Jerónimo 
de 
Alcalá
Yañez
y 
Rivera

 

El donoso
hablador,
vida 
y aventuras 
de
Alonso, mozo
de
muchos amos

 

CAPÍTULO VI

Cuenta Alonso la jornada de Segovia, y cómo entro a

servir a un peraile.

CURA. Ya veo, hermano Alonso, cuánto cuidado tiene, y conozco la obligación en que estoy. En Segovia quedamos; no se pase el tiempo, prosiga con su viaje.

ALONSO. Quedé, señor, en el sagrado templo de la Madre de Dios de la Fuencisla, sagrario edificado en honra de la milagrosa imagen que en sí tiene con limosnas de todos los ciudadanos de Segovia, por tener, con justa causa, particular estima y reverencia con esta sagrada imagen, patrona suya.

CURA. Ya yo tengo noticia de sus grandiosos milagros; y, pues en su santa ermita estuvo, cierto es que sabría muy por extenso el milagro de la judía, de quien, antes que pase adelante, recibiré mucha merced me le cuente.

ALONSO. El caso fue tan grande, que, aunque ande impreso en algunos libros, verdaderamente es digno de que todos le sepan; y pues vuesa merced gusta de oírle, diré breve y sucintamente cómo le leí en la tabla que está en el mesmo templo de la Virgen nuestra Señora, en esta manera:

El año de mil y ducientos y treinta y siete, reinando en Castilla el rey don Fernando, que por sus heroicas y santas virtudes fue llamado el Santo, en este tiempo hubo en la ciudad de Segovia una noble y principal judía llamada Ester, rica, discreta y hermosa, y tanto, que de su belleza aficionado un caballero, la comenzó a solicitar por todas las vías y modos que le fue posible, paseando su calle de día y de noche, y ya que no del corazón de su dama, sacando centellas de los pedernales de su puerta con el correr y brincar de su caballo; mas Ester, que de semejantes cosas no hacía caso, daba de mano a los paseos, músicas y desvelos de su loco amante.

Era casado el caballero, y con mujer celosa. Sabidora ya de los nuevos amores de su marido, movida más por sospechas que de razón y justicia, ciega de enojo y rabiosa de celos considerando que su marido, estimándola en poco, la dejaba por una judía, se fue con otros deudos y conocidos suyos en casa del Corregidor de la ciudad, y ante él la acusan de adulterio, y juntando a su querella otros sobornados y falsos testigos (que no le faltaron; que déstos siempre ha habido en el mundo abundancia), se hizo cabeza de proceso contra la inocente y hermosa Ester de mala, deshonesta y adúltera; la cual, como no tuviese quien la diese favor (pues su marido era ya el mayor contrario, y sus mesmos deudos y más cercanos parientes los que la perseguían, como en negocio que tanto

tocaba en su deshonor y honra), fue condenada a despeñar: género de muerte más usado en aquellos tiempos, porque entonces no acostumbraban a apedrear las adúlteras conforme a las leyes que en Jerusalén solían guardar los judíos, y ya, como república de menos gente de la que solía ser, acomodábase con este género de castigo.

Trujeron por las calles acostumbradas a la inocente culpada, hasta que llegaron al lugar del suplicio, que era lo más alto de unas peñas llamadas Grajeras, por los cuervos que a ellas se recogían, cuya altura, aunque era mucho mayor de lo que agora parece, por haberse desgastado grandes pedazos de aquellos riscos, ya con el tiempo, que todo lo deshace, ya con las muchas aguas y humedad que tienen en sí siempre… Y por curiosidad mía, la altura que ahora permanece la hice medir: y tiene sesenta y dos varas, que, contadas a tres pies cada una, como miden los albañiles, hacen ciento y ochenta y seis pies; demás que, fuera de ser tan altas estas peñas, salen tantos pedazos y puntas afuera, que no era posible llegar al suelo ninguna persona que cayese de arriba sin llegar hecha pedazos.

     Aquí, pues, en lo más alto destos riscos, pusieron a la afligida dama con sola una alcándora blanca, que era como camisa, atadas sus manos atrás, su madeja de oro suelta al viento, atados sus pies con una gruesa soga, rodeada de verdugos para arrojarla, todo el campo y los caminos llenos de gente, codiciosos todos de ver un tan lastimoso espectáculo y esperando ya el fin de su vida.

Mas quiso su buena dicha y suerte que al tiempo que iban a arrojarla alzase los ojos Ester hacia la iglesia mayor (que entonces estaba junto a los reales alcázares, y venía a estar frente a frente de adonde ella estaba), y alcanzando a ver una imagen de la Madre de Dios, señora nuestra, que hoy es de la Foncisla, y estaba en un nicho de la puerta de la santa iglesia, movida de una celestial inspiración y divino auxilio, mirando ala Reina del Cielo, la dijo desta manera, con fervorosa fe y voz

alta, que la oyeron muchos: «Virgen Santa María, como valéis a una cristiana, valed a una judía; y pues eres, Señora, amiga de limpieza, mira mi inocencia y el peligro en que estoy:socórreme, Señora, que si me libras deste presente trabajo en que me veo, toda mi vida gastaré en tu servicio en tu sagrado templo, recibiendo ante todas cosas el agua del Bautismo».

Esto acabó de decir, y con extraña crueldad la arrojaron de aquellos encumbrados riscos donde estaba; mas al punto que salió de las manos de los crueles verdugos, vino a dar en las mejores que se pudieron hallar, después de Dios, en el cielo y suelo, pues la sagrada Virgen la recogió en las suyas, no la dejando hasta ponerla en la tierra, libre, sana y consolada con la gloria de tan celestial favor y regalo. Algunos hay que dicen que vino la Virgen nuestra señora a favorecerla en figura de paloma, y ansí se pinta el milagro conforme a esta opinión; mas el libro intitulado Fortalicium fidei, que yo he visto, en el capítulo 9, De bello iudaico, donde hace mención deste maravilloso suceso, dice que la sagrada Virgen nuestra señora en sus manos la trajo desde lo alto, hasta ponerla libre y sin daño alguno, dejándola en lo llano del camino, adonde había de llegar hecha pedazos.

Viéndose, pues, Ester libre de tan gran peligro por el beneficio y merced de la santísima Virgen, no la quiso ser ingrata, antes con muchas lágrimas de piedad y gozo pidió a los cristianos que a tan maravilloso suceso se hallaron presentes, que luego la bautizasen, confesando a voces que quería ser del gremio de la Iglesia Católica. A tan grande y prodigioso milagro acudió el obispo don Bernardo, que entonces regía la silla episcopal de Segovia, y los más principales ciudadanos della; y junta la clerecía della, con las cruces de todas las parroquias, la trujeron en procesión a la iglesia mayor, dando todos mil gracias a Dios (que por medio de su bendita Madre obra tales maravillas) y ganando un alma para el Cielo. Llegados al templo, el obispo la bautizó, dándola por nombre María, para memoria del beneficio que había recebido, y por sobrenombre del Salto, por el trabajo y peligro en que se había visto, y también por el salto que dio de la ley de Moisés a la ley evangélica de gracia. Luego que María del Salto se vio bautizada, pidió al obispo la dejase estar todo el tiempo de su vida en la iglesia, porque su intento era servir a Dios y a la Virgen en ella, ocupándose en algún santo ministerio; y ansí se hizo, conforme deseaba, y mientras la duró la vida no salió de la iglesia antigua, que estaba en la plaza de los reales alcázares; y después, hecha la iglesia Mayor nueva que agora tiene la ciudad, se mudó su cuerpo con mucha veneración, y le pusieron en la pared del claustro, donde está pintado este maravilloso suceso.

CURA. Y el marido, la dama y testigos, ¿qué se hicieron? Que en verdad que se puede desear saber en qué pararon.

ALONSO. Ni la historia lo cuenta ni autor ninguno hace mención dellos; pero puédese creer piadosamente que el marido y los testigos y judíos que vieron tan admirable caso se volverían a Dios, dejando su ley mosaica, y que la dama pediría perdón a María del Salto del testimonio que, celosa, la había levantado, y de allí adelante, con notable enmienda, corregiría su cólera, para que otra vez no se despeñase a semejantes daños y crueldades. Después, para memoria, la divina imagen de la Madre de Dios (que, como dije, estaba en el nicho de la puerta de la iglesia catedral) se puso en una pequeña ermita, donde el Señor obró por ella grandes milagros. Y después, creciendo con mayor

fervor la devoción de los segovianos, la edificaron en honra y servicio suyo el suntuoso templo que agora tiene, a cuya translación la noble ciudad hizo notables y grandiosas fiestas en que se hallaron los Católicos Reyes y príncipes y otros muchos grandes de España: de cuya fiesta escribieron elegantemente el licenciado Simón Díaz (que al presente asiste como administrador de la sagrada ermita) y Frutos de León, hijos de Segovia; y también escribió, aunque sucintamente, el doctor

Jerónimo de Alcalá Yañez, médico y cirujano, una breve relación en un pequeño librillo dedicado a la muy noble y leal ciudad de Segovia.

