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Alfonso Vidal y Planas

La mona rabiosa

¡¡Caballos!...¡¡Caballos!!

Última pintura de Abel de la Cruz

La mona rabiosa

    —Aquel que nos miraba tan risueñamente, apoyado de espaldas contra aquella columna, es don Abundio Ledesma —me dijo mi acompañante: nada menos que el director del manicomio que estaba yo visitando—. Era profesor de psicología, lógica y ética en el Instituto General y Técnico de la provincia de Segovia, cuando, de pronto, se volvió loco y mató a su mujer: un acceso de manía persecutoria...

    Don Abundio ya venía hacia nosotros; pero a su sonrisa había sucedido una expresión tenebrosa. Los ojos parecía que le centelleaban, como en una tormenta nocturna.

    —Es un infeliz; no tenga miedo —me susurró el director—. Viene a contarle a usted lo de la mona rabiosa que se le colgó del cuello por el rabo. Un relato escalofriante...

    Pero don Abundio ya había empezado a hablar. Su voz era fuerte y tonante. Manoteaba y levantaba los brazos como un viejo cómico de la legua.

    —Lo horrible de lo horrible —contó exaltada y atropelladamente—, los ojos desorbitados de lo espantoso, la cabellera hirsuta de lo espeluznante, es la mona rabiosa. ¡Sí, señor, caballero!: ¡la mona rabiosa!... ¡Que Dios le libre de que la mona rabiosa le salte de pronto al hombro y se le cuelgue del cuello por el rabo!...

    »Y no crea usted, caballero, que la mona rabiosa me brinque entre las malezas del delirio. Yo nunca deliro. Le aseguro que se trata de una mona verdadera. Una vez yo maté una mona rabiosa: tenía el rabo largo como cuerda de horca... Y hay muchas monas rabiosas como aquella maldita que maté. Son monas del infierno, pero están en la selva profunda y pavorosa del mundo, porque el demonio las suelta diciéndoles:

    »—¡Andad a la Tierra y saltad al hombro de las personas más felices, y columpiaos con furia, dando vueltas rapidísimas alrededor de la cabeza de vuestras víctimas; pero, ¡cuidado!: ¡no apretéis mucho el nudo del rabo, que podríais ahorcarlas! Y el ahorcado ya no sufre.

    »Las monas rabiosas son invisibles, y están suspendidas de los árboles gigantes del paisaje espiritual...

    »¡Oiga usted, distinguido caballero!: ¡Le juro que yo era el hombre más feliz de Segovia! Todos me querían y respetaban allí muchísimo. Se preguntará usted in mente qué hacía yo en Segovia. Explicaba lógica en el Instituto General y Técnico. ¡Lógica! ¡Lógica! ¡Para que ahora digan que estoy loco! ¿De cuándo acá ha podido volverse loco un señor profesor de lógica?...

    »Yo estaba casado, caballero. ¡Y cómo nos amábamos mi mujer y yo! Ella se llamaba María Teresa; y de tan bella, dulce y buena que era, los ángeles más pequeñines del cielo bajaban a posársele sobre la cabeza y los hombros, como hacen las palomitas con las estatuas de las fuentes.

    »Pero un domingo, cuando mi esposa y yo salíamos del brazo de oír la misa mayor de la catedral, sentí de pronto como un manotazo en el hombro derecho. Como nadie me lo había propinado y yo era profesor de lógica, enseguida pensé para mí: «¡No, pues no ha sido un manotazo! Puede haber sido una mona invisible, que me haya saltado al hombro. ¿Por qué no ha de poder haber sido una mona invisible?» A los profesores de lógica no se nos escapa ninguna posibilidad... Mi mujer me preguntó tiernamente:

    »—¿En qué piensas, Abundio?

    »—En nada, criatura, en nada —contesté con aparente tranquilidad, para no alarmarla.

    »En esto, el pundonoroso y apuesto coronel de artillería don Silvestre Bustamante y Méndez–Vigo, que era el gobernador militar de la plaza, y que también salía de la catedral, nos detuvo ante el pórtico, como hacía todos los domingos, para saludarnos:

    »—¡Hola, feliz pareja!... ¿Qué tal? ¿Qué tal?

    »El hombre tenía ya sus años: quizá cuarenta y cinco. Pero, como vestía el rejuvenecedor uniforme militar, aparentaba mucho menos. Usted ya sabe, caballero, que el uniforme militar tiene siempre un roto por el que se les escapan por lo menos dos lustros a los cuarentones.

    »Bueno, pues verá usted lo que pasó: El coronel, que se había cuadrado militarmente ante mi esposa, se inclinó con gran cortesía para besarle la mano.

    »—¡Ya sabe usted, señora, que estoy siempre a sus órdenes y a sus pies como a los de una reina! —dijo después el coronel con el mayor respeto.

    »Yo sentí entonces que se me enroscaba al cuello una cosa larga como una cuerda; pero como me palpé la nuez y no toqué cuerda alguna, enseguida deduje: «La mona invisible que me brincó al hombro, se me ha colgado del cuello por el rabo. ¿Qué otra cosa podría ser? ¡Ninguna otra!: ergo es esa, o no hay lógica». Y me horroricé.

