarme, a la hora de mayor calor, las dos de la tarde, el general Montilla y un oficial cuyo apellido no entend�laramente. ì Œibertador se siente hoy un poco mejor y estar�encantado de gozar un rato de su compa�, explicͯntilla repitiendo evidentemente palabras textuales del enfermo. Siempre se advierte en Bol�r el hombre de mundo detrá³ del militar y el pol�co. Uno de los encantos de sus maneras es que la banalidad del brillante frecuentador de los salones del consulado ha cedido el paso a cierta llaneza castrense, casi hogareᬠque me recuerdan al mariscal McDonald, duque de Tarento o al conde de Ferná® N庮 A esto habr�que agregar un personal acento criollo, mezcla de capricho y fogosidad, que lo han hecho, segॳ bien conocido, hombre en extremo afortunado con las mujeres. Me llevaron al patio de los naranjos, en donde le hab� colgado una hamaca. Dos noches de fiebre marcaban su paso por un rostro que ten�algo de má³£ara frigia. Me acerco a saludarlo y con la mano me hace seá³ de que tome asiento en una silla que me han tra� en ese momento. No puede hablar. El edecá® Ibarra me explica en voz baja que acaba de sufrir un acceso de tos muy violento y que de nuevo ha perdido mucha sangre. Intento retirarme para no importunar al enfermo y é³´e se incorpora un poco y me pide con una voz ronca, que me conmueve por todo el sufrimiento que acusa: _No, no, por favor, coronel, no se vaya usted. En un momento ya estaré ¢ien y podremos conversar un poco. Me hará ucho bien..., se lo ruego..., qu餥se. Cerrଯs ojos. Por el rostro le cruzan vagas sombras. Una expresiî de alivio borra las arrugas de la frente. Suaviza las comisuras de los labios. Casi sonr� Tomé ¡siento mientras Ibarra se retiraba en silencio. Transcurrido un cuarto de hora pareciथspertar de un largo sueï® Se excusà°¯r haberme hecho llamar creyendo que iba a estar en condiciones de conversar un rato. ᢬eme un poco de usted _agregï¬ cuᬠes su impresiî ¤e todo esto๠subrayॳtas palabras con un gesto de la mano. Le respond�ue me era un poco dif�l todav�formular un juicio cierto sobre mis impresiones. Le comenté ¤e mi sensaciî ¥n la noche, frente a la ciudad amurallada, ese intemporal y vago hundirme en algo vivido no sé ¤î¤¥, ni cuᮤo. Empez८tonces a hablarme de Am鲩ca, de estas repì©£as nacidas de su espada y de las cuales, sin embargo, allá ¥n su m᳠�imo ser, se siente a menudo por completo ajeno. _Aqu�e frustra toda empresa humana _comentï® El desorden vertiginoso del paisaje, los r� inmensos, el caos de los elementos, la vastedad de las selvas, el clima implacable, trabajan la voluntad y minan las razones profundas, esenciales, para vivir, que heredamos de ustedes. Esas razones nos impulsan todav� pero en el camino nos perdemos en la hueca retâ©£a y en la sanguinaria violencia que todo lo arrasa. Queda una conciencia de lo que debimos hacer y no hicimos y que sigue trabajando allá ¡dentro, haci鮤onos inconformes, astutos, frustrados, ruidosos, inconstantes. Los que hemos enterrado en estos montes lo mejor de nuestras vidas, conocemos demasiado bien los extremos a que conduce esta inconformidad est鲩l y retorcida. ᢥ usted que cuando yo ped�a libertad para los esclavos, las voces clandestinas que conspiraron contra el proyecto e impidieron su cumplimiento fueron las de mis compa岯s de lucha, los mismos que se jugaron la vida cruzando a mi lado los Andes para vencer en el Pantano de Vargas, en Boyacá ¹ en Ayacucho; los mismos que hab� padecido prisiî ¹ miserias sin cuento en las cá²£eles de Cartagena, el Callao y Cᤩz de manos de los espaﬥs? 㯠se puede explicar esto si no es por una mezquindad, una pobreza de alma propias de aquellos que no saben qui鮥s son, ni de d son, ni para qué ¥stá® en la tierra? El que yo haya descubierto en ellos esta condiciî¬ el que la haya conocido desde siempre y tratado de modificarla y subsanarla, me ha convertido ahora en un profeta inc�o, en un extranjero molesto. Por esto sobro en Colombia, mi querido coronel, pero un hado extraï dispone que yo muera con un pie en el estribo, indicᮤome as�ue tampoco mi lugar, la tumba que me corresponde, está ¡llende el Atlá®´ico. Hablaba con febril excitaciî® Me atrev� sugerirle descanso y que tratara de olvidar lo irremediable y propio de toda condiciî humana. Traje al caso algunos ejemplos harto patentes y dolorosos de la reciente historia de Europa. Se quedà°¥nsativo un momento. Su respiraciî ³e regularizì ³u mirada perdiଡ delirante intensidad que me hab�hecho temer una nueva crisis. _Da igual, Napierski, da igual, con esto no hay ya nada que hacer _coment೥ᬡndo hacia su pecho_; no vamos a detener la labor de la muerte callando lo que nos duele. Má³ vale dejarlo salir, menos daï ¨a de hacernos hablᮤolo con amigos como usted. Era la primera vez que me trataba con tan amistosa confianza y esto me conmoviì ®aturalmente. Seguimos conversando. Volv� comentarle de Europa, la desorientaciî ¤e quienes aࡱoraban las glorias del Imperio, la necedad de los gobernantes que intentaban detener con viejas maá³ y rutinas de gabinete un proceso irreversible. Le hablé de la tiran�rusa en mi patria, de nuestra frustraciî ¤e los planes de alzamiento preparados en Par� Me escuchaba con interé³ mientras una vaga sonrisa, un gesto de amable escepticismo, le recorr�el rostro. _Ustedes saldrá® de esas crisis, Napierski, siempre han superado esas é°¯cas de oscuridad, ya vendrá® para Europa tiempos nuevos de prosperidad y grandeza para todos. Mientras tanto nosotros, aqu�n Am鲩ca, nos iremos hundiendo en un caos de est鲩les guerras civiles, de conspiraciones s⤩das y en ellas se perderá® toda la energ� toda la fe, toda la razî ®ecesarias para aprovechar y dar sentido al esfuerzo que nos hizo libres. No tenemos remedio, coronel, as�omos, as�acimos... Nos interrumpi६ edecá® Ibarra que tra�un sobre y lo entreg࡬ enfermo. Reconoci࡬ instante la letra y me explic೯nriente: å va a perdonar que lea esta carta ahora, Napierski. La escribe alguien a quien debo la vida y que me sigue siendo fiel con lo mejor de su almaÍ¥ retiré ¡ un rincî °ara dejarlo en libertad y comenté ¡lgunos detalles de mis planes con Ibarra. Cuando Bol�r terminथ leer los dos pliegos, escritos en una letra menuda con grandes may㵬as semejantes a arabescos, nos llamà¡ su lado. Estaba muy cambiado, casi dijera que rejuvenecido. Nos quedamos un largo rato en silencio. Miraba al cielo por entre los naranjos en flor. Suspirਯndamente y me habl࣯n cierto acento de ligereza y hasta de coqueter� _Esto de morir con el corazî ªoven tiene sus ventajas, coronel. Contra eso s�o pueden ni la mezquindad de los conspiradores ni el olvido de los prè©os ni el capricho de los elementos... ni la ruina del cuerpo. Necesito estar solo un rato. Venga por aqu�᳠a menudo. Usted ya es de los nuestros, coronel, y a pesar de su magn�co castellano a los dos nos sirve practicar un poco el francé³ que se nos está ¥mpolvando. Me desped�on la satisfacciî ¤e ver al enfermo con mejores ᮩmos. Antes de tornar a la fragata, Ibarra me acompaã ¡ comprar algunas cosas en el centro de la ciudad que tiene algo de Cᤩz y mucho de Tåº o Algeciras. Mientras recorr�os las blancas calles en sombra, con casas llenas de balcones y amplios patios a los que invitaba la h夡 frescura de una vegetaciî ¥spl鮤ida, me contÍŠ los amores de Bol�r con una dama ecuatoriana que le hab�salvado la vida, gracias a su valor y serenidad, cuando se enfrentì ³ola, a los conspiradores que iban a asesinar al h鲯e en sus habitaciones del Palacio de San Carlos en Bogotá® Muchos de ellos eran antiguos compa岯s de armas, hechura suya casi todos. Ahora comprendo la amargura de sus palabras esta tarde. 