CURA. Prométole, hermano, que tengo de leer todos esos libros, porque verdaderamente esas fiestas han tenido nombre y fama por todo el mundo; pero volvamos a nuestro cuento.

ALONSO. Descansé en la ermita, y no quisiera salir della, mirando aquella más que milagrosa imagen de la Madre de Dios, por tantos títulos y razones estimada (que si no es hablar, no la falta otra cosa). Advertí las riquezas que tenía, las muchas y grandiosas lámparas que ardían en su presencia, el adorno del altar, las pilas de jaspe (presente hecho a la Emperatriz del Cielo por el capitán Juan de Roca, hijo también de Segovia); y hallándome algo descansado, salí de la ermita para entrar en la ciudad antigua, famosa, noble, leal y rica. Antigua, por haber sido su fundador aquel famoso Hércules; leal, porque fue la primera que a la reina Católica doña Isabel, de gloriosa memoria, entregó sus llaves, cuando otras ciudades estaban puestas en armas con la rebelión de las comunidades; noble, por las muchas casas ilustres de caballeros que tiene (que aunque pudiera por extenso referir a vuesa merced su calidad, antigüedad y nobleza, y había bien qué decir de cada una

dellas, pero para quedar corto, y cuando más diga no decir nada, mejor es dejarlo a historiadores de más levantado estilo, a quien de derecho pertenecen semejantes causas); rica, por tener, como tiene, el trato mejor y de tanto caudal, tan honroso y necesario como es el de los paños, cuyos hacedores son sin número los que tiene Segovia, gente principal de todas naciones, montañeses, vizcaínos, gallegos y portugueses (que, como no todos en sus tierras pueden ser mayorazgos, es forzoso tomar modo de vivir; y ansí, ejercitándose en la fábrica de lana, no sólo adquieren con su industria y caudal suficiente hacienda, sino que también son verdaderos padres de familias, sustentando innumerables oficiales a quien por su trabajo dan  de comer).

CURA. Dígame, hermano, ¿vio la puente que dicen de los Diablos?

ALONSO. Ese, señor, es dicho del vulgo; porque el Demonio, padre de maldad, enemigo capital de los hombres, jamás supo ni hizo cosa que no fuese para daño y perdición nuestra; y cosa de tanto provecho y necesaria para el sustento de la ciudad, y que no se pudiera pasar sin ella sino con gran trabajo, es cierto que no había él de ser su autor y artífice. Y, si lo hubiera sido, procurara con todas sus fuerzas, permitiéndolo Dios, que cosa suya no estuviese en pie, derribándola por el suelo, pues, como dragón ponzoñoso, busca nuestro mal y procura estorbar todo bien. Y ansí, lo cierto es que su autor fue Trajano, emperador de Roma: obra digna del romano imperio, maravillosa en su fábrica y contada entre las maravillas del mundo. Escribió della el doctísimo Jorje Báez, jurisconsulto de Segovia; y Antonio de Balbás y Barahona, hijo desta ciudad, hizo también una curiosa y elegante narración en un subido y levantado verso.

En efeto, señor, de muchas claras y cristalinas fuentes que nacen de las sierras vecinas y de la nieve que en ellas se derrite viene encañada el agua hasta llegar a la ciudad, adonde sobre arcos de piedra tosca y parda (a los principios solos, y después llegando a lo más bajo del lugar, siendo doblados unos sobre otros), viene a entrar en la ciudad, repartiéndose por diversos condutos, basteciendo las fuentes y caños de los lugares públicos y plazas, jardines y pozos de las casas; al principio, cuando viene a entrar, un caudaloso arroyo suficiente para todos los ministerios necesarios, así del arrabal como de la ciudad.

Y fuime, antes de llegar a verla, a los alcázares reales, fábrica antigua y palacio de los más fuertes y vistosos que tiene el rey don Felipe nuestro señor. Están vecinos de las casas obispales del señor don Melchor Moscoso y Sandoval, obispo en esta ciudad, hijo del señor conde de Altamira, tan noble en sangre como ejemplar en letras, tan cuerdo y de maduro consejo como mozo en los años, de una loable y santa juventud.

En lo seglar tenía el gobierno don Sancho Girón, que para honrarle el sobrenombre bastaba, caballero del hábito de Alcántara, ejemplo de corregidores; y por su teniente el licenciado Diego Cambero de Valverde, persona de tanta cordura y de tan larga experiencia, que con haber habido antes dos jueces que gobernasen la república, pareciendo ser bastante para la judicatura y buen gobierno de ella, el Real Consejo le envió solo a gobernarla y regirla.

CURA. Con tales sujetos, ¿qué bien no se podrá esperar en Segovia?

ALONSO. De allí me fui a la santa iglesia catedral, obra insigne y digna de la grandeza de una ciudad como la de Segovia, pues con ser tan poca su renta o casi ninguna, es otro segundo Escurial en su fábrica; y no es mucho, pues la va edificando la caridad y limosna de sus piadosos segovianos, y en bolsa de Dios no es posible que jamás pueda faltarle.

CURA. ¿Son ésas las limosnas que llamaron antiguamente echar piedra, y agora se llaman ofrendas?

ALONSO. En el tiempo que la iglesia mayor estaba junto a los reales alcázares y arrimada a las casas obispales, antes que se mudase a la plaza Mayor, adonde agora está, para ir edificando la catedral nueva iban todos los días de fiesta por sus parroquias, así la gente principal como la plebeya, sin excusarse ninguno, por noble que fuese, a traer los despojos, ansí de piedra como de madera, para andamios y otras cosas necesarias con que se iba levantando la obra que se intentaba, gastando en este santo ejercicio fiestas y domingos: ocupación digna de la piedad de los de Segovia. Y para muestra del contento y gozo con que acudían a semejante trabajo (que lo era grande) llevaban las angarillas adornadas y cubiertas de seda, flores y olorosas yerbas, haciendo ventaja en su celo y generoso ánimo a la reedificación de aquel tan celebrado templo de Jerusalén. Pues como, según dotrina del angélico doctor santo Tomás, la industria de los hombres inventó el dinero, dándole calidad para que todo lo valiese, hallándose por él el trigo, el pan, la carne, el pescado y todo aquello que faltaba o tenía necesidad alguno de los que iban a pedir alguna cosa; no del modo que antes se usaba (porque si alguno había menester algún aceite iba en casa de su vecino y llevábale, porque se lo diese otra cosa para trueco de lo que recebía); pero como ya el dinero tenga el valor, y sin serlo sea en calidad cualquiera cosa de cuanto puede imaginarse, los ciudadanos, para que diese fin con

mayor brevedad el sagrado templo y continuamente se prosiguiese con el edificio, dieron nueva traza; y fue que se echase tales días señalados ofrendas, así por la gente noble como por los oficiales de la ciudad; y porque pareciese que iban para aquel efeto, determinaron se pusiese la limosna en unas

velas, según agora se hace, llevando una vela de cera blanca de a libra cada uno, y en ella un escudo de oro: sirviendo la cera para servicio y culto del altar de la santa iglesia, y la limosna de la moneda para la obra.

Hecha la primera ofrenda la ciudad y linajes el día de los Reyes en cada un año, los demás domingos y fiestas señaladas van echando sus ofrendas todos los oficios, que son muchos, y, sin éstas, dos naciones nobles, que son vizcaínos y montañeses; y porque no se reserve persona alguna, el día del apóstol san Pedro echa su ofrenda el cabildo de la santa iglesia, teniendo también la clerecía otro día señalado en que echar la suya. Hasta los lugares cercanos, que son como arrabales de la

ciudad, vienen por la pascua de Espíritu Santo a traer en sus carretas y acémilas piedra, cal y arena, materiales forzosos para aumento del sagrado templo; y deste modo ordinario es con el que se procede. Por haber sido su principio el echar o mudar las piedras de un lugar a otro, se llamó esta limosna echar piedra, y al presente se llama ofrenda, variándose el nombre: negocio de mucha virtud y ejemplo, viendo con el celo y voluntad con que se continúa cada año, sin haber intermisión ni poner falta en ningún modo.

CURA. En verdad, hermano, que me he holgado de oírle: prosiga con su viaje.

ALONSO. Andúveme por la ciudad dos o tres días, entreteniéndome y tomando algún alivio del cansancio pasado de mi camino y de la indisposición que había tenido, visitando los conventos y casas de devoción que tiene Segovia admirables, ansí en edificios como en riquezas de religiosos y

religiosas, donde se hallan personas de toda virtud, de saber y letras. Pero, considerando que el poco dinero que me había quedado se me había de ir acabando forzosamente si no tomaba orden de vivir, determiné de acomodarme en algún oficio adonde luego ganase de comer, y el más a propósito que pude hallar fue el de peraile.

Verdad es que es el de mayor trabajo; que aquí verdaderamente se puede decir: In sudore vultus tui vesceris pane tuo; en el sudor de tu rostro comerás tu pan; más proprio para  gente moza que para personas entradas ya en días; de quien se debía de acordar un viejo en el tiempo que debiera estar en su punto la caridad, compasión y misericordia, el dar consejos saludables y virtuosos a los que deben dejar buen ejemplo de obras y palabras.

