JAVIER ALFAYA

UN ENCUENTRO

A Manuel de la Escalera

       El hombre se quedó en el umbral. No era muy alto y su cuerpo delgado, de modo que no fue mucha la luz del sol que tapó, pero sí suficiente como para que el viejo levantara la cabeza, molesto. Vio apenas una figura como una mancha en la puerta, al fondo la verdura de la ladera que descendía suavemente y terminaba en el terreno llano y recubierto por una fina capa de hierba donde se alzaba la casita. Iba a decir al hombre que se apartara. Aquel sol, aquel sol tan raro de los días de la primavera atlántica calentaba sus huesos, haciendo renacer en poco de la vida que parecían quitarle los días interminables y  oscuros del invierno.

       Pero el hombre, como si se hubiera dado cuenta del pensamiento del viejo, se hizo a un lado y entonces éste tuvo que levantar la mano sarmentosa, de venas abultadas, para que no le deslumbrara el sol. De reojo, mientras volvía a acostumbrarse a la luz, le miró. Los cabellos comenzaban a escasearle, pero el rostro debió ser alguna vez casi hermoso. Tenía los rasgos regulares, la boca de labios finos y bien dibujados, los pómulo salientes y la piel sin arrugas. Pero los ojos parecían muertos: dos cuencas oscuras, inmóviles, quietas. Tardó unos momentos en ver que llevaba unas gafas azuladas de montura de carey. Vestía un traje de color gris claro, con rayitas, ya muy desgastado y que le venía un poco grande. No sintió curiosidad. Ni miedo. Solo durante todo el día hasta que, por la noche, volvía su hija de la escuela en la que daba clases, se había acostumbrado al aislamiento y a los visitantes inesperados: vagabundos que aparecían con su zurrón, sus barbas y su mal olor, chiquillos que hacían pellas y venían a ocultarse por allí, paseantes a los que les llamaba la atención aquella casita con vago aspecto de chalet suizo, situada en un rincón invisible desde la carretera y en la que se podía contemplar una panorámica de la ensenada, con las islas al fondo.

       No dijo nada y ya iba a apartar la mirada del desconocido, cuando éste habló por primera vez:

       _¿No me recuerda, jefe?

      Su brazo derecho se levantó hacia él. La manga de la chaqueta retrocedió. No había dedos ni mano. Únicamente un muñón, en el centro del cual se abría una profunda hendidura.

      El hombre repitió:

      _¿No se acuerda, jefe?

     Luego se volvió a callar y, como si repentinamente la timidez se apoderara de él, bajó el brazo con el muñón e hizo un movimiento de disculpa, casi de desaliento.

     El viejo miró la sombra en la pared. Su rostro era arrugado y grisáceo, tenía los cabellos totalmente canos. Pero iba a hablar.

Sin embargo, todavía el desconocido dio un paso atrás, se apartó del umbral de la puerta y se pegó a la pared. Su rostro quedó oculto en la sombra, pero su mano sana, que había posado sobre un muslo, relumbraba en lo oscuro con una blancura de marfil. La voz del viejo no era cascada ni débil. Salió firme y clara cuando, por fin, habló.

      El desconocido escuchó con atención, la mano sana con los dedos muy abiertos, presionando la carne.

      _¿Cuándo fue?

      _Hace mucho tiempo. Allá en el treinta y seis.

      Y entonces, repentinamente, con algo de desafío, mientras los dedos de la mano sana se cerraban y se apretaban, alzó otra vez el muñón, que asomó de la sombra a menos de un metro del rostro del viejo. Si había pensado, cuando antes bajó el brazo con el muñón, que el viejo sentía repugnancia, se equivocaba. El viejo miraba con curiosidad, sin asco. Pero seguía sin entender. ¿Y cómo iba a entender? No tenía datos, indicios.

     Lentamente su memoria entró en su noche, a tientas, lanzando las redes mediante golpes medidos, cuidadosos, sin abarcar mucho, temerosa de perderse en aquella maraña de imágenes que no paraban nunca, que se hacían y deshacían en un movimiento continuo. Caviló buscando esa señal y el hombre se la dio.