1ä¥ julio. He decidido quedarme en Colombia, por lo menos hasta el regreso de la fragata. Ciertas vagas razones, dif�les de precisar en el papel, me han decidido a permanecer al lado de este hombre que, desde hoy, se encamina derecho hacia la muerte ante la indiferencia, si no el rencor, de quienes todo le deben. Si mi propã©´o era alistarme en el ejé²£ito de la Gran Colombia y circunstancias adversas me han impedido hacerlo, es natural que preste al menos el simple servicio de mi compa�y devociî ¡ quien organiz๠llevà¡ la victoria, a travé³ de cinco naciones, esas mismas armas. Si bien es cierto que quienes ahora le rodean, cinco o seis personas, le muestran un afecto y lealtad sin l�tes, ninguno puede darle el consuelo y el alivio que nuestra afinidad de educaciî ¹ de recuerdos le proporciona. A pesar de la respetuosa distancia de nuestras relaciones, me doy cuenta de que hay ciertos temas que sì¯ conmigo trata y cuando lo hace es con el placer de quien renueva viejas relaciones de juventud. Lo noto hasta en ciertos giros del idioma francé³ que le brotan en su charla conmigo y que son los mismos impuestos en los salones del consulado por Barras, Talleyrand y los amigos de Josefina. El Libertador ha tenido una reca� de la cual, al decir del m餩co que lo atiende _y sobre cuya preparaciî ´engo cada d�mayores dudas_, no volverá ¡ recobrarse. La causa ha sido una noticia que recibiࡹer mismo. Estaba en su cuarto, recostado en el catre de campaá ¥n donde descansaba un poco de la silla en donde pasa la mayor parte del tiempo, cuando, tras un breve y agitado murmullo, tocaron a la puerta. _å©©n es? _pregunt६ enfermo incorporᮤose. _Correo de BogotᬠExcelencia _contestÉ¢arra. Bol�r tratथ ponerse en pie pero volvià¡ recostarse sacudido por un fuerte golpe de tos. Le alcancé µn vaso con agua, tomथ ella algunos sorbos e hizo pasar a su edecá®® Ibarra tra�el rostro descompuesto a pesar del esfuerzo que hac�por dominarse. Bol�r se le quedà©rando y le preguntà©®trigado: _å©©n trae el correo? _El capitá® Arrắla, Excelencia _contest६ otro con voz pastosa y d颩l. _ⲡzola? ì ±ue fue ayudante de Santander?... Ese viene má³ a espiar que a traer noticias. En fin... que entre. 岯 qué ¬e pasa a usted, Ibarra? _inquirià°²eocupado al ver que el edecá® no se mov� _Mi general..., Excelencia..., prepá²¥se a recibir una terrible noticia. Y las lá§²imas, a punto de brotarle de los ojos, le obligaron a dar media vuelta y salir. Afuera volvià¡ hablar con alguien. Se o� carreras y ruidos de gente que se agrupaba alrededor del recié® llegado. Bol�r permanecià²gido, mirando hacia la puerta. EntrÍŠ de nuevo Ibarra seguido por un oficial en uniforme de servicio, con el rostro cruzado por una delgada cicatriz de color oscuro. Su mirada inquieta recorriଡ habitaciî ¨asta quedarse detenida en el lecho donde le observaban fijamente. Se presentà°¯ni鮤ose en posiciî ¤e firmes. _Capitá® Vicente Arrắla, Excelencia. _Sié®´ese Arrắla _le invit¯l�r sin quitarle la vista de encima. Arrắla sigui८ pie, r�do_. å© noticias nos trae de Bogotῠ㯠está® las cosas por allá¿ _Muy agitadas, Excelencia, y le traigo nuevas que me temo van a herirle en forma que me siento culpable de ser quien tenga que dá²³elas. Los ojos inmensamente abiertos de Bol�r se fijaron en el vac� _Ya hay pocas cosas que puedan herirme, Arrắla. Ser鮥se y d�me de qué ³e trata. El capitá® dud൮ instante, intentਡblar, se arrepinti๠sacando una carta del portafolio con el escudo de Colombia que tra�bajo el brazo, se la alcanz࡬ Libertador. ɳte rasg६ sobre y comenzà¡ leer unos breves renglones que se ve� escritos apresuradamente. En este momento entr८ punta de pie el general Mantilla, quien se acerc࣯n los ojos irritados y el rostro pᬩdo. Un gemido de bestia herida partiथl catre de campaá ³obrecogi鮤onos a todos. Bol�r saltथl lecho como un felino y tomando por las solapas al oficial le grit࣯n voz terrible: _é³¥rables! å©©nes fueron los miserables que hicieron esto? å©©nes? �melo, se lo ordeno, Arrắla! _y sacud�al oficial con una fuerza inusitada_ áµ©é® pudo cometer tan est餯 crimen!?
Ibarra y Montilla acudieron a separarlo de Arrắla, quien lo miraba
espantado y dolorido. De un manotî ¬ogr೯ltarse de los brazos que
lo reten� y se fue tambaleando hacia la silla en donde se derrumbÍŠ dᮤonos la espalda. Tras un momento en que no supimos qué ¨acer,
Montilla nos invit࣯n un gesto a salir del cuarto y dejar solo al
Libertador. Al abandonar la habitaciî e parecià¶¥r que sus
hombros bajaban y sub� al impulso de un llanto secreto y desolado.
Cuando sal�l patio todos los presentes mostraban una profunda congoja. Me acerqué ¡l general Laurencio Silva, con quien he hecho amistad, y le pregunté ¬o que pasaba. Me informà±µe hab� asesinado en una emboscada al Gran Mariscal de Ayacucho, don Antonio José ¤e Sucre. _Es el amigo má³ estimado del Libertador, a quien quer�como a un padre. Por su desinteré³ en los honores y su modestia, ten�algo de santo y de niï ±ue nos hizo respetarlo siempre y que fuera adorado por la tropa_ me explicà©entras pasaba su mano por el rostro en un gesto desesperado. Permanec�oda la tarde en el pie de la Popa. Vagué °or corredores y patios hasta cuando, entrada ya la noche, me encontré £on el general Montilla, quien en compa�de Silva y del capitá® Arrắla me buscaban para invitarme a cenar con ellos. _No nos deje ahora, coronel _me pidiͯntilla_ ay宯s a acompaá² al Libertador a quien esta noticia le hará á³ daï ±ue todos los otros dolores de su vida juntos. Acced�ustoso y nos sentamos en la mesa que hab� servido en un comedor que daba al castillo de San Felipe. La sobremesa se alargÍŠ sin que nadie se atreviera a importunar al enfermo. Hacia las once, Ibarra entr८ el cuarto con una palmatoria y una taza de té® Permaneci࡬l�n rato y cuando saliயs dijo que el Libertador quer�que le hici鲡mos un rato de compa� Lo encontramos tendido en el catre, envuelto completamente en una sᢡna empapada en el sudor de la fiebre, que le hab�aumentado en forma alarmante. Su rostro ten�de nuevo esa desencajada expresiî ¤e má³£ara funeraria hel鮩ca, los ojos abiertos y hundidos desaparec� en las cuencas, y, a la luz de la vela, sì¯ se ve� en su lugar dos grandes huecos que daban a un vac�que se supon�amargo y sin sosiego segॲa la expresiî ¤e la fina boca entreabierta. Me acerqué ¹ le manifesté i pesar por la muerte del Gran Mariscal. Sin contestarme, retuvo un instante mi mano en la suya. Nos sentamos alrededor del catre sin saber qué ¤ecir ni c�alejar al enfermo del dolor que le consum� Con voz honda y cavernosa, que llenà´¯da la estancia en sombras, preguntथ pronto dirigi鮤ose a Silva: _å¡®tos aï³ ten�Sucre? ã´¥d recuerda? _Treinta y cinco, Excelencia. Los cumpli८ febrero. _Y su esposa, ã´¡ en Colombia? _No, Excelencia. Le esperaba en Quito. Iba a reunirse con ella. De nuevo quedaron en silencio un buen rato. Ibarra trajo má³ té ¹ le hizo tomar al enfermo unas cucharadas que le hab� recetado para bajar la temperatura. Bol�r se incorpor८ el lecho y le pusimos unos cojines para sostenerlo y que estuviera má³ c�o. Iniciᢡmos una de esas vagas conversaciones de quienes buscan alejarse de un determinado asunto, cuando de repente empezà¡ hablar un poco para s�ismo y a veces dirigi鮤ose a m�oncretamente: _Es como si la muerte viniera a anunciarme con este golpe su propã©´o. Un primer golpe de guadaá °ara probar el filo de la hoja. Le hubiera usted conocido, Napierski. El calor de su mirada un tanto despistada, su avanzar con los hombros un poco ca�s y el cuerpo desgonzado, dando siempre la impresiî ¤e cruzar un salî tratando de no ser notado. Y ese gesto suyo de frotar con el dedo cordial el mango de su sable. Su voz chillona y las eses silbadas y huidizas que imitaba tan bien Manuelita haci鮤ole ruborizar. Sus silencios de t�do. Sus respuestas a veces bruscas, cortantes pero siempre claras y francas... C�debià´¯marlo por sorpresa la muerte. C�se preguntar�con el ä©o aliento de vida, la razî¬ el porqué ¤el crimen... ã´¥d y yo moriremos viejos, me dijo una vez en Lima, ya no hay quié® nos mate despué³ de lo que hemos pasadoî® Siempre iluso, siempre generoso, siempre cr餵lo, siempre dispuesto