Vicente Verdú

BILBAO, PALERMO

     La he conocido hace tres horas, camino del aeropuerto, en un atasco de la avenida de América. Los dos hemos perdido los vuelos que nos iban a conducir a Palermo y a Bilbao, respectivamente. Era yo quien viajaba a Bilbao. Ella es una mujer siciliana de unos cuarenta años. En realidad sólo conozco que conducía un Jaguar Sovereing, de 4,2 litros; lleva unos pendientes Chanel y un collar de perlas; un vestido verde oscuro de cachemira, y ahora está duchándose en mi cuarto de baño. Mi coche es un Volvo S40 azul marino y el apartamento en el que vivo mide 95 metros. Tengo algunos muebles que compré en Tiempos Modernos

hace un par de años y un ordenador IBM. También puede verse una alfombra afgana en la entrada que me regaló por navidades un matrimonio de Salamanca. Hay una mancha de humedad en el salón y no funciona bien la manivela de la cisterna. Es seguro que no deben de importarle ninguno de estos detalles porque probablemente cuando termine de vestirse desaparezca de esta casa para siempre, pero también cabe suponer que grabe algún recuerdo del apartamento que ha compartido tan inesperadamente durante unas horas.

    Quedarse mirando a la conductora de un Jaguar Sovereing, como yo lo hice, puede ocurrírsele a cualquiera, pero es extraño que unos minutos más tarde el observador se encuentre abrazado a su propietaria. Es alta, morena y tiene el cuerpo bronceado por una lámpara de cuarzo. Se quitó los pendientes de pinza y los dejó suavemente sobre la mesita de noche, pero no se desprendió de un par de pulseras de oro y de los anillos con brillantes que tintinearon a lo largo de los contactos. Lo más llamativo es cómo mudaba la temperatura de su piel, y esto es lo que con mayor intensidad retengo en la cabeza mientras espero

sentado en la cama a que salga del baño. La habitación está prácticamente a oscuras cuando fuera todavía coexiste una luz violeta. Me llega amortiguado el portazo de un vecino del rellano, el sordo estruendo del ascensor, un bebé que lloriquea tras el muro de la derecha. Y sigue el brioso fluir de la ducha donde está ella. Contemplo mi habitación con todos sus objetos detenidos en sus lugares habituales yrecibo la impresión de que ni me pertenecen ni yo les pertenezco.

    Estoy repasándolos con los ojos de la mujer que tengo en casa, y hasta cierto punto es ella la que se encuentra ocupada en el recuento de un panorama a la fuerza poco interesante. Posiblemente esté pensando como yo en la extravagancia de esta aventura fugaz entre dos personas casadas e, igual que yo, sea partidaria de disimularlo con un aire natural cuando dentro de unos minutos volvamos a reunimos. Las cosas no han ido mal. ¿ Quién puede asegurar además que no ha repetido esta historia en otras ocasiones y conoce de antemano los pormenores y desenlaces? Me gustaría que saliera de una vez y habláramos de este interesante asunto. Advierto que empieza a dolerme la cabeza. Apago el cigarrillo. No es factible que alargue su estancia en esta casa, pero quizá se le ocurra pasar la noche aquí. Son ya las ocho de la tarde y es difícil que alcancemos otro vuelo. Seguramente lo primero que pida al salir del baño sea telefonear a Palermo y acto seguido al aeropuerto. O viceversa. En cuanto decida incorporarme, yo también llamaré a Bilbao. He compartido tres horas con una mujer avezada y madura, acuciada quizá por problemas que yo en ningún modo debía resaltar y ni siquiera distraerme en suponer. Pero querría conocer qué clase de participación personal me corresponde en todo esto. Qué la impelió a suspender su viaje y provocar esta situación que nos hace sorprendernos juntos. Puedo describir sus prendas interiores, sus medias líquidas y su espalda salpicada de pecas pero apenas sé algo más. Sobre el borde interior de la bañera hay un champú anticaspa de los que venden en el supermercado y una loción de Minoxidil contra la caída del cabello envasada en un frasco con una etiqueta de farmacia. La esponja amarilla está desgastada y dudo de que el escenario en torno al espejo me favorezca. Me desazona que una mujer de sus características se esté duchando en mi casa y, dicho sea de paso, con tanta demora. Es probable que ahora se haya entregado a juzgar lo sucedido y lo que está resuelta a hacer. Por la condición de su vigor, más bien haría creer que decide fácilmente y logra a menudo lo que se propone. Yo, entre tanto, con el tictac del despertador en la mesita, rememoro la disciplina y el sentido del deber a que me atengo. Seguramente la defraudaría con las noticias de mi vida, aunque ella sea la que ha mostrado su necesidad por mí. La ventaja

se situaría de mi parte, si no percibiera que toda mi realidad lo desmiente. De hecho, sólo espero que salga del baño para que continúe eligiendo. Si decidiera marcharse al hotel para pasar la noche se marcharía al hotel, si optara por que cenáramos juntos accedería, y si a continuación prefiriera volver a esta cama dormiríamos aquí. Segura porque se reconoce atractiva sabe la manera de ordenar y yo no opondré resistencia. Me encuentro en sus manos sin opción para dudar y esto es en definitiva lo que

constato ahora y me complace.

 

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