      _Fue en septiembre, a principios. Aquel día debieron de sonar más tiros que otras veces.

      Entonces puede decirse que lo vio. Como si de pronto la capa de los años se hubiera apartado de su cuerpo, vio un sol como el de ese día, más pesado, que lo llenaba todo, se vio en el andén con el banderín bajo el brazo, mirando con un desconsuelo que todavía no era resignación al tren que acababa de llegar: el mixto de Valladolid, que se estacionó en la vía más lejana al punto donde se encontraba.

      Los vio como otras veces. Dos guardias que bajaban, los fusiles en prevengan apuntando hacia la puerta del vagón de tercera. Luego la breve cuerda de presos _cinco o seis, a veces tres o cuatro_, esposados entre sí, bajando con esfuerzo la escalerilla. Luego los otros dos guardias. En el andén se formaba la pequeña comitiva y se dirigía siempre hacia el mismo sitio: el terraplén oculto entre los arbustos y las zarzas, una cortadura que bajaba suavemente hacia el mar.

      Hacían el camino a paso lento, como si estuvieran ralentizando deliberadamente cada movimiento o les acompasa­ra un tambor en sordina que sólo podían escuchar ellos. Casi nunca había gritos ni empujones. Alguna vez los hubo, desde luego. Pero no era la regla. La regla era aquella marcha pausada, de sórdida solemnidad, que angustiaba aún más el corazón. No, no se acostumbró nunca.

      Desaparecían tragados por la tierra y se veía el mar azul, sereno, ajeno. Luego transcurrían dos o tres minutos en los que siempre se sentía a punto de gritar, de salir corriendo, de hundirse en algún sitio donde pudiera no mirar, no escuchar. Más tarde llegaba el restallido hueco y seco de los disparos. Ocho, nueve, diez, cruzándose, enredándose en el aire que no se veía .

      A veces se oía un grito ahogado, cuyo dramatismo se opacaba en la distancia. La primera vez aguardó, congelado por un temor violento que le empequeñecía, a que reaparecieran. El negro acharolado, las capas verdes y emplomadas, los fusiles terciados o colgados del hombro.

      Volvían lentamente y luego, uno por uno, entraban en el tren.

      No le extrañó que pudieran venir a recordárselo. Siempre pensó que alguien, como él, debió de guardar aquel recuerdo en un escondrijo de la memoria. Así que cuando el desconocido dijo el día, la fecha exacta y, sobre todo, el número: _Éramos dos, nada más que dos_, lo vio con claridad. A fin de cuentas su mente estaba lúcida, en ocasiones alerta. Otra cosa es que estuviera baldado, preso en aquella silla de ruedas.

      Aquel día sí, fue diferente. Principios de septiembre.

      A lo mejor ya refrescaba un poco. El aire estaba limpio, para descubrir mejor la vileza del día, su indiferencia. Empezó porque eran dos, tan sólo dos. El primero, ágil, menudo, vestido con un traje oscuro y camisa blanca. Saltó del tren y durante un momento estuvo con el brazo levantado, mientras, el otro, un hombretón grueso y calvo, se quedaba aún en la parte superior de la escalerilla.

      Estaba seguro (tan seguro como que si miraba hacia la sombra donde se escondía el hombre, apenas podría ver más que los nudillos de la mano sana cerrada, porque la otra, la dañada, ya había vuelto a bajarla) de que el más joven le miró fijamente desde el otro lado de las vías, como si le dijera: «Aquí estoy. Tú estás ahí. Mírame, me van a matar. Ya que no puedes hacer nada, sé, por lo menos, testigo».

      Fueron unos instantes, tres o cuatro segundos nada más. Luego el otro terminó de bajar, a rastras, y un guardia los empujó con la culata del fusil, gritando. Sí, esa vez hubo gritos. El ritual se quebró. Fue menos solemne el paso de la comitiva. El hombre grueso se resistía, se negaba a caminar. Unos metros más adelante, como el hombre grueso siguiera retrasándose, el guardia le pegó con más fuerza y se cayó gimiendo.

