Carlos Pezoa Véliz

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El perro vagabundo

Tarde en el hospital

A una morena

A una rubia

El perro vagabundo

Flaco, lanudo y sucio. Con febriles
ansias roe y escarba la basura;
a pesar de sus años juveniles,
despide cierto olor a sepultura.

Cruza siguiendo interminables viajes
los paseos, las plazas y las ferias;
cruza como una sombra los parajes,
recitando un poema de miserias.

Es una larga historia de perezas,
días sin pan y noches sin guarida.
Hay aglomeraciones de tristezas
en sus ojos vidriosos y sin vida.

Y otra visión al pobre no se ofrece
que la que suelen ver sus ojos zarcos;
la estrella compasiva que aparece
en la luz miserable de los charcos.

Cuando a roer mendrugos corrompidos
asoma su miseria, por las casas,
escapa con sus lúgubres aullidos
entre una doble fila de amenazas.

Allá va. Lleva encima algo de abyecto.
Le persigue de insectos un enjambre,
y va su pobre y repugnante aspecto
cantando triste la canción del hambre.

Es frase de dolor. Es una queja
lanzada ha tiempo, pero ya perdida;
es un día de otoño que se aleja
entre la primavera de la vida.

Lleva en su mal la pesadez del plomo.
Nunca la caridad le fue propicia;
no ha sentido jamás sobre su lomo
la suave sensación de una caricia.

Mustio y cansado, sin saber su anhelo,
suele cortar el impensado viaje
y huir despavorido cuando al suelo
caen las hojas secas del ramaje.

Cerca de los lugares donde hay fiestas
suele robar un hueso a otros lebreles,
y gruñir sordamente una protesta
cuando pasa un bull-dog con cascabeles.

En las calles que cruza a paso lento,
buscan sus ojos sin fulgor ni brillo
el rastro de un mendigo macilento
a quien piensa servir de lazarillo.

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Tarde en el hospital

Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
con el agua cae angustia:
llueve
 

Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.

Pero el agua ha lloriqueado
junto a mí, cansada, leve;
despierto sobresaltado:
llueve
 

Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.

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A una morena

Tienes ojos de abismo, cabellera
llena de luz y sombra, como el río
que deslizando su caudal bravío,
al beso de la luna reverbera.

Nada más cimbrador que tu cadera,
rebelde a la presión del atavío...
Hay en tu sangre perdurable estío
y en tus labios eterna primavera.

Bello fuera fundir en tu regazo
el beso de la muerte con tu brazo...
Espirar como un dios, lánguidamente,

teniendo tus cabellos por guirnalda,
para que al roce de una carne ardiente
se estremezca el cadáver en tu falda...

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A una rubia

Semejante al fulgor de la mañana,
en las cimas nevadas del oriente,
sobre el pálido tinte de tu frente
destácase tu crencha soberana.

Al verte sonreír en la ventana
póstrase de rodillas el creyente
porque cree mirar la faz sonriente
de alguna blanca aparición cristiana.

Sobre tu suelta cabellera rubia
cae la luz en ondulante lluvia.
Igual al cisne que a lo lejos pierde

su busto en sueños de oriental pereza,
mi espíritu que adora la tristeza
cruza soñando tu pupila verde
.

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