La ponedora

Gustavo Martín Garzo

 Vio el huevo sobre la alfombra y trató sin éxito de encontrar una explicación al suceso. Las puertas y ventanas estaban cerradas y era impensable que un ave, y menos de aquel tamaño, hubiera entrado y salido en la casa sin dejar otra huella de su paso que aquel gigantesco huevo. Cuando en los días siguientes aparecieron tres más (uno de ellos junto al sofá, otro en el pasillo, junto al paragüero, y el tercero al pie de su cama) el asunto le inquietó de verdad. ¿De dónde procedían? Por su tamaño (el doble del de una gallina) pensó en uno de esos opulentos animales alados (un ganso, un pavo) que suelen verse en los parques o en los corrales de las granjas, pero esto seguía sin aclarar cómo había llegado hasta allí. La conclusión siguiente parecía obvia, alguien los transportaba a escondidas, dejándoles en su casa con un propósito que desconocía. Inmediatamente pensó en ella. Hizo cuentas y reparó en que los huevos habían empezado a aparecer en las épocas en que ella le visitaba. Lo hacía ocasional y velozmente, siempre que por cuestiones indescifrables recalaba en aquella ciudad, y los huevos aparecían sin falta después de cada uno de sus encuentros. No llegó a hacerla partícipe de sus sospechas, porque a decir verdad siempre la había tenido algo de miedo y pensaba en una reacción airada (su carácter era terrible). De modo que se limitaba a recogerlos y a guardarlos en el frigorífico a la espera de que fuera el propio curso de los acontecimientos quien le indicara lo que tema que hacer. Algunas veces se comió alguno, y tean un sabor semejante al de las gallinas; otras los regaló, a su madre, a una vecina viejecita, en cuyas manos extendidas él depositaba el huevo benigno como una promesa de larga vida.

       Una noche, varias semanas después de haber tropezado con el primero, supo la verdad. Estaban acostados, y ella empezó a agitarse bajo las mantas. De pronto se puso a temblar. Se incorporó y encendió la larnparita de la mesilla. Ella continuaba dormida, pero tenía el rostro congestionado, como si estuviera realizando en sus sueños un violento esfuerzo. Iba a despertarla, a arrancarla de aquella pesadilla, cuando percibió un inesperado cambio en su rostro, que de pronto se serenó para adquirir, con su color habitual, una expresión de inquietante dulzura. Casi al instante ella se llevó las manos a la boca, al tiempo que agitaba las caderas de un lado para otro. Sintió entonces el súbito deslizarse de algo bajo las sábanas. Se detuvo junto a su cuerpo, y al tender las manos para alcanzado se encontró con la sorpresa increíble de un huevo idéntico al que había encontrado otras veces. Permanecía entre las piernas de su amante, retenido por la tela del camisón, y su cáscara estaba aún húmeda y tibia.

Tampoco se atrevió entonces a hablar con ella de lo que acababa de descubrir y, a la mañana siguiente, se limitó a despedirla en la puerta con un beso ensimismado, traspasado de oscuros presentimientos. Durante esa semana, que vivieron juntos y que fue la más dulce de su amor, ella llegó a poner su huevo diario. Lo hacía como las gallinas, sin importarle el sitio,ni preocuparse por el producto, como si apenas fuese consciente de esa inesperada facultad corporal.

Luego, todo terminó. Las visitas se espaciaron y su amor se fue apagando sin grandes aspavientos, como las brasas de una pequeña hoguera, como un pocillo de agua que se fuera evaporando al sol.

El último de aquellos huevos lo encontró en el cuarto de baño. El huevo era blanco y brillante como la porcelana de la bañera, y él lo tomó entre sus manos y lo besó con delicadeza, sabiendo que señalaba con toda probabilidad el término de

su amor. Así fue. No volvió a verla, y todas aquellas preguntas quedaron sin responder para siempre. ¿Ignoraba ella que ponía huevos? ¿Pasaba en aquellos instantes por una amnesia temporal que le impedía recordar luego lo sucedido? ¿Explicaba esa amnesia su desinterés posterior por el huevo, que abandonaba en cualquier lado, o todo obedecía a un cálculo y si nunca le hablaba de ellos era sólo para hacerle ver que ni siquiera le consideraba digno de convertirle en su confidente (como si al ir dejando aquel rastro rotundo, aquellos huevos hermosos como jeroglíficos, como cofres sellados, le estuvieran diciendo: «¿Tú qué sabes de mí?»).

Siempre que recordaba luego aquel extraño amor lamentaba la velocidad con que se habían precipitado los sucesos, y su profunda incapacidad para participar en ellos. ¡Cuánto le hubiera gustado verse amorosamente envuelto en aquella escondida trama, estar _por ejemplo_ juntos en el cine y que a ella le vinieran las ganas y se le escapara allí mismo sobre la butaca, sujetar su mano mientras apretaba en silencio, ir retirando luego sus faldas hasta ver aparecer el huevo blanquísimo y tibio, y muertos de risa sacarle luego bajo la chaqueta procurando que no los viera el acomodador! ¡Cuánto llegar a

sorprenderla en ese preciso instante, el de la puesta, que ella le llamara a voces y verla recogida en el suelo, con el rostro enrojecido por el esfuerzo; poder agacharse hasta ver la cáscara blanca asomando entre los pelitos, asistir a la lenta emergencia de aquella forma rotunda y hermosa, y extender las manos en el momento preciso para recogerla antes de que rodara por el suelo! ¡Cuánto, ya con el huevo en las manos, poder alzarlo sobre su cabeza y loco de contento ponerse a girar ante ella mostrándoselo al mundo entero lleno de orgullo; poder verla  tumbada en el suelo, con el rostro palidísimo sobre la hierba, agotadita y feliz por el trabajo cumplido, inexplicable!

 

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