a reconocer en las gentes las mejores virtudes, las mismas que é¬ sin notarlo ni proponé²³elo, cultivaba en s�ismo tan hermosamente... Berruecos... Berruecos... Un paso oscuro en la cordillera. Un monte sombr�con los chillidos de los monos sigui鮤onos todo el d� Mala gente esa... Siempre dieron qué hacer. Nunca se nos sumaron abiertamente. Los má³ humillados quizᬠlos menos beneficiados por la Corona y por ello los má³ sumisos, los menos fuertes. å© poco han valido todos los aï³ de batallar, ordenar, sufrir, gobernar, construir, para terminar acosados por los mismos imb飩les de siempre, los astutos pol�cos con alma de peluquero y trucos de notario que saben matar y seguir sonriendo y adulando. Nadie ha entendido aqu�ada. La muerte se llevà¡ los mejores, todo queda en manos de los má³ listos, los má³ sinuosos que ahora derrochan la herencia ganada con tanto dolor y tanta muerte... Recostଡ cabeza en la almohada. La fiebre le hac�temblar levemente. Volvià¡ mirar a Ibarra. _No habrá ´al viaje a Francia. Aqu�os quedamos aunque no nos quieran. Una arcada de náµ³eas lo dobl೯bre el catre. Vomit८tre punzadas que casi le hac� perder el sentido. Una mancha de sangre comenzà¡ extenderse por las sᢡnas y a gotear pausadamente en el piso. Con la mirada perdida murmuraba delirante: å²²uecos... Berruecos... ï² qué ¡ 鬿... ï² qué ¡s�. Y se desplom೩n sentido. Alguien fue por el m餩co quien, despué³ de un examen detenido, se limità¡ explicarnos que el enfermo se hallaba al final de sus fuerzas y era aventurado predecir la marcha del mal, cuya identidad no pod�diagnosticar. Me quedé ¨asta las primeras horas de la madrugada cuando regresé ¡ la fragata. He meditado largamente en mi camarote y acabo de comunicar al capitá® mi decisiî ¤e quedarme en Cartagena y esperar aqu�u regresथ Venezuela, que calcula será ¤entro de dos meses. Maᮡ hablaré £on mi amigo el general Silva para que me ayude a buscar alojamiento en la ciudad. El calor aumenta y de las murallas viene un olor de frutas en descomposiciî ¹ de h夡 carroá salobre. |
lgunos hechos de la vida y la muerte de Alar el Ilirio, Estratega de la Emperatriz Irene en el Thema de Lycandos, ocuparon la atenciî ¤e la Iglesia cuando, en el Concilio Ecum鮩co de Nicea, se hablथ la canonizaciî ¤e un grupo de cristianos que sufrieran martirio a manos de los turcos en una emboscada en las arenas sirias. Al principio, el nombre de Alar se mencionaba junto con el de los demá³ má²´ires. Quien vino a poner en claro el asunto fue el patriarca de Laconia, Nic馯ro Kalitz鳬 tras examinar algunos documentos relativos al Estratega y a su familia, que aportaron nuevas luces sobre la vida de Alar y alejaron cualquier posibilidad de entronizarlo en los altares. Finalmente, cuando se dieron a conocer en el Concilio las cartas de Alar a Andrî©£o, su hermano, la Iglesia impuso un denso silencio en torno al Ilirio y su nombre volvià¡ la oscuridad, de donde lo rescatara la ambiciî °ol�ca de la Iglesia de Oriente. Alar, llamado el Ilirio por la forma peculiar de sus ojos hundidos y rasgados, era hijo de un alto funcionario del Imperio, que gozथl favor del Basileus en tiempos de la lucha de las imá§¥nes. El hᢩl cortesano se ocupࢩen poco de la educaciî ¤e su hijo y convino en que la recibiera en Grecia, bajo la influencia de los ä©os neoplatî©£os. En el desorden de la decadente Atenas, perdilar todo vestigio, si lo tuvo algà¤a, de fe en el Cristo. Tampoco el padre se hab�distinguido por su piedad, y su alta posiciî ¥n la Corte la ganà¡s por su inagotable reserva de sutilezas diplomá´©cas que por su fervor religioso. Pero cuando el muchacho regresथ Atenas el padre no pudo menos de asombrarse ante la forma descuidada y ligera como se refer�a los asuntos de la iglesia Y, aunque se viv�entonces los momentos de má³ cruenta persecuciî iconoclasta, no por eso dejaba el Palacio de Magnaura de estar erizado de mortales trampas teolç©£as y litç©£as. Gente mejor colocada que Alar y con mayor ascendiente con el Autocrá´¯r, hab� perdido los ojos, y, a menudo, la vida, por una frase ligera o una incompostura en el templo. Mediante hᢩles disculpas, el padre de Alar consiguià±µe el Emperador incorporase al Ilirio a su ejé²£ito y el muchacho fue nombrado Turmarca en un regimiento acantonado en el puerto de Pelagos. All�omenzଡ carrera militar del futuro Estratega. Como hombre de armas, Alar no pose�virtudes muy s쩤as. Un cierto escepticismo sobre la vanidad de las victorias y ninguna atenciî ¡ las graves consecuencias de una derrota, hac� de é¬ un mediocre soldado. En cambio, pocos le aventajaban en la humanidad de su trato y en la cordial popularidad de que gozaba entre la tropa. En lo peor de la batalla, cuando todo parec�perdido, los hombres volv� a mirar al Ilirio que combat�con una amarga sonrisa en los labios y conservando la cabeza fr� Esto bastaba para devolverles la confianza y, con ella, la victoria. Aprendi࣯n facilidad los dialectos sirios, armenios y Სbes y hablaba corrientemente el lat� el griego y la lengua franca. Sus partes de campaá ¬e fueron ganando cierta fama entre los oficiales superiores por la claridad y elegancia del estilo. A la muerte de Constantino IV, Alar hab� llegado al grado de General de Cuerpo de Ejé²£ito y comandaba la guarniciî ¤e Kipros. Su carrera militar, lejos de las peligrosas intrigas de la Corte, le permitiॳtar al margen de las luchas religiosas que tan sangrientas represiones despertaron en el Imperio de Oriente. En un viaje que el Basileus Leî ¨izo a Paphos en compa�de su esposa, la bella Irene, la joven pareja fue recibida por Alar, quien supo ganarse la simpat�de los nuevos autocrá´¯res, en especial la de la astuta ateniense, que se sintiਡlagada por el sincero entusiasmo y la aguda erudiciî ¤el General en los asuntos hel鮩cos. Tambié® Leî ´uvo especial placer en el trato con Alar, y le atra�la familiaridad y llaneza del Ilirio y la iron�con que salvaba los má³ peligrosos temas pol�cos y religiosos. Por aquella é°¯ca, Alar hab�llegado a los treinta aï³ de edad. Era alto, con cierta tendencia a la molicie, lento de movimientos, y a travé³ de sus ojos semicerrados e irî©£os dejaba pasar cautelosamente la expresiî ¤e sus sentimientos. Nadie le hab� visto perder la cordialidad, a menudo un poco castrense y franca. Se absorb�d� enteros en la lectura con preferencia de los poetas latinos. Virgilio, Horacio y Catulo le acompaᢡn a dondequiera que fuese. Cuidaba mucho de su atuendo y sì¯ en ocasiones vest�el uniforme. Su padre muri८ la plenitud de su prestigio pol�co, que heredndrî©£o, hermano menor del Estratega, por quien é³´e sent�particular afecto y mucha amistad. El viejo cortesano hab� pedido a Alar que contrajera matrimonio con una joven de la alta burgues�de Bizancio, hija de un grande amigo de la casa. Para cumplir con el deseo del padre, Alar la tomà°¯r esposa, pero siempre hallଡ manera de vivir alejado de su casa, sin romper del todo con la tradiciî ¹ los mandatos de la Iglesia. No se le conoc�, por otra parte, los amor� y escᮤalos tan comunes entre los altos oficiales del Imperio. No por frialdad o indiferencia, sino má³ bien por cierta tendencia a la reflexiî ¹ al ensueï¬ nacida de un temprano escepticismo hacia las pasiones y esfuerzos de las gentes. Le gustaba frecuentar los lugares en donde las ruinas atestiguaban el vano intento del hombre por perpetuar sus hechos. De all�u preferencia por Atenas, su gusto por Chipre y sus arriesgadas incursiones a las dormidas arenas de Heli௬is y Tebas.
Cuando la Augusta lo
nombrȹpatoï ¹ le encomendଡ misiî ¤e concertar el matrimonio
del joven Basileus Constantino con una de las princesas de Sicilia,
el General se qued८ Siracusa m᳠tiempo del necesario para
cumplir su embajada. Se escondiଵego en Tauromenium, adonde lo
buscaron los oficiales de su escolta para comunicarle la orden
perentoria de la Despoina de comparecer ante ella sin tardanza.