    »El coronel me preguntó atentamente:

    »—¿Qué le pasa, querido señor Ledesma?...

    »Pero la mona rabiosa, ¡plaf!, se me plantó en la cara, sin soltárseme la maldita del cuello, y me mordió ferozmente en la cabeza, por dentro: en la mismísima masa encefálica; se lo aseguro a usted, caballero. «¡Oh, la mona invisible está rabiosa!», deduje al instante, con tremendo espanto.

    » —¡Nada, no me pasa nada, señor coronel! —dije, obligando a mi terror a sonreír.

    »Pero usted ya sabe, caballero, que cuando a uno le muerden ferozmente en la mismísima masa encefálica, el pensamiento se le escapa a todo correr, huyendo como de terribles jaurías. En un segundo se piensan mil cosas a la vez. Y un profesor de lógica, dos mil. Y mientras mi mujer y el coronel me miraban, ella con gran inquietud y él con cara de idiota, yo pensé así, en un sólo instante: «¡Ah, claro, clarísimo!: Ella se llama María Teresa, que es nombre de Infanta de España; y como el coronel la ama, quiere hacerla reina. Se ve a la legua que el desleal coronel está conspirando para elevar al trono a mi mujer. Pero, ¡claro!, a mi no van a hacerme rey consorte. Cuando mi mujer sea reina, el coronel querrá casarse con ella. Así, pues, para mi mujer y para el coronel conspirador, yo soy un gran estorbo. Luego me matarán. No cabe duda de que me matarán». Y la mona rabiosa se lanzó a dar vueltas aceleradísimas alrededor de mi cabeza, como un ventilador horrendo, sujeta a mi cuello por el rabo.

    »—¡Me quieren matar! ¡Me quieren matar todos!: el coronel y los demás artilleros que andan metidos en el ajo de la conspiración, y mi propia mujer... —clamé sin palabras, para mis adentros. Y luego, tirando de mi mujer, le dije:

    »—¡Bueno, vámonos a casa!

    »El coronel conspirador mostró un asombro estúpido. Comprendí enseguida que él trataba de disimular...

    »Mi mujer, haciéndose la inocente, no cesaba de implorarme por el camino:

    »—¡Pero, Abundio!: ¿qué te pasa?... ¡Dímelo, por Dios!

    »Pero yo no respondía nada. La mona rabiosa seguía girando rapidísimamente alrededor de mi cabeza, como tratando de enfurecerme. Oía su chillido atroz...

    »Así que llegamos a casa, pregunté sombríamente a mi hipócrita mujer:

    »—¡Oye!: ¿qué líos son los que tú te traes con el coronel de artillería, gobernador militar de Segovia?

    »—¿Líos? —expresó ella, sollozante—: ¿Te has vuelto loco, Abundio?: El digno coronel don Silvestre Bustamante y Méndez–Vigo era el mejor amigo de papá, que en paz descanse, y siempre que nos ve nos saluda con respeto y cariño.

    »—¡Ah, es cierto!; ¡es cierto! —dije con rabia—: ¡Era el mejor amigo de tu papá! ¡Un motivo para que quiera hacerte reina de España!

    »—¡Tú deliras, Abundio! —exclamó ella, juntando patéticamente las manos—: ¡Un hombre como tú, de cabeza tan firme! ¡Sujétala bien, que la vas a perder!

    »—¡Oh! —grité con terrible furia—: ¡Ya has confesado: Ya has confesado! ¡Acabas de anunciarme que voy a perder la cabeza! Luego los conspiradores han acordado mi decapitación. ¡Seguro!, ¡seguro!: ¡Mi decapitación en la plaza pública!... ¡Malvada! ¡Malvada!

    »Ella me volvió la espalda para huir; pero yo le eché al cuello, por detrás, mis manos fuertes; y apreté hasta dejarla exánime...

    »Dicen que fue un acceso de manía persecutoria. ¡Qué manía tienen los psiquiatras de llamar liebre al gato! Fue la mona rabiosa. Como era invisible, y también impalpable, yo no podía atraparla, para librarme de ella. ¡Ah, pero lo invisible e impalpable puede verse y atraparse en sueños! Y, ya en la cárcel, cuando me quedé dormido profundamente sobre el petate misérrimo, vi con claridad al horripilante y pequeño monstruo colgado de mi cuello por el rabo y girando rapidísimamente alrededor de mi cabeza. ¡Maldita mona del infierno! La atrapé bien, me la arranqué del cuello y la despedacé con estas manos... Al despertar, llamé a mi mujer a gritos, con angustia infinita:

    »—¡María Teresa! ¡¡María Teresa!!...

    »Pero ella no vino, ni vendría jamás.

 

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¡Caballos!... ¡¡Caballos!!...

