Los caballos

Jorge Ferrer Vidal

 

      _ No deben impresionarte estas cosas, muchacho. Esto suele ocurrir.

     El muchacho no podía arrancar los ojos  del caballo muerto. El caballo había muerto de repente, mientras marchaban por el camino. El chico se hizo daño al caer. Fue curiosa la caída. El animal había encorvado los lomos como un gato y se había ido al suelo. Al caer, el chico se había cortado en el brazo con una piedra. La herida sangraba. Y, sin embargo, lo único que le dolía era el espectáculo del caballo retorcido en el suelo.

       Caía un sol de justicia en el caballo. Había polvo en todos sitios. Polvo y tristeza. El hombre se rascó la nuca. Dijo:         

        _Bueno, tenía que ocurrir. Un caballo no vive eternamente. Tendrás que aprender a llevar el arado, muchacho.

     El caballo había sido desde siempre el cordón umbilical que los mantenía vivos. El hombre sonrió y miró hacia el horizonte. A lo lejos, donde apenas llegaba la vista extendida sobre la llanura, el hombre distinguió la casa, reverberando al sol. Reverberaban los campos, los eriales, las lomas _las diminutas lomas_, los árboles, las zarzas. El hombre volvió a rascarse la nuca. Sudaba. El sol caía sobre su cabeza, sobre la cabeza del muchacho, sobre el cuerpo retorcido, atormentado, del caballo. El hombre dijo:

        _Haré yo de caballo.

      Y sonrió. Sonrió porque nunca se le había ocurrido la idea de hacer de caballo.

      _A lo mejor no está muerto, padre. A lo mejor, podemos arrastrarlo hasta la casa.

     El hombre escupió en el suelo. Sabía escupir. El salivazo resbaló sobre el polvo, se envolvió en el polvo hasta formar un paquetito y quedó detenido en mitad del camino, junto al caballo muerto. Después el hombre se secó el sudor de la frente. Le caían las gotas de sudor por la frente y formaban tres vertientes. Dos de ellas, resbalaban por encima de las cejas hacia las sienes; otra, caía directamente sobre la nariz y quedaba colgando como si fuese un moco. Por fin, se derrumbaban todas sobre el suelo y se envolvían también en el polvo del camino, como buscando protección contra el sol. El muchacho también sudaba.

        _A lo mejor, aún no está muerto, padre.

      El hombre se inclinó. Palpó el pecho del caballo, palpó el vientre. Luego le puso la mano sobre los sobaquillos. El caballo estaba muerto.

        _Está muerto, muchacho. Hay que quitarle la silla y el bocado.                                     .

        Se pusieron los dos a trabajar. El muchacho sacó el bocado.

        Estaba impregnado de saliva verde, de una saliva verde­esmeralda, espesa como el musgo y el helecho que crecían con la lluvia en los bosques remotos. El hombre se inclinó sobre el animal. Incluso parecía como si el caballo estuviera ya un poco hinchado. Le costó un esfuerzo aflojar la cincha.

     _Ahora lo dejaremos aquí. Aquí se pudrirá al sol. Comenzará a resecarse la piel por todos sitios y se formarán grietas. Cuando esté bien hinchado, estallará como una cosa mala.

      El muchacho acarició el bocado con la mano. La saliva verde del caballo estaba fresca. Acarició el bocado varias veces. Bien, ya no había caballo. Las cosas se acababan siempre.

        Como la madre, como el hermano pequeño que murieron, como el trigo que nunca terminaba de granar y se perdía. Así acabó también el caballo.

      La llanura reverberaba al sol. Se había levantado una brisa asfixiante. Se divisaban tolvaneras de polvo creciendo sobre la llanura, surgiendo de la tierra como fantasmas, como sombras de desesperanza. El hombre y el muchacho comenzaron a caminar hacia la casa.

       _Es la vida, muchacho. Tenía dieciséis años. Los mismos que tú. Nacisteis el mismo día.