Cuando se presentà¡ la Sala de los Delfines, despué³ de un viaje
que se alargà¡s de lo prudente, a causa de las visitas a pequeï³
puertos y calas de la costa africana, que escond� ruinas Aunque no quedɲene muy convencida de las especiosas razones del Ilirio, su enojo hab�ya cedido casi por completo. Como aviso para que no incurriera en nuevos errores, Alar fue asignado a Bulgaria con la misiî ¤e reclutar mercenarios. En la polvorienta guarniciî de un pa�que le era especialmente antipá´©co, Alar sufri६ primero de los varios cambios que iban a operarse en su carᣴer. Se volvi࡬go taciturno y perdiॳe permanente buen humor que le valiera tantos y tan buenos amigos entre sus compa岯s de armas y aun en la Corte. No es que se le viera irritado, ni que hubiera perdido esa virtud muy suya de tratar a cada cual con la cariﳡ familiaridad de quien conoce muy bien a las gentes. Pero a menudo se le ve�ausente, con la mirada fija en un vac�del que parec� esperar ciertas respuestas a una angustia que comenzaba a trabajar su alma. Su atuendo se hizo má³ sencillo y su vida má³ austera. El cambio, en un principio, sì¯ fue percibido por sus �imos, y en el ejé²£ito y la Corte sigui৯zando del favor de quienes le profesaban amistad y admiraciî® En una carta del higoumeno Andr鳬 grande amigo de Alar y conocedor avisado de las religiones orientales, dirigida a Andrî©£o con el objeto de informarle sobre la entrevista con su hermano, el venerable relata hechos y palabras del Ilirio que en mucho contribuyeron a echar por tierra el proyecto de canonizaciî® Dice, entre otras cosas: ntré ¡l General en Zarosgrad. Pagaba los primeros mercenarios y se ocupaba de su entrenamiento. No lo hallé ¥n la ciudad ni en los cuarteles. Hab�hecho levantar su tienda en las afueras de la aldea, a orillas de un arroyo, en medio de una huerta de naranjos, el aroma de cuyas flores prefiere. Me recibi࣯n la cordialidad de siempre, pero lo noté ¤istra� y un poco ausente. Algo en su mirada hizo que me sintiera en vaga forma culpable e inseguro. Me mir൮ rato en silencio, y cuando esperaba que preguntar�por ti y por los asuntos de la Corte o por la gente de su casa, me inquiriथ improviso: 㵡l es el dios que te arrastra por los templos, venerable? 塬, cuᬠde todos?㎯ comprendo tu preguntaﬥ contest韮 Y 鬬 sin volver sobre el asunto, comenzà¡ proponerme, una tras otra, las má³ diversas y extraá³ cuestiones sobre la religiî ¤e los persas y sobre la secta de los brahmanes. Al comienzo cre�ue estaba febril. Despué³ me di cuenta que sufr� mucho y que las dudas lo acosaban como perros feroces. Mientras le explicaba algunos de los pasos que llevan a la perfecciî ¯ Nirvana de los hind㬠saltਡcia m�gritando: ä¡poco es ese el camino! ï ¨ay nada qué ¨acer! No podemos hacer nada. No tiene ningà³¥ntido hacer algo. Estamos en una trampaÓ¥ recost८ el camastro de pieles que le sirve de lecho y, cubri鮤ose el rostro con las manos, volvià¡ sumirse en el silencio. Al fin, se disculpÍŠ dici鮤ome: 岤ona, venerable Andr鳬 pero llevo dos meses tragando el rojo polvo de Dacia y oyendo el idioma chillî ¤e estos bá²¢aros, y me cuesta trabajo dominarme. Disp鮳ame y sigue tu explicaciî¬ que me ataå ¥n muchoÓ¥gu�i exposiciî¬ pero hab� ya perdido el interé³ en el asunto, pues má³ me preocupaba la reacciî ¤e tu hermano. Comenzaba a darme cuenta de cuá® profunda era la crisis por la que pasaba. Bien sabes, como hermano y amigo querid�mo suyo, que el General cumple por pura fâµla y sì¯ como parte de la disciplina y el ejemplo que debe a sus tropas, con los deberes religiosos. Para nadie es ya un misterio su total apartamiento de nuestra Iglesia y de toda otra convicciî ¤e orden religioso. Como conozco muy bien su inteligencia y hemos hablado en muchas ocasiones sobre esto, no pretendo siquiera intentar su conversiî® Temo, s�que el Venerable Metropolitano Miguel Lakadianos, que tanta influencia ejerce ahora sobre nuestra muy amada Irene y que tan pocas simpat� ha demostrado siempre por vuestra familia, pueda enterarse en detalle de la situaciî ¤el Ilirio y la haga valer en su contra ante la Basilissa, Esto te lo digo para que, teni鮤olo en cuenta, obres en favor de tu hermano y mantengas vivo el afecto que siempre le ha sido dispensado. Y antes de pasar a otros asuntos, ajenos al General, quiero relatarte el final de nuestra entrevista. Nos perdimos en un largo examen de ciertos aspectos comunes entre algunas herej� cristianas y las religiones del Oriente. Cuando parec�haber olvidado ya por completo su reciente sobresalto, y hab�os derivado hacia el tema de los misterios de Eleusis, el General comenzà¡ hablar, má³ para s�ue conmigo, dando rienda suelta a su apasionado interé³ por los helenos. Bien conoces su inagotable erudiciî ³obre el tema. De pronto, se interrumpi๠mirᮤome como si hubiera despertado de un sueï¬ me dijo, mientras acariciaba la má³£ara mortuoria que le enviaste de Creta: 쬯s hallaron el camino. Al crear los dioses a su imagen y semejanza dieron trascendencia a esa armon�interior, imperecedera y siempre presente, de la cual manan la verdad y la belleza. En ella cre� ante todo y por ella y a ella sacrificaban y adoraban. Eso los ha hecho inmortales. Los helenos sobrevivirá® a todas las razas, a todos los pueblos, porque del hombre mismo rescataron las fuerzas que vencen a la nada. Es todo lo que podemos hacer. No es poco, pero es casi imposible lograrlo ya, cuando oscuras levaduras de destrucciî ¨an penetrado muy hondo en nosotros. El Cristo nos ha sacrificado en su cruz, Buda nos ha sacrificado en su renunciaciî¬ Mahoma nos ha sacrificado en su furia. Hemos comenzado a morir. No creo que me explique claramente. Pero siento que estamos perdidos, que nos hemos hecho a nosotros mismos el daï ©rreparable de caer en la nada. Ya nada somos, nada podemos. Nadie puede poderÍ¥ abraz࣡riﳡmente. No me dijo mᳬ y abriendo un libro se sumi८ su lectura. Al salir, me llevé la certeza de que el má³ entra᢬e de nuestros amigos, tu hermano amant�mo, ha comenzado a andar por la peligrosa senda de una negaciî ³in l�tes y de implacables consecuencias쯳pan> Es de comprender la preocupaciî ¤el higoumeno. En la Corte, las pasiones pol�cas se mezclan peligrosamente con las doctrinas de la Iglesia. Irene estaba cayendo, cada d�mᳬ en una intransigencia religiosa que la llevà¡ extremos tales, como ordenar que le sacaran los ojos a su hijo Constantino por ciertas sospechas de simpat�con los iconoclastas. Si las palabras de Alar eran repetidas en la Corte, su muerte ser�segura. Sin embargo, el Ilirio cuidᢡse mucho, aun entre sus m᳠�imos amigos, de comentar estos asuntos, que constitu� su principal preocupaciî® Su hermano, que sorteaba hᢩlmente todos los peligros, le consiguiì °asado el lapso de olvido en Bulgaria, el ascenso a la má³ alta posiciî ilitar del Imperio, el grado de Estratega, delegado personal y representante directo del Emperador en los Themas del Imperio. El nombramiento no encontr௰osiciî ¡lguna entre las facciones que luchaban por el poder. Unos y otros estaban seguros de que no contar� con el Ilirio para fines pol�cos y se consolaban pensando en que tampoco el adversario contar�con el favor del Estratega. Por su parte, los Basileus sab� que las armas del Imperio quedaban en manos fieles y que jamá³ se tornar� contra ellos, conociendo, como conoc�, el desgano y desprendimiento del Ilirio hacia todo lo que fuera poder pol�co o ambiciî °ersonal. Alar fue a Constantinopla para recibir la investidura de manos de los Emperadores. El Autocrá´¯r le impuso los s�olos de su nuevo rango en la catedral de Santa Sof�y la Despoina le entreg६ á§µila de los stratigoi, bendecida tres veces por el patriarca Miguel. Cuando el Emperador Leî ´om६ juramento de obediencia al nuevo Estratega, sus ojos se llenaron de lá§²imas. Muchos citaron despué³ este detalle como premonitorio del fin trist�mo de Alar y del no menos trá§©co de Leî® La verdad era que el Emperador se hab�conmovido por la forma austera y casi moná³´ica como su amigo de muchos aï³ recib�la má³ alta muestra de confianza y la má³ amplia delegaciî ¤e poder que pudiera recibir un ciudadano de Bizancio, despué³ de la p൲a imperial. Un gran banquete fue servido en el Palacio de Hi鲩a. Y el Estratega, sin mencionar ni agradecer al Augusto el honor inmenso que le dispensaba, entabl࣯n Leî µn largo y cordial�mo diᬯgo sobre algunos textos hallados por los monjes de la isla de Prinkipo y que eran atribuibles a Lucrecio. Irene interrumpi८ má³ de una ocasiî ¬a animada charla, y en una de ellas sembr൮ temeroso silencio entre los presentes y fue memorable la respuesta del Estratega. ã´¯y segura _apuntଡ Despoina_ que nuestro Estratega pensaba má³ en los textos del pagano Lucrecio que en el santo sacrificio que por la salvaciî ¤e su alma celebraba nuestro patriarcaà«…n verdad, Augusta _contestlar_ que me preocupaba mucho durante la Santa Misa el texto atribuido a Lucrecio, pero precisamente por la semejanza que hay en é¬ con ciertos pasajes de nuestras sagradas escrituras. Sì¯ el Verbo, que da verdad eterna a las palabras, está ¡usente del lat� Por lo demᳬ bien pudiera atribuirse su texto a Daniel el profeta, o al apã´¯l Pablo en sus cartasÌ¡ respuesta de Alar tranquilizà¡ todos y desarmà¡ Irene que hab�hecho la pregunta en buena parte empujada por el Metropolitano Miguel. Pero el Estratega se dio cuenta de c�su amiga hab�ca� sin remedio en un fanatismo ciego que la llevar� a derramar mucha sangre, comenzando por la de su propia casa. Y aqu�ermina la que pudi鲡mos llamar vida pì©£a de Alar el Ilirio. Fue