Éste, pues, cercano ya a la muerte y, como dicen, en los últimos trances de su vida (pues casi no podía formar la voz), rodeado de toda su familia y junto a su cabecera un hijuelo solo, mayorazgo de la gruesa hacienda que le dejaba, puestos en él los ojos, le dijo semejantes razones entre otras: «Mirad, hijo mío, que si prestáredes dineros, sea sobre prendas que valgan el cuatro tanto; no sobre ropa, sino plata, oro o cobre; y si a vuestra heredad hubiéredes de traer obreros que cultiven ansí

las tierras como las viñas, no los escojáis ni admitáis viejos, sino gente moza que pueda trabajar, y no que a lo mejor del tiempo sea menester que estéis delante para que aproveche el jornal que os lleva».

CURA. En verdad, hermano, que ese hombre era caritativo, y que no dejaría, por misericordioso, de hallar misericordia.

ALONSO. Hay hombres de corazón de piedras; pero yo, fiado en la divina Providencia, me aventuré, y buscando un maestro, le pedí me llevase a su casa, dándole palabra de servirle con muchas veras si me enseñaba el oficio y me admitía por aprendiz. Dificultó un poco, por verme ya ametalado, la barba como pluma de tordo de más de un año; pero asegurándole yo su partido, me hizo quitar la capa y sombrero y, poniéndome dos palmares en las manos, me dijo: «¿Cómo os llamáis?». «Alonso», le dije, y respondiome: «Alonso, buen nombre y mal mozo, no querría que se dijese por vos. Empezad por ese bayarte y miradme a mí cómo empiezo a cardar en el nombre de Dios y de su santa Madre».

Alzó mi amo los brazos, y yo imitele (y le prometo a vuesa merced, con muy buena gracia), mirándome otros compañeros que estaban trabajando, que no me hacían ventaja con estar ya

ejercitados en el oficio; que, para decir la verdad, el más cansado y de mayor trabajo es el que tiene la lana, y que cuanto se gana, aunque mucho más fuese, todo es poco para un cansancio y trabajo tan intolerable, y más para quien no estaba acostumbrado a semejante ejercicio. Mas no vengan desdichas como pasará un hombre, por delicado que sea.

Dio el reloj las siete horas, más deseadas que el día de fiesta para los niños que van a la escuela, y como si cayera algún gran turbión de agua bastante para apagar un fuego, así el sonido de la campana puso fin a nuestras continuas alabanzas: tomaron sus capas y sombreros los oficiales y, despidiéndose de mi amo, salieron diciendo iban a almorzar, y mi maestro y yo con otros dos aprendices nos sentamos a la mesa que nos pusieron con dos panes, una asadura guisada con su ajo y un jarro de vino. El olor solo me bastaba para abrirme a mí las ganas del comer, porque como había trabajado más de hora y media, llevaba la salsa de san Bernardo; y mostrose muy bien, pues de los dos panes, el pan y medio en poco rato le puse en cobro; y no era mucho, porque iba mojando en el caldillo.

      Mirábame la maesa y, alabando mis buenas ganas, me dijo, viendo que no me había quedado nada delante: «¿Queréis más, hermano?». «Dios lo dé con mano liberal siempre como ahora (la respondí); que en verdad que como estoy convaleciente y cansado, que no puedo comer tanto como eso; pero confío en Dios que iré cobrando fuerza y comeré de otra suerte». «En casa de Bercebú podréis vos comer (me replicó la mujer) y no en mi casa. ¡Eso había yo menester! Doce maravedis habéis ganado y habéis comido real y medio, y ¿no podéis comer? A otra parte, hijo mío; que talle lleváis que a la comida, merienda y cena gastaréis de pan, vino y carne ocho reales: caro aprendiz

sois. Salid luego, y dejad mi casa». «Cuando vuesa merced me eche della (la respondí), no faltará quien me reciba en su servicio, y más en año tan fértil de trigo».

CURA. A tan malas razones ¿qué dijo su maestro?

ALONSO. Era la señora mi ama y tocábale el mandar aquellos días; dejado aparte que porque hubiese paz en casa, por vía de buen gobierno le convenía callar, por ser el natural de la güéspeda medio víbora o medio serpiente (si no lo era entera); y los que alcanzan tanto bien por su desdicha, lo mejor que pueden hacer es disimular y no se dar por entendidos, por importar más el sosiego de casa que el servicio de un mozo, por bueno que sea.

Yo, señor, di gracias a Dios por mis trabajos, pedí a mis amos perdón por el disgusto que les había dado sobre mi negro almuerzo, y echando de ver que si me despedían no era por deshonor alguno ni falta que tuviese, sino sobra de un poco de pan más a menos, me salí de su casa con determinación de otro día buscar un obrador venturero y, como otros, entrar por mi jornal, confiado en mi buena habilidad, pues con sola una lición que me dieron parecía estar suficiente para hacer un examen.

      Y no se maraville vuesa merced de mi soberbia, pues cada día podrá echar de ver ingenios tardos, rudos y tan dificultosos de aprender lo que se les enseña, que sería más fácil domar un

toro, volver el impetuoso mar quieto, arrancar el más soberbio y levantado monte, que hacer que los tales perciban una palabra; y por el contrario, otros de tanta agudeza, tan prontos y fáciles para cualquier cosa, que no hay águila que así vuele ni saeta que con mayor velocidad pase por el aire.

Yo, pues, aunque por extremo, como otros, era entreverado y lucíaseme cualquier obra que entre manos tomaba, dando de mí buena razón y cuenta, paseeme por la ciudad aquel día; y madrugando otro, con los oficiales que metió un capataz de un mercader, me llevó consigo, entendiendo que era tan ejercitado en la percha como los que llevaba. Ayudó para esto el decir yo que había trabajado en Córdoba y en Toledo; y decía verdad, aunque por otro camino, pues no sé yo que haya mayor trabajo

que estar uno dependiente y sujeto a la voluntad de un señor, por bueno que sea.

En efecto, pasé plaza, hice mi figura como los demás, no sólo aquel día, sino otros muchos, y tan bien, que no tenían que reñirme falta alguna que hiciese. Mirábanme mis compañeros, y como no me conocían, alcanzaba con ellos mejor nombre y opinión de la que yo podía desear. Y entre mi cansado trabajo notaba yo el modo de proceder que tenían, el cantar de los viernes los pasos, el sábado los gozos, y todos los días, en dando las diez, Rey don Sancho, rey don Pedro, váyase por ello. Despachábase entonces la estafeta; traía cada cuatro o cada ocho, con que se animaba todo fiel cristiano.

Aquí sí que se podía vivir, y aun beber, sin estarnos mirando a la boca si se come o no se come, pues para trabajar todo es necesario, y el que camina, por cansado que vaya, tomando algún refresco toma aliento. No había hombre que no fuese gobernador y regidor del mundo, mucho mejor que los que se desvelan con nuevos arbitrios, consumiendo vidas, gastando su hacienda, haciéndose malquistos con todo el reino. Todos los consejos teníamos de ordinario en nuestro obrador, sin haber

un maravedí de renta entre nosotros. Considerábamos con muchas veras qué gente era menester para ganar la Casa Santa; ventilábase el negocio, había varias opiniones, resultando de la disputa algunas malas palabras y peores obras, saliendoalgunos de los litigantes muchas veces con las manos en la cabeza, para que tuviese de comer el solícito procurador, el alguacil, fiscal y escribano; verificándose bien el común dicho de las madres viejas: «Dios desavenga quien nos mantenga».

Había fueros y tandas, regocijo entre nosotros muy conveniente a la bocólica: daban las doce de mediodía y no quedaba olla que no pudiese estar segura, pues a la una se había de volver a nuestra tahona; y si algún tiempo se podía excusar, era de medio cuarto de hora cuando mucho, porque

para más nuestro guardián tenía cuidado de que fuésemos puntuales en todo. Llevábase desta suerte toda la semana; lunes y jueves había el socorro para alivio del ordinario gasto de cada casa, mientras que el sábado, hecha cuenta, se hacía pago de cuanto se nos debía: premio bien merecido y galardón bien trabajado, que si con paciencia se llevase, no poco merecimiento se podía granjear. Ni era de estimar en poco tener una ocupación tan forzosa, que si se quisiesen divertir por algún vicio, no hay disciplina que así corrija y vaya a la mano la sensualidad y torpeza como el continuo asistir de noche y de día a semejantes obras (pues con la ociosidad, madre de los vicios, todo mal se saca, como del sudar, trabajar y ocuparse loablemente toda virtud, modestia y recogimiento), aunque no faltaban desaguaderos en medio de nuestras congojas; porque como nuestra vida es mar, forzosamente ha de haber de todo: quietud, vientos crecidos y borrascas y olas que se levantan hasta las nubes.

CURA. ¿De qué modo, en la casa de un pobre oficial?