A Luis Capdevila

    Ya no me acuerdo bien de cómo se llamaba aquel pobre sablista de Madrid, al que yo enterré en el cementerio del Este hace treinta y cinco o cuarenta años, y del cual mísero sujeto me parece oír ahora mismo quejumbrosas voces pordioseándome desde una esquina de la Eternidad una limosna de evocación... Quizá se llamara Miguel; o, tal vez, Rafael, o, acaso, Gabriel. De lo que estoy seguro es que el desdichado tenía nombre de arcángel. Aún me parece que se lo estoy oyendo decir a él mismo una morada y fría noche de pesadilla, casi al filo cortante del amanecer, a la puerta de una honda taberna y casa de comidas de la calle de la Luna, esa cicatriz que Madrid tiene en la cara:

    —Mi nombre de arcángel —era lo que él me decía— me da perfecto derecho a ser sablista: de esgrimir la espada a manejar el sable, va poca diferencia. El caso es matar dragones infernales, y yo mato los de mis hambres rabiosas. ¡Dígame, caballero!: ¿Querría usted darme dos pesetas?

    Por cierto que yo le respondí:

    —¡Dos pesetas!; ¡quién tuviera esa inmensa fortuna! Pero, no se apure, compañero: yo gozo de crédito hasta de seis reales en esta casa de comidas. Entremos y atraquémonos de judías.

    Y así lo hicimos, rápidamente; ¡el hambre es veloz!... Luego nos separamos.

    Yo ya lo conocía de antes; pero sólo de vista. Sabía de él cosas atroces que voy a contar al lector: Era un loco tremendo, al que le había caído en el juicio una brasa de sol, achicharrándoselo. Se le veía, de noche, tirar a rodar por el empedrado de las esquinas la enorme peonza de su escalofriante demencia, a la luz de los faroles, que le lanzaban cuchillos de reflejos. Además, se le acusaba de poeta... Era un tipo alto, flaco, espectral, de grandes ojos en llamas, como purgatorios de almas en pena; harapiento de traje y andrajoso de edad (¡oh, el viejo trapo tirado de sus veinte y tantos octogenarios años!). Huelga decir que el infeliz estaba también tuberculoso, que es eufemismo de tísico.

    Esperaba siempre en alguna esquina, sable en alto, al confiado paso de alguna persona conocida. Para él, persona conocida era toda persona sableable. Las conocía «de foto», por los periódicos; ¡gente triunfadora, de llenos bolsillos!...

    —Yo hago aquí de Leónidas —cuentan que él decía—, y al primer conocido que veo venir lo tomo por un Jerges y, ¡zas!, le corto el paso. ¡¡Mis esquinas son Termopilas!!

    Quizá no lo hubiera dicho nunca el pobre. No sé por qué a todos los grandes desdichados se les pinta cínicos. Pero, si lo hubiera dicho, no habría faltado a la verdad.

    Así que llegaba el primer conocido, el desventurado se le plantaba delante, para saludarle con sonrisa de rictus de cadáver erecto (que se hubiese olvidado el ataúd; o que lo hubiera empeñado):

    —¡Hola!; ¿cómo está usted?

    Daba miedo el desventurado. El conocido sentía el piadoso deseo de contestarle atropelladamente, antes de echarse a correr:

    —¡Dispense!: ¡Mañana mismo mandaré que le digan a usted una misa por su alma!

    Pero, generalmente, la gente sableable es atenta; y el saludado solía responder:

    —¡Bien, gracias!; ¿y usted?...

    —¡Pues ya sabe! —decía el mísero, con voz adolorida—. ¡Sigo con los sesos achicharrados por aquella brasa de sol que me cayó!: ¡Todo lo pienso encendidamente! —y, al decirlo, se le veía liar ya, con temblor de manos, la descomunal peonza de su ingente locura: peonza como una pirámide de Egipto, vértice abajo. Y. en seguida, sin dar tiempo al otro a preguntar nada, le tiraba a rodar—: «¡Caballos!... ¡¡Caballos!!» —gritaba, exaltado, blandiendo en alto los cerrados puños.

    El otro, espantado, quería huir; pero el miserable se le ponía delante, y le imploraba llorosamente:

    —¡Escúcheme, caballero!; ¡por el amor de Dios!:¡Nunca volverá usted a oír nada tan terrible!

    Y contaba el pobrecito su tragedia, espantosa como un mosquito que refiriese el naufragio de un acorazado de guerra en el que él viajase, y, en el cual siniestro se le hubiera ahogado la razón. La contaba así:

    —¡Qué montaña de toro!; ¡qué par de agujas de catedral por cuernos!; y qué ciclón de bravura aquel majestuoso animal!... ¡Caballos!... ¡¡Caballos!!... Pero, ¡claro!, usted me mira con extrañeza porque no sabe una cosa: que una vez ¡yo fui a los toros! ¡Yo!; ¡yo! ¡Se lo juro por el alma de mi madre, la pobre, que debe de estar ardiendo en los infiernos!... Sepa usted, caballero, que mi madre, la pobre, no me quería. Mi madre, la pobre, tenía un amante portugués de las Azores, el cual tipo no hacía más, en todo el día, que atusarse orgullosamente los enhiestos bigotes a lo kaiser y tirarme de las orejas: ¡así las tengo yo de largas!... Y un día de mucho sol, mi madre, la pobre, me echó de casa a escobazos. Yo tenía diez años, y ya quería ser poeta. Con que me fui al Prado, y allí, a la sombra de unos árboles, recé de rodillas un inútil Padrenuestro por el alma de mi pobre madre muerta: ¿Quién no sabe que una madre que es mala, está ya muerta y condenada en vida?... ¡Pobrecita loca!...

