Tinajilla

Lauro Olmo

 

     Cuando don Ramón entraba, todos nos levantábamos y decíamos:

      _¡Buenos días, don Ramón!

   Aquello era la Jaula. A ninguno de los de la panda nos divertía. Por eso, casi siempre hacíamos novillos.

   De lo que os vaya contar tuvo la culpa Sabañón. Aquel día solamente él y yo nos enjaulamos. Los demás desaparecieron al grito de: ¡marica el último!

   Y no es que Sabañón y yo fuésemos maricas. Es que él tenía que presentarle al maestro un hermanito suyo, y yo... Bueno yo tenía que contaros esto.

     Al hermanito de Sabañón le llamábamos Tinajilla. Era también menudo, muy poquita cosa, y casi tan listo como Sabañón. Cuando éste se pegaba, acudía Tinajilla con un cascote dispuesto a machacarse todas las espinillas del barrio. Esto si la cosa iba mal para Sabañón. Si no, allí lo teníamos dando saltos animando a la familia:

     _¡Duro con él Sabañón. ¡Muérdele un ojo, que es tuyo!

     Del mote tuvo la culpa su madre. Y es que de pequeño, si ésta salía, lo dejaba en un rincón del patio metido en una tinaja que apenas le llegaba a las tetillas. Era gracioso verlo así. Pero a veces, si la madre se retrasaba, el niño sentía ganas de eso, de eso que un niño, por muy grande que llegue a ser, nunca se ve libre, y se hacía eso en la tinaja. Pronto el aire se tornaba rancio, no había quien lo respirase. Y los chicos de la casa, husmeándolo, se asomaban a las ventanas del patio y, a grito limpio, preguntaban:

Tinajilla,

mierdecilla,

¿te measte

o te cagaste?

     Y Tinajilla aguantaba, no sólo los gritos, sino los mondazos de patata , o de naranja, o de vaya usted a saber qué. Todo hasta que volvía la madre. Entonces _cosas de la vida_, le arreaba unos cuantos azotes que devolvían la calma a los chicos de arriba.

    No duró mucho esto. Un buen día, como si fuese un huevo, se rompió la tinaja. Y de entre los pedazos salió Tinajilla, portal adelante, hacia la calle.

      _¡Buenos días, don Ramón!

      _¡Buenos!

    Seco, autoritario, con cara de mula vieja, entraba don Ramón. Nunca un niño se atrevió a sonreír delante de él. Era el dos más dos, el cabo de Finisterre, y el pluscuamperfecto de subjuntivo del verbo ser. Demasiadas pocas cosas. Se dirigía, todo palo, a su mesa. Abría uno de los cajones, sacaba la lista, y masticaba los extraños nombres de mis amigos: del Pecas, del Poca, del Doblao... ¡Qué mala persona era!

     _Don Ramón.

     _¿Qué quiere usted?

     _Mi hermanito, he traído a mi hermanito. Ya le habló mi madre.

     _Está bien. iLlámelo!

     _¡Tinaji ... ! ¡Enrique, ven!

      Y Tinajilla, huido de sí, adelantó un pie, luego otro, y otro. Muchos pies adelantó Tinajilla para llegar hasta don Ramón. Este, dirigiéndose a Sabañón, ordenó.

     _¡Usted a su sitio!

     _¡No me dejes solo, Saba!

     _¡A su sitio he dicho!

     Tinajilla se quedó allí, solo: sin su padre, sin su madre, su hermano mayor: ¡solo!

    _¿Como se llama usted?

    _Tinajilla.

    _¿Cómo?

    _¡Tina ...! ¡Tina ...! ¡Saba, ven!

  Y se echó a llorar, como si don Ramón fuese el tío ese de la noche; el que se agarra a las patas de la cama y tira: tira para volcarla por el hueco de la escalera".

    _¿Qué le pasa? ¿No sabe decirme su nombre?

    Saba, desde su banco, intentó ayudar a su hermano.

     _¡Enrique Polo, don Ramón!

     _A usted no le pregunto, ¡siéntese!

     Y dirigiéndose nuevamente a Tinajilla, continúo:

      _Vamos, no sea niño, dígame su nombre.

      _Enrique Po ... lo, don Ramón.

      _¿Cuántos años tiene?

      _Siete, don Ramón.

      _¿Sabe leer?

      _No, don Ramón.

      _¿Y escribir?

      _Hago palotes, don Ramón.

    No le preguntó más. Desde entonces, Tinajilla, el de los palotes, tuvo su sitio en la Jaula. En el tercer banco de la derecha.

 

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