      Era cierto. Nacieron el mismo día. El hombre fue al pueblo a buscar al médico y el médico atendió a las dos madres. Después el hombre mandó aviso al señor cura para bautizar al hijo. y había puesto, al hijo, Narciso y al caballo, Amapola. Aquellos fueron buenos tiempos. Era curioso cómo cambiaban las cosas. Era, exactamente, lo que solía decir el señor cura desde el púlpito de la capilla del pueblo: «Vendrán las vacas gordas, vendrán las vacas flacas... » Y cada día peor, cada día la tierra más reseca y menos lluvia y más polvo sobre el suelo, el polvo que ahogaba los tallos antes de nacer al viento y a la superficie de este mundo. El hombre pensó: «Bueno, ahora haré de caballo. Me pondré el arnés sobre los hombros y a tirar del arado. Será bonito. Uno puede hacer cosas peores que tirar de un arado, que hacer de caballo. El caballo es un animal hermoso y noble... »

        Iban avanzando por el camino; el camino cargado de cansancio, de muerte; el camino sobre cuyos hombros el cadáver de Amapola se pudría ya al sol. Ahora el muchacho lloraba.

       _Ten paciencia, muchacho. Soy tu padre.

     El hombre sonrió. Era su padre. Miró al cielo, y el azul rabioso, deslumbrante del firmamento, le ofuscó la vista. Cuando volvió la mirada hacia la casa, divisó un borrón difuso, negro. El muchacho, a su lado, caminaba, llorando.

        _Amapola era mi hermano, padre.

        _Sí, era tu hermano.

       Ahora al muchacho le había asaltado una tristeza inusitada.

       Sin saber por qué ni cómo, le había invadido una ola de tristeza caliente, áspera, espesa, como el polvo mismo del camino. El caballo había sido su hermano.

     Dolía el sol sobre la llanura, sobre los hierbajos de la llanura, sobre los secos regueros de la llanura que habían olvidado lo que era la humedad, lo que era lluvia, lo que era el discurrir del agua sobre el mundo.

    _Lo que tenemos que hacer es seguir adelante. Lo que tienes que hacer es aprender a llevar la mancera . Yo te enseñaré. Es fácil. Ya verás, es muy fácil.

    De pronto, el muchacho se detuvo y volvió la cabeza. Después, se volvió entero. El cadáver panzudo del caballo se dibujaba en la distancia, en mitad del camino, pequeñito y redondo como una hormiga, como un pobre escarabajo cruzando la llanura. El hombre se detuvo. Quedó inmóvil junto al muchacho.

        _Ahí se pudrirá. Son cosas de la vida.

        Siguieron caminando hacia la casa. Se acercaban a ella.

        A ambos lados del camino se abrían campos amplios. La piel de la tierra se mostraba vieja, arrugada, mezquina. El hombre descansó una mano sobre la espalda del muchacho.

        _No te preocupes. Yo haré de caballo.

     El hombre había hecho ya de todo. Había hecho de hombre, había hecho de perro cuando salía con la escopeta vieja, había hecho de muchas cosas. Sonrió al recuerdo.

       _Lo único que tienes que hacer es llevar el arado.

    El hombre volvió a sonreír. La vida le había enseñado a sonreír. Se secó el sudor que le caía por la frente con un gesto rápido de la mano y repitió:

       _Yo seré tu caballo, hijo.

     La brisa caliente seguía levantando tolvaneras. Caminaron hacia la casa sin volver ya la cabeza, despacio, poco a poco. El muchacho se secó las lágrimas. Dijo:

       _Debe estar pudriéndose en mitad del camino.

       _Sí, hijo, pudriéndose. Pronto reventará como una cosa mala. Hay que curarte el brazo.

       El brazo aún sangraba. Avanzaron con mayor rapidez.

       _Sí, el brazo. Para llevar el arado, padre.

       _Claro, hombre. Mira, ya llegamos a casa.

       Llegaron a la casa, cruzaron la diminuta huerta y desaparecieron en su interior. La puerta parecía ofrecer aún esperanza y alegría y sombras y frescor.

    Fuera, seguía cayendo el sol atormentadamente, el mundo se resquebrajaba atormentadamente, y el otro caballo comenzaba, en efecto, a pudrirse en mitad del camino.

 

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