aquella la ä©a vez que estuvo en Bizancio. Hasta su muerte permaneci८ el Thema de Lycandos, en la frontera con Siria, y aà³¥ conservan vestigios de su activa y eficaz administraciî® Levantவmerosas fortalezas para oponer una barrera militar a las invasiones musulmanas. Visitaba de continuo cada uno de estos puestos avanzados, por miserable que fuera y por perdido que estuviera en las Ჩdas rocas o en las abrasadoras arenas del desierto. Llevaba una vida sencilla de soldado, asistido por sus gentes de confianza, unos caballeros macedî©£os, un anciano retâ©£o dorio por el que sent�particular afecciî ¡ pesar de que no fuera hombre de grandes dotes y de seᬡda cultura, un juglar provenzal que se le uniera cuando su visita a Sicilia y su guardia de fieles Ẩaresáµ¥ sì¯ a é¬ obedec� y que reclutara en Bulgaria. La elegancia de su atuendo fue cambiando hacia un simple traje militar al cual aá¤a, los d� de revista, el á§µila bendita de los stratigoi. En su tienda de campaá ¬e acompaᢡn siempre algunos libros, Horacio infaliblemente, la má³£ara funeral cretense, obsequio de su hermano, y una estatuilla de Hermes Trismegisto, recuerdo de una amiga maltesa, dueá ¤e una casa de placer en Chipre. Sus �imos se acostumbraron a sus largos silencios, a sus extraá³ distracciones y a la severa melancol�que en las tardes se reflejaba en su rostro. Era evidente el contraste de esta vida del Ilirio con la que llevaban los demá³ Estrategas del Imperio. Habitaban suntuosos palacios, haci鮤ose llamar ã°¡da de los Apã´¯lesÓ‡uardiá® de la Divina TheotokosÓredilecto del CristoÈ¡c� vistosa ostentaciî ¤e sus mandatos y viv� con lujo y derroche escandalosos, compartiendo con el Emperador esa hierá´©ca lejan� ese arrogante boato que despertaba en los sä©´os de las apartadas provincias, abandonadas al arbitrio de los Estrategas, una veneraciî ¹ un respeto que ten�mucho de sumisiî ²eligiosa. Caso 飯 en aquella é°¯ca fue el de Alar el Ilirio, cuyo ejemplo siguieron despué³ los sabios emperadores de la dinast�Comnena, con pingã ²esultados pol�cos. Alar viv�entre sus soldados. Escoltado 飡mente por los Ẩaresé °or el regimiento de caballeros macedî©£os, recorr�continuamente la frontera de su Thema que limitaba con los dominios del incansable y á¶©do Ahmid Kabil, reyezuelo sirio que se manten�con el bot�logrado en las incursiones a las aldeas del Imperio. A veces se aliaba con los turcos en contra de Bizancio y, otras, é³´os lo abandonaban en neutral complicidad, para firmar tratados de paz con el Autocrá´¯r. El Estratega aparec�de improviso en los puestos fortificados y se quedaba all�emanas enteras, revisando la marcha de las construcciones y comprobando la moral de las tropas. Se alojaba en los mismos cuarteles, en donde le separaban una estrecha pieza enjalbegada. Argiros, su ordenanza, le tend�un lecho de pieles que se acostumbrà¡ usar entre los b硲os. All�dministraba justicia, discut�con arquitectos y constructores y tomaba cuentas a los jefes de la plaza. Tal como hab�llegado, part�sin decir hacia d iba. De su gusto por las ruinas y de su interé³ por las bellas artes le quedaban algunos vestigios que sal� a relucir cuando se trataba de escoger el adorno de un puente, la decoraciî ¤e la fachada de una fortaleza o de rescatar tesoros de la antigua Grecia que hab� ca� en poder de los musulmanes. Má³ de una vez prefiriÍŠ rescatar el torso de una Venus mutilada o la cabeza de una medusa, a las reliquias de un santo patriarca de la Iglesia de Oriente. No se le conocieron amores o aventuras escandalosas, ni era afecto a las ruidosas bacanales gratas a los demá³ Estrategas. En los primeros tiempos de su mandato sol�llevar consigo una joven esclava de Gales que le serv�con silenciosa ternura y discreta devociî» y cuando la muchacha muriì ¥n una emboscada en que cayera una parte de su convoy, el Ilirio no volvià¡ llevar mujeres consigo y se contentaba con pasar algunas noches, en los puertos de la costa, con muchachas de las tabernas con las que bromeaba y re�como cualquiera de sus soldados. Conservaba, s�una solitaria e interior lejan�que despertaba en las j楮es cierto indefinible temor. En la gris rutina de esta vida castrense, se fue apagando el antiguo prestigio del Ilirio y su vida se fue llenando de grandes sombras a las cuales rara vez alud� ni permit�que fuesen tema de conversaciî ¥ntre sus allegados. La Corte lo olvid௠poco menos. Muri६ Basileus en circunstancias muy extraá³ y pocas semanas despué³ Irene se hacia proclamar en Santa Sof�⡮ Basileus y Autocrá´¯r de los RomanosŬ Imperio entrथ lleno en uno de sus habituales per�os de sordo fanatismo, de rabiosa histeria teolç©£a, y los monjes todopoderosos impusieron el oscuro terror de sus intrigas que llevaban a las v�imas a los subterrᮥos de las Blanquernas, en donde les eran sacados los ojos, o al hip䲯mo, en donde las descuartizaban briosos caballos. As�ra pagada la menor tibieza en el servicio del Cristo y de su Divina Hija, Estrella de la Maᮡ, la Divina Irene. Contra el Estratega nadie se atrevià¡ alzar la mano. Su prestigio en el ejé²£ito era muy s쩤o, su hermano hab�sido designado Protosebasta y Gran Maestro de las Escuelas, y la Augusta conoc�la natural aversiî ¤el Ilirio a tomar partido y su escepticismo hacia los salvadores del Imperio, que por entonces surg� a cada instante. Y fue entonces cuando aparecina la Cretense, y la vida de Alar cambiथ nuevo por completo. Era é³´a la joven heredera de una rica familia de comerciantes de Cerdeᬠlos Alesi, establecida desde hac�varias generaciones en Constantinopla. Gozaban de la confianza y el favor de la Emperatriz, a la que ayudaban a menudo con empré³´itos considerables, respaldados con la recolecciî ¤e los impuestos en los puertos bizantinos del Mediterrᮥo. La muchacha, junto con su hermano mayor, hab�ca� en manos de los piratas berberiscos, cuando regresaban de Cerdeá ¥n donde pose� vastas propiedades. Irene encomend࡬ Ilirio negociar el rescate de los Alesi con los delegados del Emir, quien amparaba la pirater�y cobraba participaciî ¥n los saqueos. Pero antes de relatar el encuentro con Ana, es interesante saber cuᬠera el pensamiento, cuᬥs las certezas y dudas del Estratega, en el momento de conocer a la mujer que dar�a sus ä©os d� una profunda y nueva felicidad y a su muerte una particular intenciî ¹ sentido. Existe una carta de Alar a su hermano Andrî©£o, escrita cuatro d� antes de recibir la caravana de los Alesi. Despué³ de comentar algunas nuevas que sobre pol�ca exterior del Imperio le relatara su hermano, dice el Ilirio:  esto me lleva a confiar mi certeza en la fugacidad de ese peligroso compromiso de las mejores virtudes del hombre que es la pol�ca. Observa con cuá®´a razî ®uestra Basilissa esgrime ahora argumentos para implantar un orden en Bizancio, razî ±ue ella misma hace diez aï³ hubiera rechazado como atentatoria de las leyes del Imperio y grave herej� Y cuá®´a gente muri८tretanto por pensar como ella piensa hoy. Cuá®´os ciegos y mutilados por haber hecho pì©£a una fe que hoy es la del Estado. El hombre, en su miserable confusiî¬ levanta con la mente complicadas arquitecturas y cree que aplicᮤolas con rigor conseguirá °oner orden al tumultuoso y caä©£o latido de su sangre. Nos hemos agarrado las manos en nuestra misma trampa y nada podemos hacer, ni nadie nos pide que hagamos nada. Cualquier resoluciî ±ue tomemos, irá ³iempre a perderse en el torrente de las aguas que vienen de sitios muy distantes y se reå® en el gran desagथ las alcantarillas para confundirse en la vasta extensiî ¤el océ¡®o. Podrá³ pensar que un amargo escepticismo me impide gozar del mundo que gratuitamente nos ha sido dado. No es as�hermano querid�mo. Una gran tranquilidad me visita y cada episodio de mi rutina de gobernante y soldado se me ofrece con una luz nueva y reveladora de insospechadas fuentes de vida. No busco detrá³ de cada cosa significados remotos o improbables. Trato má³ bien de rescatar de ella esa presencia que me da la razî ¤e cada d� Como ya sé £on certeza total que cualquier comunicaciî ±ue intentes con el hombre es vana y por completo in鬬 que sì¯ a travé³ de los oscuros caminos de la sangre y de cierta armon�que pervive a todas las formas y dura sobre civilizaciones e imperios podemos salvarnos de la nada, vivo entonces sin engaá²e y sin pretender que otros lo hagan por m�i para m�Mis soldados me obedecen, porque saben que tengo má³ experiencia que ellos en ese trato diario con la muerte que es la guerra; mis sä©´os aceptan mis fallos, porque saben que no los inspira una ley escrita, sino lo que mi natural amor por ellos trata de entender. No tengo ambiciî ¡lguna, y unos pocos libros, la compa�de los macedî©£os, las sutilezas del Dorio, los cantos de Alcen el Provenzal y el tibio lecho de una hetaira del L�no colman todas mis esperanzas y propã©´os. No estoy en el camino de nadie ni nadie se atraviesa en el m� Mato en la batalla sin piedad, pero sin furia. Mato porque quiero que dure lo má³ posible nuestro Imperio, antes de que los bá²¢aros lo inunden con su jerga destemplada y su rabioso profeta. Soy un griego, o un romano de oriente, como quieras, y sé ±ue los bá²¢aros, as�ean latinos, germanos o Სbes, vengan de Kiev, de Lutecia, de Bagdad o de Roma, terminará® por borrar nuestro nombre y nuestra raza. Somos los ä©os herederos de la Hellas inmortal, 飡 que diera al hombre respuesta valedera a sus preguntas de bastardo. Creo en mi funciî de Estratega y la cumplo cabalmente, conociendo de antemano que no es mucho lo que se puede hacer, pero que el no hacerlo ser�peor que morir. Hemos perdido el camino hace muchos siglos y nos hemos entregado al Cristo sediento de sangre, cuyo sacrificio pesa con injusticia sobre el corazî ¤el hombre y lo hace suspicaz, infeliz y mentiroso. Hemos tapiado todas las salidas y nos engaá¯s como las fieras se engaá® en la oscuridad de las jaulas del circo, creyendo que afuera les espera la selva que aﲡn dolorosamente. Lo que me cuentas del Embajador del Sacro Imperio Romano me parece ejemplo que ajusta a mis razones y debieras, como Logoteta que eres del Imperio, hacerle ver lo oscuro de sus propã©´os y el error de sus ideas, pero esto ser�tanto como...