    »¡Pues sí, caballero!: como le decía, una vez fui a los toros. ¡¡Con esta facha!! ¿Le extraña a usted que me dejaran entrar en la plaza? Lo comprendo; pero yo tenía mi billete. Oiga usted cómo lo obtuve: Una noche, ya de madrugada, estaba yo, sable en alto en la esquina de Peligros con Jardines, cuando, de pronto, vi venir a Juan Belmonte con su cuadrilla de intelectuales: Luis de Tapia, Pérez de Ayala, Ortega y Gasset, y don Ramón María del Valle Inclán. Yo los conocía mucho a todos ellos, por las «fotos» de los periódicos. Y, así que llegaron, me plante delante del primero, cantando el estribillo de la copla de moda:

«...¡y quiero ir a Sevilla para
ver a Juan Belmonte
dando pases de rodillas!»

    »Y luego dije: ¿Qué, Juan Belmonte, no habrá un par de pesetejas para un poeta hambriento que es el hombre más desgraciado de España?: ¡Nunca me ha besado ninguna mujer, ni jamás he visto una corrida de toros!

    »No recuerdo cual de aquellos intelectuales me empujó con el codo, exclamando:

    »—¡Aparta, basura!

    »Pero Juan Belmonte, muy serio, me dijo:

    »—¡Toma!... ¡Y reza para que nunca me mate un toro! —y me dio cinco duros en monedas de plata y un billete de sol para la corrida del domingo, en la que él iba a torear...

   »¡Y ahora viene lo grande, señor!: ¡Lo de la brasa de sol que me cayó en la cabeza!... ¡Caballos!... ¡¡Caballos!!... ¡Qué bárbaro aquel primer toro! ¡Zas, zas y zas! ¡Tres escuálidos jamelgos despanzurrados, patas arriba, moviéndolas estremecidamente, como si, en la agonía, tratasen de aplaudir los monumentales quites de Juan Belmonte!... ¡Caballos! ¡¡Caballos!!... Salieron dos más, flacos, transparentándoseles al sol los huesos; y el toro, ¡¡zas y zas!!... ¡Ya iban cinco!...

    »—¡Caballos!... ¡¡Caballos!!... —seguía gritando la plaza entera, frenéticamente.

    »¡Otros dos, y ¡¡zas y zas!! ¡Ya había siete sobre la arena, para el arrastre! Los monosabios, con escobones y grandes cogedores, barrían boñigas y mondongos para echarlos en espuertas. La banda de la plaza tocaba un pasodoble en honor del toro... ¡Caballos!... ¡¡Caballos!!... ¡Qué gloria de cornúpeto!... El señor que estaba sentado a mi derecha lloraba, y yo le pregunté:

    »—¿Es de emoción?

    »—¡No, señor! —me contestó él—: ¡Es de gusto!... Si yo fuera mujer, le tiraría a Belmonte la falda, con todo. ¡¡Qué quites, virgen santa!!... ¡Caballos!... ¡¡Caballos!!...

    »El animal no quería avanzar. El picador lo espoleaba, rabioso; un monosabio tiraba violentamente de la rienda, con una mano, en tanto que con la otra pegaba a la mísera bestia furiosos varazos en la cabeza y en la boca... ¡Caballos!... ¡¡Caballos!!... El inocente bruto pobrecito dobló patéticamente las dos patas delanteras, y se puso de rodillas, implorante.

    »—¡No le falta más que relinchar pidiendo perdón! —dijo riendo, el señor de mi izquierda.

    »—¡Los caballos de las plazas de toros —contestó el señor de mi derecha— no pueden relinchar, porque antes de salir al ruedo, el veterinario les corta de un lancetazo las cuerdas de la garganta!... ¡Caballos!... ¡¡Caballos!!...

    »Y sentí una compasión inmensa por el caballín arrodillado.

    »—¡No!; ¡no! —grité, puesto de pie, desafiando a la plaza entera—: ¡No más caballos! ¡¡No más caballos!! ¡Ya basta! ¡Los caballitos de las plazas de toros son santos mártires, y nosotros somos fieras!

    »Y en aquel instante, al sol se le desprendió la brasa que me cayó en la cabeza. Por eso tengo los sesos achicharrados... ¡Bueno, caballero!; ¡querría usted darme dos pesetas?

    La brasa de sol que al infeliz poeta sablista le había caído en la cabeza, chafándole el sapo del juicio, no fue sino un terrible botellazo que le arrearon a traición en la plaza de toros, por haberse metido a defensor de los gloriosos caballitos mártires.

    Y una noche volví a encontrarme con él a la puerta de la tasca de la calle de la Luna. Por lo visto, el desdichado estaba allí esperándome.

    —¡Hola, hombre!; ¿qué hay? —le pregunté al llegar, acompañado, por cierto, de dos deplorables pelanduscas muy formalitas, sin ningunas ganas de juerga, las pobres, y con muchas ganas de comer...

    —No tengo los dos reales para la cama —me confesó el misérrimo, encogido y tiritando de frío—, y Han de Islandia, el tétrico posadero que usa su garrote por despertador, nunca ha fiado a nadie.

    Aquella noche era yo fabulosamente rico: por la tarde, el editor Múller me había largado seiscientas pesetas por mi primer libro, y yo no sabía qué hacer con tantos millones juntos.