      Fue entonces cuando dijo que el grillete le quemaba tanto, la presión era tan despiadada, que dejó de sentir la muñeca. Fue como un anticipo de la muerte. Se tambaleaba mientras el hombre grueso se arrastraba, tratando de no perder el equilibrio. Siguieron arreándolo a gritos y a culatazos y él caminó tambaleándose. Los otros ferroviarios miraban muy quietos, nadie decía nada. Luego desaparecieron. «Se acabó», pensó.

      En el andén, cada empleado, cada viajero, intentaba hacer como si nada ocurriera, pero en cada movimiento, en cada gesto, en cada palabra que se pronunciaba _se quisiera o no, había que hablar, moverse_ subyacía el ritual de la muerte que se celebraba monte abajo.

      Pensó que la mirada del condenado no había sido ni patética ni angustiada. El patético, el angustiado, era él. Un temblor irreprimible comenzó a agitar su cuerpo y un súbito aflojamiento de sus brazos hizo que se deslizara el banderín y cayera, chocando contra el cemento gris y manchado.

      Fue como una señal. Comenzaron los disparos. Los contó mientras recogía el banderín que había rodado, desplegando un trozo de tela funeral, negra. Los contó, pero en seguida perdió la cuenta; porque no eran seis o siete, como de costumbre, o diez o doce, sino más, muchos más, como si alguien hubiera enloquecido en aquella cortadura del terreno donde imaginaba el cuadro: los guardias atrás, un poco separados _«para no ser sorprendidos»_ apuntando, tirando, y los presos encadenados, doblándose ya bajo las balas. Los disparos continuaron después de una pausa, los guardias debían estar cargando los Máuser con nuevos peines de balas. Llegó otra oleada.

      La sucesión de disparos tuvo su efecto allá arriba en la estación: rompió el encantamiento que parecía envolver a los que estaban en el andén. Miradas que se rehuían se encontraron. Un perro vagabundo que pasaba el tiempo entre las vías y se alimentaba de los restos que le tiraban los de la cantina, comenzó a aullar y se lanzó como una flecha fuera de la estación. Un tren, próximo al cruce, silbó. Echó a andar hacia el extremo del andén.

      En ese momento aparecieron los guardias. No venían andando ordenadamente, como otras veces, casi desfilando. Con el cabo en cabeza aparecieron de pronto entre los arbustos y las zarzas, presurosos, hablándose a gritos. Los vio venir cruzando las vías, los fusiles aún en las manos y, uno de ellos _el cabo_, se encaró con él:

      _¡El teléfono, rápido!

      Señaló con un movimiento su despacho, siguió con la vista al cabo que entró en la habitación dando un golpe y dejó el fusil sobre la mesa. Le vio girar la manivela y gritar pidiendo comunicación. Otro guardia, menos excitado, estaba a un paso de él, la culata del fusil reposando en el suelo.

      _¿Qué ha pasado? _preguntó.

      El guardia dijo:

      _Uno que se ha escapado. Para mí que lleva lo suyo, pero hay que avisar a la línea.

      Luego se fueron y las cosas volvieron a su calma. Uno que se ha escapado, pensó. Por la noche bajó hasta allí. Recuerda haber pisado con precaución aquella senda que bajaba ondulando hasta la diminuta cala donde batía, en pequeñas sacudidas, el agua de la ría. No llegó hasta abajo. Hacia la mitad del descenso lanzó una ráfaga de luz con la linterna eléctrica sobre la plataforma rocosa.                    

      Allí estaba, envuelto en sangre, el hombre grueso, de bruces, los brazos colgando y metidos en el agua. No echó más que un rápido vistazo. De modo que era el otro el huido. Ya estaría muerto, ahogado o alcanzado por los disparos y su cadáver aparecería en cualquier playa de la ría, como el de tantos.

