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			 Casilla 
			de BlasEntrada ya la noche,
 e
  mpapado 
			el desmonte por la lluvia reciente, trepábamos por él, y el mismo ramo
 vencido de mimosas nos despeinaba. Luego,
 siempre, en silencio, hacíamos
 en el repecho un alto, y te miraba,
 enamorada cómplice, mientras tomaba aliento
 (¿necesitaba aliento entonces yo?) y fingía
 actitudes seguras. Revelaban las cosas,
 desasidos los ojos de la luz, los detalles
 precisos, y la puerta de pino marchitado
 gritaba levemente. Entrábamos. El suelo
 era terrizo y sin mullir, y nunca
 era adoptado de improviso para
 aquello que veníamos
 a hacer. Se demoraba nuestra entrega a su duro
 (¿pero había dureza en algún sitio entonces?)
 regazo. Nos amábamos,
 nos abrazábamos de pie, ajustaban
 con frenesí los cuerpos las esperas
 vencidas, como si de muy distantes
 extremos nos hubiéramos lanzado
 al encuentro. Encendíamos un fósforo
 más tarde, y nos hacíamos los nuevos
 en la reconstruida situación.
 Las paredes
 de tablas ripias siempre nos mostraban
 las mismas vetas grises, los idénticos
 nudos vaciados, las usuales lágrimas
 de orín: cuerpo de Blas. ¿Quién había sido
 aquel Blas que entregaba sus despojos,
 su piel de ofidio puesto
 a la moda de estío, a unos amantes
 secretos? Ya murió. Pero vivíamos
 por él ahora en su barraca hecha
 a fuerza de morir. Y había gemidos
 de goznes oxidados, saltos súbitos
 de su leña secándose, palabras
 de su antiguo contorno que asentían
 a nuestro susurrado
 decir.
 Blas era un guarda
 (¿a quién guardaba Blas?) de noche (¿de qué
 noche?) a quien un mal día
 se le acabó el trabajo. No pensemos
 más en Blas.
 Sobre el suelo de los 
			pasos
 de Blas pusimos telas y papeles,
 caricias y manjares raros. Edificamos
 sobre el suelo de Blas la retorcida
 torre que somos hoy. Sobre la muerte
 de Blas se han levantado nuestros hijos
 de hoy: y cuando no se nos parecen,
 cuando se ausentan de nosotros, bullen
 en otras casas que improvisan, pienso
 que tal vez sean los hijos
 de aquel buen Blas que nos dejó la suya.
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