ALONSO. Venido el sábado en la tarde (aunque lo más ordinario era domingo de mañana), íbamos en casa del mercader a cobrar la semana, sacando por junto lo que a cada uno le pertenecía. Pero lo que me ponía nueva admiración y espanto era ver repartidos en diferentes escuadras no sólo a mis

compañeros, sino a otros muchos semejantes en la perdición y poco juicio, pues en poco más de dos horas ponían en cobro, perdiendo en ilícitos juegos, lo que no habían podido ganar en muchos días sino a costa de su grande sudor y cansancio, y no reparando en los grandes inconvenientes que suelen traer tales entretenimientos.

Servía yo de predicador; aconsejábales por el mejor camino que podía el remedio de su perdición y mal término, diciéndoles: «Hermanos, tenéis hijos (que por la mayor parte gente pobre carga desta jarcia), y vuestra mujer en esta ocasión, enfadada de los hijuelos, está aguardando el sustento que lleváis ganado para toda vuestra familia, pues después de Dios, vos habéis de ser el que los habéis de alimentar; y ya que no tenéis renta, vuestro sudor ha de ser el que los ha de dar de comer; dejado aparte que echáis a mal en un hora lo que habéis estado reventando muchos días para ganarlo. Dejo aparte los juramentos, las malas palabras que os decís vuestro compañero y vos (que son lances forzosos de los que juegan), el procurar engañar, el deseo de quitar al perdidoso hasta la camisa (y persona ha habido que, imitando a nuestro primer padre, se quedó en carnes). ¿No os acordáis que cuando os casasteis os dijeron: “No os damos esclava, sino compañera?”. Pues ¿a qué esclavo se le ha quitado la comida, como vos hacéis, o qué bárbaro pudo sufrir lo que vos queréis que pase la pobre de vuestra mujer? Llegáis a vuestra casa habiendo perdido lo mucho o poco de vuestro trabajo, cercan os las obligaciones, que es fuerza os den pesadumbre; vuestro vecino no las ha de remediar, y por ventura le habréis enfadado otras veces con la perdición que traéis, ¿qué gusto os puede quedar, o qué buena cara mostraréis considerándoos tan sin esperanza de favor o remedio? Pero, al fin, para todo en lo que suele parar: pagando vuestras deudas con ausentaros, haciendo iguales a vuestros acreedores, dejando vuestra tierra por algunos años, güérfanos de mal padre a los hijos, que ni pueden ganar de comer ni aun lo saben pedir, y a la que os llevó para tener amparo con vos, tan sin él y tan sola, que, a no haber sido tan corta su ventura, la hubiera sido harto mejor no haberos visto ni conocido, pues suele decirse: “Un alma sola ni canta ni llora”; y ella, acompañada de un hombre tan desalmado como sois, y con tantas almitas de purgatorio (sin haber pecado sino por pecados vuestros), ¿qué puede tener, sino estar en una perpetua guerra, en un tormento y aflicción cautiva, causada por un vicio tan desordenado de un juego (o fuego, pues así consume y acaba hacienda, honra, vida y alma). Que juegue el rico, el poderoso, el que tiene mucha renta, aunque es malo, llevadero es; pero vos, hermano, ¿por qué o para qué? No llueve Dios sobre cosa vuestra, ni cayó granizo sobre viñas ni sembrados de vuestros padres: lo que hoy ganáis lo habéis de comer mañana, y si no lo trabajáis no lo puede haber si no es con trampas o enriedos. Pues ¿para qué habéis de jugar? A los oficiales se les permite los días de fiesta hasta real y medio para que se entretengan, y vos salís no sólo de lo prometido, sino que, no guardando orden ni razón en las cosas, todo va (y no como ha de ir) tan sin rienda, que no hay caballo desbocado que ansí se despeñe».

Esto de ordinario les aconsejaba; y oíanme ellos con tanta risa como si les dijera alguna patraña, y, burlándose de mí, decían tener mucho andado para predicador, que guardase la boca y saldría eminentísimo, sacando de aquí por mi cuenta que esto medra el que sin ser rogado, o pedido siquiera, se mete en dar consejos. Pero, al fin, como no todos son de un natural y cada uno hijo de su madre, no faltaba quien volviese por mí y alabase mi intento. Milagro, y no poco de estimarse, pues si hay zoilos que murmuren y no se contenten con cosa que ven ni oyen, también hay quien ampare y favorezca el buen celo, y lo que se pierde en unos, con otros se viene a restaurarse.

Con estas y otras cosas pasaba mi vida, y aunque trabajosa, sin salir de Segovia me estuviera mientras me durara la vida, a no sucederme la desgracia que le contaré a vuesa merced, que fue en esta manera:

Estábamos una tarde, como solíamos, en el obrador con el mayor regocijo y contento que podré encarecer; habíase cantado, y con muy buena gracia, cuantos romances se venían a la memoria del rey don Pedro, de don Álvaro de Luna, de don Sancho sobre Zamora, no dejando los valerosos hechos del Cid y Bernardo del Carpio, cuando, cansados ya los de una y otra banda, venimos a tratar sobre cuál tenía más poder: el Soldán de Persia o el Turco Solimán.

Dijo uno: «El Turco es muy poderoso, es señor de muchos reinos, tiene grandes riquezas, muchísima gente muy dada a la guerra (porque como entre ellos no hay religiosos, sino que

todos se casan, y el que más mujeres puede tener y sustentar las sustenta y tiene, multiplícase en ellos la generación); dejado aparte la multitud de genízaros que tiene, soldados que solo crían para la guerra».

Mi compañero dijo que no, «porque el Soldán alcanza en mayores riquezas, es mayor su reino y sus soldados y gente de guerra están más ejercitados en las armas, y, como gente diestra, hacen ventaja, aunque fueran menos, a los del Turco».

«No es así», replicó el otro; y a pocos lances vino un mentís, y tras él un golpe con los palmares en la cabeza, que dejó tendido en el suelo a su contrario, alcanzándole con los gavilanes una mortal herida.

Los más que allí estábamos tuvimos por más seguro poner tierra en medio que aguardar a la justicia y escribano; y fue cordura, porque en llegando que llegó el tiniente, viendo el peligro del herido, a cuantos halló llevó a la cárcel; y a encontrar conmigo, sin duda que me sucede otra como la de Valencia.

CURA. Notable disparate, por cierto; que por algo tomaban pesadumbre.

ALONSO. Por estas y otras tales cosas muy de ordinario teníamos nuestras pendencias; y así, para evitarlas, determiné de irme a Barcelona, por haber oído decir del reino de Cataluña grandes bienes.

Pero ya, señor, es hora de que nos recojamos; y ansí, con su buena licencia de vuesa merced se podrá quedar la jornada para el siguiente día.

CURA. Sea como gustare; que aquí me hallará aguardándole con la voluntad que he tenido, para cuanto me quisiere y ordenare de mí.

CAPÍTULO VII

Cuenta Alonso la jornada de Barcelona, y su cautiverio

y los trabajos que le sucedieron.

ALONSO. Es la vida nuestra, señor licenciado, como la mar, como la guerra y como la fortuna; y así como en todas ellas y en cada una de por sí hay tempestades, vientos contrarios, quietud, aires amorosos, favorables, malos sucesos, desastrados fines, vitorias, riquísimos despojos, volver de prosperidad en suma desdicha y desventura, subir de humilde y bajo estado a la encumbrada silla del imperio, así en mi tragedia lo podrá vuesa merced echar de ver, y yo a mi costa haberlo  experimentado. ¡Qué de veces me vi en buen hábito, rico, favorecido de gente noble, y cuántas deseando un pedazo de pan para satisfacer mi necesidad y miseria! Vime sobrado con quien me sirviese; después pobre y tan solo, desamparado de todo favor; representé en el tablado de mi vida el papel que suelen muchos representar, haciendo el personaje de un rey, de un príncipe, y luego el de un pobre pasajero o pícaro.

CURA. Eso, hermano, dijo el Espíritu Santo, mostrándonos la variedad de las cosas y la poca firmeza que se tiene en ellas, cuando, dando consejo, enseña diciendo: Non laudes virum in

vita sua; no alabes a nadie hasta que muera; porque el más subido y levantado muy de ordinario suele tener vaivenes: acábase la hacienda, muérese el amigo o enfádase de dar amparo y favor, y sin su báculo, no se pudiendo tener, forzosamente ha de dar en el suelo. En los soberbios alcázares y

castillos más fuertes es adonde hace su fuerte el tiempo y la Fortuna, amiga de voltear más que un gitano. Aunque, si tengo de hablar como debo, y a la obligación que tiene persona que profesa la ley y fe de Cristo señor nuestro, no hay hado, estrella ni fortuna; que todo esto fue invención y locura de la vana gentilidad, dando adoración a dioses falsos, inventados por su gusto y parecer, siendo lo cierto y verdadero que el Señor que rige y gobierna así los cielos como la tierra es uno solo, cuya

poderosa mano da a cado uno lo que le conviene y es necesario: al rico y poderoso hacienda y bienes temporales, y al pobre y menesteroso lo necesario para la vida, sin tener descuido de la más pequeñuela hormiga hasta el más fuerte y cuerdo elefante, sin tener quien le aconseje, quien le ayude y encamine en lo que ha de hacer.

