Irene
González
Frei

Perro
negro


      —Dieciocho —le digo.
      Pero sabe que estoy mintiendo. Hundo mi mirada en la suya. La mantengo hasta que no resiste más. Aparta los ojos, avergonzada. Y el brillo de su mirada se deshace en la penumbra.
      Desde la mesa nos llegan gritos. Oleadas de gritos y risas que no comprendo.
      Nadie nos ve: no tiene sentido seguir fingiendo que he venido a la cocina para ayudarla. Dejo la botella a un costado. El frío del vidrio me ha adormecido la mano. Le acaricio la cara. El vello de la mejilla se le eriza.
      Su piel está tan excitada como la mía. Intento atraerla hacia mí. Pero se resiste. Todavía se resiste. Vuelve a mirarme.
     Sobre el cielo estallan los fuegos artificiales, iluminando la ciudad a oscuras y duplicando sus destellos en el agua de la bahía. Muerdo el borde de su oreja con el borde de mis labios. Quisiera retener este momento, pero no puedo porque siento que está formado por muchos momentos superpuestos. Vivo sensaciones aisladas, sentidos
fragmentados, como si en lugar de estar viviendo esta realidad la estuviera recordando, seleccionando los momentos más importantes.
      Hay una euforia general en la ciudad. Desde el apagón, toda la gente ha salido a la calle para continuar al aire libre los festejos de Navidad.
      Puedo oír a la vez las felicitaciones anónimas, las campanas que llaman a la misa del gallo y su voz, susurrando palabras sin sentido que son como caricias.
      Es como si fuera mi tía, claro. Hacía años que no venía a visitarnos, pero mis padres siempre me hablaban de ella. Mi imaginación fue construyendo su imagen y, ahora que por fin la he visto, todo es infinitamente distinto, asombrosamente mejor. Desde el momento en que entró en casa, supe que tenía que besarla, supe que tenía que acariciar la curva de su cintura, supe que sus pezones tenían que estar entre mis dedos.
      Es necesario que me controle. Somos muchos en la cena. Alguien podría vernos.
      Pero sé que sólo tengo estas pocas horas de Nochebuena. Y ya no volveré a verla como la veo hoy. Si hasta el apagón que todos lamentan es como una señal de mi deseo para buscarla.
      Estiro la mano bajo el mantel de la mesa.
      Toco sus piernas bronceadas y me sorprendo de que no lleve medias: a la vista, su tersura se me figuraba artificial. Rozo sus piernas cruzadas. Separo ligeramente los dedos, hasta sentir solamente el vello de sus muslos. Entonces me deslizo sobre la curva de los muslos buscando la cara interior, el lado oculto. Pero no la fuerzo. No quiero hacerlo.
      Ella me mira sorprendida a la luz amarilla de las velas. Apoya la copa sobre la mesa para que nadie note el temblor de sus manos. Pasan unos segundos, unos interminables segundos en los que la veo dudar y debatirse.
      Luego aparta la vista, habla con otros demasiado ostentosamente. Llama al perro. Comprendo lo que está a punto de ocurrir: quiere disimular.
      Entonces descruza las piernas. Abre para mí el destino final de mis dedos y mis besos. Cede. Por fin cede a mi acoso. Espero. Quiero demorar el instante. Sé que ya está esperándome el coño que tanto deseé. Mi mano se aleja hasta las rodillas, y después vuelve, buscando en la piel bronceada el goce de sus piernas. Toco la dulce barrera de
algodón. Detrás de las bragas puedo sentir el palpitar de su coño. Una suave tibieza. Casi un aliento. Subo un poco más y le acaricio el pubis.
      Me retiro. Le estrecho la mano. Es mi mensaje.
      —Dieciocho —me dice.
      Estoy segura de que me miente, al menos por unos meses, y vuelvo a dudar. No debería hacer lo que estoy haciendo. Sus padres son amigos míos desde hace años, no puedo comportarme así.
      Son las doce y cinco.
      Grita. Grita entre los gritos que nos llegan desde la mesa para anunciar que me lleva a la calle a ver los fuegos artificiales.