    —¡Yo voy a ser tu Mecenas! —le dije, con buen orgullo—. Bueno; primero entra aquí con nosotros y zámpate una cena opípara, como si fueses un reo de capilla; después, ya resolveremos lo de cama.

    —Podría acostarse conmigo esta noche, siempre que tú le pagaras la dormida y él no me tocara —propuso una de las dos tristes furcias—; la cama es ancha y permite las distancias.

    El infortunado se estremeció:

    —Podríamos rozarnos sin querer, dormidos, en la agitación de la pesadilla —dijo, mirando despectivamente a la desdeñosa pesetera—: ¡Sería espantoso!

    Yo ya tiraba de él hacia dentro del figón:

    —¡Ea, vamos a cenar! —animaba—: Yo mismo te sugeriré el menú. Verás: primero, croquetas de jamón, que aquí las hacen riquísimas; después, merluza a la vinagreta, que hoy es el plato especial de la tasca; luego, un buen filete...

    Pero él se resistía a entrar.

    —¡No tengo hambre! —declaró, por fin—: es la primera vez en mi vida que no tengo hambre... Lo único que tengo es ganas de caer en la cama. Creo que si me cayera al suelo, caería en la cama: los adoquines del pavimento me parecerían plumas de blando lecho... Quizá esté yo enfermo. ¡Déme, por favor, los dos reales que le he pedido para Han de Islandia!

    Yo hice entonces lo que debía: regalé un billete de cinco duros a cada una las dos meretrices, diciéndolas:

    —¡Tomad, ricas, y largaos! —y luego pregunté al infinito indigente—: ¿Dónde está la posada de Han de Islandia?

    —Muy cerca de aquí —me contestó él—: a la entrada misma de la calle de la Madera, que es la próxima. Pero, más que posada, es una casa para pernoctar, en un tercer piso.

    Y hacia allá fuimos...

    Un fornido sereno asturiano nos abrió la puerta de la casa, no sé bien si con la llave o con un dedo. La escalera era inquietantemente estrecha.

    —Si aquí se muere alguien —pregunté al desventurado—, ¿cómo se las arreglan para bajar el cadáver? Porque por esta escalera no cabe un ataúd.

    —¡Cabe, cabe! —me respondió él, respirando fatigosamente—; pero hay que bajarlo puesto de pie, algo inclinado, hacia atrás, para que el fiambre no se caiga.

    Ya estábamos.

    —¡Tenga, señor Han! —dije al posadero, dándole tres duros—: Estos sesenta reales son el pago anticipado de una cama por treinta noches consecutivas para mi amigo. Aquí le dejo mi dirección. Hoy es 15: el 14 de cada mes venga usted a mi casa a traerme el recibo de las treinta noches próximas.

    —¡Yo no doy un recibo ni a mi desconocido padre! —me contestó Han—. No es necesario, porque soy incapaz de quedarme con nada del prójimo.

    Ante tan convincente razón, exclamé:

    —¡Ah, bueno! Entonces, ¡usted perdone!

    Han salió al balcón a llamar a gritos al sereno para que abriese la puerta de la calle. Me despedí de mi «protegido» y me marché. Pero, medio minuto después, volví, sin aliento.

    —¡Señor Han, por favor! —imploré, desde la puerta entreabierta.

    —Su amigo ya se ha ido a —me contestó el posadero—; ¿le ha robado a usted la cartera?

    —¡Oh, no!; ¡pobrecito! —exclamé.

    —¡Viene usted tan pálido! —dijo Han.

    —¡El susto! —respondí—: En el rellano de la escalera, entre el piso segundo y el primero, hay un hombre extraño muy mal herido. Tiene la frente rota y la nariz chafada, pero no echa ni gota de sangre. Está sentado, fumando en pipa, con la espalda reclinada contra la pared. Lleva bigotito a lo «Charlot», y viste de negro, con un clavel amarillo en la solapa. Dice que se ha caído.

    —Pues como usted lo pinta —expresó fríamente Han de Islandia—, sólo puede tratarse del alma en pena de Lorenzo Bonilla; Vamos a ver.

    Tomó el posadero un grueso garrote que había sobre una silla desvencijada, y salió sin prisa; yo le acompañaba, temblando de miedo.

    —¿Alma en pena, dijo usted? —pudo milagrosamente preguntar mi mudo espanto.

    —¡Pues claro que sí! —respondió Han—: Lorenzo Bonilla, vivo, no puede ser, porque hace más de cinco años que murió en mi casa, era uno de mis huéspedes. Sí que fumaba en pipa; y sí, también, que llevaba bigotito a lo «Charlot». Pero el traje negro, con el clavel amarillo en la solapa, lo trajo un amigo suyo para amortajarlo... Cuando bajábamos el ataúd, puesto de pie, debido a la estrechez de la escalera, la tapa se abrió y el cadáver cayó de bruces, rodando como un pelele hasta el rellano. ¡Cierto, cierto!: ¡se rompió la frente y se chafó la nariz, pero no echaba ni gota de sangre!.... ¡No sé qué querrá ahora, después de tantos años! Si viene a pernoctar en mi casa, tendrá que pagar por adelantado: ¡yo no fío ni a las almas en pena! Y si viene a reclamarme el encargo de alguna misa, lo resucitaré a garrotazos, porque yo no debo nada a nadie.