ALONSO. Eso, señor, doctrina es del predicador de las gentes san Pablo, mostrando con evidencia la eterna sabiduría de Dios. Pero, volviendo a nuestro propósito, salí de Segovia, sabe el Señor cuán necesitado de cuanto había menester para semejante jornada; porque, aunque es verdad que ya ganaba de comer, íbase comido por servido; de modo que el jornal era poco y no bastante para posada, comida y vestido; demás que las fiestas traen su gasto de por sí, y no la ayuda de la costa de aquel día.

Pero, al fin, a trueco de no caer en una cárcel, todo se me hacía bueno, sin espantarme dificultad, por grande que se me ofreciese.

Llevábame el deseo de ver aquella insigne ciudad de Barcelona, cabeza del reino de Cataluña, insigne y famosa por sus grandes riquezas, de quien por epitceto comúnmente se suele decir Barcelona la rica, como por otras Valencia la noble, Zaragoza la harta; grandiosa por su iglesia mayor, casas obispales, lonja de mercaderes, playa agradable, cuyas márgenes tocan las orillas del mar combatiendo con su muelle: puerto adonde jamás faltó embarcación para cualquiera parte que pretenda una persona embarcarse.

Estas y otras buenas nuevas me llevaron por toda la Mancha, adonde hallé cuanto pude desear en la caridad de las villas de Ocaña, Tembleque, Albacete y Jumilla, hasta llegar a la muy noble y leal ciudad de Murcia, que todos estos títulos tiene y dellos se precia, y con mucha razón: rica por su noble trato de seda, regalada por su famosa güerta y caudaloso río de Sigura, que la riega y fertiliza; noble por las muchas casas de caballeros ilustres que la ennoblecen; no se contentando con menos de poner en sus armas seis coronas, siendo, como es, cabeza de reino.

Quedárame en ella de buena gana, por haberme parecido muy bien; pero temí el grande calor que vi en aquella tierra, y yo, como criado en lugares más fríos, sentí luego el rigor del sol y la destemplanza del aire, contrario a mi antigua costumbre. Estaban todos los ciudadanos en aquella ocasión ocupados en la furia del subir de los gusanos para hilar, tiempo en que se pierde o se gana una casa: en un punto de subir mal o bien dejan los gusanos o rico o pobre a su solícito y cuidadoso

dueño, pues ha sucedido, con salir admirablemente de las tres dormidas (que son tres tiempos en que mudan el cuero o camisilla), al tiempo de ir a hilar quedarse ahorcados o morirse de landre, quedándose de la suerte de unos confites que

llamamos canelones.

CURA. Por eso, hermano, se debió de decir: «Al fin se canta la gloria».

      ALONSO. Señor, sí; porque, aunque no hay cosa que no tenga su azar, no sé qué se tiene esta granjería de la crianza de la seda, que pasa por tantos vaivenes de fortuna, que cuando uno piensa que va viento en popa, entonces queda, sin saber por dónde, perdido y asolado, y muchas veces el que no lo imaginó rico y poderoso. En efecto, señor, como otras tierras tienen cosecha de pan, vino y aceite, fruta, pesca, hierro y otras mercaderías de trato, el de Murcia es de sola la seda que se

coge; y acuérdome que el año de 1588, en que todos los astrólogos pronosticaron grandes desdichas a nuestra España, un poeta de Murcia, burlándose de todos los judiciarios y pronósticos de aquel tiempo, hizo unas quintillas en que fue contrapunteando sus falsas profecías; y entre los versos que

compuso, fue esta quintilla:

Gusanos han de comer

los cuerpos tristes humanos;

en Murcia no, que ha de ser

al revés, que han de comer

los hombres de los gusanos.

Pues como, aunque estaba contento con el buen trato de mis murcianos, me estuviese espoleando el deseo de mi jornada, dejé la ciudad y, subiendo en el caballito del seráfico padre,

tomé el camino de Origüela, ciudad primera del reino de Valencia, que con su regalo y temple de tierra no es de menor calidad que la de su vecina Murcia, y aun imagino que la hace ventaja en los calores, de cuyo rigor no poco temeroso, me di priesa para dejarla, procurando darme priesa para llegar a la ciudad de Alicante, puerto de mar adonde tenía nueva que estaba de partida una nave para Barcelona, último fin de mi deseo (que, como mío, jamás pudo lograrse; que parece que hay hombres que todo les sucede a la medida de su gusto, y otros que parecen terreros de desdichas).

Y yo debí de entrar en el catálogo, pues, con llegar al puerto de Alicante no tan necesitado como otras veces solía a las ciudades donde caminaba, no pude escapar de la mayor desdicha y desventura que me podía ni era posible venir a sucederme.

CURA. Notable encarecimiento; el suceso aguardo.

ALONSO. Aun quedo corto, y vuesa merced dirá si tengo razón. Llegué, señor, a Alicante un lunes de madrugada, desgraciado para mí, si no es que por la vecindad del día siguiente se le hubiese pegado alguna desdicha; y, sin detenerme en la ciudad, me fui derecho al muelle, por no perder ocasión de embarcarme; y fue a tiempo que entraban en un bergantín una compañía de  representantes, y entre ellos algunos amigos que en tiempos pasados me habían favorecido.

Alegreme de verlos (que para cualquiera ocasión no hace daño tener amistad con los que se ha de caminar); ofreciéronseme de hacer por mí cuanto pudiesen, dándome palabra de admitirme para la representación (demás que ya yo la había hecho otras veces, y representando un embajador, una

guarda, un paje y un oso, dragón y muerto; y no me turbaba en el tablado como otros representantes noveles, que a los primeros versos se quedan como recién casados).

Agradecido a sus ofertas, me metí con ellos con mi hatillo de ropa, o casi ninguna, con grandes esperanzas que si una vez me entablaba por este camino había de subir al nombre que otros traían de semejante modo de vivir, siendo segundo Melchor de León, Sanchez, Cristóbal, Lobillo, Cintor, Prado o Alcaraz; personas que en representando tenían a los oyentes que no era menester pedirles silencio, según estaban suspensos y colgados de sus razones.

Hízose señal de partir: alzáronse velas, levantose un viento favorable, salimos del puerto sesenta y seis personas forasteras, sin los que gobernaban el bergantín, viento en popa y con la seguridad que se podía imaginar. Mas ¿quién la tuvo en medio del golfo, y más yendo Jonás con mi compañía? Que cuando no hubiera de venir borrasca, los vientos se conjuraran contra ellos, siendo la tormenta mayor que han padecido los que de ordinario corren semejante fortuna.

Escureciose inopinadamente el cielo, condensáronse las nubes, bramaban los vientos, subían las olas hasta las estrellas, y tras ellas bajábamos todos con el pobre bergantín hasta los abismos y centro de la tierra, llevando de camino cada uno la ruciada bastante para que, aunque fuéramos una seca yesca, dejarnos remojados para muchos meses.

Allí era el llamar los santos, el hacer promesas, el arrepentirse de las ofensas cometidas contra Dios y el esperar por momentos la muerte; que bien dijo el que dijo: «Si quieres bien rezar, vete al mar a embarcar», porque allí es ello: de la vida a la muerte sola una tabla, cerrado el cielo, conjurados los vientos, tierra convertida en agua, sepultura de desdichados (que aun siete pies en aquella ocasión valían más que valen las Indias, y allí no se pueden comprar por ningún dinero), aunque el otro, consolándose en sus desdichas, dijo que no le podía faltar tierra donde enterrarse; pero en el mar sepulcros hay más honrados y de mayor estima, pues no faltan ballenas, delfines,

atunes y emperadores donde puedan sepultarse. Y, a ser luego, con aquello se acabara, sin entrar en nuevos tormentos más insufribles que la muerte, aunque el Filósofo dijo que el mayor de los males era el morir: Malorum omnium terribilem mors; mas no supo Aristóteles qué cosa era cautiverio ni estar en tierra de moros sujeto a un renegado sin dios, sin ley; ni en su vida le faltó pan ni carne ni fruta que comiese: levantábase cuando le daba gusto, íbase a la cama cuando quería; y no como nosotros, que habiendo corrido más de trescientas leguas en día y noche,cuando vino a mostrarnos su cara el dorado y resplandeciente sol, que dicen los poetas, nos hallamos en la playa de Argel,

rodeados de catorce galeotas, rotas las velas, hecho pedazos el árbol y entenas; todos tan hechos agua, que carne y vestidos eran de una suerte.