༯span> La caravana de los Alesi lleg࡬ anochecer al puesto fortificado de Al Makhir, en donde paraba el Estratega en espera de los rehenes. El Ilirio se retirà´¥mprano. Hab�hecho tres d� de camino sin dormir. A la maᮡ siguiente, despué³ de dar las ⤥nes para despachar la caballer�turca que los hab�tra�, dio audiencia a los rescatados ciudadanos de Bizancio. Entraron en silencio a la pequeá £elda del Estratega y no sal� de su asombro al ver al Protosebasta de Lycandos, a la Mano Armada del Cristo, al Hijo dilecto de la Augusta, viviendo como un simple oficial, sin tapetes, ni joyas, acompa᤯ 飡mente de unos cuantos libros. Tendido en su lecho de piel de oso, repasaba unas listas de cuentas cuando entraron los Alesi, eran cinco y los encabezaba un joven de aspecto serio y abstra� y una muchacha de unos veinte aï³ con un velo sobre el rostro. Los tres restantes eran el m餩co de la familia, un administrador de la casa en Bari y un t� higoumeno del Stoudion. Rindieron al Estratega los homenajes debidos a su jerarqu�y é³´e los invità¡ tomar asiento. Leyଡ lista de los visitantes en voz alta y cada uno de ellos contest࣯n la fâµla de costumbre: â©¥go por la gracia del Cristo y su sangre redentora, siervo de nuestra divina AugustaÌ¡ muchacha fue la ä©a en responder y para hacerlo se quit६ velo de la cara. No repar८ ella Alar en el primer momento, y sì¯ le llamଡ atenciî ¬a reposada seriedad de su voz que no correspond�con su edad. Les hizo algunas preguntas de cortes� averiguà°¯r el viaje y al higoumeno le hablଡrgo rato sobre su amigo André³ a quien aqué¬ conoc�superficialmente. A las preguntas que Alar hiciera a la muchacha, ella contest࣯n detalles que indicaban una clara inteligencia y un agudo sentido cr�co. El Estratega se fue interesando en la charla y la audiencia se prolongà°¯r varias horas. Siguiendo alguna observaciî ¤el hermano sobre el esplendor de la Corte del Emir, la muchacha pregunt࡬ Estratega: é ¨as renunciado al lujo que impone tu cargo, debemos pensar que eres hombre de profunda religiosidad, pues llevas una vida al parecer monacallar se la quedà©rando y las palabras de la pregunta se le escapaban a medida que le dominaba el asombro ante cierta secreta armon� de sabor muy antiguo, que se descubr�en los rasgos de la joven. Algo que estaba tambié® en la má³£ara cretense, mezclado con cierta impresiî ¤e salud ultraterrena que da esa permanencia, a travé³ de los siglos, de la interrelaciî ¤e ojos y boca, nariz y frente y la plenitud de formas propias de ciertos pueblos del Levante. Una sonrisa de la muchacha le trajo de nuevo al presente y contestê «Conviene má³ a mi carᣴer que a mis convicciones religiosas este g鮥ro de vida. Por mi parte lamento no poder ofrecerles mejor alojamiento༯span> Y as�ue como Alar conocià¡ Ana Alesi, a la que llamथspué³ La Cretense y a quien amਡsta su ä©o d�y guardà¡ su lado durante los postreros aï³ de su gobierno en Lycandos. El Estratega hallಡzones para ir demorando el viaje de los Alesi y, despu鳬 pretextando la inseguridad de las costas, dejà¡ Ana consigo y enviÍŠ a los demá³ por tierra, viaje que hubiera resultado en extremo penoso para la joven. Ana aceptà§µstosa la medida, pues ya sent�hacia el Ilirio el amor y la profunda lealtad que le guardara toda la vida. Al llegar a Bizancio, el joven Alesi se quejà¡®te la Emperatriz por la conducta de Alar. Irene intervino a travé³ de Andrî©£o para amonestar al Estratega y exigirle el regreso inmediato de Ana. Alar contestà¡ su hermano en una carta, que tambié® figura en los archivos del Concilio y que nos da muchas luces sobre su historia y sobre las razones que lo unieron a Ana. Dice as� î ²elaciî £on Ana deseo explicarte lo sucedido para que, tal como te lo cuento, se lo hagas saber a la Augusta. Tengo demasiada devociî ¹ lealtad por ella para que, en medio de tanto conspirador y tanto traidor que la rodea, me distinga, precisamente a m�con su injusto enojo. î¡ es, hoy, todo lo que me ata al mundo. Si no fuera por ella, hace mucho tiempo que hubiera dejado mis huesos en cualquier emboscada nocturna. Tì¯ sabes mejor que nadie y como nadie entiendes mis razones. Al principio, cuando apenas la conoc� en verdad pretexté £iertos motivos de seguridad para guardarla a mi lado. Despu鳬 se fue uniendo cada vez má³ a mi vida y hoy el mundo se sostiene para m� travé³ de su piel, de su aroma, de sus palabras, de su amable compa�en el lecho y de la forma como comprende, con clarividencia hermos�ma, las verdades, las certezas que he ido conquistando en mi retiro del mundo y de sus s⤩das argucias cortesanas. Con ella he llegado a apresar, al fin, una verdad suficiente para vivir cada d� La verdad de su tibio cuerpo, la verdad de su voz velada y fiel, la verdad de sus grandes ojos asombrados y leales. Como esto es muy parecido al razonamiento de un adolescente enamorado, es probable que en la Corte no lo entiendan. Pero yo sé ±ue la Augusta sabrá £uᬠes el particular sentido de mi conducta. Ella me conoce hace muchos aï³ y en el fondo de su alma cristiana de hoy reposa, escondida, la aguda ateniense que fuera mi leal amiga y protectora. ï¯ sé £uá® deleznable y d颩l es todo intento humano de prolongar, contra todos y contra todo, una relaciî £omo la que me une a Ana, si la Despoina insiste en ordenar su regreso a Constantinopla no moveré µn dedo para impedirlo. Pero all�abrá terminado para m�odo interé³ en seguir sirviendo a quien tan torpemente me lastima༯span> Andrî©£o comunicà¡ Irene la respuesta de su hermano. La Emperatriz se conmovi࣯n las palabras del Ilirio y prometi௬vidar el asunto. En efecto, dos aï³ permanecina al lado de Alar, recorriendo con é¬ todos los puestos y ciudades de la frontera y descansando en el est� en un escondido puerto de la costa en donde un amigo veneciano hab�obsequiado al Estratega una pequeá £asa de recreo. Pero los Alesi no se daban por vencidos y con ocasiî ¤e un empré³´ito que negociaba Irene con algunos comerciantes genoveses, la casa respaldଡ deuda con su firma y la Basilissa se vio obligada a intervenir en forma definitiva, si bien contra su voluntad, ordenando el regreso de Ana. La pareja recibi࡬ mensajero de Irene y conferenciaron con é¬ casi toda la noche. Al d�siguiente, Ana la Cretense se embarcaba para Constantinopla y Alar volv�a la capital de su provincia. Quienes estaban presentes no pudieron menos de sorprenderse ante la serenidad con que se dijeron adiã® Todos conoc� la profunda adhesiî ¤el Estratega a la muchacha y la forma como hac�depender de ella hasta el má³ m�mo acto de su vida. Sus �imos amigos, empero, no se extraᲯn de la tranquilidad del Ilirio, pues conoc� muy bien su pensamiento. Sab� que un fatalismo l餯, de ra�s muy hondas, le hac�aparecer indiferente en los momentos má³ cr�cos. Alar no volvià¡ mencionar el nombre de la Cretense. Guardaba consigo algunos objetos suyos y unas cartas que le escribiera cuando se ausentà°¡ra hacerse cargo del aprovisionamiento y preparaciî militar de la flota anclada en Malta. Conservaba tambié® un arete que olvidଡ muchacha en el lecho, la primera vez que durmieron juntos en la fortaleza de San Esteban Damasceno. Un d�cità¡ sus oficiales a una audiencia. El Estratega les comunicà³µs propã©´os en las siguientes palabras: è©d Kabil ha reunido todas sus fuerzas y prepara una incursiî sin precedentes contra nuestras provincias. Pero esta vez cuenta, si no con el apoyo, s�on la vigilante imparcialidad del Emir. Si penetramos por sorpresa en Siria y alcanzamos a Kabil en sus cuarteles, donde ahora prepara sus fuerzas, la victoria estará seguramente a nuestro favor. Pero una vez terminemos con 鬬 el Emir seguramente violará ³u neutralidad y se echará ³obre nosotros, sabi鮤onos lejos de nuestros cuarteles e imposibilitados de recibir ninguna ayuda. Ahora bien, mi plan consiste en pedir refuerzos a Bizancio y traerlos aqu�n sigilo para reforzar las ciudadelas de la frontera en donde quedará® la mitad de nuestras tropas. å¡®do el Emir haya terminado con nosotros, ser�loco pensar lo contrario, pues vamos a luchar cincuenta contra uno, se volverá sobre la frontera e irá ¡ estrellarse con una resistencia mucho má³ poderosa de la que sospecha y entonces será ©l quien esté ¬ejos de sus cuarteles y será £opado por los nuestros. ᢲemos eliminado as�os peligrosos enemigos del Imperio con el sacrificio de algunos de nosotros. Contra el reglamento, no quiero esta vez designar los jefes y soldados que deban quedarse y los que quieran internarse conmigo. Escojan ustedes libremente y maᮡ, al alba, me comunican su decisiî® Una cosa quiero que sepan con certeza: los que vayan conmigo para terminar con Kabil no tienen ninguna posibilidad de regresar vivos. El Emir espera cualquier descuido nuestro para atacarnos y é³´a será °ara é¬ una ocasiî 飡 que aprovechará ³in cuartel. Los que se queden para unirse a los refuerzos que hemos pedido a nuestra Despoina formará® a la izquierda