Manuel Halcón

El amigo enemigo 

   Estuve paseando un rato por entre los muertos. Aún no olían. Los cuervos no tenían noticias todavía de aquel festín. Primero desde una loma había intentado contar el número. Se hablaba de cuatrocientos. No era posible contar así entre los olivos, y empleé una medida agronómica: unas dieciséis aranzadas de olivar sembradas de cadáveres. Esto quedaba de la "Batalla del Alberche".

     El campo de los muertos era lo más tranquilo de la guardia. La noche avanzaba del lado enemigo para cubrir la derrota. Pero aún quedaba luz para conocerle "su muerte" a cada uno de los muertos: aquél murió disparando; aquél, huyendo; aquel otro, aturdido; éste, indeciso; el de allí, entre rezos, y otro, entre súplicas...Y aquél se subió a un olivo y quedó atravesado en la cruz del  árbol con los brazos extendidos, apuntando a la tierra con los diez dedos separados. ¿Cómo habría muerto?

   La guerra endurece. Tiré de la cremallera de su bolsillo repleto. Un pañuelo, un "block", un lápiz, la cartilla de militarizado y un carné de la F. A. 1,1 a nombre de Andrés X. X. Sí; era él, porque me encaramé un poco sobre el tronco para verle la cabeza descubierta. Eras tú, y yo sin conmoverme, sin encontrarme a mí mismo, en olvido absoluto de mi sensibilidad. De simple curioso, con el fusil en la mano izquierda, mientras con la derecha te registraba. Eras tú, Andrés, y yo te veía muerto, colgado de un árbol, abandonado, y no lloraba por ti como lloré en el colegio aquel día de nuestros diez años, cuando otro chiquillo te hizo una mosqueta, a ti que eras mi mejor amigo.

   Hoy sobre mi mesa, al envolver tu documentación para enviársela a los tuyos, te ofrezco la cera alumbrada de mi sensibilidad. Hoy día 1 de octubre vuelven los niños al colegio. Hoy hace años que volvíamos al Puerto a empezar nuestro curso de Bachillerato. Fueron siete años de entrar y salir el mismo día. La campana que tocaba Paco Oliva, las "consignas" que llevaba Pepe Rojas, las declaraciones de Jesús Pabón, las travesuras de Juan Antonio Estrada. El hermano enfermero, el agua fría y tu sonrisa. Tu paciencia para soportar nuestras bromas, tu generosidad, tu bondad, en fin, porque eras el mejor.

   Nadie como tú sufría un castigo para evitárselo a un compañero. Tu fervor religioso no era ficción para predisponer a los superiores. Tú nunca querías nada, sino usar de tu eterna sonrisa. Por sonreírte con bondad te castigaron más de una vez, y hasta el castigo lo recibías sonriendo y sonriendo lo cumplías.

  Se hablaba de tu vocación. El padre espiritual te sacaba en los recreos y paseábais por la galería de la huerta. Desde allí se ve la bahía, con Cádiz al fondo, preciosa maqueta, uno de los paisajes más bellos del mundo. Las ranas caían en el agua como pedradas al pasar y repasar junto al estanque. Los canarios de aquella canariera no cantaban nunca, pero realizaban vuelos vistosos dentro de su quiosco. Algunos padres leían sus horas entre los nísperos y naranjos. Una mula alazana sacaba agua, y la tranquílla de la noria era instrumento musical en aquellos pacíficos atardeceres en que le dabas cuenta al padre Abréu de las inquietudes de tu espíritu.

   Nosotros te veíamos desde el patio de juego. Una tarde cayó el balón fuera y fui a recogerlo. Al acercarme, oí que decías al padre:

     _Pero si no puedo evitar la sonrisa; es como el pestañeo. Yo no comprendo por qué han de castigarme por sonreír si todas las noches me sonríe a mí la Virgen en la capilla.

  El padre Abréu tuvo que interceder para que el hermano inspector no tomase tu sonrisa como una falta de respeto. Tu sonrisa fue, al fin, aceptada por todos, y hasta en el silencio del estudio y la seriedad de la clase era tu sonrisa palmatoria cordial, germen de ternura.

  ¿Y cómo has muerto, Andrés? Ya la noche estaba encima y hube de alumbrar luz para verte la cara buscándote la sonrisa. De tus facciones, que no veía desde entonces, apenas quedaba para reconocerte. ¡Y tu gesto era tan distinto!

  He oído tu caso. Conozco tu historia de amores desgraciados. Oí hablar de tus días malos, de tu pobreza y, al fin, de tu reacción. Como a otros, porque tenías talento, te buscó el enemigo y te fuiste con él. Estoy seguro que antes de decidirte miraste en torno y no encontraste ayuda entre los tuyos, entre los nuestros. Fuiste anarquista por abandono de tu clase, por desesperación.

  Ahora tus ojos miran al cielo. Tú conocías a Dios, Andrés. En el mismo sitio aprendimos de su infinita misericordia. Por eso no sufro por el destino de tu alma. Mi gran curiosidad al verte muerto era por tu sonrisa. Quería saber si habías muerto con ella, si te había durado hasta el final. Y no lo conseguí. Gasté una caja de cerillas, te enjugué la sangre de la boca y hube de renunciar, dejándote el pañuelo sobre la cara ...

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