   

Poca defensa hallaron en nuestro bajel los infieles, porque más estábamos para espirar que para tomar las armas; y así, fácilmente entraron en posesión de lo que no ganaron, sino de lo que el Cielo les enviaba por pecados nuestros. No se vea ningún católico cristiano como entonces nos vimos; y lo que peor era y de mayor lástima: las pobres mujeres de los comediantes tan diferentes de cuando entraron en el bergantín, como va de muertas a vivas. Allí sí que representaban a lo natural lo que es la miseria humana; poco antes libres, entonces sujetas a un infiel bárbaro, cruel, que su gusto y apetito era el dios que adoraba, cuya razón no era más que su interés y voluntad. Y ser ansí bien se conoció, pues con vernos de modo que a los más crueles animales moviéramos a compasión, lo

primero que hicieron nuestros enemigos fue cargarnos de hierro desde el cuello hasta los pies; y así aherrojados nos llevaron al Virrey, dándole cuenta primero del venturoso suceso que habían tenido con nuestra desgracia.

En lamentable prisión subimos una gran cuesta que tiene Argel hasta la mar, porque su sitio es un alto, y lugar tan fuerte, que admira su grandeza, por ser inexpugnable, sus calles tan angostas y estrechas, que dos personas a caballo no pueden ir juntas, y para poder pasar otro se ha de arrimar mucho a la pared o entrarse en alguna puerta para tener un poco de lugar y que no le atropellen; y con ser, como es, tan infeliz pueblo cárcel del Demonio y verdugo del pueblo de Dios, es fertilísima y de admirables aguas, regalada de cuantas cosas pueden desearse para el sustento de los hombres, teniendo los desdichados habitadores de aquella infeliz ciudad en esta vida los regalos y bienes, en trueco de los tormentos y dolores que en la otra les están aparejados y los aguardan con tanta certidumbre.

Salían a mirarnos por ventanas y calles innumerables muchachos (que, como aquella gente no se contenta con una mujer, sino que el que más puede tener ése tiene más, y entre ellos no hay frailes ni monjas, sino que todos se casan, no hay enjambre de abejas que así se multipliquen y aumenten); solas las mujeres guardan clausura, y no permiten estos bárbaros salgan a vistas, o que por ser demasiado celosos o que por falta dellas (pues, como infieles sin razón, no deben de guardar el

respeto que deben a sus maridos en ofreciéndoseles alguna buena comodidad y ocasión). Ellos, por evitar estos trabajos, trátanlas de suerte, que más se puede decir por ellas que son esclavas que compañeras y esposas.

Llegados al Virrey, fácilmente se juzgó y averiguó nuestra causa; porque «partió Tomás, y para sí lo más»: escogió para sí todos los comediantes, que eran trece personas de gentiles cuerpos y de mediana edad, y a sus mujeres, y entre ellos le pareció quedase yo también, diciendo que le parecía que era esclavo muy a su gusto. Los otros cautivos, parte repartió para el Gran Señor (que nosotros llamamos el Gran Turco) y parte de los que quedaron dio a los capitanes que se habían hallado en la

playa, quedando él mejorado en todo, por haber llevado lo mejor de la presa: diez y seis personas con las mujeres.

CURA. Por necio le tuviera si, teniendo las manos en la masa, no saliese él con la parte mejor y de mayor provecho.

ALONSO. A ese propósito me acuerdo de un caso que le sucedió a un ganadero de mi pueblo con un mayoral suyo, en esta manera:

Para llevar cantidad de ganado a Extremadura, un hombre rico le entregó a un criado suyo dos rebaños de carneros, dándole facultad y licencia para que juntamente con su ganado llevase cuarenta cabezas que él tenía, dándolas pasto con las que a su cargo había de llevar a extremo. Partió hecho su concierto; duró su ausencia todo el invierno, hasta que, llegada la primavera, dio la vuelta con el ganado para Castilla; y llegando al pueblo donde su amo estaba, le fue dando cuenta de lo que le había entregado, pero no tan buena que no faltasen más de ducientas y sesenta cabezas, dando por descargoalgunas haberse muerto por la inclemencia y rigor del frío, y otras por los muchos lobos y osos que se crían por aquellas tierras.

Sintió el señor la falta, afligiose; pero, como cosas sujetas a la voluntad de Dios, diole gracias por el trabajo que le enviaba; y preguntando por los carneros que había llevado por suyos, dijo:«Gracias al Señor, buenos vienen todos; no han tenido ningún desastre». Entonces el buen hombre, perdida la paciencia, con mucha cólera vuelto para el mayoral, le respondió: «¡Mala pascua os dé Dios, y mal San Juan tengáis! ¿Sólo para mis carneros hubo lobos, osos, enfermedad y desdichas, y para los

vuestros sobra de salud y buena fortuna? Si mi ganado pudiera hablar, yo sé que dijera cuán gran ladrón sois y el mal trato que habéis tenido».

CURA. Eso, hermano, es llaga vieja en los criados incurable y sin remedio; y militan de una suerte lo alquilado y lo prestado, que por eso se dijo: «Adonde no está su dueño allí está su duelo». Y a una señora que iba tan bien vestida que parecía que las sayas que llevaba se las había puesto para barrer las calles, la preguntó un galán que la servía, motejándola de poco aseada: «Señora mía, ese vestido que vuesa merced trae ¿es suyo o pidiole prestado o alquilole?».

ALONSO. En efeto, señor, el Virrey escogió de los cautivos los mejores, de más fuerzas, más mozos y de mejor talle: los viejos enfermos y de menos provecho dejolos para el Turco y sus capitanes.

CURA. Aun no tan malo, pues quedó en poder del Rey, y, por lo menos, en su palacio era forzoso el pasarlo mejor y con más regalo: cosa que contradice a un cautiverio.

ALONSO. Pues vaya vuesa merced notando lo que le diré, para que vea los trabajos que se pasan en aquella Babilonia y la desventura en que se ve un pobre cautivo. Lo primero, la comida no ha de ser más de un pan de ración, sin género de vianda, y el pan lo más ordinario es de cebada (y, si de trigo, muy malo, negro y lleno de salvado); la bebida, agua, porque vino allá no se usa (aunque entre los moros hay también grandes borrachos); tocino allá no se cría, por ser carne prohibida por Mahoma. Si más de pan, como fruta o carne, comieren los cautivos, será por comprarlo, o, lo más cierto, por hurtarlo; porque para ellos no hay cosa segura, porque si no es viviendo de rapiña no se puede pasar en aquel reino. De suerte que, quejándose de un cristiano un moro por haberle hurtado

algunas cosas de comer y dineros, le respondió el juez: «Guardaras tu casa y tu hacienda; que bien sabes que ése no tiene más renta de la que pudiere hurtar».

Esto es cuanto a la comida y cena; y el dormir es en un carzo, que son unas cañas juntas, atadas con una soga, que vienen a formar como un tablón o puerta grande, adonde puede echarse un hombre, porque colchón de lana ni otro género de ropa no se la darán a ningún cautivo.

De noche viene el alcaide con algunos moros de guarda, para llevar a recoger a los cautivos a una casería que tienen, que llaman baños. Allí se encierran cada noche gran número de gente, quedando seguros con esto de que no puedan rebelarse, tomando armas contra sus dueños, y de que, convidados con la soledad y silencio, no se cometan algunos delitos, pues de cinco mil y más cristianos que tiene Argel de ordinario dentro de sus muros, cualquiera travesura y rebelión se podía esperar.

Llega la mañana y sacan, no de los palacios de Galiana, sino de aquellas desdichadas mazmorras, a los infelices que en ellas estaban esperando la luz del día: unos acuden a la mar para servicio de las galeotas, aderezando las jarcias y remos; otros a la muralla y fábrica del palacio, que, como procuran que siempre estén en pie y bien aderezadas, forzosamente ha de tener ordinarios reparos; los demás acuden a las güertas, cultivando la tierra, que de suyo es fructífera, para el regalo y sustento de aquellos infieles. Y no era el menor dolor que yo sentía en mi ocupación, el ver que todo mi cansancio, sudor y trabajo era ir contra mi patria, contra mi ley y contra mi rey; y lo peor que había en ello era que no podía irme a la mano ni dejar de hacer cuanto me mandaban, pues si alguna vez por mi desdicha echaban de ver que me descuidaba, allí era el abrirme  las carnes, sin haber réplica ni intervenir ruegos para unriguroso y terrible castigo.

 

CURA. Eso, hermano, peor era que estar amarrado a un banco de una galera; que, en efecto, para los galeotes hay invierno en que descansan en los puertos, y muchos días en que no se trabaja.

ALONSO. Aun si por eso quedara, aun pasadero pudiera ser; pero, señor, llega la primavera, y aun antes que los campos se empiecen a bastecer de diversas flores, se empiezan a prevenir los renegados piratas, y apercibiéndose de gente de guerra y de la chusma para los remos, no dejan lugar de la costa que no saltean, corriendo el paso de Orán a Cartagena, de Valencia a Barcelona y de San Ginés para Alicante, no dejando barquero ni pescador que esté seguro de sus galeotas, pues como ya cosarios ejercitados y diestros, no hay dificultad que no emprendan ni temeroso asalto que dificulten. Nosotros salimos de todos estos lances los peor librados. Pues ¿qué si en tales ocasiones se descuidase un pobre remero? Allí sería el acabar

de una vez con todo.