del patio de armas y los que hayan decidido acompaá²e lo hará® a la derecha. Es todo༯span> Se dice que era tal la adhesiî ±ue sus gentes ten� por Alar, que los oficiales optaron por sortear entre ellos el quedarse o partir con el Estratega, pues ninguno quer�abandonarlo. A la maᮡ siguiente, Alar pasಥvista a su ejé²£ito, arengà¡ los que se quedaban para defender la frontera del Imperio y sus palabras fueron recibidas con lá§²imas por muchos de ellos. A quienes se le unieron para internarse en el desierto, les orden࣯ngregar las tropas en un lugar de la Siria Mardaita. Dos semanas despu鳬 se reunieron all�erca de cuarenta mil soldados que, al mando personal del Ilirio, penetraron en las Ჩdas montaá³ de Asia Menor. La campaá ¤e Alar está ¤escrita con escrupuloso detalle en las 嬡ciones Militaresä¥ Alejo Comneno, documento inapreciable para conocer la vida militar de aquella é°¯ca y penetrar en las causas que hicieron posible, siglos má³ tarde, la destrucciî ¤el Imperio por los turcos. Alar no se hab�equivocado. Una vez derrotado el escurridizo Ahmid Kabil, con muy pocas bajas en las filas griegas, regresਡcia su Thema a marchas forzadas. En la mitad del camino su columna fue sorprendida por una avalancha de jen�ros e infanter� turca que se le pegà¡ los talones sin soltar la presa. Hab� dividido sus tropas en tres grupos que avanzaban en abanico hacia lugares diferentes del territorio bizantino, con el fin de impedir la total aniquilaciî ¤el ejé²£ito que hab�penetrado en Siria. Los turcos cayeron en la trampa y se aferraron a la columna de la extrema izquierda comandada por el Estratega, creyendo que se trataba del grueso del ejé²£ito. Acosado d�y noche por crecientes masas de musulmanes, Alar ordenथtenerse en el oasis de Kazheb y all�acer frente al enemigo. Formaron en cuadro, segଡ tradiciî bizantina, y comenz६ asedio por parte de los turcos. Mientras las otras dos columnas volv� intactas al Imperio e iban a unirse a los defensores de los puestos avanzados, las gentes de Alar iban siendo copadas por las flechas musulmanas. Al cuarto d�de sitio, Alar resolvià©®tentar una salida nocturna y por la maᮡ atacar a los sitiadores desde la retaguardia. Hab�la posibilidad de ahuyentarlos, haci鮤oles creer que se trataba de refuerzos enviados de Lycandos. Reunià¡ los macedî©£os y a dos regimientos de b硲os y les propuso la salida. Todos aceptaron serenamente y a medianoche se escurrieron por las frescas arenas que se extend� hasta el horizonte. Sin alertar a los turcos, cruzaron sus l�as y fueron a esconderse en una hondonada en espera del alba. Por desgracia para los griegos, a la maᮡ siguiente todo el grueso de las tropas del Emir llegaba al lugar del combate. Al primer claror de la maᮡ una lluvia de flechas les anuncià³µ fin. Una vasta marea de infantes y jen�ros se extend�por todas partes rodeando la hondonada. No ten� siquiera la posibilidad de luchar cuerpo a cuerpo con los turcos; tal era la barrera impenetrable que formaban las flechas disparadas por é³´os. Los macedî©£os atacaron enloquecidos y fueron aniquilados en pocos minutos por las cimitarras de los jen�ros. Unos cuantos h硲os y la guardia personal del Estratega rodearon a Alar que miraba impasible la carnicer� La primera flecha le atravesଡ espalda y le salià°¯r el pecho a la altura de las ä©as costillas. Antes de perder por completo sus fuerzas, apuntà¡ un mahdi que desde su caballo se divert�en matar b硲os con su arco y le lanzଡ espada pasᮤolo de parte a parte. Un segundo flechazo le atravesଡ garganta. Comenzà¡ perder sangre rá°©damente, y envolvi鮤ose en su capa se dej࣡er al suelo con una vaga sonrisa en el rostro. Los faná´©cos b硲os cantaban himnos religiosos y salmos de alabanza a Cristo, con esa fe ciega y ferviente de los recié® convertidos. Por entre las mon䯮as voces de los má²´ires comenzà¡ llegarle la muerte al Estratega. Una gozosa confirmaciî ¤e sus razones le vino de repente. En verdad, con el nacimiento caemos en una trampa sin salida. Todo esfuerzo de la razî¬ la especiosa red de las religiones, la d颩l y perecedera fe del hombre en potencias que le son ajenas o que é¬ inventa al torpe avance de la historia, las convicciones pol�cas, los sistemas de griegos y romanos para conducir el Estado, todo le pareci൮ necio juego de niï³® Y ante el vac�que avanzaba hacia é¬ a medida que su sangre se escapaba, busc൮a razî °ara haber vivido, algo que le hiciera valedera la serena aceptaciî ¤e su nada, y de pronto, como un golpe de sangre má³ que le subiera, el recuerdo de Ana la Cretense le fue llenando de sentido toda la historia de su vida sobre la tierra. El delicado tejido azul de las venas en sus blancos pechos, un abrirse de las pupilas con asombro y ternura, un suave ceé²³e a su piel para velar su sueï¬ las dos respiraciones jadeando entre tantas noches, como un mar palpitando eternamente; sus manos seguras, blancas, sus dedos firmes y sus uá³ en forma de almendra, su manera de escucharle, su andar, el recuerdo de cada palabra suya, se alzaron para decirle al Estratega que su vida no hab�sido en vano y que nada podemos pedir, a no ser la secreta armon�que nos une pasajeramente con ese gran misterio de los otros seres y nos permite andar acompa᤯s una parte del camino. La armon�perdurable de un cuerpo y, a travé³ de ella, el solitario grito de otro ser que ha buscado comunicarse con quien ama y lo ha logrado, as�ea imperfecta y vagamente, le bastaron para entrar en la muerte con una gran dicha que se confund�con la sangre manando a borbotones. Un ä©o flechazo lo clav८ la tierra atravesᮤole el corazî® Para entonces, ya era presa de esa desordenada alegr� tan esquiva, de quien se sabe dueï ¤el ilusorio vac�de la muerte. PULSA AQUÍ PARA LEER TEXTOS SOBRE PERSONAJES HISTÓ’ICOS |
haraya, el Santî ¤e Jandripur, permanec�desde tiempos muy lejanos sentado a la orilla de la carretera, a la salida de la aldea. All�ecib�las escasas limosnas y las cada vez má³ raras oraciones de los aldeanos. Su cuerpo se hab�cubierto de una costra gris y su pelo colgaba en grasientas greá³ por las que caminaban los insectos. Sus huesos, forrados por la piel, formaban á®§ulos oscuros e imposibles que daban a la inm橬 figura un aire pé´²eo y estatuario que en mucho contribuyera al olvido en que lo ten� las gentes del lugar. Sì¯ los viejos recordaban aì ¥ntre la niebla de sus mocedades, la llegada del esbelto Santî¬ entonces con cierto aire mundano y dueï de una locuacidad en materias religiosas que fue perdiendo a medida que ganaba mayores y má³ vastos dominios en su tarea de meditaciî al pie del camino. A pesar del poco o ning࣡so que le hac� ahora los habitantes de la aldea, y tal vez gracias a ello, Sharaya era un atento observador de la vida circundante y conoc�como pocos las intrincadas y mezquinas historias que se tej� y borraban en el pueblo al paso de los aï³® Sus ojos adquirieron una dulce fijeza de bestia domé³´ica que las gentes confund� con la mansedumbre de la imbecilidad y que los prudentes reconoc� como reveladora de la luminosa y total percepciî ¤e los má³ hondos secretos del ser. Tal era Sharaya, el Santî ¤e Jandripur en el Distrito de Lahore. La noche que antecedià¡ su ä©o d�fue una noche de lluvia y el r�bajथ las montaá³ crecido, bramando como una bestia enferma, pero de inagotable energ�
Gruesas gotas han resbalado toda la noche sobre la piel del parasol
que instalaron las mujeres cuando la gran sequ� Golpea la lluvia
como un aviso, como una seᬠpreparada en otro mundo. Nunca hab�
sonado as�obre el tenso pellejo de ant�pe. Algo me dice y algo
en m�a entendido el insistente mensaje. Se ha formado un gran
charco, con el agua que escurre por la blanda c嬡 que cree
protegerme. Muy pronto se secará °orque se acerca una jornada de
calor. Comienza el vaho a subir de la tierra y las serpientes a
esconderse en sus nidos anegados. En lo alto una cometa sube en
torpes cabezadas. Amarilla. Un canto de mujer asciende a purificar
la maᮡ como un lienzo de olvido. Uno sostiene el hilo, el otro me
mira largamente y con sorpresa. Me descubre, entro en su infancia.
Soy un hito y nazco a una nueva vida. En sus ojos miedo, miedo y
compasiî® No sabe si soy bestia u hombre. Con un pequeï ¢amb�
busca el dolor y no lo encuentra. Corre hacia el otro, que lo aleja
sin volver a mirarme. El Santî ¤e Jandripur. Hace mucho tiempo.
Ahora otra cosa y muchas cosas: un Santî¬ entre ellas. La vastedad
de mis dominios se ha extendido hasta el curvo horizonte sin
principio ni fin. Vuelve. Extiende su mano hasta tocarme, sin el
bastoncillo que lo proteg� Lejano como una estrella o tan cerca
como algo que sueï® Es igual. Lo llama su compa岯. Cae la cometa,
lentamente, buscando su muerte, naciendo. Los á²¢oles la ocultan.
Cae al r�donde la espera un largo viaje hasta cuando se desl�el
papel. Entonces, el esqueleto irá ¨asta el mar y all�ajará ¡ las
profundidades. A su alrededor reconstruirá® los corales y las ostras
la s쩤a sombra de su antigua forma y en ella dejarᮠlos peces sus
huevos y los cangrejos taparᮠa sus cr� con arena. Irᮠa morir
all�as grandes mantas y sobre sus cadᶥres los peces
fosforescentes cavará® sus madrigueras de blanda materia en
transformaciî® Un pequeï ¤esorden se hará ¡l paso de las
corrientes submarinas y muchos siglos despué³ el breve remolino
surgirá ¡ la superficie y luego todo volverá ¡ ser como antes. Un
tiempo sin cauce como un grito sin voz en el blanco vac�de la
nada. Le llaman vida, presos en sus propias fronteras ilusorias. La
maᮡ se anuncia con este camiî® Dos má³® Anoche pasaron varios.