       Subió de nuevo y orinó largamente junto a una vía muerta. A lo mejor al pobre diablo de allá abajo lo vendrían a recoger

sus familiares al día siguiente. O si no se quedaría allí pudriéndose, hasta que se le unieran otros cadáveres y comenzara el pestazo. Eran pocas las veces que acudían los familiares. Por lo general, cuando el olor era insufrible y llegaba hasta la estación, mandaban al sepulturero de Vilamor con tres o cuatro hombres más, y los recogían. Los metían en unos ataúdes de madera sin desbastar e los llevaban.

 

      El desconocido _que ya no lo era, es verdad_ estaba sentado y fumaba lentamente, con deleitación, un cigarrillo negro que le había dado el viejo. Estaba otra vez callado. Casi hubiera necesitado escuchar aquella historia. Escuchar los pormenores, la mano arrancada por el tirón salvaje contra el terror inerte de su compañero, la corriente llevándole bien lejos la cala, al otro lado de la ría, y luego el despertar en una casa de marineros. Allí, dijo, le cortaron lo que le quedaba de mano y le cuterizaron la herida al fuego.

      Durante años vivió oculto por aquella gente _el padre, el que lo recogió, había muerto hacía poco de cáncer, la mujer vivía con una de sus hijas, los dos hombres estaban en Alemania, informó_ escondido tras un falso techo, compartiendo su miseria. Un médico que ayudaba clandestinamente a los huidos terminó de curarle el brazo mutilado. Luego, al cabo de cinco años,  se marchó y vivió casi un año en el monte, durmiendo en cuevas, alimentándose de bellotas y de raíces, hasta que no pudo más.

      Bajó del monte y se entregó, presentándose al cura de su parroquia. No le reconocieron con las barbas y las melenas tan crecidas. Aún cumplió tres años de cárcel «por ayuda a la rebelión». Después vivió como pudo. Al ser maestro se las arregló para dar clases particulares, y como aprendió a valerse de la mano izquierda, se empleó de escribiente en una notaría.

      El viejo movía la cabeza mientras el otro explicaba. Luego se quedaron quietos y callados los dos. Fue el viejo quien habló esa vez.

      _¿Y ahora?

      _Ahora _dijo el hombre y pisó la pava del cigarrillo_. Me han dicho que si mando una instancia suplicando que me repongan podré volver a trabajar como maestro _volvió a callar. Miró hacia fuera, hacia el bosquecillo donde los pájaros habían iniciado la algarabía del atardecer. El viejo apartó la mirada. Cruzó las manos sobre la manta escocesa que cubría su regazo.

      _Entonces era joven. Ahora han pasado muchos años. ¿Qué voy a enseñar?

      Al viejo le hubiera gustado decirle una palabra de ánimo y durante un momento estuvo a punto de hacerlo. Pero al final le venció su desaliento. Sentía pena por sí mismo, inmóvil en la silla de ruedas, en un cuarto que se había empezado a enfriar, y su soledad le pesó como nunca.

      Su memoria se había contraído de nuevo y el desconocido volvía a ser el del principio: un extraño que asomaba por el umbral de su puerta, saludaba y charlaba un rato. ¿Cuándo volvería su hija? Llegaría la noche y seguiría allí sentado, sin fuerzas ni ganas de moverse.

      El hombre se levantó. Había venido hasta allí _había preguntado en Vilamor dónde vivía, si es que vivía, el jefe de estación de entonces_ para contar su historia y ahora sentía un curioso pudor. Estiró el brazo mutilado hasta que la manga de la americana lo cubrió por completo. Se sentía cansado y, hasta cierto punto, confundido. Miró al viejo. Los ojos de éste ya no expresaban nada.

      Dijo:

      _Bueno, adiós.

      El viejo no contestó. Parecía haber agotado su provisión de palabras. Monte abajo vio cómo iban encendiendo, de una en una, las luces de la estación y oyó el sonido largo y majestuoso de una locomotora grande. El mar fosforecía en la sombra y la brisa traía su olor.

(Del libro El traidor melancólico ).

 

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