CURA. ¿De qué suerte?

ALONSO. Salió de Argel Morat Arráez con dos galeotas que tenía, prometiéndose un gran empleo si la Fortuna le favorecía, porque las llevaba, así de gente como de tiros, bien armadas; más sucediole bien al contrario de lo que había imaginado, pues engolfándose en alta mar, descubrieron seis galeras de España que, habiéndoles reconocido, venían en su seguimiento. El moro conoció la ventaja y, como buen soldado, no se atrevió aesperarlas, poniéndose en huida con la mayor diligencia que le

fue posible; y añadiendo velas y gritando a los remeros con grandes amenazas, los movía a que apresurasen con mayor ánimo y fuerza los pesados remos.

Los cautivos, deseosos de una ocasión como la que entre manos tenían, mostrando que hacían lo que se les mandaba, juntamente se iban descuidando; mas el astuto infiel, conociendo la malicia de sus forzados, echando mano de un cortador alfanje que de un tahalí traía colgado, dio un tal golpe

en el brazo de un pobre remero, con tanto enojo y fuerza, que, omo si fuera una leve y frágil caña, desde el hombro le derribó sobre un banco, y luego, tomando el brazo cortado, dando primero con él al miserable (que ya de la mucha sangre que había perdido estaba para acabar la vida), fue prosiguiendo con los demás, que no tenían culpa, rabiando como hambriento león, prometiendo de hacer de todos los forzados lo que de aquel desdichado cautivo había hecho.

CURA. ¡Notable caso y rigor nunca oído!

ALONSO. Pues ¿qué el decir, señor, que no hay defensa alguna para guardarse de los azotes cuando el desalmado cómitre con pequeña causa quiere castigarlos, y muchas veces por su gusto? Y dando razón de por qué lo hace, dice que si no pecaron, para cuando pequen lo pueden tener adelantado, por si acaso, divertido en algo, no los castigare.

CURA. Parecíame eso a lo que acostumbraba a hacer una señora viuda virtuosa con unos hijuelos que tenía; que, como desease que fuesen recogidos y la tuviesen respeto, las más noches se iba a la cama de los muchachos y, quitándoles la ropa, con una diciplina que llevaba, haciéndoles primero un

sermón, poniéndoles delante las obligaciones que tenían, siendo hijos de un tan honrado padre (ya que eran güérfanos), les daba para remate de cuentas algunos azotes. El hijuelo mayor, vuelto para su madre, la decía: «Señora, ¿qué hemos hecho, o qué hacemos para que cada día nos diciplinen deste modo?». Y la buena viuda les daba por respuesta: «Hijos míos, para que os

acordéis que no tenéis padre y porque seáis buenos, y cuando seáis grandes y no os pueda azotar habiendo hecho porqué, tengáis el castigo adelantado y con tiempo».

ALONSO. Prevenida señora era esa buena madre, si ya no la puedo decir madrasta. Pero, volviendo a nuestro propósito, la vida de galeote es propria vida de infierno, y no hay diferencia de una a otra, sino que la una es temporal y la otra es eterna. Y si el remar en galeras de cristianos católicos piadosos y que se compadecen de la miseria y desventura de sus hermanos, es el

tormento que en esta vida un hombre puede padecer (puesto caso que no pierda la vida), ¿qué será el estar en una galeota amarrado a un banco, y sujeto a un infiel sin Dios ni término, a quien ni temor le acobarda ni amor le detiene?

De aquí, señor, podrá vuesa merced sacar cuán gran limosna es la de la redención de cautivos, y el grande bien que hacen las religiones de la Santísima Trinidad y la Merced, acudiendo con tantas veras a una obra de tanto merecimiento; y que el decir que antes se ha de dar a los cautivos que a las ánimas de Purgatorio es con causa muy bastante y fundada en todo género de piedad y razón, porque aquellas dichosas almas que allí están padeciendo tienen certísima esperanza de gozar de los celestiales tesoros, y que sea tarde o presto, al fin, ha de ser, y el descanso y gloria está cierta para siempre; pero un miserable cautivo, pobre, ausente de su tierra, y tanta de por medio, y que no hay quien dél se compadezca, sino quien le procure destruir, y entre bárbaros, donde razón ni justicia son

de poco provecho, ¿qué hay que decir más o qué hay que encarecer, si no hay encarecimiento que llegue a esta verdad?

      Dejado aparte que, como nuestra naturaleza de suyo es frágil, el padecer y sufrir lo hace de mala gana, todo le es violento, y para la virtud va muy cuesta arriba, y el abajar, aunque sea al abismo de los vicios, le es muy fácil, y tanto, que muchos de los cautivos, por salir de aquel tormento y verse en libertad, dejan la ley y fe que recibieron en el bautismo santo y siguen la detestable seta del falso y maldito Mahoma.

CURA. Harta lástima es y harta desdicha ver la ceguedad de tan miserable gente, pues, dejados de la mano de Dios, por tiempo limitado y vida breve deja aquella eterna, y metida en la ocasión de poder con paciencia ganar el Cielo, sigue el ancho camino de los vicios, cuyo paradero es la infernal compañía de los demonios.

ALONSO. Ya, señor, hay pocos de aquellos vitoriosos mártires que, desafiando el Infierno, las cárceles, las feroces y crueles bestias, los tormentos que los más rigurosos emperadores inventaron, cual otro predicador de las gentes, san Pablo, decía: «No hay rigor, por excesivo que sea, que pueda apartarnos de la caridad y amor de Dios»; pero, ya resfriados aquellos fervorosos y abrasados pechos que en aquellos más que venturosos tiempos solían hallarse, en los miserables nuestros,

para verse libres no de los dientes de los leones ni abrasadoras llamas de encendidos hornos de fuego, sino para salir de un cautiverio, dejan su patria, su ley, su rey y su religión por gozar la libertad de cuatro días de vida; que aunque el otro poeta dijo en sus celebrados versos: Non bene pro toto libertas venditur auro: no por todas las riquezas del mundo se ha de perder la libertad, ni por cuantos bienes se pueden imaginar se ha de sujetar un hombre, no tenía fe ni luz del Cielo, ni sabía qué era apartarse de la unión de la Católica Iglesia, nuestra madre, dejando la eficaz medicina de sus sagrados y misteriosos sacramentos por seguir la vanidad de los sarracenos.

CURA. Dígame, hermano: y ¿en qué pararon los comediantes y las pobres de sus mujeres? ¿Qué amos tuvieron?

ALONSO. Tuvieron la ventura más feliz y dichosa que puede desearse, así ellos como ellas, porque para mí todos alcanzaron la corona del martirio. Y fue en esta manera:

Llegados que fuimos ante el Virrey (que es como decir acá el Corregidor), se fue informando de cada uno de por sí de qué tierra era, qué edad tenía, qué oficio, qué calidad, si ordinaria o noble; y aunque entre nosotros no había hombre que a tantas preguntas dijese verdad, haciéndose cada cual pobre peón, obrero, otro soldado (y tan bisoño, que jamás había tomado espada en la mano si no era para alistarse en aquella ocasión, adonde iban a fortificar un presidio), con todo eso, no faltaron

entre los renegados algunos que dijeron al Virrey cómo aquellos mozos y a las mujeres los conocían por haberlos visto representar en la compañía de Pinedo, y que sin duda ninguna eran oficiales de la comedia, trato con que en España se ganaba de comer.Con esta información no hubieron menester más para darlos por condenados; y así, pro tribunali nos mandaron que para el día de San Juan, en solemnidad de tan gran fiesta, representásemos una comedia, con que para ella nos diesen cuanto hubiésemos menester. No pudo haber réplica al mandamiento; que esto de haber menester a otro tiene aparejada ejecución para agradarle, lisonjearle y seguirle el gusto cuanto se puede entender que es su voluntad.

Entramos en consejo, decretando qué comedia se había de representar; y, habiéndose tomado los votos (que salió que fuese La rebelión de Granada), repartiéronse los papeles, y las mujeres comenzaron a tomar de cabeza sus dichos (y yo, que hacía el personaje de un alcaide y de un soldado y echaba la loa, sin el papel que me dieron para dos entremeses). Ensayábamos por los papeles algunos días, hasta que la supimos muy bien de memoria.

Y, llegada la fiesta, por la tarde se juntaron en un jardín del Virrey gran número de gente de la más noble de Argel, así de los varones como de las damas. Sentáronse todos sobre ricos tapetes turquescos, a su usanza, del modo que acá se asientan las mujeres; salió la música y cantaron a tres voces aquel antiguo y tan célebre romance de La estrella de Venus, con que las moras quedaron muy pagadas. Salí yo luego a echar la loa, y ue la de Apeles cuando pintó la cabeza de un truhán que por

hacer burla dél le dio un recado falso, diciendo que el Rey le convidaba a su mesa; y viéndose ofendido el famoso maestro, con sólo un carbón pintó tan al natural el rostro del que le hizo

la burla, que como si fuera el original fue conocido de todos, escribiendo juntamente en la pared, un poco más bajo de la pintura que había hecho:

Este es el que me llamó

al convite de tu mesa,

si es que en verme aquí te pesa.