    Pero el extraño herido ya no estaba allí. Han me miró, malencarado, amagándome con la estaca. Yo huí.

Cinco o seis días más tarde, Han de Islandia vino a mi casa por la mañana, muy temprano, y, rehusando sentarse, me dijo lo siguiente:

    —Su protegido no pudo despertarse ayer, por más que yo hice... Avisé por teléfono a la policía, y en seguida vinieron dos agentes acompañando a un médico de la Casa de Socorro, el cual certificó la defunción. Luego vinieron unos tipos enlutados que se llevaron el cadáver, cogido de los sobacos y de las piernas: la camilla se la habían dejado en la calle, por la estrechez de la escalera... Y bueno: hoy, a las tres de la tarde, será el entierro, a costa del Municipio. Vino a decírmelo un guardia, por si yo gusto de acompañar al difunto a su última morada: la fosa común del cementerio del Este. Pero, ¡quién va allá con este día tan feo que hace! No me extrañaría nada que estallase más tarde una tormenta... Bueno; ya se ha quedado usted enterado. ¡Ah!; el entierro partirá del depósito de cadáveres... Y, en cuanto a las pesetas sobrantes, no se le ocurra a usted reclamármelas, porque son para una misa que pienso decir yo mismo por el alma del finado: fui seminarista en Calahorra y llegué a ordenarme de menores; por eso sé decir misa tan bien como el obispo. ¡Bueno, abur! —y se fue.

    Yo no tenía aquella mañana ni cinco céntimos. ¡Ah, pero fui al entierro!: El auriga del coche fúnebre municipal me permitió ir con él en el pescante, con la sola condición de que yo me pusiera también una casaca negra y una chistera del mismo color, con franja dorada, a cuyo efecto me abrió él mismo el guardarropa macabro.

    La tarde era caliginosa. Tenía razón Han, la tormenta había de estallar. Ya caía una fuerte lluvia ruidosa, batida por el viento con sus aletazos. Acabábamos de dejar atrás las Ventas del Espíritu Santo, de donde arranca la soberbia carretera del cementerio llamado del Este. Los dos caballos ya iban al trote... De pronto, ¿qué celeste Morral[1] nos arrojó una bomba desde el firmamento plomizo?: fue un maldito rayo que cayó delante mismo de la fúnebre carroza. Los caballitos, aterrorizados, se desbocaron. Eran como dos exhalaciones arrastrando el coche, que, en algunos instantes, parecía aéreo. Nos estrellaríamos con toda seguridad contra el férreo poste de alguno de los faroles de aquel último camino, que, de noche, es «el mejor iluminado de Madrid»; o, quizá, contra el muro del camposanto...

    —¡Caballos!'... ¡¡Caballos!! —gritaba con espanto el cochero, tirando fuertemente de las riendas hacia atrás.

    —¡Caballos!... ¡¡Caballos!! —gritaba también yo, con horrible miedo.

    El ataúd de caridad —ataúd prestado, que habría de devolver a la beneficencia municipal— bailoteaba, con siniestro tableteo, en el interior de la fúnebre carroza, disparada bajo la tormenta horrísona...

    —¡Caballos!... ¡¡Caballos!! —seguíamos gritando desesperadamente el cochero y yo...

    Las desbocadas bestias ya iban a lanzarse contra el muro del cementerio.

    —¡Encomiéndese a Dios! —me recomendó a grandes voces el cochero.

    Repentinamente, alguien, invisible, gritó con voz estentórea desde delante mismo de los disparados animales:

    —¡Caballos!... ¡¡Caballos!!

    Estos pararon a la entrada de la necrópolis.

    —¡Ha sido un milagro! —dijo con emoción lacrimosa el buen cochero.

    —¡Sí! —contesté, igualmente conmovido—: ¡Un milagro de este gran santo que llevamos a enterrar!

    —¿Por qué es un gran santo? —me preguntó el auriga.

    —Pues porque fue un gran desgraciado, sin merecerlo —respondí—: los santos ordinarios los hace la virtud; pero los santos extraordinarios, o grandes santos, sólo los hace el dolor.

—En vista de esto —prometió el cochero—, lo enterraremos con el ataúd.


[1] Mateo Morral, anarquista español que atentó contra Alfonso XIII el día de su boda (31/V/1906).

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I

    Yo tengo un hijo loco, recluido en el viejo Manicomio Provincial de mi obra literaria: manicomio del que este librito de versos es como el risueño patio de losas y azulejos, con surtidor y macetas.

    Risueño el patio, dije, porque las macetas sonríen hortensias y crisantemos novembrinos.

    Las losas no tienen epitafio; pero son sepulcrales, como todas las losas, así sean las marmóreas que pisan los Reyes al andar por el Salón del Trono. ¿Qué losa tendida no es sepulcral en la Tierra? ¡La Tierra está llena de polvo de muertos!...