      Me toma de la mano, pero al llegar a la puerta de calle se detiene. Pone su índice sobre mi boca. Luego apoya su boca sobre el dedo, a milímetros de mis labios, y me dice: Silencio. Siento en su suave aliento el olor del champán. Silencio, repite. Estoy en silencio, ya siento el alboroto de mi corazón. Son las palpitaciones del deseo. Sé que no debería hacerlo, sé que no. Y sin embargo.
      Siento vergüenza de mi ropa. Ella va de gris, y parece tan elegante. Tiene ese aire triste de las mujeres que llevan una vida demasiado perfecta. Debe de estar riéndose de mí.
      Debe de estar riéndose del susto de amor que se me escapa por todos lados.
      Pero no. No se ríe. Lo sé. Ella también está asustada. Es inútil que lo ocultemos. Porque es tan hermoso sentir mi aliento agitado sobre el suyo. Sentir el peligro de que nos descubran besándonos. De que nos descubran en este momento en que abro sus piernas y apoyo mi lengua sobre su clítoris.
      Hace tanto calor. Toda la ciudad había encendido su aire acondicionado, su ventilador; y miles de botellas puestas a enfriar: el apagón era inevitable. Hacía tantos años que no pasaba la Navidad en el hemisferio sur.
      Y aquella vez también fue en Navidad, mi cuerpo inexperto estremecido por el sudor de su cuerpo, como ahora. Al placer de este instante se le suma el placer de la memoria. Mi coño se estremece por el pasado y por el presente, por el futuro inmediato que adivina y anhela.
      Me lleva, me dejo llevar. Pero no salimos. En la puerta de la calle me estrecha muy fuerte la mano para detenerme. Abre y cierra. Y en puntas de pie vuelve sobre sus pasos. Toma una botella de champán con la mano libre y me arrastra hacia el interior de la casa por entre las habitaciones oscuras. Creo que nadie se ha dado cuenta. Todos están atareados con los regalos y los brindis.
      Cruzamos el patio. Tengo miedo de que mis tacones hagan ruido sobre las baldosas. Me arrastra escaleras arriba. Vamos a la terraza. Va delante de mí. Tengo sus piernas a la altura de mis ojos, puedo adivinar el dibujo de las bragas sobre sus nalgas. Siento en el pecho, en el vientre, en el sexo, la ansiedad suave y dolorosa que precede a los amores intensos.
      Al llegar a la terraza, me toma de la cintura y me abraza. Sus pechos se apoyan contra los míos, mi coño busca su coño y el cielo sobre nosotras se llena de luces rotas.
      Quiero saborear el carmín de sus labios. La llevo hasta el rincón más apartado de la terraza. Descuelgo un montón de ropa puesta a secar. La extiendo sobre el suelo. Nos recostamos. Sus piernas bronceadas se meten entre mis piernas y mi falda. Nos besamos suavemente primero. Pero pronto nos quitamos la ropa, la una a la otra, casi con brusquedad, con urgencia. Nuestros cuerpos ya no aguantan ni un segundo más de separación.
      Es un orgasmo largo, compartido, que viene y va en descargas como los fuegos sobre nosotras.
      Estoy sin aire. Me acomodo a su lado, boca arriba, mirando el cielo. Apoyo mi cabeza en su hombro y me gusta su olor. No se ha puesto perfume.
      Se superponen ráfagas de músicas distintas que llegan desde lejos.
      Siento que no debemos tomarnos respiro. No hay tiempo.
      Debemos amarnos vorazmente. Aparto la larga cabellera para besarle el cuello. Ella aplasta su mejilla contra la mía, un instante, un breve instante en el que oímos abajo, en la casa, las voces de los invitados, luego alza la mejilla y busca mi boca. Nuestros labios húmedos se abren para permitir el encuentro de su lengua y la mía, otra vez, otra vez.
      Un pedazo de noche se mueve cerca de nosotras. Es el perro negro, que había ido a esconderse de los petardos y ahora avanza en la penumbra, buscando un refugio mejor. Así es este instante, como una sombra que se mueve fugazmente en la noche, antes de perderse para siempre. Recordaré esa sombra en la sombra mañana, cuando el avión me lleve de vuelta al otro lado del océano.
      Ya no hay fuegos en el cielo. Quiero quedarme así, confundida en su abrazo, con nuestros cuerpos desnudos bajo las estrellas, siempre.
      Pero sé que este momento es efímero, sé que ya se está acabando.

 

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