No acabaron de alabar la buena gracia del recitante, su buena memoria y el buen verso del poeta, aunque para ellos cualquiera cosa bastara, porque si muchos hay de admirable ingenio, agudísimos, los más son gente rústica, sin letras, criados entre armas más que en escuelas, donde los entendimientos se cultivan y, floreciendo en la buena dotrina, dan perfectísimo fruto de sus trabajos; pero lo primero que en su maldita secta se les manda es que no entren en disputa ni se miren libros, sino que a capa y espada se defienda; y así, ualquiera buena razón que decíamos les dejaba tan satisfechos y tan admirados, que así el romance como la loa quisierandurara toda la noche, según con el gusto con que nos oían. Empezose la comedia de La rebelión de Granada, y castigo por el prudentísimo rey don Felipe Segundo, que esté en el cielo. Representaron mis compañeros admirablemente, como personas ya ejercitadas en su arte, los vestidos eran bonísimos, porque capellares, marlotas y turbantes en casa los teníamos, y el traje de moras no faltaba, curioso y rico, porque Alí, virrey que era de Argel, tenía catorce concubinas, sin la propia mujer, y preciábase de traerlas muy aderezadas, como persona poderosa. Los entremeses causaron mucha risa, y con unos

bailes a lo español dimos fin a la fiesta y comenzó nuestra tragedia, porque en acabando de desnudarnos nos mandaron prender y echar en unas mazmorras, cárceles tan obscuras y

húmedas y de tan mal olor, que ellas solas bastaran para quitarnos la vida sin otro verdugo.

 

Hiciéronnos luego cargo del mal término que habíamos tenido, afrentando en la representación a sus reyes, y, lo que peor era, a su Profeta, el poco respeto que se tuvo estando en cautiverio, y que palabras tan descompuestas en esclavos eran lese maiestatis; y con los malos terceros, que nunca faltan en semejantes ocasiones, fuimos condenados a muerte; y no como quiera, sino a que nos empalasen, dándonos sólo un día para descargo de la culpa y delito cometido.

CURA. Al fin bárbaros, pues siquiera por haber hecho lo que los habían mandado eran dignos, ya que no de premio, a lo menos de perdón y misericordia.

ALONSO. Pronóstico fui, y bien verdadero: yo se lo avisé muchos días antes a mis compañeros, que mirasen lo que hacían, pues era cierto se habían de afrentar los moros viendo que les representábamos la pérdida de un reino que en tanta estimación tenían, y más estando tan a pique de recuperallo. Pediles a mis compañeros hiciésemos la comedia del Ramilletede Daraja, o Los celos de Reduán; no fue de provecho mi consejo; debiendo considerar que el que tiene de pedir nunca ha de ser soberbio ni disgustar a los que ha menester y de quien ha de recebir algún bien, y más estando sujetos, como estábamos, en tierra extraña y sin quien nos pudiese defender ni valer en nuestros trabajos.

Llegole a pedir sillas para sus hijos a Cristo señor nuestro, (aquellos tan virtuosos como honrados) la madre de los Cebedeos, y, como discreta, llegó con humildad, reverenciando y adorando a Dios, como obligándole con el respeto con que llegaba; que así lo dice el sagrado texto: Adorans et petens; adorándole y pidiendo; que aun en lo espiritual (que es de mayor importancia y no cabe en comparación) dice el apóstol Santiago que por eso no recebimos lo que pedimos a Dios,

porque le pedimos mal: Ideo non accipitis, eo quod male petatis.

      Un maestro mío, queriendo mostrar el disparatado y corto juicio de los hombres que, cuando llegan a pedir alguna cosa, la piden de modo que desobligan a que se les haga algún bien, pintó una fuente, y en medio de la taza se levantaba otra fuente, y por remate un Cristo crucificado, de cuyos sagrados pies, manos y costado salían unas cristalinas fuentes; en el pilón estaba un hombre, hincada una rodilla y en la una mano un rosario, como que estaba rezando a la imagen del Señor, y con la otra, bien levantado el brazo, estaba con los dedos tapando las fuentes que corrían del costado y manos del Cristo. Tenía al pie de la fuente una letra que decía:

Pide el malo, más impide

con sus pecados las fuentes

de las divinas corrientes.

En efecto, señor, volviendo a nuestro cuento, entrando un portero con la sentencia del Virrey, se nos notificó el último fin de nuestra vida; pero yo, viendo que mis compañeros no volvían por sí, respondí por mí y por ellos, alegando la sinjusticia que se nos hacía, queriéndonos matar sin culpa; y ya que no hubiese lugar para el perdón, se advirtiese que yo no había representado sino solo la loa y dos entremeses, un muerto y un paje del rey; por tanto, me debían dar por libre.

Admitiose mi escusa; pero a los demás en segunda resulta

fueron condenados, negando lo que pedíamos, si no era que, vueltos a la ley de Mahoma, se quedasen como los demás renegados moradores de Argel, y en tal caso se les admitiría el

perdón, dándoles libertad y casándolos, como se acostumbra en aquel reino.

Muy mal les pareció el partido; y así, los valerosos soldados hijos de la Iglesia, como católicos detestando la falsa secta y confesando la fe de Cristo señor nuestro, ofrecieron muy de voluntad su cuello al yugo del martirio, protestando de no sólo una vida, sino muchas que tuvieran, haberlas de dar por la verdad del sagrado Evangelio.

Con esta respuesta indignados más los sarracenos, pusieron luego en ejecución el decreto y mandamiento del Rey; y así, en agudos palos, semejantes a grandes asadores, pusieron los

vitoriosos mártires, que ya como católicos morían por defensa de la fe que habían recibido en el santo bautismo.

CURA. Y las mujeres ¿en qué pararon?

ALONSO. No mostraron menos esfuerzo y ánimo, aunque de su naturaleza son delicadas y frágiles; porque haciendo con ellas el mesmo partido que a sus maridos, y ofreciéndolas libertad, riquezas y con quien casarlas, como constantes rocas, a todo dieron de mano, queriendo más ser degolladas, perdiendo la vida, que dejar nuestra sagrada religión.

CURA. Por cierto, hermano, que él fue desgraciado, pues, por lo menos, muriendo como sus compañeros le pudiéramos llamar el santo mártir Alonso.

ALONSO. No merecí yo tanto bien; que aun hasta en esto me hizo daño el hablar; que si callara y no tomara la mano por mis compañeros, era forzoso acabar con el dichoso fin que ellos tuvieron; pero consuélome, señor, con la doctrina del gran doctor san Jerónimo, que, animando a sus frailes a que sufran trabajos y los lleven con paciencia, les dice: «Mirad, hermanos, que el morir con un golpe de espada acaba con todo, dejando las miserias y penalidades desta vida para gozar de los eternos

gozos de gloria. Pero vosotros lleváis el martirio prolongado por muchos años, y el verdadero religioso toda su vida tiene de martirio y no pequeña corona le tiene Dios guardada; que aunque la mayor caridad y amor que uno puede tener y mostrar es perder la vida y entregarse a la muerte por su amigo, con todo eso, de mucho mérito es una voluntad prompta y un firme propósito de jamás apartarse de la cosa amada; de modo que cuando se ofreciese no le daría temor la espada, el fuego ni el rigor del más rigoroso tormento, por grande que fuese».

Y no ha sido poco lo que he sufrido y sufrí con el cautiverio en que estuve, y después que salí de él, que no haya tenido algún mérito, ya que perdí el mayor que pudiera tener; pero, en efecto, son juicios de Dios, y a cada uno lleva por el camino que más le conviene: viendo mi flaqueza, no permitió ponerme en tanto aprieto, por que le doy infinitas gracias, pues me sacó del cautiverio donde estuve en Egipto tantos años, trayéndome adonde libremente pueda servirle imitando la santidad y virtud

que veo en tantos siervos suyos, siquiera para que con su ejemplo venga a ser otro como ellos.

CURA. Deseo saber, hermano, cómo salió de Argel y de tantas desdichas en que estaba metido.

ALONSO. Tienen por el cuarto voto que hacen los padres de la Santísima Trinidad una antigua costumbre de ir a rescatar cautivos en todo el reino de Argel; y así, como acertase ahoraun año a ir por redemptor el padre fray Juan de los Reyes, a quien yo en Valladolid y Toledo había conocido y servido en algunas ocasiones, como me viese en tanto trabajo y desventura, trató con el Rey de mi rescate, y a pocos lances se concertaron por trecientos ducados. Pagolos por mí, trújome a España con otros ducientos y cincuenta cautivos que vinieron en mi compañía, viniendo a parar en esta santa ermita, adonde, siendo Dios servido, será donde pienso acabar mi corta vida sirviéndole.

Este es, en suma, mi discurso. Vuesa merced me perdone; que quisiera haberle entretenido con mejor estilo, más elegantes razones y mejor lenguaje; pero, al fin, ninguno puede dar más

de lo que tiene.

 

 

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