Soldados de las montaá³® Cabecean trasnochados, sostenidos en sus
fusiles. No pasa. Se atasca en el lodo de la orilla. El motor gira
locamente, ruge con furia, se detienen, vuelve a gemir. Cortan
ramas. Vienen otros. Tanques; siete. Lo empujan. Pasa. Gritos.
Pobres gritos de rabia contra el agua, contra el barro. Ahora
cantan. Cantan el desastre, cantan su sangre, sus mujeres, sus
hijos, cantan sus vacas esquelé´©cas. La gran madre paridora.
Al mediod� Sharaya alargଡ mano y tomଡ mitad de una naranja medio seca y comenzà¡ masticar un pedazo de la cá³£ara tenazmente perfumada. El calor de la siesta expandi६ aroma de la fruta entre una danza de insectos enloquecidos y que chocaban contra la vieja piel del privilegiado. El ruido de las aguas se fue debilitando y el r�tornaba a su antiguo cauce. Cuando comenzà¡ caer el sol un leve sopor fue apoderᮤose de los anquilosados miembros del Santî ¥ infundi鮤ole la beatitud inefable del que sueá ¤escubriendo las pistas secretas de su destino. Aguas en desorden, saltando y salpicando la fr�espuma de la corriente. Agua de las montaá³ que baja danzando en remolinos y se remansa en el vientre que gira lento, liso y tibio, protegido por el rotundo cᬩz de las caderas. Olor de especies quemadas en la pequeá °laza y el agudo sonar de los instrumentos que narran los incidentes de la danza. Risa en la boca sin dientes de la vieja mendiga, risa de la carne recordando, comparando. Lazo implacable y una gran dulzura en el pecho pesando y doliendo y largas tardes del ir y venir de la sangre en sorpresivas mareas y la vecindad de la dicha, la pequeá ¤icha del hombre, hermana del terror, la breve dicha de dientes de rata comiendo y mascando. Un vasto palio de ceniza sobre la memoria de la carne. Viaje a la sede de los amos de entonces. Los t�dos pastores dueï³ de una porciî ¤el mundo, convertidos en puntillosos comerciantes, pacientes, tercos, so᤯res, desamparados fuera de su isla. H鬩ces mordiendo las turbias aguas de la desembocadura. Una mancha interminable y amarillenta anticipa la gran ciudad bulliciosa de los funcionarios, donde la sabidur�asciende por escaleras simé´²icas maculadas por el h夯 holl�de las má±µinas. Tierras de la razî® Por la plaza hombres y mujeres se apresuran entre la grasosa niebla del ocaso. Colores saltando, un vaso se llena de luces que desaparecen para dar lugar al trazo azul y verde, tome, tome, tome, tome. Salta la espuma del bautismo, salta en el tr᮳ito sombr�de los inconformes y laboriosos amos. Aguas que chorrean sobre las espaldas bautizadas en la ra� sombra de la selva, entre gritos de aves y chirrido de insectos. La piel del má³ sabio, del má³ viejo, arrugada bajo las tetillas colgantes, mojᮤose con el agua de la verdad, la que lava antiguas y nuevas concupiscencias, la que borra los t�los ganados en vastas construcciones de piedra, madres de sutiles argumentos. Mi padrino y mi maestro, segundo padre midiendo la superficie de la tierra, chacal virgen de verdad, un sapo amargo, padre de la verdad. Y, por fin, la ä©a lucha al lado de ellos, mis hermanos. Las manifestaciones, las prisiones en las montaᳬ el partido y sus ramificaciones clandestinas trabajando como venas de un cuerpo que despierta. Aqu�ismo, cuando todo parec�haber entrado pac�camente en orden, hubiera podido aà³¥r el amo, dictar la ley bajo mi parasol, moverlos hacia lo bueno o hacia lo malo, segÍŠ conviniera a su destino, predicar una doctrina y hacerlos un poco mejores. El comisionado de bigote rojizo y nuca sudorosa, argumentando a la luz de la sucia lá°ara del cuartel. Su antiguo y probado camino de razonamiento por el cual transitan tan seguros pero tan lejos de s�ismos, ahogando sus mejores y má³ ciertos poderes: é®§uno sabe por qué ¬es hablas. No les interesa, como tampoco saben por qué ¥stoy aqu�como tampoco lo sé ¹o. El 飯 que tiene ya todas las respuestas eres tà°¥ro de nada han de servirte. Siempre se llega al mismo sitio. Tå²¥s el Santî® No todos pueden serlo. Ellos ponen la ira destructora y el fecundo deseo. T�as, indiferente hacia el negro sol de tus conquistas interiores y eres tan miserable y tan pobre como ellos, porque el camino que has recorrido es tan pequeï ±ue no cuenta ante la larga jornada que te propones hacer movido por el engaﳯ orgullo que te amarra. Ponte a su lado y gu�os y ayᥠa imponer autoridad y a entregar las cosas en orden. Despu鳬 ya se las arreglará® como puedan; pero táµ¥ has vivido y te has formado entre nosotros, sabes que nuestra razî ¥s la 飡 a la medida de los hombres. Lo demá³ es locura. Tì¯ sabesÕ®a pᬩda cobra, piel de la verdad. Sueï i vuelta al 飯 sueï ±ue está µnido por un extremo a la divinidad que no dice su nombre, al padre y a la madre de los dioses, fugaces fantasmas esclavos del hombre. Sueï i sueï soᮤo el sueï ¤el que levanta el pie en la posiciî ¤el elefante, del que te dice ï ´emas㯮 el arco de sus dedos, del portador del fuego, del que viaja en el lomo de la tortuga. La hora viene, vino hace muchas horas y no termina de llegar. Sharaya se quedयrmido, y en la pesada siesta de la abandonada Jandripur comenzaron a entrar las primeras unidades del ejé²£ito invasor. Instalaron sus tiendas y ordenaron sus veh�los. Cuando el Santî ¤espertì ¬a aldea comenzaba a arder y las h夡s maderas de las casas estallaban en el aire tierno del ocaso nublando el cielo con las altas columnas de humo. Eran muchos, y el roncar de los camiones y de los tanques que segu� llegando indicaba que no se trataba ya de una pequeá ¡vanzada sino del grueso del ejé²£ito. Un altoparlante comenzà¡ dar instrucciones en el agudo y destemplado idioma de las montaᳬ sobre c�deb� conducirse los soldados en la comarca y sobre las precauciones que deb� tomar para cuidarse de los que quedaban escondidos para organizar la resistencia. El ajetreo durਡsta muy entrada la noche, cuando un gran silencio se hizo en la aldea y sus alrededores. Duermen agotados despué³ de la carrera. Piensan seriamente en la redenciî ¤e los pueblos, en la igualdad, en el fin de la injusticia, en la fraternidad entre los hombres. Ellos mismos traen un nuevo caos que tambié® mata y una nueva injusticia que tambié® convoca la miseria. Es como el que se lava las manos en un arroyo de aguas emponzoᤡs. Ah�ienen dos. Alumbran el camino con una linterna de mano. Campesinos tambi鮬 j楮es, casi niï³® Una mujer con ellos. Prisionera tal vez o ramera que los sigue para comer y guardar algऩnero. La está® desnudando. El viejo rito repetido sin fe y sin amor. Les tiemblan las manos y las rodillas. Vieja verg sobre el mundo. Ella r�y su piel responde y sus miembros responden a la ola que crece en el cuerpo que la oprime contra la tierra. Madre necesaria. Renacen unidos en la sede de todos los or�nes. Gimen y r� al mismo tiempo. Un solo cuerpo de dos cabezas ebrias y acosadas en el vé²´igo de su propio renacer, de su larga agon� El otro sonr�con timidez. Sonr�de su propia verg y espera. Sembrar hijos en la tierra liberada. Terminaron. Ella se viste. El otro me alumbra con la linterna. Los soldados y la mujer se quedaron absortos ante el extraï ¡masijo de trapos mugrientos, alimentos descompuestos y las carnes momificadas del Santî® Evitaron la mirada ardiente y fija de Sharaya, testigo del breve placer que le robaran a sus oscuras vidas perecederas. Bien poco quedaba al Santî ¤e forma humana. La mujer fue la primera en apartar su vista de la hierá´©ca figura y comenzÍŠ de nuevo a envolverse en sus ropas. Los dos soldados segu� intrigados y se acercaron un poco má³® Por fin, el que hab� esperado, reaccionࢲuscamente. á²¥ce un Santî Ÿdijo_, pero no podemos dejarlo observando el paso de nuestras fuerzas. Ya nos ha visto y ha contado sin duda nuestros camiones y nuestros tanques. Ademᳬ nadie vendrá ¹a a consultarle y a venerarlo. Ha terminado su dominioŬ otro se alzथ hombros y, sin volver a mirar, tomà¡ la mujer por el brazo y se alejà°¯r la blanquecina huella del camino. Antes de alcanzarlos, el que hab�hablado alzà³µ ametralladora y apuntà©®diferente hacia la ausente figura apergaminada, hacia los ausentes ojos fijos en el perpetuo desastre del tiempo y solt६ seguro del arma. En cada hoja que se mueve estaba previsto mi tr᮳ito. La escena misma, de tan familiar, me es ajena por entero. Cuando el mochuelo termine su c�ulo en el alto cielo nocturno, ya se habrá £umplido el deseo de las pobres potencias que nos unen, a é¬ que me mata y a m�ue nazco de nuevo en el dintel del mundo que perece brevemente como la flor que se desprende o la marea salina que se escapa incontenible dejando el sabor ferruginoso de la vida en la boca que muere y corre por el piso indiferente del pobre astro muerto viajero en la nada circular del vac�que arde impasible para siempre, para siempre, para siempre. |
Cada
poema un p᪡ro que huye PULSA AQUÍ PARA LEER EL CONCEPTO DE POESÍ EN DISTINTOS AUTORES |
Voz del exilio, voz de pozo
cegado, PULSA AQUͼ/font> PARA LEER POEMAS SOBRE EL EXILIO |
Respira
la noche, |