Mi hijo Abel de la Cruz es orate de nacimiento. De herencia le viene: Yo tuve un bisabuelo del que cuentan que decía:

«La Vida me tiene encerrado en un tenebroso calabozo sin ventanuco. Como soy inocente, no sé de qué, no pienso más que en escaparme. Ya he descubierto el agujero: es el del ojo de la cerradura. ¡A ver cómo lo ensancho un poco más, para caber!»

    Y una gloriosa tarde de Corpus Christi, subió a la torre del campanario de la Iglesia Parroquial de Santa Coloma de Farnés y, en viendo el vano, exclamó, contentísimo: «¡¡Vaya, hombre!! ¡¡Por fin logré ensanchar suficientemente el ojo de la cerradura!! ¡¡Esta es la mía!!» Y se arrojó de cabeza a la plaza.

    Venimos, pues, mi hijo y yo de aquel ingente loco de Santa Coloma que se fugó del calabozo por el ojillo de la cerradura. Nos sería imposible infundir sospechas, por leves que fuesen, de cuerdos.

    En cuanto a mi hijo, a las pruebas me remito:

    Cuando él andaba aún a gatas, lo hacía ya con mucho cuidado; y yo me decía: «¡Es natural!: Teme caerse y toma sus precauciones».

    No me gustaba mucho eso. La precaución suele ser prendilla descolgada de la percha de la sensatez. Pero él era nene, y el pobre no podía distinguir aún...

    Mas, ya de chico, al ir a la escuela, pisaba la acera de la calle como con miedo de tropezar y, al volver, hacía lo mismo.

Y esto sí que me tenía inquieto.

    Hasta que un día le dije mientras cenábamos, a la luz del candil: «Tanta precaución como tomas al andar me hace temer, hijito de mi alma, que vayas para cuerdo. ¡Poco honor me harías!... ¡Anda sin miedo, criatura, que la acera es llana y tú no eres ciego, gracias a Dios! Cualquier piedra que hubiera, tú la verías».

    Le apenó mi paternal consejo, y expresó con acento entrañable: «¡Padre mío! Mi miedo no es a tropezar con piedras. Mi miedo es a pisar fuerte».

    Nada hay tan merecedor de ser meditado como la respuesta de un gran loco. Pero yo, por querer ser un buen padre, me así de un cabello de la sensatez, y repliqué a mi hijo: «¡Calla, que no sabes lo que dices! La acera es dura: ¡Pisa todo lo fuerte que quieras, que no la romperás!»

    Mi bendito hijo sonrió, callado. Y luego, grave, me susurró al oído: «¡Ay, padre de mi vida! Toda acera es una losa sepulcral larga. De ti lo aprendí... No se puede dar un paso sobre le Tierra sin pisar, no una tumba, sino una fosa común... Dime: ¿cuántos muertos yacen bajo cualquier palmo de tierra que se pise?... ¡Y aún me aconsejas que pise fuerte! Quiero que sepas, padre mío, que una vez corrí, golpeando la tierra con los pies y... ¿Te lo cuento, padre?»

    «¡Sí, hijo, cuéntamelo!», contesté, profundamente conmovido.

    «¡Espantoso, padre! —dijo él— ¡¡Les oí quejarse lastimeramente!!... Y ¡no quieras saber!...»

    «¡Quiero! ¡Quiero!», grité yo.

    «Una calavera —prosiguió él contando— salió a la acera y se me puso como a puntapié. Conque me dijo con voz de crujidos: “¡Anda, atrévete! ¡Dame la bárbara patada!”. Yo me arrodillé y le pedí perdón. Y la calavera me confesó: “Soy la de tu tatarabuelo, el que escapó del calabozo por el ojillo de la cerradura. Y oye bien lo que te digo: —Sólo corren los bárbaros y los ladrones que huyen. Mas el que sabe que camina sobre muertos, ése tiene el paso lento y el pie leve”».

    «¡Qué gloria de hijo me ha dado Dios! —exclamé, abrazándolo con orgullo— ¡Ay, hijito mío! ¡Estás tan loco como tu rematado padre! ¡Que el cielo te libre de volverte cuerdo!»

    «¡Amén! —contestó— Pero ¡descuida, padre! ¡Es imposible que yo encuerde ni con la horca!»

    «¿Por qué estás tan seguro? ¿No tienes cuello?»

    «No tengo cabeza».

    «¿Te la olvidaste en alguna percha?»

    «Nací descabezado».

    «¿Y eso que llevas sobre los hombros?»

    «Es sólo el sombrero de mi espíritu. Por llevarlo tocado».

    «¡Magnífico examen, hijo! ¡Te doy sobresaliente!»

II

    Mi hijo se llama Abel de la Cruz. Creo que ya lo dije.

    Es muy conocido. Como que hasta en algunas Historias se habla de él. ¡Bah!... Las glorias de la Historia son de bisutería. No hay más que una gloria verdadera: la Eterna. Las Historias también pierden la memoria y enmudecen y pasan... Mañana mismo —y no hay mañana lejano— ya nadie sabrá jamás quién fue Homero, ni quién fue Alejandro, ni quién fue Cleopatra.

    ¡Oh, déjenme delirar un rato!

    En la Eternidad, el orgulloso Universo no es sino el relámpago de un inmenso fuego fatuo.

    De la Polvareda del Olvido viene todo, y a la misma Polvareda vuelve.

    El polvo nos hace y deshace, para volvernos a hacer. Es el juego incesante de la Muerte.

    «Lo sabio, hijo mío —decía yo siempre a Abel de la Cruz— es saber no ser polvo. Quien sabe no ser polvo, ése ha aprendido la excelsa Ciencia de los Ángeles».

    Y una noche, en la verbena de San Antonio de la Florida, que es «la primera que Dios envía» a los madrileños, me preguntó afanosamente Abel, mientras cabalgábamos los dos en parejos caballitos del tiovivo: «¿Sabrías tú, Padre, enseñarme el supremo saber de saber no ser polvo?»

    Y yo respondí: «¡Angelízate!»

    «¡Oh, fulgurante idea!», expresó Abel, todo esplendente de emoción.

    Días más tarde, Abel me llamó desde muy alto, como si me gritara un ángel. Levanté la mirada lela y le vi volar majestuoso sobre la Polvareda ingente, como vuela el águila sobre la cordillera o la blanca gaviota sobre el mar.

    Yo no acababa de poder creerlo...

    «¡Hijo! —le grité con la ígnea lengua del alma, que alcanzaba a dialogar con Dios desde el abismo— ¿Eres tú?»

    Con trompeteo de águila me respondió: «¡Yo soy, padre!»

    «¡Dime, hijo! ¿Cómo pudiste remontarte hasta sobre la Polvareda inconmensurable?»

    Y Abel me habló luminosas y magnas incoherencias que, sin embargo, yo comprendía perfectamente: «Las alas del gran loco son casi tan potentes como las de los ángeles... Quien remonta la Polvareda Universal, ése se eleva a la Eternidad, y va de vuelo... Cansado yo de rodar de fosa en fosa, decidí fugarme de la Polvareda que me arrastraba sobre el interminable cementerio... ¡Y voy de vuelo, padre!... ¡Y voy de vuelo!»

    «La polvareda, hijo, no tiene ojo de cerradura por el que se pueda escapar».

    «Del polvo, padre, nadie escapa por ningún ojo. Del polvo se vuela: ¡Alas era lo que yo necesitaba! ¡Alas, alas!... Los infortunios me las forjaron y me las pusieron, y el Dolor me soltó a volar... No sé contártelo bien, padre amantísimo, porque te estoy confesando una hazaña inefable de mi espíritu. Pero es lo cierto que yo voy de vuelo hacia la Gloria, y que desde mis excelsitudes veo en el bajo Universo la gran mentira de la Muerte. Los mundos son panteones soberbios».

    «¡Oh! —exclamé maravillado, al verle junto a mí, sentados los dos en el sofá de mi despacho— ¿Ya has descendido?»

    El gato, sobre la falda de mi adoración, lo miraba fijamente.

    «¡No soy yo, padre! —respondió Abel— ¡Es mi luz, que te da en los ojos! ¡Entórnalos!»

    Su voz era lejanísima, altísima...

III

    Una noche, en el huerto, bajo las estrellas, oí a mi hijo Abel de la Cruz soliloquiar así, todo él esplendente:

    «¡Esta incesante ardentía inefable, de ansias de amor y ascensión gloriosa!

    »¡Ay, este inapagable ardimiento gozoso, como de besos de lumbre seráfica!

    »¡Toda mi carne es el horno, y mi corazón el fuego!

    «¿Qué eucarísticos panes de excelsas hambres se cuecen en mi pecho?

    »¡Toda mi carne es el incensario, y mi corazón la roja brasa!

    »¿Qué paradisíacos aromas se queman en mi vida?

    »En el fondo de este mundo abismal soy hoguera ingente que llamea flamígeras alas. Así me veo reflejado en el alto espejo clarísimo de aquel lucero...

    »Y los ardientes leños de mis huesos me chisporrotean, lanzando chispas de oro y rubíes.

    »¿Adónde voy, adónde subo, con el enorme ramo inapagable de mis llamas?

    »¿Adónde voy, adónde subo, con este incesante encendimiento aromoso que me quema la mirra de las entrañas?...

    »El abismo es opaco; pero yo mismo me lo ilumino esplendorosamente: que las hogueras no necesitamos el sol.

    »En la inmensa tiniebla terrenal siempre es, a mis ojos, cegador mediodía...

    »¡Veo la eternidad! ¡Veo la Gloria! Pero no veo las tinieblas... Lo único que la Luz no puede ver son las tinieblas.

    »¡Ah, pero yo sé, gozosamente, que el día menos pensado anochecerá de pronto!

    »Y habrá en las alturas luna y estrellas y cánticos de ángeles.

    »Y la bella Noche Blanca, como con traje nupcial, me susurrará al oído: «¡Vengo por ti!».

    «Sentiré dulce sueño, y se me cerrarán los ojos, placenteramente.

    »Y la bella Noche me tomará con su fragante mano de estelares jazmines, enguantada de seda plenilunar.

    »¡Me tomará como en una romería se toma un cohete muy bien cargado!

    »Y ¡zas!... ¡Me disparará al Cielo!

    »Y, muy arriba, ¡muy arriba!, reventaré en luces de bengala a los pies de Dios. Y, en el acto, quedaré convertido en minada de querubines...

    »¡¡Y aún dirán entonces que me he muerto!!».

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